UNA MUJER EN TODOS LOS SENTIDOS - Lindsay Armstrong - E-Book

UNA MUJER EN TODOS LOS SENTIDOS E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

Nicola se había casado con Brett Harcourt, pero eso no parecía significar nada para Marietta, su exesposa, que buscaba afanosamente una reconciliación con él, ni para la nueva y atractiva socia del bufete, que había puesto en él sus miras. Aunque Nicola tuviera la justicia de su parte, era evidente que Brett no la amaba. Se había casado por compromiso, para cuidar mejor de ella, pero nunca había sugerido siquiera que compartieran la cama. Al lado de aquellas dos sofisticadas mujeres no tenía la menor oportunidad. Y, sin embargo, ella amaba a Brett, le gustaba administrar su casa y cuidar de sus hijos. Había llegado el momento de demostrarles a todos, y a Brett el primero, quién era su mujer de pleno derecho.

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Seitenzahl: 212

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Lindsay Armstrong

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una mujer en todos los sentidos, n.º 1472 - junio 2021

Título original: He’s My Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-559-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL CONSEJERO matrimonial tenía unos treinta y cinco años. Nicola Harcourt lo miró dubitativa y, después, se sentó de mala gana. Aunque había empezado a arrepentirse casi nada más llegar a la consulta, en aquel momento, lamentó más que nunca haberse dejado llevar por el impulso. Había imaginado que tendría que contarle sus problemas a una amistosa matrona de mediana edad, y no a un hombre, y menos a uno tan joven.

—¿Cómo puedo ayudarla? –preguntó amistosamente su interlocutor, procurando tranquilizarla—. Soy el reverendo Peter Callam –se presentó, obviamente esperando que ella hiciera lo mismo.

—Si no le importa, preferiría no darle mi apellido. Me llamo Nicola.

—No pasa nada, Nicola. Quizá le ayude pensar que soy un sacerdote, y que he recibido preparación específica para ayudar a las parejas con problemas.

—Sí… claro –concedió Nicola—. Lo que pasa es que he dado este paso sin estar muy segura –le explicó.

—Cuando uno está desesperado, siempre es bueno hablar con una persona imparcial para intentar ver las cosas con más claridad.

—Yo no estoy desesperada –le interrumpió Nicola.

—Entonces, quizá le preocupe que a su marido no le parezca bien esta iniciativa.

—Seguro que no le gusta –replicó Nicola con amargura—. Pero no me importa.

Peter Callam se la quedó mirando unos instantes, dándose cuenta de que era una mujer especialmente atractiva. Debía tener unos veintiún años, supuso; la melena rubia le llegaba hasta los hombros, y en su cara destacaban unos preciosos ojos azules bajo unas pestañas oscuras, la nariz recta y una bien cincelada boca, en la que no se apreciaba ni rastro de pintalabios.

Su aspecto, además, denotaba riqueza y buen gusto. Llevaba un vestido blanco de corte impecable bajo una chaqueta gris, elegantes zapatos de tacón alto, un gran bolso de muy buena calidad y unas gafas de sol de diseño. La única joya que lucía era una alianza en su mano izquierda.

Tras su examen, el reverendo se decidió por un ataque frontal.

—Si no está desesperada, entonces, ¿para qué ha venido a verme?

—Bueno –contestó Nicola—, en cierto sentido, sí que lo estoy. Lo que ocurre es que… he decidido dejar a mi marido. De todas formas, él ya no me quiere.

El consejero colocó las manos encima de la mesa.

—¿Qué quiere decir exactamente? ¿Acaso sale con otras mujeres? ¿La ha maltratado, quizá?

Nicola parpadeó sorprendida.

—No, jamás me ha puesto la mano encima –contestó—. Es…. en realidad es encantador –reconoció, un poco a su pesar—, no se puede decir que me haya maltratado…

—Pero usted sabe que la crueldad mental puede ser tan terrible como los malos tratos –apuntó el reverendo.

Nicola arrugó la nariz.

—Ya, pero no se trata de eso. Lo que ocurre es que en realidad, no estamos casados. El nuestro es un matrimonio puramente de conveniencia, así que vivimos bajo el mismo techo, pero nuestras vidas están completamente separadas –se detuvo un instante, para enseguida añadir como de pasada—: Nunca hemos dormido juntos.

—Entiendo. Entonces, ¿por qué se casó con usted?

—Me llevo muy bien con sus hijos.

—¿Ésa es la única razón? –preguntó divertido el consejero

Nicola se revolvió en el asiento, visiblemente incómoda.

—Supongo que todo lo que le diga será estrictamente confidencial, ¿no? –dijo muy seria.

—Por supuesto.

—Bueno, lo que ocurre es que él es también el administrador de mis bienes. Era socio de mi padre y, cuando él murió, se puede decir que… tomó las riendas. Mi madre murió cuando yo tenía dos años, ¿sabe usted? En fin, el caso es que hace un par de años me vi envuelta en una situación bastante desagradable con un hombre, y él me propuso entonces un matrimonio de conveniencia como la mejor solución para salir airosa de aquel trance. Por otra parte, yo había heredado mucho dinero, así que era lo que se dice un buen partido.

—Y ahora quiere escapar de ese matrimonio.

—¿Acaso usted no querría si estuviese en mi misma situación? Sólo se casó conmigo para que le cuidara a los niños y para hacerme un favor –dijo Nicola, enarcando las cejas.

—Supongo que sí –replicó el reverendo—. Sin embargo, por lo que me ha contado, lo único que le hace falta es conseguir un buen abogado y anular el matrimonio, cosa que le resultará muy fácil ya que no ha sido consumado.

—No es tan sencillo. Resulta que mi marido es el mejor abogado de la ciudad y, además, mi padre dejó estipulado en el testamento que no podré tocar un céntimo de la herencia hasta que cumpla los veintitrés. Y como resulta que mi marido es administrador, además de marido es mi carcelero, si entiende lo que le quiero decir…

—Sí, que es el que tiene la sartén por el mango.

—Justo. Es usted muy agudo, reverendo –dijo Nicola con una chispa de humor.

Sin embargo, Peter Callam era incapaz de imaginar cómo sería el hombre que se resistía a semejante bombón de mujer.

—Hay algo que no entiendo, Nicola –dijo—. Mi trabajo consiste en ayudar a consolidar matrimonios con problemas, no a acabar de romperlos. Me has dicho que, si te niegas a permanecer casada con él hasta que cumplas veintitrés, perderás todo tu dinero.

—Efectivamente –le confirmó Nicola con una amarga sonrisa—. Ni siquiera me considera capaz de cuidar de mí misma. A veces me trata como si fuera una hija más.

—Y esos niños de los que me habla, ¿acaso no tienen madre?

—Sí, la primera esposa de mi marido. Se divorciaron hace unos años. Su matrimonio fue terrible; ella es concertista de piano, muy guapa además… pero bastante desequilibrada en mi opinión –dijo Nicola—. Como pasa mucho tiempo en el extranjero dando conciertos, los niños pasan largas temporadas con su padre… y ahí es donde intervengo yo.

—¿Conoce bien a su madre?

—Sí, desde hace muchos años. Me gusta, aunque, como le digo, está como una cabra.

—¿Cuántos niños son?

—Dos: una niña de seis y un niño de cinco. Son muy traviesos y absolutamente encantadores –le explicó Nicola, y sus labios se curvaron en una cálida sonrisa.

—Supongo entonces que no querrá traumatizarlos, ¿verdad? –preguntó el reverendo amablemente.

—Lo que quiero es librarme de esta farsa de matrimonio de la mejor forma posible –replicó Nicola—. Quiero que todos sean felices: los niños, mi… marido, su madre…

—¿Se refiere a su primera esposa? –preguntó Peter Callam, sorprendido—. ¿Acaso…?

—Efectivamente –dijo Nicola tristemente—. Aunque no son capaces de vivir juntos, desde que se divorciaron, él ha sido incapaz de comprometerse con nadie, y por eso yo le resulto tan conveniente: cuido de su casa y de los niños, hago de anfitriona cuando le hace falta, y, por lo que respecta a sus… necesidades físicas, las deja en manos de una serie de sofisticadas amantes a las que me dan ganas de sacarles los ojos –acabó con énfasis.

—¿Es que le impone su presencia? –preguntó el reverendo, escandalizado.

—No –admitió Nicola con impaciencia—. Lo que pasa es que no soy tonta; sé muy bien que se ve con otras mujeres.

—¿Y me puede explicar por qué desea con tanto ardor sacarles los ojos a esas hipotéticas amantes cuando, por lo que dice, está decidida a abandonar a su marido?

Nicola se quedó sin saber qué decir un buen rato.

—Lo que ocurre –confesó al fin con voz ronca— es que estoy enamorada de él, y por eso acepté casarme. Como una tonta, pensé que acabaría consiguiendo hacer realidad mis sueños, que lograría hacerle olvidar a su primera esposa. Pero él no está enamorado de mí y nunca lo estará. ¿Lo entiende ahora, reverendo?

—Sí, y lo siento mucho, Nicola –dijo compasivamente—. Sin embargo…

—No, por favor –le interrumpió la joven con un gesto—, no se moleste en decirme que no abandone. Dentro de dos semanas cumpliré veintiún años, ya llevo dos casada, así que sé que ha llegado el momento de rendirme –Nicola se interrumpió para mirarlo con una sonrisa—. Estoy siendo un poco injusta con usted, ¿no? Sin embargo, quiero que sepa que me ayuda mucho poder decirle todo esto.

—Gracias –respondió el reverendo—. Pero, todavía no entiendo algunas cosas: ¿cuánto tiempo piensa su marido mantener este matrimonio? Me pregunto si un hombre tan insensible como lo pinta merece que usted lo esté pasando tan mal, sobre todo si sabe lo que siente por él…

—Es que no lo sabe –le interrumpió Nicola.

—¿No?

—Puede que sea joven e inexperta, reverendo –dijo Nicola con una carcajada—, pero lo aseguro que no lo soy tanto como para darle a entender lo locamente enamorada que estoy de él.

—Ya.

—¿Es que acaso usted lo habría hecho?

—¿Ocultar mis sentimientos?

—Le parece que he sido una cobarde, ¿no? Sin embargo, le aseguro que si tiene usted un gramo de orgullo, y, en vez de con la materialización de sus sueños de adolescente se tiene que conformar con un matrimonio de conveniencia, que es lo único que mi marido me ofreció, vería usted que la única opción es esconder lo que realmente sientes.

—Te creo, Nicola. Y, por lo que intuyo, a pesar de todo lo que me has contado, creo que lo que realmente deseas es que él se enamore de ti.

—No se crea que estamos peleando todo el tiempo –dijo Nicola—. A veces pasamos muy buenos ratos.

—Supongo que te cuida bien, ¿no? –se interesó el reverendo.

—Sí, lo admito, aunque no es la clase de interés que me gustaría despertar en él.

—¿Y por qué crees que lo hace entonces?

—Pues no lo hace porque sienta una loca pasión por mí en secreto, se lo aseguro. No, creo que se porta bien conmigo por la memoria de mi padre. Ya le he dicho que eran socios, pero, además, mi marido lo admiraba enormemente. No habría llegado tan alto sin la ayuda de papá; creo que cuidarme tan bien es su forma de pagar la deuda de gratitud que tiene con mi padre.

—Nicola, normalmente lo último que haría sería darle un consejo como éste, pero creo que, si de verdad ama a ese hombre, y en verdad cree que merece su amor, hay un modo de conseguir que reaccione. Puede que no ante los demás, pero sí por lo menos ante sí mismo.

—¿Cómo?

—Haciéndole creer que está interesada en otro hombre –el reverendo se quedó atónito ante sus propias palabras. Aquella joven de dorados cabellos le había llegado al corazón.

Nicola enarcó las cejas.

—¿Ponerle celoso? No me parece una actitud muy cristiana, y perdone que se lo diga, reverendo.

—¡Tiene razón! –convino Peter Callam echándose a reír—, pero las situaciones desesperadas a veces requieren medidas desesperadas. Sin embargo, no quisiera que pensara que la estoy incitando al…

—¿Adulterio? –le sugirió Nicola irónicamente.

—Eso es. Otra cosa: ¿sabe alguien cómo es exactamente la situación entre ustedes? ¿su primera esposa tal vez?

—No lo sabe nadie, aunque puede que alguno lo sospeche. La verdad, no estoy segura de lo que piensa Marietta de nosotros…

—Y, sin embargo, cree que ella puede seguir enamorada de su marido.

—Creo que existe una especie de atracción fatal entre ellos, y que siempre existirá –admitió Nicola.

—De todas formas –insistió el reverendo—, creo que no deberá darse por vencida sin haberlo intentado una vez más.

—Me parece que usted también piensa que soy incapaz de valerme por mí misma –dijo Nicola.

—No, lo que ocurre es que no me parece mal que permanezca a salvo de los cazadores de fortunas al menos hasta que cumpla los veintitrés. No queda tanto tiempo para eso.

Nicola se levantó y se lo quedó mirando enigmáticamente.

—Escuche, no se preocupe por mí, reverendo –dijo por fin—. Ya sabía antes de venir que no iba a ser fácil encontrar una solución, pero muchas gracias de todas formas por escucharme. Me siento un poco culpable por haberle robado tanto tiempo. Estoy segura de que hay mujeres en situaciones mucho más desesperadas que la mía y que merecen mucho más su ayuda.

Peter Callam se levantó y le tendió una tarjeta.

—Estoy siempre a disposición de quien me necesite –dijo amablemente—, aunque sólo sea para escuchar.

Nicola le dirigió una radiante sonrisa.

—Gente como usted ayuda a restaurar la fe de una en el futuro, reverendo. Un millón de gracias.

 

 

Brett Harcourt tamborileó impaciente en el volante de su BMW descapotable de color azul mientras esperaba que se abriera el semáforo. Llegaba tarde a una cita, y, para empeorar las cosas, se había encontrado con todos los semáforos en rojo.

Sintió un sobresalto al ver que su mujer salía por la puerta de las oficinas de Lifeline, situadas al otro lado de la calle. Aunque para ella el semáforo estaba en verde, se quedó en la acera, sumida en sus pensamientos.

Como ocurría a menudo, varias cabezas se volvieron para mirarla: tanto hombres como mujeres quedaban impresionados por la belleza de sus rasgos, la perfección de su cuerpo y la discreta elegancia de su atuendo. A buen seguro muchos de ellos pensarían que era una estrella de cine o una top model.

Pero, ¿qué demonios habría ido a hacer a Lifeline?, se preguntó Brett. Quizá había decidido incluir las obras de caridad en su amplio repertorio de actividades cotidianas.

Estaba a punto de sacar una mano para llamar su atención cuando el semáforo se puso en verde, lo que le obligó a ponerse en marcha. Maldijo entre dientes y arrancó, aún sorprendido de que, durante todo el tiempo que había estado allí parado, ella ni se hubiera percatado de su presencia.

 

 

Nicola salió de su ensoñación y decidió quedarse a comer en la ciudad. Dejó el coche donde lo había aparcado y se fue andando hasta el Pier, donde eligió el Pescis, un restaurante italiano con vistas a Puerto Marlin, sin importarle que el último ciclón hubiese arrasado hacía unos meses el malecón, dejando tan solo los postes.

Por suerte, lo estaban reconstruyendo a toda velocidad, gracias a donativos de gente tan importante como Lee Marvin, quien había visitado la ciudad de Coirns, en el extremo de Queensland, para pescar en las aguas tropicales del Mar de Coral.

Pescis estaba siempre hasta los topes, y aquel día no era una excepción; por suerte, le dieron enseguida una mesa en la terraza y pudo pedir la comida; se decidió por algo ligero: una rebanada de pan tostado con tomate y albahaca.

Mientras esperaba, se puso a juguetear inconscientemente con su alianza, sin dejar de pensar en su conversación con el reverendo y, sobre todo, en el impulso que le había llevado a verlo.

Lo había hecho porque le resultaba imposible hablar con Brett. Y no era porque no lo hubiese intentado, lo que pasaba es que siempre acababan discutiendo…

Se quedó mirando la alianza que relucía en su mano izquierda. Nunca había tenido un anillo de compromiso: en su momento, insistió en que no hacía falta que Brett se lo regalara, que era un gesto ridículo, dado que el compromiso, realmente, no había existido, pues sólo iba a transcurrir una semana desde que Brett le propusiera matrimonio hasta la fecha de la boda. Además, había añadido, no sin cierta amargura, los anillos de compromiso eran una prenda de amor, por lo que, en su caso, estaba completamente fuera de lugar que se los intercambiaran.

Ante sus palabras, Brett se había limitado a encogerse de hombros y decirle que hiciera lo que quisiera. Sin embargo, no estaba dispuesto a consentir que se casaran de tapadillo, como si tuvieran algo que ocultar.

—Pero –había protestado Nicola—, ¿no querrás que lo hagamos por todo lo alto? No creo que pueda pasar por todo eso.

—¿Y qué otra alternativa tenemos? Me parece que tendremos que hacerlo, sobre todo después de lo que te ha pasado y lo que la gente va diciendo por ahí.

—Bueno… –Nicola se había sonrojado hasta la raíz del pelo—, de acuerdo, pero que sea algo lo más tranquilo y digno posible… –se interrumpió al ver un destello de ironía en su mirada—. Oye, Brett –declaró algo picada—, te aseguro que puedo comportarme con toda la dignidad del mundo si me lo propongo.

—No lo dudo, aunque te confesaré que me gustas más cuando no lo haces –rió Brett.

Recordó que, al oírle, sólo fue capaz de mirarlo con los ojos como platos de puro asombro, y que aquellas palabras sólo habían servido para alimentar sus locas esperanzas.

Así que, sin poner más obstáculos, acabó casándose con Brett Harcourt en una bonita y sencilla ceremonia. Ella eligió un vestido de tul y seda, como el de una bailarina, y en vez de velo, se colocó una corona de flores en la cabeza. La boda se celebró en el jardín de la casa de Brett y casi todos los invitados eran parientes suyos. Sus dos hijos también habían estado presentes, pero eran tan pequeños que no habían comprendido el alcance real de lo que estaban presenciando. Sin embargo, los dos se pusieron como locos de contento en cuanto se enteraron de que, a partir de aquel día, Nicola se iría a vivir con ellos.

Recordó también que, al pronunciar sus votos matrimoniales, lo había hecho en voz muy baja y sintiéndose incómoda. Se había consolado pensando que, a fin de cuentas, estaba sinceramente enamorada de su apuesto y mundano esposo, así que, aquella boda no era una farsa total. Por desgracia, los hechos de aquellos dos años no habían sino confirmado que, desde el principio, eso era lo que había sido su matrimonio: una pura ficción.

 

 

—¿Qué tal el día? ¿Alguna novedad?

—¡Oh! –se sobresaltó Nicola. Estaba sentada delante de un hermoso escritorio, en la galería, revisando las cuentas de la casa. Tenía la chequera a un lado y un montón de facturas al otro. Eran ya las ocho y media, los niños estaban ya acostados, sonaba una melodía de Mendelssohn en el salón… y estaba tan concentrada que no había oído a Brett entrar.

Se quitó las gafas y se lo quedó mirando con un gesto severo. Él llevaba un vaso de whisky en una mano y con la otra se estaba deshaciendo el nudo de la corbata.

—Creía que ibas a venir a cenar –le espetó acusadoramente.

—Lo siento –se disculpó Brett—. Me han entretenido.

—No hace falta que te disculpes conmigo, sino con tus hijos. Les prometiste que verías los dibujos animados con ellos.

—¡Maldita sea! ¡Se me ha olvidado! ¿No los tenemos en video? Puedo verlos en otro momento.

—Era un programa especial.

—Vaya, por lo que veo, he metido la pata.

—Eso me temo. Por cierto, no creo que sea bueno para tu hígado que te acostumbres a cenar en vaso…

Brett Harcourt tenía unos ojos de color avellana que, para pesar de Nicola, podían ser tremendamente enigmáticos a veces. Otras, y eso era aún más duro para ella, fríos e insolentes. Pero lo peor era cuando se reían de ella, aunque Brett no moviera ni un solo músculo de la cara, como ocurría precisamente en aquel momento.

—Ésta es la primera y única copa que me he tomado en todo el día –dijo muy serio—. He tenido un día terrible en el trabajo y le dije a mi secretaria que me pidiera algo para cenar. ¿Es que acaso me has tomado por tu buena obra del día?

Ella parpadeó sin saber qué decir. Brett se había sentado en el borde del escritorio, sin dejar de mirarla. Nicola llevaba una larga camiseta estampada, unas mallas y tenía los pies descalzos.

—¿Qué quieres decir?

—Parece como si te hubieras propuesto reformarme. Casi como si fueras una esposa de verdad, y eso es algo que creo que has estado intentando evitar a toda costa.

Un ligero rubor le cubrió las mejillas, pero, aún así, consiguió mantener la frialdad.

—Por una buena razón, Brett: sólo soy tu mujer de cara a la galería, nada más.

—Sí, lo sé, ¿cuántas veces más me lo vas a repetir? –murmuró Brett, sonriendo.

—Tantas como tenga que recordarte que tú eres mi marido sólo nominalmente y que no voy a consentir que te entrometas en mi vida –contestó muy digna.

—No creo que esté haciendo semejante cosa.

Nicola se lo quedó mirando, procurando mantenerse impasible y fracasando miserablemente en el intento.

—¿Acaso crees que lo hago? –insistió Brett—. Dime alguna cosa, sólo una, que hayas querido hacer y que yo te lo haya impedido. A mí me parece que entras y sales cuando quieres, que organizas tu agenda como te da la gana…

—¿Y si, por ejemplo, decidiera largarme al Tibet? ¿Qué pasaría entonces? –preguntó desafiante.

—Pues te diría que no me parece una buena idea en absoluto.

—¡Ves lo que te quiero decir!

—Nicola –dijo Brett muy serio—, creo que, después de que casi te secuestrara un conocido mujeriego, llegamos al acuerdo de que ésta sería la mejor solución…

—Pero si sólo tenía diecinueve años –protestó la joven hecha una furia.

—Y ahora sólo tienes veinte… bueno –rectificó Brett al verla a punto de estallar—, casi veintiuno. A pesar de todo, aún me pregunto si ya has adquirido la madurez que te faltaba entonces –dijo burlonamente—. No me parece que tus delirantes planes de viajar al Tibet sean precisamente una muestra de madurez que digamos. Por cierto, eso me recuerda una cosa, ¿qué estabas haciendo en Lifeline esta mañana?

Nicola tragó saliva.

—¿Cómo te has…? ¿Acaso él…?

—Estaba casi seguro de que había un «él» en todo este asunto –comentó su marido secamente.

Nicola se levantó de un salto.

—¿Cómo te atreves a acusarme de semejante cosa? Sabes muy bien que desde… que desde que ocurrió aquello, y te puedo asegurar que entonces no tenía ni la menor idea de cuáles eran las auténticas intenciones de aquel hombre, no he vuelto a salir con nadie. Tal y como tú lo pintas, parece que voy por ahí provocando.

Brett enarcó una ceja.

—No hace falta que lo hagas, Nicola. Se quedan pasmados sólo con verte. Entonces, explícame, ¿qué hacías en Lifeline? ¿Por qué te pone tan furiosa que te lo pregunte?

—Brett, si me has estado siguiendo, te aseguro que… –masculló entre dientes.

—¿Sí? ¿Qué vas a hacer? –le interrumpió su marido.

Tuvo en la punta de la lengua una réplica verdaderamente mordaz, pero en el último momento se contuvo.

—¿Me has seguido? –repitió.

—No; te vi desde el coche cuando salías. No me importaría que hubieras decidido añadir las buenas obras a tus intereses musicales –dijo, señalando el arpa que había en una de las esquinas de la estancia—, a las lecciones de vuelo, las clases de indonesio y las prácticas de cerámica, pero algo me dice que no van por ahí los tiros.

Nicola respiró hondo para tranquilizarse.

—Sabes que sé tocar ese arpa, que hablo indonesio, que me encanta la cerámica y que me gustan más aún las lecciones de vuelo… ¿es que estás empeñado en fastidiarme por alguna razón que se me escapa? –preguntó, enarcando las cejas.

—No, nada de eso, todo lo contrario. Me parece que eres una mujer extremadamente inteligente, con un gran sentido artístico, y sé además por tu instructor de vuelo que las clases se te dan estupendamente. Pero eso no explica para qué has ido a Lifeline.

Nicola recorrió la estancia a grandes zancadas, intentando afrontar el hecho de que, como siempre ocurría, no podía ocultarle nada a Brett… lo que hacía más sorprendente si cabe que hubiese sido capaz de disimular sus verdaderos sentimientos hacia él durante tanto tiempo.

Se detuvo delante del arpa, y suavemente, deslizó sus dedos por las cuerdas, haciendo sonar un dulce acorde. Más tranquila, se dio la vuelta para enfrentarse a Brett.

Él todavía estaba sentado en el borde del escritorio, jugueteando con la corbata que acababa de quitarse, una alegre prenda de pequeños rombos rojos, azules y verdes sobre un fondo color marfil que casaba muy bien con la camisa.

Incluso estando sentado, se notaba que era un hombre muy alto. Tenía doce años mayor que ella y estaba dotado de una mente aguda e inquisitiva. Aunque no se podía decir que fuera guapo en el sentido común del término, sus rasgos aquilinos y, sobre todo, su increíble encanto, hacían de él un hombre realmente atractivo.

Dotado de una mente poderosa y un físico espectacular, Brett era un hombre acostumbrado a conseguir lo que se propusiera.

Era una combinación irresistible… y no sólo para ella, pensó con tristeza, sino para la mayoría de las mujeres, incluida Marietta, aunque ya hubieran pasado más de cuatro años desde el divorcio.

—¿Y bien, Nicola?

Ella levantó la mirada para enfrentar la de su marido.

—Fui a ver a un consejero matrimonial.