Historias de Navidad - VV. AA. - E-Book

Historias de Navidad E-Book

VV. AA.

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Beschreibung

¿Qué te sugiere la palabra Navidad? ¿Reencuentros, nostalgia, ilusión, tradiciones? Con esta palabra como punto de partida cada uno de los dieciocho autores participantes en este proyecto ha elaborado un relato en el que ha impreso su sello personal. Distintos estilos, géneros, épocas y lugares conviven en esta antología en la que, además de los temas clásicos, encontrarás secretos, humor, terror, magia…

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Primera edición: septiembre 2022Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.comComposición de la cubierta: Mariona SánchezMaquetación: Patricia EscolarCorrección: Ana BrizRevisión: Míriam Villares

© 2022 Libros.com© 2022 [email protected]

ISBN-e: 978-84-19174-38-3

VV. AA.

ÍNDICE

I. El pasado, la historia, la guerra

I. Noche de paz,

Clara Bahillo

II. La magia de la Navidad tiene forma de balón,

Iván del Dedo

III. Las últimas saturnales,

Jaime Cenalmor

IV. Un señor turco de mediana edad,

Guillermo Escribano

II. La pobreza

I. Lo que le ocurrió a Tim Culpepper la noche de Navidad,

Carolina Jiménez Conejero

II. Las Navidades de Jacinto,

David Sánchez

III. Desde algún lugar de África,

Juan José Robles

III. Los secretos, las relaciones, la familia

I. Un accidente y un nuevo sol,

Anastasia Sopale

II. Presa de su arte,

Celia G. Mendieta

III. El amor invisible,

David Coneri

IV. Nochebuena en el pueblo,

Miquel Quetglas Tarancón

IV. Santa Claus

I. La chimenea verde,

Antonio Otero

II. La magia olvidada,

José Romero

III. No importa el lugar,

Lucía Favre

IV. Una Navidad del revés,

Patricia Zamorano

V. El Terror

I. El misterio de Whitelake,

Rebeca Martín Diosdado

II. La nostalgia,

Roberto Bastida

III. Le nuvó pagfam,

Mikel Manso

Biografías

Mecenas

Noche de paz

Clara Bahillo

Como colofón a los conflictos que trajeron consigo la Segunda Revolución Industrial, las mejoras armamentísticas, el neoimperialismo y, por ende, el colonialismo europeo, el movimiento estudiantil revolucionario Joven Bosnia, oriundo de la Provincia imperial de Bosnia y Herzegovina, el 28 de junio de 1914 perpetró un atentado en la ciudad de Sarajevo que acabó con la vida del archiduque Francisco Fernando de Austria —heredero de la Corona del Imperio austrohúngaro— y de su esposa, la duquesa Sofía Chotek.

Aquella transgresión se convirtió en el desencadenante directo de la llamada entonces Guerra Europea o Gran Guerra, expresiones que han caído ya en desuso. Hoy en día, a esta confrontación bélica la conocemos todos como Primera Guerra Mundial. Y no, no es esa en la que combatieron los nazis y se usaron armas nucleares, aunque, curiosamente, este primer gran conflicto internacional fue una de las causas mediatas del segundo, pero esa es otra historia.

Tanto el Imperio austrohúngaro como el Reino de Serbia, que fueron las dos partes relacionadas con el magnicidio en Sarajevo incluso antes de que este se cometiera, ya presumían de lazos y alianzas por todo el viejo continente. Tal y como comentaba al inicio de estas líneas, a raíz del atentado la situación en Europa se tensó de tal modo que poco después, en apenas unas semanas, estalló la guerra.

Sin entrar demasiado en materia, y solo para refrescar conocimientos, os diré que las dos facciones beligerantes fueron las llamadas Triple Alianza y Triple Entente, ambas secundadas por otros países que no voy a mencionar para no convertir la narración en una clase de historia. Eso sí, como curiosidad, sí que me gustaría comentaros que hubo por ahí algún que otro apoyo de esos que pasó de auxiliar y formar parte de una coalición para, en el transcurso de la contienda, romper esa alianza y terminar ofreciendo su ayuda al bando contrario, aunque esa es también otra historia.

Con las distintas declaraciones de guerra llevadas a cabo por unos y otros, comenzaron los primeros ataques y agresiones en suelo enemigo, y también defendiendo el propio a lo largo y ancho del continente. Fueron muchos los que, en esos primeros momentos, consideraron que aquello terminaría pronto; todos ellos se veían fuertes y capaces de aplastar a sus adversarios si seguían acumulando victorias. Es más, existen documentos gráficos en los que aparecen vagones de trenes garabateados cuyas inscripciones servían para envalentonar a los suyos jactándose de un triunfo temprano a la par que se usaban para menospreciar a sus contrarios. Por ejemplo, en los trenes de mercancías alemanes solía leerse «Ausflug nach Paris» (De viaje a París), como si la marcha hacia la capital gala fuese sencillamente un periplo de placer o unas vacaciones, y no una travesía hacia un lugar donde los combatientes podrían encontrar la muerte a manos del enemigo.
Por muy alto que estuviera el ánimo de los contendientes al inicio del conflicto, los días iban transcurriendo lentamente para todos ellos, convirtiéndose en semanas. La guerra no parecía tener ese apresurado final que unos y otros vaticinaban con tanto ahínco al comienzo de la contienda.

Los líderes militares replanteaban una y otra vez tácticas y estrategias con el propósito de concluir de una vez por todas los enfrentamientos. Sin embargo, pese a sus esfuerzos en la planificación y el denuedo de los soldados, las líneas cambiaban su posición apenas unos metros. Todo era inútil, como si el universo estuviera empeñado en que las semanas continuaran acumulándose en el calendario. Y entonces llegó el invierno.

En las filas germanas, los ánimos no eran los mismos que cuando borroneaban trenes y cantaban alegremente durante el trayecto. Por entonces, el aire que se respiraba en las trincheras había perdido el aroma a victoria; el olor que impregnaba todo era el de la muerte. En ocasiones, la incertidumbre, el derrotismo y la baja moral terminaban por contagiar a muchos combatientes. Con la Navidad al caer, eran cada vez más los soldados que se preguntaban cuánto tiempo más estarían lejos de sus hogares.

Precisamente, aprovechando las fechas en las que se encontraban, el káiser Guillermo II, con el propósito de alentar a las tropas que combatían bajo los distintos estandartes que conformaban el Imperio alemán, envió un singular cargamento a los frentes en los que los suyos batallaban. Decenas de tabletas de chocolate, salchichas y cartones de tabaco rebosaban de las enormes cajas de madera que apenas unos días atrás habían sido usadas para proveer a los contendientes de armas y munición con las que acabar con sus adversarios.

Las huestes, entusiasmadas, recibieron los obsequios con regocijo, olvidando aquellos primeros instantes lo lejos que se encontraban de casa y de los suyos; los presentes habían cumplido su propósito. Con todo, subir el ánimo no fue la única consecuencia que tuvo en los soldados ese inesperado regalo: a las trincheras también llegó el silencio.

Parapetados al otro lado del campo de batalla, sus enemigos comenzaron a mostrarse nerviosos tras el cese de disparos. No entendían nada, se sentían confundidos. ¿Qué ocurría? ¿Acaso se trataba de una inminente emboscada? Estaban desconcertados y asustados a partes iguales. Por ese motivo, debían estar más alerta que nunca para poder hacer frente a un asalto que podría darse en cualquier momento. Estaban convencidos de ello. Al agudizar sus sentidos, algo los dejó atónitos. Lo que comenzó como un tenue susurro fue intensificándose. La mayoría de ellos desconocía el idioma y, por tanto, no eran capaces de distinguir lo que se oía a lo lejos. Sin embargo, a medida que el volumen se acrecentaba, conocer la lengua carecía de importancia porque todos ellos reconocían la melodía: lo que escuchaban era al ejército rival canturrear canciones navideñas.

Aún dentro de sus fosos, les resultaba difícil no estremecerse y llegar a emocionarse. Villancico tras villancico, escuchaban cómo cada vez se iban uniendo más y más voces entre las filas enemigas. Hay quienes tímidamente se fueron sumando a ellos para terminar vociferando también; qué más daba el idioma en esos momentos. En apenas unos minutos habían pasado de escuchar el silbido de las balas y explosiones al silencio más absoluto para continuar con los cánticos desafinados de sus adversarios y los suyos propios; quién sabe, puede que incluso aplausos. Seguro que también los hubo.

A través de sus prismáticos, observaban además cómo habían decorado las barricadas con velas e incluso árboles de Navidad que el káiser había incluido también en el cargamento enviado. Eso los hacía aún más visibles. Entonces, ¿por qué exponerse tanto en pleno conflicto? Esa pregunta dejó de importar en el momento en que, con la primera luz del día de Navidad, soldados de ambos bandos optaron por abandonar sus pozos y barricadas para pasear «entre las líneas»1 y confraternizar con el enemigo.

El poder pisar ese terreno con tranquilidad sin exponerse a recibir un disparo era algo insólito, inconcebible para muchos. Sin embargo, aún más inaudito resultó el compartir dulces, tabaco, alcohol y, cómo no, el intercambio de abrazos y apretones de manos.

Combatientes de ambos bandos apartaron aquel día su enemistad para unirse en una celebración. Hechos como estos o muy similares se repitieron a lo largo del frente occidental, y hay quienes aseguran que escenas semejantes se vieron también en el oriental.

El frío y el agotamiento de la contienda dio paso a las risas y también a abandonar, aunque fuera por unos instantes, las diferencias y el odio que los habían llevado a combatir contra aquellos con quienes intercambiaban en esos momentos obsequios, comidas e incluso insignias. Aquello sí que fue un auténtico milagro de Navidad.

Esta mágica y conmovedora historia no volvió a repetirse, ni en esa guerra ni tampoco en todas las que la han seguido, no al menos del modo en que lo hizo en esa ocasión.

La conocida como Tregua de Navidad estuvo a punto de no llegar hasta nuestros días. Políticos y altos mandos del ejército a ambos lados de las trincheras hicieron lo posible para que el mundo no supiera lo ocurrido. Se destruyeron cartas, fotografías y negativos que daban fe de un hecho sorprendente y único en el marco de una guerra. Una guerra en la que, recordemos, perdieron la vida más de quince millones personas, y a las que hay que sumar otros seis millones que fallecieron por el hambre y las enfermedades que la propia contienda trajo consigo. Y no nos olvidemos de todas las que resultaron heridas.

Aquel día de 1914, puede decirse que la Navidad ganó la guerra. Los únicos enfrentamientos que tuvieron lugar fueron improvisados partidos de fútbol entre las líneas. Aunque llegados a este punto, como imaginaréis, esa también es otra historia.

1 En la actualidad, se utiliza la expresión «tierra de nadie».

La magia de la Navidad tiene forma de balón

Iván del Dedo

Dejemos volar nuestros cuerpos, porque vamos a iniciar un viaje histórico que no dejará indiferente a nadie y del que podremos sacar varias conclusiones y aprender de cara al futuro, igual que lo hicieron las personas allí presentes.

En concreto, quiero que cerréis los ojos y os trasladéis a 1914. Nos situaremos en Ypres, una ciudad localizada en el noroeste de Bélgica, en la región de Westhoek, que en la actualidad es la cuarta ciudad más grande de Flandes occidental. Si, además de cerrar los ojos, abrís vuestras fosas nasales, podréis intuir el olor a pólvora característico de un conflicto bélico y, más específicamente, de la Primera Guerra Mundial, que afrontaba el final de su primer año. Aún quedaba mucho dolor por delante.

El día exacto al que tenemos que regresar, que no lo hemos marcado aún, es el 24 de diciembre. ¿Estáis dispuestos a pasar la Nochebuena en tierras belgas?

Antes de entrar de lleno a un acontecimiento que os sorprenderá, os parecerá tierno por momentos y os horrorizará en otros, hay que advertir que en estas líneas se mezclan gran parte de realidad y toques de ficción que nos harán comprender mejor lo acontecido.

Para poder arrancar, os voy a pedir por último que también abráis al máximo vuestros oídos. Lo primero, para escuchar las conversaciones que hubo en Ypres. Y lo segundo, porque en una guerra siempre hay que estar alerta. Nunca sabes por dónde puede venir la próxima bala o la enésima traición.

—Dispare de una vez, soldado. No podemos esperar más. Tenemos órdenes de arriba.

—Deme un momento, capitán. Necesito concentrarme. Este momento puede marcar la historia.

—Le he dicho que dispare, olvide todo lo que está pensando y haga lo que le digo.

—De acuerdo, capitán. Apunto y disparo.

Pero, para llegar a ese punto, hay un largo recorrido que nos hemos saltado y que es imprescindible para comprender lo que está sucediendo en Ypres.

Durante la Primera Guerra Mundial y, como hemos visto, en las Navidades del primer año de la confrontación, alemanes por un lado e ingleses por otro, dieron una lección de tolerancia y reconciliación. Algo verdaderamente insólito en un conflicto bélico, que nunca volvió a ocurrir ni se repetirá en el caso de que siga habiendo guerras en el futuro.

Ambos bandos, como estabais pudiendo ver, decidieron darse una tregua en la noche del 24 al 25 de diciembre para disputar un partido de fútbol en medio de lo que se llamó «tierra de nadie». Un espacio entre las trincheras. Un lugar que en las últimas semanas solo estaba acogiendo tristeza y muerte, con decenas de cuerpos sin vida desperdigados.

En cambio, durante la Nochebuena de 1914, la desgracia dio paso a la magia y el sonido de los disparos precedió a la euforia y el éxtasis que salían de los laterales de un terreno de juego inventado sobre la marcha. Hatillos y armamentos sirvieron como líneas para determinar los límites del campo, mientras que las porterías se construyeron en menos de una hora con troncos de árboles que hasta el día anterior habían servido como escondite para adentrarse en las líneas enemigas, construcción en la que colaboraron efectivos de ambos bandos.

Ese fue el resultado de una acción del bando alemán que dio inicio a esta tregua. Los germanos, en mitad de la batalla, decidieron decorar sus trincheras con luces y cantar Noche de paz, haciendo un llamamiento a sus enemigos a tener un alto en el camino y disfrutar esa noche. ¿Os suena extraño? Lo es. Es difícil comprender cómo en plena guerra uno de los bandos propone una tregua para disputar un encuentro de fútbol. Aunque, siendo sinceros, en ese invierno de 1914, ninguno de los presentes era consciente del calado que tendría esa contienda y la duración de esta.

Los británicos, ante las notas procedentes del otro bando, decidieron replicar y dejar sus fusiles, uniéndose a las notas de música que inundaron el ambiente y disiparon el sonido de las balas.

El balón apareció casi por arte de magia, una obra divina encarnada en el soldado escocés al servicio del ejército británico, Tom Palmer. Este chico, al salir de su ciudad natal, Glasgow —posteriormente una ciudad importante futbolísticamente hablando—, había metido en su hatillo un balón.

—¿Pero cómo trae usted un balón entre sus pertenencias, soldado Palmer?

—Es el único que no me ha fallado nunca. No creo que haya un elemento más poderoso que este, capaz de haber parado esta guerra y unir a rivales.

—Por esta noche y mañana pase, soldado, pero el día 26 reúnase conmigo al alba.

El partido de fútbol transcurrió como otro cualquiera entre dos grandes potencias. Jugadas hilvanadas por parte del bando germano y transiciones vertiginosas de los ingleses, que intentaron imponer su poderío físico frente al fútbol de toque alemán. Si volvéis a cerrar los ojos y a imaginaros la situación, podréis ver a Palmer corriendo por la banda y centrando el balón hacia Michael Owen, que con un cabezazo potente puso el 0-1 inicial.

Los alemanes no se quedaron atrás y lograron empatar el duelo y remontar, poniéndose 2-1 con doblete de Müller. Llegados al descanso había más tiranteces de las que se pueden permitir en una guerra, pero no fueron a más gracias a los capitanes de ambos bandos, que mediaron y pidieron paz y fútbol. En la segunda mitad David empató el duelo para los ingleses. Bueno, duelo no, partido, que la palabra duelo puede acrecentar la tensión.

Y con este panorama y el 2-2 con el que se desarrollaba el partido, os pido que agudicéis todos los sentidos e intentéis situaros en las bandas del terreno de juego como si fuerais espectadores que asisten a un encuentro único. Era el último minuto y Gerd cayó dentro del área de peligro alemana derribado por un defensor inglés. Penalti. El bando germano iba a tener la oportunidad de vencer en el último minuto con una pena máxima.

¿Os acordáis de la conversación del inicio? Quizá ahora entendáis mejor el contexto:

—Dispare de una vez, soldado. No podemos esperar más. Tenemos órdenes de arriba.

—Deme un momento, capitán. Necesito concentrarme. Este momento puede marcar la historia.

—Le he dicho que dispare, olvide todo lo que está pensando y haga lo que le digo.

—De acuerdo, capitán. Apunto y disparo.

Desde los costados solo un grito: «Gooool». Müller marcó desde el punto de penalti el tanto definitivo que dio la victoria a Alemania por 3-2.

De hecho, hay documentos que atestiguan que ese fue el resultado del partido. Un choque que sacó de su trinchera a ambos bandos para jugar un encuentro de fútbol que les hizo olvidar por unas horas los motivos por los que llegaron a ese lugar.

Y así fue como terminó la tregua de Navidad de la Primera Guerra Mundial. Unas horas en las que no importaba el bando, no importaban las escopetas que rodeaban el campo y no importaba la guerra. Solo importaba una cosa, el balón. Lejos de casa y de sus familias, convirtieron en amigos a sus contrincantes para jugar al fútbol.

A pesar del descontento de ambos mandos y de la creciente tensión entre ellos a causa de esta tregua sin consentimiento, en el campo de batalla siguieron los villancicos y, posteriormente, encuentros de soldados para intercambiar regalos. Sobre todo, alcohol, cigarrillos y comida. El alto el fuego no oficial continuó también el día 25 de diciembre de 1914, en el que los dos bandos pudieron recuperar los soldados muertos en jornadas anteriores y realizar funerales conjuntos. En algunos lugares a los que se expandió esta tregua incluso duró hasta mediados de enero de 1915, y se replicaron más partidos en otros lugares, aunque ninguno sin el calado que tuvo el encuentro de Nochebuena.

En la Navidad de 1915, algún integrante del bando inglés intentó repetir lo acontecido el año anterior, pero los alemanes tenían directrices claras de no repetir semejante encuentro y disparar a todo el que propusiera otra tregua. Tanto fue así que Palmer volvió a sacar el balón y se internó en las líneas enemigas, donde se encontró a Müller y le ofreció la revancha. Pero el alemán le arrebató el esférico, le colocó frente al paredón de fusilamiento y le concedió unas últimas palabras que Palmer aprovechó para pronunciar una frase que pasó a la historia:

—No dispares al balón.

Un hito que no solo fue importante por lo que significó a nivel futbolístico, sino que, además, sirvió para aprender que hasta en los momentos de más tensión se puede encontrar la paz y la amistad. Unos valores que en 2014, en el primer centenario de este acontecimiento histórico, la UEFA —máximo organismo del fútbol europeo— decidió homenajear organizando un acto muy emotivo y perpetuar el recuerdo con una escultura en Ypres, la ciudad belga que acogió el partido.

Un partido que no deberíamos olvidar y tener muy presente en momentos de tensión, recordando que la magia de la Navidad todo lo puede.

Las últimas saturnales

Jaime Cenalmor

Cayo, el anciano magister, pese a su avanzada edad, se dirigía al foro de Complutum al paso vivo y animoso que acostumbraba, seguido de cerca por su fiel esclavo Fotion que portaba la silla plegable y la bolsa con los libros y útiles que necesitaría para las clases del día.

Pese a lo temprano de la hora, la ciudad se desperezaba y empezaba a hervir de actividad, los comerciantes que abrían sus negocios, los esclavos y trabajadores que comenzaban sus quehaceres, todos saludaban a la pareja a su paso, y para todos tenía Cayo una sonrisa y una palabra amable. En aquella ciudad, la figura togada del maestro seguida de su esclavo camino de sus clases era tan familiar, ineludible y bienvenida como el amanecer.

Cuando llegaron a su discreto pero cómodo local del foro, Cayo se sentó en la silla que desplegó Fotion mientras esperaba en paciente silencio que los alumnos, más alborotados de lo habitual en el último día de clase antes de las vacaciones invernales, hicieran lo mismo frente a él; unos directamente en esterillas y cojines en el suelo y otros, los más pudientes, en asientos que sus pedagogos portaban para ellos. Esa era la única distinción de rango visible en las clases; por lo demás, niños y niñas, ricos y pobres, todos recibían del maestro igual trato, cariño y atención.

Transcurría la mañana cuando una algarabía distrajo la atención de todos, un emisario imperial se dirigía con su escolta y acompañado por las autoridades municipales, los duunviros, los ediles y el obispo, a la escalinata de la basílica que presidía el foro.

Cayo dirigió una mirada a sus alumnos, más pendientes de lo que ocurría en la plaza que de su maestro: «Bueno, niños, creo que terminamos la clase por hoy, vayamos a ver qué nuevas llegan», y aunque sonreía al ver a los chiquillos correr alborozados hacia la basílica, la mirada que intercambió con Fotion fue de preocupación, ambos sabían por experiencia que ninguna de las noticias que llegaban del Imperio desde tiempos de Constantino había sido buena. No se equivocaban:

Los emperadores Teodosio, Arcadio y Honorio Augustos —comenzó a leer el emisario con potente voz—: Que ninguna persona, cualquiera sea su origen social o el orden a que pertenezca o su dignidad, bien esté en el ejercicio de algún cargo o lo haya ejercido antes, bien sea noble de nacimiento o humilde por su origen, condición social o fortunas, ofrezca en sacrificio en ningún lugar ni en ninguna ciudad una víctima inocente a imágenes carentes de sentido, ni venere, en expiación secreta, a su lar con fuego, a su genio con vino, a sus penates con incienso, ni les encienda luces, ni les ofrezca incienso ni les cuelgue guirnaldas.

Ahogadas exclamaciones surgían de la multitud; aunque en sucesivos edictos promulgados durante los años anteriores se había perseguido la celebración de los cultos tradicionales públicos, nunca se habían atrevido a prohibir aquellos que se celebraban en la intimidad de los hogares.

El edicto continuaba reiterando la prohibición de la adoración a ningún dios que no fuera el cristiano en ningún lugar y circunstancia. Además, esta nueva ley incorporaba severos castigos y elevadas penas y multas no solo a los infractores, sino también a las autoridades que no las persiguieran o hicieran la vista gorda.