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Se empezó a hablar de la "tercera España" en los años treinta. A continuación, con la Guerra Civil y el franquismo casi se le perdió el rastro y hasta la memoria. El sintagma volvió a emerger tímidamente en el exilio republicano y, sorprendentemente, no durante la transición a la democracia, sino a partir de los años ochenta. Desde entonces, el concepto se discute de vez en cuando sin que se definan su consistencia y su perímetro. El abanico de las posturas es muy amplio: hay quien niega su existencia o la circunscribe a un pequeño grupo de intelectuales favorables a la mediación durante la Guerra Civil, quien la identifica con la mayoría de los españoles durante aquel conflicto y quien la ve representada en la España del posfranquismo. Sin compartir el esquema obsoleto de las "dos Españas", este libro rastrea y reconstruye por primera vez el debate cultural, político e ideológico alrededor de la "tercera España": sus usos políticos, las polémicas y las razones de su olvido en momentos concretos de la historia española más reciente. No solo se muestra el esbozo de las diferentes "terceras Españas" en el debate público, periodístico y académico, sino también una perspectiva distinta a través de la cual leer el debate actual sobre algunos de los temas más controvertidos y "calientes" de la historia contemporánea española.
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Seitenzahl: 337
Veröffentlichungsjahr: 2023
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HISTÒRIA / 205
DIRECCIÓN
Mónica Bolufer Peruga (Universitat de València)
Francisco Gimeno Blay (Universitat de València)
M.ª Cruz Romeo Mateo (Universitat de València)
CONSEJO EDITORIAL
Pedro Barceló (Universität Postdam)
Peter Burke (University of Cambridge)
Guglielmo Cavallo (Università della Sapienza, Roma)
Roger Chartier (EHESS)
Rosa Congost (Universitat de Girona)
Mercedes García Arenal (CSIC)
Sabina Loriga (EHESS)
Antonella Romano (CNRS)
Adeline Rucquoi (EHESS)
Jean-Claude Schmitt (EHESS)
Françoise Thébaud (Université d’Avignon)
Este libro ha sido financiado en parte por el proyecto de investigación La «tercera España»: gènesis y usos públicos de un concepto político (PID2020-114404GB-I00).
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Alfonso Botti, 2023
© De esta edición: Universitat de València, 2023
Publicacions de la Universitat de València
https://puv.uv.es
Coordinación editorial: Amparo Jesús-Maria Romero
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Maquetación: Inmaculada Mesa
Corrección: David Lluch
ISBN: 978-84-1118-192-1 (papel)
ISBN: 978-84-1118-193-8 (ePub)
ISBN: 978-84-1118-194-5 (PDF)
Edición digital
INTRODUCCIÓN
1. DÓNDE Y CUÁNDO EMPIEZA TODO
1.1 Una película para comenzar
1.2 El sintagma y la «cosa»
1.3 Unos testigos pioneros
1.4 Salvador de Madariaga entra en escena
1.5 Construyendo una tradición
2. ANDANZAS SUBTERRÁNEAS Y TÍMIDAS REAPARICIONES
2.1 Silencios que hablan
2.2 Una pregunta y una hipótesis explicativa
2.3 Los años ochenta
3. AHÍ ESTÁ Y YA NO SE PUEDE REMOVER
3.1 Los años noventa
3.2 En el nuevo milenio
3.3 Calorías y municiones
3.4 Dos trabajos importantes
4. EL DEBATE SE CALIENTA
4.1 Una aportación imprescindible
4.2 Otras aportaciones
4.3 Los intelectuales y más
4.4 Antonio Muñoz Molina como blanco
4.5 Otra vez los soldados
4.6 Los intelectuales, otra vez
5. HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO
5.1 Dos integraciones de Santos Juliá con algunos comentarios sobre las propuestas de mediación durante la Guerra Civil
5.2 En los últimos años
5.3 Dejando ya, de una vez, las «dos Españas»
5.4 Las muchas terceras Españas
5.5 Rebobinando: como si fuera una conclusión y no lo es
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Cada libro tiene su historia. A menudo también una prehistoria. La prehistoria de este libro empieza en la segunda mitad de los años noventa, cuando me encontré con la figura de Alfredo Mendizábal, tan interesante por su actuación como olvidada, si no fuera por algunas entradas en diccionarios jurídicos. Interesante por ser católico y demócrata, rara avis en el catolicismo mundial y más aún en el español de los años treinta. Interesante también por su compromiso en favor de una solución negociada de la Guerra Civil; al encontrarse en el extranjero cuando estalló, se quedó en París, donde promovió junto con otros pocos republicanos el Comité por la Paz Civil y Religiosa en España, a través del cual presionó a las diplomacias francesa y británica y a la Santa Sede para que propusiesen un armisticio a las partes beligerantes, premisa de la paz y la reconciliación. En principio, fue justo esta la «tercera España» que me encontré.
En los años siguientes publiqué un perfil de Mendizábal, una primera aproximación a la historia de los comités y el intercambio de cartas entre Mendizábal y Luigi Sturzo en el marco de la correspondencia del fundador, en 1919, del Partido Popular Italiano con los amigos españoles. A la postura y las actividades del sacerdote antifascista italiano a lo largo de la Segunda República y de la Guerra Civil dediqué a continuación un libro que, por estar enfocado en su implicación en la actividad de los comités, titulé Con la tercera España. A esas alturas, la atención a la personalidad de Mendizábal había crecido un poco en España, como lo demostraba la publicación de su autobiografía, Pasado pretérito, y de la versión en castellano de su libro Aux origines d’une tragédie, de 1937.
Mientras tanto me había ido enterando de la existencia, o por lo menos de las alusiones a lo largo de los años –bien en artículos de prensa, bien en ensayos académicos, bien en el debate público–, de otras terceras Españas, hasta el punto de que se había producido una cacofonía y una gran confusión al respecto. Frente a los que afirmaban que la tercera España no había existido, estaban quienes apuntaban que esta era la España democrática posterior a 1978. Frente a los que admitían su existencia en relación con un pequeño grupo de intelectuales que no habían optado por ninguno de los dos bandos en 1936, estaban los que defendían la idea de que en los años de la Guerra Civil la mayoría de los españoles habían sido terceristas. En fin, la «tercera España» no era nada, era todo, era una minoría, era la mayoría. ¿Podía existir más confusión?
Lo que pretende este libro, al margen de saldar la deuda con los lectores de Con la tercera España, los cuales, a pesar del título, no han encontrado en él ni una línea sobre ese tema, es arrojar luz sobre dicha confusión y dar solución al conflicto semántico. Para conseguirlo he seguido dos pistas. La primera, el rastreo del debate público, intentado averiguar las veces en que el sintagma aparecía y en qué sentido, desde 1933 hasta la actualidad. Casi noventa años en los que de una forma inicialmente muy esporádica y con mayor frecuencia a partir de los años noventa, políticos, intelectuales, periodistas, escritores e historiadores han aludido a este concepto o han tratado sobre él atribuyéndole un significado. La segunda pista fue recopilar las investigaciones propiamente historiográficas que, directamente, de forma críptica o silenciándolo, tenían, o podían tener, alguna relación con el tema. Dos pistas que se entrelazan en una exposición que es fundamentalmente cronológica, aunque de vez en cuando ha sido necesario dar un paso adelante o un paso atrás para no interrumpir el razonamiento sobre un aspecto concreto. Con este procedimiento han emergido muchas voces, puntos de vista diferentes y hasta opuestos, todas siempre (o casi) preocupadas por defender una visión concreta de la historia de España o un proyecto político. Siempre (o casi) refiriéndose a las «dos Españas», bien para añadir la tercera, bien para contradecir ese esquema dicotómico obsoleto. Obsoleto y, no obstante, muy cómodo, porque es tan sencillo y simplista que no hubiera tenido cabida en el imaginario colectivo español si la Guerra Civil no le hubiera dado aparente y engañosa consistencia. El lector paciente descubrirá en qué sentido.
Sin embargo, el planteamiento ha sido también el de examinar las ausencias del sintagma, los vacíos; es decir, los momentos en los que hubiera sido razonable encontrar referencias a la «tercera España», y que por el contrario no aparecen. Vacíos que sugieren interrogantes a los que se ha intentado contestar facilitando hipótesis explicativas. En ocasiones, otras preguntas no retóricas se han dejado sin contestación.
Precisamente con hipótesis trabajamos los historiadores: las formulamos con el cuidado y con las dudas correspondientes al estatuto de una disciplina que progresa a través de incertidumbres que se van esclareciendo en el camino. Siempre que en su base tengan datos y hechos concretos. A este respecto, son datos y hechos los (re)surgimientos en el espacio público de un artefacto cultural como es el de la «tercera España», que en sus diferentes significados a lo largo del periodo examinado ha funcionado, según los casos, como metáfora, mito, memoria y, a menudo, como referencia instrumental según el más clásico de los usos públicos y políticos de la historia.
Como el tema de las dos Españas, el de la tercera también resulta conflictivo por las muchas implicaciones ideológicas y políticas que tiene. Este libro lo aborda con la intención, en primer lugar, de reseñar el debate que se ha producido al respecto y, en segundo lugar, de registrar las acepciones con las que este artefacto cultural ha sido utilizado. Su pretensión no es la de defender una u otra de las acepciones, ni todas ellas en su conjunto; lo que sí defiende es la capacidad que el análisis del sintagma tiene para sugerir enfoques diferentes sobre varios aspectos de la historia española del siglo XX, enfoques de los que puede surgir un debate historiográfico y cultural útil para el progreso del conocimiento. De ser así, el autor estaría satisfecho, sin olvidar que todo lo que sigue es tan solo una primera aproximación al tema, sobre el cual ya existe un proyecto de investigación coordinado por el amigo y colega Javier Muñoz Soro, al que agradezco los comentarios y las sugerencias en la lectura que ha hecho del manuscrito. Y que, como suele decirse, en absoluto es responsable de los eventuales fallos presentes en el texto.
Una versión anterior más sintética de este ensayo ha sido publicada en italiano y en dos partes con el título «La terza Spagna: storia, memoria, metafora, mito e uso pubblico», en Spagna contemporanea, 59 (2021, pp. 211-241) y 60 (2021, pp. 111-163), y se enmarca en el proyecto La «Tercera España»: Génesis y usos públicos de un concepto político (1936-2020), PID2020-114404GB-I00, de la convocatoria 2020 de Proyectos de I+D+i del Ministerio de Ciencia e Innovación, PI Javier Muñoz Soro.
1.1 UNA PELÍCULA PARA COMENZAR
El largometraje de Alejandro Amenábar Mientras dure la guerra, estrenado en los cines españoles el 27 de septiembre de 2019, narra los últimos meses de la vida de Miguel de Unamuno, desde la sublevación militar del 17-18 de julio de 1936 hasta su muerte, el 31 de diciembre del mismo año, siendo el eje central el conocido episodio que protagonizó el 12 de octubre de 1936.
Profundamente decepcionado con la República, Unamuno acogió con alivio la sublevación militar, pronunciándose públicamente a su favor y donando una nada despreciable cantidad de dinero en apoyo a los militares insurrectos. Por este motivo, el Gobierno de Madrid le destituyó de su cargo de rector vitalicio y de los puestos que le había asignado el Ministerio de Educación y Bellas Artes, suprimiendo la cátedra creada en 1930 a su nombre. Un decreto del 1 de septiembre de la Junta de Defensa Nacional, firmado por el general Cabanellas, le devolvió el cargo de rector vitalicio y la cátedra a su nombre. Cuando el 6 de octubre Franco se instaló en el palacio episcopal de Salamanca, convirtiéndolo en su cuartel general, Unamuno pidió ser recibido como presidente de la comisión depuradora para la que había sido nombrado. No tenemos noticias de lo que se dijeron en aquella ocasión, mientras que sí sabemos que fue el propio Franco quien le pidió que presidiera en su lugar el acto académico de celebración del Día de la Raza, el 12 de octubre.
Sin embargo, el que se dispone a presidir la ceremonia es un Unamuno conmocionado por la detención y el asesinato de algunos de sus amigos a manos de los falangistas. El Paraninfo de la Universidad está repleto de soldados, falangistas, estudiantes, profesores, clérigos y ciudadanos. Hay cientos de personas, incluso en el exterior, porque el discurso se amplifica fuera con altavoces. Unamuno da la palabra y escucha. No está previsto que intervenga. A su derecha se sienta Carmen Polo, junto al gobernador civil, el presidente de la Diputación y el alcalde de Salamanca. A la izquierda de Unamuno se sientan el obispo Pla y Deniel, el presidente de la Audiencia, el delegado de Hacienda y el general Millán Astray. Para darles la palabra, Unamuno anotó los nombres de los oradores en el reverso de la carta (o sobre) que su amigo Atilano Coco, pastor protestante, había escrito desde la cárcel, donde acabó como masón, a su mujer y que esta entregó a Unamuno para que intercediera ante las autoridades militares.
Los discursos de algunos de los oradores, en particular los de Francisco Maldonado de Guevara y José María Pemán, interrumpidos con gritos de la consigna de la Legión «¡Viva la muerte!» por los espectadores más exaltados, inquietaron, hirieron e irritaron a Unamuno hasta tal punto que se levantó y pronunció un breve discurso cuyo esquema consistía en las palabras que había ido anotando en el mismo papel: guerra internacional, civilización occidental cristiana, independencia, vencer y convencer, odio y compasión, lucha, unidad, catalanes y vascos, cóncavo y convexo, imperialismo, lengua, Rizal, odio, inteligencia que es crítica, que es examen y diferenciadora, inquisitiva y no inquisitorial. Lo que dijo exactamente no se sabe. Hay varias reconstrucciones del episodio basadas en las palabras anotadas de Unamuno, en el testimonio de los que estaban allí, en la fotografía de la salida de Unamuno por la puerta de la universidad, en la entrevista que concedió al escritor griego Nikos Kazantzakis, en las tres últimas cartas que escribió a Lorenzo Gusso y a su amigo Quintín de Torre, y en su último escrito, Del resentimiento trágico de la vida, publicado póstumamente muchos años después. Según la versión más acreditada, Unamuno habría calificado de incivil la Guerra Civil en curso, habría defendido a vascos y catalanes de la acusación de ser la anti-España y habría exclamado sobre todo que vencer no significaba convencer y que los insurgentes podían vencer porque tenían la fuerza de su lado, pero que no podían convencer porque les faltaban la razón y el derecho para hacerlo. Algunas reconstrucciones atribuyen a Unamuno otros pasajes: el reproche a los espectadores de no conocer la doctrina cristiana ni la lengua española, la afirmación de que el bolchevismo y el fascismo eran las dos formas, cóncava y convexa, de una misma enfermedad mental y la referencia al héroe nacional filipino José Rizal, fusilado por los militares españoles en 1896. Otras reconstrucciones hablan de un enfrentamiento verbal con Millán Astray, provocado por la referencia de Unamuno a su mutilación.1 Lo que sí es cierto es que la intervención provocó una conmoción. Entre gritos, insultos y saludos romanos, Unamuno salió del Paraninfo acompañado por Carmen Polo, que de este modo le protegió.
Al día siguiente, los periódicos informaron sobre la ceremonia, censurando el discurso de Unamuno. También el 13 de octubre, la Corporación Municipal de Salamanca votó por unanimidad su expulsión y la anulación de su nombramiento como alcalde honorario de la ciudad. El Claustro académico hizo lo propio el 14 de octubre, votando su destitución como rector vitalicio, que Franco ratificó el 22 de octubre. El día anterior, en una entrevista con Kazantzakis, Unamuno había reiterado su confianza en los militares, que en su opinión eran los únicos capaces de restablecer el orden. En los días siguientes redactó una especie de manifiesto en el que confirmaba su adhesión al movimiento dirigido por el general Franco para salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional. A este movimiento le asignaba la tarea de llevar una paz de convicción y conversión para lograr la unidad moral de todos los españoles, para reconstruir la patria que se desmoronaba. Una tarea que, para cumplirla, tendría que impedir que los reaccionarios traspasaran los límites de la justicia y la humanidad, como a veces estaban haciendo, puesto que «triste cosa sería –escribía– que al bárbaro, anticivil e inhumano régimen bolchevístico se quisiera sustituir con un bárbaro, anticivil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria».2 Mientras tanto, entre el 2 de agosto y el 26 de noviembre, anotó varias reflexiones sobre los acontecimientos del momento que se publicarían en 1991 con el título El resentimiento trágico de la vida,3 algunos de cuyos pasajes aparecen también en sus últimas cartas. El 21 de noviembre, escribió a Lorenzo Giusso:
La barbarie es unánime. Es el régimen de terror por las dos partes. España está asustada de sí misma, horrorizada. Ha brotado la lepra católica y anticatólica. Aúllan y piden sangre los hunos y los hotros. Y aquí está mi pobre España, se está desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo. […] Cuando se acabe esta salvaje guerra incivil, vendrá aquí el régimen de la estupidización general colectiva y del terror más frenético.4
El 1 de diciembre de 1936, escribió a su amigo el escultor bilbaíno Quintín de Torre:
… aunque me adherí al movimiento militar no renuncié a mi deber –no ya derecho– de libre crítica y después de haber sido restituido –y con elogio– a mi rectorado por el gobierno de Burgos, rectorado del que me destituyó el de Madrid, en una fiesta universitaria que presidí, con la representación del general Franco, dije toda la verdad, que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, que no se oyen si no voces de odio y ninguna de compasión. ¡Hubiera usted oído aullar a esos dementes de falangistas azuzados por este grotesco y loco histrión que es Millán Astray! Resolución: que se me destituyó del rectorado y se me tiene en rehén.
En la carta, Unamuno pasaba a definir la guerra que estaba teniendo lugar como el «suicidio moral de España», «locura colectiva», «epidemia frenética», escribiendo que los unos y los otros (o mejor aún, «los hunos y los hotros») estaban «ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo a España» y definiendo como un «estúpido régimen de terror» el de la retaguardia. Concluía afirmando que la reacción que se preparaba y la dictadura que se avecinaba, a pesar de las buenas intenciones de algunos caudillos, iban a ser «algo tan malo: incluso peor» que la República del Frente Popular y el sometimiento «al más desatinado marxismo y al más necio pseudo-laicismo».5
El 13 de diciembre, describió, de nuevo a Quintín de Torre, la situación en Salamanca, y añadía que «el pobre general Franco» no dirigía la salvaje represión y el terror en la retaguardia, sino que se lo dejaba al general Mola. Al hablar de la brutal represión que estaban sufriendo la ciudad y sus amigos, exclamaba: «Qué cándido y qué ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco, sin contar con los otros, y fiando –como sigo estándolo– en este supuesto caudillo».6
En los días que le quedan a Unamuno, prácticamente se ve obligado a cumplir un arresto domiciliario: «una cárcel disfrazada», como escribe en la segunda de las tres cartas que acabamos de citar. Sin embargo, los falangistas, conscientes del peso simbólico de su figura, le hacen un funeral falangista cuando muere.
A la luz de las fuentes señaladas y de la amplia bibliografía dedicada a los últimos meses de su vida,7 quedan pocas dudas de que la intervención del 12 de octubre de 1936 marca una ruptura a partir de la cual Unamuno, aunque sigue confiando en el «pobre general Franco», comienza a tomar una posición diferente a la adoptada tras el 18 de julio, ruptura en la que son decisivas las dos cartas a Quintín de Torre. Ejemplificando la violencia de los dos bandos y temiendo el advenimiento de una dictadura igual, si no peor, que la de los autodenominados marxistas, Unamuno no parece situarse aún en una posición intermedia y equidistante, pero esta parece ser definitivamente su orientación.
A este respecto, es inútil recordar las numerosas contradicciones del personaje: un vasco muy crítico con el euskera y hostil al nacionalismo vasco, un cristiano atormentado sin papas y sin Iglesia, un socialista sin Marx y sin partido, un republicano desengañado y por tanto polémico con las derivas que tomó la Segunda República del Frente Popular, un maestro de la paradoja y la provocación intelectual, pero siempre capaz, incluso cuando yerra el tiro, de desenterrar aspectos ignorados por la mayoría en los pliegues de la sociedad y la cultura españolas de su tiempo.
Aunque no se aprovechó la oportunidad, la buena película de Amenábar acercó al gran público –casi dos millones de espectadores–8 un problema historiográfico que ha permanecido sacrificado en la discusión de los historiadores profesionales: el de la «tercera España», sobre la que se ha escrito bastante, pero se sabe poco, y sobre la que sigue habiendo un débil enfoque temático, debido también a la presencia de voces discordantes. El abanico de las posturas es amplio: hay quien niega su existencia o la circunscribe a un pequeño grupo de intelectuales favorables a la mediación durante la Guerra Civil, quien la identifica con la mayoría de los españoles durante aquel conflicto y quien lo hace con la España del posfranquismo. Por lo tanto, reina una gran confusión sobre el tema, alimentada por discusiones y polémicas de carácter eminentemente ideológico, cuando no directamente político, que poco tienen que ver con la historia desde los años treinta hasta la actualidad. El objetivo de las páginas que siguen es reconducir la discusión de esta cuestión al terreno de la historia (no del tribunal de la historia, que como tal no es más que un malentendido en el mejor de los casos y una aberración en el peor), cuya tarea no es establecer si los no alineados hicieron bien o mal, lo que constituye un juicio moral sobre una opción política que nada tiene que ver con la reconstrucción historiográfica, que tiene, en cambio, otras tareas. La primera es entender si en la realidad histórica de los años treinta españoles, y más concretamente en la segunda mitad de la década, hubo una parte de la población española que, bien por desconocimiento de las dinámicas políticas, bien por una elección basada en convicciones culturales, ideológicas o directamente políticas (como fue el caso de un grupo de intelectuales y algunos políticos), no puede encuadrarse en ninguno de los bandos que se enfrentaron políticamente durante la Segunda República y luego militarmente durante la Guerra Civil. También pertenece a esta primera tarea circunscribir y cuantificar las dimensiones de esta parte de la sociedad y centrarse en las motivaciones de su actitud.
La segunda tarea es reconstruir diacrónicamente el debate que, desde los años treinta, con todas sus pausas y resurgimientos, ya durante la Guerra Civil, luego en el exilio y en los pliegues del franquismo, y finalmente desde la España de la democracia reencontrada hasta hoy, ha visto a la «tercera España» ser objeto de una disputa cultural e historiográfica, pero también ideológica y política, cargada de implicaciones y significados que ponen en cuestión las interpretaciones y la memoria de la República, la Guerra Civil, el franquismo y la Transición a la España democrática. En este terreno, el de la historia, se propone lo siguiente, huyendo de las dos tentaciones más en boga en el periodismo y la no ficción: la primera, proporcionar listas de los miembros de la «tercera España» sin haberla definido previamente ni haber establecido si se correspondía con una España real; por tanto, si existió realmente y cuánta población y cuál se le adscribe o puede adscribírsele. La segunda tentación que hay que evitar es la de discutirla no por lo que posiblemente fue, sino por la referencia que hacen a ella quienes quisieron y quieren utilizarla para justificar tradiciones y posiciones ideológicas y políticas. Dicho de otro modo: por el uso político que se ha hecho y se sigue haciendo de ella. Lo más reciente son las palabras del exlíder del Partido Popular (PP), Pablo Casado, en su intervención en el XX Congreso del PP en Sevilla: «somos el centro-derecha reformista que representa la tercera España».9
Todo ello se aborda en las siguientes páginas, que también tratan de centrarse en las razones por las que, en determinados casos, momentos y situaciones, precisamente quienes podían haberse referido a la «tercera España» no lo hicieron. Aunque no sin antes hacer una aclaración más que, si bien se retoma en las conclusiones, debe ser enunciada desde el principio: razonar historiográficamente sobre la «tercera España» no significa avalar el esquema que lee toda la historia contemporánea de España como un conflicto permanente entre «dos Españas» añadiendo una tercera.
1.2 EL SINTAGMA Y LA «COSA
El origen del sintagma se atribuye generalmente (y de forma confusa, en el sentido de que las fuentes rara vez se citan con precisión) a Salvador de Madariaga y Niceto Alcalá-Zamora, pero resulta que, como también se señaló en su momento,10 ya había sido utilizado por Melchor Fernández Almagro en un artículo de abril de 1933, «El debate sobre las dos Españas», en El Sol, con motivo del libro de Fidelino de Figueiredo Las dos Españas (1933). En el artículo, después de haber escrito que las dos Españas respondían a un artificio dialéctico y discursivo, ya que era extremadamente difícil romper simétricamente la unidad de un organismo nacional, Fernández Almagro argumentaba que utilizando el mismo lenguaje figurado se podían identificar tres, cuatro y hasta cinco Españas en la historia del país. Lo mismo ocurría en otros países, respecto a los cuales la peculiaridad española era la representada por los historiadores y ensayistas que se habían acercado a España «como un problema». Cualquiera que haya sido el número de Españas en el pasado –añadía–, lo que se necesita ahora es una España profundamente nacional que las supere. Compartiendo lo que Figueiredo había escrito, se remontó a Felipe II, que había labrado una España que había querido o no había querido ser como él la había hecho. De acuerdo con el historiador portugués, Fernández Almagro atribuyó a un designio político las celebraciones del cuarto centenario del nacimiento de Felipe II durante la dictadura de Primo de Rivera y, más en general, la atribución de un carácter religioso a las guerras y conflictos civiles: en el primer caso la que se produjo contra los franceses en 1808, en el segundo con las campañas a favor del absolutismo carlista. En sus conclusiones, Fernández Almagro observó que gran parte de la vida del país se había consumido en el conflicto entre las facciones de extrema derecha y extrema izquierda, mientras que la enorme masa de población situada en el centro, incluso más numerosa que las facciones, había tenido poca influencia en la historia del país. Desde este punto de vista, si el presente era como el pasado, el futuro no debería ser como el presente. De ahí el deseo de la llegada de una «tercera España»:
Esa «tercera España», tercera en discordia, mayor en número y mejor en calidad, la que nadie arbitra y domina, es la que urge construir, la que se construirá de seguro. No por equidistancia, por respeto a los puntos extremos, sino por superación.11
El artículo insinuaba un aspecto que generalmente se dejaría de lado en la literatura posterior y otro, sin embargo, destinado a ser retomado en diferentes ocasiones. En el primer caso, la referencia a las divisiones presentes en otros países. En el segundo, la referencia a esa mayoría de españoles que históricamente habían quedado fuera de las posiciones políticas extremas, identificados precisamente como la «tercera España», sobre la que se construiría la España del futuro. Entre los pliegues del deseo, por tanto, se coló también el mito político de la futura España que se iba a construir. De ahí la posibilidad de establecer inequívocamente que el sintagma hizo su aparición antes de la Guerra Civil para representar a la España ajena a las posiciones extremas y, al mismo tiempo, como metáfora del país que no estaba y que se debería construir.
Unas semanas después del estallido de la Guerra Civil, la revista de los dominicos franceses Sept publicó un breve artículo cuyo autor había enviado firmado con sus iniciales, que el semanario decidió omitir.12 Afirmaba que, en la lucha entre las dos Españas, no había que olvidar esa otra España que había conservado el sentido común y la fidelidad a la ley moral, respetuosa con la vida humana y los valores inherentes a la persona. Una España en la que los hombres de paz se contaban por millones, frente a unos pocos miles de hombres de guerra empeñados en matar y destruir. Frente a ellos, los católicos españoles se levantan
[c]ontra la bolchevización de la República, y contra la fascistización del Estado. Contra la tiranía de los puños levantados, y contra la tiranía de los brazos extendidos. Contra el Estado de clase, y contra el Estado de casta. Contra la militarización de la sociedad y contra la opresión de los regímenes totalitarios. Por el respeto a la persona humana y a los valores del espíritu, por los derechos del hombre en la ciudad. Por la justicia y por el amor, por la reconciliación de los hermanos, así como por la tolerancia mutua en las disputas que deben ser reguladas civilmente y no penalmente. Todo esto valía la pena decirlo… Todo esto también valdría la pena practicarlo.13
Las últimas palabras implicaban claramente que los católicos no se habían levantado realmente contra los dos bandos, pero que deberían haberlo hecho, y que esta debería haber sido su posición. El autor del artículo era Alfredo Mendizábal. Las palabras tercera España no aparecen en el artículo, pero la «cosa» sí, y eso es lo que más importa.
El sintagma volvió a aparecer en el artículo «La troisième Espagne», firmado por Boris Mirkine-Guetzevitch,14 en el semanario parisino L’Europe nouvelle del 20 de febrero de 1937. El intelectual ruso-francés ponía en duda las perspectivas que abría la Guerra Civil. Encontraba en ella bien aspectos novedosos (la intervención extranjera del lado de los dos bandos), bien aspectos típicos de la tradición anterior (los carlistas de un lado, los anarquistas del otro). El estallido de la guerra encajaba en el marco tradicional: un pronunciamiento militar contra un gobierno. Pero si en el siglo XIX el pueblo había permanecido pasivo, la novedad ahora era su involucración. Por lo menos de una parte del pueblo, porque en la lacerada España del momento, la polarización y la división solo afectaban a una parte de la población, mientras que el grueso era víctima. Los intelectuales españoles que estaban en París, verdaderos demócratas, no estaban ni con Franco ni con Largo Caballero. Como los intelectuales rusos que dieciocho años antes no se habían puesto del lado de Lenin, ni de Koltchak. Es decir, ni del sangriento comunismo de Lenin, ni de los generales blancos. Eran principalmente extranjeros los que ahora luchaban en España y el terror unía a los dos bandos. El español que no estaba ni con Franco ni con Largo Caballero adoptaba una posición moral, no política. Pero el político de verdad no podía limitarse a dos negaciones, tenía que elegir. No entre dos violencias, sino entre dos perspectivas. La victoria de Franco no habría conducido a un régimen como el de Primo de Rivera, sino a la continuación del terror. ¿La victoria en Madrid habría provocado el terror rojo de bolcheviques y anarquistas? Según el autor, la victoria del Gobierno no habría conducido a la estabilización del régimen existente, porque los comunistas y los anarquistas se habrían impuesto en la tormenta producida por la Guerra Civil, pero una vez terminado el conflicto, el pueblo español no habría tolerado la continuación del régimen de terror. Entonces habría producido una segunda guerra civil que habría borrado a los extremistas y restaurado lentamente el orden y la democracia. La victoria de Franco descartaría claramente la perspectiva de una transición a la democracia; en cambio, la victoria de Madrid abriría la posibilidad de la vuelta del orden. La conclusión era que una victoria de Franco habría sido un peligro para Francia, una victoria para Alemania y una dictadura para España, mientras que una victoria de Madrid habría traído nuevas convulsiones, una nueva guerra civil, pero también la posibilidad de un retorno al orden, la libertad y la independencia a nivel internacional. Había que elegir, entonces, entre estas dos perspectivas. Según Mirkine-Guetzevitch la no-intervención favorecía la desaparición de Franco, el exterminio de los anarquistas y el advenimiento de la «tercera España». «De esta tercera España, que es la única que asegurará la libertad de su pueblo».15
El artículo era una defensa de la «prudente política de M. Delbos», la única posible según el exiliado. Igual de prudente, pero clara, fue su preferencia por la victoria del bando republicano y su referencia a la mayoría de los españoles como víctimas de la polarización. Hay que destacar dos aspectos. En primer lugar, la confirmación de la identificación de la «tercera España» con la España del futuro, caracterizada por el orden, la libertad y la independencia. Por lo tanto, sigue siendo un deseo en forma de mito. En segundo lugar, la aparición, probablemente por primera vez, de la referencia a la equidistancia de los intelectuales exiliados, que, de esta forma, se introdujo para negar su identificación con la «tercera España».
Con relación al artículo de Mirkine-Guetzevitch, unos meses después, el 12 de mayo, el discurso fue retomado por Niceto Alcalá-Zamora en el periódico de orientación radical L’Ère nouvelle. El depuesto presidente de la Segunda República escribió que esa «tercera España» había existido y podía volver a existir. De hecho, se atribuyó su representación y la definió como democrática, incompatible con una dictadura roja o negra, constitucional y parlamentaria, igualitaria, enamorada de la justicia social, dispuesta a avanzar por este camino con la velocidad conciliable con las fuerzas de la economía nacional, hostil a la lucha de clases, mayoritariamente católica, pero sin partido confesional. Esta «tercera España» había «condenado y desterrado la intolerancia y el fanatismo de la reacción». Siendo la más razonable era la más débil; sin embargo, desde abril de 1931 se había hecho con la dirección del país, siendo posteriormente aplastada en las elecciones constituyentes y luego también en las Cortes ordinarias debido a una ley electoral injusta. Debilitada en los meses siguientes en su ala derecha por la deserción de los componentes burgueses y rurales, atemorizados por los excesos de la izquierda, y en su ala izquierda por la atracción ejercida, especialmente sobre los intelectuales, por el poder, la «tercera España» había sido derrotada con la Guerra Civil y tuvo que someterse en ambas retaguardias a las voluntades e incluso a los odios de quienes ejercían el poder en ellas.16
Es difícil no ver en el artículo la proyección de las posiciones de Alcalá-Zamora, según las cuales la «tercera España» era la del republicanismo moderado, católico-democrático y parlamentario, derrotado ya en los primeros meses de la República y luego ahogado definitivamente por la Guerra Civil, al tiempo que la referencia a un espacio mayoritariamente católico y a la vez democrático parece inverosímil.
De este modo, en comparación con su utilización en los dos discursos anteriores, el sintagma estaba cargado de un contenido político más definido. La «tercera España» ya no representaba a esa mayoría de la población que tendía a ser pasiva y permanecía ajena a las facciones enfrentadas, sino que se convertía en la metáfora de un centro político que había expresado una clase dirigente portadora de un programa democrático y reformista preciso. Si se examina más de cerca, la realidad histórica había sido parcialmente diferente. El escaso apoyo obtenido por Alcalá-Zamora, por su partido y por el resto de formaciones del área centrista reflejaba el carácter aún minoritario de estas posiciones, que el presidente se había propuesto ampliar y consolidar desde arriba, promoviendo desde la cúpula del Estado una fuerza política centrista capaz de gobernar el país. Si su intención de transformar la orientación supuestamente mayoritaria, moderada y centrista presente en la sociedad en un partido político centrista fracasó, se debió a diferentes factores: la ausencia de una tradición política centrista y el sólido posicionamiento de la derecha en el mundo católico español, las expectativas de palingenesia social con las que el advenimiento de la República había sido recibido por las grandes masas populares y las limitaciones de los hombres, pervivencia y expresión de una clase política de tiempos pasados, tan poco escrupulosa en las maniobras político-parlamentarias como poco apta para operar en el nuevo marco de la sociedad y de los partidos de masas. Sin embargo, el expresidente de la Segunda República no retomó el sintagma en escritos posteriores, al menos de forma explícita. No lo hizo en la obra redactada entre los primeros meses de 1937 y finales de 1939, con algunos retoques posteriores,17 ni en las memorias, perdidas y reescritas,18 en las que el proyecto político tiende a eclipsarse para dar paso a la narración de acontecimientos políticos personales. Tampoco lo hizo en los diarios, publicados recientemente.19
A finales de abril de 1937, apenas unos días después de los sucesos de Barcelona, y por lo tanto casi al mismo tiempo que el expresidente de la República española daba forma al artículo que acabamos de mencionar, en un contexto completamente diferente, su sucesor, Manuel Azaña, confiaba a los amargos y desconsolados diálogos de La velada en Benicarló20 unas pinceladas de un signo completamente distinto.
En palabras de Eliseo Morales, personaje que, según los críticos, habría representado las posiciones de Azaña junto con Garcés, es evidente la referencia a quienes, habiendo salido del país, pueden cumplir una función útil: «Hay quienes piensan y escriben que, en su huida disfrazada, prestan servicios de gran valor». A esto le sigue el comentario despectivo del abogado Claudio Marón, detrás del cual se escondería Ossorio y Gallardo:
He oído eso. El sentido común y el buen gusto están mal repartidos. El deseo de agradar siempre, al que nos lleva el afán de popularidad, nos obliga a inventar argumentos para los crédulos. Héroes, a su manera, los que prefieren morir de hambre a tener miedo. Quizá tengan razón, porque el hambre hace sufrir a la gente y el miedo la vuelve loca. El hambre puede incitar al crimen, el miedo puede incitar a la bajeza. Lo peor es pasar hambre después de ceder al miedo. No me importa.
Tan despectivo que Morales respondió: «No juzgamos con tanta dureza. Mirando fuera del tiempo presente, estos hombres, alejados de estos horribles acontecimientos, serán una reserva para el día de la paz».
En este punto interviene Lluch, que cuenta que conoció en París, adonde había sido enviado en nombre del Gobierno republicano para comprar material sanitario, a un «pez gordo de la política catalana, un emigrante de la primera época» que revelaría el proyecto que acaban de insinuar Morales y Marón:
En España dos alineamientos feroces intentan destruirse mutuamente. Ninguno puede dominar al otro. Cuando se reconozca así y la guerra haya terminado, los que se mantengan al margen y culpen a los dos bandos serán los encargados de gobernar el país. No oculto mi horror por muchas cosas que están pasando, aquí y allá.
El juicio de Lluch también es claro en este caso, al concluir: «Al escuchar estas vanidades, siento que me penetra el espíritu intransigente del miliciano». Marón añade que ya hay cuatro Españas, siendo la cuarta la de los exiliados españoles pasivos, resignados y silenciosos (aunque no todos). Esta es, al menos, la interpretación más razonable del siguiente pasaje:
Se había formado una tercera España en París, con los planes que escuchó de su amigo en Barcelona. Pero ha surgido la cuarta España, con soluciones mucho mejores. Ahora solo queda entrar en guerra civil, dentro de París, como los dos primeros de la Península. En realidad, todos los miembros pasivos del Comité de No Intervención no tienen suerte. Si la guerra hubiera terminado en septiembre con la destrucción de la República, seguirían estando manchados, pero cómodos. ¡Ya ves, todo estaba perdido! ¿Qué habríamos hecho allí? Prolongar la guerra de forma indecisa debe disgustarles aunque no quieran, porque les deja en una mala posición sin excusa. Aunque sean silenciosos (no todos lo son), su sola presencia duele. Y cuando hablan… lo más inocente es justificarse arbitrando planes políticos para gente superior y fina.
El pinchazo final viene de la mano del socialista Pastrana, probable alter ego de Prieto, que alude a Salvador de Madariaga cuando observa:
Que estén bien, que sean superiores a nosotros, verdaderos cafres que aguantamos los bombardeos, se les nota cuando por accidente vienen a España. Uno estuvo en Valencia durante cuatro días. Muy enfadado porque el gobierno no se apresuró a publicar su obra en Rescesvinto…21 ¡Ya ves, Rescesvinto! Me habló del Foreign [sic] Office, del Quai d’Orsay, del Gentlemens’ agreement, del Pacto, de la seguridad colectiva, del consentimiento de los campesinos asirios, de la Conferencia de los Nueve, del Comité de los Veintitrés… Para defenderse de un reproche que nunca había pensado en hacerle, hizo una lánguida distinción. Leí en sus ojos una cierta protección distante y compasiva. Esa noche sufrimos un bombardeo aéreo. Mucho ruido. Algunas muertes. El hombre vino a mi casa a pedirle permiso a Prieto para irse en el primer avión. No lo abofeteé. Cruzó los Pirineos. Mi risa lo acompañó.22
1.3 UNOS TESTIGOS PIONEROS
Desde los años de la Guerra Civil, algunos exiliados republicanos publicaron volúmenes en los que se reconstruían los acontecimientos del pasado cercano de España, alejados de la retórica y la propaganda de los dos bandos que se enfrentaban militarmente. Desde el primer exilio, algunos exiliados dieron testimonio público de su desencanto y su desorientación. En algunos casos con serenidad de juicio (o aspirando a ella), en otros no logrando disimular resentimientos y recriminaciones. Algunos autores de estos primeros ensayos serían incluidos posteriormente en la «tercera España». Entre ellos, Alfredo Mendizábal fue sin duda el protagonista español más activo a favor de una paz mediadora y de la reconciliación. Republicano y católico-demócrata, catedrático de Derecho Internacional en la Universidad de Oviedo, colaborador de Cruz y Raya y activo en la Union catholique d’études internationales, también conocida como Unión de Fribourg, de cuya sección española había sido uno de los fundadores, el estallido de la Guerra Civil le pilló en la ciudad portuaria de Amberes, en Bélgica. De allí se trasladó en París, donde permaneció hasta 1941, cuando emigró a Estados Unidos, manteniendo siempre relaciones con el exilio antifranquista.
En su volumen Aux origines d’une tragédie, publicado en 1937 con prólogo de Jacques Maritain,23 Mendizábal relató lo que había visto y contado en los artículos que había publicado previamente en diversas revistas católicas internacionales. Propuso una periodización que termina con el punto de inflexión que supuso el golpe de estado de Primo de Rivera, que gran parte de la historiografía posterior abandonaría, prefiriendo tomar como punto de partida el advenimiento de la República, sus reformas y las consiguientes tensiones sociales y políticas. Para Mendizábal, sin embargo, fue 1923 el que trajo «en germen el año 1931».24 El error capital de la derecha católica en las elecciones municipales de 1931 fue el haber confundido la causa de la Monarquía con la de la Iglesia25