Hijos de Ápate - Alicja Gescinska - E-Book

Hijos de Ápate E-Book

Alicja Gescinska

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Beschreibung

Cuando Pandora abrió su famosa caja y la diosa Ápate escapó de su prisión, el engaño y la mentira se extendieron por todo el mundo. Desde entonces, Ápate vive entre nosotros y, según argumenta Gescinska en este ensayo, todos descendemos de ella. Pero como Hijos de Ápate podemos rebelarnos y ofrecer resistencia a la tentación de la mentira, lo cual nunca fue tan necesario como en estos tiempos de posverdad, hechos alternativos y noticias falsas. El auténtico problema de nuestra era es la falta de autenticidad y veracidad, conceptos que Gescinska define, respectivamente, como la sinceridad con nosotros mismos y con los demás. Lo que determina la calidad de una afirmación es la intención del hablante. Por eso, para combatir la proliferación de la mentira no basta con ofrecer más herramientas con las que comprobar los hechos. Sin un nuevo compromiso con la autenticidad y la veracidad, la democracia está más amenazada y, con ello, corremos el riesgo de perder nuestro bien más preciado: la libertad.

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Índice

Cubierta

Portadilla

Nota del traductor

Prefacio

1. Una era de Ápate

2. Anatomía de la mentira

3. Dimensiones de la veracidad

4. Libertad y sumisión

Epílogo: La filosofía como remedio

Bibliografía

Notas de la autora

Créditos

Nota del traductor

Todas las notas a pie de página, indicadas con símbolos, son propias. Las notas de la autora, indicadas con números, aparecen al final del libro, al igual que en el original.

Salvo que se indique lo contrario, todas las citas son traducciones propias, bien a través del idioma original —en cuyo caso se han utilizado las fuentes indicadas en la bibliografía— o bien a través de la traducción al neerlandés de la autora.

A Roger Scruton, un hombre verazy un auténtico amigo

La esencia del discurso es ética.

Emmanuel Levinas

Prefacio

Quien se propone escribir un libro sobre conceptos como la verdad, la mentira y la veracidad, más vale que empiece con palabras sinceras. Por eso, he de confesar que afronto este ensayo con cierta renuencia, pues hay en la filosofía dos temas que me infunden un respeto reverencial. Uno es el tiempo, y el otro, la verdad. Ambos se me antojan como el equivalente filosófico de un banco de arenas movedizas.

Todo el mundo tiene una noción intuitiva de los conceptos de tiempo y verdad, pero esa noción basada en experiencias cotidianas se derrumba como un castillo de naipes en la literatura y el pensamiento filosóficos. Sobre ambos conceptos se han escrito cantidades abrumadoras de libros. El tiempo y la verdad: temas filosóficos tan complejos que parece imposible acotarlos con precisión, tanto más en un breve ensayo. Cuanto más profundizas en ellos, más te hundes en las arenas movedizas del pensamiento. Con cada nuevo argumento, cada definición y cada teoría, aumenta tu impresión de estarte metiendo en un jardín del que tal vez no puedas salir ya nunca. Por eso, solo con la debida cautela me atrevo a iniciar este ejercicio de exploración filosófica.

Pero, además del titubeo, también experimento una acuciante sensación de urgencia, porque pocos temas tienen al mismo tiempo una trascendencia filosófica tan imperecedera y son tan relevantes en el momento actual como la noción de verdad. Durante los últimos años, ese concepto ha cobrado tanto protagonismo en el debate político y social que, si queremos arrojar algo de luz sobre el mismo y entender mejor el tiempo en que vivimos, tenemos la obligación de desarrollar una visión más clara de la idea de verdad. Solo así percibiremos también con mayor nitidez nuestra condición humana. Sería difícil encontrar a alguien que no otorgue valor a la verdad en su vida personal o en el contexto social del que forme parte. Podría decirse que solo hay dos tipos de seres humanos: los que aspiran a encontrar la verdad, y los que ya creen haberla encontrado. En cualquier caso, la cuestión es que el ser humano siempre adopta una postura ante la verdad. Por citar al neurocientífico, filósofo y poeta inglés Raymond Tallis: «Ver la verdad de verdad es vernos de verdad a nosotros mismos».1

1

Una era de Ápate

Posverdad

Vivimos en tiempos de devaluación de la verdad. Por todas partes se observan síntomas de tensión por el menoscabo que sufre a diario ese concepto. Los políticos acusan sistemáticamente a sus adversarios de proclamar mentiras y difundir información falaz. Hay que haber vivido debajo de una piedra durante muchos años para no ser consciente de las procelosas aguas en que se encuentra la idea de verdad en estos días.

Muchos términos que han entrado a formar parte de la jerga política moderna reflejan la devaluación de la verdad en el debate político y social. Fact-free politics,* noticias falsas, verdades alternativas, bulos y auténticos ejércitos de troles que vomitan toneladas de desinformación en internet son algunos de los fenómenos que definen esta «era de la posverdad» en que vivimos. Hay quien opina, incluso, que la situación actual es tan grave como para hablar del fin de la verdad. Eso opina, por ejemplo, Michiko Kakutani, crítica literaria estadounidense galardonada con el Premio Pulitzer. En su ensayo La muerte de la verdad (2018), Kakutani afirma que nuestra era se caracteriza por el declive de la razón y el auge del subjetivismo exacerbado, lo cual, en combinación con el populismo rampante y la propaganda política, tiene como consecuencia última la extinción de la verdad. Otros no son tan pesimistas y hablan de la decadencia de la verdad.2 Según estos últimos, la verdad está contra las cuerdas, pero todavía no ha muerto.

No obstante, tanto si estamos ante el fin de la verdad como si se trata de una simple fase de erosión del concepto, no está nada claro que nuestra era sea excepcional en lo concerniente a la percepción de la verdad. Ya desde la antigua Grecia, como mínimo, sabíamos que el engaño y la mentira son fenómenos muy humanos. Cuando Pandora abrió su famosa caja y la diosa Ápate quedó libre, el embuste, la falacia y la impostura entraron a formar parte del mundo. Allí donde hay seres humanos, hay engaños y mentiras. Así fue ayer, así es hoy y así será siempre. Ápate nunca nos deja solos. Es más, todos descendemos de ella. Nunca ha habido una era de Ápate, por la sencilla razón de que la diosa del engaño siempre ha estado entre nosotros.

La historia es un pozo inagotable de mentiras y patrañas urdidas con todo detalle por comunidades enteras para obtener algún beneficio, imponer una agenda política o cultivar la identidad común. No hace falta ser historiador para saberlo. Se podrían citar infinidad de ejemplos: las sangrientas fábulas sobre judíos que asesinaban niños cristianos para sus rituales, los protocolos de los sabios de Sion, el caso Dreyfus, el mito del sarmatismo, que dejó una llamativa huella en la historia cultural de Polonia,3 la masacre de Katyn,4 los procesos de Moscú durante el periodo estalinista, el escándalo del Watergate… En pocas palabras: la mentira y el dolo son de todos los tiempos. A lo largo de la historia, el engaño ha sido un poderoso factor en el cultivo de conciencia de grupo y, por tanto, un factor de polarización, una fuerza con poder para unir, pero también para distanciar.

Esa misma idea aparece también en «La mentira en política», ensayo de Hannah Arendt incluido en Crisis de la república. Arendt habla del escándalo de los llamados «Documentos del Pentágono», en los años setenta del siglo pasado. Cuando se filtraron a la prensa, los citados documentos sacaron a la luz una red de mentiras urdida por poderosos políticos norteamericanos para disfrazar la injerencia de Estados Unidos en la política de Vietnam durante los años previos a la guerra en ese país. Lo que más sorprende es la vigencia que siguen teniendo las conclusiones de Arendt. La filósofa germano-estadounidense nos recuerda que la mentira siempre ha formado parte del juego político, y que siempre ha habido agentes políticos que han visto la mentira como un medio justificado por fines más elevados.

El sigilo […] y el engaño, la deliberada falsedad y la pura mentira, utilizados como medios legítimos para el logro de fines políticos, nos han acompañado desde el comienzo de la historia conocida.5

Tal vez sea un desatino, por tanto, otorgarle a nuestra era un estatus especial en materia de difusión de falsedades. No en vano, diversos filósofos y comentaristas políticos han manifestado su rechazo al término «posverdad». Uno de ellos es Steven Pinker, para quien ese concepto solo puede definir nuestro tiempo en un sentido irónico.

No obstante, se me antoja demasiado drástico descartar el término por completo. También hay argumentos a favor de su uso. El hecho de que un concepto tenga aspectos problemáticos no es motivo suficiente para desacreditarlo. A fin de cuentas, toda descripción de una era o un Zeitgeist* adolece de ese mismo mal. Cualquier intento de definir una época con un denominador común determinado resulta insatisfactorio en algún aspecto. Los felices años veinte, por ejemplo, no fueron siempre tan felices como puede hacer creer esa denominación. La Ilustración no fue un momento homogéneo en la historia de la humanidad que iluminó el mundo de forma repentina con la luz de la razón. Y describir los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial como una drôle de guerre —guerra de broma— también es un grave atentado contra la realidad. En pocas palabras: para todos los periodos históricos se acaban acuñando generalizaciones simplificadoras.6

Por otro lado, el término «posverdad» tiene un carácter ambiguo que permite justificar su uso en cualquier contexto. Si el concepto es correcto, su uso está legitimado. Y si es incorrecto, paradójicamente, también es muy apropiado. A fin de cuentas, nada mejor que un término falaz para expresar la idea de que, en nuestra opinión, vivimos en una época en la que hemos perdido por completo la brújula de la verdad y en la que, por lo tanto, proliferan todo tipo de términos imprecisos y afirmaciones falsas. Una época, en definitiva, en la que la verdad está entonando su canto del cisne.

Tampoco se puede negar, además, que el término «posverdad» dice algo de nuestro tiempo. No es casual que, en 2016, los diccionarios Oxford eligieran ese neologismo como palabra del año. Es incuestionable que el concepto expresa algo esencial de nuestra forma de entender el concepto de verdad en el debate político y social. Tanto a la izquierda como a la derecha del debate existe una fuerte impresión de que aquellos que se encuentran al otro lado del espectro político faltan de forma sistemática a la verdad. Obviamente, la mentira siempre ha desempeñado un papel en la arena política, pero sería un error afirmar que nuestros antepasados eran menos conscientes de ello.7 Sin embargo, aunque no haya aumentado la conciencia colectiva sobre la presencia de mentiras y bulos tanto en el ámbito político como en la sociedad en general, sí es cierto que, actualmente, dicha conciencia se manifiesta de forma más explícita. Hoy en día no solo disponemos de mayor libertad, sino también de más medios para discutir abiertamente sobre mentiras políticas, por lo que los conceptos de verdad y mentira han pasado a ocupar un lugar más prominente en el debate público.