Historia sencilla del arte - Luis Borobio Navarro - E-Book

Historia sencilla del arte E-Book

Luis Borobio Navarro

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Beschreibung

Este libro sirve para quienes buscan una primera aproximación a la Historia del Arte, pero también para aquellos que gozan ya de conocimientos avanzados. El autor acompaña el texto con ilustraciones propias, tantas veces utilizadas en sus clases magistrales, e incluye también aquellas láminas en color que considera más indispensables: el resultado es un magnífico libro que invita a contemplar y disfrutar el Arte tanto a jóvenes como a mayores.

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Veröffentlichungsjahr: 2009

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HISTORIA SENCILLA DEL ARTE

© 2009 by herederos de LUIS BOROBIO

© 2009 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

Ilustración de cubierta del autor

ISBN: 978-84-321-3761-7

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

ÍNDICE

Introducción 

1. LOS ORÍGENES DEL ARTE 

Preámbulos 

Escultura 

Pintura 

Arquitectura 

Los vestigios prehistóricos 

Arte paleolítico 

Los monumentos megalíticos 

El despertar de la historia 

2. EGIPTO 

Los egipcios y sus viviendas 

Pintura y bajorrelieve 

Escultura 

Tumbas y templos 

3. MESOPOTAMIA 

Lo terrenal y las grandes construcciones de tierra 

Los poemas épicos murales

4. PERSIA

Construcciones 

Proyección del arte persa 

Recapitulación sintética

5. ARTE PREHELÉNICO 

Creta 

Micenas 

Fin de la cultura egea 

6. LA GRECIA HELÉNICA 

De la época arcaica a la plenitud clásica 

El esplendor clásico de la escultura helénica 

La originalidad de los artistas griegos 

Los órdenes arquitectónicos 

7. DEL ARTE HELÉNICO AL ARTE HELENÍSTICO 

8. LOS ETRUSCOS 

9. DEL ARTE GRIEGO AL ARTE ROMANO 

10. ARQUITECTURA ROMANA 

Las construcciones romanas 

Elementos básicos de los órdenes arquitectónicos

Peculiaridades de los órdenes romanos 

Ordenación de los órdenes romanos 

La ornamentación arquitectónica 

11. ARTE BIZANTINO 

12. ORÍGENES DEL ARTE CRISTIANO 

Dos rumbos en el desarrollo del arte cristiano 

Valor religioso del arte cristiano 

13. ARTE ISLÁMICO 

El imperio musulmán 

La primacía de los libros desplaza a la arquitectura de su hegemonía plástica 

La pintura abstracta y la figuración 

La arquitectura islámica 

14. DERIVACIONES DEL ARTE ISLÁMICO 

Arte mozárabe 

Arquitectura mudejar 

15. ARTE PRERROMÁNICO

16. EL ROMÁNICO 

Visión esquemática del estilo románico 

Morfología global y expresión del templo románico 

El lenguaje pétreo

El claustro 

Otras consucciones románicas 

La arquitectura esculpida 

El muro que habla 

Sentido religioso de las imágenes románicas 

Peculiaridades locales 

17. ESTILO GÓTICO 

El fenómeno constructivo 

Puntualizaciones terminológicas, geométricasy constructivas 

Soluciones formales y típicas de la consucción gótica 

El nacimiento del estilo gótico 

Morfología general y expresión del templo gótico 

La ornamentación escultórica 

Manifestaciones pictóricas del arte gótico 

Las vidrieras

Los tapices

Ilusaciones miniadas 

Las tablas pintadas

Épocas, escuelas y artistas de la pintura gótica

Paréntesis de situación panorámica 

La pintura gótica del siglo XV

El sentido religioso de la iconografía gótica 

Una nota al margen de la Historia 

18. UN CAMBIO DE RUMBO LLAMADO RENACIMIENTO 

Panorama global al enar en el siglo XV 

Los recuerdos grecorromanos

Divagaciones sobre el arte y la historiadel siglo XV italiano 

La médula del cambio de rumbo 

Comienzo del Renacimiento 

Amanecer de la Arquitectura en Florencia 

Superposición de rumbos en los pintores florentinos del Quattrocento 

La escultura florentina del Quattrocento

19. HISTORIA SENCILLA DEL ARTE LA PLENITUD DEL RENACIMIENTO 

Leonardo da Vinci 

Miguel Ángel Buonarroti 

Rafael 

Manierismo 

La pintura del Renacimiento después de Rafael 

20. LA ARQUITECTURA DURANTE EL RENACIMIENTO 

21. LA PLENITUD DE LA ARQUITECTURA RENACENTISTA 

22. LA ESCULTURA DEL SIGLO XVI 

23. EL BARROCO 

Aproximación a lo barroco 

El impulso católico 

Formalismos barrocos 

La escultura barroca y su espacio arquitectónico 

La irrupción de espacios en la pintura mural barroca 

24. ESCULTORES BARROCOS SINGULARES 

Bernini 

Otros escultores y líneas de escultura barroca 

25. PINTORES BARROCOS 

Muralistas

Pintores de caballete 

26. EL BARROCO DEL SIGLO XVIII 

27. ARTE ACADÉMICO DURANTE EL BARROCO 

Desde el Renacimiento hasta el Neoclasicismo 

28. ARTE NEOCLÁSICO 

29. ARTE HISPANOAMERICANO 

30. GOYA 

31. LOS OLEAJES DEL SIGLO XIX 

El Romanticismo

El Eclecticismo 

La pintura romántica y post-romántica 

Desintegración de las artes plásticas

32. DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL AL MODERNISMO 

33. EL IMPRESIONISMO Y SUS DERIVACIONES 

El Fauvismo 

Expresionismo 

Abstracción 

34. EL SURREALISMO EL MUNDO CUBISTA 

35. EL MUNDO CUBISTA 

Nacimiento del cubismo 

Los pintores cubistas 

Algunas consecuencias periféricas de la pintura cubista

Variaciones de la pintura cubista 

La escultura cubista 

Geometrización 

El cubismo en la arquitectura 

36. LA ARQUITECTURA RACIONALISTA 

Neoplasticismo 

Bauhaus 

Estilo internacional

Le Corbusier 

Arquitectura del Brasil

El Expresionismo 

El Organiscismo 

37. DESARROLLO DE LA MODERNIDAD

Los muralistas mejicanos 

Realismo moderno 

La evolución de las vanguardias 

Arte absacto 

Fotografía 

38. NUEVA MODERNIDAD EN ARQUITECTURA 

Louis Kahn

Arquitectura japonesa 

Exaltación de la belleza estructural

La monumentalidad estatal

El sedimento de la modernidad 

39. LA POSTMODERNIDAD 

40. ATOMIZACIÓN DE LAS VANGUARDIAS

INTRODUCCIÓN

Hay muchas y magníficas historias del arte. Las más completas son las que tienen más extensión literaria y van acompañadas de la correspondiente documentación gráfica que es, necesariamente, numerosa y expresiva.

Entre las más breves, algunas subrayan las relaciones cronológicas y geográficas, porque van dirigidas a formar un importante esquema ordenador, o bien hacen hincapié en los aspectos históricos-sociológicos que condicionan el arte y sus evoluciones. Otras hacen una mera enumeración de características sintomáticas que permiten recoger los estilos y dar una pauta para clasificar las obras.Todas en su conjunto son útiles y, en su mayoría, sin apenas restricciones, las suscribo y las recomiendo.

En esta Historia sencilla del Arte no he intentado escribir un tratado de Historia, sino sacar de la Historia un pretexto para ayudar a comprender el arte: para contemplarlo y, ojalá, para vivirlo.

No interesa tanto la descripción de las formas con la consiguiente enumeración de notas distintivas, como la razón de ser de esas formas, lo que significaron para los hombres que las crearon,y —sobre todo— lo que nos dicen hoy a nosotros. Pretendo ayudar a desentrañar el mensaje que encierran, para que, recibiéndolo, enriquezcamos con él nuestras vidas.

Hablaré sólo del arte de algunos pueblos y de las características más comunes de unos cuantos estilos:los que más me interesan para sacar de su estudio unas consecuencias útiles. Incluso de esos pueblos y de esos estilos, olvidaré muchos aspectos que podrían parecer importantes; pero que son irrelevantes para mis propósitos.

Sin embargo, no quiero que este libro se limite a considerar unas cuantas producciones artísticas, ya que, aunque cada obra, como efecto de una vivencia estética, es una realidad conclusa en sí misma, sólo tiene sentido verdadero y realidad histórica como integrante de un contexto geográfico y social, y en relación con lo antecedente y lo consiguiente. El estudio de esa relación, así como el del entorno humano histórico en que se produjo, permite no sólo comprender mejor lo que la obra significa, sino —sobre todo— recibir más plenamente su mensaje.

Ahora bien, la realidad histórica es tan polifacética, que ninguna exposición de la historia del arte puede agotar la riqueza de sus posibilidades. La historiografía tiene que trabajar siempre con ficciones simplificadoras para dar explicaciones congruentes.

Wólfflin, en su Historia del arte sin nombres, muestra las evoluciones históricas del arte como un proceso inmanente, con una lógica interna que hace que a unos estilos les sucedan fatalmente otros, y que exista un devenir artístico cíclico e irreversible.

El historismo de Riegl tiende a convertir la historia del arte en mera historia de las formas y de los problemas, como si las obras de arte fueran creadas para solucionar unos problemas formales y técnicos, problemas que, en realidad, sólo tienen sentido en función de las obras que tratan de explicar.

Hauser reduce la historia del arte a la historia de la sociología, y otros autores marxistas todavía la limitan más, haciéndola depender exclusivamente de las condiciones económicas.

En el arte influyen, en alguna medida, todos los factores que influyen en el alma humana: los paisajes, el clima, la economía, la tradición, la cultura y el arte mismo; todos son interdependientes y se engranan entre sí. El quedarnos con uno solo de ellos es una peligrosa simplificación, porque perderíamos la visión universal que nos permite comprender que por encima de la realidad histórica, tan polifónica, existe una unidad que integra y asume todos los aspectos parciales. Utilizar estos aspectos será válido y eficaz siempre que se los considere como puntos de vista aclaratorios y como referencias explicativas, y no como suprema razón de ser del arte y de la historia.

Por eso, para la mejor comprensión del arte, en esta «Historia sencilla» he subrayado unas veces el factor geográfico, otras veces, el social y el consuetudinario, y otras muchas, las exigencias internas de las formas que evolucionan. Lo he hecho atendiendo, en cada caso, al aspecto que me parecía más claro y expresivo, sin que ello signifique ignorar que existen todos los demás factores actuando siempre eficazmente, y sabiendo que cualquier punto de vista es relativo y referido siempre a un absoluto que lo trasciende.

1. LOS ORÍGENES DEL ARTE

Preámbulo

Un niño pequeño, empuñando un lápiz, con un entusiasmo digno de mejor causa, raya frenéticamente una superficie: acaba de descubrir, con una emoción íntima y una profunda satisfacción, que algo que sale de su mano y por su voluntad adquiere una existencia visible y permanente: el mundo —la Creación— se ha enriquecido con algo que él personalmente hace.

El deseo —la necesidad diría— de crear, de dejar rastro, es un instinto vital que se engrana con el anhelo humano de dominar y aprovechar inteligentemente los elementos que le rodean. El Homo faber va indisolublemente unido al Homo sapiens.

1.    El hombre pone su sello en las cosas que le rodean.

2.    El hombre da forma a los objetos que usa.

3.    El hombre organiza cosas para constituir con ellas nuevos artefactos más complejos.

La pintura, la escultura y la construcción surgen pues, así, como actividades primarias del hombre y quedan como huellas de su existencia.

Los hombres primitivos, de los que no hemos recibido ningún documento escrito, dejaron esas necesarias huellas de su paso, algunas de las cuales —poquísimas y dispersas— han llegado hasta nosotros, y constituyen la única noticia que tenemos de la vida de tantos antepasados nuestros que durante milenios pulularon por la tierra.

Esas huellas, por cuanto en cierta manera podemos asimilarlas a las artes plásticas, suelen estudiarse como preludio de la historia del arte; pero son también todo el preludio —las únicas reliquias— para estudiar la historia de la Humanidad.

En estas notas que van a tratar específicamente de las artes plásticas, parece conveniente considerar a la luz de nuestra experiencia actual, cómo se originaron y cuáles son las manifestaciones más primarias de cada una de las artes.

Escultura

Cuando un hombre primitivo talla una piedra, adereza unas ramas o modela una masa de barro para dar forma a un objeto del que se servirá en su actividad, está ya materialmente haciendo escultura, aunque con ello no tenga ninguna intención consciente de transmitir un mensaje artístico, ni de significar nada. Ese objeto irá siendo obra de arte (no sólo «artefacto») en la medida en que el artífice ponga en él su sello personal (siempre de alguna manera lo pone) y en el grado en que exprese algo y tenga una cierta significación para los demás hombres. Pero, en la práctica, sólo cuando el autor busque intencionalmente significar algo, el objeto se considerará y estudiará como obra de arte. Esta búsqueda, en escultura puede coincidir con la figuración, aunque la figuración vaya precedida de un intento expresivo de meras formas decorativas.

Pintura

En cambio, la pintura (considerada como la pigmentación de una superficie) nace ya para poner su sello en algo: hay, en su mismo origen, una búsqueda de expresión. El hombre de las culturas más primitivas, cuando traza formas geométricas para decorar la superficie de su cuerpo, de sus armas, de sus viviendas o de sus vasijas, está haciendo arte, mucho antes de que su pintura sea figurativa o de que trate de representar algo.

El mundo exterior, las cosas que rodean al hombre tienen tres dimensiones, y la manera más natural y directa de representarlas figurativamente es hacerlo también en tres dimensiones, es decir, en escultura. La representación pictórica lleva consigo un proceso mental más complejo al que no se llega inmediatamente; no se trata sólo de reproducir con más o menos fidelidad unas formas: hay que reducir las tres dimensiones de los objetos representados, a las dos dimensiones de la representación. Por eso, las primeras referencias pictóricas a objetos exteriores no son las copias, sino la simple alusión gráfica que los significa. El procurar hacer una pintura que al ser percibida nos produzca la misma impresión que la percepción directa del objeto (lo que ahora llamaríamos fidelidad fotográfica) es una concepción pictórica muy posterior culturalmente.

Ya en nuestro mundo actual podemos observar cómo un niño pequeño (a pesar de que crece inmerso en una cultura en la que el retrato se identifica con la fidelidad fotográfica), si le decimos que pinte a su papá, no se preocupará para nada de mirar a su padre para copiarlo, sino que trazará en el papel unos rasgos que lo significan (pretende que lo signifiquen).

La pintura tomada en cuanto signo, puede evolucionar hacia una pintura naturalista (es éste sólo uno de los muchos caminos); pero también puede tomar rumbos totalmente diferentes, incluso aquel que le llevaría a convertirse en un sistema de escritura.

Arquitectura

Todos los animales buscan o fabrican sus guaridas. La arquitectura, pues —considerada simplemente como cobijo (tectum)—, nace de un instinto primario o animal. Sin embargo, la racionalidad hace que el hombre, con los materiales de que dispone y en las circunstancias en que vive, busque las mejores soluciones constructivas, y que ya en la construcción ponga un sello suyo de creatividad.Además, la arquitectura no se reduce a ser un simple refugio o protección material, sino que, desde su mismo origen, se constituye en ámbito de las actividades físicas y espirituales del hombre, y sus volúmenes significan algo para él, y sus ambientes enriquecen su vida. La arquitectura tiene siempre —en mayor o menor grado— un valor de signo. Cuando un hombre, para conmemorar un acontecimiento distribuye ordenadamente unas piedras que quedarán allí como testigo de las generaciones venideras, está haciendo una arquitectura —el monumento— cuyo valor de signo no tiene ya nada que ver con la protección ni con el acogimiento vital. El mensaje artístico de la arquitectura nace con la arquitectura misma, y consiste principalmente en su significación como ámbito humano, con todos los elementos constructivos y decorativos que definen los ambientes.Y también, claro, en sus valores monumentales.

LOS VESTIGIOS PREHISTÓRICOS

Por una parte el arte, en sus distintas formas, fue naciendo con los albores de la humanidad. Por otra parte, diseminados por varios puntos de la tierra, hemos encontrado algunos vestigios de antepasados nuestros muy remotos. Estos vestigios son escasísimos y probablemente muy poco expresivos, si se considera que corresponden a toda la actividad de los hombres durante decenas de milenios.

Las reliquias del quehacer humano más antiguas que se han encontrado son algunas piedras en cuya talla de formas afiladas se advierte una intencionalidad. Fueron, probablemente, hachas o puntas de flecha que unos ancestrales predecesores nuestros fabricaron para su uso.

Arte paleolítico

En el último periodo glacial, muchos milenios a.C, las nieves y los hielos cubrían las tierras que hoy constituyen Europa, y los renos, los bisontes y los mamuts pululaban por las gélidas regiones del continente.

Los hombres habían buscado en las cuevas una defensa contra la inclemencia del tiempo, y aquel refugio sirvió también de protección a las obras que salieron de sus manos, y que son los vestigios propiamente artísticos más antiguos que han llegado hasta nosotros.

Así, pertenecientes a este tiempo, han aparecido algunos objetos de su uso, generalmente tallados en marfil, hueso o asta de reno, cuyo tema repetitivo y constante de figuración escultórica es la representación de animales, tratados con una gran fidelidad y viveza.

En algunas cuevas de España y Francia principalmente (las más importantes son las de Altamira, y también las de Lascaux y Font de Game), se han hallado pinturas rupestres de figuras animales representadas con maravilloso naturalismo. En ellas, con frecuencia, los dibujos de bisontes, renos, jabalíes, mamuts o caballos, superpuestos y sin ningún orden, forman una maraña alucinante. Pero al observar los animales aislados, y al individuar todos los que componen el conjunto, los vemos pintados con una asombrosa fidelidad al modelo, aprovechando a veces las convexidades de la roca para dar volumen a los cuerpos. La precisión de las formas, y sobre todo la naturalidad de los gestos, denotan una aguda observación y una notable capacidad artística. Podríamos afirmar que en toda la historia del arte hasta la invención de la instantánea fotográfica, los pinceles no han logrado nunca captar el movimiento de un animal que salta, con tanta propiedad como lo hizo, hace muchos millares de años, el autor anónimo del bisonte pintado en la roca de Altamira (Figura 1).

Se ha hablado mucho del carácter mágico de estas pinturas, y, aunque nada podemos asegurar como incuestionable, es lícito suponer que aquellos hombres se alimentaban principalmente de la carne de los animales que cazaban, se vestían con sus pieles y fabricaban la mayoría de sus utensilios de asta o de marfil.No es extraño que los animales, que eran el centro de su actividad, fueran el objeto de sus afanes y la obsesión de su vida, y que observaran con atención solícita sus actitudes, distinguieran sus mínimas peculiaridades y captaran todos sus ademanes y movimientos espontáneos.

Por otra parte, todas las culturas primitivas y mentalidades primarias (¿podemos llamar mentalidad primaria a la de unos hombres que tan maravillosamente dibujaban?) tienden a identificar la imagen con el objeto representado, y, por tanto, el tener un dominio sobre la imagen es dominar de alguna manera lo que la imagen representa. Es lógico que aquellos trogloditas se gozaran en pintar con la máxima fidelidad y naturalismo los animales meta de sus esfuerzos, y que aquellas pinturas que contemplarían con delectación tuvieran para ellos un valor mágico y que, incluso, fueran objeto de ritos y de ceremonias.

Pero, desde el punto de vista arquitectónico, es importante señalar que aquellos recintos en que los hombres se albergaban, aquellas concavidades tenebrosas que constituían el ámbito de sus vidas, debían de tener una fuerza ambiental estremecedora: luces trémulas y cerramientos rotundos que abrazaban unos espacios cerrados, cálidos y acogedores, en los que las pinturas nacidas de los más vitales afanes de sus moradores, vibraban con su misma vida y se vertían en los ambientes para constituirlos también en vida: auténtica vida suya. Pienso que nunca una pintura mural ha sido más arquitectónica —en el sentido de creadora de ambiente arquitectónico y humano— que aquellas abigarradas representaciones de renos y bisontes paleolíticos.

De épocas poco definidas pero también muy remotas, han aparecido en muy diversos lugares, junto con esculturas que representan con mucho naturalismo animales variados, unas figurillas humanas —a las que se ha dado en llamar «venus»— horriblemente deformes, en las que se acusan monstruosamente las formas y redondeces femeninas. Es indudable que si aquellas gentes sabían representar los objetos con la fidelidad y perfección que demuestran en la figuración de animales, la deformación de estas venus no se debe a una incapacidad para hacer otra cosa, sino que responden a una intención: huyen quizá del retrato y del naturalismo. No hacen retratos: hacen signos.Aquellas estatuillas no figuran, ni pretenden figurar, a una mujer;sino que, simplemente, la significan.

Otras pinturas rupestres cuya determinación en el tiempo ha sido muy debatida, pero que se suelen considerar posteriores —quizá en varios milenios— a las de Altamira y Lascaux, son las aparecidas en algunos puntos del Levante español (Cogull en Lérida, Alpera en Almería y las del Maestrazgo, entre otras). Responden a un concepto de pintura mural totalmente diferente: no es ya (como eran las de Lascaux, por ejemplo) una superposición de elementos individuales entrecruzados,llenos de vida,pero con valor y expresión autónomos, cuyo conjunto tiene la fuerza inquietante que le da la acumulación de tensiones independientes; sino, por el contrario, la superficie pintada está concebida en su totalidad para representar una escena de caza o de danzas rituales, quizá, y cada una de las figuras tiene su expresión propia, claro, pero no independiente, y está allí respondiendo al conjunto del que forma parte. Es verdad que también en estas pinturas los animales están representados con admirable naturalismo y vivacidad de dibujo, aunque el colorido es plano; pero, ahora, junto con los animales hay una profusión de figuras humanas que no se daban en las pinturas anteriores (al menos en las que conocemos).

Por otra parte, al no ser el animal individual lo que interesa sino la escena en la que el animal se integra, la escala de la representación es generalmente mucho menor.También es notable observar que mientras los animales están dibujados con el naturalismo ya reseñado, la figura humana está tratada esquemáticamente, buscando no un parecido, sino una significación: no respetan las proporciones, ni copian los perfiles ni las actitudes, sino que adoptan unos signos convencionales para expresar lo que están representando: ponen las piernas más o menos separadas para indicar que corren o que andan, señalan el sexo, ponen arcos o lanzas que determinan la actividad que realizan... Es decir, que representan con una gran fidelidad de dibujo a los animales que son objetivo principal de sus actividades humanas, de sus esfuerzos y de sus conquistas, mientras que el hombre es representado simplemente como un signo, porque no es algo que les interesa conquistar.

Los monumentos megalíticos

¿Qué se hizo de aquellas diversas culturas paleolíticas? ¿Quiénes fueron sus herederos? ¿Dónde vivieron o a dónde fueron los hombres que recibieron aquellas herencias? ¿Qué huellas dejaron de su paso?

En los vestigios que han llegado hasta nosotros hay una solución de continuidad de milenios: aquellos estremecedores murales de renos y bisontes, y aquellos vivísimos animales tallados en marfil, así como las otras pinturas rupestres levantinas, no son sino unos pocos puntos aislados, luminosos y hasta deslumbradores; pero muy insuficientes para disipar las tinieblas que se extienden en la inmensidad de los tiempos. Pasaron muchísimas generaciones sin dejarnos ninguna noticia de sus vidas, y, por consiguiente, sin que sepamos nada de ninguna cultura que se relacione directamente con la de aquellos hombres del período glacial, aunque podemos asegurar que estas culturas, por la importancia de sus frutos, no pudieron ser floraciones aisladas, salidas del vacío y en el vacío perdidas.

Todas aquellas generaciones sucesivas de las que tan poca cosa sabemos, tuvieron cobijos donde guarecerse y ámbitos en los que vivían. La arquitectura nació con el primer hombre, y los hombres han creado siempre un ambiente vital que es una prolongación de su propia vida. Pero sólo de los hombres de la época del reno, con sus cavernas y sus pinturas rupestres, tenemos algunos vestigios valiosos para formarnos cierta idea de lo que fue al menos parte de su arquitectura y del carácter ambiental de algunos recintos en los que se desarrolló su vida. Fuera de esto, el que se hayan encontrado algunos restos de palafitos o el que podamos suponer ciertos sistemas constructivos, no nos autoriza a hacer ninguna afirmación seria sobre el lenguaje humano de los espacios habitados por el hombre.

Sin embargo, a partir del quinto milenio antes de Cristo, los hombres hicieron monumentos con grandes piedras, y de esta faceta de su arquitectura (aunque no sea la más importante) es de la que —por la intención de perennidad que la animaba y por la solidez de su construcción— más vestigios han llegado hasta nosotros.

El tipo de monumento más elemental, y también el más característico y el que más profusamente se repite, es el menhir, que consta, simplemente, de una gran piedra puesta en pie. Si entendemos por arquitectura la creación de unidades ambientales o la definición de espacios humanos, ¿podremos llamar «arquitectura» al menhir?

Para contestar a esta pregunta, habremos de profundizar un poco en la significación arquitectónica que el menhir puede tener. El espacio vivenciado por el hombre tiene tres dimensiones imaginables como tres ejes de coordenadas flotantes, que nos permiten hablar de «arriba-abajo», «delante-detrás», y «derecha-izquierda». Pero mientras delante-detrás y derecha-izquierda son términos relativos de significado ambiguo, arriba-abajo es término absoluto, fuertemente signado: la fuerza de la gravedad, el espacio psíquico definido por el zenit y el horizonte, y la erección del hombre en oposición al animal cuadrúpedo o reptil, son realidades que se superponen y hacen del menhir una objetivación del hombre erecto. Es verdad que no segrega espacio. Es verdad que no constituye espacio. Pero fija topológicamente el espacio y lo señala con la presencia psíquica del hombre ausente. De ahí, su valor como monumento. Estas grandes piedras enhiestas, los menhires, son de tamaños muy variados; pero pueden llegar a tener, como el de Locmariaquer, hasta veinte metros de altura.

La piedra enhiesta como monumento conmemorativo está explícitamente tratado en varios pasajes de la Biblia; pero el ejemplo más claro es en la historia del Sueño de Jacob cuando dice que «se levantó al amanecer y tomando la piedra que le había servido de almohada, la plantó en el suelo como un pilar, y llamó al lugar Behtel (que quiere decir casa del Señor) (...) ‘y esta piedra que he levantado como un pilar será la morada del Señor Dios’» (Génesis 28, 18-22).

El concepto de menhir como monumento se mantiene a lo largo de toda la historia de la humanidad, derivando en forma de obelisco, de columna, de torre...Los rascacielos,incluso,a pesar de su pragmatismo y funcionalidad, ¿no tienen también en su verticalidad rotunda un carácter de monumento que objetiva y significa el engreimiento del hombre?

Actualmente, los hombres, cegados como estamos por el vertiginoso progreso de la industrialización, somos incapaces de admitir el ingenio para la técnica de las generaciones que nos precedieron; pero ahí están esas piedras colosales levantadas sin motores y sin grúas hace miles de años, que necesitaron para erigirse hombres esforzados provistos de una admirable sabiduría técnica y organización. Quizá las levantaron fabricando planos inclinados por los que las arrastraban sobre rodillos, haciéndolas bascular con ayuda de palancas y conjugando fuerzas de empuje y de tracción. Quizá, sí. Pero es una realidad que, en el día de hoy, sólo personas muy expertas serían capaces de hacer esa misma maniobra usando solamente los instrumentos que podemos suponer que utilizaron ellos.

Muchas veces el menhir no es un elemento aislado, sino que, repetido y relacionado, forma conjuntos monumentales. De estas ordenaciones de menhires las hay en círculo o semicírculo (los llamados Cromlechs) y también en alineaciones cuadriculadas, de las cuales la mayor que se conoce es la de Carnac (Bretaña) que consta de más de mil menhires distribuidos en once filas.

El sentido conmemorativo o monumental de las ordenaciones de piedras permanece en hombres de muy diversas geografías, y así vemos que, en tiempo muy posterior, el libro de Josué nos dice que los israelitas hicieron acopio de piedras sin labrar y las ordenaron para que dieran testimonio de su paso por el Jordán: «así estas piedras servirán de recuerdo a los hijos de Israel, para siempre jamás».

El trilito —dos grandes piedras hincadas en posición vertical y otra horizontal que, a modo de dintel, se apoya sobre ambas— es también un tipo de monumento megalítico de significación perdurable. Las tres piedras acusan y enmarcan un paso determinado: constituyen un signo de acceso, de entrada. A lo largo de la historia hasta nuestros días, aunque con variaciones morfológicas y constructivas, el valor sígnico de un acceso enriquecido con un marco se mantiene en los propíleos, arcos de triunfo, puertas monumentales (de ferias, de fincas o de espacios abiertos a los que caracterizan), pórticos que preceden a las puertas de edificios representativos, etc. (F 2).

Otro tipo de monumento megalítico muy significativo, pero con una significación muy diferente a la del menhir —y también a la del trilito, aunque tenga la misma concepción constructiva de él— es el dolmen. Si el menhir es una gran piedra levantada para signar el espacio abierto, el dolmen es un conjunto de grandes piedras ordenadas para constituir un espacio cerrado. El menhir se yergue para conmemorar un acontecimiento vital. El dolmen se tiende horizontalmente para encerrar una tumba.

El dolmen es, en el periodo Neolítico, el tipo universal de tumba, con unas características muy acusadas e insistentemente repetidas: consta fundamentalmente de una cámara constituida por un techo —rotundo, impresionante— de piedras horizontales, gigantescas, apoyadas en otras grandes piedras que son los cerramientos laterales, y un pasadizo de entrada, más estrecho, construido de la misma manera (construcción trilítica o de sistema adintelado simple). El conjunto estaba cubierto por un túmulo de tierra, limitado por un círculo de piedras más pequeñas. Las dimensiones de los dólmenes son variables y tampoco la distribución de las piedras responde a un canon fijo y, así, a veces, por el gran tamaño, tienen que colocar algún pilar central para que las piedras del techo tengan un apoyo intermedio y puedan cubrir el vacío. El recinto puede tener tres o cuatro metros de luz, pero los hay mucho más grandes; por ejemplo, la llamada Cueva de Menga en Antequera tiene 25 metros de longitud por 6 de anchura, aunque con pilares intermedios (F 3).

La mayoría de los dólmenes que han llegado hasta nosotros se nos presentan mutilados por la erosión de los tiempos.

Son como una gigantesca mesa fantasmal constituida por unas piedras imponentes, que yacen en alto, sostenidas por unas cuantas piedras verticales. El recinto cerrado —la médula del dolmen— se ha perdido en casi todos ellos; pero el techo, ese techo pesado y milenario, sigue definiendo un espacio tabú (F 4).

El concepto arquitectónico del dolmen es fundamentalmente un recinto cerrado, al que se accede por un paso angosto.El mismo concepto medular se repite, con variaciones formales y constructivas, en las tumbas micénicas y etruscas, y permanece, a lo largo de la historia de la humanidad hasta los panteones de nuestros cementerios, que, casi siempre, responden esencialmente a la misma idea que originó el dolmen.

EL DESPERTAR DE LA HISTORIA

Durante muchos milenios, los hombres fueron dejando sobre las tierras que habitaron, ciertos vestigios que sólo de manera muy parcial e inconexa han llegado hasta nosotros, y que, más que ilustrarnos sobre su vida, sobre sus inquietudes y sobre sus hallazgos, nos plantean unos interrogantes sin respuesta precisa. Es verdad que, también, dan unas pautas de interpretación para el conocimiento de todas aquellas culturas prehistóricas; pero el campo que se abre a la investigación es gigantesco, y con sólo unos pocos —poquísimos— asideros que se quedan perdidos en la inmensidad de la noche de los tiempos.

Sólo a partir de poco más de 3.000 años antes de Cristo empezamos a tener algunas noticias más concretas de las culturas de ciertos pueblos, porque han llegado hasta nosotros algunos documentos escritos que de ellos nos hablan, y porque son más abundantes, personalizados y característicos los restos que de sus obras materiales han quedado para nuestro estudio e investigación.

De la inmensa oscuridad de la Prehistoria, van apareciendo, dibujándose poco a poco entre las brumas, los sumerios en las tierras de la Baja Mesopotamia, los egipcios a las orillas fértiles del Nilo, y, quizá algo después, pero no de manera menos misteriosa y alucinante por la mitología en que su aparición va envuelta, los habitantes de Creta y de otras tierras bañadas por el mar Egeo.

2. EGIPTO

Egipto es el primer gran imperio estable cuya historia conocemos. Su arte tiene unas características muy peculiares y fuertemente definidas, como muy peculiar y perfectamente definido es el valle del Nilo, al que la Naturaleza ha dotado de unas condiciones singulares y lo ha fijado con unos límites muy precisos.

Como un oasis larguísimo y estrecho, el valle serpentea entre montañas rocosas que lo separan de los desoladores desiertos que se extienden interminables hacia el este y hacia el oeste. Al norte, el Mediterráneo, sobre cuyas aguas avanza el arco tendido del delta, cuyos 100 kilómetros de longitud y 600 de contorno se extienden bordeados de grandes lagos en los que desembocan numerosos brazos del caudaloso río.Al sur, las cataratas del Nilo, verdaderas puertas de la Nubia y de Etiopía.

Contemplado en el mapa, Egipto es como una flor que abre su corola sobre el Mediterráneo, y cuyo tallo sinuoso y delgado se prolonga con una longitud de 2.000 kilómetros para después hundir sus lejanas raíces, a través de las tierras de Etiopía, en los grandes lagos del África Central, fuentes desconocidas hasta la Edad Moderna y que explican el misterio del río que se desborda generoso precisamente en verano, en la época de las sequías.

El país se divide en dos regiones perfectamente diferenciadas: el anchuroso delta y el larguísimo valle, que equilibran armónicamente sus valores, se compensan de tal modo, que nunca hubieran podido prosperar por separado: el delta necesita los productos del interior, y el valle se asfixiaría sin el pulmón del delta. De esta manera, el Alto y el Bajo Egipto constituyen un solo conjunto que vive pendiente del Nilo, y, de él y de sus periódicas inundaciones, recibe esa fecundidad prodigiosa que lo constituyó más tarde en el granero de Roma. Pero si el río es generoso en sus dádivas, también exige de los egipcios que le ayuden en la tarea de convertir el desierto abrasado en ubérrimo vergel: es necesario distribuir equitativamente las aguas que arrastran el limo fertilizante mediante una red de canales artificiales. Ese esfuerzo colectivo que se dio desde las épocas más remotas, contribuyó a forjar la fuerte unidad política de Egipto. Por otra parte, los límites geográficos, tan claramente acusados, constituyen unas formidables defensas naturales, a cuyo amparo la civilización egipcia encontró un ambiente propicio para su desarrollo y un aislamiento de influencias extrañas que le permitió vivir encerrada en sus propias tradiciones inmóviles y milenarias.

Al son del Nilo, el paisaje egipcio cambia radicalmente de aspecto con puntualidad periódica, y marca vigorosamente el ritmo de los años siempre iguales: el compás de los tiempos se eterniza y todo se repite perpetuamente en el Egipto, bajo un cielo inmutable, constantemente azul y luminoso.

Los egipcios y sus viviendas

Los egipcios, pacíficos y religiosos, vivían pensando en la eternidad. La muerte —la vida de ultratumba— era la serena obsesión de su vida caduca, y hacia ella iban dirigidos todos sus afanes, y, consecuentemente, lo más importante de su arte.

La arquitectura funeraria constituye con mucho lo más sólido de su construcción: todos los colosales monumentos que, desafiando los milenios, han llegado hasta nosotros, son templos y tumbas, y, por eso quizá, son la única faceta de la arquitectura egipcia que suele tenerse en cuenta en el estudio de la historia del arte.

Pero para la mejor comprensión incluso de las formas externas de sus construcciones monumentales y, sobre todo, de lo que para los egipcios significaban los espacios ambientales de sus templos, es interesante detenerse a contemplar cómo fueron las viviendas que hicieron y habitaron, ya que, al fin y al cabo, la vivienda es normalmente lo más genuino del arte arquitectónico considerado como lenguaje del espacio humano,y como expresión de la vida.

El egipcio ama la luz del sol hasta divinizarla, y la quietud azul del firmamento infinito; gusta de vivir al aire libre, y, para él, la casa no es más que su reducto personal que sólo usa para retirarse y descansar,por lo que es sumaria y sin complicaciones.Además, en parte para hacer más suyo el recinto, diferenciándolo drásticamente del espacio infinito en el que habitualmente se mueve, en parte también para que sus ojos descansen de la luz cegadora del mundo exterior, el ambiente que caracteriza la vivienda egipcia es una oscura penumbra recoleta.

Con estos invariantes básicos de todo el país, el delta y el valle, las dos regiones de Egipto que tienen unas características geográficas tan diversas, condicionan dos tipos de vivienda formal y constructivamente muy diferentes entre sí:

Las primitivas viviendas del delta están construidas principalmente de arcilla armada con cañas y juncos, mientras que las del valle están excavadas en las montañas rocosas que rodean la cuenca.

Una casa-tipo del bajo Egipto tiene una planta rectangular, dividida en tres crujías de una anchura nunca muy superior a unos tres metros. La crujía central constituye la sala principal, en ella está la puerta de entrada y el acceso a las demás habitaciones que están en las crujías laterales; además puede tener una escalera para subir a la azotea. Los muros de fachada tienen un suave talud (son más anchos por abajo que por arriba) y tanto ellos como los otros dos de separación de crujías,también sustentantes, son de gran espesor (F 5).

Para construirla, en las cuatro esquinas exteriores de la casa se colocan, con la inclinación que habrá de tener el muro, cuatro postes hechos con haces de cañas fuertemente atados con «biblos», hincados en el suelo y arriostrados con otros postes verticales fijados en los cuatro ángulos internos. Fijados así los cuatro ángulos de la casa y el grosor de los muros, se instalan horizontalmente a manera de dinteles tanto interior como exteriormente haces de cañas, apuntalados con parales verticales para evitar la flexión. Con esta armadura, arriostrada convenientemente y dejando los huecos previstos para puerta y ventanas, se levanta el muro hecho de adobes de arcilla mezclada con paja desecados al sol, y recubierto todo con barro, de manera que el esqueleto queda incluido en el espesor de los muros, a excepción de los haces externos de las esquinas y del coronamiento horizontal, que han servido como plantilla y referencia para la construcción de las paredes con el desplome del paramento de las fachadas. Estos haces que ya en las más primitivas viviendas del delta quedan vistos, originan unas formas características. Estas formas: los baquetones de ángulo, el bocel de la cornisa y los muros en talud, se mantendrán durante milenios repitiéndose en todas las monumentales edificaciones de piedra del antiguo Egipto.

Apoyándose sobre los gruesos muros y su armadura de caña, el techo se construye mediante vigas (troncos de palmera o de sicómoro) con una trama de cañas y juncos, recubierto todo ello de barro mezclado con paja. Sobre el baquetón horizontal que corona la fachada, se coloca una tupida verja de juncos verticales que sirven de contención al barro extendido para construir la azotea. Estos juncos, por la presión de ese mismo barro, se curvan graciosamente hacia afuera formando una coronación cóncava, con perfil de escocia, cuya forma se repetirá ya siempre y vendrá a ser esa cornisa obligada de todos los edificios de Egipto, a la que se ha dado en llamar la «gola egipcia».

Frente a estas casas del delta, erigidas del suelo con cañas y barro, la primitiva vivienda de los habitantes del valle, excavada totalmente en las rocas calcáreas que bordean la cuenca, representa el máximo contraste que puede darse en el sistema constructivo. Este contraste tan fuerte en la construcción se debe a exigencias geográficas extrínsecas (las periódicas inundaciones principalmente, la asequibilidad de unos materiales y la existencia o no de unas montañas calcáreas); pero hay mucho de común en la manera de concebir el ambiente humano. Todas las viviendas egipcias tienen sus habitaciones de planta rigurosamente rectangular y están dispuestas siguiendo la misma ortogonalidad. Podríamos decir que este tipo de distribución, en el delta viene impuesto por el sistema constructivo adoptado (aunque si adoptaron este sistema lo hicieron por elección libre dentro de unos condicionantes). Pero, en cambio, no hay ninguna razón constructiva que justifique el rigor de la ortogonalidad en las viviendas excavadas, cuyos recintos podrían ser circulares o de cualquier otra forma, y, si se mantiene ese rigor, es porque viene exigido por la mentalidad de sus constructores y de sus habitantes. El orden y la pureza geométrica, la rigidez, la fidelidad a unos cánones, la sencillez y la estabilidad son valores vitales de los egipcios, comunes a todas sus obras, y, necesariamente, tienen que configurar también esos ambientes entrañablemente suyos en los que se retiran a descansar.

En las viviendas de la región del delta, los muros gruesos y unas celosías de caña reducen la luz que entra por unas pequeñas ventanas, para crear una oscura penumbra ambiental. Esta misma oscuridad ambiental, en las casas del valle viene acentuada por la creación de un atrio porticado —excavado también en la roca— que produce una zona de sombra delante de la entrada.

Así como las formas originadas por la primitiva construcción de las viviendas del delta permanecieron con una asombrosa constancia en toda la arquitectura egipcia, el excavar recintos en la roca se mantuvo durante milenios en la vivienda del Valle, se adoptó también en los Imperios Medio y Nuevo para construir las tumbas llamadas hipogeos; pero, sobre todo, en el Nuevo Imperio se excavaron en la roca los impresionantes templos de Abu-Simbel.

La repetición de las mismas formas, y el inmovilismo de su estilo son consecuencias de la fidelidad a sus tradiciones y de la obsesión por la eternidad que tiene el pueblo egipcio, independientemente de las lógicas variaciones (relativamente muy pequeñas) que se dan en las distintas dinastías que se sucedieron a lo largo de 3.000 años. Es interesante señalar cuáles son las constantes —asombrosamente constantes— de todo el arte egipcio desde los albores en la Prehistoria, hasta el año 30 después de Jesucristo, en que se inicia el dominio romano.

Para los egipcios, toda la vida terrena está orientada al más allá de la muerte, y no es sino una preparación para la vida eterna, que conciben como una vida temporal de duración infinita. Por eso, lo más importante de su arte está transido de la idea de perennidad, y de esa idea dominante se desprenden todos sus invariantes formales: Edificaciones pesadas, de piedra, y esculturas estáticas hechas para desafiar los tiempos.

Pintura y bajorrelieve

En arquitectura las piedras descansan siempre horizontalmente unas sobre otras, para que el peso actúe verticalmente y dar así la máxima estabilidad a la construcción: sistema adintelado sobre muros macizos y columnas gruesas. El dintel de piedra, para ser debidamente resistente, no permite sino una pequeña separación entre los apoyos, por lo que las columnas están muy próximas entre sí, y, con su robustez, hacen que en los recintos interiores los espacios huecos se reduzcan notablemente con relación a los volúmenes macizos. Los muros en talud acusan más la estabilidad y pesantez de la edificación.

Dentro de esta arquitectura, el paramento firme de la pared tiene una fuerza expresiva que debe ser secundada y subrayada por la decoración mural, y de esta necesidad de expresión arquitectónica surgen todas las características generales de la pintura y del bajorrelieve egipcios.

Toda decoración que desvirtuase la superficie plana y rotunda del cerramiento, traicionaría el carácter arquitectónico del muro, y, sobre todo, del ambiente limitado por él, y, por tanto, no puede haber nada en los murales que insinúe perspectiva, profundidad o yuxtaposición de distancias diversas.Todo lo que está pintado en la pared, no sólo está efectivamente en la pared, sino que es la pared. La sensibilidad egipcia no puede admitir que la pared represente cosas que están más lejos o más cerca y que, por tanto, deje de ser el paramento rotundo perfectamente determinado que cierra el espacio y define el ambiente. Se dice que los egipcios no conocían la perspectiva, y es verdad que no la conocían; pero debe aclararse que la perspectiva, para ellos, no hubiera sido una conquista artística, sino una traición a su concepción de la pintura y una pérdida de sus ideales artísticos.Así pues, todas las figuras —humanas o no— representadas en los murales egipcios, están o actúan en la superficie plana adaptándose plenamente a ella, huyendo de todo escorzo y sin tratar de salirse de sus dos dimensiones. Por eso los hombros y el tórax (al acoplarse el torso a la pared) se presentan de frente. El contorno plano del perfil de la cabeza define mucho mejor las facciones que el contorno frontal, y, por eso, las caras se representan siempre de perfil, aunque en ellas, el ojo —plasmado en el muro— se vea de frente: Los brazos, las piernas y los pies se sitúan de lado, es decir, en el plano del movimiento normal de sus articulaciones (F 6).

Cuando se dan variaciones de escala o diferencias de dimensiones en las figuras dentro de un mismo muro, o incluso dentro de una misma escena, no se expresa con ellas una lejanía (no podría expresarse, ya que para los egipcios es inconcebible una lejanía mural); sino, simplemente, se expresa una valoración jerárquica; la figura del faraón mucho mayor que la de sus súbditos (por ejemplo).

Si las zonas que quedan libres entre las figuras del mural tuvieran la amplitud y tersura de un paramento liso, constituirían un fondo de las figuras, y ese carácter de fondo, lleva consigo un sentido de profundidad o de lejanía. De ahí que los egipcios llenen siempre esos espacios con escrituras jeroglíficas u otras representaciones, para que toda la pared se presente homogénea, sin vacíos, con una textura constante y en la misma superficie. Estos muros decorados íntegramente, sin espacios libres, se suelen señalar como una característica muy propia del arte egipcio, a la que se ha dado en llamar «horror vacui» —horror al vacío.

El carácter pleno y total que tiene el paramento en la arquitectura egipcia hace que su decoración no considere el muro como una ordenación de sillares de piedra, sino como una superficie entera y unitaria, que hay que enriquecer entera y unitariamente y, así, los bajorrelieves no tienen en cuenta las hiladas ni las juntas de las piedras,y ordenan sus figuras y trazan sus líneas de composición prescindiendo por completo de la sillería.

Aunque todos los elementos murales tienen una intención narrativa o descriptiva (escenas religiosas,domésticas,laborales,etc.), su significación plástica y sus valores estéticos y compositivos están siempre presentes en la preocupación de los artistas cuando se enfrentan con esa pared a cuya expresión de fuerza con tanta eficacia contribuyen. Al ver estas pinturas, sentimos el equilibrio de las formas, la ordenación de las trazas, la continuidad de líneas, el ritmo de los distintos elementos, como virtudes pictóricas, algunas veces logradas, otras veces, no tanto; pero siempre buscadas con empeño y sensibilidad.

Todo lo que hasta aquí se ha dicho de los murales egipcios puede aplicarse indistintamente y con toda propiedad, desde las más remotas épocas predinásticas hasta la dominación romana, tanto a las pinturas como a los bajorrelieves. Unas y otros se hacen para valorar la superficie, reciben del muro plano su carácter y responden al mismo criterio esencial. La pintura egipcia es un dibujo perfilado con precisión e iluminado con colores lisos y enteros. El bajorrelieve es también un dibujo de perfiles precisos, aunque realizado con técnica escultórica: no está concebido como volumen, sino como textura enriquecedora del plano: los entrantes y salientes son los mínimos necesarios para definir las formas como si de una labor de repujado se tratase. Dentro de estas constantes, las variaciones de técnica que se dieron en aquellos tres milenios son casi insignificantes: unas veces se rehundía un poco el paramento que bordeaba las figuras, para que éstas sobresalieran de él; en otras épocas se prefirió rehundir solamente el perfil de las figuras de manera que éstas quedaran como incrustadas, con su propia convexidad, en el paramento que conservaba su nivel. Se puede encontrar también que en unas dinastías las figuras son un poco más o un poco menos estilizadas, y, asimismo, hay también algunas diferencias en el atavío; pero, a pesar de todo, está muy claro que al hablar del arte egipcio no es justo que hagamos comentarios sobre la volubilidad de la moda.

En cuanto a la pintura, el equilibrio y el sentido decorativo que habíamos señalado en la composición de los murales como cualidad superior a los valores descriptivos, se da también en el colorido, que busca no tanto el naturalismo cromático, cuanto la entonación y distribución de tintas planas e intensas,a veces con convencionalismos que se repiten como leyes inmutables (así, la carne de las mujeres suele pintarse de un ocre amarillo, pálido, mientras que la de los varones es de color mucho más rojizo).

Escultura

Los egipcios consiguieron una perfección asombrosa en la técnica de embalsamar cadáveres, porque pusieron un empeño eficaz —obsesivo, incluso— en que los cuerpos se conservaran intactos a través de los siglos.

Desde los monumentos milenarios, todavía podemos oír las voces silenciosas de aquel espíritu que gritaba con fuerza horadando la oscuridad de los futuros remotos: «nada cambie.Todo perdure. Quede fijo el fluir de los tiempos en una quietud eterna». Eran voces poderosas que cristalizaron en duraderas quietudes de piedra de una portentosa elocuencia.

Aunque con distinto lenguaje, exactamente lo mismo que dicen las momias funerarias, lo mismo también que —como veíamos— dicen las macizas construcciones y la decoración de los muros, nos dicen a su vez los millares de estatuas que los antiguos egipcios nos dejaron.

Esas esculturas, hechas también para enfrentarse con la eternidad, necesitan ser —y son— estáticas e inmutables, desterrando de su contextura pétrea todo gesto pasajero, toda expresión fugaz, incluso todo amago de movimiento: rígidas, sin ninguna torsión en el tronco ni en el cuello, responden rigurosamente a la ley de la frontalidad, es decir que la cabeza, el tórax y las piernas tienen exactamente el mismo frente. Un plano de simetría especular marca la vista frontal de toda la figura. Así pues, los dos hombros están a la misma altura, como también las dos caderas. La cabeza se mantiene erguida, simétricamente erguida.

En las estatuas sedentes las manos suelen apoyarse sobre las rodillas y la correspondencia bilateral es perfecta. Si la figura está representada de pie, los brazos normalmente caen rígidos a ambos lados del tronco, pero la simetría viene a romperse en las piernas con un adelantamiento del pie izquierdo. Este pie izquierdo adelantado no indica movimiento, sino mayor estabilidad, ya que las caderas se mantienen fijas, el peso del cuerpo se reparte equitativamente sobre ambos pies, y aumenta la base de sustentación; es como dar un mayor apoyo a la verticalidad del hombre erecto.

La fortaleza física de la figura —hombros anchos— colabora eficazmente en la expresión escultórica de resistir con firmeza los milenios. La repetición de las mismas posturas —siempre una postura severa y estable— y la perennidad de los gestos —nunca un gesto momentáneo o temporal— no quiere decir —ni mucho menos— que las esculturas egipcias sean impersonales o inexpresivas. Representan a una persona para toda la eternidad, y, por tanto, hacen una representación inmutable. Pero es una persona concreta, con sus peculiaridades individuales, con su expresión característica, lo que eternizan en la piedra; y, por eso, reproducen fielmente sus facciones y buscan el máximo parecido físico.

Los rostros de la escultura egipcia son rostros muy expresivos, no en el sentido de que capten una expresión vivaz y pasajera (lo cual para los egipcios sería una frivolidad imperdonable), sino en el de que cogen plenamente el aire personal del individuo con su gesto peculiar estable y permanente.

Cuando miramos el rostro de una escultura egipcia, es fácil que le encontremos un parecido con algún conocido nuestro.En todo caso es una cara que podría tener cualquier persona que nos cruzamos por la calle; no es una cara abstracta: nos damos cuenta de que se parece mucho a alguien y de que es un fiel retrato de la persona a la que representa.

A veces encontramos numerosos retratos de un mismo faraón que nos dan una idea perfecta de su semblante y de sus rasgos psicológicos. Y podemos reconocer en él las cualidades humanas (audacia o timidez, orgullo, astucia, magnanimidad, etc.) con que protagonizó todos aquellos hechos de su vida y de la historia de Egipto que por los documentos históricos conocemos: en el retrato reconocemos al hombre.

Todas estas características generales de la escultura egipcia se mantienen invariables a través de los milenios, desde las más remotas manifestaciones del arte predinástico, hasta ya entrada la dominación romana, unas veces con cierta dureza y hasta tosquedad en la talla, otras veces con una exquisita finura de modelado, aunque siempre dentro de la constante severidad de línea y de postura.

Las dimensiones varían desde los grandes colosos que sobrepasan los veinte metros de altura (así, por ejemplo, los llamados de Memmón en Tebas o los que custodian la entrada del gran templo de Abu-Simbel), hasta figurillas de pocos centímetros de altura talladas en madera o modeladas en cerámica.

La ley de la frontalidad y la de la rigidez física de los cuerpos son normas que se respetan siempre, con un rigor absoluto, en todas las esculturas monumentales. Sin embargo, dentro de las estatuillas de tamaño manual podemos encontrar algunas en las que sus autores se permitieron algunas ligeras licencias, si bien es verdad que nunca llegan a alterar el carácter general, ni siquiera a constituir excepciones en la constante estilística.

Tumbas y templos

En el Imperio Antiguo (el llamado Imperio Antiguo o menfita tenía su capital en Menfis, que estaba situada precisamente allí donde el valle se abre al Delta), durante el tercer milenio antes de Cristo, se construyeron las grandes pirámides, que son las tumbas más típicas y peculiares, aquellas cuya estampa caracteriza esa imagen elemental que todo el mundo tiene de un paisaje egipcio. Los faraones —con un asombroso esfuerzo humano de millares de brazos— dedicaron sus vidas a construir esos inmensos túmulos de piedra cuya mole protegería sus restos durante toda la eternidad.Alrededor de las pirámides se agrupaban multitud de mastabas, que eran tumbas de los altos funcionarios o de los personajes más próximos a la realeza. Anteriores a las pirámides, mastabas fueron también las primeras tumbas faraónicas y se prodigaron abundantemente durante todo el Imperio Antiguo. Después, en épocas muy posteriores, se hicieron mastabas en el alto Nilo, ya en el Nuevo Imperio y hasta 700 años después de Cristo.

La mastaba era, en definitiva, una construcción tronco-piramidal de base rectangular, que constituía un túmulo sobre el foso sepulcral. Las primeras eran macizas y el acceso al enterramiento se hacía desde lo que pudiéramos llamar azotea. Más tarde, la edificación encerraba algunas salas de usos diversos, en una de ellas se contenían figurillas que representaban al difunto. Su tamaño varía desde unos 50 metros de lado las más grandes, a tres o cuatro las más pequeñas; pero siempre se caracterizaban por su gran solidez y estabilidad.

Las tumbas faraónicas más características del Imperio Antiguo constaban de la gran pirámide (que en ejemplos de mayor tamaño podía sobrepasar con mucho los 100 metros de altura y los 200 metros de lado) y de un templo adjunto para el culto privado que era —valga la expresión— una auténtica vivienda del difunto, con objetos de su uso y de su gusto y, también, con esculturas que le representaban. Unido con este templo por un largo corredor o calzada entre dos muros, a la orilla del Nilo (lugar de paso por la comunicación fluvial) había otro templo para el culto público.

Ya al final del Imperio Antiguo, la pirámide perdió importancia a favor del templo adjunto. En el Imperio Medio, cuya capital era Tebas, la proximidad de las montañas hizo variar el concepto constructivo de las tumbas faraónicas: en lugar de erigir una gran montaña artificial —la pirámide— que cubriera y testimoniara monumentalmente la presencia del difunto faraón, se aprovecharon para el enterramiento las grandes montañas existentes, y aparecieron así los famosos hipogeos. Siglos después, en el Imperio Nuevo, volvieron a hacerse pirámides; pero mucho más reducidas de tamaño y con un carácter más bien simbólico.

Las colosales pirámides, bajo la violenta luminosidad de Egipto, se presentan ante nuestros ojos como un gran plano de luz y otro gran plano de sombra que definen un volumen elemental. Nada más que eso.

Pero, con sólo eso, con su simplicidad y su grandeza, las pirámides de Egipto son los monumentos más estremecedores que se han construido nunca. En su fuerza sobrecogedora coopera también el sueño milenario de unos esfuerzos vivos, titánicos y remotos, que yacen bajo su luz y su geometría: bajo su impresionante quietud.

Otra expresión monumental de Egipto, emparentada formalmente con las pirámides, pero de significación muy diversa, es el obelisco. El obelisco es una concreción geométrica del menhir prehistórico: es una pieza monolítica de acusada verticalidad, constituida por un esbelto tronco de pirámide —casi prismático— rematado en cúspide piramidal.

En él, el signo del menhir se estiliza y gana en fuerza expresiva y elegancia: el sencillo juego de sus planos y sus aristas, su equilibrio y proporción, hacen que el obelisco sea probablemente la forma de monumento que más éxito estético ha tenido en la historia. Cuando los romanos llegaron a Egipto, los obeliscos causaron su admiración, y de ahí que bastantes de ellos, con un esfuerzo verdaderamente asombroso, fueran trasladados a la metrópoli.

Después, a lo largo de los siglos, en ciudades muy diversas del mundo se han erigido obeliscos conmemorativos de hechos importantes.

Los mayores templos fueron construidos en el Imperio Medio —en la época tebana—. Eran grandes extensiones edificadas y, aunque los faraones, según su voluntad, les iban añadiendo nuevas construcciones, respondían a una ordenación constante, y, sobre todo, a un invariable sistema constructivo.

Al templo (es ésta la descripción de un templo típico) se llega por una avenida bordeada de esfinges, que termina en el pilono —entrada monumental formada por un fuerte muro ataludado, con dos pesados torreones flanqueando la puerta—. Coronaba el pilono la llamada gola egipcia, que es la cornisa que nació de las primitivas construcciones de barro, y que se siguió manteniendo como una constante obligada —casi ritual— en todos los edificios de piedra. Asimismo, todas las aristas están rebordeadas —como respondiendo a una preceptiva invariable— con los baquetones comunes a toda la arquitectura egipcia, originados por los haces de caña que cantoneaban ya las humildes fachadas de las viviendas predinásticas del delta del Nilo.

Por el pilono se accede a un patio porticado con recias columnas —sala hípetra—, lugar del que el pueblo ya no puede pasar.

Desde este patio se entra a la sala hipóstila, totalmente cubierta, a la que sólo los sacerdotes y personas selectas tenían acceso. Esta gran sala está poblada de una tupida red de robustas columnas unidas en hiladas por dinteles de piedra, que constituyen alineaciones paralelas a manera de jácenas. En sentido transversal, apoyándose en estas hiladas, nuevos dinteles de piedra puestos a tope, cubren completamente cada crujía y todo el espacio, a modo de forjado. El sistema adintelado de piedra usado por los egipcios —tan elemental y sencillo— es pues esencialmente el mismo que empleamos actualmente en las más ordinarias estructuras de hormigón (F 7).

Para conseguir la iluminación del recinto siguiendo el mismo sistema constructivo, se crean unos montantes mediante un juego de alturas en la cubierta. Los huecos que resultan de la diferencia de alturas, se cierran con unas celosías de piedra que tamizan la luz.

Los capiteles de las columnas, con ligeras variaciones, oscilan siempre entre tres tipos:lotiforme, campaniforme y palmiforme. El fuste de las columnas puede estar decorado con bajorrelieves y jeroglíficos como si de un muro se tratara, o bien tener un tratamiento propio, a veces con estrías verticales convexas, siguiendo con esta forma una tradición milenaria que se inició con los pilares formados por haces de cañas. Estas características de los capiteles y fustes de las columnas no sólo se dan en las salas hipóstilas, sino que se repiten, siempre y exclusivamente, durante milenios en toda la arquitectura egipcia. (F 8)

Después de la sala hipóstila de encuentra el sancta sanctorum, santurario en el que sólo el faraón y altos dignatarios podían entrar.

Esta somera descripción formal y constructiva de un templo tipo, nos permite comprender algo de su más profundo sentido ambiental y arquitectónico.

En la inmensidad redonda del paisaje borracho de luz, dos filas de esculturas enfrentadas definen una ruta: la sensibilidad espacial se orienta en una dirección, y quien está en la avenida es dirigido, bajo la vigilancia estática de las esfinges misteriosas y severas, hacia el pilono, que, con su mole estable y con su paramento plano y luminoso enriquecido por la textura de los bajorrelieves, señala la importancia del templo al que da fachada y acceso. En las celebraciones, el monumental volumen del pilono se engalana con gallardetes. Atravesando el paso flanqueado por los imponentes torreones se entra en la sala hípetra o patio.

La decoración cambia por completo: la luz, cegadora también, queda enmarcada por recias columnas y sombras violentas. El cielo infinito se hace nuestro. El recinto, abierto al cielo, nos envuelve y nos domina.

Es la preparación ambiental para entrar en la sala hipóstila.

Un paso más: la oscuridad insinúa un gran espacio macizo de columnas. Inmenso. Pesado. La decoración de colores vivos crea en la penumbra una atmósfera llena de misterio.

Conforme avanzamos, la altura de las columnas disminuye. El techo baja, y el suelo, mediante escalinatas, sube.

Una sensación de intimidad y de opresión crece conforme se llega al sancta sanctorum...

En esta arquitectura intencionadamente sobrecogedora, lo mismo que en la modesta vivienda personal, la oscuridad y la penumbra crean en el alma de los egipcios el sentimiento de la privacidad.