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Una visión panorámica de la filosofía china desde sus comienzos en el siglo VI a.C. hasta el siglo XX analizando la estrecha relación del pensamiento con las condiciones políticas y sociales de cada época. Esto es Historia de la filosofía china, un cuadro impresionante de las doctrinas del confucianismo, el taoísmo y las escuelas filosóficas budistas. El gran sinólogo Wolfgang Bauer se aleja de la visión eurocéntrica para conservar la peculiaridad y la originalidad del pensamiento oriental y traducir sus conceptos a nuestras coordenadas culturales y términos filosóficos. El también sinólogo Hans van Ess asumió la tarea de revisar y poner al día el manuscrito para su publicación tras la muerte de su maestro.
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Seitenzahl: 530
Veröffentlichungsjahr: 2013
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Wolfgang Bauer
HISTORIA DE LA FILOSOFÍA CHINA
CONFUCIANISMO, TAOÍSMO, BUDISMO
Traducción de
Daniel Romero
Revisión:
Gabriel Menéndez
Herder
www.herdereditorial.com
Título original: Geschichte der chinesischen PhilosophieTraducción: Daniel RomeroRevisión: Gabriel MenéndezDiseño de cubierta: Michel TofahrnMaquetación electrónica: Manuel Rodríguez
© 2006, Verlag C.H. Beck oHG, Múnich
© 2009, Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3067-1
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
Prólogo del editor
Capítulo I. Rasgos fundamentales de la filosofía china
Terminología
Caracterizaciones
Condicionantes geográficos y sociales
Condicionantes de la lengua y de la escritura
Fuentes
Capítulo II. Puntos de partida de la filosofía china
Sacerdotes y chamanes
«Cielo» y «Dios supremo»
Tradición escrita y «clásicos»
El Yijing
Capítulo III. Confucio y el inicio de la filosofía china
El fin de las legitimaciones carismáticas de la soberanía
Confucio como «reformador»
«Humanidad» y «nobleza»
Jerarquía y ritual
Capítulo IV. Mo Di y sus seguidores
Amor y parquedad
Contra la guerra y el ritual
Retórica y lógica
Capítulo V. Los taoístas y sus precursores
Hedonistas y quietistas
Sofistas de dos colores
Zhuangzi
Laozi y el Dao de jing
Capítulo VI. Tendencias de polarización dentro del confucianismo
Mencio y la bondad de la naturaleza humana
Xunzi y la maldad de la naturaleza humana
Capítulo VII. Los legalistas y el fin de la era de los filósofos
Las raíces del legalismo
Shang Yang
Han Feizi
Capítulo VIII. El confucianismo como ideología del Estado
La victoria del confucianismo
Adiciones a los Anales de las primaveras y otoños y Dong Zhongshu
Adiciones al Libro de las mutaciones y los libros de Chenwei
La escuela del Texto Antiguo
El carácter de la vida intelectual durante la época Han
Capítulo IX. La «escuela de la Oscuridad»
Fenómenos de fondo
Wang Bi
Guo Xiang
Liezi
Capítulo X. La penetración del budismo
Factores propiciadores y factores inhibidores
Nuevas preguntas
Primeras traducciones e interpretaciones
El budismo: ¿religión o filosofía?
Capítulo XI. Las doctrinas budistas fundamentales
Sufrimiento y reencarnación
El No-yo [La negación del Yo] y la doctrina del dharma
La doctrina del dharma y la redención
Mahāyāna e Hīnayāna
Capítulo XII. El primer budismo chino
Escuelas, confesiones y sectas
Los primeros textos budistas
Nuevos conceptos
Las primeras escuelas budistas en China
Capítulo XIII. Las escuelas budistas en China
Tendencias generales en el budismo chino
Realismo y nihilismo en el Hīnayāna: las escuelas Jushe y Chengshi
El mundo como representación: la escuela Weishi
El punto medio entre los opuestos: la escuela Sanlun
Capítulo XIV. Las escuelas budistas de origen chino
La identidad entre absoluto y fenómeno: la escuela Tiantai
La gran síntesis: la escuela Huayan
Las escuelas del budismo religioso en China: jingtu y chan (zen)
Capítulo XV. La reforma confuciana
La suplantación del budismo
Los efectos permanentes del budismo
El «movimiento del viejo estilo»
Han Yu
Li Ao
Capítulo XVI. Cosmología y el redescubrimiento del ser
El surgimiento del neoconfucianismo en la dinastía Song
Zhou Dunyi y el límite ilimitado
Shao Yong y el mundo de los números
Zhang Zai y la sustancia etérea
Capítulo XVII. Tendencias de polarización en el neoconfucianismo y la síntesis de Zhu Xi
Li, el «principio»
«Naturaleza humana» y «amor»
El «material» y la «atención»
Los nuevos escritos canónicos
Zhu Xi y la gran síntesis
Capítulo XVIII. El repliegue hacia el interior
La «conciencia del ánimo» (xin)
Lu Jiuyuan
Wang Shouren
La división de la escuela de Wang Shouren
Capítulo XIX. La autodisolución del confucianismo
La academia Donglin
Nacionalismo y racismo
Ciencia y crítica
Crítica y praxis
La reaparición de la «escuela del Texto Nuevo»
Apéndice
Referencias bibliográficas
Tabla cronológica
Glosario
Ilustración de las llamadas «Nueve salas» con signos cíclicos empleados en la adivinación y en la elaboración de calendarios. De los hallazgos de Mawangdui, principios del siglo ii d. C.
(Mawangdui Han mu wenwu / The Cultural Relics unearthed from Han Tombs at Mawangdui, Changsha 1992, pág. 153.)
Hace treinta años, Wolfgang Bauer, fallecido prematuramente en 1997, publicó su excelente exposición global de las concepciones utópicas chinas, China und die Hoffnung auf Glück, una obra que fascinó a innumerables lectores. China und die Hoffnung auf Glück no se presentaba como una historia de la filosofía, aunque una y otra vez se haya leído como tal. Bauer quiso entonces romper con una imagen de China, incorrectamente cimentada sobre rígidos valores confucianos, según la cual parecía no haber ningún espacio para ideales lejanos, pues el pensamiento chino se presentaba como pragmático y de orientación puramente terrenal —un estereotipo que ha perdurado de forma tenaz hasta la actualidad.
Wolfgang Bauer fue conocido por no perder nunca de vista a un público que se encontraba más allá del estrecho círculo de sus colegas profesionales. Vio que los sinólogos, a pesar de todas las incertidumbres, tenían también la tarea de presentar su objeto de estudio de una manera comprensible para la mayoría y de no dejarlo enteramente en manos de los autodenominados especialistas. Entre los escritos no publicados de Bauer se encontraba un manuscrito casi terminado con el que quería satisfacer lo que el gran público, además de los especialistas, había esperado desde China und die Hoffnung auf Glück: un libro sobre la historia de la filosofía china.
En este terreno ya se habían presentado diversas colecciones de textos en lengua inglesa, y en francés la notable Histoire de la pensée chinoise, de Anne Cheng. Las anticuadas síntesis de Alfred Forke y Feng Youlan son todavía obras estándar para el lector que desee adquirir una vista de conjunto de los tres mil años de pensamiento chino. Esta carencia de exposiciones actuales es particularmente dolorosa en la medida en que, por causa del asombroso boom económico de China en la década de 1990, el interés de un amplio sector del público se ha dirigido hoy a China por primera vez.
Que la sinología europea y americana reciente hayan producido tan pocas exposiciones integrales de la historia del pensamiento chino tiene lógicamente su razón: la sinología es una disciplina todavía reciente. Con los años, el conocimiento se ha incrementado, aunque todavía las lagunas de nuestro mapa occidental acerca del pensamiento chino sean grandes. En lo relativo a sus conocimientos sobre el pensamiento chino, a ningún sinólogo le supondría ninguna dificultad medirse con el saber de un teólogo occidental o de un filólogo clásico sobre el terreno de la historia del pensamiento europeo tradicional. Así de extensas son nuestras lagunas.
Por lo demás, la imagen heredada de la antigua filosofía china en los últimos treinta años contiene considerables fracturas desde que los sensacionales hallazgos en las tumbas chinas, sobre todo del periodo que se extiende entre los siglos iii y ii a. C., han sacado a la luz incontables escritos nuevos. Pero también ha sido desconcertante el hecho de que se hayan encontrado textos conocidos en formas diferentes y en combinaciones completamente nuevas. Con ello se han visto sacudidas las certidumbres habituales sobre el estado de la antigua filosofía china. Además, en los últimos años, la investigación sinológica ha empezado a trabajar sobre determinados géneros textuales de épocas posteriores que hasta ahora se encontraban en barbecho. Tal es el caso del taoísmo de la época de las Seis Dinastías, así como del llamado neoconfucianismo de los siglos xi al xvi y de la erudición de los clásicos de los siglos xvii al xix. De todos estos campos, los sinólogos han conocido hasta ahora únicamente algunas partes, y eso por no hablar del público en general.
Cuando la editorial C. H. Beck me ofreció, como sucesor en la cátedra de Bauer, hacerme cargo de la edición de la Historia de la filosofía china, lo acepté de buen grado a sabiendas de que, entre los alumnos de Bauer, se habían contado conspicuos sinólogos que conocían sus pensamientos mejor que yo. A pesar de todas las lagunas descritas, una nueva historia de la filosofía china es hoy un anhelo —no sólo de los estudiantes de sinología, sino también de los legos interesados. Evidentemente, Bauer no pretendió cubrir con este volumen las lagunas de la investigación; los estudios detallados no se han editado aún —o no se habían editado todavía cuando Bauer redactó el manuscrito que posteriormente fue entregado al editor. Por ejemplo, ha de hacerse constar un considerable progreso, desde finales de la década de 1980, en los estudios sobre la sabiduría de la última dinastía Qing (1644-1911). Estos estudios han ampliado muchísimo nuestros conocimientos acerca del pensamiento confuciano de los Qing y habrían modificado probablemente también la visión que Bauer tenía de esta época descuidada hasta ahora. En términos generales, al pensamiento del imperio tardío, es decir, además de la época Qing también la de las dinastías precedentes Yuan y Ming, se le ha concedido poco espacio en el presente libro. Para exponer estos periodos, Bauer, como puede verse de forma clara en las citas, tuvo que recurrir a antiguas compilaciones, como la historia de la filosofía de Feng Youlan, las Sources of Chinese Tradition, publicadas por de Bary, o al Sourcebook of Chinese Philosophy, de Wingtsit Chan, que también puede consultar el lector si desea conocer más detalles. Las últimas correcciones manuscritas sobre un texto todavía escrito a máquina fueron introducidas por Bauer en el año 1993. Posteriormente, el volumen se transcribió en soporte informático en el Instituto de Cultura de Asia Oriental de la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich. Si Bauer continuó o no trabajando en este texto entre los años 1994 y 1996, es algo que, por desgracia, no podemos saber, pues el disquete correspondiente no está disponible. No obstante, es seguro que Bauer, en los últimos años de su vida, trabajó intensamente para completar el volumen, con la intención de dar a conocer la filosofía china del siglo xx. Este deseo se quedó en un fragmento. Por ello, este libro sobre la historia de la filosofía china tuvo que interrumpirse a principios del siglo xx. Sin embargo, Bauer consiguió crear una obra de una sola pieza, en la cual numerosos ámbitos están perfilados con mayor precisión que la que encontramos en libros anteriores semejantes. Esta Historia de la filosofía china es también adecuada para una primera aproximación a todos los temas restantes.
Las concepciones del editor no han coincidido en todos los aspectos con las de Bauer —algo consustancial a una obra de pretensiones tan abarcadoras. No obstante, el texto aquí presentado se desvía en un grado mínimo del manuscrito del autor. Únicamente en los escasísimos lugares en los que la investigación de los últimos años ha seguido avanzando de forma incuestionable, se han introducido correcciones —y sólo en aquellos puntos en los que el propio Bauer había intervenido. El manuscrito se hallaba en una versión escrita a máquina que, sin embargo, mostraba una serie de notas manuscritas al margen: no se trataba, por tanto, de un escrito listo para su publicación. En ciertas partes había pegadas pequeñas notas con comentarios que al autor le habría gustado añadir, y en otras se habían formulado pensamientos muy sucintos que aún habían de desarrollarse. Las indicaciones eran, por desgracia, demasiado rudimentarias para poder desarrollar los pensamientos de Bauer. Y es todavía más lamentable el hecho de que el texto se leyese con tal fluidez que cualquier intervención parecía innecesaria. No obstante, donde se precisaron cambios referentes a la expresión lingüística, me ayudó siempre con su sentido del lenguaje Ulrich Nolte, a cargo de la publicación por parte de la editorial C. H. Beck.
Bauer no había decidido todavía el título de la obra. El subtítulo confucianismo, taoísmo, budismo debía sugerir que Bauer trató en esta obra el taoísmo y el budismo, junto al confucianismo, en sus aspectos filosóficos. Puesto que ni el taoísmo ni el budismo son tema de este libro en tanto que religiones, parecía justificado colocar juntos estos tres calificativos. El objetivo principal de la publicación fue presentar un texto que introdujese a un público no-sinólogo en el pensamiento chino y, al mismo tiempo, satisficiese las exigencias de los estudiantes de los primeros cursos de sinología, que necesitaban una obra de referencia sobre la filosofía china: el texto original de Bauer se adecuó de forma ideal con estas pretensiones. Las citas de obras chinas, que Bauer repartió generosamente por todo el texto, confieren a la presentación una plasticidad singular. De ellas emana la comprensión textual de Bauer en la que el editor no quiso intervenir. Sí intervinimos en la trascripción fonética, que hubo de simplificarse. Los guiones no previstos según las reglas oficiales de la trascripción usual pinyin, imperante en la República Popular China, y con el tiempo en todas las organizaciones internacionales, se suprimieron siempre que no tuvieran un contenido o un sentido específico previsto por Bauer.
En el texto de Bauer, los signos chinos se introdujeron únicamente donde fue estrictamente necesario para la comprensión —en particular de las formas antiguas de los signos. El sinólogo será consciente de que la interpretación de los signos es objeto de discusión y de la investigación actual. No todo signo interpretado por Bauer puede aceptarse, por ello, como aclarado definitivamente. Los dibujos a mano de Bauer se han sustituido por copias apropiadas de las obras chinas de consulta. Los signos modernos, que no eran necesarios en este contexto, se suprimieron en la edición con el fin de crear una imagen escrita que fuese lo más legible posible para quien careciese de instrucción sinológica. No obstante, para los sinólogos, los signos se han anexado al texto principal en forma de glosario.
En ocasiones, Bauer se valió de las reconstrucciones del «chino arcaico» de Bernhard Karlgren. Éstas se han dejado en algunos lugares en los que su sentido resulta claro gracias al contexto. Aparte de esto, el autor no incluyó en su manuscrito ninguna referencia a las fuentes —no le dio tiempo a llegar tan lejos. El editor consideró esto un defecto que, si bien no habría molestado al lector no-sinólogo, sí habría supuesto un considerable perjuicio para el público especializado. En este sentido, mostramos nuestro agradecimiento a Marc Nürnberger por su cuidado, y no siempre sencillo trabajo de identificación de las citas, que, como tales, pudieron encontrarse casi sin excepción en los originales. Además, tenemos que agradecerle la elaboración del glosario y de la bibliografía, así como la reproducción de las formas antiguas de los signos chinos. Todos ellos trabajos que convertirán este libro en una útil obra de consulta. Y, sobre todo, ¡que sean muchos los lectores que por medio de esta Historia de la filosofía china encuentren una manera de acceder y de aproximarse a la cultura china!
Hans van Ess
Rasgos fundamentales de la filosofía china
Que las primeras preguntas sean muchas veces también las últimas forma parte de las dificultades elementales de muchas disciplinas humanísticas. Esta dificultad se plantea incluso cuando sólo se pretende ofrecer una «visión general» de un dominio particular del conocimiento, en cuyo caso es posible que dicha contrariedad surja de manera aún más evidente.
En lo sucesivo, cuando intentemos proporcionar una visión general de la filosofía china, la primera pregunta —que es al mismo tiempo la última y que quizá debería plantearse de nuevo al final— será si puede hablarse siquiera de una «filosofía china». También en el mundo occidental se ha discutido, recientemente, cuál es el lugar y la razón de ser de la filosofía, pero no se trata de la misma duda. El problema consiste más bien en que el concepto de «filosofía» es, en definitiva, occidental —por diferente que pueda concebirse en cada caso— y se apoya para nosotros sobre una base firme, de modo que podría decirse que la filosofía se ha desvanecido, pero no que nunca haya existido. En el caso de la «filosofía china», sin embargo, cabe preguntarse si no estamos ante una formación de contenido híbrido, ante una contradictioinadjecto, pues, en su sentido técnico, la sabiduría y el «amor a la sabiduría» no son la misma cosa. Seguramente cualquier occidental atribuirá a ciegas (en ocasiones, si puede formularse así, demasiado a ciegas) un alto grado de «sabiduría» a la erudición china, aunque no se asocie con ella necesariamente la búsqueda sistemática de la verdad, vinculada ésta al concepto occidental de filosofía.
La expresión china utilizada hoy para designar la «filosofía» es un concepto traducido del japonés: Zhexue, que significa, literalmente, «doctrina de la sabiduría». Pero en la expresión zhe, «sabio», parece resonar también, cuando se estudia su empleo en la literatura antigua, la idea de «cálculo», de «cleverness» o «astucia», como lo demuestra, por ejemplo, una cita del Libro de las odas (Shijing, siglo vi a. C.), utilizada con gran frecuencia, en el que se emplea esta expresión: «Un hombre sabio (zhe fū) puede construir un Estado, una mujer sabia (zhe fù) puede arruinarlo». De todos modos, esta clase de sabiduría no formaba parte del canon de las virtudes chinas tradicionales. El concepto era, en cierta medida, susceptible de libre interpretación, y precisamente por eso se prestaba a su sustitución por la «doctrina de la sabiduría» acuñada en Occidente, en la que, de modo patente, el cálculo desempeña un papel más relevante del que es habitual en la doctrina tradicional de la sabiduría china.
Frente a esta última, la expresión sixiang, «pensamiento», elegida con posterioridad, es conscientemente neutral y moderna (reconocible en la forma compuesta del término a partir de dos palabras). Ésta ha de entenderse, por una parte, como algo más indefinido y, por otra, como algo más amplio, en el sentido de una cosmovisión. Pero, salvo contadas excepciones (la más célebre fue el «pensamiento» de Mao Zedong), sólo se utilizó en expresiones compuestas, como, por ejemplo, sixianshi, «historia del pensamiento». El término sixiang siguió empleándose rara vez para referirse al concepto de «filosofía» (aunque no tanto como ocurre en su idioma con la palabra «intelecto»). En el intento de encontrar en nuestra propia historia un equivalente de «filosofía» de raigambre antigua, los filósofos chinos modernos han hallado también toda una serie de expresiones tradicionales, como, por ejemplo, Daoshu, «arte del camino», Xuanxue, «doctrina de la oscuridad», o Lixue, «doctrina del principio». Pero todas estas expresiones sólo han designado determinadas orientaciones dentro de la tradición del pensamiento chino y ninguna de ellas puede aplicarse a dicha tradición en su conjunto.
Lo contrario es aplicable a una expresión que, si bien puede en principio considerarse el equivalente chino del concepto de «filósofo», en una acepción secundaria (a saber, en bibliografías aparecidas desde el nacimiento de Cristo), sirvió también como terminustechnicus para designar la «filosofía», aunque en un sentido muy amplio: se trata de la expresión zi, oculta y latinizada en la desinencia –cius de Confucius y Mencius y que, por regla general, se traduce como «maestro» (por ejemplo, «maestro Meng», Mencius en el caso del chino Mengzi). La palabra significó originariamente (como todavía hoy) «hijo», aunque se empleó también como un título de nobleza inferior, traducido a menudo como «barón», o con el significado precisamente de «maestro», en el sentido de una distinción espiritual. También se utilizó como tratamiento de cortesía con o sin apellido antepuesto y, sin duda, no sólo para filósofos sino también para otras personas. Es válido, asimismo, para la categoría bibliográfica comúnmente aceptada en la tradición zi, «maestro», que ocupa el tercer lugar dentro de la clasificación en cuatro partes de las bibliografías y que, además, refleja las categorías tradicionales de la cultura: el primer lugar lo ocupan los «clásicos» (jing), establecidos o escogidos por el confucianismo y comparables a la teología en Occidente; en segundo lugar está la ciencia de la historia en su sentido más amplio (shi; en la que se integra por ejemplo la geografía); y en el último lugar, las «colecciones» (ji), en las que hemos de incluir el inmenso ámbito de la literatura. De hecho, dentro del grupo de los «maestros», se encuentran sobre todo filósofos de diversas corrientes, siempre que no hayan tenido cabida entre los clásicos, como gran parte de los confucianos, y hayan experimentado una especie de elevación. Pero entre los «maestros» se ha incluido también a astrónomos, astrólogos y adivinos, pintores y músicos, así como a artistas de una clase totalmente distinta, como por ejemplo, narradores de historias, estrategas militares o cocineros.
A pesar de la confusa amplitud (aunque también característica de nuestro concepto de «maestro») de este campo semántico, del que no puede deducirse ningún concepto abstracto como ciencia, este campo alberga en sí mismo cierto valor informativo: la filosofía se concebía precisamente como un «magisterio» que, si bien se destacaba frente a otros «magisterios» por su ámbito de trabajo puramente intelectual (lo que quedó reflejado en el primer lugar que ocuparon en las bibliografías), en principio no se diferenciaba de la actividad del artista o del técnico. En esta dirección apunta también el hecho de que los primeros filósofos se hallasen dentro del grupo variopinto de hombres que poblaron las distintas cortes principescas, grandes y pequeñas, desde mediados del primer milenio antes de Cristo, y que, asimismo, se componían no sólo de filósofos, sino también de artistas, prestidigitadores, malabaristas, espadachines y gentes de la peor estofa. Los filósofos no tuvieron pretensiones de sublimidad hasta una época relativamente tardía, y esto ocurrió sólo cuando se aproximaron al ámbito «clásico» de corte confuciano.
Otro indicio de que ya desde una época temprana los filósofos de las más diversas tonalidades se consideraron en China como una unidad, lo proporciona el hecho de que en la primera obra histórica fundamental de China, las Memorias históricas (Shiji), fuesen tratados como un colectivo. Su autor, Sima Qian (¿145-86? a. C.), el Heródoto de China, no sólo trató de manera conjunta la actividad de las «Seis escuelas filosóficas» (literalmente, «Seis familias», liujia), sino que también resaltó expresamente su propósito común. Cita primero el Gran comentario (Dazhuan) al Libro de las mutaciones (Yijing): «Sólo existe una única fuerza motriz, pero de ella surgen cien pensamientos y planes. Todos tienen el mismo fin, por diferentes que sean sus métodos». Y después continúa:
Los eruditos del yin y el yang, los confucianos, los moístas, los lógicos, los legalistas y los taoístas, todos ellos disputan por un buen gobierno [del mundo]. Se diferencian solamente en que siguen y enseñan distintos caminos y en que son más o menos profundos.1
Este pasaje es especialmente importante porque, además de la proximidad entre la filosofía china, el arte y la artesanía, deducible del concepto zi, «maestro», pone también de relieve su relación con la política.
Precisamente este entorno —la política por una parte y el arte por la otra— fue lo que descubrió el moderno historiador chino de la filosofía más conocido en Occidente, Feng Youlan (1895-1990), como característico de la filosofía china. Según su opinión, la política determina, en la conducta externa, su orientación práctica y marcadamente social, y el arte, en la conducta interna, su forma de exposición, que opera más mediante alusiones que con un lenguaje sistemático. Como todos los modernos historiadores chinos de la filosofía, Feng Youlan intenta poner en relación fundamental la filosofía china con la occidental —una tarea que, dicho sea entre paréntesis, los historiadores de la filosofía occidentales no se han planteado con la misma seriedad. Para ellos, la filosofía china figura, si acaso, como una especie de etapa previa de la filosofía «propiamente dicha». Feng Youlan considera que la filosofía occidental no está menos determinada por su entorno que la filosofía china, sólo que dicho entorno se halla estructurado de otro modo: en Occidente, se encuentra por una parte la religión y, por otra, las ciencias naturales. De manera análoga, la orientación está determinada —o al menos se ve influida— por lo religioso, y la forma de exposición, por las ciencias naturales. Dicho no de manera explícita, aunque claramente perceptible, subyace el pensamiento (discutido abiertamente por los filósofos chinos de las décadas de 1920 y 1930) de que la filosofía occidental, en contraposición a la china, conlleva algo ajeno a los seres humanos, por no decir algo inhumano: de su interés por la esencia sobrehumana de Dios ha pasado directamente, desde el comienzo de la Edad Moderna, a las leyes por así decir, infrahumanas de la naturaleza. La religión y la ciencia natural proporcionarían, a diferencia de la filosofía centrada en el hombre, «informaciones». Pero ambas serían contradictorias entre sí y conducirían inevitablemente a una lucha que ocasionaría un retroceso progresivo de la religión. Con ello surgiría el peligro de que se perdiesen todos los valores superiores, vinculados exclusivamente a la religión.
Pero, afortunadamente, además de la religión, existe también la filosofía, que da acceso al ser humano a valores superiores, un acceso más directo que el que pasa a través de la religión, pues en la filosofía, para alcanzar valores superiores, no es necesario el rodeo a través de oraciones y rituales […] En el mundo del futuro, la filosofía ocupará el lugar de la religión. Lo cual está en total sintonía con la tradición china. Un ser humano no tiene por qué ser religioso, pero de hecho es necesario que sea filosófico. Si es filosófico, entonces posee las mejores bendiciones de la religión.2
Por «filosofía» entiende aquí Feng Youlan, aunque no lo diga, la filosofía china, que precisamente en su orientación es cercana a la praxis, aunque en su metodología se aleja de ella, mientras que en la filosofía occidental sucede lo contrario. En su opinión, la filosofía china se refiere por completo al ser humano y está exenta de auténticas «informaciones», no viéndose afectada por todos los peligros modernos que se deben, en definitiva, al rápido aumento de las «informaciones».
La valoración de la filosofía china como una filosofía referida principalmente a los seres humanos —o, como se dice de manera más exacta en chino, vinculada con su vida—, que hay que distinguir de la filosofía occidental, relacionada principalmente con cuestiones ajenas a los mismos, la han compartido la mayoría de los historiadores chinos de la filosofía que han trabajado en el campo de la filosofía china. En una Historia de la problemática de la filosofía china, publicada en 1937 por el igualmente afamado erudito Zhang Dainian, sólo unos pocos años después de los grandes trabajos de Feng Youlan, se mencionan, junto a los dos campos colindantes de la «teoría de la política» (zhengzhi lun) y de la «teoría de la autoeducación» (xiuyang lun), los tres siguientes: la «teoría del mundo» (yuzhou lun), la «teoría de la vida humana» (rensheng lun) y la «teoría del conocimiento» (zhizhi lun). Pero la filosofía del género humano ocupa de nuevo con diferencia el espacio más amplio: en el libro de Zhang Dainian se le dedican 330 páginas, mientras que la cosmología ocupa 163 páginas y la teoría del conocimiento solamente 90. Así pues, parece poco dudoso que la filosofía china muestre un énfasis algo diferente que la occidental; aquélla es especialmente cercana a la vida y, al mismo tiempo, menos teorizante. Los historiadores chinos de la filosofía subrayan esto mismo con vehemencia y no sólo desde épocas recientes, sino ya desde el siglo xvii, cuando los conocimientos de la filosofía china penetraron por primera vez en Occidente. Los misioneros jesuitas, que informaron sobre ello, dedujeron de ahí su convencimiento de que, en el caso de la filosofía china, especialmente del confucianismo, no se trataba de ninguna «religión» y que, por tanto, no entraba en competencia con el cristianismo.
No obstante, las cosas son en realidad más complicadas. Porque en aquel entonces, al igual que en la modernidad, los historiadores chinos de la filosofía eran, al mismo tiempo, filósofos que, consciente o inconscientemente (como en todo el mundo), intentaban transmitir su óptica específica en virtud de su definición de la filosofía. Ahora bien, en China, en la mayoría de los casos, esta óptica era la del confucianismo (aunque en sus variantes más diversas), pues la erudición sobre la historia del pensamiento constituía precisamente uno de los intereses particulares de los confucianos. Por consiguiente, la concepción de que la filosofía china en su conjunto no se estableció nunca ni en ninguna parte dentro del arco que se extiende entre el mito y la ciencia, de que la religión nunca existió en el ámbito de la filosofía o de que, en todo caso, hace tiempo que dejó de existir (como, por ejemplo, pone de manifiesto Feng Youlan) es una concepción cuando menos parcial y, como tal, expresión de una convicción filosófica muy determinada. Se refleja en ella un tipo de ideología confuciana represiva: muy pronto se proscribió de su campo de visión todo lo mitológico y metafísico, y lo mismo le sucedió, en menor medida, a todo lo relacionado con la cosmología y la naturaleza. Pero no por ello desaparecieron por completo ambos dominios problemáticos, sino que sencillamente se convirtieron en el dominio de otras corrientes filosóficas que, de forma muy genérica y provisional, pueden interpretarse en su mayoría como pertenecientes al taoísmo. Por tanto, todas las generalizaciones simplistas de la filosofía china han de tomarse con precaución. Lo más acertado que puede decirse es que es posible constatar una bipartición generalizada no sólo con respecto a la metodología y la interpretación, sino también con respecto a la temática: una corriente se ocupa del hombre, su ética y sus costumbres, su sociedad y su historia; la otra, de lo no-humano o no-únicamente-humano, de la naturaleza intacta y de las fuerzas motrices subyacentes a ella.
Esta bipartición, constatable no sólo en la historia del pensamiento, sino también en la historia política, se denominó de diferentes maneras: «gran» tradición y «pequeña» tradición, o el lado «luminoso» y el lado «oscuro» de la cultura china. Pretender reducir estas corrientes al denominador común de filosofía versus religión o de ciencia versus superstición sería demasiado simple, pues por mucho que en ocasiones hayan lidiado entre sí, ambas estuvieron operativas en un único pensador en la medida en que éste estaba dispuesto a pensar de forma distinta en niveles diversos. En todo caso, resulta arriesgada la separación total entre filosofía y religión (degradada con frecuencia a «religión popular») propuesta por muchos historiadores de la filosofía que se han ocupado de China, entre otros Feng Youlan, quien, por ejemplo, menciona la contradicción entre religión taoísta y filosofía. Lo cierto es que innumerables ideas filosóficas son absolutamente incomprensibles sin las representaciones religiosas que las preceden, corren paralelas a aquéllas o las suceden. Sin embargo, es indiscutible que el ser humano en sociedad (incluso cuando no la acepta) ocupa un lugar central en la filosofía china.
Al problema expuesto aquí se le confirió un nuevo e interesante matiz en los trabajos sobre historia de la filosofía china aparecidos a partir de 1950, que en parte procedían también de la pluma de eruditos que ya estaban en activo con anterioridad (como, por ejemplo, los recién mencionados Feng Youlan y Zhan Dainian). En este momento, todos parten más o menos de la tesis marxista de que, en la historia de la filosofía, se manifiesta el antagonismo entre materialismo e idealismo y, en consecuencia, frente a los estudios aparecidos anteriormente o fuera de la República Popular, poseen un trasfondo teórico muy unitario. Sin embargo, la clasificación de los distintos sistemas filosóficos plantea dificultades nada insignificantes, pues las rúbricas «materialista» e «idealista» atraviesan ampliamente las dos principales corrientes de pensamiento expuestas: la actitud fundamental ilustrada del confucianismo y la tendencia taoísta a reducir los acontecimientos humanos a fuerzas naturales pueden interpretarse ambas de un modo «materialista», mientras que, a la inversa, la prioridad absoluta del ser humano en el confucianismo y el impulso místico del taoísmo tendrían que interpretarse como «idealistas». Así, inevitablemente, muy a menudo se ha producido un desacuerdo a la hora de considerar a un determinado filósofo más bien como «materialista» o como «idealista» (con la tendencia a condenar en tanto que «idealistas» a tantos como fuese posible durante los periodos políticamente más radicales, como en la «Revolución cultural», para absolverlos con clemencia posteriormente como «materialistas» en periodos más moderados). De este modo, algunos filósofos se integran forzosamente en la mitad «materialista» o en la «idealista» según el aspecto de su doctrina que se contemple: una prueba más de que los filósofos no se limitan a resolver problemas, sino también a crearlos de forma incansable.
En las historias chinas de la filosofía escritas bajo la influencia marxista se dedica siempre especial atención, como no podía ser de otro modo, al trasfondo socioeconómico, lo que con frecuencia, aunque no siempre (y debido al desarrollo policausal de los movimientos que tienen lugar en la historia de la filosofía), pone de manifiesto interrelaciones importantes. No obstante, resulta en principio cuestionable la periodización de la historia china —y con ella también la de la historia del pensamiento— propuesta únicamente por razones legitimadoras y según el conocido modelo deducido por Marx de la historia occidental: sociedad primitiva – sociedad esclavista – sociedad feudal – sociedad capitalista – sociedad comunista. Aunque seguramente agudizó la atención sobre cuestiones aisladas, como, por ejemplo, a la hora de detectar formas tempranas de capitalismo y sus consecuencias, en no pocas ocasiones esta periodización dificultó la comprensión de las particularidades de la cultura y, no en último término, también las de la filosofía china. Esto es tanto más deplorable por cuanto que, en el entorno geográfico y social de los filósofos chinos, han tenido lugar momentos fundamentales que determinaron de manera esencial su pensamiento, tanto en su planteamiento como en la resolución de problemas —que a menudo se obtenían únicamente por proyección. Todos estos momentos son de naturaleza estática, es decir, han permanecido en gran medida inalterados hasta la modernidad, lo que sugiere su importancia para el carácter global de la filosofía china a lo largo de todos los periodos. Por lo demás, son sumamente genéricos, de forma que sólo con precaución pueden aducirse como motivos. Además, se han invocado tantas veces que uno duda a la hora de detenerse en ellos. De todos modos, tenemos que recordarlos por lo menos con algunas palabras.
En primer lugar, está el hecho de que China fue, desde época muy temprana y hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xx, un país constituido casi únicamente por campesinado. Un filósofo chino moderno, Wu Zhihui (1864-1954), declaró una vez de forma despectiva que la filosofía china no era más que las habladurías ingenuas de campesinos que, durante el ocioso invierno, calentaban sus espaldas bajo el sol de la tarde y cavilaban a solas. Sea como fuere, con ello se había preestablecido una determinada orientación de los intereses, así como ciertas ideas acerca de los valores: por encima de todo, la atención al ciclo de la naturaleza, pues de él dependía, en definitiva, junto con la siembra y la cosecha, la vida entera. Además, la valoración de la paciencia, de la capacidad de espera, dado que ningún crecimiento puede acelerarse: en Mencio se halla la historia del hijo tonto de un campesino que quería contribuir a que creciese el nuevo brote de la simiente tirando de ella hasta sacarla del suelo. Seguramente, la tendencia a las representaciones cíclicas, en las que no hay ni un verdadero principio ni un auténtico final, reconocible, si no en todos, en la mayoría de los sistemas filosóficos chinos autóctonos, tiene su causa justo aquí, del mismo modo que la tendencia a la mesura.
Un segundo condicionante fundamental del pensamiento chino, igualmente muy citado, es la familia patriarcal. Es verdad que, en época muy temprana, es decir, el segundo milenio antes de Cristo, se hallan aún rastros aislados de matriarcado (del mismo modo que en esa época aparecen todavía evidentes restos de una civilización cazadora y recolectora anterior). Pero, desde el comienzo del tiempo que concebimos históricamente, y más aún desde el inicio de la actividad filosófica hacia mediados del primer milenio antes de Cristo, la familia patriarcal estaba tan firmemente establecida que representaba una especie de axioma y —lo que resulta típico y esencial— se percibía ya como imagen de un orden superior, a saber, de la relación entre el cielo y la tierra (al igual que, en el pensamiento judeocristiano, el hombre a imagen de Dios). De esta manera quedaba establecida de forma aparentemente irrefutable una estructura jerárquica fundamental no sólo en la sociedad, sino también en el cosmos, con todas las consecuencias que de ahí se derivan para la filosofía. Sólo se podía perturbar si se ponía en duda su validez eterna: es decir, afirmando, por ejemplo, que en época anterior el cielo estuvo «debajo» y la tierra «encima», o que a esta diferenciación le precedió un estado de indiferencia que debía valorarse más —argumentos que, en momentos posteriores, se adujeron en no pocas ocasiones. No obstante, la aplicación del modelo patriarcal al mundo en su conjunto, en el que el emperador actuaba simultáneamente como superpadre de la humanidad y como hijo del cielo, conservó un carácter extremadamente sugerente. La «evidencia» manifiesta de este sistema de orden legitimó e inspiró conceptos esenciales de la filosofía, concretamente del confucianismo.
Algo más problemático resulta un tercer condicionante que podría haber sido determinante en el desarrollo de la sociedad china y, por ello, también en parte de la filosofía edificada sobre la misma: el régimen de las aguas en forma de construcciones hidráulicas y de regadío que exigían la coordinación de enormes masas humanas para tener éxito. A esta situación especial se refirió por primera vez K. A. Wittfogel en 1931 (en su obra Wirtschaft und Gesellschaft Chinas, cuya lectura todavía hoy merece la pena), quien más tarde, en las décadas de 1950 y 1960, la convirtió en el fundamento de una teoría más amplia sobre las sociedades «hidráulicas». Con ello, Wittfogel defendió básicamente la antigua concepción marxista, abandonada paulatinamente en esa misma ideología oficial de las décadas de 1920 y 1930 y que los historiadores chinos, en particular los marxistas, contrapesaron con las ya mencionadas y usuales «periodizaciones». De todos modos, a nosotros la cuestión que nos interesa ahora es hasta qué punto hay que relacionar estas circunstancias «hidráulicas» ineludibles con una actitud fundamental (dicho a grandes rasgos) antiindividualista y que siempre buscaba integrar al individuo en el grupo, actitud que, de hecho, puede constatarse en amplios campos de la filosofía china. Resulta difícil responder a esta cuestión con un simple sí o no, aunque, sin duda, merece la pena acordarse de ella en algunas ocasiones.
Por último, hay que mencionar en este contexto la situación acentuadamente continental de China, la cual, en cierto modo, puede considerarse el verdadero vínculo entre las tres estructuras sociales mencionadas. La imagen europea del mundo está muy caracterizada por la situación probablemente única de un «mar Mediterráneo» en torno al cual se ubicó el orbis terrarum, el «círculo de las tierras». De aquí se derivó una especie de aislamiento en el centro (que generaba, sin duda, una tensión extrema, que, al mismo tiempo que se mantenía, ocasionaba una situación desafiante), así como una gran apertura y permeabilidad hacia el exterior. Por el contrario, China, que se consideraba esquemáticamente como el «país en el interior de los cuatro mares» (Si hai zhi nei), ofrecía la imagen de un disco: un todo cerrado en su interior y, sin embargo, insólitamente aislado del exterior por medio de mares y montañas. A pesar de todo, había, por supuesto, lugares abiertos, concretamente en el noroeste, donde confluían las rutas de la seda (al igual que Europa, a la inversa, poseía en el oeste, y gracias al océano Atlántico, una frontera considerada insalvable antes de Colón). Pero estos puntos de paso eran, en comparación, estrechos y en no pocas ocasiones se erigieron barreras ante ellos (en el caso más monumental por medio de la Gran Muralla).
No obstante, la cultura china y, con ella, también la filosofía estuvieron protegidas frente a las influencias externas gracias a otro fenómeno que no estaba relacionado con las condiciones geográficas, económicas y sociales discutidas hasta ahora, sino con la propia cultura: la escritura y la lengua china responsable de la misma.
La escritura ideográfica china, para comenzar, dificultaba el ámbito de lo escrito, del que, sin duda, la filosofía formaba parte en gran medida, la fusión de palabras y conceptos extranjeros. Éstos sólo podían transliterarse fonéticamente muy a grandes rasgos (ya que cada «letra», la unidad de escritura más pequeña, representaba ya una palabra o una sílaba completas) o traducirse de manera correcta. En consecuencia, Aufheben* (en sentido hegeliano) se tradujo como ao-fu-he-bian; «humor» (del inglés), como you-mo, y «utopía», como wutuo-bang. Pero, dado que todo carácter chino posee, en primer lugar, un significado y sólo en segundo lugar un valor fonético, con cada transliteración surgen y se insertan a la vez grupos de palabras que, precisamente por su carencia de sentido, ponen de manifiesto que se trata de la transliteración de un extranjerismo. Aufheben, aofuhebian, lleva de este modo consigo el grupo de palabras «oscuro-doblar-claro-modificar»; «humor», you-mo, el grupo «retirado-callarse», y «utopía», wu-tuo-bang, «faltar-apoyo-país». Estos neologismos no sólo son entretenidos, sino también reveladores: como ya se ha indicado, la mayor parte de las transliteraciones sólo generan, por su sentido, palabras disparatadas, como la equivalente de Aufheben. Pero, en el caso del equivalente de «humor», es evidente que se pretende también una vívida traducción interpretativa, y aún más en el caso de «utopía», que es, además, una traducción particularmente lograda. Estas combinaciones acertadas de traducción y transliteración eran posibles porque, dado el gran número de homónimos existentes en chino, se disponía siempre de una serie de palabras homófonas con significados distintos. A pesar de todo, son la pura excepción. La mayor parte de los extranjerismos pueden reconocerse como tales de manera evidente en su forma escrita, pues han de leerse según un principio distinto —puramente fonético— del que se aplica al resto de la escritura. Por esta razón, no sólo les resultó más difícil penetrar plenamente en la cultura, sino que en muchos casos se suprimieron muy pronto.
La perseverancia de la escritura china en su estado de escritura ideográfica, de la que a fin de cuentas han surgido también todos los sistemas de escritura fonética, no fue, por supuesto, ninguna casualidad, sino el resultado de una estructura lingüística particular. Puesto que el chino es en principio una lengua «aislante» (o, en todo caso, lo era en el periodo en que se creó y formó la escritura), en la cual las palabras con significado se limitan a aparecer unas junto a otras y en la que no existen elementos gramaticales funcionales (desinencias, etcétera), tampoco se hallan sonidos individuales, independientes y carentes de significado (como, por ejemplo, la –s de «mesas», plural, comparado con «mesa») que hubieran podido reflejarse por escrito. Precisamente por esta puerta trasera, los caracteres ideográficos se transformaron en transcripciones fonéticas. Pero para la filosofía china, esta singular condición (dicho llanamente) no flexiva de la lengua tuvo consecuencias todavía mayores que la situación motivada por la lengua secundariamente en la escritura. Esta situación no sólo prefiguró determinados métodos para la solución de problemas, sino que además, lo cual es más importante, numerosos problemas. Y esto puede decirse plenamente en sentido negativo: ciertos problemas no se presentaron o no pudieron tratarse con la precisión necesaria. A buen seguro, el papel relativamente secundario que la epistemología y la lógica desempeñaron en la filosofía china tiene aquí su causa. Además, en términos generales, la estructuración particular de la concepción del mundo ocasionada por la lengua puede detectarse por todas partes: la ausencia de clases de palabras, por ejemplo, en virtud de la cual sustantivos, adjetivos, verbos, etcétera coinciden entre sí, impide o dificulta concebir la oposición entre sustancia y accidentes, así como, en general, la formación de términos abstractos. La ausencia de tiempos verbales y de todas las demás formas verbales atenúa la concepción de una clara separación entre pasado y futuro motivada por el lazo de unión del Ahora. Por último, la falta del verbo copulativo «es» demora la concepción fundamental del Ser y de la verdad. A este respecto, no debe negarse que esta caracterización del chino como una lengua puramente «aislante» ha dejado de tener plena validez, y podría añadirse que tampoco fue del todo válida en los periodos tempranos, cuya lengua es aún posible reconstruir (a comienzos del primer milenio antes de Cristo). Durante los dos milenios y medio a tres milenios que podemos abarcar con la mirada, el chino parece haber evolucionado desde la fase final hasta la fase inicial de una lengua flexiva (o mejor: aglutinante), es decir, que en su fase puramente aislante no era «primitiva», sino que estaba más bien «desgastada». Lo decisivo es, una vez más, que se encontraba justo en esta fase casi puramente aislante cuando la filosofía apareció en China por primera vez.
El hecho de que en el medio expresivo de la lengua china, como resultado de lo que se acaba de decir, hubiera que esforzarse para formular de manera inteligible e inequívoca razonamientos abstractos no significaba que de ellos se hiciese absolutamente caso omiso, sino que más bien se expresaron de manera diferente. En primer lugar, a tal objetivo sirvieron historias y anécdotas que —casi siempre de manera histórica o cuasi histórica— se traían a la memoria con un nombre o con un proverbio y que definían así un estado de cosas complicado. Antes de que cobrase forma algo semejante a la filosofía china, existía ya un evidente y ciclópeo depósito de tales «historias», que podían, por así decir, «explicarse» sin problemas y que tenían un significado establecido. Seguramente, estas historias se transmitieron oralmente durante mucho tiempo y sólo poco a poco se plasmaron por escrito. En textos antiguos, algunas de ellas se mencionan todavía de manera característica con pocas palabras y como algo comúnmente supuesto; sólo en textos posteriores se describen con detalle. «Cuanto más tarde vivieron los filósofos e historiadores chinos, más supieron sobre la antigüedad», dijo una vez al respecto un sinólogo especializado en la época Han (206 a. C. – 220 d. C.), exagerando un poco. Por muy concretas que nos parezcan estas historias y por mucho que las ignoremos, el significado que expresan puede ser muy abstracto en un segundo análisis. Además, se percibieron siempre como plenamente actuales y no del todo pretéritas, e incluso, en ocasiones, se tiene la impresión de que el célebre interés histórico de los chinos no se dirigía tanto al conocimiento de acontecimientos históricos irrepetibles, como al enriquecimiento de un tesoro experiencial, equiparable en el ámbito filosófico a un enriquecimiento del vocabulario técnico y de los modelos complejos de demostración. De todos modos, en los textos filosóficos de China, las historias tienen casi siempre una función no sólo ilustrativa, sino que constituyen en sí mismas conceptos y demostraciones —una razón, dicho sea de paso, de que las argumentaciones que operan con éstos difícilmente puedan transferirse a otro ámbito cultural.
Otro medio de comunicación que en la filosofía complementaba el puro lenguaje fueron (y lo son hasta hoy) determinadas estructuras numerológicas que es posible representar gráficamente. Tal vez no exista ninguna otra cultura que haya producido tal abundancia de complejos conceptuales determinados por una cifra antepuesta a ellos según el esquema «las tres X» o «las siete Y». Así, existe, por ejemplo, toda una enciclopedia en la que se recopilan exclusivamente conceptos grupales de esta índole. Lo esencial es que, en tales casos, el número es más importante que lo numerado, y que, por consiguiente, cuando se habla, por ejemplo, de «cinco emperadores divinos originarios», sus nombres pueden reproducirse de manera completamente diferente, pero el número cinco permanece inalterable.
Por otra parte, la importancia de las estructuras que pueden representarse gráficamente, y que está estrechamente relacionada con las estructuras numerológicas, puede deducirse del notable papel que desde siempre han desempeñado en la filosofía china las tablas y los diagramas. En algunos periodos y en algunos ámbitos de la filosofía, los diagramas tuvieron casi el mismo valor que los escritos verbalizados. Este fuerte énfasis inherente a la representación plástica podría tener relación, a su vez, con la escritura, la cual, en principio, en tanto que escritura ideográfica, expresa lo pensado de forma directa y no, como la escritura fonética, obligada a dar el rodeo del lenguaje. Puede, pues, decirse, en términos generales, que en China la estructura con que se representaba un pensamiento era a menudo tan esencial para su poder de convicción como su congruencia lógica.
Finalmente, para evaluar la filosofía china, son importantes también, como es natural, los textos en los que se ha transmitido. Y, en este punto, tenemos que empezar asegurando que, a pesar de que en China se ha producido una transmisión asombrosamente buena, relacionada con la invención temprana de la impresión tipográfica y con la labor filológica de los eruditos, dichos textos de ningún modo se han conservado íntegramente. Según se infiere de los primeros catálogos de libros, escritos con bastante regularidad desde que existió el Catálogo de la Biblioteca de Palacio, elaborado aproximadamente en la época del nacimiento de Cristo, en el ámbito de la filosofía tienen que haberse perdido no sólo innumerables obras individuales, sino también disciplinas completas; esto lo ha confirmado hace poco tiempo el hallazgo de textos totalmente desconocidos en sepulturas abiertas. Así sucedió, en particular, por una parte, con textos en los que la tradición viva, es decir, la pura tradición oral se había interrumpido, con lo que simplemente dejaron de interesar o ya no podían entenderse (como, por ejemplo, los escritos de la escuela de Mo Di) y, por otra, con textos que no eran gratos a las autoridades por motivos ideológicos o por razón de Estado y fueron por ello suprimidos (como, por ejemplo, los llamados clásicos «apócrifos» [weishu]). Por tanto, tenemos que pensar que nuestro concepto de la evolución de la historia del pensamiento chino, en determinada época o en términos generales, se ve limitado por la selección —a menudo plenamente consciente— de las fuentes que nos han llegado y es, por tanto, espurio. Sólo ocasionalmente, cuando aparecen por casualidad textos originales, pueden iluminarse momentáneamente ciertos sectores de la historia y, gracias a ellos, ampliarse y corregirse.
Otro aspecto importante de la situación de las fuentes en la historia china del pensamiento concierne a la configuración del contenido de los propios textos relevantes: aquí hay que mencionar antes que nada el pródigo uso de citas. De éstas, son más relevantes las ocultas que las identificadas abiertamente, pues a través de ellas fue posible aprender y transmitir de modo indirecto y constante determinadas formas de pensamiento. De igual modo, también se pudieron adaptar furtivamente formas contrarias de pensamiento, tergiversarlas mediante su inserción disimulada en un contexto diferente y emplearlas para debilitar escuelas enfrentadas. A la inversa, podían atribuirse dichos a personalidades célebres que, de ser adversarios de una doctrina, como así había ocurrido, pasaban a convertirse repentinamente en partidarios de la misma. Este juego fue practicado con mucho amaño por confucianos y taoístas entre los siglos iii y v, y, sobre todo, los taoístas fueron maestros a la hora de conseguir que sus adversarios se convirtiesen en héroes. Puesto que en China, la filosofía representó sólo parcialmente una disciplina claramente definida y en la historiografía mantuvo relaciones estrechas con la poesía y la verdad, efectuar como por ensalmo esta transformación resultaba relativamente fácil.
Una función parecida, aunque más susceptible de prueba científica, la cumplían los innumerables comentarios que se escribieron sobre todas las obras clásicas de la filosofía china. Precisamente porque en la filosofía china, como en la cultura china en general, ha existido desde siempre la tendencia a buscar en el pasado los grandes modelos ideales (y a preocuparse, a lo sumo, por saber hasta dónde se debería retroceder en ese pasado), se otorgó un peso especial a todos los comentarios. En no pocas ocasiones, adquirieron un volumen cuantitativo y cualitativo tan grande que en realidad emplearon el texto «comentado» únicamente como punto de partida y legitimación de sistemas filosóficos enteramente propios. Del célebre comentario del filósofo Guo Xiang (312 d. C.) sobre el texto clásico taoísta Zhuangzi, un monje budista dijo en una ocasión irónicamente que Zhuangzi había escrito un buen comentario sobre el libro de Guo Xiang. Por lo demás, tales comentarios sólo pueden distinguirse en el aspecto formal de la voluminosa literatura hermenéutica que predomina de forma generalizada en la filosofía china. Con bastante frecuencia, las exégesis no sólo aumentaron en extensión por encima de los textos que se proponían interpretar, sino que algunas veces (de la misma manera que las citas ocultas que mencionamos anteriormente) invirtieron por completo su sentido. Evidentemente esto puede decirse no sólo de China, pues existe sobre este tema la observación sarcástica de un filósofo alemán contemporáneo (Odo Marquard), quien dijo: «La hermenéutica es el arte de sonsacarle a un texto lo que no se encuentra dentro del mismo». Ya desde muy temprano, este arte maduró en China hasta alcanzar una suprema perfección, lo cual estaba allí relacionado con el prestigio indudable de todos los textos antiguos. Se diría que éstos prohibiesen llevar al papel algo del todo nuevo.
En resumen, la filosofía china es un producto, en cierto sentido, difícil de definir, pero que en último extremo podemos denominar con nuestro término «filosofía», aunque éste no la abarque por completo y ambas sólo coincidan en sus partes esenciales. Hasta qué punto la filosofía china y la occidental confluirán en una unidad, en la que además tendrían que integrarse las filosofías de otras culturas desarrolladas para que surgiera de ello algo semejante a una «filosofía universal», es una pregunta que forma parte, sin duda, de las cuestiones «últimas», es decir, aquellas que de forma astuta quizá no deberían plantearse. Probablemente, los escépticos tenderán a pensar que, antes de que tenga lugar dicha unión (que, dicho sea de paso, los eruditos chinos esperaron con ansia infinita en las décadas de 1920 y 1930), la misma filosofía se habrá desligado de manera inadvertida del reino de las ciencias.
Puntos de partida de la filosofía china
Los orígenes de la filosofía china no se remontan en modo alguno al nacimiento de esta cultura, sino que debemos situarlos en el periodo comprendido entre finales del siglo vi y principios del siglo v a. C., y que Karl Jaspers identificó como la «era axial» de la historia del pensamiento de todas las culturas altamente desarrolladas, ya se trate de los «presocráticos» en Grecia, de los profetas en el judaísmo, o de Buda en el ámbito cultural indio y de Confucio en el chino. Parece que todas las culturas debieron llegar a cierta edad antes de que, alcanzada la madurez, pudieran adoptar una distancia crítica con respecto a sí mismas que (al contrario que en el caso de la fe religiosa) posiblemente sea necesaria para la filosofía. Pero quizá precise en primer lugar de un determinado acervo de experiencia histórica, de un material sobre el que se ha de reflexionar antes incluso de que puedan surgir cuestiones filosóficas. En cualquier caso, la cultura en China (en la medida en que es posible establecer la fecha de su nacimiento) tenía ya de milenio a milenio y medio de antigüedad antes de que, con Confucio, apareciese el primer filósofo de la historia, seguido de todo un grupo de pensadores que le hicieron la competencia. Por otro lado, lo que vinculó la filosofía china con el pasado —en fuerte contraste con los profetas del Antiguo Testamento que acabamos de mencionar, que miraban al futuro anhelantes— fue la mirada hacia atrás que la caracterizó desde el principio. Podría decirse que la filosofía china se dio a conocer desde su origen no sólo como una filosofía madura, sino también antigua. Dudar sobre la perfección del Aquí y el Ahora es probablemente un motivo esencial en toda filosofía, pero en China, en términos generales, la añoranza del mundo inmaculado del pasado prevalecía sobre el deseo de salvación que tendría lugar en un mundo nuevo. Precisamente por eso, en el caso de China, la fase prefilosófica merece una consideración especial.
Esta afirmación muy genérica, que debería especificarse con suma claridad en cada caso concreto, no contradice el hecho de que, al igual que en todas las demás culturas del mundo, también en China la predicción del futuro se pusiera en relación con la sabiduría, si es que ambas no se consideraban desde cualquier punto de vista equivalentes. Así sucedió, por lo menos indirectamente, en muchos ámbitos de la filosofía durante su periodo de desarrollo y, de forma inmediata, en la época que la precedió. Los primeros testimonios que conocemos de una elucidación intelectual del mundo en China —que presentan al mismo tiempo los primeros documentos escritos— son preguntas y respuestas oraculares. Desde mediados del segundo milenio antes de Cristo, se han conservado gracias a la forma particular del oráculo, que trabajaba con materiales muy consistentes: en concreto, con huesos y caparazones de tortuga. Estos materiales se preparaban siguiendo un procedimiento muy complicado; después, durante el oráculo, se tocaban con palillos de metal incandescentes en determinados puntos cuyo espesor se había reducido previamente mediante perforaciones. A partir de las hendiduras formadas por este calentamiento súbito se deducían las respuestas a las preguntas del oráculo. A menudo, las preguntas y las respuestas se anotaban de forma inmediata en los huesos y en los caparazones de tortuga mediante incisiones, y estos materiales se guardaban, por así decirlo, en archivos.
A partir de estas inscripciones, llamadas inscripciones óseas, de las que se han encontrado miles desde finales del siglo xix, se despliega ante nosotros una imagen muy viva, no sólo de la situación política y cultural, sino también intelectual, de la China más antigua, que por entonces, entre 1500 y 1050 a. C. aproximadamente, gobernaba la dinastía Shang. Los reyes Shang apoyaban en gran medida sus decisiones en los consejos obtenidos en los oráculos y transmitidos por mediación de los sacerdotes del oráculo. Éstos constituían una clase muy influyente en la esfera política y, sobre todo, en el ámbito cultural, y probablemente se debe a ellos la invención de la escritura (como puede reconocerse, entre otras cosas, en las liturgias asociadas a la concepción de símbolos ideográficos). En chino se llamaban shi, un concepto que se representaba con el pictograma , empleado también para ciertas palabras con una pronunciación semejante: «escriba» (li), «enviado» (shi) y para términos más generales como «negocios» o «acontecimientos» (shi); este ideograma muestra una «mano» y un «bastón de mando» en forma de cetro. En su evolución posterior, el concepto adoptó también el significado de «historiógrafo», pues, de hecho, a partir de la función del sacerdote del oráculo que ayudaba a tomar decisiones políticas y —quizá para facilitar las decisiones futuras— las anotaba con mayor o menor regularidad, es posible que se desarrollara con facilidad la función del «historiador». Y esto es lo que sucedió en realidad, con el resultado de que, por una parte, la profesión del sacerdote del oráculo sobrevivió tras su temprana secularización en la figura del historiador cortesano y, por otra parte, estos historiadores de la Corte consideraron que su tarea, además de anotar los acontecimientos históricos, consistía también en la evaluación y el comentario crítico de los mismos. La peculiar mezcla de política, crítica histórica y ética, tan típica en particular de la filosofía confuciana, está prefigurada ya en la función de los sacerdotes del oráculo de la época Shang. No es extraño que numerosos estudiosos chinos modernos hayan considerado a dichos sacerdotes como antepasados intelectuales directos de los confucianos. En cualquier caso, todas las fuentes directas que poseemos de los pensamientos intelectuales y religiosos de la China más antigua proceden no sólo de sus manos, sino que ellos principalmente determinaron también su contenido; es decir, no sólo lo anotaron, sino que también lo crearon.