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A pesar de que el concepto de dignidad humana sea probablemente el más básico del Derecho del Estado constitucional, los juristas no se han preocupado, hasta hace muy poco, por aclarar esa noción; en muy buena medida, eso se debe al predominio —en la teoría y en la práctica del Derecho—, también hasta fechas muy recientes, del paradigma iuspositivista, con su tesis de la separación conceptual (radical) entre el Derecho y la moral. «Sobre la dignidad humana» supone un intento de colmar esa laguna partiendo de una concepción postpositivista del Derecho que tiende a subrayar su carácter de práctica social, de actividad dirigida al logro de ciertos fines y valores, lo que lleva a entender las relaciones entre el Derecho y la moral en términos no solo de separación, sino también de continuidad. En los seis primeros capítulos del libro, se aborda el concepto de dignidad humana desde una variedad de perspectivas —la bioética, los derechos de la personalidad, el Derecho constitucional o la fundamentación de los derechos humanos—, mientras que el último (que es también el más extenso) está dedicado a elaborar una concepción general y (razonablemente) sistemática de la dignidad humana, poniendo el acento en su dimensión jurídica. Para ello se proponen fundamentalmente dos ejes de análisis. El primero consiste en considerar la dignidad como un concepto puente, de manera que, por un lado, se trata de establecer las condiciones que deben darse para atribuir dignidad a una entidad (el problema de la personalidad o de la agencia moral), mientras que, por otro lado, se necesita mostrar también cuáles son las consecuencias normativas de la dignidad, qué derechos y qué deberes suponen un juicio de atribución de dignidad. Desde el segundo eje, lo que se subraya es la importancia de diferenciar varios planos de abstracción: la dignidad en su sentido más profundo y abstracto; la dignidad como uno de los principios morales y/o jurídicos, y la dignidad traducida o concretada en derechos fundamentales.
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Seitenzahl: 354
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Sobre la dignidad humana
Manuel Atienza
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Derecho
© Editorial Trotta, S.A., 2022http://www.trotta.es
© Manuel Atienza, 2022
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ISBN: 978-84-1364-091-4
A la memoria de Carlos Nino y de Javier Muguerza, maestros inolvidables
Presentación
Capítulo 1: SOBRE EL CONCEPTO DE DIGNIDAD HUMANA
1. Una noción ubicua y confusa
2. La dignidad humana según la Iglesia católica
3. Crítica del concepto de dignidad humana según Jesús Mosterín
4. Steven Pinker y la estupidez de la dignidad
5. La dignidad humana según Ernesto Garzón Valdés
6. Dos dimensiones en la idea de dignidad humana
7. Conclusiones provisionales
Capítulo 2: DERECHO SOBRE EL PROPIO CUERPO, PERSONA Y DIGNIDADHUMANA.
1. Qué es el derecho sobre el propio cuerpo
2. Derecho subjetivo, persona y dignidad humana
2.1. Los derechos fundamentales según Luigi Ferrajoli y el derecho sobre el propio cuerpo
2.2. Derechos fundamentales y valores. La noción de personay de dignidad humana en Kant
3. La concepción liberal de la persona y la concepción kantiana. Cómo escapar del perfeccionismo moral
4. Los principios de la bioética
5. El derecho sobre el propio cuerpo y sus consecuencias
5.1. El caso de los wannabee
5.2. El caso de la donación de órganos
5.3. El caso del bebé-medicamento y el de las madres de alquiler
6. Una formulación del principio de dignidad humana
Capítulo 3: SOBRE LA DIGNIDAD EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978
1. Introducción
2. Cómo entender los enunciados constitucionales que incorporanla noción de dignidad
3. Dignidad humana y derechos fundamentales
4. El contenido de la dignidad humana
5. El valor de la dignidad y el razonamiento ponderativo
6. Valores jurídicos y postpositivismo
Capítulo 4: LA VÍA NEGATIVA A LA DIGNIDAD. UN COMENTARIO
1. El planteamiento de Rodolfo Vázquez
2. Algunas dudas razonables
3. Y una coincidencia de fondo
Capítulo 5: EL FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS HUMANOS: ¿DIGNIDAD O AUTONOMÍA?
1. Un ejemplo de falsa oposición
2. La unidad del valor en Kant
3. Isaiah Berlin: pluralismo valorativo y objetivismo moral
4. Unidad del valor y dignidad humana en Ronald Dworkin
5. ¿Es posible una síntesis?
Capítulo 6: LA DIGNIDAD SEGÚN JEREMY WALDRON
1. Las tesis de Waldron sobre la dignidad humana
2. Una crítica
2.1. Irrelevancia teórica
2.2. Idealismo filosófico
3. ¿Una explicación para la posición de Waldron?
Capítulo 7: LAS DIMENSIONES DE LA DIGNIDAD HUMANA
1. El núcleo normativo de la dignidad
2. La dignidad como utopía jurídica: Ernst Bloch
3. Dignidad humana y socialismo
4. Defensa del objetivismo moral
5. Sobre la historia del concepto de dignidad
6. Sobre los derechos de los animales
7. Agencia moral y máquinas
8. Conclusiones
Bibliografía
Índice de nombres
El concepto de dignidad humana es uno de los más básicos del Derecho, por no decir el más básico. La razón para pensar así es bastante obvia: en los Derechos del Estado constitucional la dignidad humana es considerada —por el propio ordenamiento— el fundamento de todos los derechos, y el test de validez de las normas del sistema incluye por ello, necesariamente, una referencia a ese concepto: una norma que vulnere la dignidad humana no puede, pues, considerarse una norma válida. Y algo parecido cabe decir en relación con la moral: es difícil imaginar un sistema moral —de moral justificada— que no incorpore, y en un lugar de preeminencia, el principio de dignidad humana.
Y, sin embargo, ni los juristas (incluidos los teóricos del Derecho) ni los filósofos parecen haberse preocupado mucho, hasta fechas muy recientes, por analizar ese concepto. Por lo que hace al mundo del Derecho, la explicación me parece que reside, fundamentalmente, en el dominio que han ejercido —que sigue ejerciendo— el positivismo jurídico y la tesis —la más característica tesis iuspositivista— de la separación entre el Derecho y la moral. Negar carácter moral a la noción de dignidad humana es algo que se asemeja bastante a una imposibilidad lógica y de ahí que, ante esa situación, la actitud, digamos, natural de un jurista imbuido de esa cultura haya sido la de prescindir de alguna manera del concepto, o bien atribuirle un valor puramente retórico, con lo que se llegaba en realidad a la misma conclusión: a no considerarlo un concepto básico del Derecho.
Se trata, en mi opinión, de un claro prejuicio intelectual, que ha contribuido mucho a empobrecer nuestra cultura jurídica y a dificultar también que la teoría —y la práctica— del Derecho pueda jugar un papel destacado en la transformación social. En los tres últimos libros que he publicado en esta editorial (Filosofía del Derecho y transformación social, Comentarios e incitaciones y Una apología del Derecho) he procurado combatir esa concepción del Derecho —el normativismo positivista— y contribuir a la construcción de una nueva, el postpositivismo constitucionalista, que permita dinamizar la cultura jurídica y cambiar también la idea que del Derecho suele tenerse en nuestras sociedades. El objetivo de este nuevo libro es proseguir con esa tarea, incorporando para ello el análisis del concepto que, de alguna manera, puede considerarse la clave de bóveda de todo el edificio postpositivista. La idea fundamental de esa, relativamente nueva, concepción —como quizás el lector recuerde— es que el Derecho no puede considerarse únicamente un conjunto —un sistema— de normas; es, fundamentalmente, una actividad, una práctica social dirigida al logro de ciertos fines y valores. Y la dignidad humana viene a ser, precisamente, el valor que de alguna manera contiene a todos los otros. Esta sería la tesis fundamental que pretendo defender en este libro.
No es fácil hacerlo porque, como ocurre con los conceptos más básicos de cualquier campo, la de dignidad dista de ser una noción simple; es una categoría compleja y por razones, digamos, no únicamente teóricas, sino también prácticas, por no decir ideológicas. Muchas de las discusiones que despiertan los mayores desacuerdos en el mundo contemporáneo tienen que ver con ello: con distintas maneras de entender la dignidad humana, o bien con la contraposición que algunos creen ver entre ese y otros valores fundamentales, como el de autonomía.
Mi interés por estudiar con detenimiento el concepto de dignidad humana —o algunos aspectos de ese concepto— proviene de varias invitaciones para participar en libros colectivos situados en el ámbito de la bioética o del Derecho constitucional. Luego he buscado proseguir ese análisis en otros campos y ampliarlo hasta llegar a lo que podría llamarse una concepción general de la dignidad humana que pone de todas formas el acento en su dimensión jurídica. Los siete trabajos de que consta este libro (distribuidos en otros tantos capítulos) han sido escritos a lo largo de un lapso relativamente largo (algo más de una década) y trazan algo así como una línea progresiva orientada por la consideración de la dignidad humana como un principio que supone el derecho y la obligación que tiene cada individuo, cada agente moral, de desarrollarse a sí mismo como persona (un desarrollo que admite una pluralidad de formas, de maneras de vivir, aunque no cualquier forma de vida sea aceptable) y, al mismo tiempo, en la obligación, en relación con los demás, con cada uno de los individuos humanos, de contribuir a su libre (e igual) desarrollo. Lo que vengo a sostener en cada uno de esos capítulos es, expresado de la manera más sintética posible, lo siguiente.
En el primero, «Sobre el concepto de dignidad humana»1, me distancio de concepciones como la de la Iglesia católica, que hace de la apelación a la dignidad humana un uso básicamente ideológico, retórico; pero también de ciertos críticos de esas posiciones (como Mosterín o Pinker) que proponen lisa y llanamente abandonar un concepto que, según ellos, se puede reducir perfectamente a otros más precisos y fructíferos, como el de autonomía. Mi propuesta (próxima a la de Garzón Valdés e inspirada como la de este último en Kant) consiste en considerar la dignidad como un concepto puente, como una manera abreviada de decir que determinadas entidades poseen ciertas propiedades y, por ello, deben ser tratadas de cierta forma; y como un valor que, en realidad, no se opone ni a la autonomía ni a la igualdad: dignidad, igualdad y autonomía forman, por el contrario, una unidad compleja, son perspectivas distintas de una misma ley moral.
El capítulo segundo, «Derecho sobre el propio cuerpo, persona y dignidad humana»2, arranca de un análisis de la noción de derechos de la personalidad (en donde se ubica el derecho al propio cuerpo), para pasar luego a la de derechos fundamentales, persona y dignidad humana. Se pone el acento en la diferencia existente entre la concepción puramente liberal de la persona y la concepción kantiana (el ser racional como fin en sí mismo). Y se muestran las consecuencias que las diversas formas de entender el derecho al propio cuerpo y la dignidad humana tienen cuando se aplican a la resolución de diversos casos polémicos (que caen en el ámbito de la bioética) surgidos en los últimos tiempos.
En el capítulo tercero, «Sobre la dignidad en la Constitución española de 1978»3, el análisis gira en torno al artículo de la Constitución española (el 10.1) que hace de la dignidad humana un fundamento «del orden político y de la paz social». Y las preguntas a las que se trata de dar una respuesta son las siguientes: ¿cómo deben entenderse los enunciados constitucionales que hacen uso de esa expresión, «dignidad»?; ¿existe, en sentido estricto, un derecho fundamental a la dignidad?; ¿cuál sería el contenido de la dignidad humana?; ¿se trata de un valor absoluto y, capítulo segundo, si fuera así, no podría ser nunca objeto de ponderación?; ¿qué consecuencias tiene, para la concepción del Derecho, la incorporación de esa noción a un texto constitucional?
«La vía negativa a la dignidad humana. Un comentario» (capítulo cuarto) es una versión un poco modificada (básicamente para evitar redundancias) de mi contribución a un libro en homenaje a Rodolfo Vázquez4. Tengo con este autor una coincidencia de fondo en cuanto a la manera de entender la dignidad humana y que se concreta, sobre todo, en la vinculación de ese concepto con el de necesidades básicas. Pero no me parece que se logre mucho por el hecho de adoptar una vía negativa para precisar qué haya de entenderse por dignidad; y mantengo con él también cierta discrepancia en cuanto a la manera de pensar la relación entre dignidad y autonomía.
Esa contraposición entre dignidad y autonomía constituye precisamente el eje del siguiente capítulo, el quinto: «El fundamento de los derechos: ¿dignidad o autonomía?» Mi tesis, a la que ya me he referido anteriormente, es que esos dos valores, junto con un tercero, el de igualdad, constituyen una unidad; en consecuencia, el fundamento de los derechos humanos se encontraría en cierta combinación de todos ellos, lo que constituye una unidad compleja presidida en cierto modo por la idea de dignidad. Eso me lleva a ocuparme, por un lado, de la tesis de la unidad del valor planteada por Kant y, en tiempos recientes, por Dworkin, y, por otro lado, de la que parecería ser su negación: el pluralismo axiológico que ejemplifico en varios escritos de Isaiah Berlin. En mi opinión, las diferencias entre las dos tesis son bastante menores de lo que en principio pudiera parecer: el pluralismo de Berlin no supone un relativismo —sino un objetivismo— moral, y su visión conflictualista de la sociedad podría contribuir a evitar la tendencia a una excesiva moralización del Derecho que cabe encontrar en algunos defensores del postpositivismo.
El capítulo sexto («La dignidad humana según Jeremy Waldron») es una reflexión a propósito del planteamiento que hace de la dignidad humana uno de los filósofos del Derecho más influyentes de los últimos tiempos: Jeremy Waldron. Mi juicio al respecto no es, sin embargo, muy positivo. Lo que parece ser su tesis central, entender la dignidad como una noción de estatus, no tiene, en mi opinión, mucho interés teórico. Y su pretensión de que la noción moderna de dignidad no sería otra cosa que la universalización de su sentido tradicional (ocupar un rango social elevado) me parece que está ligada a una visión muy idealista del desarrollo de las ideas y, en último término, a las creencias religiosas de este autor.
Finalmente, en el capítulo séptimo («Las dimensiones de la dignidad humana»), que es también el más extenso, presento una concepción general de la dignidad humana que pueda servir también como una síntesis de todo el libro. Recuerdo por ello en qué consiste, en mi opinión, el núcleo normativo de ese concepto. Muestro que la dignidad humana solo puede ser realizada en una sociedad organizada según los principios del socialismo y de la democracia (y aquí, la obra de Ernst Bloch sigue siendo inspiradora). Y me ocupo, entre otras cosas, del difícil problema de si se puede reconocer algún tipo de personalidad (de dignidad) a algunas especies de animales y a algunos tipos de máquinas. En el apartado final («Conclusiones») subrayo los dos ejes fundamentales que he utilizado para alcanzar una cierta unidad en el tratamiento de la dignidad humana. El primero consiste —como ya antes indicaba— en considerarlo un concepto puente, de manera que, por un lado, se trata de establecer las condiciones que han de darse para atribuir dignidad a una entidad (el problema de la personalidad o de la agencia moral), mientras que, por otro lado, es preciso aclarar cuáles son las consecuencias normativas de la dignidad, qué derechos y deberes supone un juicio de atribución de dignidad. Y el segundo eje lleva a diferenciar (situándose en la dimensión normativa de la dignidad) varios planos de abstracción: la dignidad en su sentido más profundo y abstracto; la dignidad como uno de los principios morales y/o jurídicos; y la dignidad traducida o concretada en derechos fundamentales.
Alicante, febrero de 2021
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1. Se publicó con ese título en el libro colectivo Sobre la dignidad y los principios. Análisis de la Declaración universal sobre Bioética y Derechos humanos de la UNESCO, coordinado por María Casado, Civitas/Thomson Reuters, Pamplona/Madrid, 2009.
2. Se publicó, con un título un poco distinto, «El derecho sobre el propio cuerpo y sus consecuencias», en el libro colectivo, coordinado por María Casado, De la solidaridad al mercado: el cuerpo humano y el comercio biotecnológico, Fontamara, México, 2016.
3. Se publicó en España constitucional (1978-2018): Trayectorias y perspectivas, coordinado por Esther González Hernández, Rafael Rubio Núñez y Benigno Pendás García, I/1, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2018.
4. En el libro colectivo Entre la libertad y la igualdad. Ensayos críticos sobre la obra de Rodolfo Vázquez, UNAM, México, 2017. Mi trabajo se titulaba «Un comentario sobre el concepto de dignidad».
Como es bien sabido, la apelación a la dignidad es un rasgo común a todas las declaraciones de derechos, de ámbito internacional o nacional. Así, la Declaración universal de derechos humanos parte de la idea de que los derechos humanos tienen su fundamento último en la dignidad de la persona humana, a la que se hace referencia en los apartados 1 y 5 del Preámbulo y también en el artículo 1: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». En la Declaración universal sobre Bioética y Derechos humanos (aprobada por la UNESCO en 2005) las referencias son también abundantes: en el Preámbulo se reconoce que los problemas de bioética deben examinarse «teniendo en cuenta no solo el respeto debido a la dignidad humana, sino también el respeto universal y la observancia de los derechos humanos y de las libertades públicas» (sorprende, por cierto, la construcción «no solo... sino también»; obsérvese que luego es sustituida por «... y...»); en el artículo 2 se fija como uno de los objetivos «promover el respeto de la dignidad humana y proteger los derechos humanos»; en el artículo 3 se señala como el primero de los principios el de «respetar plenamente la dignidad humana, los derechos humanos y las libertades fundamentales»; etcétera. Otro tanto ocurre en muchas otras declaraciones de derechos de ámbito nacional, por no decir en todas ellas. Así, la Ley Fundamental de Bonn, en el artículo 1, apartado 1, establece que «la dignidad del hombre es intangible». Y la Constitución española fija, en su artículo 1, como valores superiores de su ordenamiento jurídico, «la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político», para luego, en el 10, considerar que el fundamento de todos esos valores es la dignidad: «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social».
Añadir que el concepto de «dignidad» es complejo y de difícil precisión resulta innecesario. Si uno se preguntara por qué, a pesar de esas dificultades, se le hace jugar un papel tan fundamental en el discurso moral justificativo, probablemente podría responderse con la famosa anécdota que refiere Maritain en relación a cómo los miembros de una comisión de la UNESCO explicaban el hecho de que, a pesar de sus diferencias ideológicas, se hubiesen puesto de acuerdo al establecer una lista de derechos: «estamos de acuerdo [...] pero con la condición de que no se nos pregunte el porqué» (Maritain, 1975, 21). O sea, el uso de un mismo concepto (o de una misma expresión), dignidad, resulta de aceptación general, en la medida en que no se entre en detalles sobre qué entiende cada cual por dignidad.
Sin embargo, en los últimos tiempos, las dificultades que plantea el concepto de dignidad no derivan tanto (o solo) de que se trate de lo que Perelman llamaba una «noción confusa» (apta para facilitar consensos, aunque sean simplemente consensos superficiales o aparentes), sino (o también) de que su uso argumentativo se ha convertido en una seña de identidad de determinada concepción de la moral (la moral de inspiración religiosa, particularmente la de la Iglesia católica), con lo que la apelación a la dignidad ha pasado a ser un factor de disenso; o sea, a propósito de un buen número de cuestiones que centran la discusión de la ética contemporánea (en particular las que conciernen a la bioética: el aborto, la eutanasia, la clonación, el uso de técnicas de reproducción humana asistida...), el argumento esencial que esgrime una de las partes (la que está en contra del aborto, de la eutanasia, etc.) es que la otra no respeta la dignidad humana. Y ese uso «beligerante» del concepto de dignidad ha llevado, a su vez, a muchos de quienes defienden esta última postura («liberal», «laica», «racionalista», etc.), a pensar que el concepto de dignidad es realmente inservible para poder discutir racionalmente acerca de esos y de otros problemas y que, en consecuencia, lo mejor que puede hacerse es prescindir del mismo y sustituirlo, acaso, por algún otro más adecuado1.
En los últimos tiempos, en efecto, la Iglesia católica ha hecho un amplio uso de la noción de dignidad, sobre todo en relación con los problemas bioéticos. Se podrían poner muchos ejemplos de ello, pero en lo que sigue me voy a limitar a considerar un texto reciente, la Instrucción Dignitas humanae, aprobada por Benedicto XVI en junio de 2008 y que, de alguna forma, viene a sintetizar y actualizar la doctrina establecida por la Iglesia en encíclicas y en otro tipo de documentos de las últimas décadas. Esa doctrina podría caracterizarse, me parece, por sostener las tesis siguientes:
1) La dignidad se predica no solo del ser humano nacido, sino también del embrión —o del preembrión— desde el mismo momento de la concepción: «A cada ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, se le debe reconocer la dignidad de persona» (ap. 1).
2) La dignidad es una propiedad que no admite graduación, en cuanto todos los «seres humanos» (desde la concepción) tendrían el mismo grado de dignidad. «El amor de Dios no hace diferencia entre el recién concebido, aun en el seno de la madre, y el niño o el joven o el hombre maduro o el anciano. No hace diferencia, porque en cada uno de ellos ve la huella de su imagen y semejanza» (ap. 16).
3) La dignidad tiene un sentido religioso, o sea, el hombre posee dignidad por haber sido creado por Dios a su imagen y semejanza: «Dios, después de haber creado al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), ha calificado su criatura como ‘muy buena’ (Gn 1,31), para más tarde asumirla en el Hijo (cf. Jn 1,14). El Hijo de Dios en el misterio de la Encarnación, confirmó la dignidad del cuerpo y del alma que constituyen el ser humano» (ap. 7). «A partir del conjunto de estas dos dimensiones, la humana y la divina, se entiende mejor el porqué del valor inviolable del hombre: él posee una vocación eterna y está llamado a compartir el amor trinitario de Dios vivo» (ap. 8).
4) La dignidad es un valor absoluto y superior, en particular, al de autonomía. «La Iglesia reconoce la legitimidad del deseo de un hijo y comprende los sufrimientos de los cónyuges afligidos por el problema de la infertilidad. Sin embargo, ese deseo no puede ser antepuesto a la dignidad que posee cada vida humana hasta el punto de someterla a un dominio absoluto. El deseo de un hijo no puede justificar la ‘producción’ del mismo [o sea, la utilización prácticamente de cualquier técnica de reproducción humana asistida], así como el deseo de no tener un hijo no puede justificar su abandono o destrucción» (ap. 16).
5) Las anteriores afirmaciones tienen un valor universal: valen tanto para los creyentes como para los no creyentes y con independencia de cualquier circunstancia geográfica o histórica. Los destinatarios de la doctrina de la Iglesia son «todos los hombres de buena voluntad» y sus tesis pretenden estar respaldadas por (o, al menos, no contradecir) las de la ciencia: «Al proponer principios y juicios morales para la investigación biomédica sobre la vida humana, la Iglesia católica se vale de la razón y de la fe, contribuyendo así a elaborar una visión integral del hombre y de su vocación» (ap. 3). «Aunque la presencia de un alma espiritual no se puede reconocer a partir de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen ‘una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?’» (ap. 5).
Una crítica radical del concepto de dignidad puede encontrarse en un libro reciente de uno de los más destacados filósofos españoles contemporáneos, Jesús Mosterín. En efecto, en La naturaleza humana puede leerse lo siguiente:
Sin embargo, en vez de limitarse a constatar que los seres humanos somos animales especialmente inteligentes y exitosos, Fukuyama se empeña en cavar un foso entre nosotros y los demás animales. Mientras todos los animales tienen naturaleza, solo los humanes [seres humanos] tendríamos «dignidad». Fukuyama es consciente de lo vidrioso de esta noción: «La dignidad es uno de esos conceptos que les gusta usar a los políticos en cualquier ocasión, pero que casi nadie define o explica». Esta «dignidad» nos conferiría un estatus moral igualmente compartido por todos los humanes, pero distinto al del resto de los animales. Esta presunta dignidad estribaría en un misterioso «factor X», que nos haría diferentes del resto de la naturaleza (Mosterín, 2011, 383).
Mosterín continúa reproduciendo textos de un trabajo de Fukuyama en el que este último se refiere al intento kantiano de identificar ese «factor X» con «la capacidad humana para la elección moral», con la existencia de una «voluntad libre», aunque Fukuyama considera que «Kant mismo no ofrece prueba alguna de que el libre albedrío existe; se limita a decir simplemente que es un postulado necesario de la razón práctica pura» (p. 383). Y después de reprochar a Fukuyama el que, a pesar de esas críticas, no se decida a prescindir del confuso concepto «por miedo a las consecuencias imprevisibles que ello podría acarrear» (p. 384), escribe Mosterín exponiendo su concepción sobre el tema:
La dignidad es un concepto relativo, la cualidad de ser digno de algo. Ser digno de algo es merecer ese algo. Una acción digna de aplauso es una acción que merece el aplauso. Un amigo digno de confianza es un amigo que merece nuestra confianza. Si alguien es más alto o gordo o rico (o lo que sea) que nadie, entonces merece que se registre su récord, es decir, es digno de figurar en el Guinness World Records. Lo que no significa nada es la dignidad genérica, sin especificación alguna. Decir que alguien es digno, sin más, es dejar la frase incompleta y, en definitiva, equivale a no decir nada. De todos modos, palabras como ‘dignidad’ y ‘honor’, aunque ayunas de contenido semántico, provocan secreciones de adrenalina en determinados hombres tradicionalmente proclives a la retórica [...].
Y continúa Mosterín:
El fundamento de la moral no está en la dignidad abstracta, sino en la plasticidad concreta de nuestro cerebro, en nuestro margen de maniobra, en nuestra capacidad de pensar y decidir, de gozar y sufrir. En una discusión ética racional no deberían admitirse términos tan vacíos como los de honor o dignidad, so pena de convertirla en una ceremonia de la confusión (pp. 384-385).
Naturalmente, Mosterín tiene toda la razón al denunciar el uso carente de todo rigor conceptual y con propósitos puramente retóricos que muchas veces se hace del término dignidad, y no solo por parte de los políticos. La Iglesia católica (como el propio Mosterín se encarga de recordar) ha apelado sobre todo al argumento de la dignidad humana para oponerse al aborto, a la investigación con células madre o simplemente a la inseminación artificial. La idea, como bien se sabe, es que el embrión tiene ‘dignidad’ desde el mismo momento de la concepción y debería ser tratado, en consecuencia, como un ser humano; pero, en realidad, la única razón de peso para pensar así es que se acepte un dogma teológico carente de justificación racional: que Dios insufla un alma en el cigoto, lo que le convertiría en persona moral. De manera que al apelar a la ‘dignidad’, lo que se está haciendo en realidad es desviar la cuestión, evitar dar razones que —se sabe— no podrían tener valor intersubjetivo. Sin embargo, aun teniendo razón en la anterior crítica, me parece que hay dos extremos del texto de Mosterín que no hay por qué aceptar.
Uno de ellos se refiere a su análisis del concepto, según el cual es legítimo usar el término «dignidad» en la medida en que designe un concepto relativo (como un sinónimo de merecimiento), pero carecería de sentido («no significa nada») en cuanto concepto genérico o (como Garzón lo llama; enseguida lo veremos) adscriptivo. A mí me parece que este segundo uso de la expresión es perfectamente legítimo, aparte de muy frecuente en el discurso de la gente común y corriente y no solo en el de los políticos o la gente de iglesia. El que el uso ordinario registre ese significado no es, por cierto, un argumento concluyente, pero sí tiene cierto valor indiciario de su «legitimidad». Aceptemos (como —creo— es la idea de Mosterín) que su legitimidad depende de que se pueda aclarar suficientemente su significado. Pues bien, aunque el análisis de ese concepto revista considerable complejidad, un buen punto de partida podría ser el considerarlo un término de enlace (hasta cierto punto, lo que Alf Ross llamaba conceptos tû-tû, vid. Ross, 1961); o sea, el término dignidad (en sentido genérico o adscriptivo) lo usamos básicamente con dos funciones: para decir que alguien —ciertas entidades— poseen dignidad; y/o para adscribir determinadas consecuencias normativas o valorativas a las entidades que poseen esa propiedad. Vistas así las cosas, no habría por qué considerarlo un término vacío y/o inevitablemente confuso. Referirse a la dignidad es una manera abreviada de decir que una entidad posee determinadas propiedades y/o que, por tanto, se la debe tratar de una cierta manera. El análisis completo del concepto tendría que suponer, pues, precisar cuáles han de ser esas condiciones y esas consecuencias. Por ejemplo, en el texto de Garzón al que enseguida me referiré, las condiciones son las de pertenecer a la especie humana, y (algunas de) las consecuencias, el ser potencialmente capaz de exigir derechos o el deber de ser tratado como un fin en sí mismo. Todo ello puede resultar discutible e incluso, hasta cierto punto, impreciso, pero no creo que pueda llegarse sin más a la conclusión de que «no significa nada».
Otro de los extremos en los que —me parece— no hay por qué seguir a Mosterín (en realidad, es una consecuencia de lo anterior) es cuando afirma que el fundamento de la moral no está en la dignidad abstracta, sino en la plasticidad concreta de nuestro cerebro. Y no hay por qué seguirle, entre otras cosas, porque la contraposición que él ve quizás no exista, o sea, es perfectamente posible pensar que la condición para poseer dignidad es precisamente la capacidad de pensar y de decidir, de gozar y de sufrir.
Otro buen ejemplo de esa actitud de crítica radical del concepto de dignidad es el artículo de Steven Pinker (Pinker, 2008), que surge como una defensa de un escrito de la bioeticista Ruth Macklin (Macklin, 2003). Según esta última, el concepto de «dignidad» resulta inútil, puesto que no añade nada al de autonomía; por autonomía se entendería la idea de que «puesto que los seres humanos tienen la misma capacidad de sufrir, florecer, razonar y elegir, ningún ser humano tiene derecho a afectar la vida, el cuerpo o la libertad de otro» (p. 1). Pinker ataca en su escrito las tesis sostenidas por los «teoconservadores» en un libro, Human Dignity and Bioethics, promovido por el Consejo de Bioética creado en 2001 por el presidente Bush y destinado en buena medida a combatir lo defendido por Macklin. El Consejo viene a sostener, en relación con el aborto, las células madre, etc., la misma doctrina que la Iglesia católica a la que antes me he referido y lo hace basándose en la misma noción de dignidad.
Ahora bien, según Pinker, hay tres ingredientes en el concepto de dignidad que impiden que el mismo pueda ser usado como fundamento de la bioética: su carácter relativo, fungible y potencialmente dañino. La relatividad consiste en que los enunciados adscriptivos de dignidad varían radicalmente en relación con el tiempo, el lugar y el observador; hasta chupar un helado —señala Pinker— ha sido considerado por algunos una conducta que cabría calificar de indigna. El carácter fungible se vería en que estamos dispuestos a renunciar a la dignidad a cambio de otros bienes, como la vida, la salud o la seguridad; de ahí, por ejemplo, que aceptemos someternos a una colonoscopia o a un cacheo policial. Finalmente, el concepto de dignidad puede resultar dañino en el sentido de que medidas represivas como la fatwa contra Salman Rushdie (y muchísimas otras) han tratado de justificarse apelando a la defensa de la dignidad de una religión, de los creyentes en esa religión, etcétera.
Ese análisis le lleva a Pinker a sostener que «dignidad» es casi un concepto inútil. No lo es del todo porque, en su opinión, la palabra tiene un significado identificable al que reconoce cierto alcance moral. Se trata, en su opinión, de una especie de fenómeno psicológico, según el cual la percepción de dignidad en otro desencadena una determinada respuesta en el perceptor: «Así como el olor de pan en el horno causa el deseo de comerlo, y la visión de la cara de un bebé desencadena el deseo de protegerlo, así también la apariencia de dignidad desencadena un deseo de apreciar y respetar a la persona dignificada» (Pinker, 2008, 4). No debemos, por tanto, ignorar un fenómeno que lleva a una persona a respetar los derechos e intereses de otra. Pero, de todas formas, lo que importa en último término —de acuerdo con Pinker— es el respeto por las personas, no las señales perceptivas que típicamente lo desencadenan.
Como consecuencia de este último significado de dignidad, Pinker entiende que hay dos aspectos de la dignidad que deben ser tomados en consideración (y que hacen que el concepto tenga alguna utilidad). Por un lado, la dignidad es uno de los intereses de una persona (como la integridad corporal o la propiedad personal) lo que supone, por ejemplo, que se debe prestar una mayor atención a la dignidad de los pacientes cuando ello no compromete su tratamiento médico; sin embargo, así entendida, la dignidad se reduciría a «tratar a la gente de la manera que la gente desea ser tratada», lo que no es más que una aplicación del principio de autonomía. Por otro lado, rebajar la dignidad de la gente puede endurecer el corazón de los que perciben esa conducta y reducir su inhibición contra el maltrato de las personas, tal y como ocurre cuando la gente es degradada y humillada: los ejemplos de los judíos en la Alemania nazi o de los exiliados o prisioneros obligados a vivir de una manera miserable son elocuentes; pero aquí se trataría —insiste Pinker— de casos que envuelven coacción y que caen también bajo el principio de autonomía y de respeto por las personas.
La crítica al concepto de dignidad de Pinker es, por tanto, bastante semejante a la que hacía Mosterín. Ambos tienen, en mi opinión, razón al oponerse al (y al advertirnos acerca del) uso que de ese concepto hacen los fundamentalistas religiosos. Pero lo que no resulta sin más aceptable es que esa crítica deba llevar a abandonar la noción cuando no se usa como un simple aspecto del principio de autonomía (o, en el caso de Mosterín, como un concepto relativo).
Pinker maneja, en realidad, dos conceptos o significados de dignidad. Uno es el significado que podríamos llamar «indiscriminado»: lo que la gente en general (incluidos los grupos religiosos) entienden por dignidad. Y a ese es al que califica de relativo, fungible y potencialmente dañino. Esa crítica, naturalmente, es de escaso o de ningún valor. Lo mismo podría decirse de cualquier principio o valor moral si se renunciara a un análisis crítico del mismo. Sin ir más lejos, la crítica de Pinker sería perfectamente aplicable también a la noción de libertad o de autonomía2. Por ejemplo, en cuanto a su carácter relativo, basta con recordar que la proclamación de libertad de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos se consideró compatible, durante bastante tiempo, con la existencia de la esclavitud3; o sea, la autonomía también es un concepto conflictivo, en el sentido de que no significa —ni ha significado— lo mismo para todos. En cuanto a su carácter fungible, parece claro que estamos dispuestos (o muchos están dispuestos) a ceder parte de su autonomía para asegurar otros bienes como, por ejemplo, la seguridad. Y sobre su potencial dañino, a cualquiera le viene a la memoria (pero habría muchísimos otros ejemplos que se podrían poner) la respuesta militar a los atentados del 11 de septiembre de 2001 que, entre otras cosas, llevó a la invasión de Irak y que se hizo mediante una operación denominada «libertad duradera».
El otro es el significado que Pinker considera útil de dignidad y que (siguiendo el análisis clásico de Stevenson, 1944) podríamos descomponer en dos ingredientes: uno emotivo y otro descriptivo; por lo que se refiere a su significado descriptivo (el «fenómeno psicológico» al que él alude viene a coincidir con el «significado emotivo» de Stevenson), Pinker lo reduce, como acabamos de ver, al de autonomía y respeto por las personas. Ahora bien, esto plantea, me parece, dos problemas. Uno es que «respeto» se usa muchas veces como sinónimo de dignidad (por lo menos, como sinónimo parcial), de manera que lo único que estaría haciendo Pinker es sustituir una palabra («dignidad») por otra («respeto») y no prescindiendo de un concepto4. El otro problema tiene que ver con la cuestión de si el concepto de dignidad añade o no algo al de autonomía. Pinker no es un filósofo (sino un profesor de Psicología) y en su trabajo no hay ninguna referencia a Kant, pero bien podría decirse que lo que él parece negar es que la segunda y célebre formulación del imperativo categórico kantiano (la obligación de tratar a los seres racionales como fines en sí mismos y no solo como medios) signifique algo; lo único que para él tendría sentido es la formulación del imperativo categórico en términos de autonomía (y, es de suponer, de igualdad —universalidad—). De manera que, también en esto, vendría a coincidir con Mosterín.
Ahora bien, una cosa es que autonomía y dignidad no sean términos contrapuestos, esto es, que no designen realidades distintas, sino, cabría decir, la misma realidad vista desde perspectivas distintas; esto es, por ejemplo, lo que pensaba Kant a propósito de las tres famosas formulaciones del imperativo categórico (en términos de universalidad, dignidad y autonomía) que consideraba expresiones de una misma ley moral. Y otra cosa, que la idea de dignidad equivalga estrictamente a la de autonomía. Como luego trataré de mostrar, me parece que no es así, o que no es del todo así; pero, sobre todo, lo que sí parece claro es que la noción de dignidad (en el sentido kantiano que es, aproximadamente, el que reflejan los textos jurídicos antes recordados) no se puede reducir a la autonomía tal y como parece entenderla Pinker: como el deber de tratar a los individuos según ellos desean ser tratados. Luego volveré sobre ello, pero ahora me interesa señalar que el error que Pinker comete, en mi opinión, consiste en haber considerado la dignidad simplemente un concepto que designa un fenómeno psicológico (lo que lleva causalmente a una persona a «respetar los derechos e intereses de los otros»), y no (también) una noción normativa o axiológica que permite establecer relaciones de justificación: la dignidad no es (o no es solo) la causa de que la gente se comporte de cierta manera, sino que es aquello que justifica que nos comportemos (que debamos comportarnos) en cierta forma; solo, naturalmente, si se tiene en cuenta esta segunda posibilidad, entonces tiene sentido considerar que la dignidad es el fundamento de los derechos humanos.
Y esta última es, precisamente, el enfoque que puede encontrarse en los filósofos de la moral que adoptan, en relación con la dignidad, una perspectiva que estaría a mitad de camino entre la de los fundamentalistas (la de la Iglesia católica) y la de los escépticos. El mejor ejemplo que conozco de esta última posición lo constituye el trabajo de Ernesto Garzón Valdés que se titula ¿Cuál es la relevancia moral del concepto de dignidad humana?5. En una ocasión presenté la concepción de la filosofía moral de este autor en la forma de un sistema (el sistema EGV) que contenía 10 principios, 26 reglas y 28 tesis6; los principios y las reglas constituían —aproximadamente— el elemento de ética normativa, mientras las tesis —consistentes en una serie de distinciones conceptuales y definiciones de uso que traslucían un propósito de fundamentación— podrían considerarse la parte de metaética. En su conjunto, me parecía, ofrecían una respuesta práctica y una justificación racional a 10 preguntas fundamentales sobre la ética. Presento por ello ahora su trabajo sobre la dignidad como una nueva pieza de aquel sistema. La pregunta básica de la ética que se trata de contestar con él es la siguiente: ¿cuál es el fundamento último de la ética y, por lo tanto, de los derechos humanos fundamentales? La respuesta se articula por medio de un principio básico, unas reglas de aplicación (las especificaciones normativas del mismo) y una serie de tesis teóricas que le sirven de fundamentación. Puede sintetizarse así:
Principio de la dignidad humana: «Todos y solo los seres humanos vivos deben ser tratados por los demás y también por ellos como fines en sí mismos».
R1: «Cada cual tiene la obligación de defender su dignidad y la de los otros (seres humanos vivos)».
R2: «Lesiona su propia dignidad de manera voluntaria (incumple una obligación moral) quien:
a) actúa de manera heterónoma;
b) pierde (voluntariamente) la capacidad de autocontrol;
c) incurre en comportamientos delictivos».
R3: «Lesiona la dignidad de otro (ser humano vivo) de manera voluntaria (incumple una obligación moral) quien:
a) lo humilla;
b) lo trata como un mero medio;
c) lo degrada a la categoría de objeto o de animal».
R4: «El principio de dignidad humana exige que se respete el principio del individualismo ético o de autonomía: ‘Nadie puede imponer a otro obligaciones que este no desee asumir, a no ser que esa sea la única forma de asegurar un derecho básico de otro individuo o de sí mismo’».
R5: «El principio de dignidad humana exige el respeto del principio de coto vedado: ‘Las cuestiones concernientes a la vigencia plena de los bienes primarios o básicos no pueden dejarse libradas a procedimientos de discusión en los que juegue algún papel la voluntad o los deseos de los integrantes de la comunidad’».
T1: «La adscripción de dignidad depende exclusivamente de la pertenencia a la especie humana».
T1. 1: «Los seres humanos vivos tienen dignidad con independencia de su edad o de su estado mental o psicológico».
T1. 2: «Los cadáveres no tienen dignidad».
T2: «El valor de la dignidad es innegociable, irrenunciable, inalienable e inviolable».
T3: «La dignidad no tiene grados. Todos los seres humanos vivos tienen la misma dignidad».
T4: «La adscripción de dignidad es independiente de la conciencia de dignidad y de la expresión de dignidad (comportarse de una manera digna)».
T4. 1: «Tener conciencia de la propia dignidad significa tener conciencia de ser un agente moral».
T4. 2: «Quien se comporta de una manera indigna no pierde por ello su dignidad».
T5: «Tener dignidad significa ser potencialmente capaz de exigir derechos».
T6: «El principio de dignidad es absoluto: las razones basadas en la dignidad derrotan a todas las otras razones en todas las circunstancias, de manera que no es un principio que quepa ponderar con otros».
Pues bien, esa forma de entender la dignidad humana puede ser, me parece, objeto de dos tipos de críticas. Una, radical, consiste en negar que la dignidad pueda ser el fundamento de la moral o que pueda tener alguna relevancia moral, sencillamente porque se trataría de un concepto confuso, vacío, que solo posee significado emotivo. Ernesto Garzón toma como ejemplo de esa postura un artículo de Hoerster de hace un par de décadas (vid. Hoerster, 1992), pero algo bastante semejante (incluso más radical) puede encontrarse en las obras de Mosterín y de Pinker a que antes me he referido. El segundo tipo de crítica —el que nos interesa ahora— consiste en aceptar la relevancia moral del concepto de dignidad, pero discrepar en cuanto a la caracterización que Garzón hace del mismo. Veámoslo con un poco de detalle, teniendo en cuenta la distinción que antes introducía entre las condiciones y las consecuencias de la dignidad.