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Este libro ofrece una guía clara, bien documentada e ilustrada de la historia de Francia desde la Edad media hasta nuestros días. Entre sus temas centrales trata las relaciones entre el Estado y la sociedad, el impacto de las guerras, la competencia por el poder y las formas en que éste ha sido utilizado a lo largo de la historia del país galo. Analiza a sus grandes protagonistas como Felipe Augusto, Enrique IV, Luis XIV, Napoleón y De Gaulle y contextualiza sus trayectorias vitales dentro de los procesos de cambio de las estructuras económicas y sociales y de las creencias, al mismo tiempo que ofrece una información muy valiosa sobre la vida de hombres y mujeres corrientes. Esta tercera edición ha sido revisada con profundidad e incluye un nuevo capítulo sobre la Francia contemporánea, una sociedad y un sistema político en crisis como resultado de la globalización, el aumento del desempleo, un sistema educativo ineficiente, las crecientes tensiones sociales y raciales, la corrupción, el ascenso de la extrema derecha, y una pérdida generalizada de confianza en los líderes políticos.
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Seitenzahl: 861
Veröffentlichungsjahr: 2015
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Akal / Historias
Roger Price
Historia de Francia
Traducción de la 1.ª edición: Beatriz Mariño
Actualización de la 3.ª edición: Alfredo Brotons Muñoz
Este libro proporciona la información más actualizada y exhaustiva de la historia de Francia que abarca desde la Alta Edad Media hasta nuestros días. Entre sus temas centrales trata las relaciones entre el Estado y la sociedad, el impacto de las guerras, la competencia por el poder y las formas en que este ha sido utilizado a lo largo de la historia del país galo. Analiza a sus grandes protagonistas como Felipe Augusto, Enrique IV, Luis XIV, Napoleón y De Gaulle y contextualiza sus trayectorias dentro de los procesos de cambio de las estructuras económicas y sociales y de las creencias, al mismo tiempo que ofrece una información muy valiosa sobre la vida de hombres y mujeres corrientes. Esta tercera edición ha sido revisada con profundidad e incluye un nuevo capítulo sobre la Francia contemporánea, una sociedad y un sistema político en crisis como resultado de la globalización, el aumento del desempleo, un sistema educativo ineficiente, las crecientes tensiones sociales y raciales, la corrupción, el ascenso de la extrema derecha, y una pérdida generalizada de confianza en los líderes políticos.
ROGER PRICE es profesor emérito de Historia en la Aberystwyth University, Gales. Ha escrito numerosas obras sobre la historia de Francia, siendo sus más recientes publicaciones: The French Second Empire: An Anatomy of Political Power (2001) y People and Politics in France, 1848-1870 (2004).
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RAG
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Título original
A Concise History of France (Third Edition)
© Ediciones Akal, S. A., 2016
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4262-4
Agradecimientos
El autor de una obra de carácter general como esta se halla en deuda con muchas personas, incluidos los estudiantes que entre 1968 y 1993 asistieron a mis cursos en la Universidad de East Anglia y posteriormente en Aberystwyth, con los antiguos y nuevos colegas y con los bibliotecarios de ambas instituciones, así como con los de la National Library of Wales. Estoy especialmente agradecido a William Davies, de la Cambridge University Press, por primero plantearme este desafío y luego animarme a otros proyectos. Su sucesor, Michael Watson, junto con Isabelle Dambricourt y Chloe Dawson, fueron de inestimable ayuda en la preparación de las siguientes ediciones, lo mismo que Elizabeth Friend-Smith, Fleur Jones y Abigail Jones. Los siguientes amigos leyeron y comentaron el manuscrito original: Malcolm Crook, Colin Heywood, Oliver Logan y el muy añorado Peter Morris. La contribución de Heather Price ha sido enorme. Richard Johnson, de la Universidad de East Anglia, dibujó algunos de los mapas, y Mary Richards, Jean Field y Mike Richardson, correctores de la Cambridge University Press, hicieron sugerencias sumamente provechosas.
Por sus constructivas críticas, por su paciencia, por su afecto y por su alegría, sigo profundamente agradecido a Richard, Luisa, Luca y Charlotte; a Siân, Andy, Molly y Lilly; a Emily, Dafydd y Eleri; a Hannah y Simon, y a mi querida Heather.
Introducción
La entidad a la que denominamos Francia es fruto de una evolución centenaria, durante la cual la acción política y el deseo de engrandecimiento territorial de los sucesivos monarcas, ministros y soldados impulsaron la unidad de varias regiones. Con todo, dicha evolución no fue lineal ni sus resultados obvios, por lo que conviene evitar la tentación de una explicación de carácter teleológico. El factor clave de este proceso fue la aparición de un Estado relativamente fuerte en Île-de-France y la expansión de su autoridad. Nuestro objetivo es explicar cómo y por qué se produjo este fenómeno.
La propuesta de escribir un libro que cubra un periodo de tiempo tan vasto atrae e intimida a la vez. Ofrece al historiador la oportunidad de contemplar los resultados de estudios más restringidos –generalmente su objeto de investigación– en un contexto histórico más amplio, pero también le plantea problemas fundamentales de perspectiva e interpretación. Nunca se podrán dar por resueltas cuestiones como la de «hasta qué punto es posible reconstruir el pasado a partir de los restos que de él conservamos» (R. J. Evans). Las pruebas a disposición de los historiadores consisten en fragmentos, a menudo producto del azar, que se han de contextualizar en el esfuerzo por reconstruir su significado. Todo estudio histórico es selectivo, especialmente cuando abarca tantos siglos. La cuestión es determinar qué debemos seleccionar, cómo presentar un hilo conductor en el caos de los acontecimientos y en la sucesión de generaciones –que tienen un papel central en la historia–, cómo definir el tiempo histórico y trazar la oscilante frontera entre cambio y continuidad. Podríamos optar por una historia política organizada según criterios cronológicos y descriptivos, pero correría el riesgo de convertirse en un mero catálogo de los grandes protagonistas de cada época y de su actuación.
El nacimiento, en la década de los veinte, de la historia social, a menudo asociada con Marc Bloch y Lucien Febrve, fundadores de la llamada Escuela de los Annales, requirió que incluso el historiador político situara a los grandes hombres y la evolución de las instituciones del Estado en el contexto de sistemas sociales cambiantes. Mientras los historiadores continuaban su diálogo autocrítico con el pasado y debatían acerca de la importancia relativa de los factores económicos, culturales e ideológicos en el proceso de la formación y el cambio sociales, se produjo una proliferación de enfoques. Las atractivas simplicidades de un enfoque estructuralista, basado en las clases y neomarxista, asociadas en las décadas de los sesenta y setenta con Fernand Braudel y Ernest Labrousse, se rechazaron como en exceso deterministas y conducentes a un descuido reduccionista de los «actores históricos», de la «cultura» y de la comunidad. A la decisión de integrar a los «pobres» en los registros históricos siguió un deseo de reconocer la importancia del género y la etnicidad como claves para la explicación de la elección y la conducta. Los hallazgos en antropología social se han desplegado también a fin de crear una consciencia de la importancia del lenguaje, las imágenes y la acción simbólica en la construcción de la identidad social y de una historia «cultural» que sitúe a la ideología, en lugar de a la sociedad y la economía, en el centro de la experiencia humana.
En ausencia de leyes generales del desarrollo histórico y como resultado de una mayor consciencia de la extraordinaria complejidad de la interacción humana, entre los historiadores se desarrolló una crisis de confianza. Esta se ahondó frente al reto planteado por una filosofía «posestructuralista» y «posmoderna» asociada con Michel Foucault, Jacques Derrida y otros, la cual, en su versión más extrema, hace hincapié en que toda percepción de la «realidad» está mediada por el lenguaje, en que todo texto posee una gama de significados posibles y en que la investigación histórica misma no es nada más que una reflexión sobre el discurso. Si el pasado carece de toda realidad fuera de la representación que los historiadores se hacen de él, se sigue que la «realidad» no se puede distinguir de su representación. La historia se convierte así en meramente un género literario entre otros, en poco diferente de la novela.
Valioso por cuanto anima a los historiadores a cuestionarse sus supuestos, un posestructuralismo que desafía las bases sobre las que se han construidas las ciencias sociales, incluida la creencia en un conocimiento verificable y el valor de la investigación empírica, ha de desecharse en último término como un callejón sin salida intelectual: como poco más que un refrito de antiguas discusiones filosóficas sobre la naturaleza de la realidad. Plagada de jerga y cada vez más autorreferencial, la posmodernidad se convirtió en una caricatura de sí misma, un arrogante y elitista juego lingüístico. Aunque es importante reconocer la necesidad de desarrollar modelos de causación más complejos e inclusivos, es también vital abordar «la cultura y la identidad..., el lenguaje y la conciencia, como fenómenos cambiantes que se han de explicar en lugar de como la explicación última de todos los demás fenómenos sociales» (Tilly). Los individuos desarrollan una consciencia social dentro de la multiplicidad de complejas situaciones de la vida diaria. La identidad no es una constante. La construcción de un contexto explicativo con significado por parte del historiador requiere el reconocimiento de las estructuras, tanto a pequeña como a gran escala, que afectan al individuo y procuran las bases para la interacción social.
La auténtica crisis que afronta la historia es probablemente su fragmentación. El historiador profesional típico lleva a cabo investigaciones conducentes a la publicación de monografías que hagan avanzar el conocimiento y el análisis, una labor docente que desarrolle las actitudes críticas e inquisitivas entre los estudiantes, y lo que los franceses llaman «vulgarización»: un término sumamente desafortunado para describir la esencial tarea de comunicación con el público más amplio posible. El reto que esto plantea es la reconciliación de la credibilidad profesional con las demandas comerciales de los medios de comunicación. Tanto en los textos impresos como en la televisión, las demandas de accesibilidad amenazan con ofrecer distorsiones simplificadoras de situaciones históricas complejas y un regreso a la peor clase de historia descriptiva, junto con explicaciones de los hechos de los grandes personajes que, al quitar importancia al contexto, pasan por alto la revolución en el método histórico inaugurado hace casi un siglo por Bloch y Febvre.
El tema central de este libro es, pues, el proceso continuo de interacción entre el Estado y la sociedad. El Estado ha sido definido por la especialista en historia social, Theda Skocpol (States and Social Revolution, 1979) como «un conjunto de órganos administrativos, políticos y militares dirigidos y, mejor o peor, coordinados por un poder ejecutivo». Evidentemente, estos órganos administrativos y coercitivos se mantienen mediante recursos que proceden de la sociedad. Su demanda aumenta considerablemente en tiempo de guerra, por lo que esta se convierte en un estímulo de primer orden tanto en la evolución de las instituciones estatales como en los conflictos sociales y políticos. Al menos desde Locke, los escritores liberales han visto al Estado como un poder moralmente neutro, capaz de imponer la ley y el orden y de defender a sus ciudadanos de toda amenaza exterior. Sin embargo, con ello ignoran cuestiones tales como la del origen social de los legisladores y gobernantes, el concepto que estos tenían de su papel y su actitud respecto de los gobernados. Karl Marx y los sociólogos italianos Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca representan la tradición contraria, al concebir el Estado como instrumento de la minoría dirigente; a su vez, Antonio Gramsci resaltó no sólo el peso de las instituciones estatales de naturaleza coercitiva, sino el predominio cultural de las clases más favorecidas (por su estatuto legal, su riqueza y su educación) como instrumento para mantener el control social y limitar la repercusión de otros sistemas de valores que, en caso contrario, habrían competido entre sí.
Con ello no se pretende sugerir que el Estado represente automáticamente los intereses de la clase socialmente dominante ni presentarlo como una realidad unitaria. Su capacidad de intervención varía según la época y el lugar. La participación del Estado en la pugna institucional, política y militar, y el intento de reforzar sus propias instituciones puede conducir fácilmente al enfrentamiento por la apropiación de los recursos. No obstante, la captación de altos funcionarios del Estado, reclutados casi siempre entre las clases altas, y el ascendiente que pueden tener sobre los representantes del Estado parecen confirmar una influencia predominante. Aun así, la competencia en el seno de los grupos dominantes por imponerse o mantener bajo su control las actividades estatales sigue siendo una importante fuente de conflicto.
Las principales cuestiones que nos plantearemos afectan al poder político: ¿por qué es tan importante?, ¿quién lo ejerce?, ¿cómo se hace uso de él?, ¿en interés de quién y con qué consecuencias?, ¿cómo reaccionan los súbditos a la actividad de los gobernantes (por ejemplo, a sus demandas de recursos para mantenerse como terratenientes o empresarios, o a los impuestos con los que sostener la maquinaria estatal)? La posibilidad de resistencia colectiva parece ligada a la percepción de derechos y de justicia, a la capacidad de organización, a la posibilidad de protesta y a las perspectivas de éxito o de represión. Así pues, ha estado influida por los cambios en el orden social e institucional. ¿Por qué se producen los cambios políticos?
Evidentemente, todas estas cuestiones afectan tanto a los sistemas sociales como a los comportamientos y estructuras políticas. El orden social no se mantiene sólo ni de manera principal por la acción del Estado, sino gracias a un amplio espectro de instituciones sociales que van desde la familia a la comunidad local, pasando por organizaciones religiosas, educativas y benéficas, o por relaciones de dominio o laborales. En cualquier caso no responde a un plan preconcebido, sino que es resultado de los procesos de socialización, y el contacto diario legitima y refuerza una amplia gama de dependencias. La sensación de impotencia de los desposeídos y su necesidad de actuar con prudencia muestra que la inexistencia de un conflicto abierto no supone falta de tensión política y social. Las formas de control dependen en gran medida de las actitudes que impone la vida cotidiana, es decir, según la lógica de la edad y del grupo, así como por la estructura social y por los medios utilizados por el Estado y las elites sociales. Los historiadores prestan especial atención a un grupo y olvidan otros. Las modas cambian. Así, perteneciendo los historiadores en su mayoría al sexo masculino, se los ha acusado, y con razón, de ceguera respecto al otro sexo. No es este el lugar adecuado para iniciar un debate respecto a las ventajas de utilizar al grupo o a la clase como categorías de análisis frente al sexo, o bien de reflexionar sobre las dificultades de incluir el género como concepto en una historia de Francia. Baste con señalar lo que es y ha sido siempre evidente: que hombres y mujeres tienen experiencias singulares y otras compartidas, y que la percepción de género afecta a la totalidad de la actividad y del discurso económico, social y político. Como señala Hufton, el objetivo del historiador debería ser «integrar cualquier experiencia que haya venido definida por el sexo en el contexto más amplio de lo social y lo económico».
No podemos, por otro lado, olvidar la dimensión espacial a la que tanta relevancia dio Fernand Braudel, recogiendo así la tradición francesa que asocia estrechamente historia y geografía. A lo largo de este trabajo se pondrá de relieve la importancia crucial de las redes de comunicación como cortapisa o como instrumento para facilitar la actividad económica y política y la difusión de ideas. No obstante, el propósito principal de esta breve introducción es delimitar el escenario teniendo en cuenta algunos elementos recurrentes en la historia de Francia.
Una característica evidente de Francia, según sus actuales límites fronterizos, es la diversidad geográfica. El geógrafo Philippe Pinchemel distingue cinco regiones naturales: una zona oceánica y templada en el noroeste, desde Vandée hasta Champaña, de tierras bajas cubiertas por una espesa capa de suelo fértil y con abundante pluviosidad; el nordeste, como área de planicies y piedra caliza, con suelos pobres, excepto alguna zona aislada, y con las duras condiciones del clima continental; el sudoeste, con sus llanuras, colinas y planicies, es más verde, más fértil y menos rocoso que la región del sudeste, que se extiende desde Lemosín hasta las llanuras de Provenza, desde Rosellón hasta las llanuras del Saona (Pinchemel lo describe como «un mosaico [...] lleno de contrastes naturales», con estériles planicies de caliza y escarpadas colinas intercaladas con reducidas y discontinuas áreas fértiles en llanuras y valles que gozan de un clima mediterráneo) y, finalmente, la montaña –el Macizo Central, el Jura, los Alpes y los Pirineos– poco apta para el asentamiento debido a sus delgados suelos y al corto periodo de cultivo, así como por el difícil transporte de hombres y mercancías. Si, en términos generales, el norte forma parte de las zonas de clima templado, y el sur –con sus secos veranos y temperaturas elevadas– al área mediterránea, los sistemas montañosos complican el panorama al introducir rasgos propios de un clima alpino en el sur. Además, al desplazarnos hacia el interior, el clima oceánico se ve más influido por el continental. En lo que a clima se refiere, Francia se caracteriza por las importantes variaciones locales, una notable irregularidad y las anomalías estacionales en temperatura y pluviosidad. Desde tiempo inmemorial y hasta bien avanzado el siglo XIX –mientras predominó el aislamiento y los sistemas de baja productividad agrícola–, las adversas condiciones climáticas, especialmente los veranos húmedos en el norte y las sequías del sur, constituyeron una amenaza para la cosecha de cereal, con el consiguiente riesgo de malnutrición o muerte para los más desfavorecidos. El control de los escasos recursos, el acceso a la tierra o la provisión de alimentos se plantearon con mayor agudeza que nunca. Y, al aumentar la tensión social, la carestía creó problemas políticos de primer orden.
Figura 1. Mapa físico de Francia (fuente: R. Price, A Social History of Nineteenth-Century France, Hutchinson, 1987).
Pese a la presión del clima, la sociedad fue capaz de adaptarse. La transformación del paisaje francés es buena muestra de la continua adaptación del hombre tanto a los imperativos impuestos por el clima como a los cambios en la densidad de población y a las presiones sociopolíticas. El paisaje rural y el urbano son fruto de la compleja interacción entre las condiciones naturales, los cambios tecnológicos y demográficos y el solapamiento entre fases de desarrollo. Aunque en el siglo XX, sobre todo en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se introdujeron cambios más radicales que en ningún otro periodo –la mecanización, los herbicidas y fertilizantes químicos y la concentración parcelaria–, el paisaje todavía revela el contraste entre las áreas de cercamiento y otras de campos abiertos, creadas en la Edad Media, al extenderse los asentamientos a lo largo de los valles de los ríos, las llanuras y las laderas poco escarpadas. En Picardía, Île-de-France, el norte y Champaña y, especialmente, en la mayor parte del este de Francia persisten los grandes espacios abiertos, con escaso arbolado, asociados a grupos de aldeas en las que se concentra la población, pese a que la práctica habitual de pastos comunales y el sistema de rotación colectiva comenzaron a desaparecer a principios del siglo XIX. Lo mismo sucede en la región mediterránea. A pesar de que la revolución de los transportes transformó su agricultura al permitir el acceso de su vino a los grandes mercados, la región sigue marcada por la estructura anterior, como la concentración del hábitat y los restos de terrazas en las laderas de las colinas que testimonian la continua lucha por la supervivencia. Sólo a finales del siglo XIX se redujeron las grandes extensiones dedicadas al cultivo de cereal, al poder prescindir de la autarquía gracias a la menor densidad de población y a la garantía de aprovisionamiento externo. En el oeste, el paisaje sigue aún marcado por el modelo de áreas cercadas y asentamientos dispersos, indicando el proceso gradual de colonización territorial del Medievo. Aunque a menor escala, la estructura básica de los asentamientos se ha mantenido notablemente similar desde el final de la Edad Media. Grandes setos o muros de granito señalan los límites y ofrecen cobijo a los animales, mientras que complejas redes de caminos vecinales permiten el paso a los campos. La Baja Normandía, Bretaña, Anjou, Maine y Vandea muestran otros modelos, en los que el cultivo de la tierra en el fondo de los valles se combinó con la explotación forestal y el pastoreo en las tierras altas. La capacidad de las economías locales para sostener a su población dependía más de la estructura del suelo y de los recursos naturales que de los métodos de cultivo. Como resultado, la densidad de población varió de acuerdo con el nivel de vida. Los tradicionales estilos de construcción, aun enmascarados por adiciones posteriores, son otros testimonios de la pasada variedad regional. El ferrocarril, el motor y la disminución de los costes de transporte permitieron la producción en masa de los materiales y una mayor uniformidad en la construcción urbana y rural, al tiempo que el ladrillo y, después, el cemento sustituyeron al sillar y a la madera.
En la sociedad tradicional eminentemente agrícola que prevaleció hasta el siglo XIX, el crecimiento demográfico constituía el principal incentivo para aumentar la producción. Para obtener una mayor cantidad de alimentos, era preciso cultivar nuevas tierras y aumentar las cosechas con lentas mejoras en la rotación de cultivos. La sobreexplotación y el cultivo de tierras marginales redujeron la productividad y aumentaron los riesgos de cosechas malogradas, de desnutrición, la propagación de enfermedades y la alta tasa de mortalidad que suele ir asociada a un entorno de pobreza. De ahí la obsesión general por garantizar la subsistencia. En la sociedad contemporánea el principal acicate para aumentar la producción agrícola deriva de la urbanización y de los cambios en la dieta alimenticia que lleva consigo la industrialización y una mayor prosperidad. El aprovisionamiento está garantizado por las importaciones, y la productividad aumenta sobre todo por los avances técnicos: los forrajes, la especialización y, más recientemente, la maquinización, los fertilizantes, los herbicidas, la inseminación artificial y la reproducción selectiva de animales y plantas, junto con la concentración de las explotaciones. El capital ha reemplazado a la tierra o al trabajo como principal factor de producción. El abaratamiento de los grandes transportes y la mayor rapidez en la difusión de la información ofrecen nuevas oportunidades a los empresarios, aunque en mercados mucho más competitivos.
La evolución demográfica tuvo también un impacto decisivo en el medio natural, al promover sucesivas etapas de desmonte de tierras y tala de bosques. Finalmente, a finales del siglo pasado, se intensificó la urbanización y las ciudades y villas se extendieron sobre las áreas rurales circundantes. Las líneas del ferrocarril y los grandes bulevares rediseñaron el plano de las grandes ciudades, facilitaron el tránsito de gentes y mercancías y con ellas desapareció la pintoresca confusión de la ciudad tardomedieval, que perduró hasta mediados del XIX. De nuevo, la etapa posterior a 1945 trajo consigo mayor destrucción y construcción que ningún otro periodo precedente. La creación de una red urbana ha tenido una importancia crucial en el desarrollo del conjunto de la sociedad francesa. La población urbana posee una función fundamental en el terreno comercial, administrativo, judicial, militar, religioso y cultural. En muchos aspectos, las aldeas dotadas de un mercado y las ciudades de distinto tamaño fueron el elemento más dinámico de la sociedad. Al crecer en las encrucijadas de los sistemas de comunicación, sus demandas estimularon la producción rural de comestibles y manufacturas, al tiempo que ejercían un control administrativo y político creciente sobre su propio hinterland. Es difícil construir una tipología. La lentitud y el precio de las comunicaciones promovieron el desarrollo de una red de pequeños centros mercantiles. La mayor parte de las pequeñas ciudades sólo tenían importancia a nivel local o regional. Incluso antes de la aparición del ferrocarril, miles de pequeñas gabarras o barcos garantizaban, por vía fluvial o marítima, el suministro de los grandes centros. El Sena y sus afluentes llevaban el pan, el combustible y la madera para la construcción a París, que junto con los grandes centros regionales, como Lyon, y puertos como Marsella, Burdeos y Ruan, desempeñaron un papel clave en la historia de Francia. La ubicación y actividad de estos centros, y las del área que los circundaba, influyeron decisivamente en la distribución regional de la riqueza, les otorgaron su ascendiente cultural y administrativo, y los convirtieron en lugar de residencia de las elites locales y de una compleja gama de artesanos y profesionales, aunque también fueron foco de atracción de las capas pobres y desfavorecidas a la espera de trabajo o de auxilio benéfico. La industrialización desencadenó un proceso de crecimiento selectivo y acelerado en medio de esta red urbana, que en su esencia seguía respondiendo al patrón medieval. Para cubrir las necesidades de vivienda, trabajo, servicios, educación e higiene de la creciente población, y para facilitar la circulación de personas y mercancías, las ciudades experimentaron una drástica transformación. De nuevo fue el crecimiento demográfico, la mejora de las comunicaciones y la integración de los mercados lo que impulsó la innovación tecnológica. La estructura y la tecnología de la actividad manufacturera eran prácticamente idénticas a las de la Edad Media. A finales del siglo XVIII y durante el XIX empezó a mecanizarse la fabricación, en detrimento de los dispersos talleres urbanos y rurales. Comenzaba así una era de continuas y rápidas innovaciones tecnológicas, con fases de especial crecimiento en las décadas de 1840, 1890 y tras 1945.
Figura 2. Evolución comparativa de la población (en millones), Francia, Inglaterra y Gales.
La importancia de las comunicaciones está fuera de toda duda. La calidad de las comunicaciones terrestres y marítimas determinó el futuro comercial, la estructura de la demanda de alimentos y manufacturas y la capacidad de crecimiento de la población urbana. Además, las comunicaciones abrieron nuevas posibilidades de información a los gobiernos, facilitaron la transmisión de instrucciones y la imposición de su autoridad. Antes de que el siglo XIX revolucionara los transportes, el tamaño de Francia y su estructura continental, plantearon problemas de comunicación y control mucho más acuciantes que los de Gran Bretaña, rodeada por el mar.
La unidad impuesta al principio a través de medidas políticas y del poder militar se reforzó gracias a la revolución de las comunicaciones, cada vez más generalizada. El proceso iniciado en el siglo XVIII con la mejora de los caminos y las vías fluviales continuó con la introducción de las nuevas tecnologías: el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono y la reciente tecnología de la información, cuyo impacto se multiplica gracias a la generalización de la educación y a los medios de comunicación de masas. Estas innovaciones proporcionaron servicios antes inimaginables y transformaron la circulación de personas y bienes, la ocupación del ocio, la educación y, en último término, el control social. Pero, además, crearon un sentimiento de pertenencia más profundo y, finalmente, de nacionalismo tal y como lo entendemos hoy en día. Así pues, la integración económica, social, cultural y política depende sobre todo del desarrollo de los medios de comunicación, mientras que la demanda de mejora de las comunicaciones deriva de la nueva percepción de la sociedad respecto a sus necesidades económicas, culturales y políticas.
La estructura de este libro ha venido impuesta por su extensión y por su objetivo principal: facilitar al lector la comprensión de la Francia contemporánea. Es imposible entender el presente sin tener en cuenta el pasado, pero, como cabe argumentar que la repercusión del pasado disminuye con el transcurso del tiempo, trataremos con más detenimiento el pasado reciente que épocas más lejanas a la nuestra.
Cada uno de los capítulos se centra en un periodo más o menos extenso en el que la continuidad en la evolución de las estructuras económicas y sociales y en los problemas políticos predomina sobre los cambios. La larga Edad Media y la Edad Moderna se caracterizaron por el intento de los monarcas de imponer su poder a los grandes señores y a la nobleza rebelde. Ello tenía lugar en un contexto demográfico en el que la baja productividad agrícola y las repetidas crisis malthusianas frenaban el crecimiento de la población, mientras en el ámbito económico el capitalismo y la iniciativa urbana iban penetrando lentamente en la sociedad rural. La Revolución y el Imperio fracasaron a la hora de establecer un sistema político coherente y efectivo, y el resultado fue la aparición de una política de masas en el contexto de una sociedad en transición hacia el capitalismo moderno. En el periodo de 1815 a 1914 se aceleraron los cambios económicos, sociales y políticos, mientras se desarrollaba el largo debate entre los partidarios de la reforma política (mouvement) y los de la résistance, apoyados generalmente por el Estado. La etapa entre 1914 y 1945 se caracterizó por el estancamiento económico y social, y por la devastación que produjeron los conflictos bélicos. Finalmente, tras la Segunda Guerra Mundial, comenzaba un periodo de prosperidad sin precedentes, de reconstrucción, crecimiento económico e impresionante cambio social. El último capítulo se centra en la aparición, desde la década de los setenta, de una sociedad posindustrial, y en las oportunidades y los costes de continuar con la integración europea y la globalización. Dado el tiempo que de forma inevitable transcurre entre la redacción y la publicación, ninguna obra –tampoco esta– puede estar al día respecto al más inmediato presente. Con todo, espero que ayude a comprender incluso los acontecimientos que no han podido ser contemplados aquí.
PARTE I
Francia medieval y moderna
INTRODUCCIÓN
El propósito de esta primera parte es analizar la configuración y evolución de los sistemas sociales y políticos que existieron en Francia durante las edades Media y Moderna hasta 1789, y el desarrollo de lo que los historiadores alemanes han denominado el Lehnstaat, o monarquía feudal, y su sucesor, el Ständestaat, o sociedad de órdenes. Se trata de un mundo gobernado por reyes y príncipes, bajo el dominio de la nobleza, y en el que, pese al florecimiento de las ciudades, predomina la vida rural y la actividad agrícola. El poder dependía de la riqueza y del control de los escasos recursos y, en particular, del acceso a la tierra y del estatus (que el sociólogo alemán Max Weber definió como «la apreciación social del honor»), que se reconocía sobre todo a los clérigos, a quienes correspondía orar por la salvación del hombre, y a los guerreros, encargados de la defensa de la sociedad. Semejante concepción, consagrada por la Iglesia, legitimaba el orden social y justificaba el conjunto de formas que adoptaba el control social; aunque, en último término, la capacidad para obtener de la población impuestos, rentas, derechos señoriales y diezmos dependía del recurso a la fuerza armada.
¿A partir de qué fecha podemos situar el nacimiento de Francia? El proceso de construcción del Estado fue, como veremos, desigual y discontinuo. Tras el hundimiento del Imperio romano y de los reinos francos que lo sucedieron, se hizo necesario crear instituciones políticas capaces de ejercer el control de vastos territorios y movilizar sus recursos humanos y económicos. El resultado fue la lucha entre los grandes señores territoriales por obtener la supremacía local, regional y, finalmente, nacional. Algunas entidades políticas crecieron a costa de sus competidoras, en una historia en la que la guerra desempeñó un papel crucial y, aunque la evolución dependió de la superioridad militar, permaneció estrechamente ligada al desarrollo del comercio, a la mejora de las comunicaciones y al crecimiento de las ciudades. El aumento de su poderío burocrático y militar permitió a los grandes señores territoriales controlar mejor a sus súbditos y emprender acciones bélicas en el exterior. Así pues, el desarrollo del Estado reforzó los medios de control social, pero constituyó también un motivo de conflicto debido a la rivalidad entre los grupos dominantes y a la resistencia de aquellos a quienes se pretendía controlar y explotar. Los súbditos carecían de una alternativa como la del nacionalismo moderno. A finales de la Edad Media parece haber surgido un sentimiento difuso de lealtad hacia una dinastía en particular y, como consecuencia de la Guerra de los Cien Años, la sensación de distinguirse de otros pueblos. Pero las solidaridades locales y la fuerza de la costumbre y la cultura dificultan extraordinariamente cualquier generalización respecto al desarrollo social o político. Las perspectivas de la mayor parte de la población dependían de la socialización en la familia y en la comunidad local. Estas instituciones establecían las normas de conducta y proporcionaban un mecanismo de control que en lo fundamental se autorregulaba, y en el que el respeto por el clérigo y el seigneur eran incuestionables si se deseaba garantizar la seguridad y el sustento en este mundo y la salvación en el del Más Allá. Con ello no se pretende negar que relaciones que habitualmente tenían como fundamento la deferencia y la cooperación pudiesen, en determinadas circunstancias, engendrar hostilidad y conflicto.
1
Población y recursos en la Francia preindustrial
Los historiadores se han centrado con demasiada frecuencia en acontecimientos políticos espectaculares, de forma que han descuidado así realidades históricas de mayor importancia, como las constantes en la estructura económica y social, que conformaron de modo tan profundo los sistemas políticos. Francia siguió siendo una sociedad eminentemente agrícola: en el siglo XVIII la población rural todavía representaba el 85 por 100 del total. El cambio tuvo lugar de manera lenta y con regresiones, al producir los agricultores una cantidad de alimento que apenas cubría sus propias necesidades de sustento y las de los habitantes de las urbes y grupos sociales privilegiados, que dependían de ellos. Pese a la mejora de las técnicas productivas en la agricultura y la industria y a la mayor eficiencia en la organización de las comunicaciones y el comercio, durante los siglos que estudia este capítulo no se desarrollaron cambios estructurales fundamentales ni en el modo de producción ni en la distribución de mercancías. La pobreza generalizada limitó el proceso de acumulación de capital. La repetición de los ciclos en los que el crecimiento demográfico estimuló inicialmente el incremento de la producción, seguidos de periodos de carestía y crisis demográfica, es buena prueba de ello. Sólo a finales de este largo periodo, en el siglo XVIII, empezaron a percibirse señales de un cambio fundamental, que anunciaba el inicio de un sistema económico y social mucho más productivo.
Las sociedades que emplean tecnologías relativamente simples suelen cambiar con lentitud. En nuestro caso, la falta de información haría muy arriesgada una opinión respecto al ritmo del cambio, pues varían considerablemente, según el tiempo y el lugar, algunos indicadores clave, como el rendimiento de los cultivos. Investigaciones recientes sugieren que entre los siglos IX y XIII, el rendimiento del cereal podría haberse incrementado de un 2,5 a un 4 por simiente, reflejando de este modo el estímulo que suponía el crecimiento de la población y del comercio. Por lo general, la oferta de alimentos fue suficiente y su calidad nutritiva probablemente aumentó. Con todo, la sociedad tradicional siguió teniendo como características permanentes la inestabilidad y la inseguridad. Con una cantidad de semilla tan escasa en proporción al producto, la disminución de la cosecha en, pongamos por caso, un tercio de lo habitual suponía que la provisión de alimento disponible se había reducido a la mitad, ya que el resto del grano tenía que utilizarse como simiente. A largo plazo, estos siglos de subsistencia relativamente segura estimularon el matrimonio a edad temprana y el crecimiento demográfico, de manera que a finales del siglo XIII y, sobre todo, en el siglo XIV la presión sobre la demanda de alimentos se hizo de nuevo patente. A comienzos del siglo XIV, los rendimientos del trigo oscilaban entre el 2,5 obtenido en los Alpes y el excepcional 8 o 9 de las fértiles llanuras del norte de París. La productividad se estancó reflejando la incapacidad para introducir las mejoras técnicas susceptibles de incrementar la producción per cápita de manera duradera y proteger la oferta de alimentos. Los sistemas tradicionales de producción agraria eran más flexibles de lo que generalmente se cree, y podían adaptarse al crecimiento demográfico y al aumento de las oportunidades de mercado gracias a la progresiva acumulación de pequeños cambios. No obstante, en la mayor parte de las regiones había pocos incentivos para producir con vistas a los mercados exteriores, dada la pobreza de las comunicaciones y la fuerte presión por garantizar la propia provisión de alimentos.
Imponiéndose una perspectiva donde predominaba el corto plazo, los agricultores centraron su actividad en sacar el mejor partido a los recursos naturales locales. Se concentraron en la producción de cereales y mantuvieron sólo el ganado necesario para la producción de leche, carne y lana, o como fuerza de tiro. Su objetivo esencial era cubrir las necesidades domésticas de subsistencia. Sólo aceptaron innovaciones, ya fuesen nuevos cultivos o prácticas agrícolas, que no pusiesen en peligro el equilibrio existente. El problema permanente era cómo mantener la fertilidad del suelo. El escaso número de ganado limitaba la disponibilidad del abono como fertilizante y obligó a los agricultores a dejar en barbecho una tercera parte o incluso, en caso de suelos pobres, la mitad de sus tierras. Era preciso cuidar las tierras para evitar consecuencias desastrosas a largo plazo. A corto, el barbecho supuso un grave problema para los más pobres, que sólo lo respetaron por la presión colectiva. Al escasear los animales de tiro y con la generalización del arado ligero, la agricultura dependía del esfuerzo humano en el empleo del utillaje agrícola. Durante la Edad Media sólo los campesinos de Flandes hallaron una alternativa a este sistema improductivo: gracias a la proximidad de los mercados urbanos, a la utilización de detritos urbanos como fertilizantes y a la productividad relativamente elevada de las cosechas, pudieron suprimir el barbecho y cultivaron tubérculos como alimento para el creciente número de ganado. La lenta sustitución del buey y el esfuerzo humano por el caballo y el arado de vertedera a finales del siglo XII –sobre todo en las grandes explotaciones y en el norte de Francia– permitió arar la tierra con mayor rapidez y profundidad y aumentar los rendimientos. Pero los caballos eran caros, enfermaban con facilidad y necesitaban más alimento que los bueyes, de manera que no se generalizó su uso hasta el siglo XVIII o comienzos del XIX.
Lámina 1. Un campesino ara la tierra a finales del siglo XII. Obsérvense las ruedas y la reja de metal. Durante siglos los caballos fueron un lujo y se utilizaban bueyes o vacas como animales de tiro. Biblioteca Nacional, París.
El gran periodo de roturación de la tierra que comenzó hacia el año 1000 alcanzó su apogeo en el siglo XIII. El paisaje se transformó con la tala y quema de bosques (pese a su valor como material de construcción, como combustible y como medio de sustento humano y animal), al desecarse los pantanos y recortarse terrazas en las laderas de las colinas; un fenómeno que pone de relieve la continua lucha por mantener el equilibrio entre las necesidades de la población y los recursos. Por esta época se creó la mayor parte de la red de las, aproximadamente, 35.000 comunidades que todavía existen. Aunque dicha evolución suele explicarse como resultado del crecimiento de la población, también contribuyeron otros factores, como las favorables condiciones climáticas, con un clima seco y templado, y el lento crecimiento del comercio gracias a la mayor seguridad existente al cesar las incursiones vikingas en el norte y las sarracenas en el sur. Al imponerse la autoridad regia sobre los belicosos señores feudales, aumentó el sentimiento de seguridad. El comercio comenzó a tener un peso algo mayor en la economía; la evolución fue gradual y distinta según el momento y el lugar, y en ningún caso fue lineal. Por lo general, se multiplicaron los mercados locales y aumentó la circulación de moneda como principal forma de pago, aunque desde la perspectiva actual esa evolución nos parezca lenta. La cantidad disponible de dinero en moneda era aún escasa debido a la limitada producción de lingotes y a la tendencia general al atesoramiento. Desde el siglo X, y sobre todo desde mediados del XI, los mercaderes de productos de lujo (especias, marfiles y tapices procedentes de Oriente), o de vino (un cultivo eminentemente destinado al comercio siempre y cuando fuese posible transportarlo por vía marítima o fluvial, como en la región de Burdeos) y otros productos alimentarios de gran volumen, crearon vías terrestres muy transitadas que unían los pequeños núcleos urbanos. Estos nacieron al abrigo de una posición geográfica privilegiada, como las encrucijadas de caminos o el cruce de un puente: Marsella, Ruan, Arras, Orleans y París, antiguos asentamientos de ciudades romanas que declinaron en el siglo IV, son algunos ejemplos. En términos generales, con el paso del tiempo habría resultado imposible vivir en completa autarquía. No sólo era necesario comprar determinados productos, como la sal o el hierro, sino que había que hacer frente, además, a la demanda de gabelas e impuestos por parte de los seigneurs, de la Iglesia y, en particular, del Estado. Así pues, el campesino se vio forzado a aceptar la economía monetaria. El proceso fue gradual, variado en la forma según el espacio y el tiempo, y cualquier cosa menos lineal. En general, los mercados locales se multiplicaron, lo cual favoreció el comercio entre las ciudades y sus territorios de influencia, mientras que a partir de los siglos XI y XII las ferias se constituyeron cada vez más en centros focales para el comercio a larga distancia de artículos de valor relativamente alto y portátiles. Las grandes ferias en Troyes, Provins, Bar-sur-Aube y Lagny en la Campaña, y las redes de intermediarios que conectaban el noroeste con el sur, se desarrollaron bajo la protección de condes locales mientras estos pudieron ofrecer protección efectiva y una moneda local fuerte y abundante. Desde finales del siglo XIII se desarrollaron nuevas rutas como resultado del crecimiento del comercio marítimo. La circulación de monedas acuñadas, el medio esencial de pago, no hizo sino crecer, aunque, desde nuestra perspectiva, lentamente. Además, siempre había escasez de ellas debido a la limitada producción de metales preciosos en lingotes y a la tendencia a acapararlos de quienes conseguían un producto tan escaso y útil.
Es preciso insistir en el papel de intermediario de las ciudades como mercado de los productos alimentarios de cada localidad y en el pequeño tamaño de la mayor parte de estas urbes en comparación con las actuales. Para las gentes de la época, París, con 200.000 habitantes en 1320, era una ciudad enorme. Como centro del poder real, duplicó su tamaño en dos generaciones y su red fluvial la convirtió en el principal centro comercial de la región. El crecimiento de las ciudades fue especialmente llamativo en el norte, entre las cuencas del Meno y el Escalda y la del Sena, que unían estos puntos con el tráfico marítimo de vino, sal y lana. Lille, Douai y Arras, y otros puntos en el comercio marítimo como Brujas, Ruan, La Rochela, Burdeos, Bayona y Marsella, alcanzaban entre los 15.000 y los 40.000 habitantes. El aumento de la productividad agraria favoreció el desarrollo del comercio y la diversificación de las actividades. Al mismo tiempo, la prosperidad generó la aparición de una jerarquía social urbana basada en la riqueza que diferenciaba a los mercaderes de los pequeños comerciantes y los artesanos, así como de los jornaleros, a menudo más conflictivos. En periodos relativamente prósperos, como el siglo XII, se amplió considerablemente la construcción de viviendas sólidas, utilizando materiales constructivos locales, y se mejoró la dieta.
En virtud de datos muy incompletos, los historiadores demográficos han calculado que la población (dentro de los límites de la Francia moderna) creció de más o menos 5 millones en el año 1000 a tal vez 15-19 millones a mediados del siglo XIII, mientras que la densidad demográfica (sobre todo en el norte, en Normandía, Picardía y la Île-de-France) probablemente se cuadruplicó, pasando de los 10 a los 40 habitantes por kilómetro cuadrado niveles que no se sobrepasarían hasta la revolución tecnológica de finales del siglo XVIII y del XIX. Estos cambios estuvieron ligados a unas pautas de continuidad; en especial, a un régimen demográfico con altas tasas de natalidad y mortalidad, al escaso celibato, al matrimonio relativamente tardío, a la baja tasa de hijos ilegítimos y de la concepción prematrimonial y a la preeminencia de la familia nuclear. La población siguió dependiendo del resultado de la cosecha, de modo que quienes padecían desnutrición, sobre todo los más jóvenes y los ancianos, solían sufrir también disentería, diarrea, problemas respiratorios y otras enfermedades comunes. Las epidemias eran igualmente frecuentes: viruela, peste bubónica, gripe, fiebres tifoideas, tifus y malaria. A los estragos producidos por la carestía y la enfermedad se sumaban los de la guerra. Los ejércitos no sólo traían la muerte a la población civil; consumían también sus provisiones y propagaban infecciones. La frecuencia de estas crisis, el sufrimiento que engendraban y la limitación que imponían al crecimiento demográfico son características de la civilización tradicional.
La recurrencia de las crisis de subsistencia, debida a una amalgama de factores económicos, sociales y políticos, mostró repetidamente la incapacidad para lograr que la producción de alimentos creciese al ritmo de la población. Para la mayor parte de los agricultores, la diversificación de los cultivos en un sistema de policultivo de subsistencia era el principal recurso para proteger a sus familias de la carestía que podían crear las condiciones climáticas. Aun así, al aumentar la densidad de población, se incrementó el riesgo de pérdida de la cosecha, pues había que reservar al cultivo de los cereales básicos una cantidad de tierra de labranza mayor, reducir el número de cabezas de ganado y la cantidad de abono y, lo que es más importante, la productividad per cápita. De forma simultánea, la fragmentación de las explotaciones agrícolas y el crecimiento del número de los que carecían de tierras acentuó la vulnerabilidad de gran parte de la población. La prosperidad y la miseria, la vida y la muerte siguieron dependiendo de la calidad de la cosecha. Las repercusiones de las malas cosechas variaron considerablemente. Debieron de ser especialmente severas en momentos de elevada densidad de la población, cuando no había otro medio de obtener alimentos o si estos ya se habían visto mermados por dos o más periodos de carestía. Los veranos húmedos hacían peligrar sobre todo las cosechas de cereales; las primaveras frías, el vino, y la sequía, los pastos. La mortandad aumentaba, caía la tasa de natalidad y se posponía el matrimonio, mientras la población trataba de ajustarse al cambio de las perspectivas económicas.
Lámina 2. El sufrimiento: las guerras, la carestía y las epidemias durante la Guerra de los Cien Años redujeron alrededor de un 40 por 100 a la población. Miniatura atribuida a Jean Bourdichon. Biblioteca de la Escuela de Bellas Artes, París.
La dependencia de la cosecha fomentó un sentimiento de fatalidad ante la naturaleza y el designio divino. La mayor parte de los adultos había tenido la dura experiencia de ver cómo la carestía y la enfermedad diezmaban a sus familias y amigos. A finales del siglo XIII, después de dos o tres siglos más o menos benignos, se percibían ya en muchas regiones los síntomas de la extrema presión que la población ejercía sobre los recursos al aumentar los precios y el valor de las tierras. A su vez, atraída por la mano de obra barata, la fabricación de manufacturas se extendió también al agro. Cabe en lo posible que un enfriamiento general de la superficie del planeta redujese los niveles de productividad; de hecho, entre 1309 y 1311, y de 1315 a 1317, hubo grandes hambrunas. El efecto de las malas cosechas se agravó debido a la especulación y el pánico, en el contexto de una sociedad en la que las reservas estaban limitadas por la baja productividad y por la inexistencia de medios de almacenamiento, y en la que las dificultades de transporte encarecían y ralentizaban los intercambios de comestibles entre regiones. El empobrecimiento era una amenaza constante para la mayor parte de la población. El peligro no residía sólo en la perspectiva de inanición; en los inviernos fríos, la enfermedad y la hipotermia hacían especial mella en los desnutridos. La debilidad, el sufrimiento psíquico y el envejecimiento prematuro eran habituales. Las elevadas tasas de mortalidad daban fe de la precariedad de las condiciones de vida. La supervivencia dependió a menudo de la solidaridad familiar y vecinal, aunque las crisis de subsistencia fueron también una de las principales causas de desorden. El resentimiento se dirigió contra los que poseían un excedente productivo susceptible de comercialización, ya fuesen terratenientes, seigneurs o mercaderes, o contra los que habían olvidado su deber de proteger a los más pobres, como los nobles, clérigos y funcionarios.
La llegada de la Peste Negra, entre 1347 y 1348, multiplicó la mortandad. Los sucesivos brotes de la enfermedad originaron a un largo periodo de caída demográfica que se mantuvo en la mayoría de las regiones hasta aproximadamente 1450, y redujo a muchas comunidades a la mitad o a un tercio de su población. La peste y la horrible agonía que provocaba dejaron hondas secuelas en la psicología colectiva. Lo que entre el 60 y el 80 por 100 de los infectados podía esperar era una muerte espantosa. Los sucesivos brotes de la plaga (con 22 epidemias en París hasta 1596) pueden asociarse con primaveras y veranos cálidos y húmedos, cuando las pulgas se multiplicaban y el contagio era más probable. El pánico cundió cuando los que se lo podían permitir escaparon de las ciudades. Dejaron atrás calles vacías y en silencio, tiendas cerradas con tablas y por doquier el hedor de los cadáveres en descomposición. Esto no podía ser sino el castigo divino por los pecados humanos. Procesiones de penitentes imploraron el perdón. Muchos encontraron el olvido en el alcohol. Otros buscaron chivos expiatorios, por lo general judíos o individuos sospechosos de brujería. Con el tiempo, la bacteria de la plaga pareció perder virulencia. Tal vez las poblaciones desarrollaron cierta inmunidad. Los cordons sanitaires establecidos por las autoridades en el esfuerzo por impedir la extensión de la enfermedad también tuvieron su impacto. No obstante, durante el siglo XVII alrededor de un 35 por 100 de la población (ca. 2,4 millones de personas) sucumbió, y el último gran rebrote de la peste bubónica, en el sur de Francia en 1720, segó la vida de 50.000 marselleses, alrededor de la mitad de la población de la ciudad.
La devastadora combinación de crisis de subsistencia, peste y guerra durante los siglos XIV y XV invirtió la tendencia previa al crecimiento demográfico y dejó una profunda marca en el tipo de asentamiento y en el paisaje rural, en el sistema de cultivos, en la propiedad y en las relaciones sociales. La población no se recuperó hasta que se restableció la paz y cesó la virulencia de la enfermedad. Como contrapartida, la menor presión demográfica facilitó a los más desfavorecidos el acceso a los recursos y permitió una mejora del nivel de vida y una mayor independencia. Se contrajo matrimonio a edad más temprana, con el consiguiente aumento de la natalidad, pero su repercusión no se dejó sentir inmediatamente, debido a la elevada tasa de mortalidad infantil. De esta manera, la recuperación fue lenta y sólo se hizo patente a partir de mediados del siglo XV, pese a la carestía y a la epidemia de los años 1480-1482. Además, el proceso fue desigual y benefició sobre todo a las ricas llanuras de cultivo de cereal del norte, más integradas en las redes comerciales. En 1515, la población de los actuales límites fronterizos de Francia volvió a alcanzar los 20 millones (16 o 17 millones según las fronteras de entonces) y mantuvo cifras similares a lo largo de los dos siglos siguientes. Esta fase de recuperación, tras los sucesivos desastres del siglo XV, se mantuvo hasta la década de 1560. Sin embargo, el crecimiento demográfico, el desempleo y el descenso en la productividad intensificaron gradualmente el impacto de las malas cosechas, mientras que el deterioro de las condiciones climáticas con el comienzo de la «Pequeña Edad del Hielo» contribuyó a la creación de situaciones de hambruna en 1618, 1630-1631, 1649, 1661-1662, 1693-1694, 1709-1710 y 1712-1713. Circunstancia agravante en este sentido constituyó la brutalidad de la soldadesca durante la Guerra de los Cien Años con Inglaterra, y más adelante las guerras de religión y la Fronda.
Con posterioridad, desde alrededor de 1600 hasta la década de 1640, o en bastantes casos hasta los años setenta, muchas regiones experimentaron una mejoría, con la notable excepción del nordeste, devastado de nuevo por la guerra. A pesar de ello, el reinado de Luis XIV finalizó con dos décadas muy duras marcadas por cosechas desastrosas y por el intenso frío de los años 1694 y 1709-1710. En muchas áreas el estancamiento se prolongó hasta los años treinta. Estas fueron las últimas grandes crisis de subsistencia.
Entre 1730 y 1750, Francia entró en un periodo de transición demográfica y crecimiento sostenido de su población. El proceso fue rápido; de los 22 millones de habitantes de 1715 se pasó a los 28 de 1789. Las tasas de crecimiento y sus fechas variaron según la región. La escasez, con sus graves secuelas sobre la dieta y la resistencia a la enfermedad, siguió afectando al estrato más pobre de la sociedad, de manera notable entre 1739-1741 y al final de la década de los sesenta, de nuevo entre 1787 y 1788 y repetidamente durante la primera parte del siglo siguiente. Tales crisis de subsistencia –con alzas en el precio del cereal de un 50 a un 150 por 100, frente al triple de periodos anteriores– causaron muchos sufrimientos y malestar social pero no mayor mortalidad. Además, la mayor parte de los conflictos bélicos se desarrollaron fuera de las fronteras y, al no derivar de divergencias religiosas, fueron mucho menos brutales que antes.
Aunque las razones de esta evolución son complejas, cabe señalar algunos factores que debieron de incidir en este proceso, como el aumento, lento pero acumulativo, de la productividad agraria, favorecida por condiciones climáticas relativamente buenas; la mejora de las comunicaciones y de la distribución de alimentos; la ayuda estatal a los pobres mediante la subvención del pan o del trabajo; la capacidad para obtener medios de pago y la generalización de la manufactura rural, como medio de completar los ingresos derivados de la tierra. La mortalidad resultante de las epidemias no se redujo por los avances médicos, sino por mejoras marginales en la dieta y los cuidados sanitarios, por la acción gubernamental que creó «cordones sanitarios» para evitar la propagación de la enfermedad y por la menor virulencia de esta. La mejora de las condiciones de vida y la expansión demográfica fueron evidentes en el norte, el este y el sudeste; en contraposición, Bretaña y algunas zonas del centro, como la región de Orleans, Berry y Turena, tuvieron altas tasas de mortalidad y un violento recrudecimiento de las crisis demográficas a partir de la década de 1770. En Normandía, buena parte de la cuenca de París y parte del centro y del sudoeste, la mortalidad no alcanzó las cotas de Bretaña, pero prevaleció la tendencia a restringir voluntariamente la natalidad y limitar así el crecimiento de la población.
Por otro lado, la frecuente desnutrición, padecida en todas las regiones, aumentó la vulnerabilidad ante las enfermedades; mientras que las crisis, más frecuentes en las últimas tres décadas del siglo, aunque no tan espectaculares como en el pasado, siguieron dando buena muestra de la pobreza y del sufrimiento físico reinantes, de la mayor presión sobre los recursos, de la caída del nivel de vida y de la persistente debilidad del sistema agrario ante las alteraciones climáticas. El factor fundamental en el ciclo económico siguió siendo el resultado de la cosecha. Por lo demás, en una sociedad eminentemente rural, la elevada densidad demográfica implicaba la existencia de muchos arrendatarios y trabajadores potenciales y, por tanto, mayor parcelación de tierras y empobrecimiento. El desarrollo de la manufactura rural y la emigración estacional son prueba de la desesperada lucha por la subsistencia. En estas circunstancias, los que controlaban los escasos recursos, y sobre todo los que tenían acceso a la tierra, se encontraban en una posición muy fuerte. La presión demográfica les permitía exigir rentas más altas y pagar salarios más bajos. Así pues, las condiciones demográficas tuvieron una importancia vital en el reparto de la riqueza entre los distintos grupos sociales y afectaron también a los recursos –rentas y recursos humanos– de los que disponía el Estado.
Pese a la rémora constante de la pobreza, había sin embargo comenzado un periodo de transformación económica que, aunque al comienzo no comportó una innovación tecnológica importante, podría verse como un preludio al cambio estructural en la economía que iba a tener lugar en el siglo XIX. Como en los países en vías de desarrollo de hoy día, el crecimiento económico ofrecía una vía de escape al hambre, las enfermedades y la muerte prematura. El crecimiento de la población, el alza de los precios y el desarrollo del comercio interior, gracias a la mejora de las comunicaciones y a la mayor disponibilidad y rapidez en la circulación del dinero, fueron los principales promotores del cambio. Las reducciones en el coste del transporte de un producto tenían como efecto la reducción de su precio para el consumidor y la ampliación de su mercado. El incremento en el comercio exterior también desempeñó su papel, con el comercio triangular de esclavos y productos coloniales enriqueciendo a la burguesía mercantil de Burdeos, Marsella, Nantes, Ruan y Le Havre, y estimulando la construcción naval, la pesca, la agricultura y la industria textil en los entornos de estas ciudades.
Lo que distinguió a este periodo de los anteriores, en Francia como en los demás países de la Europa occidental, fue el incremento relativamente rápido de la actividad, y que había de ser un incremento sostenido. No volvieron a repetirse las crisis que el clérigo inglés Thomas Malthus describió de modo tan convincente, en las que al crecimiento de la población y de la producción agrícola e industrial lo sucedía la pérdida de la cosecha, la epidemia y la guerra. Esto hizo del siglo XVIII el comienzo de una nueva época (ca. 1730-ca. 1840) de lenta y discontinua transición a la sociedad industrial. Poco a poco, el proceso se aceleró y finalmente transformó la existencia de la humanidad.
La agricultura, que todavía era la principal fuente de rentas y de empleo, se transformó con el desmonte de tierras, la lenta expansión del alforfón en los suelos pobres del Macizo Central y de Bretaña y del maíz en el sudeste, el cultivo de la patata y el forraje y la disminución del barbecho, sobre todo en el norte. Según las estimaciones más optimistas (como la de J.-C. Toutain, Le Produit de l’agriculturefrançaise, 1961), la producción agrícola aumentó un 60 por 100 entre 1701-1710 y 1781-1790. Pero hay que manejar estas cifras con cuidado, pues disponemos de poca información y muchas explotaciones agrícolas mantuvieron su estancamiento técnico hasta bien entrada la siguiente centuria. Por otro lado, la dificultad de las comunicaciones hizo que el comercio se limitase a los valles de los ríos y llanuras. Las condiciones geográficas eran la principal causa de la disparidad regional. Aparte de una pequeña minoría de grandes terratenientes y agricultores adinerados que habitaban primordialmente en el norte, bastante urbanizado, y en la región de París, la gran masa de la población estaba compuesta por pequeños campesinos cuyo principal empeño era mantener a sus familias. Con frecuencia, la lucha diaria por la subsistencia y la obligación de pagar impuestos, rentas y derechos señoriales los obligó a contraer deudas. Pese a que la agronomía estaba de moda, los grandes terratenientes invirtieron poco en la agricultura. Al aumentar la población, los campesinos intentaron arrendar tierras y se emplearon como jornaleros. Con todo, de modo gradual y discreto, se fue produciendo un cambio. El crecimiento demográfico, las nuevas posibilidades comerciales y el alza de los precios estimularon el incremento de la producción.
Además, la población rural empezó a depender más que nunca de actividades suplementarias, como la emigración estacional, el transporte y la manufactura a destajo de algunos productos, como paños, clavos y cuchillería, para su comercialización por mercaderes urbanos. Esta diversificación contribuyó a hacer factible el crecimiento de la población, proporcionándole recursos adicionales. Los historiadores han relacionado este proceso de «protoindustrialización» con la industrialización de algunas regiones en las que los mercaderes urbanos supieron aprovechar el bajo coste de la mano de obra campesina y acumular capital. Con gran lentitud, desde la década de 1780 empezaron a adoptar las técnicas británicas y a mecanizar la producción. Pese a que algunos calculan que la producción de manufacturas se cuadruplicó entre 1701-1710 (un periodo de depresión) y 1781-1790, no cabe duda de que se utilizaron casi exclusivamente las técnicas tradicionales, bien en los talleres urbanos, que en las grandes ciudades dependían sobremanera de los gremios autónomos, preocupados por defender sus privilegios y su monopolio, pero capaces de adaptarse a la expansión del mercado con una creciente especialización y división del trabajo; bien en talleres rurales dispersos, que empleaban mano de obra o fuerza animal, que de forma excepcional se complementaba con energía eólica e hidráulica. Los principales protagonistas de este proceso fueron los mercaderes, que organizaron la distribución de las materias primas y los productos manufacturados. En realidad este periodo fue sobre todo de capitalismo comercial, más que industrial, y su prosperidad estuvo estrechamente ligada a la de la agricultura. El aumento de la producción de manufacturas siguió pautas similares a las de otros periodos de crecimiento demográfico. El hecho de que se tratara ahora de un crecimiento sostenido y de naturaleza diferente es lo que requiere una explicación.