Hitler y los alemanes - Eric Voegelin - E-Book

Hitler y los alemanes E-Book

Eric Voegelin

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Beschreibung

Hannah Arendt escribió en «Los orígenes del totalitarismo» que Eric Voegelin es autor del mejor relato existente del pensamiento racial. Voegelin, a su vez, elogió en estas conferencias sobre «Hitler y los alemanes» el ensayo de Arendt «Eichmann en Jerusalén». A ambos pensadores les une el afán de comprender las causas últimas del nacionalsocialismo y la idea de que el régimen nazi no habría triunfado ni se hubiera podido sostener sin la colaboración de muchos alemanes de a pie, o si estos hubieran resistido al nazismo. Cuando en 1964, de regreso en Alemania tras su exilio en Estados Unidos, Voegelin decide abordar públicamente estas cuestiones, la opinión dominante consideraba que las culpas habían sido expiadas con la derrota y la ocupación. Ante la tibieza de las autoridades hacia los partidarios confesos del nazismo, muchos preferían el olvido. Frente a esta situación de degradación moral, Voegelin no solo se opuso a la posibilidad de superar el pasado, sino que denunció la sutil y persistente complicidad de sus contemporáneos con el nacionalsocialismo. Aparte de sus agudos análisis sobre el «descenso al abismo» de las Iglesias o de la judicatura durante el nazismo, estas conferencias constituyen una especie de terapia. Voegelin aplica nociones centrales de su pensamiento sobre el gnosticismo occidental, el «analfabetismo espiritual» o el orden de una comunidad humana abierta a la trascendencia. Por su tono y su contenido, sus intervenciones recuerdan a las famosas conferencias sobre el político y el científico de Max Weber, a cuya grandeza rinden homenaje.

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Hitler y los alemanes

Hitler y los alemanes

Eric Voegelin

Edición deJosé María Carabante

 

 

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Ciencias Sociales

 

 

 

Título original: Hitler and the Germans

© Editorial Trotta, S.A., 2024

http://www.trotta.es

© The Curators of the University of MissouriUniversity of Missouri Press, Columbia, 1999

All rights reserved

© José María Carabante,introducción, traducción y notas, 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-1364-250-5 (edición digital e-pub)

CONTENIDO

Introducción. El espíritu en tiempos de tinieblas: José María Carabante Muntada

HITLER Y LOS ALEMANES

Primera ParteDESCENSO AL ABISMO

1.  Introducción

2.  El desarrollo de herramientas de diagnóstico

3.  Descenso al abismo académico en «Anatomía de un dictador» de Schramm

4.  Descenso al abismo eclesiástico: la Iglesia evangélica

5.  Descenso al abismo eclesiástico: la Iglesia católica

6.  Descenso al abismo legal

Segunda ParteHACIA LA RESTAURACIÓN DEL ORDEN

7.  Primera y segunda realidad en tiempos de crisis. Edad Antigua, posmedieval y Moderna

8.  La grandeza de Max Weber

Apéndice. La Universidad alemana y el orden de la sociedad. Una reconsideración de la época nacionalsocialista

Índice de nombres

Índice general

Introducción

EL ESPÍRITU EN TIEMPOS DE TINIEBLAS

José María Carabante Muntada

Si se hace una valoración de conjunto de la trayectoria de Eric Voegelin, es fácil percatarse de que no solo buscó en sus obras ajustar cuentas con el nazismo, sino que este constituyó el trasfondo —ciertamente doloroso— que ilumina y da sentido a sus trabajos. Por este motivo, no puede ser casual que en 1964 decidiera abordar el problema de «Hitler y los alemanes» en el curso impartido en la Facultad de Artes de la Ludwig Maximilians Universität de Múnich.

Voegelin había llegado a la capital de Baviera cinco años antes. Tras una larga estancia en Estados Unidos, había decidido finalmente regresar a Europa y aceptar la invitación para ocupar la cátedra vacante desde la muerte de Max Weber, con todo el peso simbólico que tenía el nombramiento. Además de motivos sentimentales, en la vuelta a su Alemania natal había pesado cierto sentido del deber —la voluntad de fecundar con el sano constitucionalismo americano el viejo y devastado continente— y la oportunidad de crear un Instituto de Ciencia Política en el que formar y dirigir a su propio equipo de investigadores. Con décadas y décadas de docencia a sus espaldas, hasta ese momento no había gozado de ayudas ni dispuesto de un marco adecuado en el que formar a potenciales discípulos.

Ciertamente, a juzgar por los testimonios, la ilusión duró poco. Eso no quiere decir que la puesta en marcha del centro de investigación fracasara; al contrario, el trabajo realizado durante esos años bajo su dirección en el Institut für Politische Wissenschaft resultó «un éxito»1. Fue, sin embargo, el ambiente político y cultural que encontró en su país de nacimiento lo que despertó su desencanto. Y justamente «decepción» —a menudo, una decepción rabiosa— es la palabra que mejor describe el ánimo de Voegelin tanto cuando se propuso ofrecer un curso sobre «Hitler y los alemanes» como después, a la luz de la forma en que el público recibió sus reflexiones. En aquel entonces, Hitler y el nazismo se habían convertido en un lugar común, por desgracia, y eran muy pocos los que se negaban a pasar página. Digamos, para que se entienda, que poco a poco se habían esfumado tanto la firmeza de la inmediata posguerra como el sentimiento de deshonra y culpa por un pasado indudablemente vergonzoso. La opinión común insistía en que se habían pagado suficientemente los deslices con la derrota y la ocupación. En este sentido, la Alemania de Adenauer quería mirar hacia delante. No es que se buscaran disculpas, aunque hubo quien trató de justificar lo ocurrido mediante piruetas argumentativas o rastreando antecedentes; se deseaba, sobre todo, olvidar, es decir, alejar la tragedia del nazismo como si se tratara de un mal sueño o una pesadilla; en cualquier caso, un desvarío puntual y pasajero, sin fuerza para mancillar la encumbrada conciencia de la nación. Al menos esa era la sensación que a Voegelin, como a tantos otros, le suscitaba la lectura de las noticias, pues se desayunaba cada mañana con titulares inquietantes que mostraban la tibieza de las autoridades hacia partidarios confesos del nazismo o con la desalmada equidistancia que se establecía aún entre víctimas y verdugos.

Voegelin suscribía la opinión de Jaspers sobre la culpa colectiva; creía, efectivamente, que la responsabilidad es siempre de uno, individual, de manera que cada cual ha de pagar por lo que ha hecho personalmente2. Ni más ni menos. Pero el núcleo de sus lecciones apuntaba a una dimensión más controvertida de la culpa: a saber, dando por sentado que los delitos no se han de atribuir al conjunto, lo cierto es que, por la dinámica de la representación que estructura la vida social, si la acción de quienes representan a una sociedad no respeta la justicia, su injusticia repercute en todos sus integrantes y, por tanto, unos y otros, sean o no culpables, deben afrontar las consecuencias3. Así, para abordar el espinoso asunto, parte del «principio antropológico», que dejó sentado en La nueva ciencia de la política, el ensayo que le catapultó a la fama. De acuerdo con este principio, de raigambre platónica, existen homologías y simetrías, de índole especialmente moral y espiritual, entre los individuos y la polis que conforman. Hasta tal punto es fundamental esta convicción en la filosofía de Voegelin que puede decirse que opera como presupuesto metodológico en ella y es la base para explicar ese «y» tan molesto e hiriente del título de este ensayo, una conjunción que vincula la envilecida condición del Führer con la corrupción generalizada del país que lo votó en las urnas.

¿Superar el pasado o superar el presente?

Aunque, como se ha dicho, la problemática de la representación estuvo muy presente en el curso que impartió en 1964, no es ese el asunto sobre el que propiamente versa, sino el del «pasado no superado», un tema que, desde entonces, lastra el debate en torno a la memoria histórica alemana4. Recordemos que la discusión sobre la posibilidad o no de afrontar lo ocurrido había reemplazado, en la República Federal, a los procesos de desnazificación. El concepto de Vergangenheitsbewältigung no era, en modo alguno, inocente, pues sugería que los alemanes habían alcanzado ya la última etapa de su itinerario expiatorio, como si su lacerante herida estuviera a punto de cicatrizar. ¿No habían sido suficientes las depuraciones y los procesos contra algunos de los jerarcas nacionalsocialistas? ¿No bastaba con las suculentas cantidades de dinero dedicadas a la reparación? ¿Acaso el conocimiento detallado del pasado, las investigaciones, la documentación judicial y el trabajo de los historiadores, entre otras iniciativas, no habían contribuido a cauterizar la herida, poniendo negro sobre blanco todo lo relacionado con la culpa e inoculando en las maltrechas arterias de la sociedad alemana anticuerpos para que la barbarie no volviera nunca a producirse?

La respuesta de Voegelin fue clara y rotunda, pues no se limitaba a negar desde su tribuna la posibilidad de superar el pasado, sino que —con valentía, en un momento en que pocos lo hacían— denunció la connivencia de sus coetáneos con el nazismo y, en especial, la presencia de exdirigentes del Tercer Reich en la cúpula administrativa del nuevo Estado. Para escándalo del público biempensante, avistó inteligentemente la sutil continuidad entre las antiguas simpatías por el nacionalsocialismo y la forma estéril, sin apenas consecuencias, de asumir la culpa por parte de las autoridades. Dicho de otro modo: algunos fenómenos, de los que cumplidamente Voegelin tomaba nota, corroboraban que, más allá de lo que se quisiera dar a entender con la necesidad de arrostrar la carga del pasado, se vivía a todas luces en un presente sin superar5. La prueba más palmaria de ello es el perfil sobre la figura de Hitler que Percy E. Schramm publicó en Der Spiegel y que, como confiesa Voegelin, fue determinante para que decidiera, de forma abrupta, alterar el programa previsto y, en lugar de impartir el curso sobre teoría política, analizar desde un punto de vista crítico el papel de la sociedad alemana en el ascenso del nazismo.

Sus lecciones causaron sensación y, a juzgar por lo que relatan quienes asistieron, atrajeron a estudiantes, profesores y público adulto no universitario6. Ahora bien, es importante tener en cuenta que Voegelin se dirigía conscientemente a los primeros, es decir, a esa generación más joven, nacida después de los horrendos crímenes o sin uso de razón cuando se cometieron. Era este el único grupo durante aquellos años empeñado en aclarar, costara lo que costase, la causa última de lo sucedido. Esos jóvenes deseosos de saber e inconformistas con lo que se les contaba hallaron en Voegelin integridad7, cobijo —alguien dispuesto a todo, menos a soslayar la ignominia o a procurar coartadas—, y un abogado diligente a la hora de defender su derecho a juzgar el pasado en un momento en que sus mayores se lo negaban, por no haber sido testigos presenciales de lo acontecido.

No era la primera vez que nuestro autor mantenía opiniones provocadoras en las aulas muniquesas: años antes, en el primer curso que impartió en Múnich —publicado posteriormente con el título de Ciencia, política y gnosticismo— acusó a Marx y a Comte de ser unos obcecados mentirosos, unos estafadores intelectuales8. Su mirada inculpatoria, igual de tajante, tenía ahora otro foco de atención. Sostenía, así, que Hitler no fue un pintoresco y extemporáneo lunar en la historia alemana, ni siquiera, como se encargaba de difundir cierta historiografía, un líder perverso —luciferino— con pericia para embaucar a ciudadanos irreprochables y conducirlos, primero, al precipicio moral y, después, a la derrota en la guerra. Todo lo contrario: para Voegelin, fue la bajeza y abyección de la sociedad alemana en su conjunto lo que propició que un personaje de índole tan dudosa se convirtiera en el timonel del Estado. Por eso no es a ese personaje al que presta su atención, sino al pueblo alemán. Con la precisión de un cirujano, dedicó las once sesiones de las que constaba el curso a identificar, uno por uno, los colectivos que, con menor o mayor ofuscación, pero idéntica mezquindad, habían aplaudido y acatado la ideología nacionalsocialista. De su disección no se salvó nadie: políticos sin escrúpulos, juristas timoratos, burócratas y militares serviles, académicos y profesores de universidad ruines e incompetentes, así como teólogos de ambas confesiones —protestantes y católicos—, compartían la misma indignidad, decía Voegelin, y habían abdicado de sus deberes humanos.

Esas acusaciones no constituían un juicio sobre el pasado ni tampoco aspiraban a cerrar de un portazo el debate sobre la culpa de una generación extinta o a punto de desaparecer. Lo grave es lo que, al hilo de esto, se entreveía y que Voegelin tuvo arrestos de recordar una y otra vez en sus intervenciones. Y es que el entramado espiritual de la sociedad alemana no se había alterado lo más mínimo, de manera que, en puridad, su temple era desdichadamente idéntico al de quienes, en 1933, aclamaron al Führer.

No es de extrañar que nuestro filósofo corriera la suerte de otros pensadores, también valientes y claros, que sin reparos ni medias tintas se significaron por apuntar con su dedo a los culpables directos de la carnicería, a los egoístas que se arriesgaron solo para salvar lo suyo o los pusilánimes que se amedrentaron cuando lo apremiante era alzar la voz. Piénsese, por ejemplo, en la campaña de desprestigio orquestada contra Arendt tras la publicación de Eichmann en Jerusalén9. En el caso del autor de Hitler y los alemanes, la prensa le acusó tanto de destilar odio contra los alemanes como de sectario y arrogante10. Probablemente las críticas agravaron su descontento y junto a otras razones —la incomprensión de su trabajo por parte de los colegas europeos y la infiltración de un nuevo radicalismo político en los campus de los años sesenta— explican su decisión de dejar definitivamente Europa y volver a Estados Unidos, su patria de adopción.

Voegelin y el nazismo

Por experiencia, Voegelin sabía lo difícil y costoso en términos personales que era mantener la independencia, pensar a contracorriente de las ideologías y, sobre todo, de una opinión pública ferviente y bajo su influjo. De hecho, él mismo se vio obligado a abandonar Viena casi con lo puesto en 1938, apenas unos meses después de producirse la anexión de Austria por parte de Alemania. Sabiendo que Voegelin fue pionero en el estudio del totalitarismo nacionalsocialista, uno de los intelectuales que se percató con mayor antelación de su trasfondo pseudocientífico y pseudorreligioso11, seguramente se leerán las páginas que siguen con otra disposición. Sí, conocía muy bien de lo que hablaba. Basten para atestiguarlo los tres libros que escribió urgido por la necesidad de comprender el perturbado contexto político del periodo de entreguerras y publicados con Hitler ya en el poder: Rasse und Staat [Raza y Estado] (1933), Die Rassenidee in der Geistesgeschichte von Ray bis Carus [La idea de la raza en la historia intelectual de Ray a Carus] (1933) y Las religiones políticas (1938/1939)12. Además de estos trabajos académicos, se esforzó por explicar su punto de vista y el infame alcance del nazismo en publicaciones no especializadas13. Todo ello le granjeó, en primer lugar, la hostilidad de muchos alumnos y compañeros que simpatizaban cada vez más con las infames ideas procedentes de la vecina Alemania y, en segundo término, la desconfianza de las autoridades, de modo que la Gestapo le tuvo desde el primer momento en el punto de mira14.

Aunque son, efectivamente, primeras publicaciones, resultan imprescindibles para hacerse una idea de la importante aportación de Voegelin a la teoría política. Allí aparecen muchos de los motivos que guiarán sus investigaciones posteriores y que irá articulando con el tiempo. Especialmente, se perfila ya su comprensión de los movimientos de masas modernos. También las páginas que siguen están conectadas de modo muy íntimo con las principales intuiciones de Voegelin, de modo que constituyen una excelente introducción al conjunto de su pensamiento. Con su riqueza, interdisciplinariedad y erudición, este se vertebra, sin embargo, sobre unos principios descubiertos muy tempranamente, aunque precisados y revisados una y otra vez. Por ejemplo, en aquellos trabajos incipientes toma forma su crítica al empeño del positivismo naturalista por explicar la heterogeneidad de lo humano con el limitado enfoque de las ciencias empíricas15. Se vislumbra ya su animadversión a las ideologías, en este caso, al empleo fraudulento —racista— de la biología por parte del conde de Gobineau o A. Rosenberg, a los que pretende contrarrestar reivindicando una imagen cabal, no reduccionista, del ser humano.

La profundidad con la que Voegelin desafió al nazismo condujo a ciertos equívocos, pero al cabo del tiempo la suya ha demostrado ser una aproximación acertada porque sin una idónea observación de los síntomas es imposible aliviar y sanar las dolencias. Su resistencia no es partidista; es personal y filosófica. Voegelin es, ante todo, un filósofo convencido de que la lucha contra la perversión, para ser eficaz, demanda alcanzar, a través del ejercicio meditativo de la razón, sus más hondos orígenes, su raíz en la constitución patológica del espíritu16. Lo cual explica que sostenga, en Las religiones políticas, que los colectivismos no se vencen con meros compromisos éticos17 y, en Hitler y los alemanes, que, con el dolor comprensible que suscita, lo importante no es el sufrimiento de las víctimas, sino el talante o disposición espiritual de quienes lo infligieron18.

Con todo, tampoco el curso impartido en 1964 fue la última ocasión en la que sondeó la oscuridad del abismo alemán: un año más tarde, como parte de un ciclo organizado por la Universidad sobre las instituciones de educación superior durante el Tercer Reich, Voegelin volvió de nuevo a reflexionar sobre la desorientación existencial, en este caso la que aquejó a las cátedras universitarias y que fue uno de los factores que determinaron la defenestración de la República de Weimar19. En este caso, se dirige principalmente a los jóvenes, pero con más claridad afea la conducta irresponsable de la generación precedente, la que hizo posible el ascenso de Hitler al poder.

Bajo el título «La Universidad alemana y el orden de la sociedad. Una reconsideración de la época nacional-socialista», nuestro autor precisa el momento en que irrumpe la pneumopatología narcisista, decidiendo así el trágico destino cultural y político de Alemania. El texto, que se incorpora a esta edición como novedad20, repite muchas de las ideas y reflexiones de Hitler y los alemanes, pero sirve para culminarlas, ya que, tras incidir en la actitud del poder judicial y de las Iglesias, faltaba que asumieran su responsabilidad quienes pertenecían al estrato académico.

Tanto en el tono como en el contenido, incluso en las palabras, las intervenciones de Voegelin recuerdan a las famosas conferencias que Max Weber, casi cincuenta años antes, había impartido, en Múnich precisamente, para que políticos y científicos tomaran conciencia de la grave situación en que vivían. Weber se dio cuenta de que, a tenor de las circunstancias, no apuntaba en el horizonte la aurora, sino «una noche polar de una dureza y una oscuridad glacial»21. En esta obra Voegelin constata que las cosas no habían cambiado casi medio siglo después.

Estaría muy equivocado, por tanto, quien viera en estos trabajos sobre el nazismo textos circunstanciales o menores porque son tanto el camino que le conduce al descubrimiento de la experiencia humana central, la de la trascendencia, como la oportunidad de confirmar, en el amplio sentido del verbo, la relevancia individual, social e histórica de aquella. La tarea es ingente porque Voegelin busca afilar antiguos conceptos o reelaborarlos para identificar el mal que aflige a la sociedad alemana. Tampoco es fortuito el hecho de que, coincidiendo con su estancia muniquesa, nuestro autor hubiera alcanzado la plenitud teórica en el momento de abordar esta cuestión tan dolorosa y emprendiera por entonces la redacción de sus obras más significativas. Al igual que Platón, que se vio instigado a pensar sobre el orden a causa de la desintegración de la polis, es la inquietud ante la descomposición de su entorno lo que lleva a Voegelin a percatarse de que la vivencia de la trascendencia constituye al ser humano y es ineludible para su desarrollo. Esa revelación le ofrece la clave hermenéutica necesaria a fin de comprender en toda su envergadura los acontecimientos que le tocó vivir —entre ellos, claro está, el nazismo— como sucedáneos que ocultan o suplantan aquella verdad fundamental.

Experiencia de participación y conversión

La experiencia de la trascendencia: ese es, en opinión de Voegelin, el problema fundamental de la filosofía22. O, para ser más precisos, la forma en que el ser humano experimenta su propio ser y el ser del mundo como derivados de un origen no mundano. Ahí, en esa fuente, es donde se hermanan Atenas y Jerusalén, filosofía y revelación, pues ambas iluminan nuestra condición teomórfica. Aunque cada una a su manera, las dos apuntan a la causa primera, mostrando que «como criaturas, podemos relacionarnos, ya sea desde un punto de vista filosófico, mediante la búsqueda intelectual [...] o, desde la perspectiva pneumática, mediante la escucha atenta de la palabra revelada» con ese principio del que todo dimana23.

La filosofía ha empleado el término «participación» para expresar la compleja realidad en la que transcurre la vida humana. Situada en la intersección entre trascendencia e inmanencia, la existencia individual se tensa y adquiere una profundidad inusitada. También esa constatación dilata necesariamente la dimensión política e histórica. Pero si la remembranza de su incardinación en la trascendencia es la señal de identidad o el elemento constitutivo de lo humano, rebelarse contra ella es posible y conduce inexorablemente a la deshumanización.

Este es el quicio sobre el que se apoya Voegelin para reinterpretar los problemas políticos y culturales como manifestaciones del espíritu y, en su caso, como síntomas o pneumopatologías, fenómenos, al fin y al cabo, de alienación derivados de la respuesta equivocada al problema constitutivo del hombre. O uno se abre al misterio divino del ser, apostando por la senda correcta, o lo soslaya y opta por el fraude. Con este marco, puede defender su famosa tesis acerca del origen gnóstico de la Edad Moderna, una etapa, a sus ojos, caracterizada por el abandono paulatino de la experiencia fontal que termina, previa liquidación de Dios, con la reafirmación de lo humano24. Pero, si se tiene en cuenta que, en su orfandad espiritual, el sujeto está condenado a su propia desnaturalización, esa reafirmación es espuria. De ahí que la muerte de Dios conlleve necesariamente el exterminio del hombre25.

A este respecto, cabría afirmar que Hitler y los alemanes constituye la prueba palpable y concreta de ese proceso más amplio de repudio de la trascendencia en el que Occidente, según Voegelin, se obstina. Es lo que se sigue de todo lo que hasta el momento se ha explicado. Sin apelar a lugares comunes, sin invocar siquiera la excepcionalidad demoniaca del Führer, Voegelin asegura que lo que indudablemente propició el auge del nacionalsocialismo fue la crisis espiritual del pueblo alemán y el rechazo consciente de la fuente del ser. Digamos, pues, que el Tercer Reich fue la última etapa de ese escalofriante viaje que comenzó con el mesianismo de Joaquín de Fiore. Quien lo desee puede revisitar, familiarizándose con el vasto corpus voegeliniano, los hitos que jalonan la postergación de nuestra naturaleza teomórfica y la clausura postrera al orden divino.

Sin embargo, ni este curso ni las conferencias sobre la universidad alemana tienen una finalidad exclusivamente diagnóstica. Más bien —y eso es lo que despierta la esperanza— conforman una suerte de terapia. Efectivamente, Voegelin compensa las sombras de los gnósticos con la luminosidad que irradia de quienes no rehusaron defender su humanidad y la de su prójimo en las circunstancias más adversas, denunciando mediante sus escritos la indignidad del nazismo (como Karl Kraus) y pagando muy caro su compromiso con la verdad (como A. Delp o D. Bonhoeffer).

No debe olvidarse, en cualquier caso, que, con independencia del tópico, si domeñar el pasado y el presente quiere decir algo, eso es que, incuestionablemente, lo ocurrido jamás volverá a producirse. Para ello no bastan las buenas palabras ni la depuración de responsabilidades, sino que es menester —así lo señala Voegelin— redescubrir el espíritu y reconducirlo hacia su más alto origen —Dios— iniciando, cada uno, esa revolución personal a la que la tradición ha dado el nombre de conversión26.

Segunda realidad y analfabetismo espiritual

Como teórico de la política, Voegelin insistió en que no podían entenderse los movimientos de masas, el Estado o el derecho sin buenas dosis de antropología, de metafísica y filosofía de la historia. Incluso de epistemología, como se colige de su teoría de la conciencia. Para llegar hasta el fondo en la exploración de la ideología nacionalsocialista, ha de tenerse todo esto bien presente. Ayudándose de intuiciones platónicas y aristotélicas, explica cómo la experiencia trascendente permite al hombre hacerse cargo del lugar que ocupa en el mundo, ajustándose al misterio de la verdad, aunque nunca hasta desvelarlo completamente, porque la vivencia de la trascendencia no puede ser definitiva o absoluta. Esa experiencia, además, se comunica a través del lenguaje, donde se articula y se hace visible el orden metafísico.

¿Qué sucede cuando se desmorona el espíritu, cuando la sociedad se niega a percibir el ser de las cosas? Es evidente que la obcecación humana no tiene el poder de destruir lo real, ni de mellar el orden del ser, que no se altera ni desaparece27. Pero sí erige fantasías, lo que Voegelin llama, tomando prestada la expresión de escritores como Doderer y Musil, «segundas realidades», que ocupan el espacio dejado por el abandono de la trascendencia. De ahí provienen los sistemas, que obliteran lo real, y los locos juegos de la lógica.

Las ideologías dejan al ser humano inerme frente a los espejismos y adulteran la condición humana, pero su dinámica irremediablemente afecta al lenguaje: este, ahora empobrecido, desprovisto de su mordiente ontológico, ya no sirve para allegar la raíz trascendente; por el contrario, inhibe o reprime el movimiento del ser humano hacia el auténtico venero del ser. «En la medida en que el pensador ideológico —advierte— ha perdido contacto con la realidad y crea símbolos para expresar el estado de alienación con respecto a ella»28, destruye, como viera George Orwell, los últimos restos de lucidez del lenguaje.

Voegelin desentraña el desplazamiento de lo real propiciado por la ideología con la ayuda de la literatura; por suerte, en ese ámbito la cancelación del espíritu no ha sido total. Quien recurre a ella puede restar relieve al nacionalsocialismo, despojarlo de su aura, como hace este libro, en una maniobra parecida a la empleada por Arendt en su informe sobre Eichmann. No: ni Hitler ni sus incondicionales poseían nada extraordinario. Eran, de hecho, tan groseros y vulgares, habían caído tan bajo en su humanidad, que sin la elaboración de una terminología ad hoc no es posible penetrar en su perversión29.

Si la pensadora judía evocó en su momento la banalidad del mal, el autor de Las religiones políticas hace lo propio al sugerir que el trastorno evidente de la sociedad alemana de entreguerras —de la élite, especialmente— era la estupidez y el analfabetismo. ¿No es banal, verdaderamente, quien a causa de su mezquindad pierde contacto con las regiones más importantes de lo real y ve deteriorada hasta puntos insospechados su capacidad expresiva30?

A fin de apreciar en su justo valor las consideraciones contenidas en Hitler y los alemanes, hay que reconocer que su autor hizo un titánico esfuerzo por restablecer el vocabulario apropiado para estudiar la compleja sintomatología espiritual del ser humano. De ahí que no sea superfluo recordar, nuevamente, que el mérito de este libro no estriba solo, aunque muchos lo piensen, en señalar abiertamente que en Alemania sobraban verdugos y escaseaban las víctimas, sino en reivindicar esa sabiduría filosófica destilada en la contemplatio, de acuerdo con la cual es estúpido, estrictamente hablando, quien no se deja guiar por la razón o se empeña en atenuar las luces que esta le proporciona. Fue la estupidez la causa del nazismo: ese es, a fin de cuentas, el veredicto de este ensayo.

Noús y comunidad humana

La renuncia a la trascendencia quebranta el lazo que conecta al ser humano con su fundamento divino, desbaratando al mismo tiempo la experiencia común que le vincula a sus semejantes. Eso afirma Voegelin en otro lugar: con la desespiritualización, «desaparece el origen del orden de la vida humana; y no solo de la vida del hombre individual, sino también de la vida en sociedad, ya que, como se recordará, el orden de la vida en comunidad depende de la homonoia en el sentido aristotélico y cristiano, es decir, de la participación en el noús común»31.

Al estudiar la concepción voegeliniana sobre el desarrollo de la modernidad, se suele incidir en el proceso de inmanentización. Y es cierto que en muchos de sus trabajos se alude a ello. Pero hay que añadir que son dos los procesos que se desarrollan paralelamente. La secularización supone el endiosamiento del hombre, así como el reconocimiento de su capacidad para transformar este mundo en un nuevo e imperecedero edén. Más allá de la «inmanentización», de la «revuelta egofánica o narcisista», o de su porfiado interés por señalar que los sueños de la omnipotencia humana no distorsionan la estructura de lo real, se presta menos atención a otra de las repercusiones acarreadas por la destrucción del espíritu: la despolitización. El asunto no es nada intrascendente, pues sin referencia al mismo no se entiende la pretensión de Voegelin por restaurar «el lenguaje público de la filosofía» ni el peso que adquiere en la obra que presentamos el carácter integrador y universalista de la comunidad humana. Refirámonos, aunque sea brevemente, a estos extremos.

La clave nos la aportan, nuevamente, los clásicos, especialmente Heráclito, con su idea del logos común a los hombres. Vivir, se explica en este mismo libro, es existir bajo el juicio de la presencia de Dios y eso realza la naturaleza comunitaria del ser humano. «Gracias a la vida del espíritu común a todos, la existencia del ser humano se convierte en existencia comunitaria, lo cual revela que la vida pública de la sociedad depende de la apertura espiritual de los individuos que la componen. Por lo mismo, quien se cierra a lo común, quien se niega a abrirse al fundamento del ser, se destierra de la vida pública de la comunidad humana. Se convierte, según el propio Heráclito, en un individuo privado, en un idiotes»32; o sea, en un estúpido.

Llegamos así al nudo gordiano de Hitler y los alemanes, al papel que desempeñaron las Iglesias durante el nacionalsocialismo. Y lo que dice Voegelin es meridiano, tan evidente como vergonzoso. A tenor de lo que se ha indicado, es fácil entender qué quiere decirse al calificar de estúpida la actitud de las confesiones religiosas. Las Iglesias evangélicas y muchos eclesiásticos católicos no se atrevieron a poner en peligro su pellejo, para lo cual no dudaron en claudicar de sus deberes religiosos, pero sobre todo humanos, y recluirse en los restringidos márgenes de su grupo. Desistieron de defender la catolicidad del cristianismo, olvidando que Cristo vino en salvación de todos los hombres. Las Iglesias renunciaron a lo común, a la vida del espíritu, a defender el corpus mysticum, e incurrieron en el perverso sacrilegio de apropiarse de un mensaje que incluía a todo ser humano, sin distinciones.

La acusación contra las Iglesias era tan contundente como la dirigida contra el orden judicial, el mundo académico o el estrato militar. Por duro que sonara en las aulas universitarias, cargaba contra quienes debían haber asumido la representación trascendental —guiar la vida del espíritu— y habían hecho dejación de tan encomiables funciones. A todos esos sectores les imputó dos delitos: en primer lugar, denunció su inhumanidad, su infidelidad a la fraternidad nacida de la comunidad espiritual entre los hombres; y, en segundo término, los consideró responsables de la destrucción de la vida pública y, por tanto, de sembrar lo que el nacionalsocialismo recogió más tarde. Las universidades, las Iglesias, los intelectuales, todos, tenían la obligación de transmitir y salvaguardar el acervo espiritual y ese sano sentido común que inmuniza a las comunidades políticas de la devastación. «Ninguna sociedad puede renunciar al orden del espíritu sin destruirse a sí misma»33, declara Voegelin. Cuando las instituciones encargadas de asegurar la pervivencia de la vida espiritual cesan de tomarse en serio sus funciones, entonces estas las desempeñarán personas e instituciones incapaces de hacerlo. Eso dejó el camino expedito para que la plebe se hiciera con los mandos de la Administración y desde allí destruyera aquello que era más digno de conservarse.

Una mirada al futuro

Voegelin no tenía vocación de historiador ni de arqueólogo y era consciente de que «la existencia bajo la presencia de Dios» exigía estar ojo avizor porque, así como el espíritu sopla donde quiere, también quienes amenazan sus revelaciones asoman blandiendo sus cuchillos donde menos se espera. Hitler y los alemanes no fue más que un aviso a navegantes, la triste constatación de que, por mucho que se vocearan los eslóganes oficiales, la población de la República Federal adolecía de los mismos síndromes y trastornos que habían llevado al régimen de Weimar a su desgraciado colapso.

No todo eran nubes en el horizonte, sin embargo; nuestro autor detectó huellas esperanzadoras y decidió mostrar la cara más confortadora de la catástrofe. Hay, en medio de la barbarie y de los regímenes más sanguinarios y violentos, cuando parece más desvalida la condición humana, héroes o mártires dispuestos a sobrellevar sobre sus hombros el peso del espíritu. De algunos conocemos sus nombres; otros se mantienen en el anonimato. Voegelin no pagó con su vida su compromiso, pero también pertenece a esa egregia estirpe de personas de integridad intachable que dijeron «no» cuando más difícil era hacerlo, e incluso sabemos que su obra sirvió de inspiración para quienes, durante la Guerra Fría, tuvieron que afrontar la injuriosa losa de otra ideología igual de totalitaria34.

¿Significa eso que Hitler y los alemanes no tiene hoy nada que decirnos? Lamentablemente, no. Persisten, aunque acaso más calladamente, la fuerza de la ideología y tendencias disgregadoras que desbancan lo común y se empecinan por adueñarse de la esfera pública como si de un coto privado se tratase. Frente a esas fuerzas, personas como las que aparecen en estas páginas, que son baluartes de la dignidad en tiempos de confusión y zozobra, nunca escasean. Son los centinelas35 que iluminan con su testimonio la belleza de esa dilatada comunidad a la que los seres humanos de todos los tiempos pertenecemos por naturaleza.

Sobre esta edición

La traducción que aquí ofrecemos se ha realizado a partir del texto de la edición inglesa de Hitler and the Germans contenida en el volumen 31 de las Collected Works of Eric Voegelin (University of Missouri Press, 1999). Se puede decir que, en relación con la obra de Voegelin, el texto incluido en las Collected Works es el canónico.

A pesar de que Voegelin había firmado un contrato con la editorial Piper de Múnich para su publicación, pospuso una y otra vez la entrega del manuscrito y este finalmente no vio la luz. Gracias a su correspondencia con los responsables editoriales, sabemos que no solo estaba más interesado en otro de sus compromisos con la editorial —se trata de Anamnesis, su trabajo más importante, cuya publicación había negociado casi a la vez que Hitler y los alemanes—, sino que su decisión de retrasar este último ensayo se debía a la polémica generada en la opinión pública por el contenido del curso. Como hemos comentado, quedó decepcionado y comenzó a arrepentirse de su decisión de instalarse en Alemania.

Traducir a Voegelin no es una tarea sencilla: emplea terminología especializada y exige un conocimiento amplio de la historia y de la filosofía. A estas dificultades se añaden los giros y las repeticiones propias de la oralidad, pues no olvidemos que el origen de este libro son unas lecciones. Por razones de claridad, se ha optado siempre por dar al conjunto una forma literaria más acabada. Hemos decidido además, siempre que ello ha sido posible, dar las traducciones castellanas existentes de las obras citadas por Voegelin, aunque sin dejar de atender al sentido del original.

Lo mismo cabe decir de «The German University and the Order of German Society. A Reconsideration of the Nazi Era» que se acompaña como apéndice y que se encuentra incluido en el tomo 12 de las Collected Works que recoge ensayos y trabajos publicados en la última parte de la vida de Voegelin, entre 1966 y 1985.

En nuestro trabajo hemos consultado, además de la versión inglesa, Hitler und die Deutschen, la edición alemana que, por sorprendente que parezca, solo estuvo disponible en 2009, diez años después que la inglesa, seis que la francesa (Hitler et les Allemands, Seuil, 2003) y cuatro más tarde que la italiana (Hitler e i tedeschi, Medusa, 2005), traducciones que también se han tenido en cuenta. No queremos concluir esta introducción sin antes agradecer a la editorial Trotta su interés por rescatar algunos de los trabajos más relevantes de Eric Voegelin, autor de una obra tan vasta como profunda.

1.  Cf. E. Voegelin, Autobiographical reflections, University of Missouri Press, Columbia, 2011, p. 88.

2.  Cf. K. Jaspers, El problema de la culpa, Paidós, Barcelona, 1998, p. 62, donde diferencia entre la culpa y la responsabilidad política.

3.  Véase infra.

4.  La posibilidad de superar el pasado estuvo presente también en la llamada «disputa de los historiadores» (Historikerstreit), originada a partir de las tesis revisionistas de E. Nolte, en 1986. En la controversia participó, entre otros, Jürgen Habermas, que publicó un artículo en Die Zeit sobre el uso público de la historia. Cf. Ch. S. Mayer, The Unmasterable Past. History, Holocaust and German National Identity, Harvard UP, Cambridge, 1988.

5.  A lo largo de estas lecciones, Voegelin juega con ambas expresiones —«pasado» y «presente sin superar»— para poner de manifiesto la continuidad de la condición espiritual de Alemania, que constituye una de las claves ofrecidas para interpretar el fenómeno del nacionalsocialismo y la supuesta «culpa» del país.

6.  «Superación del pasado», «democracia» y «Estado de Derecho» son algunos de los clichés o abstracciones vacías que, como se encarga de explicar Voegelin en las páginas que siguen, solo sirven para ocultar la causa real de los problemas.

7.  Así lo comentan varios asistentes, entre ellos, Michael Hereth. Cf. B. Cooper y J. Bruhn (eds.), Voegelin recollected. Conversations on a life, University of Missouri Press, Columbia, 2007, p. 64. El libro recoge muchos testimonios de personas cercanas a Voegelin.

8.  Cf. E. Voegelin, Las religiones políticas, presentación de G. Graíño y J. M.ª Carabante, trads. de M. Abella y P. García Guirao, Trotta, Madrid, 2014, p. 92.

9.  De la campaña «orquestada en contra» de su ensayo da cuenta la propia H. Arendt en el post scriptum. Cf. Eichmann en Jerusalén, DeBolsillo, Barcelona, 2008, p. 410.

10.  Recoge el dato D. Clemens en la introducción a la versión inglesa del libro. Cf. Hitler and the Germans. The Collected Works of Eric Voegelin, vol. 31, University of Missouri Press, Columbia, 1999, p. I.

11.  Fue H. Arendt quien señaló que los libros de Voegelin constituyen el mejor relato existente del pensamiento racial. Cf. Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1998, p. 143.

12.  Esas obras están disponibles en inglés y se corresponden a los volúmenes II, III y V, respectivamente, de las Complete Works of Eric Voegelin. Véase, en español, E. Voegelin, Las religiones políticas, cit.

13.  Cf. E. Voegelin, Published Essays, 1934-1939. The Collected Works of Eric Voegelin, vol. 9, University of Missouri Press, Columbia, 2001.

14.  Voegelin pudo huir de Austria y llegar a Suiza, donde consiguió el visado para viajar a Estados Unidos. Cuenta los detalles de su partida en Autobiographical reflections, cit., p. 55.

15.  Parte de una crítica similar en el ensayo que le convirtió en una celebridad de la teoría política. Cf. E. Voegelin, La nueva ciencia de la política, Katz, Buenos Aires, 2006, p. 16.

16.  Voegelin identifica el espíritu, precisamente, con la apertura al ser divino trascendente. Por ello, se niega a condescender con el nazismo e interpretarlo como una locura. Ni Hitler ni quienes le apoyaron estaban locos: eran individuos aquejados de hybris, de una enfermedad que les impedía acercarse al fundamento divino del ser.

17.  Cf. E. Voegelin, Las religiones políticas, cit., p. 24.

18.  Infra.

19.  Cf. E. Voegelin, «The German University and the Order of German Society: A Reconsideration of the Nazi Era», en Published Essays, 1966-1985. The Complete Works of Eric Voegelin, vol. 12, University of Missouri Press, Columbia, 1999. Véase infra.

20.  Las ediciones inglesa, alemana, francesa e italiana de Hitler y los alemanes no incluyen la conferencia sobre la universidad y los académicos que sí se recoge aquí como apéndice. Se ha considerado oportuno en esta edición porque, a pesar de que entre unas conferencias y otras transcurre un año, las semejanzas son indiscutibles. Creemos que, leídas en conjunto, se comprenden mejor el objetivo de Voegelin y la importancia de su diagnóstico.

21.  Cf. M. Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 2021, p. 251.

22.  Así lo comenta en su correspondencia con L. Strauss. Cf. L. Strauss y E. Voegelin, Fe y filosofía. Correspondencia 1939-1964, ed. y trad. de B. Torres Morales y A. Lastra, Trotta, Madrid, 2009, p. 43.

23.  Infra.

24.  Expresamente se refiere Voegelin a la subversión del hombre como imago Dei por una imagen falsa. Véase infra.

25.  Cf. E. Voegelin, Las religiones políticas, cit., pp. 106 ss.

26.  Es curioso que en gran parte de la filosofía del siglo XX se recupere, con distinta terminología, la idea clásica de metanoia. Esa necesidad de conversión está presente en autores tan dispares como S. Weil, R. Guardini, P. Florensky, y otros más contemporáneos, como R. Girard o P. Hadot. Voegelin habla concretamente de reforma espiritual en sus conferencias sobre la Universidad alemana, pero son constantes en su obra las referencias a la periagogé platónica. Cf. E. Voegelin, «The German University and the Order of German Society: A Reconsideration of the Nazi Era», cit., pp. 34-35. Véase infra, aquí y aquí.

27.  Cf. E. Voegelin, Las religiones políticas, cit., p. 84.

28.  Cf. E. Voegelin, Autobiographical reflections, cit., p. 17.

29.  Ibid., p. 50.

30.  Infra.

31.  Cf. E. Voegelin, La nueva ciencia de la política, cit., pp. 215-216.

32.  Infra.

33.  Cf. E. Voegelin, «The German University and the Order of German Society: A Reconsideration of the Nazi Era», cit., p. 29. Véase infra.

34.  Cf. L. Trepanier, «Eric Voegelin on Race, Hitler, and National Socialism»: The Political Science Reviewer 42/1 (2018), p. 186.

35.  La figura del centinela es muy importante en la obra de M. Weber, a quien Voegelin, como reconoce en estas páginas, admiraba. Recuérdese que, en la parte conclusiva de La ciencia como vocación, Weber conminaba a hacer frente a «las exigencias de cada día», tras citar unos versículos del profeta Isaías. Voegelin termina sus conferencias sobre la universidad alemana con un pasaje de Ezequiel, en el que se explicita la vocación del centinela: «A ti, también, hijo de hombre, te he hecho yo centinela de la casa de Israel. Cuando oigas una palabra de mi boca, les advertirás de mi parte», una cita que resume a la perfección el propósito de la presente obra.

HITLER Y LOS ALEMANES

Primera Parte

DESCENSO AL ABISMO

Capítulo 1

INTRODUCCIÓN

1. El problema de la experiencia fundamental:el ascenso de Hitler al poder

En cualquier introducción a la ciencia política, se puede proceder del modo más fácil y ofrecer un simple resumen de sus principios generales como se hace en un manual. Pero no es lo más aconsejable, porque lo que hoy realmente preocupa a quienes viven en Alemania es saber cómo aplicar esos principios a unos determinados acontecimientos políticos. No hace falta decir cuáles. Esta obra tratará precisamente de ello.

La investigación, por esta causa, se ha de basar en experiencias políticas concretas, así como en el saber de la vida cotidiana, para después, y a partir de esos fundamentos, llegar al planteamiento de los problemas teóricos. Se puede decir que, tanto desde un punto de vista tópico como histórico, el punto de partida es azaroso, ya que de antemano no hay razones científicas que exijan tener en cuenta unas experiencias políticas en lugar de otras. Sin abandonar el campo de la ciencia, podríamos muy bien haber partido, por ejemplo, de la experiencia china o la indonesia.

A causa de ello, no podemos ofrecer un desarrollo sistemático de nuestro tema desde el principio, sino que hemos de empezar por analizar determinadas experiencias políticas antes de abordar, finalmente, las cuestiones científicas. En efecto, para descubrir las categorías sobre las que se sustenta la interpretación racional de la política, debemos reflexionar, en primer lugar, sobre hechos políticos cotidianos, de los que se tiene noticia leyendo el periódico o que aparecen en el curso de una conversación. Solo así se puede garantizar una interacción ininterrumpida entre la información sobre los hechos, nuestras propias experiencias y las conclusiones teóricas que alcancemos. Lo cual significa que únicamente en la parte final de este libro, es decir, en el momento de presentar las conclusiones, estaremos en condiciones de plantear los aspectos teóricos, que, por su parte, servirán como introducción a temas políticos más especializados, como la concepción clásica de la política, etcétera.

¿Cuál va a ser, entonces, nuestra experiencia de partida? En unas conferencias dictadas ahora hace un año, analicé el interesante caso de Der Spiegel1. Para ser francos, no constituía un mal punto de partida, pero su alcance era bastante limitado, puesto que estaba relacionado únicamente con el asunto de la legalidad política. Para nuestro propósito, sin embargo, es más adecuado considerar una experiencia de mayor amplitud y relevancia; nos referimos a la que puede decirse que constituye la experiencia alemana fundamental de nuestra época: el ascenso de Hitler al poder. ¿Cómo fue posible? ¿Qué consecuencias tiene hoy para todos nosotros? Como se ve, al hilo de ella, surge un gran número de problemas teórico-políticos.

Mentiríamos, sin embargo, si no confesáramos que lo que al final nos ha decidido a ocuparnos con el tema de Hitler y los alemanes han sido algunos acontecimientos sucedidos recientemente. Desde hace poco tiempo —concretamente, desde los últimos cinco años—, hemos tenido la suerte de asistir a un extraordinario aumento de la bibliografía existente sobre el nacionalsocialismo. En la actualidad disponemos por fortuna de numerosas fuentes de estudio y de una ingente cantidad de documentos relacionados no solo con la problemática de la legalidad política, sino con otros asuntos, como, por ejemplo, la actuación de las diversas confesiones religiosas o de los especialistas en historia política durante el periodo, entre otros. Contamos hoy, en definitiva, con mucha más información de la que poseíamos hace cinco años, lo cual, por otro lado, no solventa el inconveniente que surge del problema de la experiencia personal. Ciertamente, yo sí que poseo un conocimiento directo de los hechos, pero no así otras personas, que únicamente pueden hacerse cargo de lo sucedido consultando fuentes escritas o hablando con testigos. Esas personas, por tanto, no tienen una experiencia viva de la época. De ahí que también uno de los objetivos de esta investigación sea convertir su experiencia, que es documental, en una experiencia viva.

Además del extraordinario aumento del material bibliográfico, hay una segunda razón que explica esta obra. Y es que nuestra comprensión de lo sucedido es, desgraciadamente, muy inferior a nuestro conocimiento de los hechos. Para mostrarlo, y a modo de introducción, basta simplemente con apuntar algunos episodios ocurridos en las últimas seis o siete semanas, lo que permitirá tomar conciencia de la entraña del asunto y nos permitirá averiguar el punto de partida teórico que estamos buscando. El detonante que finalmente llevó al Instituto de Ciencia Política2 a organizar el ciclo de conferencias que está en el origen de este ensayo fue el caso Schramm. Percy E. Schramm3 es el autor de una serie de artículos sobre la figura de Hitler publicados por Der Spiegel bajo el título de «Anatomía de un dictador»; sus textos han sido editados ahora como introducción a las Conversaciones de sobremesa de Hitler4. En su momento, cuando aparecieron en prensa por primera vez, desataron un enorme revuelo y Schramm recibió innumerables críticas, entre otras, la de Golo Mann5. El comentario más interesante, sin embargo, fue el de A. Wücher6; se publicó en el Süddeutsche Zeitung, y generó, por su parte, una nueva polémica. También en el Congreso por la Libertad de la Cultura7, en el que propio Schramm participaba, se discutió sobre su obra y la situación llegó tal punto que el propio editor de Der Spiegel se vio obligado a pronunciarse.

2. La experiencia de partida: Anatomía de un dictador de Schramm

Antes de continuar, recordemos los hechos con el fin de hacernos una idea de los problemas suscitados. Dirijamos nuestra atención, en primer lugar, a las reacciones por la publicación del libro, es decir, a las experiencias que reflejan el juicio y la opinión contemporánea sobre Hitler, de las que tenemos noticia gracias a Der Spiegel y otros medios. A este respecto, ya hemos señalado que la crítica más interesante salió de la pluma de Albert Wücher y se titulaba «Una hermosa reflexión sobre Hitler». En su texto, Wücher comienza preguntándose:

¿Quién era Hitler? Todos los testimonios sobre el Tercer Reich —hay muchos y no se puede decir que sean falsos— nos ofrecen un perfil indiscutible sobre su personalidad. El principio «por sus obras los conoceréis» constituye también un criterio a la hora de interpretar textos históricos y debemos basarnos en él para acercanos a las fuentes primarias de las que disponemos, empezando por Mein Kampf. Pero, en su caso, contamos además con innumerables discursos, documentos, archivos, etc., así como numerosas fotografías, con declaraciones de coetáneos, de camaradas de partido y compañeros. También existen muchos ensayos sobre él.

¿De qué sirve todo ello? Firmemente, y haciendo gala de una enorme confianza en sí mismo, el profesor Schramm obvia todo lo que han dicho quienes le han precedido y se sube a la cátedra para, desde allí, ofrecer el que a su juicio es el estudio definitivo sobre Hitler. Al principio, explica: «He decidido no basarme en la bibliografía existente ni en las declaraciones de vivos [...] Me niego también a incluir interpretaciones psicológicas». En su lugar, desea apoyarse en «hechos útiles» y únicamente tomar en consideración los documentos existentes8.

Esta forma de referirse a la obra de Schramm es completamente acertada. Porque quien se acerca a ella se encuentra con un primer problema, con algo que suscita extrañeza, y nuestra primera obligación ha de ser preguntarnos a qué se debe esta reacción. Si causa perplejidad es porque se trata de un trabajo escrito por un historiador de enorme prestigio académico, por un reputado experto en historia medieval, el cual, a pesar de manifestar su voluntad de dar a conocer «hechos útiles» y basarse en los documentos disponibles, se jacta de no haber consultado gran parte de la bibliografía existente, sin justificar esa chocante forma de proceder. Es cierto que más adelante alude de pasada a los motivos por los que no ha tenido en cuenta todos los estudios que tenía a mano, aclarando que no quería que su investigación se fundamentara en las declaraciones de testigos presenciales. Ahora bien, la verdad es que tiene en cuenta algunas de ellas, pero no otras. Cabe decir, pues, que en definitiva Schramm ofrece un perfil de Hitler obviando precisamente aquello que puede ser más relevante a la hora de comprender tanto su personalidad como su repercusión y entiende por «hechos» solo lo que es posible verificar espacio-temporalmente.

Al respecto, Wücher comenta:

Hitler poseía una profunda y atractiva «mirada azul» y le brillaban los ojos. Empleaba además su mirada muy eficazmente para lograr lo que se proponía. Su nariz era fea; su frente, alta. Tenía las orejas bien colocadas, pero era de complexión afeminada. Sin calvicie incipiente, la barba le crecía cerrada y mostraba unos dientes muy cuidados. La cabeza era [...] la parte más destacable de todo su cuerpo; parecía que el tronco, los brazos y las piernas le colgaran de ella. [Imagine el lector su apariencia]. Sus brazos le caían a los dos lados, inconscientemente, y nunca se metía las manos en los bolsillos9.

He aquí el problema. ¿Cómo es posible que un historiador de la talla de Schramm, autor de investigaciones tan destacadas sobre la Edad Media, se proponga estudiar una figura como Hitler con un método tan insólito, obviando justamente lo que resulta trascendental para comprenderlo? ¿Por qué advierte que no disponemos de los conceptos o expresiones adecuados para acercarnos a él, cuando contamos con una ingente cantidad de material bibliográfico y no se puede decir que escaseen las palabras? ¿Cuál es la razón por la que sostiene que han de ser los especialistas en psicopatología los encargados de abordar la investigación, si, como es de sobra conocido, sabemos que su caso no tiene nada que ver con este tipo de trastornos, sino con algo totalmente diferente?

3. La estupidez de todo un pueblo. El síndrome Buttermelcher

El artículo de Wücher, como se ha indicado, levantó un interesante revuelo entre los lectores. Para aclarar lo que despertaba el rechazo de quienes compraban el periódico, puede ser útil recordar algunas de las cartas al director publicadas por el Süddeutsche Zeitung. Aludiré, en primer lugar, a la escrita por una persona que pertenece a la generación anterior a la actual, para después citar un fragmento escrito por alguien más joven.

En la primera se dice:

Acabo de leer «Anatomía de un dictador» en el Spiegel. ¡Estoy totalmente horrorizado! Siento el mismo horror que muestra el doctor Wücher en su artículo. Y le aseguro que no soy el único: tras haberlo comentado con compañeros, he de decirles que estamos todos consternados. ¿Por qué Schramm enjuicia a Hitler tan positivamente? ¡Qué ejemplo más inapropiado para los jóvenes! Sorprende la ingenuidad mostrada tanto por Der Spiegel como por el propio Schramm. Casi todo el mundo sabe quién fue Hitler, su calidad humana y personal, porque a muchos nos tocó en suerte vivir aquella época. Aunque a decir verdad no es necesario poseer ningún atributo moral o espiritual especial para darse cuenta de la clase de individuo que era. Y sobre los hombros del pueblo alemán pesará siempre el pecado de haberlo apoyado10.

El firmante de esta carta reconoce que no es posible comprender a Hitler si no se aborda conjuntamente su estudio con el análisis del pueblo alemán. Fueron los alemanes, en efecto, quienes lo apoyaron en las urnas. Por su parte, otro ciudadano de la misma generación señala:

Entre quienes perdieron todo bajo el régimen de Hitler o a causa de la guerra, se encuentran muchas personas sensatas que no quieren por nada del mundo que vuelva aquella época. Son justamente este tipo de personas las que, conteniendo su odio e intentando expresar un juicio desapasionado sobre lo que vivieron, no tienen reparos a la hora de reconocer los logros del régimen y su papel en la superación de las dificultades por las que atravesaba el país. [Repárese en el término «superación», porque más adelante nos referiremos con mayor profundidad al tema del «pasado no superado»].

No creo que todos los ciudadanos alemanes fueran estúpidos ni ciegos; tampoco que en su mayor parte se dejaran engañar por toda esa palabrería sin sentido. De otro modo, no tendríamos más remedio que reconocer que entre nosotros hay mucha gente estúpida que no emplea ni siquiera la escasa inteligencia que le queda para votar en las elecciones. [Desde el punto de vista de Wücher], el ciudadano que votó a Hitler tenía que ser un estúpido, un fanático o estar dominado por una locura racista..., pero esta última tesis echa por tierra aquella otra según la cual el pueblo podía haber votado por alguien mejor que Hitler11.

El razonamiento es el siguiente: nadie puede negar que Hitler era estúpido, ni un criminal. Pero es incontestable que el pueblo lo votó en masa, por lo que se deduce que quienes lo respaldaron en las urnas eran de igual modo estúpidos o poseían las mismas tendencias criminales. Como esta conclusión es inaceptable, no hay más remedio que negar la mayor. No hay otra posibilidad, es decir, no cabe admitir que Hitler careciera de inteligencia y fuera malvado y que, probablemente, también lo fue un gran porcentaje de alemanes o, al menos, la abrumadora mayoría que lo secundó en las urnas. Tampoco se acepta que los alemanes de hoy puedan ser estúpidos en términos políticos o que nos hallemos en una situación de podredumbre intelectual y ética parecida a la que hizo posible el ascenso de Hitler, una situación, por cierto, que no afecta únicamente a Alemania.

En otra carta al director, un lector más joven cree, sin embargo, que hay algo en esa explicación que «no encaja»:

Es cierto que soy demasiado joven y que todo lo que sé acerca de Hitler lo he aprendido a través de la lectura de libros y periódicos. Pero me gustaría decirle a Albert Wücher que lo que afirma en su reportaje es mucho menos creíble y convincente que lo indicado por el profesor Schramm en su libro.

Quizá el lector no haya reparado en que se emplea la palabra «profesor», pero es un detalle que, a mí, y seguramente a los que han sido testigos del enorme respeto que los nacionalsocialistas mostraban por la jerarquía, no puede pasarnos desapercibido. Quienes simpatizaban con el movimiento, por ejemplo, nunca se referían a «Goebbels», sino que siempre hablaban del «doctor Goebbels». Para ellos, si alguien era doctor, era digno de mayor estima. Y con mucha más razón un profesor.

Schramm, a quien Wücher trata de censurar empleando un tono irónico, adopta evidentemente un punto de vista mucho más imparcial. De no hacerlo, cabría interpretar la crítica y la censura sobre lo que hizo Hitler como una venganza por parte de un «pequeño hombre».

Por otro lado, al leer lo que debió de ser ese «Hitler aficionado» del que se habla, no nos cabe en la cabeza cómo un hombre tan mediocre fue capaz de marcar época [lo que, sin duda, hizo]. Hitler apostó a lo grande y eclipsó al resto de sus coetáneos. ¿Cómo explica usted eso, señor Wücher? Pasa por alto que, al juzgar a Hitler de un modo tan mezquino, no tiene más remedio que negar altura espiritual a toda una generación. [Y concluye con una frase soberbia...] El nacionalsocialismo no fue un movimiento que solo atrajo a trabajadores no cualificados.

El diagnóstico es correcto: no es posible afirmar que toda la clase media alemana fuera corrupta. Ni que, como se suele decir, Hitler fuese tan monstruoso. Por el contrario:

Su único crimen fue lanzar un órdago y perder y, tras unir su destino al de todo el pueblo alemán, hundir nuestra patria. Pero la política es un juego de azar en el que únicamente puede ganar quien arriesga todo. Quizá hoy no se ven así las cosas, es decir, no nos arriesgamos, pero eso quiere decir que tampoco podemos ganar nada. A lo único que podemos aspirar en la actualidad es a mejorar nuestro nivel de vida. Sin Hitler, habríamos perdido mucho más12.

No podemos olvidar que esto lo escribe un individuo de aproximadamente veinte años y que, a juzgar por lo que dice, no cabe augurarle buenos resultados en los juegos de azar. Todo lo demás —que Hitler no fue tan malo porque, en ese caso, habría que decir lo mismo de sus coetáneos— y su absoluto convencimiento de que lo ocurrido fue responsabilidad exclusiva de la clase media (y no de los trabajadores menos cualificados) reflejan una actitud similar a la que se manifiesta en las cartas precedentes.

Pero es preciso acuñar un término para aludir a la actitud que subyace a todos estos textos, con el fin de proceder a un análisis más profundo. Como el autor del último de ellos, cuyo nombre no deseo desvelar, residía en la calle Buttermelcher, podríamos llamar al rechazo que muestran y que, como veremos, constituye uno de los problemas más graves de nuestro tiempo, el «síndrome Buttermelcher».

A esa avalancha de cartas, de tres semanas de duración, siguió la celebración del Congreso por la Libertad de la Cultura, en el que participaban, entre otros, Schramm, Besson, profesor de Teoría Política en Erlangen, Gisevius y Krausnick13. También Wücher escribió un reportaje sobre el encuentro que tuvo lugar en el auditorio Scholastika14. Aunque no asistí, algunos colegas me han asegurado que todo lo que indicaba Wücher en su artículo sucedió tal cual. ¿Qué se debatió en aquel encuentro? ¿Sobre qué asuntos se discutió? Es importante no pasar por alto el título del artículo: «Hitler, ¿una coartada para los alemanes?». Tendremos ocasión de reflexionar más adelante con mayor detenimiento, de hecho, sobre la cuestión de la coartada y de la mentira.

«Hitler como coartada»: ese era el tema de la mesa redonda organizada por el Congreso por la Libertad de la Cultura, aunque Schramm no se refirió a ello, sino que reflexionó sobre si Hitler fue un «accidente», es decir, una persona de naturaleza demoniaca y excepcional, al que trasladar nuestras culpas y, por tanto, nuestras responsabilidades.

Como se ve, Schramm atribuye a Hitler una naturaleza demoniaca; no tendremos más remedio que abordar este tema en otro capítulo para saber si es adecuado emplear la expresión en el caso del dictador alemán.