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Los diez ensayos jurídicos que se recogen en este libro tratan sobre temas muy variados: el futuro del Derecho y de la filosofía del Derecho, el razonamiento jurídico, los límites del Derecho, el activismo judicial, los derechos humanos, el Derecho y la literatura…Todos ellos obedecen, sin embargo, a un mismo propósito de fondo que se concreta en la idea de que, en contra de lo que suele pensarse (de lo que suelen pensar los no juristas apoyándose —hay que reconocerlo— en formas de actuar bastante frecuentes entre los propios juristas), el Derecho es una empresa esencialmente problemática, abierta, que exige dosis considerables de imaginación, notables recursos teóricos, formación y entereza moral, y que resulta esencial para comprender el mundo social y contribuir a su transformación. El autor reivindica por ello la importancia de desarrollar y transmitir un tipo de cultura jurídica que quizás no esté muy presente en nuestras facultades de Derecho, ni tampoco en la práctica de muchos profesionales del Derecho, pero que reviste un valor que, en cierto sentido, podría ponerse incluso por encima del de la cultura científica. Como se dice al final del ensayo que da título a todo el volumen, al fin y al cabo, las leyes de la física o de la biología siguen valiendo lo mismo, o sea, siguen funcionando, con independencia de que las conozcamos o no, de que las compartamos o las rechacemos. Pero eso no ocurre en relación con el Derecho, porque la realidad jurídica no es de carácter natural, sino convencional: el Derecho es un gran artefacto social que moldea nuestras vidas. Un sistema jurídico —en particular, el de un Estado constitucional— no puede funcionar bien si no existe un número suficiente de agentes que compartan sus valores, que comprendan lo que significa tener derechos, vivir en un Estado de Derecho, qué es lo que razonablemente puede exigírsele a un juez o cuándo tiene sentido reglamentar jurídicamente una relación. La ignorancia del Derecho —como dice el viejo adagio— no exime de su cumplimiento, pero la falta de cultura jurídica bien entendida sí que contribuye al incumplimiento de las promesas de emancipación humana en las que se basan nuestros sistemas de democracia constitucional.
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Seitenzahl: 379
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Manuel Atienza
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Derecho
© Editorial Trotta, S.A., 2020
© Manuel Atienza Rodríguez, 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (e-pub): 978-84-9879-991-0
Depósito Legal: M-25696-2020
Para Elías Díaz.Con él empezó todo
Presentación
1.Una apología del Derecho
2.Por qué no conocí antes a Vaz Ferreira
3.Juristas y zorizos
4.«Peripecios». Sobre la filosofía del Derecho de Rafael Sánchez Ferlosio
5.Siete tesis sobre el activismo judicial
6.Dos juristas
Piero Calamandrei, más que un procesalista
El juez Perfecto
7.«Los jueces crean Derecho», los principios jurídicos y la ponderación
8.Diez ideas sobre los derechos humanos
9.¿Tiene un futuro la filosofía del Derecho? (Con ocasión del homenaje a Jorge Malem)
10.El Derecho, el Quijote y la compasión
Bibliografía
Índice analítico
Índice onomástico
El lector habrá inferido, a partir del término «ensayos» que aparece en el título, que con lo que se va a encontrar en este libro es con una serie de trabajos de extensión más bien breve, escritos con poco aparato bibliográfico, sin ningún afán por sistematizar la (variada) temática de la que tratan, en un estilo libre que deja traslucir de alguna manera la experiencia personal del autor y que, en definitiva, pretenden sobre todo presentar, de un modo amable, algunas ideas que (el autor piensa) merecería la pena tomar en cuenta y quizás también (al menos, algunas de ellas) desarrollar de manera más completa y orgánica. No se equivoca. Y como el género del ensayo no guarda una especial relación con el de la literatura de misterio (de haberla, no es esencial), paso ahora brevemente a indicar cuáles son las ideas fundamentales de cada uno de estos diez ensayos jurídicos. Aunque no lo haya dicho hasta ahora, no me cabe duda de que el lector habrá abducido también sin dificultad (a partir del título y de otra serie de datos: de las muchas precomprensiones con las que un lector se enfrenta a una obra) que el campo general en el que esos ensayos se insertan es el Derecho y, más precisamente, el tipo de reflexión sobre la experiencia jurídica que solemos denominar «filosofía del Derecho».
Pues bien, en el primero de ellos, Una apología del Derecho, imagino una universidad española que, en 2048, decide corregir el rumbo tan equivocado de las últimas décadas y tomarse en serio la orteguiana «misión» cultural de la institución. Dado que el Derecho constituye un aspecto fundamental para penetrar en la estructura y el funcionamiento de la sociedad, la «cultura jurídica» bien entendida (que quizás no sea exactamente lo que un estudiante suele encontrarse en nuestras facultades) debería constituir, en esa renovada institución, una materia básica para todos los estudiantes. Pero no se trataría de transmitir los contenidos (correspondientemente abreviados) de un ordenamiento jurídico, ni tampoco los tecnicismos del oficio de jurista, sino las grandes ideas jurídicas que nos permiten comprender mucho del mundo social y nos ayudan a desenvolvernos en él.
Carlos Vaz Ferreira es el nombre de un filósofo uruguayo de la primera mitad del siglo XX al que con toda justicia habría que considerar como el precursor de las teorías contemporáneas de la argumentación (no solo de la argumentación jurídica). En Por qué no conocí antes a Vaz Ferreira (capítulo segundo) busco una explicación (descarto que haya una justificación) a la relativamente escasa fortuna de este notable pensador. Y me parece encontrarla fundamentalmente en el colonialismo cultural que no solo padecemos, sino que muchas veces contribuimos tontamente (inconscientemente) a fomentar en la filosofía y en las ciencias sociales del mundo latino.
Juristas y zorizos (capítulo tercero) pretende, en clave de humor, trasladar al Derecho la famosa contraposición de Isaiah Berlin entre intelectuales-zorro e intelectuales-erizo. La tesis que se propone es que los juristas profesionales (no solo los teóricos del Derecho) tendrían que combinar las cualidades de los zorros y de los erizos, tendrían que comportarse como auténticos zorizos: con suficiente astucia para encontrar una solución adecuada a cada problema, pero también con capacidad para articular esa solución en una concepción unitaria y coherente.
Muchas de las obras de Sánchez Ferlosio incluyen exposiciones magistrales de lo que cabría llamar filosofía «mundana» (frente a «académica»: la que producen los profesores de filosofía). En «Peripecios». Sobre la filosofía del Derecho de Rafael Sánchez Ferlosio (capítulo cuarto) tomo como objeto de estudio únicamente una pequeña parte de su obra, la que dedicó a componer esa especie de aforismos a los que llamó «pecios», y procuro indagar cuál es la concepción general del Derecho que subyace a los mismos. En mi opinión, Sánchez Ferlosio fue un negacionista jurídico, esto es, alguien que estaba contra la racionalidad jurídica, aunque no dejara de sentir un vivo interés por el Derecho.
Siete tesis sobre el activismo judicial (capítulo quinto), ofrece una síntesis de los problemas que plantea y de las posibles respuestas que cabe dar al llamado «activismo judicial». La idea regulativa de la judicatura no puede ser otra que la de hacer justicia por medio del Derecho. Ahora bien, el juez no siempre puede tomar la decisión que, en abstracto (como individuo), cabría considerar como más justa, puesto que actúa en el contexto de una institución que le señala límites que no puede (no debe) franquear. Dicho de otra manera, la tensión que con alguna frecuencia surge entre el cumplimiento del Derecho y la realización de la justicia no puede resolverse simplemente negando uno de esos dos polos. La profesión de juez tiene un ineliminable componente trágico.
En el siguiente capítulo, el sexto, titulado Dos juristas, me sirvo de las figuras de Piero Calamandrei y de Perfecto Andrés Ibáñez para ilustrar algunos de los rasgos que deberían adornar a un profesional del Derecho. En el caso de Calamandrei, subrayo la circunstancia de que no se puede ser un gran jurista sin poseer intereses intelectuales que vayan mucho más allá del Derecho; de ahí el título: Piero Calamandrei, más que un procesalista. Y la excelencia judicial de Perfecto Andrés Ibáñez (El juez Perfecto) la ilustro con un caso que permite ver la importancia de que haya jueces ocasionalmente (y fundadamente) disidentes, pues ellos contribuyen a ampliar los horizontes del Derecho al mostrarnos que la decisión final (jurídicamente vinculante) no es siempre la decisión (jurídicamente) correcta.
El título del capítulo séptimo, «Los jueces crean Derecho», los principios jurídicos y la ponderación es —creo— suficientemente expresivo de su contenido: lo que ahí pretendo es aclarar en qué sentido resulta verdadera la afirmación de que «los jueces crean Derecho» y por qué, para comprender y actuar con sentido en el Derecho, no se puede prescindir ni de los principios jurídicos ni de la ponderación. La idea fundamental es que los jueces no pueden, por supuesto, crear Derecho como si fueran legisladores (ex nihilo), pero el ejercicio (legítimo) de la jurisdicción da lugar con cierta frecuencia a la formulación de reglas generales que no formaban parte del Derecho preexistente.
En Diez ideas sobre los derechos humanos (capítulo octavo) se sugiere una forma de abordar esa institución básica de los Derechos del Estado constitucional. A tal efecto se pone el énfasis, entre otras cosas, en el carácter histórico y dialéctico del concepto de derechos humanos; los problemas de delimitación y de fundamentación que sigue planteando; el papel central que ocupa la dignidad humana para llevar a cabo esas tareas; la necesidad de sostener la universalidad y la objetividad de la ética si los derechos humanos se toman en serio; o la imposibilidad de que esos derechos sean satisfechos si no se implementan medidas adecuadas para exigir el cumplimiento de los deberes correlativos (que no corresponden únicamente a los poderes públicos), o, dicho de otra manera, si los poderes privados no están sometidos, como ocurre en nuestros días, a un eficaz control democrático.
¿Tiene un futuro la filosofía del Derecho? (Con ocasión del homenaje a Jorge Malem) (capítulo noveno) invita a plantearse estas dos cuestiones. La primera es si los cambios que están teniendo lugar en estos últimos tiempos en el Derecho significan o no una amenaza para la supervivencia de la filosofía del Derecho. Y la segunda (que presupone que seguirá habiendo cuestiones iusfilosóficas) puede formularse así: ¿cómo tendría que configurarse en términos académicos una filosofía del Derecho que un espectador imparcial (un jurista razonable) tuviera que considerar como indispensable o, al menos, como altamente beneficiosa para la formación de los estudiantes y para el desempeño de cualquier profesión jurídica (en particular, de las que requieren una alta cualificación)?
El último capítulo, que es también el más extenso, El Derecho, el Quijote y la compasión, incursiona en el campo del Derecho y la literatura, y subraya el carácter central que debería atribuirse al Quijote (lo que no ocurre hoy seguramente por el predominio estadounidense de ese tipo de estudios), puesto que esa obra ejemplifica con gran eficacia todas las conexiones existentes entre esos dos campos: el Derecho de la literatura, el Derecho en la literatura, el Derecho como literatura, y la literatura como forma de educación jurídica. En relación con esto último, la tesis que se sugiere es que la principal lección moral que cabe extraer de la lectura del Quijote (ejemplificada sobre todo con el episodio de los galeotes) es la necesidad para los juristas —en particular para los jueces— de ser compasivos.
No haría falta que añadiese que, al carecer de pretensiones sistemáticas y dada la disparidad de temas tratados, el libro puede leerse siguiendo el orden de los capítulos que mejor le parezca al lector. Pero no descarto que este pueda ver en todos ellos un mismo propósito de fondo: la idea de que, en contra de lo que suele pensarse (de lo que suelen pensar los no juristas apoyándose —hay que reconocerlo— en formas de actuar bastante frecuentes entre los propios juristas), el Derecho es una empresa esencialmente problemática, abierta, que exige dosis considerables de imaginación, notables recursos teóricos, formación y entereza moral, y que resulta crucial para comprender el mundo social y contribuir a su transformación.
Alicante, diciembre de 2019
Corre el año 2048. La escena tiene lugar en una sala de juntas de una universidad del sudeste español: la primera, en el siglo XXI, en contar en su claustro con un premio nobel; más de cien años después del concedido al gran Ramón y Cajal. Hace poco (pocos años; quizás solo meses) que Europa ha salido de la grave crisis institucional, social, cultural y de todo tipo por la que había atravesado en las últimas décadas. El «milagro» (si así se puede llamar) se ha producido por la conjunción de una serie de factores, en parte azarosos: algunos cambios providenciales en los gobiernos de los países mundialmente hegemónicos, cierta mejora en la situación económica, varios descubrimientos científicos y tecnológicos de gran impacto en los sectores del transporte, de la energía, del medio ambiente y de la salud y, sobre todo, la puesta en práctica de algunas medidas de política social, como una ayuda efectiva por parte de la Unión Europea al desarrollo de los países africanos y la instauración de una renta básica europea (aplicable a todos los mayores de dieciocho años), que han contribuido decisivamente a combatir la tendencia a la tribalización, al nacionalismo, al populismo y a la xenofobia que han asolado el continente en las primeras décadas del siglo XXI.
En ese contexto de cierto optimismo social se ha planteado también la necesidad de reformar las universidades. Por fortuna, no parece tratarse de una reforma más: las autoridades europeas no la han presentado en este caso como «un paso adelante en la política de…», sino más bien como «el reconocimiento de un fracaso y la necesidad de rectificar el rumbo»; y la ministra española del ramo ha terminado su discurso parlamentario de defensa del proyecto de ley de reforma (que en buena medida sigue las directrices europeas) con estas palabras: «La universidad española tiene que recuperar el sentido común»; «necesitamos cambiar en profundidad la institución». La ley en cuestión (aprobada hace ya algunos meses) ha introducido cambios muy significativos en el gobierno de las universidades y también en la elaboración de los planes de estudios. En relación con esto último, se ha procedido a una reducción drástica en el número de las titulaciones que pueden ofrecer las universidades y se han establecido directrices claras en cuanto a las materias básicas de cada una de ellas. Además, se han previsto cursos (dos cuatrimestres) que deben ser comunes, el primero, para todas las titulaciones sin excepción, y el segundo, para las que forman parte de un mismo grupo disciplinar: humanidades, ciencias sociales, ingenierías, etcétera. Falta todavía por decidir cuáles han de ser esas materias comunes y, para tratar sobre el tema, a fin de preparar un informe para el ministerio, el rector ha convocado a varios profesores seniors de cada una de las facultades de la universidad. No es esta, por cierto, la primera reunión que han tenido.
Rector X: Tiene la palabra la profesora Y, de la Facultad de Derecho, que me ha dicho que quiere contestar a las diversas dudas que le habíamos planteado en la sesión anterior sobre la conveniencia, la justificación, de que Derecho sea una de esas materias comunes. Cuando quieras.
Profesora Y: Muchas gracias. Me propongo hacer toda una apología del Derecho, como le he comentado antes al rector, pero quiero decir también algo, previamente, sobre lo que ha sido la vida universitaria en España, en particular en este centro, durante las últimas décadas; tiene que ver, como se verá, con mi apología del Derecho.
Ya sé que todos los que estamos aquí somos críticos, en mayor o menor medida, con respecto a la situación a la que se había llegado y, por tanto, partidarios de una reforma en profundidad de la institución. La sensación de que las cosas han ido mal es inevitable, pero no quiero caer en el catastrofismo, porque tampoco creo que se pueda hablar exactamente de una catástrofe, como algunos han hecho. Muchas cosas, en efecto, se han hecho muy mal, cualquiera de nosotros podría mencionar un buen número de auténticos disparates relacionados con la organización de la docencia, la promoción del profesorado, el gobierno de la institución… pero, con todo, en la universidad ha seguido habiendo vida, vida intelectual, y hay que reconocer que ni siquiera la desaparecida ANECA, con su sistema de acreditaciones, impidió que accedieran a la titularidad y a la cátedra un buen número de profesores excelentes; que ha seguido habiendo investigación y que esta incluso ha aumentado, sobre todo —eso sí— en el campo de la ciencia y la tecnología, más vinculadas con los intereses de los poderes económicos; y que incluso hemos sido capaces de formar a muchos profesionales que desempeñan un papel destacado en la sociedad y que han contribuido, en definitiva, a que hayamos superado una situación de crisis que parecía endémica.
Si me permitís una referencia personal. Mi padre (que como algunos sabéis fue profesor de esta universidad) era uno de esos intelectuales de izquierdas que parecía obsesionado por subrayar a cada momento lo mal que iba todo, empezando por la universidad. Cada año, los estudiantes a los que daba clase le parecían peores que los del año anterior. «Las dobles titulaciones de ahora —decía— equivalen aproximadamente a media licenciatura de antes». Sobre la «nueva pedagogía», que tanto impacto tuvo en los estudios universitarios en los comienzos de este siglo (y antes, en los de enseñanza media), solía repetir una frase de un amigo y colega que sintetizaba, según él —o ellos—, lo que proponían aquellos pedagogos: «No hay que enseñar nada, pero hay que enseñarlo bien»1. Y se jactaba de que él se esforzaba por no conocer la normativa universitaria para poder incumplirla con más comodidad. Bueno, no digo que no tuviera algo de razón, pero recuerdo que ese discurso pesimista tendía más bien a sacarme de quicio, y no creo tampoco que contribuyera mucho a mejorar las cosas. En realidad, lo que él hizo, como algunos otros profesores de la época, fue simplemente desentenderse de la institución (no participar activamente en los órganos universitarios), dedicarse a lo que le gustaba (le gustaba estudiar, dar clase y discutir) y darnos la lata de vez en cuando a los que estábamos cerca; lo justificaba diciendo que formaba parte de su profesión (él era filósofo del Derecho) como ya lo había dicho —y hecho— Sócrates en la Atenas de su tiempo: el filósofo era como un tábano que con su aguijón despertaba a los ciudadanos y los alejaba de la tendencia a la molicie. Pero, en fin, ese no es exactamente el camino que yo quiero seguir aquí: hay una vía media entre desentenderse de las cosas y criticarlas acerbamente.
Si me parece que debemos ser muy conscientes de todo lo que se ha hecho mal (e insisto, ha sido mucho), es porque eso puede ayudarnos a evitar errores futuros, a mejorar. Resulta además sorprendente comprobar que el diagnóstico de los males de la universidad no era difícil de hacer y, de hecho, pueden encontrarse no pocos documentos de la época que así lo atestiguan. En general, los críticos en los que estoy pensando señalaron que el sistema de gobierno de la universidad era equivocado, entre otras cosas, porque no alentaba a que quienes asumieran las mayores responsabilidades fueran los mejores; que las comunidades autónomas habían «capturado» a la universidad y producido una irrazonable proliferación de universidades; que la «autonomía universitaria» jugaba un papel sumamente negativo, al igual que el fenómeno de la sindicalización y la (creciente y asfixiante) burocratización; que la «democracia» universitaria se había convertido en una forma de corporativismo, en la que los miembros de la organización perseguían sus intereses particulares y no los generales de la sociedad; que el nivel de formación de los estudiantes era deficiente y tampoco era muy satisfactorio el de los profesores, ocupados más que en cuestiones sustantivas, en salvar absurdas exigencias burocráticas, sin que existiera nada parecido a una verdadera comunidad de alumnos y profesores; que el sistema de selección y promoción del profesorado era profundamente insatisfactorio y seguramente único en el mundo: a partir de un cierto momento desaparecieron prácticamente las pruebas públicas, la endogamia alcanzó extremos grotescos y los criterios sustantivos fueron sustituidos por exigencias burocráticas que encubrían en realidad la mayor de las arbitrariedades; etcétera, etcétera.
Bueno, seguramente también aquí haya alguna exageración pero, si queremos ser honestos, debemos empezar por reconocer que los universitarios españoles han sido, por lo general, muy poco críticos con la situación (quizás a más de uno le sorprenda que, además, las críticas no hayan venido de los más jóvenes, sino más bien de los profesores con más experiencia); que los cultivadores de las llamadas «ciencias duras» se han limitado casi siempre a reclamar más recursos, más dinero, como si ese fuera el único problema que aquejaba a la universidad; y que han sido más bien los profesores de humanidades, de los saberes «más blandos», y, en lo que aquí me interesa, los juristas, los más capaces de ver, si no el naufragio, al menos la seria vía de agua que se iba abriendo en la institución.
De nuevo, no quiero incurrir en excesos y me doy perfecta cuenta de que lo anterior no puede referirse a los juristas sin más. La mayor parte de los profesores de Derecho se dejaron llevar por la tendencia general a la aceptación acrítica de lo que se iba imponiendo. Y no se puede olvidar el papel nefasto que jugaron no pocos decanos en la implantación de planes de estudio que con mucha frecuencia fueron el resultado del mercadeo de intereses gremiales. Pero, con todo, creo que hubo más juristas que científicos en el sentido más estricto de la expresión entre los (pocos) que se dieron cuenta de que el llamado proceso de Bolonia significaba fundamentalmente rendirse al neoliberalismo entonces tan pujante y pasar a considerar a la universidad como una pieza más en el tejido empresarial. Ese proyecto, por lo demás, fracasó, puesto que no era viable (por razones muy evidentes: la lógica empresarial no puede ser la de una institución como la universidad), pero tuvo, entre otros efectos muy negativos, el de relegar a las materias llamadas formativas que, obviamente, no podían encontrar mucho acomodo en ese esquema. Un jurista de entonces2, en un tono de suave ironía, reivindicó los «saberes inútiles» (la historia, las filologías, la crítica literaria, la filosofía, la musicología…) que, como ahora estamos empezando a ver, pueden convertirse en los más útiles de los saberes, una vez que la inteligencia artificial y la robótica están aumentando el tiempo que podemos dedicar a tareas no productivas económicamente hablando. Y fueron también, sobre todo, los juristas quienes denunciaron el papel tan negativo de la, aclamada por tantos, autonomía universitaria. Uno de ellos la tachó de mito, de engaño3, pues en la medida en que no se entendió simplemente como un aspecto de la libertad de expresión (la libertad de cátedra), sino que se pensó que la autonomía se refería a la organización de la institución, y dado que esto tenía muy poco sentido, en lo que derivó semejante «derecho fundamental» fue más bien en corporativismo, en endogamia y en burocratización. Pues ¿cómo va a ser autónoma una institución pública cuyas fuentes de financiación vienen —y deben venir— necesariamente de fuera, o sea, de los poderes públicos, precisamente porque cumple funciones que involucran a la sociedad en su conjunto, y no solo a los de «dentro»? ¿Y qué autonomía era esa que —por poner un ejemplo que nos tocó de cerca— no podía impedir que el poder político (bien es cierto que actuando ilegítimamente, aunque el Tribunal Constitucional validara ese proceder) le amputara al organismo uno de sus miembros —una de sus facultades— en contra, no hace falta decirlo, de su voluntad? Hubo también, al comienzo de la implantación del Plan Bolonia, un movimiento apoyado por muchos profesores de Derecho (de muy diverso signo político) para evitar que los estudios jurídicos entraran a formar parte de lo que, luego se vio, era poco más que un programa publicitario, pero que tanto contribuyó a deteriorar la institución. Y, en fin, por poner un último ejemplo (si se quiere, por recordar una anécdota), hace también mucho tiempo, nada menos que treinta años (me estoy refiriendo, pues, al año 2018), esta universidad aprobó un plan docente preñado de insensateces pero al que, por increíble que parezca, solo se opuso la Facultad de Derecho.
Todo esto lo traigo aquí a cuento para que se vea que la cultura jurídica no fomenta —como a veces se supone— un espíritu acrítico o, al menos, no más que la cultura científica. ¿Quizás incluso haya que decir que los juristas, con cierta frecuencia, muestran tener más capacidad que los científicos para entender aspectos relevantes del mundo social, que es, al fin y al cabo, en el que todos estamos instalados, la ciencia incluida? ¿Pero cómo es eso posible? ¿Se equivocaba tanto Saint-Simon cuando planteaba, a comienzos del siglo XIX y de la Primera Revolución Industrial, su famosa parábola? Supongamos —decía— que Francia perdiera de manera imprevista a una parte considerable de quienes trabajan en la ciencia y en la industria; si ocurriera esa desgracia —seguía—, el país se convertiría en un cuerpo sin alma y perdería su lugar de preeminencia entre las naciones. Pero, sin embargo, si ese infortunio les acaeciera a los juristas (o también a los políticos o a los hombres de Iglesia) —así continuaba la parábola—, sin duda el país sufriría un duro golpe desde el punto de vista emocional, pero su prosperidad no correría ningún peligro.
Esa idea de la no necesidad del Derecho (o de la fácil sustitución de quienes se ocupan de las funciones que hoy consideramos jurídicas: jueces, abogados, legisladores…) tiene un largo recorrido histórico y —por qué no decirlo— creo que constituía el trasfondo de algunas de las críticas vertidas en la anterior reunión que hemos tenido. Empezaré (o continuaré), entonces, por ahí en mi apología del Derecho, o sea, en la defensa de que Derecho o, quizás mejor, Cultura jurídica, sea una de las materias cuatrimestrales que debieran cursar todos los estudiantes universitarios.
La pretensión de construir un orden social que no necesite recurrir al Derecho ha sido un rasgo común a casi todos los diseños de utopías que ha habido en este mundo; y, comprensiblemente, en el otro mundo (en las visiones religiosas del hombre), el Derecho tampoco parece tener mucho que hacer: la «comunión de los santos» no necesita para nada de autoridades ni de medios coactivos; la gracia de Dios ha de ser suficiente. Por poner un par de ejemplos de utopías políticas de los últimos tiempos: en los modelos de sociedad anarquista y comunista se prescindía tanto del Derecho como del Estado; la existencia misma de esas instituciones era considerada por los seguidores de esos movimientos como incompatible con la verdadera libertad y la verdadera justicia. Y de ahí que en el Manifiesto del Partido Comunista (un texto, un panfleto político, que tuvo una extraordinaria influencia y de cuya publicación se cumple ahora, en el 2048, el 200 aniversario), Marx y Engels vislumbraran un tipo de asociación en la que habría desaparecido la necesidad de recurrir a la coacción y en la que «el libre desenvolvimiento de cada uno —escribían— será la condición del libre desenvolvimiento de todos»; Engels fue todavía más allá al suponer que, en el curso del desarrollo histórico, el Estado (y el Derecho) quedarían relegados al museo de antigüedades, junto a la rueda y el hacha de bronce.
Por lo demás, es un hecho bien establecido por la antropología social que, en contra de lo que suponen muchos juristas que siguen repitiendo el viejo adagio: ubi societas ibi ius (donde hay sociedad hay también Derecho), el Derecho no ha existido siempre, o sea, ha habido sociedades que se las han apañado sin él: para hacer posible el control social, ha sido suficiente con recurrir a una normatividad que no tendría sentido denominar jurídica, sino más bien moral. Pero sabemos también que todas las sociedades que han alcanzado un cierto grado de complejidad social (de conflictividad social) han contado con algún tipo de sistema jurídico, es decir, han tenido que establecer autoridades y dotarlas de medios coercitivos para hacer cumplir las normas. (Lo que sí parece incontestable es que sin algún tipo de normatividad no podría existir una sociedad). El que esto sea así se debe a ciertos rasgos de la naturaleza humana y de la naturaleza de las cosas. De manera que, siguiendo a un famoso iusfilósofo del siglo XX4, podemos decir que dada la vulnerabilidad humana, la igualdad aproximada, el altruismo limitado, los recursos limitados, y la comprensión y fuerza de voluntad también limitadas de los hombres, una sociedad necesita, para poder perdurar, contar con cierto tipo de normas (que ponen límites a la violencia, que instauran algún sistema de propiedad, que fijan sanciones, que establecen autoridades…) a las que solemos llamar jurídicas. Dicho de otra manera, las fuentes del conflicto social no radican únicamente en déficits en el proceso de educación y de socialización del individuo (como pensaron muchos anarquistas), ni tampoco en la división de la sociedad en clases (según el marxismo clásico). Llevamos ya suficiente tiempo viviendo en las sociedades postindustriales como para poder comprobar que la parábola de Saint-Simon se basaba en una percepción errónea de cómo eran las cosas y cómo serían en el futuro, puesto que nuestras sociedades están cada vez más juridizadas y las profesiones jurídicas están muy lejos de haber desaparecido: seguimos necesitando —cada vez más— de abogados, jueces, legisladores…
No quiero eludir tampoco la posibilidad a la que alguien se refirió en una de nuestras reuniones anteriores. Me doy cuenta de que el desarrollo científico y tecnológico podría hacer, en efecto, que dejáramos atrás al Homo sapiens y diseñáramos una nueva especie de seres a los que ya no les fuera aplicable todo lo anterior, puesto que habrían dejado de ser (al menos algunos de ellos) humanos en el sentido estricto de la expresión. De posthumanismo o transhumanismo se viene hablando desde hace aproximadamente medio siglo y estoy de acuerdo en que la sociedad completamente posthumana probablemente no necesitaría ya del Derecho: el control social habría pasado a ser competencia de la ingeniería genética, de la neurociencia, de la inteligencia artificial… que, sin duda, proveen mecanismos mucho más eficientes que los del Derecho, pero también mucho más temibles, al menos mientras sigamos considerando como nuestros valores los generados en la época del humanismo y de la Ilustración. De manera que una sociedad sin Derecho ahora sí que es posible, pero seguramente tendría los rasgos que solemos atribuir a las distopías; el riesgo de que dejemos de ser aproximadamente iguales, de que algunos puedan volverse prácticamente invulnerables, de que se pueda condicionar la conducta de manera que no quepa ya infringir las normas, etcétera, es, sin duda, un riesgo superior al de vivir en sociedades organizadas jurídicamente.
(La profesora Y hace una pausa para beber un poco de agua).
Supongo que muchos estaréis pensando que, efectivamente, no se puede, o no es conveniente, prescindir del Derecho, y que todo lo anterior me lo podía también haber ahorrado por superfluo. Pero yo creo que tiene su importancia recordarlo para así poder hacer frente mejor a las dos objeciones que, de hecho, me habíais planteado en la anterior sesión. No las reproduzco literalmente, pero su sentido podría expresarse así: la primera vendría a decir que el Derecho deberíamos considerarlo todo lo más como un mal necesario, como algo de valor puramente instrumental; si se quiere, como un medio con el que (a veces) pueden obtenerse fines valiosos. Y la segunda (conectada con la anterior) es la idea de que ese conjunto de instrumentos en que consistiría el Derecho no juega en realidad un papel de gran relevancia en el todo social. Pues bien, si las cosas fueran así, entonces efectivamente no estaría justificado que todos los estudiantes universitarios tuvieran que cursar una materia de cultura jurídica. Pero es que distan mucho de ser así.
Desde luego, es muy razonable pensar que debamos considerar como un mal el recurso a la fuerza física para ordenar la sociedad, al igual que también sería un mal poner límites a la libertad de acción de los individuos (una consecuencia, esta última, inevitable de tener normas). Pero ocurre que, por un lado, no parece absurdo sostener que la coacción no es exactamente un rasgo lógicamente necesario de un sistema jurídico, sino más bien una necesidad práctica, algo que acompaña a la vida del Derecho, pero que no formaría parte de su esencia; y, en todo caso, la coerción no es el único rasgo que caracteriza al Derecho. Y, por otro lado —esto me parece que es lo más importante—, el Derecho es fundamentalmente un sistema de fines, cuyo logro requiere el empleo de ciertos medios, uno de los cuales son las normas coactivas. Esos fines del Derecho han ido variando en el curso de la historia, pero, en el marco del Estado constitucional, se identifican con los grandes valores del humanismo y de la Ilustración: la igualdad, la libertad y la dignidad. Desde luego, nuestros Derechos no nos proveen de esos bienes más que en una medida limitada y, en ocasiones (o para algunos), casi en ninguna medida: el Derecho simplemente no es la justicia. Pero lo que quiero subrayar aquí es que esos valores no tendrían ninguna oportunidad de verse realizados (ni siquiera en esa forma tan insuficiente) sin la existencia del Derecho. Y si esto es así, entonces no tiene mucho sentido contraponer, como suele hacerse, el Derecho a la moral y a la política. O sea, pensar que la moral es el reino de la autonomía, de la libertad, frente a la heteronomía que caracterizaría al Derecho; o que las soluciones políticas son las que se alcanzan a través del diálogo y de la negociación, mientras que las jurídicas serían las que se imponen mediante la fuerza. En realidad, los tres componentes fundamentales de la razón práctica (el Derecho, la moral y la política) forman una unidad compleja, son interdependientes: lo que fundamenta el Derecho, en último término, no puede ser más que la moral, y sin el poder político (estatal o no) el Derecho no podría existir; pero, al mismo tiempo, el Derecho es también lo que hace posible la moral (que podamos actuar como seres autónomos en un mundo tan complejo como el nuestro), y una función esencial del Derecho es la de regular, poner límites, civilizar el poder.
De manera que el Derecho, al menos en una buena medida, no es un mal necesario, sino un bien. Al igual que es un bien la medicina, aunque para alcanzar sus fines (curar), muchas veces tenga que recurrir a procedimientos dolorosos y que pueden llegar a consistir en destruir tejidos, en amputar; y otras veces, simplemente, no logre hacerlo (no consiga curar).
Pero además, la importancia del Derecho en el todo social es considerablemente mayor de lo que suele pensarse. Muchos científicos sociales (y, en particular, los que tienen una orientación política progresista) parecen haber heredado del marxismo una visión muy esquemática de la realidad social, de acuerdo con la cual el Derecho (al igual que el poder político y las ideologías) está condicionado fuertemente (antes se decía, «determinado») por la estructura económica de la sociedad. El Derecho sería una sobreestructura sin autonomía propia, y de ahí las frecuentes exhortaciones a que el Derecho sea capaz de adaptarse al cambio social, puesto que —se supone— él no tendría la capacidad de generar esos cambios. Pensar de esa manera, sin embargo, supone olvidarse de algunos datos no precisamente irrelevantes y que muestran que en las grandes transformaciones que (para bien o para mal) se han producido en los últimos tiempos, el papel del Derecho ha sido esencial: no habríamos tenido capitalismo (o no como lo hemos conocido) sin sistemas jurídicos que aseguraran un grado elevado de previsibilidad, de seguridad jurídica (que, por cierto, supone seguridad en los negocios, pero no solo); sin las declaraciones de derechos de la época moderna no podríamos entender mucho de lo que ha sido la historia de Occidente en los últimos siglos; y tampoco podríamos explicarnos el fenómeno de la globalización si pensáramos que el Derecho se ha limitado a acusar los efectos de ese fenómeno y que no ha actuado también como una causa del mismo. En definitiva, también aquí habría que decir que el todo social tiene múltiples dimensiones que interactúan entre sí de manera muy compleja, y que una de esas dimensiones —particularmente relevante— es la jurídica.
Y con ello voy a pasar ya a precisar algo en qué debería consistir, en mi opinión, esa materia a la que propongo denominar «Cultura Jurídica». Lo hago como un homenaje a una de las grandes figuras del pensamiento español de todos los tiempos: José Ortega y Gasset. Hace ya más de un siglo que escribió un breve ensayo que tituló «Misión de la Universidad» y que resulta de una actualidad verdaderamente asombrosa. Si se dejan fuera algunas exageraciones fácilmente salvables, yo creo que en el texto de Ortega se pueden encontrar algunas de las claves para una reforma con sentido de la universidad. Y, por cierto, como ocurre con otras muchas de sus obras, el origen de ese ensayo está en una conferencia publicada luego en un periódico, lo que le lleva a una a hacerse esta inquietante pregunta: ¿habría acreditado una institución como la ANECA a Ortega y Gasset como catedrático de universidad?
Pues bien, la idea central del filósofo es que la universidad debe cumplir tres funciones: transmisión de la cultura, enseñanza de las profesiones (intelectuales), e investigación científica y educación de nuevos hombres de ciencia. La primera es, para él, la misión principal, y de ahí su propuesta de creación de una Facultad de Cultura que tendría que constituir el núcleo de la universidad. Como digo, puede verse en esto cierta exageración; seguramente sería más razonable considerar que las tres funciones están en un mismo plano de importancia; al igual que hay también exageración al considerar que solo los estudiantes, y no también la ciencia o los profesores, deberían ser el centro de la institución. Pero la idea orteguiana de que la universidad debería ofrecer a los estudiantes síntesis y sistematizaciones del saber a cargo de esa Facultad de Cultura (o de algún organismo universitario que cubriera esa función) tiene, en mi opinión, pleno sentido.
Conviene aclarar que por «cultura» Ortega (que estaba plenamente al día del desarrollo de la ciencia) no entiende la cultura de letras; la distinción entre cultura de letras y cultura de ciencias es completamente ajena al modo de pensar orteguiano. «En nuestra época —escribía— el contenido de la cultura viene en su mayor parte de la ciencia»5. Pero a continuación añadía que «la cultura no es la ciencia» (p. 102). O sea, la cultura para él es «el sistema de ideas vivas que representa el nivel superior del tiempo» (p. 106). Muchas de esas ideas provienen de la ciencia, pero la ciencia no consiste solamente en eso, sino que enormes fragmentos de la misma no constituyen cultura científica, sino tecnicismo científico. Una vida sin cultura supone, para él, «una vida manca, fracasada y falsa» (p. 109), y eso vale para todos, también para el científico inculto que vendría a formar parte de la clase que él llama de los «nuevos bárbaros»; de ahí sus referencias a «la peculiarísima y la agresiva estupidez con que se comporta un hombre cuando sabe mucho de una cosa e ignora de raíz todas las demás» (p. 82); o su precisión de que «la ciencia es lo más alto: la ciencia, pero no el científico. El hombre de ciencia es un modo de existencia humana tan limitado como otro cualquiera, y aún más que algunos imaginables y posibles» (p. 98). Es importante subrayar también la insistencia de Ortega en que la cultura no es un elemento ornamental por lo que se refiere a la formación de los científicos o de los profesionales, sino parte constitutiva de la misma, un ingrediente necesario para poder ser un buen científico o un buen profesional.
Pues bien, al señalar cuáles serían esas grandes disciplinas culturales, Ortega no menciona el Derecho, pero eso no quiere decir que no pueda asignársele un lugar, una función, en su Facultad de Cultura. La enseñanza superior que debería recibir un hombre medio para hacer de él un hombre culto tendría que incluir, según él: la imagen física del mundo (Física); los temas fundamentales de la vida orgánica (Biología); el proceso histórico de la especie humana (Historia); la estructura y funcionamiento de la vida social (Sociología); y el plano del universo (Filosofía) (p. 95).
El Derecho, como hemos visto, constituye un aspecto fundamental para entender la estructura y el funcionamiento de la vida social y, por ello, formaría parte de lo que él llama sociología; hoy diríamos probablemente de las ciencias sociales. Pero conviene aclarar que el Derecho en cuanto tal no es una ciencia; es un fenómeno, un pedazo de realidad. Su estudio puede ser objeto de ciencia, pero el tipo de saber que se ofrece en las facultades de Derecho —el saber jurídico tradicional— no tiene las características del conocimiento científico, al igual que ocurre, por lo demás, con otras disciplinas prácticas (no interesadas, digamos, en conocer por conocer, sino en utilizar el conocimiento para obtener ciertos resultados prácticos), como la medicina, las ingenierías, la arquitectura o la informática. Sin embargo, hay también una gran diferencia entre unas y otra: mientras que las últimas disciplinas mencionadas se basan en conocimiento científico (física, matemáticas, biología…), la ciencia en sentido estricto no juega un papel demasiado relevante en la cultura jurídica. El fundamento de esta última se halla más bien en la experiencia histórica, en la filosofía práctica y en un complejo conglomerado de técnicas (con cierta base en la lingüística, en la lógica, en la sociología, en la economía…) volcadas en la resolución de problemas prácticos y que se han ido formando a lo largo de muchos siglos; no hay que olvidar que el saber jurídico es el de más larga data de entre los saberes sociales. El jurista experimentado, provisto de ciertas capacidades intelectuales y que se haya esforzado por tener una formación integral, puede llegar a adquirir lo que cabría denominar «sentido común jurídico», una habilidad especial que le sitúa en condiciones óptimas para comprender los problemas sociales y sugerir soluciones a los mismos.
Ahora bien, ¿qué aspectos de esa cultura jurídica deberían pasar a formar parte del acervo de un hombre culto? ¿Y cómo sería posible llevar a cabo esa actividad de transmisión cultural? También aquí, la sugerencia de Ortega es certera. No se trataría —nos dice— de que el hombre culto haya de poseer la ciencia física misma, o la biología, la sociología…, sino «la idea vital del mundo que ella [la física] ha creado, la idea histórica y biológica, ese plan filosófico» (p. 81). Trasladado al Derecho, no se trataría, entonces, de transmitir los contenidos (correspondientemente abreviados) de un ordenamiento jurídico, ni tampoco los tecnicismos del oficio de jurista; eso ha de quedar para la Facultad de Derecho. Lo que habría que transmitir son las grandes ideas jurídicas que nos permiten comprender mucho del mundo social y nos ayudan a desenvolvernos en él. ¿Pero cuáles son esas ideas?
Pues, indudablemente, las que resultan de un examen (que debería ser, sobre todo, histórico y funcional) de las instituciones comunes a todos o a casi todos los sistemas jurídicos: la idea de contrato, de propiedad, de jurisdicción, de ley, de ilícito, de derechos y deberes, de norma, de justicia, de interpretación, de derechos humanos, de Estado de Derecho… Haré una breve referencia a estas dos últimas para que se entienda mejor el sentido de mi propuesta.
Los derechos humanos no han existido siempre. Son una creación —un invento— de la Modernidad, que va ligada al surgimiento del capitalismo, a la formación del Estado moderno, al desarrollo de la ciencia experimental, a la Reforma protestante y al individualismo. Se originaron en Europa, pero su valor es universal, es decir, la idea de derechos humanos presupone el universalismo moral; algo parecido a lo ocurrido con la ciencia moderna: sus leyes y el desarrollo tecnológico que han permitido valen con independencia de las circunstancias históricas y geográficas en las que surgieron. Como los derechos no son entidades naturales, sino construcciones humanas y sumamente vulnerables, hay que desarrollarlos y protegerlos, y para ello no hay más remedio que recurrir, al menos en ciertas ocasiones, a la coacción. Los derechos son, de alguna forma, entidades duales que viven a caballo entre el mundo de la moral y el del Derecho. Ellos han producido —para utilizar una frase feliz de un filósofo de una época anterior a la nuestra, Jürgen Habermas— que la moral haya emigrado al interior de los sistemas jurídicos, aunque ello no quiera decir que haya dejado de tener sentido contraponer el Derecho a la moral: en realidad existe tanto una moral interna al Derecho, como una moral externa al mismo, pues el Derecho —incluido el del Estado constitucional— no es necesariamente justo.
Y si los derechos humanos suponen de alguna manera la moralización de los sistemas jurídicos, el Estado de Derecho, el rule of law, significa la juridización, el sometimiento a normas jurídicas, del poder político. En términos clásicos, el gobierno de las leyes frente al gobierno de los hombres; o, según el célebre dictum de Cicerón, la idea de que debemos ser siervos de las leyes para poder ser libres: el imperio de la ley (junto con la división de poderes, la legalidad de la Administración, y las garantías de los derechos y de las libertades fundamentales) constituye, efectivamente, un requisito fundamental de la noción de Estado de Derecho y una condición necesaria para que pueda existir una vida civilizada. Pero es importante entender bien en qué sentido debemos considerarnos «siervos» de las leyes. No significa que las normas jurídicas hayan de interpretarse forzosamente de manera literal ni tampoco que el Derecho deba regular todos los aspectos de la vida social.
Por extraño que pueda parecer a algunos, quien ha adquirido una cultura jurídica sabe que la arbitrariedad (tomar decisiones no basadas en criterios comprensibles, razonables y universalizables) es la negación del sentido común jurídico; pero sabe también que el Derecho exige en ocasiones recurrir a la equidad, o sea, un ejercicio adecuado, ponderado, de discrecionalidad, lo que supone interpretar las normas teniendo en cuenta sus razones subyacentes (ir más allá de la pura literalidad), precisamente para evitar un tipo de arbitrariedad consistente en tratar de la misma manera lo que requeriría un trato diferenciado. Y los (buenos) juristas suelen ser también los menos partidarios de juridizarlo todo: como los que saben beber, hacen un uso moderado de los instrumentos jurídicos, pues comprenden que más Derecho no significa necesariamente más libertad, más justicia (no raramente significa lo contrario); de la misma manera que una ingesta inmoderada de alcohol no produce más alegría, mayor felicidad.
Todo lo cual tiene una clara aplicación a la vida universitaria. El desenfreno reglamentista y el afán baremador, que fueron de la mano de la burocratización extrema que caracterizó a la institución, son indicios claros de que las decisiones se toman de una manera arbitraria; puede tratarse de una arbitrariedad involuntaria, pero no por eso menos dañina. Y la pretensión de regular jurídicamente todos los aspectos de la vida universitaria, lo que llevó a configurar las relaciones entre los profesores y los estudiantes como si se tratara simplemente de un contrato de prestación de servicios, es algo peor que un despropósito: significa destruir por completo la noción de relación educativa. Los estudiantes no son los clientes de la institución universitaria, como los pacientes no son tampoco los clientes de un hospital.
Lo último que quiero decir es lo siguiente. En cierto sentido, la transmisión de cultura jurídica es todavía más importante que la de cultura científica. Pues, al fin y al cabo, las leyes de la física o de la biología siguen valiendo lo mismo, o sea, siguen funcionando, con independencia de que las conozcamos o no, de que las compartamos o las rechacemos. Pero eso no ocurre en relación con el Derecho, porque la realidad jurídica no es de carácter natural, sino convencional. Un sistema jurídico no puede funcionar bien si no existe un número suficiente de agentes que compartan sus valores, que comprendan lo que significa realmente tener derechos, vivir en un Estado constitucional, qué es lo que razonablemente puede exigírsele a un juez, cuándo tiene sentido reglamentar jurídicamente una relación, etcétera.
Rector X