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La juventud cubana ha sido protagonista esencial de los sucesos fundamentales vividos por el país a lo largo de su historia. En 1953, año en que se cumplía el centenario del natalicio del Apóstol de nuestra independencia, José Martí, una hornada de jóvenes valientes se empeñó en hacer realidad sus anhelos de libertad, independencia y justicia social, y protagonizaron la heroica acción contra los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. Entre ellos figuraron ocho dúos y un trío de hermanos, unidos no solo por lazos sanguíneos, sino también por el deseo de revertir la ignominiosa situación prevaleciente en la patria adolorida. En sus historias se adentró esta autora, quien nos entrega un acercamiento a las motivaciones que los condujeron a emprender el riesgoso e inaplazable camino de la lucha armada.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición:Felipa Suárez Ramos
Diseño de cubierta e interior:Yasser Gamoneda Montero
Realización e ilustraciones:Yasser Gamoneda Montero
Corrección:Magda Dot Rodríguez
Cuidado de la edición:Tte. cor. Ana Dayamín Montero Díaz
Emplane y conversión a ebook: Idalmis Valdés Herrera
© Raddys Martínez Sánchez, 2022
© Sobre la presente edición:
Casa Editorial Verde Olivo, 2023
ISBN: 9789592246058
El contenido de la presente obra fue valorado
por la Oficina del Historiador de las FAR.
Todos los derechos reservados. Esta publicación
no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
en ningún soporte sin la autorización por escrito
de la editorial.
Casa Editorial Verde Olivo
Avenida de Independencia y San Pedro
Apartado 6916. CP 10600
Plaza de la Revolución, La Habana
A los valientes jóvenes que con los primeros resplandores del amanecer del 26 de julio de 1953 se decidieron a asaltar y conquistar el cielo entre los hasta entonces infranqueables muros de los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, en especial a las ocho parejas y un trío de hermanos que, unidos por un mismo ideal, ofrecieron el pecho y algunos la vida por alcanzar la victoria o caer en el empeño.
A todas las personas e instituciones que con su apoyo y colaboración hicieron posible que este libro saliera a la luz, elaborado a partir de testimonios y entrevistas, así como de obras facilitadas por diferentes instancias de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana; valiosos libros y publicaciones y un documental, todos mencionados a lo largo del texto.
Gracias de todo corazón a cada uno de estos factores y a la Casa Editorial Verde Olivo, que una vez más ha demostrado su inquebrantable propósito de dar a conocer la historia de nuestras luchas y los disímiles, en ocasiones tortuosos senderos, que tuvieron que recorrer quienes la hicieron posible.
Al descorrer lentamente las cortinas de la historia patria, sin lugar a dudas la amanecida de la mañana de la Santa Ana en Santiago de Cuba, aquel 26 de julio del año en que se conmemoraba el centenario del nacimiento de nuestro Apóstol, José Martí Pérez, nos hace estremecer.
Esto ocurre porque, no obstante el transcurso del tiempo, es imposible estudiar, escuchar o leer sobre el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, de Santiago de Cuba y Bayamo, respectivamente, sin que diversos sentimientos no conmuevan nuestra forma de pensar y sentir. En primer lugar, por la audacia sin límites que demostraron aquellos jóvenes al lanzarse a conquistar el campo enemigo en semejante acto de rebeldía, y demostrar así que era posible atacar al tirano en su propia madriguera para tomar sus armas y entregarlas al pueblo, aun cuando ese mismo opresor no imaginaba siquiera que existía en el país tanto derroche de bravura y un despertar tan elocuente de los más altos principios arraigados desde siempre.
Aquella radiante mañana, además de trazar un hermoso sendero de lucha, también puso al descubierto la horrenda crueldad vestida de uniforme militar que, luego de dispersarse el humo de los disparos, inició la salvaje cacería de los corajudos muchachos que se atrevieron a desafiar el odio del tirano, y convirtieron la ciudad santiaguera y otras zonas de la provincia de Oriente, en escenario de asesinatos y ultrajes a lo mejor de nuestra juventud.
Nos parece imaginar, entonces, el hermoso espacio cercano a la playa de Siboney, cuando la noche del 25 de julio tendía su límpido manto y la luna descubría su luz entre las agrestes montañas de la Maestra, allá en la granjita que sirvió de cálido cobijo a tanto ardor revolucionario. Un manto de hermandad los unió a todos porque sentían que abrazaban un mismo ideal, y una causa justa los movía a comprometer la vida en aras de un noble propósito: ver libre a la tierra que los vio nacer. Esta indiscutible y tremenda realidad es conocida por la inmensa mayoría de los cubanos, pero lo que quizás desconocen muchos es que, además de la identificación de ideas y de logros a alcanzar en aquella contienda, entre aquellos valientes de futuros combatientes a algunos de los cuales los unían, además, auténticos lazos de sangre por haber nacido de un mismo seno, que decidieron unir sus destinos en aquella hora decisiva de la patria.
Dieciséis parejas y un trío se dieron cita aquella noche para amanecer ante las fortalezas enemigas corriendo igual suerte, protegiéndose unos a otros o sufriendo lo indecible por no poder hacerlo y, en algunos casos, vieron asesinar al que llevaba su sangre sin poder evitarlo. Siete de ellos fueron masacrados, pues ninguno cayó en el combate, sino que la jauría batistiana, ávida por cobrar vidas de hombres desarmados e indefensos, les arrancó sus jóvenes existencias en las horas siguientes al enfrentamiento. Imaginamos el dolor punzante de las madres que vieron regresar, o conocer que solo uno de sus hijos estaba vivo, y la angustia y zozobra de aquellas que, anidando en sus corazones la esperanza del ansiado regreso de sus retoños, comprobaron al fin que a ambos la soldadesca criminal les había arrancado la vida luego de someterlos a horribles torturas.
Se repetía en la historia patria la lucha conjunta de los Maceo frente al poderío colonial español, cuando la familia toda marchó a la manigua a ofrecer sus fuerzas y vidas como ofrenda sagrada a la Cuba nuestra. También en el 53 se vivieron las mismas ansias libertarias del 68 y del 95, en continuidad de un grito inmenso y solidario que unía a todas las madres que perdieron a sus hijos en el Moncada y el Carlos Manuel de Céspedes, en Cuba, en América, en el mundo, en el empeño de darle una vida nueva a la tierra donde nacieron.
Con esta obra, basada en hechos extraídos de fuentes fidedignas, nuestro propósito es que se sepan estos detalles de la última etapa de nuestra guerra de liberación nacional; dar a conocer quiénes eran esos hermanos, de dónde provenían, relatar algunas anécdotas y pormenores de su diario quehacer, y de las horas vividas antes de partir al combate o de ser apresados y asesinados.
Consideramos que mientras más nos adentremos en estas curiosas pinceladas de nuestras luchas, valoraremos más el precio que costó lo que tenemos hoy, y estaremos más que nunca convencidos de que cuando oigamos del 26 de julio de 1953, escucharemos hablar de coraje, sacrificio, amor a la patria y hermandad patriótica, pero también de la determinada por los lazos consanguíneos, la cual hizo latir sus corazones bajo el impulso de un mismo ideal.
Transcurría el lejano año 1859 cuando se inició mi construcción en la parte más alta de la ciudad de Santiago de Cuba, en época en que la Isla era sojuzgada y explotada como colonia de España. Mi primer nombre fue cuartel Reina Mercedes, en honor a la esposa del rey Alfonso XIII, y posteriormente el de cuartel del Nuevo Presidio, por estar destinado a servir de cárcel departamental en Santiago de Cuba. Todo el que me contemplaba una vez terminada la edificación, expresaba elogios a la obra concluida: «Es una verdadera fortaleza» —decían— y yo, un tanto vanidoso, me erguía aún más hasta casi alcanzar las nubes. Inmensa era mi extensión, que se expandía entre la Carretera Central por el oeste, el Paseo de Martí por el norte y el este, y la calle General Portuondo (Trinidad) por el sur; una superficie aproximada de sesenta mil metros cuadrados. Mi misión fundamental era defender la plaza de Santiago de Cuba.
Durante las guerras independentistas del siglo XIX, además de albergar las tropas españolas durante la contienda, a mis calabozos eran conducidos y mantenidos presos muchos patriotas que luchaban por la libertad de Cuba, entre ellos el mayor general Guillermo Moncada, detenido por las autoridades hispanas en la zona de La Caoba, en Alto Songo, en noviembre de 1893, e internado en mis oscuras mazmorras. Nadie piense que me sentía feliz con el uso dado a mis recintos, por el contrario, hervía de indignación al sentir mi suelo humillado por la bota del español y la reclusión en mis celdas de hombres dignos que se batían en fieros combates por conquistar la independencia.
Transcurrieron cinco años y en julio de 1898 el general español de apellido Toral, gobernador de la plaza de Santiago de Cuba, se rindió ante las tropas invasoras yanquis, que ocuparon mis predios. Nuevamente hombres ajenos a los ideales de mi tierra invadieron mi territorio y, con prepotencia y desprecio hacia los cubanos, el ejército estadounidense le negó al mayor general Calixto García Íñiguez la entrada a la ciudad, junto con el Ejército Libertador, del cual era lugarteniente general.
Prosigo con mi larga historia. Llegado el siglo XX, en agosto de 1902 el entonces teniente coronel Saturnino Lora, tomó posesión como jefe de la Guardia Rural (GR) de la provincia de Oriente, con sede en mis amplios predios, y en 1909, durante la segunda intervención yanqui en Cuba, el gobernador Charles Magoon decretó su retiro del cargo aludiendo «imposibilidades físicas», y por decisión del presidente José Miguel Gómez, su lugar fue ocupado por Juan Vaillant López del Castillo, a quien ascendió a teniente coronel.
En abril de ese mismo año se emitió la Orden Especial n.o 56 del jefe del Cuerpo de la Guardia Rural, contentiva de un cambio a mi nombre inicial por el de Guillermo Moncada, como merecido homenaje a la memoria de ese mayor general del Ejército Libertador por su actitud combativa en defensa de la patria oprimida. Semanas después, el 20 de mayo, se hizo efectiva tal decisión.
La guarnición del cuartel se sublevó en 1917, en apoyo a los liberales de José Miguel Gómez, en un movimiento conocido como la «Guerrita de la chambelona».
Protagonistas de una etapa significativa fueron las jornadas estudiantiles y obreras de lucha contra el tirano Gerardo Machado Morales en 1930, ocasión en la cual el tercio táctico del ejército ubicado en mi edificación salió a las calles para reprimir a los manifestantes a puro plan de machete, y hubo muchos detenidos. En la instalación por mí ocupada también radicaba el Primer Distrito Militar. Ante la indignación y reacción popular, el tirano nombró supervisores militares en cada provincia, y para Oriente fue designado un sanguinario comandante nombrado Arsenio Ortiz, conocido por el pueblo como el Chacal de Oriente, por los frecuentes crímenes por él cometidos en este territorio.
En agosto de 1931, el líder antimperialista Antonio Guiteras Holmes se sublevó en el lugar conocido como La Gallinita, pero pronto resultó apresado y permaneció en mis instalaciones hasta ser trasladado a la cárcel de Guantánamo. Dos años después, en septiembre de 1933, recién derrocada la tiranía machadista, el joven Guiteras y miembros del Directorio Estudiantil Universitario se reunieron en mis predios con el objetivo de impedir el desembarco de un destructor estadounidense.
Durante mucho tiempo serví de alojamiento al ejército que resguardaba el poder de los gobernantes de turno, quienes se enriquecían con el dinero del pueblo sin ocuparse de las penurias de los más necesitados. En el frío mes de diciembre de 1937, un fuego me castigó severamente, pero no transcurrieron muchos meses sin que el gobierno concediera amplios créditos, en diferentes etapas, para mi reconstrucción. Antes de que concluyera 1938 se inauguraron las nuevas obras, mucho más amplias y acomodadas a las necesidades del personal militar, entre ellas un edificio para cine-teatro y, al fondo, separado del cuartel por un enorme patio, el club de oficiales, con una torre tan alta como la de la jefatura.
La ampliación comprendió, asimismo, departamentos para la jefatura del regimiento, del cuerpo de guardia, la sala de justicia, pabellones y dormitorios para dos mil hombres, así como una panadería, un departamento comercial y hasta una sastrería. No puedo dejar de contar que también se construyeron calles y carreteras interiores pavimentadas, acueducto, alcantarillado y caballerizas, estas al fondo. Para completar la fastuosa obra, se colocó una cerca ornamental con aspilleras, y un fuerte de forma circular en cada una de las cuatro esquinas principales.
Sin pretensiones de ser ostentoso, debo contar que a la entrada principal del edificio se levantaba un pórtico monumental, y en las tres entradas secundarias, situadas en el fondo, había garitas y blocaos para los centinelas. Y no podía faltar la residencia del jefe del regimiento, construida más al norte, entre el Paseo Martí y la calle 2.a, del reparto Sueño; junto al flanco derecho se me construyeron pequeñas viviendas para alistados.
Si se observa el conjunto arquitectónico como un todo, da la impresión de que se trata de una sola instalación, aunque las últimas construcciones estaban ubicadas en los exteriores de la fortaleza.
La guarnición del cuartel la formaban más de trescientos hombres pertenecientes al Regimiento n.o1 Maceo, y unos veintiséis del escuadrón 18 GR, para un total de más de cuatrocientos efectivos. El armamento de que disponía el regimiento para ejercer la represión en el territorio, estaba depositado en el cuartel; lo componían ametralladoras, fusiles, revólveres y pistolas, todos con abundante parque, así como bayonetas. La seguridad de la fortaleza dependía normalmente del servicio de guardia, y el sistema de postas contaba con cuatro exteriores y una interior, cada una atendida por dos o tres centinelas.
Las postas 2, 3, 4 y 5 tenían una cadena fijada por un extremo a una de las garitas y por el otro sujeta con un gancho a la garita opuesta, mecanismo que permitía desengancharla para dar paso a los vehículos. Como puede apreciarse, mi construcción constituía una verdadera fortaleza en el territorio oriental, y el personal que la ocupaba se vanagloriaba de su fuerza y poder militar.
Llegó la nefasta madrugada del 10 de marzo de 1952. Ante el golpe militar perpetrado por Fulgencio Batista Zaldívar, en los primeros momentos la guarnición que me ocupaba vaciló en apoyarlo ante la presencia de las instituciones cívicas de la heroica ciudad de Santiago de Cuba y del pueblo solicitando armas para organizar la resistencia. Sin embargo, pasadas pocas horas lo hizo y la jefatura del regimiento la asumió el entonces capitán Alberto del Río Chaviano, recrudeciéndose desde ese momento la represión al pueblo, las detenciones y el abuso con toda persona que mostrara el más leve rechazo al régimen de facto.
Con motivo a la numerosa afluencia de personas a la ciudad debido a la celebración de los carnavales de julio de 1953, se me reforzó el sistema de seguridad con postas adicionales y cinco patrullas de recorrido exterior; la ametralladora calibre 50 que estaba frente a la posta 1 fue reubicada en un lugar del área izquierda del polígono próximo a la posta 2 y al flanco izquierdo de la calle de acceso directo al frente del cuartel. Se quería resguardar a toda costa la impenetrabilidad al edificio y hacerlo barrera infranqueable y todopoderosa ante el malestar de la población, que sufría las atrocidades del gobierno.1
Hasta ese domingo de carnaval contemplaba yo con impotencia, pero no indiferente, cuanto ocurría en el cuartel. Arrestos de personas, sobre todo de jóvenes revolucionarios; derechos ciudadanos transgredidos por la soldadesca uniformada; defensa de lo indefendible al apoyar con las armas las acciones del tirano Batista y empuñarlas contra el pueblo… No sabía yo cómo podía soportar tanta impunidad coexistiendo en mis interiores, y tanta crueldad acumulada. Pero justo al romper el alba, al amanecer del domingo día 26 del séptimo mes del año 1953, los rayos de la esperanza iluminaron a toda Cuba desde su parte más oriental.
Los sonidos de los disparos hechos por los jóvenes asaltantes en aquella amanecida, repiquetearon en la superficie de mis paredes exteriores, mas no me hirieron, por el contrario, al contacto con los proyectiles percibí el roce de algo inusitado y extraordinario que llegaba a mí, al Moncada, a Cuba entera, al pueblo que ansiaba la libertad ultrajada. No sentí dolor por la penetración de las balas; sin embargo lancé un grito, no de dolor, sino de rebeldía, de júbilo por sentir que la nación entera despertaría con una noticia que se expandería por todo el país y anunciaría que la gran fortaleza hasta entonces invulnerable había sido asaltada por unos jóvenes atrevidos y valientes que, cubiertos de una gran coraza de dignidad y amor por la patria, se atrevieron a tan osada operación.
Hasta Martí llegó ese grito de lucha en que se tornó el Moncada; era el más preciado regalo en el centenario de su natalicio. La música del carnaval fue sustituida por las notas del himno de la patria que, en avalancha corajuda y serena, entonaron los jóvenes que arremetieron contra las fuerzas del odio para demostrar, de la manera más hermosa, que podían ser derrotados en el intento, pero no vencidos.
Después de breve tiempo, cuando aún se escuchaban los ecos del combate, comenzó la barbarie. Y les confieso sin pudor alguno, que no obstante mi fortaleza exterior, la dureza de mis muros y lo antiguo de mi construcción, lloré de impotencia y dolor al sentir el calor de la sangre hermosa derramada sobre mis pasillos, y presenciar las horrendas escenas que eran capaces de protagonizar las bestias uniformadas. Me dolieron la virilidad ultrajada de Boris, los ojos maltrechos de Abel, la mirada asesinada del poeta patriota, mis patios regados de juventud acribillada. Fueron aquellas horas posteriores al asalto, como dijo Haydée, las peores, las más sangrientas, crueles y violentas.
Con el paso de los días el horror se hizo costumbre para ellos, que ignoraban mi existencia espiritual, porque yo también tengo alma. Yo presentía la fuerza invencible de la fibra de que estaban hechos los que quedaron después del 26, y cómo se habían nutrido de los que cayeron, porque la vida es más fuerte que la muerte. Sentí que respiraba nuevamente los aires de las guerras del 68 y el 95, y el sol resplandecía como nunca iluminando las altas montañas de la Maestra, porque titanes, con Fidel al frente, habían asaltado el futuro de esta hermosa tierra y nos esperaban nuevos y palpitantes combates.