Las razones del derecho - Manuel Atienza - E-Book

Las razones del derecho E-Book

Manuel Atienza

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Beschreibung

La obra nos introduce a los conceptos básicos de la teoría de la argumentación jurídica, seguida de una exposición crítica de las concepciones más influyentes desde los años setenta. Y finaliza con el bosquejo de un planteamiento que pretende ir más allá de las teorías estándar previamente examinadas. Es un texto estructurado en siete capítulos. El primero pretende ofrecer una introducción general a los conceptos básicos de la teoría de la argumentación jurídica, tomando como punto de partida la noción de inferencia deductiva. Los tres siguientes están dedicados a las obras de los tres autores que pueden considerarse como precursores de la actual teoría de la argumentación jurídica: la tópica de Viehweg, a la nueva retórica de Perelman y a la lógica informal de Toulmin. En los capítulos quinto y sexto: las concepciones de MacCormick y de Alexy, que vienen a configurar lo que podría llamarse la teoría estándar (actual) de la argumentación jurídica. En el último capítulo, el autor expone su idea de cómo tendría que ser una teoría.

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Seitenzahl: 489

Veröffentlichungsjahr: 2024

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LAS RAZONES DEL DERECHO

Teorías de la argumentación jurídica

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS

Serie DOCTRINA JURÍDICA, núm. 134

DIRECTORIO

Dra. Mónica González Contró

Directora

Dr. Mauricio Padrón Innamorato

Secretario Académico

Mtra. Wendy Vanesa Rocha Cacho

Jefa del Departamento de Publicaciones

CRÉDITOS EDITORIALES

Wendy Vanesa Rocha Cacho

Coordinación editorial

Jorge Yescas

Cuidado de la edición

Juan Rendón Martínez

Formación en computadora

Edith Aguilar Gálvez

Elaboración y diseño de portada

MANUEL ATIENZA

LAS RAZONESDEL DERECHO

Teorías de la argumentaciónjurídica

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICOINSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICASMÉXICO, 2024

AVISO LEGAL

Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica, de Manuel Atienza. Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica, de Manuel Atienza, fue publicada originalmente en 2003, de manera impresa, por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, bajo su serie Doctrina Jurídica. La Coordinación editorial: Wendy Vanesa Rocha Cacho. Cuidado de la edición: Jorge Yescas. Formación en computadora: Juan Rendón Martínez. Diseño y elaboración de portada: Edith Aguilar Gálvez. Esta edición de un ejemplar (1 Mb) fue preparada por la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM. La coordinación editorial estuvo a cargo de Camilo Ayala Ochoa. La producción y formación fueron realizadas por Hipertexto – Netizen Digital Solutions. Primera edición electrónica en formato EPUB: 30 de septiembre de 2024. D. R. © 2024 UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO Ciudad Universitaria, 04510, Ciudad de México, México. Instituto de Investigaciones Jurídicas Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial www.libros.unam.mx ISBN: 978-607-30-9514-3 Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio sin autorización escrita de su legítimo titular de derechos. Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México. Hecho en México.

CONTENIDO

Aviso legal

Nota preliminar

Prólogo para la edición mexicana

CAPÍTULO PRIMERODERECHO Y ARGUMENTACIÓN

I. Introducción

II. El ámbito de la argumentación jurídica

III. Contexto de descubrimiento y contexto de justificación: explicar y justificar

IV. El concepto de validez deductiva

V. Corrección formal y corrección material de los argumentos

VI. Silogismo teórico y silogismo práctico

VII. Argumentos deductivos y no deductivos

VIII. El silogismo judicial y sus límites

IX. Aspectos normativos y fácticos de la argumentación jurídica

X. Justificación interna y justificación externa

XI. Lógica jurídica y argumentación jurídica

CAPÍTULO SEGUNDOLA TÓPICA Y EL RAZONAMIENTO JURÍDICO

I. El contexto de aparición de la tópica jurídica

II. Theodor Viehweg: una concepción tópica del razonamiento jurídico

1. El desarrollo histórico de la tópica

2. Características de la tópica

3. Tópica y jurisprudencia

III. Consideraciones críticas

1. Imprecisiones conceptuales

2. La fortuna histórica de la tópica y de la lógica

3. Tópica y justicia

4. ¿Una teoría de la argumentación jurídica?

5. Sobre el desarrollo de la tópica jurídica

6. Sobre el carácter descriptivo y prescriptivo de la tópica

7. ¿Qué queda de la tópica jurídica?

CAPÍTULO TERCEROPERELMAN Y LA NUEVA RETÓRICA

I. El surgimiento de la nueva retórica

II. La concepción retórica del razonamiento jurídico

1. Lógica y retórica

2. Los presupuestos de la argumentación

3. El punto de partida de la argumentación

4. Las técnicas argumentativas

III. La lógica como argumentación

IV. Una valoración crítica de la teoría de Perelman

1. Una teoría de la razón práctica

2. Crítica conceptual

3. Crítica ideológica

4. Crítica de la concepción del derecho y del razonamiento jurídico

5. Conclusión

CAPÍTULO CUARTOLA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN DE TOULMIN

I. Una nueva concepción de la lógica

II. Una concepción no formal de la argumentación

1. Introducción. ¿Qué significa argumentar?

2. El modelo simple de análisis de los argumentos

3. El modelo general. La fuerza de los argumentos

4. Tipos de argumentos

5. Tipos de falacias

6. La argumentación jurídica

III. Valoración crítica de la concepción de Toulmin

1. ¿Una superación de la lógica?

2. La contribución de Toulmin a una teoría de la argumentación

CAPÍTULO QUINTONEIL MACCORMICK: UNA TEORÍA INTEGRADORA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

I. Introducción

1. La teoría estándar de la argumentación jurídica

2. Argumentación práctica y argumentación jurídica según MacCormick. Planteamiento general

II. Una teoría integradora de la argumentación jurídica

1. La justificación deductiva

2. Presupuestos y límites de la justificación deductiva. Casos fáciles y casos difíciles

3. La justificación en los casos difíciles. El requisito de universalidad

4. La justificación de segundo nivel. Consistencia y coherencia

5. Los argumentos consecuencialistas

6. Sobre la tesis de la única respuesta correcta. Los límites de la racionalidad práctica

III. Crítica a la teoría de la argumentación jurídica de MacCormick

1. Sobre el carácter deductivo del razonamiento jurídico

2. Un análisis ideológico de la teoría

3. Sobre los límites de la razón práctica

CAPÍTULO SEXTOROBERT ALEXY: LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA COMO DISCURSO RACIONAL

I. Introducción

1. Planteamiento general: argumentación práctico-general y argumentación jurídica

2. La teoría del discurso de Habermas

II. La teoría de la argumentación jurídica de Alexy

1. La teoría del discurso como teoría procedimental. Fundamentación de las reglas del discurso

2. Las reglas y formas del discurso práctico general

3. Los límites del discurso práctico general

4. El discurso jurídico como caso especial del discurso práctico general. La teoría de la argumentación jurídica

5. Los límites del discurso jurídico. El derecho como sistema de normas (reglas y principios) y de procedimientos

III. Una crítica a la teoría de la argumentación jurídica de Alexy

1. Crítica a la teoría del discurso en general

2. Críticas a la teoría del discurso jurídico

CAPÍTULO SÉPTIMOPROYECTO DE UNA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

I. Introducción

II. El objeto de la teoría

III. Problemas metodológicos

1. Representación de la argumentación

2. Criterios de corrección

IV. Las funciones de la teoría de la argumentación jurídica

APÉNDICE

Justificación de las decisiones judiciales según Robert S. Summers

Bibliografía

Notas al pie

NOTA PRELIMINAR

El tema de este libro, la argumentación jurídica, me ha interesado desde hace bastante tiempo por diferentes razones. La más importante es que yo no concibo —y, por tanto, tampoco quisiera practicar— la filosofía del derecho como una disciplina cerrada y elaborada no sólo por filósofos del derecho, sino también para ellos. En mi opinión, la filosofía del derecho debe cumplir una función intermediaria entre los saberes y prácticas jurídicas, por un lado, y el resto de las prácticas y saberes sociales, por el otro. Ello quiere decir también que los destinatarios de los escritos iusfilosóficos no deberían ser únicamente otros filósofos del derecho, sino también —e incluso fundamentalmente— los cultivadores de otras disciplinas, jurídicas o no, así como los juristas prácticos y los estudiantes de derecho.

Puesto que la práctica del derecho consiste de manera muy fundamental en argumentar, no tendría por qué resultar extraño que los juristas con alguna conciencia profesional sintieran alguna curiosidad por cuestiones —sobre las que versa este libro— como las siguientes: ¿Qué significa argumentar jurídicamente? ¿Hasta qué punto se diferencia la argumentación jurídica de la argumentación ética o de la argumentación política o, incluso, de la argumentación en la vida ordinaria o en la ciencia? ¿Cómo se justifican racionalmente las decisiones jurídicas? ¿Cuál es el criterio de corrección de los argumentos jurídicos? ¿Suministra el derecho una única respuesta correcta para cada caso? ¿Cuáles son, en definitiva, las razones del derecho: no la razón de ser del derecho, sino las razones jurídicas que sirven de justificación para una determinada decisión?

Ahora bien, si estas son —como yo supongo— cuestiones relevantes para la práctica del derecho, entonces también tendrán que serlo para la dogmática jurídica —cuya justificación, en último término, sólo puede venir de los servicios que pueda rendir a aquella— y, a fortiori, para los estudiantes de derecho que, se supone, son quienes en el futuro deberán continuar —¡y ojalá también renovar!— la labor en uno y otro campo. Finalmente, me parece que los cultivadores de otras ciencias sociales o de otras ramas de la filosofía probablemente encontrarían en las diversas tradiciones de reflexión sobre el derecho —y, en particular, en la teoría de la argumentación jurídica— mucho más de lo que en principio podrían —y parecen— pensar. Su habitual falta de cultura jurídica explica el desinterés —o, directamente, el desdén— intelectual con que muchas veces contemplan el mundo del derecho, lo que en sí mismo no tendría por qué ser grave; lo que lo vuelve grave es que con ello se privan de poder entender aspectos esenciales de la sociedad.

Me apresuro a aclarar que no pretendo haber escrito un libro que pueda interesar a un público tan amplio como el antes descrito o que suministre respuestas adecuadas a cuestiones tan importantes como —en mi opinión— las apuntadas. Mi deseo hubiese sido ese, pero estoy perfectamente consciente de no haberlo logrado más que en una pequeña medida. Eso no impide, por los demás, que siga pensando que esos son los objetivos que deben perseguir —al menos normalmente— los trabajos iusfilosóficos, los cuales no tienen por qué perder rigor por el hecho de dirigirse a un auditorio amplio. No creo que en la filosofía del derecho —ni probablemente en ninguna, o casi ninguna, ciencia social o rama filosófica— haya algo de verdadera importancia que no pueda decirse de manera comprensible para cualquier persona medianamente culta y dispuesta a hacer un esfuerzo serio por entenderlo. Las dificultades a las que hay que hacer frente aquí son de otro tipo y tienen que ver, más bien, con la falta de ideas o con la falta de ideas claras. Sólo espero que el lector no vaya a descubrir, precisamente en esta ocasión, que esas carencias no impiden escribir bastantes páginas sobre un tema.

Los siete capítulos del libro están estructurados como sigue. El primero pretende ofrecer una introducción general a los conceptos básicos de la teoría de la argumentación jurídica, tomando como punto de partida la noción de inferencia deductiva. Los tres siguientes están dedicados a las obras de los tres autores que pueden considerarse como precursores —en la década de los años cincuenta— de la actual teoría de la argumentación jurídica y que tienen en común, precisamente, el rechazo de la lógica formal deductiva como modelo sobre el cual desarrollar esa teoría; me refiero a la tópica de Viehweg, a la nueva retórica de Perelman y a la lógica informal de Toulmin. En los capítulos quinto y sexto estudio, respectivamente, las concepciones de MacCormick y de Alexy, que vienen a configurar lo que podría llamarse la teoría estándar (actual) de la argumentación jurídica. En relación con la obra de estos cinco autores, he seguido un mismo método expositivo que quizás parezca excesivamente lineal, pero que estimo pedagógicamente útil: en primer lugar, me he esforzado por presentar un resumen —a veces bastante amplio— comprensible y no distorsionado de las ideas del autor acerca de la argumentación; luego he tratado de mostrar cuáles son las principales objeciones que cabe plantear a esa concepción. Finalmente, en el último capítulo presento —en la forma de un simple proyecto— mi idea de cómo tendría que ser una teoría plenamente desarrollada y crítica de la argumentación jurídica, que espero ir elaborando en los años sucesivos.

En realidad, debo decir que este es un libro que nunca quise escribir —aunque pueda parecer extraño que escribir un libro sea un ejemplo de acción no intencional— en el sentido de que mi objetivo era —y es— una investigación más amplia, en lugar de arrancar sencillamente de una exposición crítica de las teorías de la argumentación jurídica existentes para desarrollar, a partir de ahí, una concepción propia. El libro que yo hubiese querido escribir —y que tal vez escriba— debería ser algo así como el revelado —y ampliado— de lo que ahora es el negativo.

El origen de este libro (que el lector tiene en sus manos o, al menos, no muy lejos de ellas), se remonta a los cursos de filosofía del derecho que vengo impartiendo estos últimos años en la facultad de Derecho de la Universidad de Alicante, así como a diversos seminarios desarrollados en el Centro de Estudios Constitucionales de Madrid, en el Instituto Tecnológico Autónomo de México y en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. A todos cuantos tuvieron que escucharme entonces deseo agradecerles su paciencia pero, sobre todo, sus observaciones y comentarios, que, sin duda, han contribuido en una buena medida a aclarar conceptos y corregir errores. Finalmente —y de manera muy especial— tengo que agradecer la ayuda que me han prestado mis compañeros del Seminario de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante, que han debatido conmigo todos y cada uno de los capítulos y apartados del libro. Una discusión a fondo de un trabajo no tiene por qué dar como resultado un buen libro; sí, al menos, un libro mejor de lo que en otro caso hubiese sido. El lector juzgará si ello es suficiente.

PRÓLOGO PARA LA EDICIÓN MEXICANA

Todas las cosas existentes pueden clasificarse cómodamente según un criterio simple: unas muy pocas mejoran; otras —las más—, no con el paso del tiempo. Este libro cae, desde luego, dentro de la segunda categoría; pero con ello no pretendo sugerir que fuera bueno cuando apareció por primera vez, en el año 1991. Lo que quiero decir es que el transcurso de una década ha contribuido a desactualizar un trabajo que, esencialmente, trataba de dar cuenta de las teorías contemporáneas de la argumentación jurídica. Para decirlo con más precisión: lo que entonces escribí a propósito de las diversas concepciones de la argumentación jurídica, que han tenido una gran influencia desde los años cincuenta (la de los lógicos; la de los precursores, Viehweg, Perelman y Toulmin; y la de los representantes de la teoría estándar: MacCormick y Alexy) me sigue pareciendo hoy básicamente correcto, pero incompleto; y las sugerencias que hacía —en el último capítulo— sobre cómo construir una teoría del razonamiento jurídico que superara algunos de los déficits que me pareció encontrar en las anteriores concepciones, las he desarrollado —y sometido a un proceso de ajuste— en una serie de artículos que he publicado desde entonces.

Las circunstancias anteriores parecerían hablar a favor de una versión corregida y aumentada de aquel libro, pero hay un factor que me ha impedido hacerlo —o mejor, intentarlo. La experiencia me dice, en efecto, que los libros —o, al menos, cierto tipo de libros— no pueden, en sentido estricto, corregirse: o se escribe uno nuevo, o se dejan como están. Como escribir otro libro sobre la argumentación jurídica es algo que dejo para una futura ocasión, he optado por dejar este como estaba, añadiéndole simplemente un capítulo —en forma de apéndice—, en el que analizo una concepción de la argumentación jurídica que surgió en los años setenta y que ya entonces —cuando escribí el libro— debí haber examinado.

No estoy seguro de que lo anterior pueda servir como justificación para esta nueva edición. Lo que, en todo caso, la explica es la amabilidad de algunos amigos mexicanos y, en particular, de Rodolfo Vázquez. Como tantas otras veces, la única manera que veo de corresponder a su amistad (una de las cosas, si es que aquí puede hablarse de cosa, a las que el paso del tiempo ha añadido valor) es dándole las gracias.

Universidad de Cornell, Ithaca, octubre de 2001

CAPÍTULO PRIMERODERECHO Y ARGUMENTACIÓN

I. INTRODUCCIÓN

Nadie duda de que la práctica del derecho consiste, de manera muy fundamental, en argumentar, y todos solemos convenir en que la cualidad que mejor define lo que se entiende por un buen jurista tal vez sea la capacidad para idear y manejar argumentos con habilidad. Sin embargo, muy pocos juristas han leído alguna vez un libro sobre la materia y seguramente muchos ignoran por completo que exista algo así como una teoría de la argumentación jurídica. Este libro pretende ofrecer una respuesta —por lo demás incompleta— a las cuestiones de qué significa argumentar jurídicamente y cómo se ha procurado contestar a esta última cuestión. Desde luego, alguien puede contar con una buena —incluso excelente— capacidad argumentativa, aunque tanga muy poco que decir sobre las dos anteriores cuestiones. Pero esa circunstancia —sin duda, feliz— parece ser compatible con la pretensión de que un libro de teoría del derecho como este pueda suscitar, al menos en principio, algún interés entre los juristas en general. En este primer capítulo presentaré los que pueden considerarse conceptos básicos de la teoría de la argumentación jurídica y trataré de aclarar, particularmente, la noción de argumento deductivo.

II. EL ÁMBITO DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

La teoría o las teorías de la argumentación jurídica tiene como objeto de reflexión, obviamente, las argumentaciones que tienen lugar en contextos jurídicos. En principio, pueden distinguirse tres distintos campos de lo jurídico en que se efectúan argumentaciones. El primero de ellos es el de la producción o establecimiento de normas jurídicas. Aquí, a su vez, podría diferenciarse entre las argumentaciones que se presentan en una fase prelegislativa y las que se producen en la fase propiamente legislativa. Las primeras se efectúan como consecuencia de la aparición de un problema social cuya solución —total o parcial— se piensa que puede ser la adopción de una medida legislativa. Ejemplo de ello son las discusiones sobre la despenalización o no (y en qué casos sí o no) del aborto, de la eutanasia o del tráfico de drogas, o sobre la regulación del llamado tráfico de influencias. Otro tipo de argumentaciones surgen cuando un problema pasa a consideración del parlamento o de algún órgano de la Administración, lo haya o no discutido previamente la opinión pública. Mientras que en la fase prelegislativa puede considerarse que los argumentos tienen, en general, un carácter más político y moral que jurídico, en la fase legislativa los papeles se invierten, de manera que son las cuestiones de tipo técnico-jurídico las que pasan a un primer plano. En todo caso, las teorías de la argumentación jurídica de que disponemos no se ocupan prácticamente de ninguno de estos dos contextos de argumentación.

Un segundo campo en que se efectúan argumentos jurídicos es el de la aplicación de normas jurídicas a la resolución de casos, bien sea esta una actividad que llevan a cabo jueces en sentido estricto, órganos administrativos en el más amplio sentido de la expresión o simples particulares. Aquí, a su vez, cabría distinguir entre argumentaciones en relación con problemas concernientes a los hechos, o bien al derecho (estos últimos, en sentido amplio, podrían llamarse problemas de interpretación). Puede decirse que la teoría de la argumentación jurídica dominante se centra en las cuestiones —los casos difíciles— relativas a la interpretación del derecho y que se plantean en los órganos superiores de la administración de justicia. Ahora bien, la mayor parte de los problemas sobre los que tienen que conocer y decidir tanto los tribunales como los órganos no jurisdiccionales de la Administración son más bien problemas concernientes a los hechos, de manera que los argumentos que tienen lugar con ocasión de los mismos caen fuera del campo de estudio de las teorías usuales de la argumentación jurídica.

Finalmente, el tercer ámbito en que tienen lugar argumentos jurídicos es el de la dogmática jurídica. La dogmática es, desde luego, una actividad compleja en la que cabe distinguir esencialmente estas tres funciones: 1) suministrar criterios para la producción del derecho en las diversas instancias en que ello tiene lugar; 2) suministrar criterios para la aplicación del derecho; 3) ordenar y sistematizar un sector del ordenamiento jurídico. Las teorías usuales de la argumentación jurídica se ocupan también de las argumentaciones que desarrolla la dogmática en cumplimiento de la segunda de estas funciones. Dichos procesos de argumentación no son muy distintos de los que efectúan los órganos aplicadores, puesto que de lo que se trata es de suministrar a esos órganos criterios —argumentos— dirigidos a facilitarles —en sentido amplio— la toma de una decisión jurídica consistente en aplicar una norma a un caso. La diferencia que, no obstante, existe entre ambos procesos de argumentación podría sintetizarse así: mientras que los órganos aplicadores tienen que resolver casos concretos (por ejemplo, si se les debe o no alimentar por la fuerza a los presos en huelga de hambre para obtener determinados cambios en su situación penitenciaria),1 el dogmático del derecho se ocupa de casos abstractos (por ejemplo, el de determinar cuáles son los límites entre el derecho y la vida y el derecho a la libertad personal, y cuál de los derechos debe prevalecer en caso de que entren en conflicto). Con todo, parece claro que la distinción no puede efectuarse siempre —o, quizás, casi nunca— en forma muy tajante. Por un lado, porque el práctico necesita recurrir a criterios suministrados por la dogmática, al menos cuando se enfrenta con casos difíciles (por ejemplo, para adoptar una decisión fundamentada sobre la primera cuestión antes planteada, habría que contestar a la segunda con carácter previo), al tiempo que la dogmática se apoya también en casos concretos. Por otro lado, porque en ocasiones los tribunales —o cierto tipo de tribunales— tienen que resolver casos abstractos, esto es, sus decisiones pueden no consistir simplemente en cordenar a X a pagar una cierta cantidad de dinero o en absolver a Y de determinado delito, sino también en declarar que determinada ley es inconstitucional, que un reglamento es ilegal, o que cierta norma debe interpretarse en cierto sentido. Por lo demás, algunos tribunales, al decidir un caso concreto, crean jurisprudencia, lo que significa que la regla en que basan su decisión —y que viene expresada en la ratio decidendi del fallo— tiene un carácter general y abstracto y vale, en consecuencia, para los casos futuros.

III. CONTEXTO DE DESCUBRIMIENTO Y CONTEXTO DE JUSTIFICACIÓN: EXPLICAR Y JUSTIFICAR

En la filosofía de la ciencia se suele distinguir (cfr. Reichenbach, 1951) entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación de las teorías científicas. Así, por un lado está la actividad consistente en descubrir o enunciar una teoría que, según opinión generalizada, no es susceptible de un análisis de tipo lógico; lo único que cabe aquí es mostrar cómo se genera y desarrolla el conocimiento científico, lo que constituye una tarea que compete al sociólogo y al historiador de la ciencia. Pero, por otro lado, está el procedimiento consistente en justificar o validar la teoría, esto es, en confrontarla con los hechos a fin de mostrar su validez; esta última tarea requiere un análisis de tipo lógico (aunque no sólo lógico) y se rige por las reglas del método científico (que, por tanto, no se aplican en el contexto de descubrimiento). La distinción se puede trasladar también al campo de la argumentación en general, y al de la argumentación jurídica en particular (cfr. Wasserstrom, 1961, y Golding, 1984, pp. 23-23). Así, una cosa es el procedimiento mediante el cual se llega a establecer una premisa o conclusión, y otra cosa el procedimiento que consiste en justificar dicha premisa o conclusión. Si pensamos en el argumento que concluye afirmando: A los presos del Grapo se les debe alimentar por la fuerza, podemos trazar la distinción entre los móviles psicológicos, el contexto social, las circunstancias ideológicas, etc., que movieron a un determinado juez a dictar esa resolución y las razones que el órgano en cuestión ha dado para mostrar que su decisión es correcta o aceptable (que está justificada). Decir que el juez tomó esa decisión debido a sus firmes creencias religiosas significa enunciar una razón explicativa; decir que la decisión del juez se basó en determinada interpretación del artículo 15 de la Constitución significa enunciar una razón justificatoria. Los órganos jurisdiccionales o administrativos no tienen, por lo general, que explicar sus decisiones, sino justificarlas.2

La distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación no coincide con la distinción entre discurso descriptivo y prescriptivo, sino que tanto en relación con uno como con otro contexto, se puede adoptar una actitud descriptiva o prescriptiva. Por ejemplo, se puede describir cuáles son los móviles que llevaron al juez a dictar una resolución en el sentido indicado (lo que significaría explicar su conducta); pero también se puede prescribir o recomendar determinados cambios procesales para evitar que las ideologías de los jueces —o de los jurados— tengan un peso excesivo en las decisiones a tomar (por ejemplo, haciendo que tengan más relevancia otros elementos que forman parte de la decisión, o proponiendo ampliar las causas de recusación de jueces o jurados). Y, por otro lado, se puede describir cómo, de hecho, el juez en cuestión fundamentó su decisión (se basó en el argumento de que, de acuerdo con la Constitución, el valor vida humana debe prevalecer sobre el valor libertad personal); o bien, se puede prescribir o sugerir —lo que exige a su vez una justificación— cómo debiera haber fundamentado el juez su decisión (su fundamentación tenía que haberse basado en otra interpretación de la Constitución, que subordina el valor de la vida humana al valor libertad personal).

En todo caso, la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación nos permite, a su vez, distinguir dos perspectivas de análisis de las argumentaciones. Por un lado está la perspectiva de determinadas ciencias sociales, como la psicología social, que han diseñado diversos modelos para explicar el proceso de toma de decisiones al que se llega, en parte, por medio de argumentos. En el campo del derecho, uno de esos modelos es el de la información integrada, elaborado por Martín F. Kaplan (cfr. Kaplan, 1983). Según él, el proceso de toma de decisión de un juez o un jurado es el resultado de la combinación de los valores de información y de impresión inicial. El proceso de decisión comienza con la acumulación de unidades de prueba o información; a ello le sigue el proceso de evaluación en el que a cada ítem informativo se le asigna un valor en una escala específica para el juicio que se está desarrollando; el tercer paso consiste en atribuir un peso a cada información; luego se integra la información evaluada y sopesada en un juicio singular como, por ejemplo, probabilidad de culpabilidad; y, finalmente, se toma en cuenta la impresión inicial, esto es, los prejuicios del juez o del jurado que pueden provenir tanto de condiciones situacionales (por ejemplo, su estado de humor en el momento del juicio), como de condiciones asociadas con su personalidad (por ejemplo, prejuicios raciales o religiosos). El modelo no sólo pretende explicar cómo se decide —y se argumenta— de hecho, sino que sugiere también qué se podría hacer para reducir el peso de los prejuicios (dar un mayor peso a los otros elementos), o bien bajo qué condiciones los juicios con jurado (lo que implica también las argumentaciones de los jurados que conducen a una determinada conclusión) podrían ser tan fiables como los juicios con jueces profesionales.

Por otro lado, está la perspectiva de otras disciplinas que estudian bajo qué condiciones un argumento puede considerarse justificado. Aquí, a su vez, cabría hablar de una justificación formal de los argumentos (cuándo un argumento es formalmente correcto) y de una justificación material (cuándo puede considerarse que un argumento, en un campo determinado, resulta aceptable). Ello permitiría distinguir entre la lógica formal o deductiva, por un lado, y lo que a veces se llama lógica material o informal (en donde se incluirían cosas tales como la tópica o la retórica), por el otro.

La teoría estándar de la argumentación jurídica se sitúa precisamente en esta segunda perspectiva, esto es, en el contexto de justificación de los argumentos y, en general, suele tener pretensiones tanto descriptivas como prescriptivas. Se trata, por tanto, de teorías (como las de Alexy o MacCormick, de las que se tratará en capítulos sucesivos) que pretenden mostrar no únicamente cómo se justifican de hecho las decisiones jurídicas, sino también (y al mismo tiempo, según ellos, ambos planos coinciden en general) cómo se deberían justificar. Parten del hecho de que las decisiones jurídicas deben ser y pueden ser justificadas y, en ese sentido, se oponen tanto al determinismo metodológico (las decisiones jurídicas no necesitan justificación porque proceden de una autoridad legítima y/o son el resultado de simples aplicaciones de normas generales), como al decisionismo metodológico (las decisiones jurídicas no se pueden justificar porque son puros actos de voluntad) (cfr. Neumann, 1986, pp. 2 y 3).

La primera de estas dos posturas parece insostenible, especialmente en el contexto del derecho moderno, en el que la obligación que se establece de motivar —justificar— las decisiones, no sólo contribuye a hacerlas aceptables (y esto resulta especialmente relevante en sociedades pluralistas que no consideran como fuente de legitimidad o de consenso cosas tales como la tradición o la autoridad), sino también a que el derecho pueda cumplir su función de guía de la conducta humana (Golding, 1984, p. 9). Por otro lado, justificar una decisión en un caso difícil significa algo más que efectuar una operación deductiva consistente en extraer una conclusión a partir de premisas normativas y fácticas. Y otro tanto ocurre con la segunda postura, esto es, con la opinión de que los jueces —o los jurados— no justifican (ni podrían justificar propiamente) sus decisiones, sino que las toman de forma irracional —o arracional—, y posteriormente las someten a un proceso de racionalización. Así, algunos representantes del realismo americano (especialmente Frank, 1970)3 han mantenido, en efecto, que las sentencias judiciales “son desarrolladas retrospectivamente desde conclusiones tentativamente formuladas” (p. 109); que no se puede aceptar la tesis que representa al juez “aplicando leyes y principios a los hechos, esto es, tomando alguna regla o principio… como su premisa mayor, empleando los hechos del caso como premisa menor y llegando entonces a su resolución mediante procesos de puro razonamiento” (p. 111); y que, en definitiva, las “decisiones están basadas en los impulsos del juez”, el cual extrae esos impulsos no de las leyes y de los principios generales del derecho fundamentalmente, sino sobre todo de factores individuales que son todavía “más importantes que cualquier cosa que pudiera ser descrita como prejuicios políticos, económicos o morales” (p. 114).

Más adelante volveré a tratar acerca del silogismo judicial, pero la distinción que se acaba de introducir permite mostrar con claridad el error en que incurren estos últimos autores y que no es otro que el de confundir el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación. Es imposible que, de hecho, las decisiones se tomen, al menos en parte, como ellos sugieren, es decir, que el proceso mental del juez vaya de la conclusión a las premisas e incluso que la decisión sea, sobre todo, fruto de prejuicios; pero ello no anula la necesidad de justificar la decisión, ni convierte tampoco esta tarea en algo imposible. En otro caso, habría que negar también que se pueda dar el paso de las intuiciones a las teorías científicas o que, por ejemplo, científicos que ocultan ciertos datos que no encajaban bien con sus teorías estén, por ello mismo, privándolas de justificación.

IV. EL CONCEPTO DE VALIDEZ DEDUCTIVA

Antes he dicho que la lógica formal o deductiva se ocupa de los argumentos desde el punto de vista de la corrección formal de estos. Pero ¿qué significa esto con más precisión? Para aclararlo partiré de algo que es obvio, a saber, que no sólo se argumenta en contextos jurídicos, sino también en el ámbito de los diversos conocimientos especializados y en el de la vida cotidiana. También en la literatura nos encontramos con cierta frecuencia con argumentaciones aunque, desde luego, la función principal de las obras literarias no es la de registrar argumentos, sino más bien la de expresar sentimientos, narrar historias, fabular, etc. Sin embargo, hay un género literario especialmente denso en argumentaciones; se trata del género policiaco —o policial—, cuyo inventor —en palabras de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges (1972)— habría sido Edgard Allan Poe. Uno de sus cuentos más célebres lleva por título La carta robada, y en el mismo se narra una historia que aproximadamente es la siguiente:

Auguste Dupin (el precursor de Shelock Holmes, el padre Brown, Hércules Poirot, etc.) recibe un día la visita del prefecto de la policía de París, que le consulta sobre el siguiente problema. Un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. Se sabe que el autor del robo es el ministro D., quien usa la carta como instrumento de chantaje contra la dama que la redacta. El ministro debe tener la carta oculta en algún lugar de su casa, pero el prefecto, a pesar de haber efectuado un minucioso y sistemático registro, no logra dar con ella. Dupin consigue hacerlo merced a un proceso de razonamiento, que, grosso modo, es el siguiente: si la carta hubiese estado al alcance de la búsqueda, los agentes la habrían descubierto, y, como la carta tiene que encontrarse en el domicilio del ministro, ello quiere decir que la policía ha buscado mal. Dupin sabe que el ministro es una persona audaz e inteligente y que, además, posee no solamente una inteligencia matemática, sino también —si se puede llamar así— una inteligencia poética. El ministro pudo prever, por tanto, que su casa iba a ser registrada por la policía y que los hombres del prefecto buscarían en todos aquellos sitios en donde se supone que uno puede dejar un objeto que desea ocultar. De ahí infiere Dupin que el ministro tuvo que dejar la carta en un lugar muy visible pero, precisamente por ello, inesperado. Y, en efecto, Dupin encuentra la carta en una tarjeta de cartón que colgaba de una cinta azul sobre la chimenea, arrugada y manchada (como si se tratara de algo sin importancia) que exhibía un tipo de letra en la dirección y un sello de características opuestas a las de la carta robada (pues la misma había sido dada la vuelta como un guante). Dupin explica así el fracaso del prefecto: “La causa remota de su fracaso es la suposición de que el ministro es un imbécil porque ha logrado fama de poeta. Todos los imbéciles son poetas; así lo siente el prefecto e incurre en una non distributio medii al inferir que todos los poetas son imbéciles” (p. 33).

Así, de acuerdo con el relato, el prefecto ha cometido un error de tipo lógico, una falacia, pues de la afirmación: Todos los imbéciles son poetas, no se infiere lógicamente: Todos los poetas son imbéciles. A partir de esta afirmación —podríamos nosotros añadir—, el prefecto ha efectuado un argumento lógicamente válido, pero con una premisa falsa:

a)   Todos los poetas son imbéciles.

El ministro es un poeta.

Por tanto, el ministro es un imbécil.

En la lógica proposicional, la inferencia podría representarse aproximadamente (cfr. infra, cap. V, apartado 3.1.2), así:

 p → q

  p         

q       

Y, con más precisión, en la lógica de predicados de primer orden:

∧ x    Px → Qx

          Pa            

         Qa           

El argumento en cuestión es lógicamente válido porque la conclusión se infiere necesariamente de las premisas. Esto es fácil de ver gráficamente. Si simbolizamos con P la clase de los poetas, con I la de los imbéciles y con m al ministro (m, señalado en el gráfico con un punto, designa a un individuo, mientras que P e I designan clases o conjuntos de individuos), la información que se contiene en las dos premisas del argumento la podemos representar así:

Si ahora quisiéramos representar también la información de la conclusión, nos daríamos cuenta de que no necesitamos añadir nada: la información de la conclusión estaba ya incluida en la de las premisas, lo que explica que hayamos podido decir que el paso de unas a otra fuera necesario; o sea, no es posible que las premisas sean verdaderas y la conclusión no lo sea.

Mientras que a) es un ejemplo de argumento válido lógicamente, pero con una premisa falsa, el siguiente argumento, b), representa casi el caso opuesto, es decir, aquel en que las premisas son verdaderas (verdaderas, naturalmente, en relación con el cuento de Poe), pero el argumento es lógicamente inválido. En concreto, se trata de la falacia denominada de afirmación del consecuente:

b)   Todos los imbéciles son poetas.

El ministro es un poeta.

Por tanto, el ministro es un imbécil.

Y en notación lógica:

∧ x    Px → Qx

          Qa            

         Pa           

Para comprobar que, efectivamente, es un argumento lógicamente incorrecto o inválido, podemos someterlo a la misma prueba de antes. Ahora bien, una representación que está de acuerdo con la información contenida en las premisas podría ser esta:

Y, sin embargo, esta resulta incompatible con la información que transmite la conclusión. Por lo tanto, en este caso sí es posible que las premisas sean verdaderas, pero la conclusión falsa.

Antes se ha dicho que a) y b) eran casos casi opuestos. Si no son del todo opuestos es porque, en ambos, la conclusión, que es la misma, es falsa. En el siguiente ejemplo, c), tanto las premisas como la conclusión son verdaderas; sin embargo, no se trata de un argumento lógicamente válido.

 

∧ x Px → Qx

c)   Todos los imbéciles son poetas.

Qa El ministro es un poeta.

Por tanto, el ministro no es un imbécil.

            Qa           

        —Pa           

Para probar su invalidez lógica, bastará con efectuar de nuevo una representación posible de la información contenida en las premisas

que, sin embargo, contradice la información de la conclusión.

Finalmente, un ejemplo de argumento válido lógicamente y cuyas premisas son verdaderas (y, por tanto, también su conclusión) sería este:

∧ x Px ^ Qx → Rx

d)   Los ministros que son poetas no son imbéciles.

El ministro es un poeta.

Por lo tanto, el ministro no es un imbécil.

               Pa ^ Qa         

        —Ra            

En este caso, cualquier posible representación de las premisas contendría también la conclusión. Así, una manera de representar la información contenida en las premisas sería esta:

en la que, obviamente, se contiene también la información de la conclusión.

Ahora estamos, sin duda, en condiciones de entender mejor la noción de argumento lógico que puede definirse de la siguiente manera: “Tenemos una implicación o una inferencia lógica o una argumentación válida (deductivamente), cuando la conclusión necesariamente es verdadera si las premisas son verdaderas” (Quesada, 1985, p. 9). La lógica, la lógica deductiva, puede presentarse en forma axiomática o como un sistema de reglas de inferencia, pero esta segunda forma de presentación es la que mejor se ajusta a la manera natural de razonar. Ello es así porque mientras que en el modo axiomático de deducir se parte de enunciados formalmente verdaderos (tautologías) y se llega, al cabo de la deducción, a enunciados también formalmente verdaderos, en el modo natural de hacer inferencias deductivas se puede partir —y eso es lo más frecuente— de enunciados con valor de verdad indeterminado o incluso declaradamente falsos, y se llega a enunciados que pueden ser verdaderos o falsos (cfr. Deaño, p. 146). Lo único que determina una regla de inferencia es que si las premisas son verdaderas, entonces también tienen que serlo necesariamente la conclusión. Los razonamientos indicados con a) y d) y los esquemas lógicos correspondientes son válidos en virtud de la regla llamada modus ponens, que se puede escribir así:

X → Y

       X       

Y

(El uso de las letras X y Y se debe a que las reglas se expresan en un metalenguaje en relación con el de las fórmulas de la lógica para el que empleamos las letras p, q, P, Q, etc.) Por el contrario, los razonamientos b) y c) y los esquemas correspondientes son inválidos lógicamente, porque no hay ninguna regla de inferencia lógica que autorice efectuar el paso que en ellos se da.

V. CORRECCIÓN FORMAL Y CORRECCIÓN MATERIAL DE LOS ARGUMENTOS

La caracterización de un argumento deductivo presenta, sin embargo, diversos motivos de insatisfacción si se traslada al campo de los argumentos que se realizan normalmente en el campo del derecho o en el de la vida ordinaria. Un primer motivo de insatisfacción —por lo demás obvio— deriva precisamente de que la lógica deductiva sólo nos suministra criterios de corrección formales, pero se desentiende respecto de las cuestiones materiales o de contenido que, naturalmente, son relevantes cuando se argumenta en contextos que no sean los de las ciencias formales (lógica y matemática). Así, por un lado —y como hemos visto—, a partir de premisas falsas se puede argumentar correctamente desde el punto de vista lógico; y, por otro lado, es posible que un argumentos sea incorrecto desde el punto de vista lógico, aunque la conclusión y las premisas sean verdaderas o, por lo menos, altamente plausibles.4 En unos casos, la lógica aparece como un instrumento necesario pero insuficiente para el control de los argumentos (un buen argumento debe serlo tanto desde el punto de vista formal como material). En otros casos, es posible que la lógica —la lógica deductiva— no permita ni siquiera establecer requisitos necesarios en relación con lo que debe ser un buen argumento; como luego veremos, un argumento no lógico —en el sentido de no deductivo— puede ser, sin embargo, un buen argumento.

Dicho de otra manera, plantearse la cuestión de la corrección de los argumentos significa plantearse el problema de cómo distinguir los argumentos correctos de los incorrectos, los válidos de los inválidos. Aquí es posible todavía distinguir entre argumentos manifiestamente inválidos y argumentos que parecen válidos pero que no lo son, y a los que se denomina falacias. El problema, claro está, se plantea a propósito de la distinción entre los argumentos válidos y las falacias (los argumentos manifiestamente inválidos no son problemáticos, puesto que no pueden llevar a confusión), lo que la lógica deductiva sólo consigue hacer a medias. La razón de ello es que no sólo existen falacias formales, esto es, argumentos que parecen correctos formalmente —deductivamente— pero que no lo son,5 sino también falacias no formales. Estas últimas, a su vez, pueden subclasificarse en otras dos categorías, lo cual da lugar a las falacias de atinencia y de ambigüedad. En las primeras, “las premisas carecen de atinencia lógica con respecto a sus conclusiones y, por ende, son incapaces de establecer su verdad” (Copi, 1986, p. 83). Así ocurre, por ejemplo, con el argumento ad ignorantiam, con el argumento ad hominem o con la petitio principii. Las segundas, por el contrario, “aparecen en razonamientos cuya formulación contiene palabras o frases ambiguas, cuyos significados oscilan y cambian de manera más o menos sutil en el curso del razonamiento” (Copi, 1986, p. 104). Naturalmente, la lógica formal deductiva sólo nos provee instrumentos plenamente adecuados para hacer frente a las falacias formales.

VI. SILOGISMO TEÓRICO Y SILOGISMO PRÁCTICO

Otro de los posibles motivos de insatisfacción proviene de que la definición de argumento válido deductivamente (la definición de argumento que puede encontrarse en los libros de lógica) se refiere a proposiciones —premisas y conclusiones— que pueden ser verdaderas o falsas. Ahora bien, en el derecho, en la moral, etc., los argumentos que se efectúan parten muchas veces de normas y llegan a ellas; esto es, tratan con un tipo de enunciados respecto de los cuales no parece que tenga sentido predicar verdad o falsedad. En consecuencia, surge el problema de si la lógica se aplica o no a las normas. Por ejemplo, Kelsen, sobre todo en su obra póstuma, La teoría general de las normas (1979), sostuvo enfáticamente que la inferencia silogística no funciona en relación con las normas. Las reglas de la lógica se aplican al silogismo teórico, que se basa en un acto de pensamiento, pero no al silogismo práctico o normativo (el silogismo en el que al menos una de las premisas y la conclusión son normas), que se basa en un acto de voluntad en una norma. En la tradición iusfilosófica, el problema suele remontarse a Jorgensen (1937), quien planteó un problema al que llamó rompecabezas; y Ross (1941 y 1971), dilema de Jorgensen. De acuerdo con Ross, una inferencia práctica como:

Debes mantener tus promesas.

Esta es una de tus promesas.

Por tanto, debes mantener esta promesa.

carece de validez lógica. No es lógicamente necesario que un sujeto que establece una regla deba también establecer la aplicación particular de tal regla. Que esto último se verifique o no depende de hechos psicológicos. No es raro —añade Ross— que un sujeto formule una regla general pero evite su aplicación cuando él mismo se ve afectado.

Sin embargo, si bien se mira, esta idea resulta decididamente extraña. Si A acepta como moralmente obligatoria la regla: Se deben mantener las promesas (todas las promesas y en cualquier circunstancia)6 y acepta como verdadero el hecho de que ha prometido a B acompañarle al cine la tarde del miércoles, y, sin embargo, sostiene también que a pesar de ello no considera que deba acompañar a B al cine ese día, su comportamiento resulta ser tan irracional como el de quien considera como enunciados verdaderos: Los ministros que son poetas no son imbéciles y ‘X’ es un ministro que es poeta, y, sin embargo, no está dispuesto a aceptar que: ‘X’ no es imbécil. Naturalmente, es posible que estas dos situaciones —también la segunda— se den de hecho, pero ello no parece tener que ver con la lógica, que —como la gramática— es una disciplina prescriptiva: no dice cómo los hombres piensan o razonan de hecho, sino cómo deberían hacerlo.

Para probar que el argumento anterior es un argumento correcto, podemos recurrir de nuevo a las figuras utilizadas antes. Siendo P la clase de las promesas, D la de las promesas que deben mantenerse (de acuerdo con la primera premisa, ambas clases tienen la misma extensión) y p la promesa concreta realizada por A a B, las premisas del razonamiento podrían representarse mediante la siguiente figura.

Y resulta patente que dicha información contiene también la de la conclusión: p se encuentra necesariamente dentro de D, esto es, dentro de la clase de las promesas que deben mantenerse.

Desde luego, con lo anterior no queda resuelto un problema que tiene un alcance teórico indudable.7 Pero me parece que puede servir como prueba de que en la vida ordinaria atribuimos a las inferencias prácticas la misma validez que a las teóricas. Por lo demás, me parece que Gianformaggio (1987; cfr. también Ruiz Manero, 1990, p. 71) tiene razón al considerar que los autores que sostienen la tesis de que la lógica no se aplica a las normas están, en realidad, confundiendo los términos del problema, en cuanto no parecen haber reparado en el carácter diferente que tienen estas dos preguntas.8 Por un lado está la cuestión de si la relación que guardan entre sí las normas válidas (en el sentido de que pertenecen a un sistema) son relaciones de tipo lógico. La respuesta a esta pregunta es obviamente negativa, puesto que es posible que a un mismo sistema pertenezcan normas contradictorias. Por ejemplo, a un mismo sistema moral podría pertenecer tanto la norma: Se deben cumplir todas las promesas, como la norma: No tengo por qué cumplir la promesa que efectué a ‘B’. El sistema en cuestión resultaría escasamente atractivo precisamente debido a que es inconsistente desde el punto de vista lógico, pero eso no tiene que ver con lo anterior. Y por otro lado está la cuestión de si se puede inferir válidamente una norma de otra. La respuesta a esta última pregunta es perfectamente independiente de la anterior, y no se ve por qué no haya de ser afirmativa. En realidad, el problema con el que nos tropezamos aquí consiste en que en la definición de argumento deductiva antes aceptada, se contemplaban únicamente enunciados susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos, y esta característica —según opinión generalizada aunque no unánime— no la poseen las normas. Pero ello, lo que comporta es la necesidad de corregir aquella definición que podría ahora formularse así: Tenemos una implicación o una inferencia lógica o una argumentación válida (deductivamente), cuando la conclusión necesariamente es verdadera (o bien, correcta, justa, válida, etc.) si las premisas son verdaderas (o bien, correctas, justas, válidas, etc.). Ello plantea algunos problemas lógicos de tipo técnico, de los que, sin embargo, podemos prescindir aquí (cfr. infra., capítulo quinto, apartado III, 1).

VII. ARGUMENTOS DEDUCTIVOS Y NO DEDUCTIVOS

Pero aun así, esta nueva definición no resuelve todos los problemas. En el apartado V hemos visto que uno de los límites de la lógica derivaba de su carácter formal. Ahora debemos fijarnos en otro límite que se vincula a su carácter deductivo, es decir, al carácter de necesariedad que, acuerdo con la definición, tiene el paso de las premisas a la conclusión.

Si volvemos de nuevo a La carta robada y al señor Dupin, podríamos sintetizar —y simplificar— como sigue la argumentación que le había permitido descubrir el misterio:

El ministro es un hombre audaz e inteligente.

El ministro sabía que su casa iba a ser registrada.

El ministro sabía que la policía buscaría en todos los lugares en que pudiera ocultarse una carta.

Por tanto, el ministro tienen que haber dejado la carta en un lugar tan visible que precisamente por esto ha pasado inadvertida a los hombres del prefecto.

Ahora bien, este último no es, obviamente, un argumento deductivo, ya que el paso de las premisas a la conclusión no es necesario, sino simplemente probable o plausible. Hubiese podido ocurrir, por ejemplo, que el ministro hubiese dejado su carta a un amigo íntimo, o bien que la hubiese ocultado tan bien que la policía no había sido capaz de dar con ella, etcétera. A este tipo de argumentos en los que el paso de las premisas a la conclusión no se produce necesariamente se les llama a veces argumentos inductivos o no deductivos. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que por inducción no se entiende aquí el paso de lo particular a lo general; en el caso anterior, por ejemplo, lo que tiene lugar es un tránsito de lo particular a lo particular. Por lo demás, los argumentos de este tipo son —o pueden ser— buenos argumentos, pues hay muchas ocasiones en que nos encontramos con la necesidad de argumentar y en las que, sin embargo, no es posible utilizar argumentos deductivos.9 Esto ocurre, por supuesto, no sólo en las novelas policiacas, sino también en la vida ordinaria y en el derecho.

Veamos el siguiente ejemplo extraído de una sentencia reciente de la Audiencia Provincial de Alicante (n. 477/89). A y B son acusados del delito de tráfico de drogas tipificado en el artículo 344 del Código penal, con la concurrencia de la circunstancia agravante del artículo 344 bis a) 3o., pues la cantidad de heroína que se les aprehendió (más de 122 gramos de heroína pura) debe considerarse —de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Supremo— de notoria importancia. La droga había sido encontrada por la policía en una bolsa oculta en la almohada de una cama de matrimonio situada en la habitación de un piso en el que —cuando la policía entró para efectuar el registro— se encontraban A y B (un hombre y una mujer respectivamente). En la vista oral, el abogado defensor y los acusados, A y B, sostienen que aunque los dos últimos vivieran juntos en el mismo piso, no tenían entre sí más que una relación de amistad, utilizaban habitaciones distintas y, concretamente, B no tenía conocimiento alguno de la existencia de la droga. Como consecuencia de ello, el abogado defensor, en sus conclusiones definitivas, solicitó la libre absolución para B. La sentencia, sin embargo, en uno de sus antecedentes de hecho, consideró como hecho probado que A y B compartían la habitación referida y que, en consecuencia, B tenía conocimiento y había participado en la actividad de tráfico de drogas que se les imputaba a ambos. La justificación que aparece es esta: “Los acusados (A y B) compartían la habitación referida, como lo prueba, a pesar de las declaraciones en contra de los acusados en el juicio oral, que manifestaron no ser más que simples amigos, el testimonio de los dos policías que efectuaron el registro y que manifestaron que esa era la única cama que estaba deshecha (el registro se efectuó hacia las 6 de la mañana) y en cuya habitación estaban todos los efectos personales de los acusados, y el hecho de que en escrito al juez de instrucción (dirigido mientras A estaba cumpliendo prisión provisional) […] el acusado (A) se refiere a (B) como a ‘mi mujer’”. Esquemáticamente, el argumento sería el siguiente:

Sólo había una cama deshecha en la casa.

Eran las 6 de la mañana cuando ocurrió el registro.

Toda la ropa y efectos personales de A y B estaban en la misma habitación en que se encontraba la cama.

Meses después A se refiere a B como mi mujer.

Por tanto, en la época en que se efectuó el registro, A y B mantenían relaciones íntimas (y, en consecuencia, B conocía la existencia de la droga).

Al igual que en el ejemplo anterior, el argumento no tiene carácter deductivo, pues el paso de las premisas a la conclusión no es necesario, aunque sí altamente probable. Si se acepta la verdad de las premisas, entonces hay una razón sólida para aceptar también la conclusión aunque, desde luego, no puede haber una certeza absoluta: teóricamente, es posible que B acabase de llegar a casa a las 6 de la mañana, que sus efectos personales estuviesen en la habitación de A porque pensaba limpiar a fondo sus armarios, y que tras la detención de ambos su amistad se hubiese convertido en una relación más íntima.

Ciertamente, el argumento guarda una gran semejanza con el anterior —el de Dupin—, pero quizás no sean del todo iguales, si se atiende al extremo siguiente. Es cierto que tanto Dupin como el autor —o autores— de la sentencia se guían en su argumentación por lo que podríamos llamar reglas de experiencia, que vienen a jugar aquí un papel parecido al de las reglas de inferencia en los argumentos deductivos. Sin embargo, los magistrados no pueden servirse para estos casos únicamente de las reglas de experiencia, pues también están involucrados (a diferencia del detective Dupin) por las “reglas procesales de valoración de la prueba”. Por ejemplo, un juez puede estar personalmente convencido de que también B conocía la existencia de la droga (al igual que Dupin lo estaba de dónde tenía que encontrarse la carta) y, sin embargo, no considerar esto como un hecho probado, pues el principio de presunción de inocencia (tal y como él lo interpreta) requiere que la certeza sobre los hechos sea no sólo altamente probable, sino —podríamos decir— absoluta. Y aunque existan razones para no interpretar así el principio de presunción de inocencia (pues en otro caso serían realmente muy pocos los actos delictivos que pudiesen considerarse probados), lo que aquí interesa es mostrar una peculiaridad del razonamiento jurídico: su carácter fuertemente institucionalizado.

VIII. EL SILOGISMO JUDICIAL Y SUS LÍMITES

Si ahora quisiéramos escribir esquemáticamente el tipo de razonamiento químico que se utiliza en la sentencia anterior, podríamos proponer la siguiente formulación:

Quienes realizaren actos de tráfico de drogas en una cantidad que sea de notoria importancia, deberán ser castigados de acuerdo con el artículo 344 y 344 bis a) 3o. del Código penal con la pena de prisión mayor.

A y B han efectuado este tipo de acción.

Por lo tanto, A y B deben ser castigados con la pena de prisión mayor.

Y, en notación lógica:

∧ x Px ^ Qx → ORx

  Pa ^ Qa ^ P b ^ Qb  

ORa     ORb

Este tipo de esquema lógico que, más simplificadamente, podríamos escribir así:

∧ x Px → OQx

            Pa            

OQa

se denomina usualmente silogismo judicial o silogismo jurídico y sirve al mismo tiempo como esquema para el silogismo práctico o normativo del que tratamos en el apartado VI. La primera premisa enuncia una norma general y abstracta en la que un supuesto de hecho (x es una variable de individuo y P una letra predicativa) aparece como condición para una consecuencia jurídica; el símbolo O indica que la consecuencia (R) debe, en general (puede tratarse de una obligación, de una prohibición o de un permiso), seguirse cuando se realiza el supuesto de hecho, aunque sea imposible que en la realidad no ocurra así. La segunda premisa representa la situación en que se ha producido un hecho (a es un individuo concreto del que se predica la propiedad P) que cae bajo el supuesto de hecho de la norma. Y la conclusión establece que a a se le debe anudar la consecuencia jurídica prevista por la norma.

El esquema en cuestión plantea, sin embargo, algunos inconvenientes. El primero de ellos es que hay supuestos (como el del ejemplo mencionado) en que la conclusión del silogismo no representa todavía la conclusión o el fallo de la sentencia, sino, por así decirlo, un paso previo a la misma. En la sentencia que hemos tomado como ejemplo, la parte dispositiva no establece simplemente que A y B deben ser condenados a prisión mayor, sino a la pena, en concreto, de ocho años y un día de prisión mayor.10 El argumento anterior podría, por tanto, completarse con este otro:

A y B deben ser condenados a la pena de prisión mayor.

En la ejecución del expresado delito no concurrieron circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal.

Cuando no concurren circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal, los tribunales impondrán la pena en grado mínimo o medio atendiendo a la gravedad del hecho y a la personalidad del delincuente (artículo 61.4o. del Código penal).

Por tanto, A y B deben ser condenados a la pena de ocho años y un día de prisión mayor (este es el mínimo de pena permitido por la ley).

Este tipo de razonamiento es todavía un razonamiento no deductivo, pues el paso de las premisas a la conclusión no tiene carácter necesario (el tribunal podía haber llegado a imponer una pena de hasta doce años sin infringir la ley, esto es, sin contradecir las premisas). Podría considerarse, sin embargo, como deductivo (todo argumento inductivo puede convertirse en deductivo si se añaden las premisas adecuadas) si se entiende incorporada —implícitamente— en la anterior argumentación una premisa del tenor siguiente:

La escasa gravedad del hecho y la personalidad no especialmente peligrosa del delincuente hacen que se deba imponer el mínimo de la pena permitido por la ley.

Esta última premisa no enuncia ya una norma del derecho vigente ni supone la constatación de que se ha producido un hecho, sino que el fundamento de la misma está constituido, más bien por juicios de valor, pues gravedad del hecho y personalidad del delincuente no son términos que se refieran a hechos objetivos o verificables de alguna manera; en el establecimiento de esta premisa podríamos decir que el arbitrio judicial juega un papel fundamental. Pero ello quiere decir que el silogismo judicial no permite reconstruir satisfactoriamente el proceso de argumentación jurídica, porque las premisas de que se parte —como ocurre en este caso— pueden necesitar, a su vez, justificación, y porque la argumentación jurídica es normalmente entimemática. Un argumento entimemático puede expresarse siempre en forma deductiva, pero ello supone añadir premisas a las explícitamente formuladas, lo que significa reconstruir, no reproducir, un proceso argumentativo.11

Otro posible inconveniente consiste en que el silogismo judicial concluye con un enunciado normativo que establece que ‘A’ y ‘B’ deben ser condenados, mientras que en el fallo de la sentencia no sólo se dice esto, sino que también se condena a A y B. Esta distinción entre el enunciado normativo y el enunciado performativo (el acto lingüístico de la condena) en que consiste propiamente la decisión, implica que en la misma se está efectuando un paso del plano del discurso al de la acción, esto es, un paso que cae ya fuera de la competencia de la lógica. Es interesante poner de manifiesto que en la redacción de la parte dispositiva de las sentencias —al menos en nuestro país— se emplea una cláusula de estilo que recoge precisamente esta distinción: “Fallamos que debemos condenar y condenamos…”, o “… debemos absolver y absolvemos…”. Aquí es interesante tener en cuenta que una expresión como: Fallamos que debemos condenar pero no condenamos, la consideraríamos sin duda incorrecta, pero no porque se trata de una contradicción de tipo lógico, sino más bien de una contradicción pragmática o performativa (cfr. capítulo sexto, apartado III.2.A).

IX. ASPECTOS NORMATIVOS Y FÁCTICOS DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

En un apartado anterior hemos visto que el establecimiento de la premisa menor del silogismo judicial, la premisa fáctica, podría ser el resultado de un razonamiento de tipo no deductivo. Otro tanto puede ocurrir en relación con el establecimiento de la premisa mayor, de la premisa normativa. Un buen ejemplo de esto es la utilización del razonamiento por analogía que, para muchos autores, viene a ser prototipo de argumento jurídico. Veamos, con supuesto práctico, como opera la analogía en el derecho (cfr. Atienza, 1986 y 1988).

En una sentencia de 17 de octubre de 1985 (137/1985), el Tribunal constitucional entendió que el principio constitucional de inviolabilidad del domicilio se extiende también a la sede social de las empresas. El domicilio de una persona mercantil es inviolable al igual que si se tratara de la vivienda de una persona física. En consecuencia, la autorización para que un inspector o recaudador se persone en el domicilio social de una empresa debe establecerla un juzgado de instrucción, al igual que en el caso de una vivienda particular. El argumento en cuestión podríamos esquematizarlo así:

La vivienda de una persona individual es inviolable.