Ilícitos atípicos - Manuel Atienza - E-Book

Ilícitos atípicos E-Book

Manuel Atienza

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Beschreibung

La obra aborda la noción de Ilícitos atípicos desde dos ideas fundamentales. La primera es que las tres figuras del abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder obedecen a una misma lógica. Y la otra es que lo que caracteriza a los Ilícitos atípicos (frente a los ilícitos típicos) es su oposición a los principios (pero no a las reglas) del sistema jurídico.

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Ilícitos atípicos

Ilícitos atípicos.Sobre el abuso del derecho, el fraude de leyy la desviación de poder

Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero

 

 

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

 

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS            Serie Derecho

Consejo Asesor: Perfecto Andrés                           Joaquín Aparicio                           Antonio Baylos                           Juan-Ramón Capella                           Juan Terradillos

 

 

Primera edición: 2000

Segunda edición: 2006

Título original: La prova dei fatti giuridici

© Editorial Trotta, S.A., 2000, 2006, 2023

www.trotta.es

© Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, 2000

Diseño

Joaquín Gallego

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-125-6

ÍNDICE

Presentación

Capítulo I: INTRODUCCIÓN

 1. La teoría general del Derecho y el concepto de ilícito: las razones de una ausencia

 2. Reglas y principios

 3. El elemento justificativo de las normas

 4. Una definición de acto ilícito

 5. La clasificación de los actos ilícitos en típicos y atípicos

 6. Clases de ilícitos atípicos. El papel de los principios en la definición de la conducta ilícita

Capítulo II. EL ABUSO DEL DERECHO

 7. El surgimiento de la figura y su porqué

 8. La disposición del artículo 7.2 Cc y las normas expresadas por ella

 9. «Abuso del derecho» como término que designa una propiedad valorativa. La distinción entre significado y condiciones de aplicación

10. Las condiciones de aplicación del abuso según la jurisprudencia

11. Principios y moralidad positiva. Una posición equivocada

12. El derecho de propiedad y el abuso del derecho

13. Una definición de abuso del derecho...

14. ... y su aplicación a un caso paradigmático

15. Una estructura normativa de dos niveles, pero situados ambos dentro del Derecho

16. Abuso del derecho y laguna axiológica en el nivel de las reglas

17. ¿Cabe el abuso del derecho en relación con los derechos fundamentales?

Capítulo III. EL FRAUDE DE LEY

18. Cuándo y por qué surge el fraude de ley

19. Fraude de ley y normas que confieren poder

20. La estructura del fraude de ley

21. Una definición de fraude de ley...

22. ... y su aplicación a un caso paradigmático

23. Lo que es y lo que no es el fraude

24. Fraude de ley, aplicación e interpretación del Derecho

25. Fraude de ley y abuso del derecho

26. Nota sobre el fraude de ley en el Derecho internacional privado

Capítulo IV. LA DESVIACIÓN DE PODER

27. Origen y sentido de la institución

28. Poderes privados y poderes públicos: fines y discrecionalidad

29. Una definición de desviación de poder

30. Desviación de poder, fraude de ley y abuso del derecho

31. Aplicación de la definición a un caso paradigmático

32. Algunas consecuencias de la definición

33. Los requisitos de la desviación de poder

34. ¿Fines de interés general, pero prohibidos?

35. ¿Carácter subjetivo u objetivo de la desviación?

Capítulo V. SOBRE LA LICITUD ATÍPICA

36. Tres supuestos de licitud atípica

37. La tolerancia jurídica

38. Licitud atípica y carácter perentorio de las reglas

Capítulo VI. CONCLUSIONES

Referencias

PRESENTACIÓN

Ilícitos atípicos es la continuación de un libro anterior, Las piezas del Derecho, en el que presentamos una teoría de los enunciados jurídicos, esto es, de los elementos más básicos en que cabe descomponer el Derecho, visto como lenguaje. En aquel libro señalábamos que, de cara a elaborar una teoría general del Derecho, al estudio de los enunciados jurídicos debía seguirle el de las acciones jurídicamente relevantes. Lo que aquí presentamos es, esencialmente, una parte de esa teoría de las acciones jurídicamente relevantes o, todavía mejor, una parte de la teoría referida a las acciones ilícitas, las contrarias al Derecho.

Dos son las ideas fundamentales a partir de las cuales hemos tratado de elaborar en este libro la noción de «ilícitos atípicos». Una es que las tres figuras del abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder obedecen, por así decirlo, a una misma lógica; son concreciones de un mismo concepto general (precisamente, el de ilicitud atípica). Y la otra idea es que lo que caracteriza a los ilícitos atípicos (frente a los ilícitos típicos) es la oposición a los principios (pero no a las reglas) del sistema jurídico; ello hace que se trate de una noción difícil de analizar teóricamente, pero de una gran importancia práctica.

Las dificultades teóricas para elaborar la noción de ilicitud atípica derivan fundamentalmente del hecho de que la teoría estándar de la norma jurídica se ha centrado, al menos hasta hace poco, en el análisis de algunos tipos de reglas jurídicas, pero ha descuidado el de otros tipos de normas y, en particular, el de los principios; además, en el estudio de la norma jurídica se ha tendido a privilegiar lo que cabría llamar sus rasgos estructurales (en ese sentido, habría sido fundamentalmente una teoría estática), pero el análisis de la noción de ilicitud atípica (y de sus tres formas principales: el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder) exige centrarse en la manera como argumentativamente operan las normas, esto es, en el elemento funcional, dinámico, de las mismas.

La importancia práctica de los ilícitos atípicos es fácil de explicar. Dado que en nuestros Derechos (los que responden a lo que se viene llamando «el paradigma constitucional», o sea, los Derechos del Estado constitucional) adquieren una singular importancia los principios jurídicos, resulta también inevitable que pasen al primer plano aquellas instituciones que se vinculan de manera esencial con los principios. Es por eso bien significativo que cuando recientemente el Consejo General del Poder Judicial ha tratado de fijar un modelo de juez (digamos, de juez acorde con el anterior paradigma), haya seleccionado como notas características del mismo, además de la posesión de conocimientos jurídicos suficientes, la capacidad para integrarlos en los valores de la sociedad y el respeto a los valores constitucionales (las libertades, la igualdad y el pluralismo), el estar «alerta frente a los abusos del derecho y las desviaciones de poder»1. Si a estas dos últimas figuras se añade la del fraude de ley (lo cual —nos atrevemos a sugerir— está completamente en línea con el espíritu de ese libro) y se acepta (lo que tampoco parece difícil) que las capacidades, las virtudes, de los jueces no pueden ser muy distintas a las de los otros profesionales del Derecho, entonces podríamos llegar a la conclusión de que el tipo de jurista que precisa un Estado constitucional de Derecho debe incluir, entre otras capacidades, la de detectar y reaccionar frente a la forma peculiar de atentado contra el Derecho que suponen los ilícitos atípicos: el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder.

El libro que hemos escrito tiene muy en cuenta esta última circunstancia, y de ahí que hayamos procurado hacer compatible nuestra condición de filósofos o teóricos generales del Derecho con el propósito de dirigirnos a un público amplio de juristas. Hemos dedicado por ello un considerable esfuerzo a conocer lo que los dogmáticos del Derecho (sobre todo civilistas y administrativistas) han escrito sobre esas figuras, a fin de confrontarlo con nuestras propias ideas. Por momentos puede parecer incluso que el nivel en que nos situamos es el de la dogmática jurídica o, si se quiere, el de lo que se ha llamado la «alta dogmática» (dicho esto sin la menor pretensión por nuestra parte, ya que la altura no significa profundidad, sino simplemente nivel de abstracción). Sin embargo, nuestro análisis tiene un carácter más reconstructivo (y menos descriptivo) de lo que suele encontrarse en los estudios de dogmática jurídica sobre estas materias. Con ello queremos decir que nuestro propósito fundamental no es (o no es solo) el de construir conceptos que sean operativos, válidos, para un determinado sistema jurídico (el español actual), sino más bien el de elaborar los «tipos ideales» del abuso del derecho, del fraude de ley y de la desviación de poder. Hemos tenido en cuenta, para ello, algunos rasgos característicos de estas figuras tal y como se presentan en nuestro sistema jurídico, pero prescindiendo de las notas que pudieran considerarse «contingentes», esto es, aquellas cuya presencia se debe a peculiaridades del sistema que podrían ser «superadas» de acuerdo con la «lógica» interna de esos conceptos, y de la cual forma parte esencial la noción de coherencia. Por supuesto, creemos que ese tipo de reconstrucción teórica no deja de tener consecuencias prácticas en las elaboraciones dogmáticas y en la utilización que de esas figuras realizan los juristas prácticos; un buen ejemplo de ello lo proporciona la discusión a propósito de la interpretación subjetivista u objetivista de la desviación de poder.

Son muchas las personas que nos han ayudado a mejorar un libro que ha resultado corto en extensión, pero largo —quizás excesivamente largo— en su tiempo de elaboración. La lista incluye a Tomás-Ramón Fernández, Juan Álvarez-Sala, Germán Valencia, Riccardo Guastini y a nuestros compañeros de Departamento Juan Antonio Pérez Lledó, Daniel González Lagier, Pablo Larrañaga, Victoria Roca, Macario Alemany, Roberto Lara y, de forma muy especial, Josep Aguiló, Ángeles Ródenas e Isabel Lifante. De todos ellos podemos decir que, sin incurrir por nuestra parte en ningún tipo de abuso, fraude o desviación, han mantenido con nosotros una conducta que, sin duda, va mucho más allá de lo estrictamente exigible en Derecho.

1.Libro Blanco de la Justicia, Madrid, 1997, p. 45.

Capítulo I

INTRODUCCIÓN

1.La teoría general del Derecho y el concepto de ilícito: las razones de una ausencia

El tema del abuso del derecho y del fraude de ley (y, por supuesto, el de la desviación de poder) no está entre los que suelen ser objeto de estudio por parte de la teoría general del Derecho. Tomemos como ejemplo las obras de autores como Austin, Kelsen y Ross y veamos a qué se debe esa ausencia.

En las Lectures on Jurisprudence (Austin, 1977, 149 ss.), John Austin consideró que entre los principios, nociones y distinciones que constituyen el objeto de la General Jurisprudence solamente algunos de ellos tienen carácter necesario, en el sentido de que no podemos imaginar coherentemente un sistema de Derecho desarrollado que no haga uso de los mismos. Una de esas nociones necesarias es la de ilícito o delito (injury); las otras cinco son las de deber, derecho, libertad, castigo y reparación (redress). Pero entre las distinciones a trazar dentro de los ilícitos no aparecen la categoría de ilícitos que nosotros llamaremos «atípicos» y a la que pertenecen las tres nociones mencionadas. Para Austin, las únicas distinciones que, dentro del campo de los ilícitos, tienen carácter necesario (la influencia del Derecho romano en su concepción es obvia) son las que permiten separar los crímenes (los delitos públicos) de los ilícitos civiles (los delitos privados) y, dentro de esta última categoría, la que tiene lugar entre los torts, por un lado, y las rupturas de las obligaciones provenientes de contratos o de cuasi contratos, por otro. Hay también otros principios, nociones y distinciones que son objeto de estudio de la teoría general del Derecho (de la General Jurisprudence), pero no por razones de necesidad lógica, sino por simple utilidad, esto es, porque aparecen normalmente en los sistemas de Derecho evolucionados; sin embargo, Austin no menciona tampoco aquí el abuso del derecho, el fraude de ley o la desviación de poder (o lo que podría ser su equivalente funcional en el sistema del common law).

Como es bien sabido, el concepto de delito o de acto ilícito forma parte del elenco de los conceptos básicos de la teoría kelseniana del Derecho. El delito se define a partir de la sanción; sería «la conducta de aquel hombre contra quien, o contra cuyos allegados, se dirige la sanción como consecuencia» (Kelsen, 1979a, 129). Kelsen establece por ello una distinción entre ilícitos penales y civiles, según el tipo de sanción que llevan aparejada: «El acto antijurídico es delito si tiene una sanción penal, y es una violación civil si tiene como consecuencia una sanción civil» (Kelsen, 1979b, 60). Como para Kelsen la sanción civil es la ejecución forzosa, de ahí se sigue que el ilícito civil propiamente dicho no es la acción consistente en causar un daño, sino la no reparación de ese daño. Pero tampoco Kelsen va más allá de esta clasificación generalísima de los ilícitos, y no entra en el análisis de las figuras que a nosotros nos interesan ahora.

Una explicación para esa ausencia puede encontrarse, sin duda, en la propia generalidad de las teorías, dado que el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder son, en nuestra opinión, especies del género acto ilícito. Pero, además, se trata de un tipo de ilícito que supone acciones contrarias no a una norma jurídica específica —a una regla—, sino a un principio. Por lo tanto, nos encontramos aquí con categorías que no pueden ser analizadas —o bien analizadas— en el contexto de teorías que descuidan el hecho de que el orden jurídico está compuesto por reglas y por principios (amén de por otros tipos de entidades que de momento no nos interesan)1. Una concepción imperativista como la de Austin que ve el Derecho como conjunto de mandatos provenientes de un soberano, o el normativismo asimismo imperativista de Kelsen que identifica como material jurídico únicamente a los enunciados coactivos de cierto tipo, no parecen, en efecto, aptos para incluir en su campo temático los principios jurídicos y no configuran, por tanto, el punto de partida adecuado para el estudio de estas figuras.

Podría quizás pensarse que un autor realista como Alf Ross se encontraba intelectualmente mejor equipado para dar cuenta de figuras como el abuso del derecho, el fraude de ley o la desviación de poder. En efecto, la importancia que atribuye Ross a elementos tales como la «tradición de cultura» o la «conciencia jurídica material» en la conformación de las decisiones judiciales, frente al sistema de reglas provenientes de las «fuentes formales» del Derecho, podría haberle habilitado para abordar estos ilícitos atípicos desde un ángulo que resulta vedado a posiciones puramente imperativistas como las de Austin o Kelsen. Ciertamente, la teoría del Derecho de Ross (cf. Ross, 1963) no incluye un tratamiento general de la noción de ilícito, pero sí se ocupa extensamente de conceptos —como los de derecho subjetivo, «disposición privada» (negocio jurídico, en terminología más usual) o norma de competencia— en relación con los cuales hubiera cabido dar cuenta del abuso, del fraude o de la desviación. El que esto no haya sido así y el que tampoco en Ross encontremos un tratamiento de estos ilícitos atípicos tiene su explicación, entre otros posibles factores, en que el irracionalismo práctico radical de Ross le conduce inevitablemente a una visión algo empobrecida de la manera como el Derecho incide en el razonamiento práctico de sus destinatarios: las normas jurídicas de conducta son vistas por él bajo la forma exclusiva de reglas (y no también de principios) y la única dimensión de las normas a la que atiende es a la de guía de la conducta (y no también a la de criterio de valoración —de justificación y de crítica— de esa misma conducta). Pues bien, como veremos seguidamente, estas distinciones (entre reglas y principios, por un lado, y entre dimensión directiva y valorativa, por el otro) son capitales para poder dar cuenta adecuadamente de las figuras que ahora nos interesan.

2.Reglas y principios

Partamos, a fin de analizar la noción de principio jurídico y la diferencia entre principios y reglas, de un ejemplo: la protección del derecho al honor. En todos los sistemas jurídicos contemporáneos se castigan la calumnia y la injuria. Así, en el código penal español se define la calumnia como la imputación de un delito con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad, y se distinguen dos supuestos de calumnia, según que vaya acompañada o no de publicidad; concretamente, para la calumnia realizada con publicidad se prevé una pena de prisión de seis meses a dos años o multa de seis a veinticuatro meses. La injuria, por su lado, se define como la acción consistente en lesionar la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación; y las injurias graves efectuadas con publicidad se castigan con multa de seis a catorce meses. Por supuesto, existen también normas de tipo civil que se conectan con las anteriores: una, por ejemplo, otorga a la persona injuriada un derecho a percibir una determinada indemnización; otra precisa que no cabe indemnización si el titular del derecho otorgó su consentimiento en forma expresa, etc.

Pues bien, todos los anteriores son ejemplos de reglas de acción, esto es, de pautas específicas de conducta que establecen mandatos o permisiones y que se caracterizan por los dos siguientes rasgos. El primero es que su estructura consiste en un antecedente o condición de aplicación, que contiene un conjunto cerrado de propiedades; y un consecuente o solución normativa en donde cabe distinguir, a su vez, dos elementos: una acción (mejor, una clase de acciones) y su calificación deóntica como obligatoria, prohibida, permitida, etc. Decimos un conjunto «cerrado» de propiedades porque, por ejemplo en relación con la norma que castiga la calumnia con publicidad, la obligación que tiene el juez de imponer esa pena de prisión o de multa requiere que se den tres circunstancias: que se impute a otro un delito; que exista el conocimiento de su falsedad o un temerario desprecio hacia la verdad; y que se haga con publicidad. Pero, ciertamente, esas propiedades pueden muy bien carecer de límites precisos, esto es, padecer de vaguedad (por ejemplo, ¿qué significa «temerario desprecio hacia la verdad »?; o bien, en relación con la publicidad el código establece que «la calumnia y la injuria se reputarán hechos con publicidad cuando se propaguen por medio de la imprenta, la radiodifusión o por cualquier otro medio de eficacia semejante», pero ¿en qué condiciones puede afirmarse que otro medio tiene una «eficacia semejante»?). Igualmente, las acciones mencionadas en el consecuente (las consecuencias jurídicas) pueden estar más o menos indeterminadas (la pena puede ser de prisión o de multa, y la prisión oscilar entre seis meses y dos años), pero esa indeterminación se encuentra siempre circunscrita en una clase de acciones que se debe (si la norma es de mandato) o se puede (si es permisiva) realizar; en ese sentido, puede decirse también que la acción (o acciones) ordenada(s) en el consecuente es (son) «cerrada(s)». La segunda característica —consecuencia de lo anterior— es que las reglas de acción pretenden regular la conducta de sus destinatarios excluyendo su propia deliberación como base para la determinación de la conducta a seguir: el juez debe aplicar tal pena cuando se encuentra frente a (es competente para juzgar) un caso que cumpla tales y cuales propiedades; los ciudadanos deben abstenerse de realizar tal tipo de acción; o bien pueden realizar la acción en cuestión si concurren determinadas circunstancias (con lo que, en cierto modo, se trata ya de otra acción), etc.

Hay, sin embargo, otro tipo de reglas —reglas de fin— que se diferencian de las anteriores —de las reglas de acción— únicamente en que en el consecuente establecen el deber o la permisión no de realizar una determinada acción, sino de dar lugar a un cierto estado de cosas. Por ejemplo, pensemos en una disposición administrativa que fija a tal órgano administrativo el objetivo (la obligación) de lograr que los funcionarios que de él dependen (o un cierto porcentaje de los mismos, digamos, al menos el 50%) aprendan la lengua vernácula. Para cumplir esa regla, el destinatario (el órgano) tiene una variedad de medios entre los cuales puede optar: puede ofrecer clases gratuitas, ventajas de promoción en el empleo, amenazar con sanciones, etc. Pero el objetivo fijado —el estado de cosas a alcanzar— es cerrado: se consigue si, por seguir con el ejemplo, más del 50% de los funcionarios, al cabo de un tiempo, logran pasar un test que mide su competencia en tal lengua.

Ahora bien, en nuestros sistemas jurídicos no existen únicamente normas de los tipos antes descritos (reglas de acción y reglas de fin), sino también otras a las que suele llamarse principios, y en las que cabe, a su vez, distinguir entre principios en sentido estricto y directrices o normas programáticas. Tales principios sirven, por un lado, como justificación de las reglas, de las pautas específicas: así, en relación con los ejemplos de reglas de acción que antes hemos puesto, puede decirse que lo que las dota de sentido son los principios de libertad de expresión y de respeto al honor (o, si se quiere, el límite a la libertad de expresión que supone el derecho al honor) y el objetivo de prevenir conductas que lesionen el honor de forma inaceptable —de forma que no resulte justificada, por ejemplo, por el principio de libertad de expresión; y, en relación con el ejemplo de regla de fin, lo que le da sentido es el propósito de conservar una lengua y, con ello, las señas de identidad de un grupo humano, etc.

Pero, por otro lado, los principios cumplen también una función de regulación de la conducta, especialmente de la conducta consistente en establecer normas o en aplicar las normas existentes a la resolución de casos concretos; esto último (la dimensión directiva de los principios en relación con los órganos aplicadores) ocurre cuando no existen reglas específicas aplicables, cuando éstas presentan problemas de indeterminación en su formulación, o cuando las reglas existentes parecen estar en conflicto con los principios que las justifican o con otros principios del sistema. Lo característico de los principios se halla en que en su antecedente o condición de aplicación no se contiene otra cosa sino la propiedad de que haya una oportunidad de realizar la conducta prescrita en el consecuente; y en este último, o solución normativa, se contiene una prohibición, un deber o una permisión prima facie de realizar una cierta acción (en el caso de los principios en sentido estricto) o de dar lugar a un cierto estado de cosas en la mayor medida posible (en el caso de las directrices o normas programáticas). Así, el principio de libertad de expresión (entendido como principio dirigido a los órganos públicos) establece que siempre que se dé una ocasión de expresar pensamientos, ideas u opiniones, y si no concurre otro principio que en relación con el caso tenga un mayor peso y opere en sentido contrario, está prohibido establecer prohibiciones u obligaciones relativas a esas conductas, impedir de algún modo su realización o imponer sanciones como consecuencia de las mismas. Y la directriz de procurar el desarrollo y mantenimiento de las lenguas vernáculas establece que, siempre que exista la oportunidad de favorecer ese estado de cosas, los órganos públicos (o determinados órganos públicos) deben procurar en la mayor medida posible que aumente o se consolide entre la población la utilización de esa lengua como vehículo de comunicación.

De esta forma, los principios —a diferencia de las reglas— no pretenden excluir la deliberación del destinatario como base de la determinación de la conducta a seguir sino que, bien al contrario, exigen tal deliberación. Cuando los destinatarios son los órganos legislativos o administrativos, estos deben determinar bajo qué condiciones un cierto principio (en sentido estricto) prevalece sobre otros (dando lugar a alguna regla como la de los ejemplos señalados) o bien trazar cursos de acción que aseguren la obtención, en la mayor medida posible, de diversos estados de cosas causalmente interrelacionados entre sí y exigidos por directrices diversas (dando lugar, por ejemplo, a reglas de fin como la antes mencionada o a reglas de acción idóneas para facilitar el objetivo propuesto: estipulando, por ejemplo, que los tribunales de oposiciones concedan una cierta prima a los candidatos a funcionarios que conozcan la lengua vernácula). Cuando los destinatarios son los jueces, los principios sirven de guía de comportamiento cuando —como antes decíamos— no existen reglas específicas que se apliquen a un caso, cuando estas son indeterminadas en su formulación, o cuando aparece algún tipo de desacuerdo entre las reglas y los principios que las justifican. En tales supuestos, el juez lleva a cabo una ponderación entre principios, cuyo resultado es precisamente una regla. Por eso, tiene pleno sentido decir que los principios no determinan directamente (es decir, sin la mediación de las reglas) una solución. Precisamente por lo anterior, puede decirse (desde otra perspectiva) que la distinción entre reglas y principios solo tiene pleno sentido en el nivel del análisis prima facie, pero no una vez establecidos todos los factores, esto es, a la luz de todos los elementos pertenecientes al caso de que se trate, pues entonces la ponderación entre principios debe haber dado lugar ya a una regla (Atienza y Ruiz Manero, 2000).

3.El elemento justificativo de las normas

El resultado al que hemos llegado en el anterior punto es que las reglas y los principios aparecen interrelacionados: la «vocación » de los principios —si se puede hablar así— es dar lugar a reglas (legislativas o jurisprudenciales); y las reglas se justifican por su adecuación con los principios. Tratemos ahora de precisar más en qué consiste ese elemento justificativo de los principios.

En un trabajo anterior (Atienza y Ruiz Manero, 1996), al hablar de las normas como razones para la acción, mostrábamos que había que distinguir entre el elemento propiamente directivo de las normas: su función de dirigir la conducta, y el elemento justificativo: lo que hace que la conducta prohibida aparezca como disvaliosa, la obligatoria como valiosa y la permitida como indiferente (no hay nada que reprochar al que hace o al que deja de hacer lo que está permitido). Hay, pues, una relación intrínseca entre las normas y los valores, puesto que el establecer, por ejemplo, la obligatoriedad de una acción p implica necesariamente atribuir a esa acción un valor positivo. Pero, además, considerábamos que existe una preeminencia del aspecto justificativo o valorativo sobre el directivo (tesis esta estrictamente contraria a la de Kelsen) en cuanto, por ejemplo, tiene sentido decir que calumniar es una acción disvaliosa y, por eso, está prohibida, mientras que, en nuestra opinión, no lo tendría (en contra de lo que piensa Kelsen) decir que calumniar es una acción disvaliosa porque está prohibida.