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UN VIAJE POR LA HISTORIA DEL CINE APTO PARA TODOS LOS PÚBLICOS. Cualquier aficionado al mundo del cine se ha preguntado alguna vez qué sucede cuando se apagan las cámaras, si la química entre aquellos dos actores era real o si aquel rodaje fue un verdadero infierno. Partiendo de la famosa frase que cierra El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford, «Si vas a elegir entre publicar la historia o la leyenda, imprime la leyenda», César Bardés recoge 500 anécdotas de la historia del cine que abarcan desde sus orígenes, pasando por el Hollywood clásico, hasta las películas más recientes. Divertidas, frescas, sorprendentes, las anécdotas recogidas en este libro no pretenden contener saberes enciclopédicos, ni extenderse en apartados biográficos, pero sí acercarnos de forma amena el amor del autor por el Séptimo Arte. Porque si algo hemos aprendido es que el cine no es solo entretenimiento, sino también una proyección de nuestros sueños y anhelos, de los amores perdidos y de nuestras aventuras nunca vividas. Y es posible que, detrás de la pantalla, también haya mucho de todo eso. Prólogo de Gerardo Sánchez, director de Días de cine. Epílogo de Juan Ramón López, crítico cinematográfico.
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Seitenzahl: 594
Veröffentlichungsjahr: 2024
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César Bardés
IMPRIMIR LA LEYENDA
500 ANÉCDOTAS DE CINE
© del texto: César Bardés, 2024.
© del prólogo: Gerardo Sánchez, 2024.
© del epílogo: Juan Ramón López, 2024.
© de las ilustraciones: Toni Cabré.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: mayo de 2024.
ref.: obdo329
isbn: 978-84-1132-872-2
aura digit • composición digital
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Prólogo
Introducción
Las cajas destempladas: Peleas de cine
Cartas cabales triunfos a pares: Un buen reparto siempre es una buena decisión
Dios está detrás de una cámara: Los directores y sus cosas
Hollywood Boulevard: El salseo de las estrellas
La verdad, no estoy seguro: Dudas e indecisiones a granel
Improvisa, que algo queda: Espontaneidades en el plató
Sube y tomamos un trago: Demasiadas copas
Epílogo
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Comenzar a leer
Me encantan las frases de cine. De películas, quiero decir. Desde que tengo uso de razón cinematográfica he soltado frases de películas a diestro y siniestro para que la persona que soy se explique al mundo de una forma un poco menos patética de lo que lo haría con mis propias palabras. Hay quien me mira raro, pensando que estoy loco, y hay quien se sorprende de esa especie de Sancho Panza que, en lugar de andar soltando refranes en todo momento, que vienen, eso sí, muy a cuento, suelta frases de películas para ilustrar cualquier instante del discurrir vital.
Y de entre todas esas frases que, junto a sus correspondientes imágenes de películas, pueblan desde hace décadas mi cabeza, está una que uso mucho y que es muy socorrida, no por ocurrente, sino por sabia: «Print the legend!», que es aquella frase que pronunciaba solemnemente aquel cronista que, en El hombre que mató a Liberty Valance, escuchaba la verdadera historia de la muerte de Liberty Valance por boca de su protagonista, Ransom Stoddard-James Stewart.
Pero sé que, aunque muchas veces eso me convierte en una especie de dinosaurio que se debe extinguir, no estoy solo. Somos unos cuantos. Se lo dije una vez a Garci, y me contestó: «Es verdad. Somos dinosaurios». Y sé que César Bardés es otro de esos dinosaurios en peligro de extinción en estos tiempos en los que casi todo el mundo comete el error de creer que sabe de cine simplemente porque ven películas en plataformas o en cine, incluso sin saber distinguir bien entre eso que llamamos «cine» y «las películas». Sobre esto han hablado muchos antes mejor que yo. El año pasado, a Scorsese poco menos que le linchaban moralmente por decir que las películas de Marvel no son cine. Y tiene razón para mí. Son películas, y admito que pueden ser muy entretenidas. Es algo parecido, pero no es lo mismo. Esto, la esencia de lo que es el cine, lo contaba muy bien, además de André Bazin, ese otro sabio que fue Robert Bresson.
Y a los que nos gusta el cine y también disfrutamos de las películas, cuando son buenas, también nos gusta saber eso que hizo de ese título algo especial. Esa anécdota del rodaje que permanece oculta. Los porqués de contratar a tal o cual actor en lugar de aquel otro que parecía que iba a ser. Quién dirigió tal título y qué hizo, además, para ser alguien especial. Las tribulaciones de producción de tantas y tantas películas (cine).
Quiero pensar que cada película (cine) es un mundo en sí misma, con mil anécdotas que pueden contarse de ellas. Yo sé muchas, pero no las sé todas. Y disfruto cada día que descubro alguna nueva y las sumo a mi memoria. Muchas de esas anécdotas que descubro vienen de la mano de César Bardés, un dinosaurio, una enciclopedia ambulante en tiempos de todo en un clic. Tengo la inmensa suerte de poder hacer las introducciones que presentan las películas del espacio de la 2 Días de cine clásico y he de hacer notar que sufro enormemente con qué decir y qué no decir en los apenas cuatro minutos de presentación. Y también he de decir que César Bardés acompaña cada lunes (ahora y antes, cuando se emitían martes y miércoles) con un recital de notas sobre cada película en cuestión que leo entre la admiración y la envidia. Admiración y envidia por dos motivos. Uno por lo mucho que sabe y lo que yo aprendo de él por lo que no sé, y otro por poder contar tanto, porque en televisión el tiempo es oro y básicamente una introducción de esas que tengo el privilegio de hacer es un ejercicio de renuncia para contener el tiempo.
La vida secreta de las películas, perdón, del cine, que me lío yo mismo con mis disquisiciones semánticas, se podría haber llamado también este libro que ahora te dispones, despreocupado lector, a disfrutar, supongo.
Pues si es así, y sé que es así, como decía aquel, o parafraseándole: «Esto es el cine, señor y, en el cine, cuando la leyenda se convierte en realidad, se imprime siempre la leyenda».
Bienvenidas, pues, las leyendas y mil historias que César Bardés nos ha preparado.
Desde este parque jurásico que es el mundo de esas miles y miles de películas que pueblan nuestra memoria… ¡Por el cine!
gerardo sánchez,
director de Días de cine
Este libro nace en pleno confinamiento por la pandemia. Concretamente, el 30 de marzo de 2020. Aquel día me preguntaba, en medio de la sensación de que cada día era exactamente igual al anterior, cómo podría un crítico de cine hacer que la gente experimentase unos segundos de sentirse bien, o de sonreír un poco, o de descubrir algo con cierta gracia. Estaba sentado a la mesa en el salón, tomando un café con leche para desayunar, y se me ocurrió que, tal vez, si contara una anécdota, conseguiría el efecto deseado entre los escasos seiscientos seguidores de Twitter. Apenas logré repercusión con esta anécdota que abre el libro sobre Otto Preminger, Robert Mitchum y Jean Simmons, pero como soy de naturaleza insistente, probé suerte otra vez. «Al fin y al cabo», me dije, «dentro de diez días lo dejo y ya está», y, contra todo pronóstico, comenzaron a llover comentarios y seguidores. La voz (en este caso, la escritura) se estaba corriendo. Los incautos se me acercaban y engrosaban la cuenta. Por supuesto, había comentarios de todo tipo. Desde los que alababan lo que estaba haciendo hasta los sempiternos odiadores de la red social que decían que me lo inventaba y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguir un like. Incluso había algún otro que intentaba aportar algo. Alguna imagen sobre el actor, la actriz o la película sobre la que versaba la anécdota, o que ampliaba información, o que apostillaba sobre posibles comportamientos. El asunto creció hasta límites insospechados. Cuando podía contestaba, incluso alguno se ganó un bloqueo, pero por una sencilla razón. Me da igual el número de seguidores que tenga. Me da igual cuántos likes puede llegar a poseer cualquiera de mis tuits. Me da igual cuántos seguidores decidan estar atentos a mi cuenta. Por supuesto, se agradecen, estoy encantado con que sea así y no hay nada que lo demuestre más que el hecho de haber recopilado todas las anécdotas que se han ido publicando durante tres años (sin fallar ni un solo día, solo fines de semana y fiestas de guardar, además del consabido período vacacional, porque la gente, por lo general, no está tan pendiente del móvil o de sus redes sociales) en este libro. Incluso algunas de las anécdotas contadas han sido mejoradas gracias a las aportaciones de muchos de mis seguidores. A todos ellos, todo mi agradecimiento, no por este libro, sino por contribuir, de alguna manera, a hacer que el cine sea un grano de arena más grande.
Por otro lado, había algo que me rebelaba muchísimo en mi interior. No creo que el hecho de recopilar todas las anécdotas en un libro tenga mérito más allá de la labor de investigación que he llevado a cabo mientras las colgaba en la red social. No hay más aportación mía en este libro que el trabajo de encontrarlas, juntarlas y darles forma y, tal vez, no es este precisamente el mejor medio para que uno sea reconocido por su trabajo. Ahí están mis otros libros de cine para atestiguarlo. Sin embargo, según avanzaba, me daba cuenta de que estaba descubriendo muchas trastiendas y, a la vez, conseguía, también con un granito de arena, que el cine fuera un poco más grande, que merecía la pena el esfuerzo en unos tiempos en los que las salas están vacías y nuestro entusiasmo se confina en el salón delante del televisor, o del videojuego, o del ordenador. Y uno de los inventos más impresionantes de la Humanidad ha sido el cine. Así que, si contribuía a este arte de artes, tenía que dejar atrás esos prejuicios casi morales y decir que sí, que prefiero que se me conozca por lo que escribo y no por lo que recopilo, pero que si eso ayuda a que más gente ame al cine, bienvenido sea. Así que va por todos ellos.
No quisiera dejar pasar la oportunidad de agradecer a Gerardo Sánchez que prologase este libro. Cuando se lo propuse no se lo pensó dos veces y me contestó con un rotundo sí. Él sí sabe hacer que se ame mucho más este puñado de historias que nos ha dejado el cine.
También tienen su parte de culpa Juan Ramón López, de Cinemasmusic, que me animó desde el principio a que juntara todo este material en un libro y se ha brindado generosamente a epilogarlo; Miguel Ángel Bolaños, de la agencia de noticias culturales Berenjena Company, que me apoya en todo, haga lo que haga; el actor Miguel Rellán, que en una conversación telefónica me dio una de las claves: «Es que la gente quiere distraerse con otras cosas»; la periodista Anna Bosch, que dejó bien claro desde el principio que este intento, desde el momento en que nació, fue pensando en la gente y en los difíciles momentos que estábamos pasando y, sin olvidarme de ninguno, de todos los tuiteros que me han dado su empujoncito con sus aportaciones, su buen humor, su saber estar y su cariño. Hoy en día ya son más de sesenta y cinco mil y siguen creciendo.
Durante el rodaje de Cara de ángel había una escena en la que Robert Mitchum debía abofetear a Jean Simmons. Howard Hughes, el productor y dueño de la RKO, quería ligarse a la actriz, pero solo recibió calabazas, y ordenó a Otto Preminger, el director, que no tuviera contemplaciones con ella. Así que cuando llegó el momento de rodar la escena en cuestión, Preminger ordenó a Mitchum que la sacudiera bien, que era necesario para el realismo de la escena. Mitchum le preguntó:
—¿Seguro?
Preminger le aseguró que no tenía por qué preocuparse. Así que Preminger gritó:
—¡Acción!
Mitchum hizo lo que se le había ordenado. Desde su silla de director, Preminger dijo:
—No ha salido bien. Otra vez.
Mitchum, bastante escandalizado, protestó:
—¡Por Dios! No deberíamos…
Preminger, muy airado, bramó:
—¡El director soy yo! ¡He dicho que otra vez! ¡Acción!
Así que Mitchum la volvió a sacudir. Preminger, sin inmutarse, volvió a decir:
—¡Otra vez!
Mitchum volvió a protestar.
—¡Que lo hagas! —zanjó Preminger.
Mientras tanto, a Simmons ya le caían las lágrimas por la cara. Mitchum volvió a hacer la escena, y antes de que Preminger pudiera decir nada, se volvió hacia él y le asestó un puñetazo que lo tiró de la silla. El actor acercó su rostro al director y le susurró:
—¿Otra vez?
Durante el rodaje de Los profesionales, Burt Lancaster acabó harto de las borracheras de Lee Marvin (de hecho, la escena del principio de la película en la que aparece Marvin manipulando una ametralladora la rodó totalmente ebrio) y, en cierta ocasión, estuvo a punto de pegarle un buen puñetazo. Quien le detuvo fue el director, Richard Brooks:
—¡No le pegues!
—¿Por qué?
—Porque mañana tiene rodaje y le vas a marcar la cara.
Ante la cara de decepción de Lancaster, Brooks le dijo:
—Espérate al final del rodaje y le pegamos una paliza entre los dos.
Años después, Brooks confesó que lo hizo más por la seguridad del propio Lancaster. Marvin había sido marine y, en condiciones de sobriedad, habría podido matar a Burt.
Después del trabajo, mientras rodaba Bandido, de Richard Fleischer, el actor Robert Mitchum pasaba las noches pegado a una botella de tequila. En cierta ocasión se pasó más de la cuenta y comenzó a dar voces en la taberna lanzando improperios contra México y los mexicanos. Uno de los hombres que estaba allí compartiendo barra se acercó por la espalda a Mitchum, le tocó en el hombro y, cuando se volvió, le pegó un fuerte puñetazo en la cara. Los miembros del rodaje que estaban por allí creían que Mitchum iba a matar al tipo (Mitchum se gastaba una cierta fama de no andarse con tonterías). En vez de eso, el actor, al mejor estilo, le miró y dijo:
—Si eso es todo lo que sabes hacer, más vale que te dediques a fabricar muñecas.
Y se dio media vuelta y le dio la espalda. El hombre se marchó de allí, mitad frustrado, mitad satisfecho, porque, al fin y al cabo, Mitchum había dejado de gritar improperios.
John Ford solía escoger a alguien en sus rodajes como objeto preferido de sus iras. John Wayne fue el elegido en muchas ocasiones, pero también James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance, Ward Bond en Centauros del desierto o Andy Devine en Dos cabalgan juntos. En La diligencia, el elegido fue Thomas Mitchell. Ford no hacía más que meterse con él, diciendo que era un actor malísimo, que no sabía moverse, que le iba a despedir… En determinado momento, con el saco bien lleno, Mitchell se volvió a Ford y le dijo:
—Señor Ford… basta ya, que yo sí he visto María Estuardo.
John Ford se quedó absolutamente mudo y, durante el resto del rodaje, ya no se metió con Mitchell. Eligió a John Wayne.
Las relaciones entre Walter Matthau y Barbra Streisand durante el rodaje de Hello, Dolly! fueron simplemente desastrosas. Streisand, saltándose la autoridad del director, Gene Kelly, no hacía más que darle indicaciones a Matthau sobre cómo debía actuar, diciéndole lo que debía sentir y cómo debía moverse. En determinado momento, Matthau, en presencia de Kelly y Streisand, se hartó y le dijo a Barbra:
—Mira, niñata, yo ya actuaba cuando tú llevabas pañales, así que no me vas a decir lo que tengo o no tengo que hacer…
Ella solo consiguió responder:
—Este tío está loco.
Y Matthau, totalmente indignado, añadió:
—Y no quiero verte a mi alrededor salvo cuando estemos rodando, que tienes menos talento que el pedo de una mariposa.
Durante el rodaje de La huella se celebró la ceremonia de entrega de los Óscar y su director de fotografía, Oswald Morris, fue galardonado por su trabajo el año anterior en El violinista en el tejado. Al día siguiente, Morris llevó el óscar al plató y todos lo celebraron con él. A continuación se pusieron a trabajar, y Joe Mankiewicz le dio instrucciones precisas sobre dónde tenía que poner la cámara y cómo debía iluminar la escena. Mientras Morris trabajaba, Mankiewicz se fue a ensayar con Michael Caine y Laurence Olivier. Cuando volvió se encontró con que Morris había puesto la cámara en un lugar diferente.
—¿Cómo es que has puesto la cámara ahí?
—Es que creo que es mejor, porque si lo iluminamos de esta otra manera tienes una panorámica…
Mankiewicz señaló el óscar de Morris y dijo con tranquilidad:
—Mira, Oswald, yo tengo cuatro como ese y la cámara se pondrá donde yo diga.
Morris no volvió a desobedecer a Mankiewicz.
Las relaciones entre John Wayne y Frank Sinatra nunca fueron demasiado fluidas. En cierta ocasión, Wayne fue a pasar la noche a un hotel de Las Vegas justo antes de empezar un rodaje al día siguiente. La casualidad hizo que le asignaran una habitación justo al lado de la que tenía Sinatra en ese momento. Wayne intentó dormir, pero era imposible porque Sinatra estaba de juerga en su habitación. John fue a quejarse y llamó a la puerta de Frank. Le abrió un guardaespaldas y pidió verle. Habló con él para que parase la fiesta y Sinatra se negó. Wayne, visiblemente enfadado, le dijo:
—Muy bien, Frank, si no quieres parar el ruido, bajaré a dirección y atente a las consecuencias.
Wayne se dio la vuelta para salir y el guardaespaldas se interpuso.
—Nadie le habla así al señor Sinatra…
Wayne, sin pensárselo dos veces, le soltó un formidable puñetazo que hizo que el guardaespaldas aterrizara sobre una silla, que se rompió hecha trizas. Desde ese momento se acabó la fiesta en la habitación de Frank Sinatra y John Wayne pudo dormir.
Durante el rodaje de La burla del diablo fueron a cenar al reservado de un restaurante maltés Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Gina Lollobrigida, Truman Capote y Richard Brooks. En mitad de la cena se presentó John Huston totalmente ebrio y comenzó a meterse con todos, y el primero fue Bogart.
—¿Tú? Sería mejor que dedicaras tu talento a hacer películas y no a irte a navegar con tu barquito de mierda.
Bogart, muy enfadado, cogió a Bacall de la mano y se fue de allí.
La siguiente fue Gina Lollobrigida.
—Y tú, putita italiana, ya sé que solo quieres hacer alguna película que te coloque en los Estados Unidos y conozcas a algún productor de mierda que te resuelva la vida.
La Lollobrigida, llorando, se fue del restaurante.
A continuación, Huston fue a por Capote:
—Y tú, maricón de mierda, dedícate a escribir algo decente…
Capote se puso a llorar en la mesa.
Huston se dirigió a Brooks:
—Y aquí tenemos al tipo que lo único que quiere es dirigir sus propias películas…
Brooks se levantó y se encaró con Huston:
—Mira, John, conmigo no lo vas a conseguir, así que vuélvete al hotel y duerme un poco la mona.
Huston dio media vuelta tambaleándose y se fue.
Años después, cuando se urdía la posibilidad de adaptar al cine la novela de no ficción de Truman Capote A sangre fría, el escritor sugirió que Richard Brooks fuera el director, porque fue el único que aguantó aquella noche. Brooks hizo la película y Capote, cuando la vio, solo acertó a decir: «Es una película condenadamente buena».
La steadycam fue un invento que revolucionó la planificación cinematográfica. Es un sistema de suspensión de la cámara que elimina los temblores en el hombro y permite seguir a los personajes con un punto de vista subjetivo sin vibraciones en la imagen. La primera vez que se utilizó fue en la película de Hal Ashby Esta tierra es mi tierra, aunque el invento cogió carta de naturaleza con las dos primeras partes de Rocky, pues era un sistema ideal para seguir las secuencias de peleas desde dentro del ring. Sin embargo, la mayoría de edad le sobrevino con la utilización que hizo de ella Stanley Kubrick en El resplandor. El operador e inventor del artilugio fue Garrett Brown, y se incorporaba un mástil como eje para hacer los giros de cámara. Kubrick tenía la costumbre de agarrar el mástil cada vez que en el rodaje se giraba por los enormes pasillos del Overlook Hotel y eso molestaba muchísimo a Brown, pero no sabía cómo decírselo a Kubrick, así que se puso de acuerdo con el ayudante de operador y en una pausa para comer se sentaron cerca del director para que escuchase lo que decían. El ayudante se acercó con su bandeja y le dijo a Brown:
—Oye, te quería preguntar… ¿qué tal fue trabajar con Stallone?
Brown dijo:
—Muy bien, pero tenía una costumbre que me ponía muy nervioso. Me agarraba del mástil para los giros. Un día no aguanté más y le pegué un puñetazo. Imagínate, dejé KO a Rocky…
Desde ese momento, Kubrick no volvió a tocar el mástil de la steadycam en ninguno de sus planos de seguimiento por los pasillos y el laberinto del Overlook Hotel.
Las relaciones entre Katharine Hepburn y Peter O’Toole al principio del rodaje de El león en invierno, de Anthony Harvey, no fueron muy buenas. Discutían continuamente y Hepburn reprochaba al actor que llegara algunos días al plató en estado de embriaguez. Un día discutieron a voces y Kate llegó a pegarle. O’Toole, muy enfadado, se marchó del plató y, a la media hora, volvió totalmente vendado y gritando que la actriz era una asesina, que le socorrieran porque él iba a morir en sus manos y que le dolía mucho. A Katharine Hepburn le hizo tanta gracia la payasada de O’Toole que, desde ese momento, mantuvieron una estupenda relación. Cuando a ella le preguntaron sobre él, contestó:
—Peter O’Toole es un actor extraordinario. Personalmente no hay quien le aguante, pero es arrebatadoramente simpático.
Por su parte, el actor quiso que Kate fuera madrina de una de sus hijas, a la que bautizó con su nombre.
Todos los miembros del reparto de Eva al desnudo se llevaron maravillosamente bien, con dos excepciones. Una fue el disgusto que tenía Joe Mankiewicz, el director, con Hugh Marlowe, al que consideraba «un trozo de palo». El otro se hizo evidente desde el primer día de rodaje. Celeste Holm llegó al plató y dijo:
—Buenos días a todos.
Bette Davis la miró con desprecio y contestó:
—Buenos modales. Vaya mierda.
Desde ese mismo instante no se dirigieron la palabra. Años después, Bette Davis dijo que todos habían sido encantadores con ella, salvo Celeste Holm, que era «una auténtica zorra».
Por cierto, Celeste Holm es una de las actrices con la voz más bonita y personal de la historia del cine, como demostró en la película Carta a tres esposas, del mismo Joe Mankiewicz, poniendo la entonación y el encanto al personaje de Addy Ross, que no sale en todo el metraje, pero que quizá sea el mejor ejemplo sobre el uso de la voz en off.
En el transcurso de una fiesta fueron presentados el actor Sean Connery y el músico Jerry Goldsmith. Con su habitual sequedad escocesa, Connery le dio la mano y dijo:
—Quiero tu pelo.
Goldsmith inmediatamente contestó:
—Pues lo siento mucho, pero este pelo es mío.
Muy enfadado por la tontería del escocés, el compositor se fue a casa. Apenas unos días después, el director John McTiernan se puso en contacto con él para ofrecerle la partitura de Los últimos días del Edén.
Cuando, unos meses después, Goldsmith comenzó a ver los primeros takes para ajustar el minutaje de su música, comprendió lo que Connery había querido decir. Le había copiado su coleta e imitado su color para su personaje en la película. Corrió al plató y, cuando encontró a Connery, le pidió disculpas porque no le había entendido. El resultado es que de ahí nació una gran amistad.
Las relaciones entre Clark Gable y Charles Laughton durante el rodaje de Rebelión a bordo, de Frank Lloyd, no fueron muy fluidas. Laughton consideraba que Gable era un actor mediocre, sin mucho recorrido y muy alejado de la escuela británica. Por su parte, a Gable le irritaba profundamente que Laughton hiciera gala de su lado más homosexual al traerse a exteriores a un apolíneo masajista con el que tonteaba a menudo sin recato. La situación llegó al límite cuando, en una escena, Gable se volvió al director y dijo:
—No puedo trabajar con él. Ni siquiera me mira a los ojos cuando estamos en pleno diálogo.
Laughton, muy ofendido, le dijo también a Frank Lloyd:
—Señor director, dígale al señor Gable que eso forma parte de la creación de mi personaje, porque no todo se tiene que decir. Mi personaje no mira a la cara a Fletcher Christian (el personaje interpretado por Gable) porque todo hombre tiene su propia jaula. Y eso, señores, es trabajo.
Después del estreno de La noche americana, Jean-Luc Godard envió una carta a François Truffaut criticando la manera en la que la película describía un rodaje. Le llamaba «mentiroso» por ello. Godard también le reprochaba que se hubiera sumado al cine más comercial, algo que ambos criticaron abiertamente cuando escribían para Cahiers du Cinéma. Además, Godard se posicionaba en contra de la película porque no era «realista» y porque fue un éxito, y sugería que ambos deberían hacer otra cinta juntos sobre el proceso de creación que requería un rodaje. Truffaut produciría, Godard dirigiría y ambos escribirían el guion. También rechazaba leer cualquier contestación que le enviase.
Truffaut se sintió muy ofendido por la carta y, aun así, respondió con otra diciéndole que era un pretencioso inclasificable porque pretendía dárselas de pobrecito cuando, en realidad, era el que provenía de la mejor familia de toda la nouvelle vague. La respuesta incluía un insulto directo a Godard llamándole simple y llanamente «mierda». Este intercambio de correspondencia puso fin a la amistad de toda la vida entre los dos directores. Godard lamentó haber escrito aquella carta después del fallecimiento de Truffaut en 1984 y promovió un homenaje póstumo en su honor.
En la última secuencia de El cabo del terror, de Jack Lee Thompson, en la que los dos protagonistas luchan en el agua, a Gregory Peck se le escapó un puñetazo que impactó de lleno en la cara de Robert Mitchum. Fue demoledor. A pesar de que le hizo verdadero daño, Mitchum siguió rodando para no arruinar la escena. Más tarde declaró:
—No me cae demasiado bien Gregory Peck, pero hay que reconocer que pega muy duro. Siento pena por el desgraciado que tenga que pelearse con él, porque lo va a dejar KO.
Varias son las anécdotas que se pueden contar sobre Horizontes de grandeza, de William Wyler. Por ejemplo, el hecho de que al propio director no le gustaba nada la banda sonora de Jerome Moross, que permaneció inalterable en la película gracias a la insistencia de Gregory Peck. O que fuera, en palabras del presidente Eisenhower, la mejor película que nunca se había hecho. O, incluso, el aborrecimiento que profesaba hacia ella Jean Simmons, que jamás hizo comentario alguno sobre la película hasta finales de los ochenta, cuando dijo:
—Nos aprendíamos nuestras líneas de diálogo y, entonces, recibíamos las líneas reescritas, pasábamos las noches aprendiéndolas de nuevo y, a la mañana siguiente, cuando te presentabas en el rodaje, las recibíamos reescritas de nuevo. Todo eso hacía que la maldita interpretación fuera imposible.
Pero quizá lo mejor es que las relaciones de Wyler con todo el reparto fueron muy malas, con excepción de Charlton Heston. Incluso tuvo enormes discusiones con Gregory Peck, del que era amigo desde los tiempos de Vacaciones en Roma. En una de ellas, Peck insistió en rodar una escena repetidamente. Wyler estalló:
—Mira, Greg, al que conocen como El viejo noventa tomas es a mí. ¿Qué pretendes? ¿Ser El lechuguino noventa y una tomas?
Wyler juró no trabajar nunca más con él. Aunque hicieron las paces tres años después, cumplió su palabra.
Se armó una buena pelea en el rodaje de exteriores de Rebelión a bordo. Ocurrió en la escena en la que Fletcher Christian (Marlon Brando) golpea a Mills (Richard Harris). Accidentalmente, Brando sacudió de verdad a Harris y este respondió con un deliberado puñetazo al aire. Brando no fue capaz de captar el chiste y lo tomó como una burla. En la segunda toma de la misma escena, Brando, bastante enfadado, volvió a golpear a Harris y este le dio un buen puñetazo en la barbilla:
—Vamos, chico, ¿por qué no me das un jodido beso y hacemos el paquete completo?
Brando le miró rojo de furia y Harris le plantó un beso en la mejilla.
—¿Bailamos?
Durante el resto del rodaje, Brando no quiso siquiera acercarse a Harris salvo que fuera estrictamente necesario por el guion.
Pocos días antes del comienzo del rodaje de La noche de la iguana, John Huston temía que el rodaje fuera un auténtico infierno. Allí iban a coincidir Richard Burton, Ava Gardner, Deborah Kerr y Sue Lyon, además de Elizabeth Taylor, que ya era pareja de Burton, y Peter Viertel, que estaba revoloteando alrededor de Deborah Kerr. Así que decidió regalarles a todos un revólver cargado con seis balas y grabó cada una de ellas con los nombres del resto para que pudiesen dispararse a gusto. Cuando se los dio a todos, no supieron cómo reaccionar, pero después de unos segundos de incómodo silencio, todos estallaron en carcajadas. La estrategia de Huston funcionó, porque las relaciones entre todos fueron más que cordiales y acabaron siendo amigos. Y todos ellos guardaron los revólveres como el recuerdo más preciado de aquel rodaje.
Las relaciones de todo el equipo de la película Johnny Guitar con Joan Crawford fueron espantosas. Sterling Hayden llegó a decir:
—Me gusta mucho el dinero. Mucho. Pero no hay suficiente dinero en el mundo que haga que yo vuelva a trabajar con Joan Crawford.
El director Nicholas Ray aseguraba:
—Me levantaba por las mañanas creyendo que iba a ir a prisión. Conducía un rato hasta el estudio y luego paraba para vomitar. Trabajar con ella fue un auténtico suplicio.
En una escena de temperamento que Ray tenía que rodar con la siempre excelente Mercedes McCambridge, programó la sesión a una hora temprana antes de que llegara Joan Crawford. Tuvieron que repetir varias tomas, con tan mala suerte de que la protagonista ya estaba en el plató en la última. Cuando McCambridge terminó, todo el equipo estalló en un espontáneo aplauso. Crawford, roja de furia, entró en el camerino habilitado para McCambridge y le rasgó todo el vestuario causando severos retrasos para arreglarlo. Por si fuera poco, Crawford no dudó en expandir el rumor de que McCambridge era militante del Partido Comunista en plena época de la «caza de brujas» con el fin de que la incluyeran en las listas negras. Durante dos años solo encontró trabajo en televisión hasta que George Stevens le ofreció un papel en Gigante.
Laurence Olivier estaba más que avisado sobre el difícil temperamento del director Otto Preminger antes de empezar a trabajar con él en El rapto de Bunny Lake. Efectivamente, cuando lo conoció no le cayó nada bien y, para mantenerlo a raya, comenzó a imitar burlonamente al director cada vez que se mezclaba con los admiradores y en presencia del propio Preminger, que lo fusilaba con la mirada a la menor ocasión. Aun así, su relación siempre fue muy fría pero sin llegar al estallido. Siempre alerta, Olivier llegaba al borde del derrumbamiento cuando terminaba el día y se iba a casa. Tanto es así que la mujer de Olivier, Joan Plowright, amenazó durante años al actor con invitar a pasar unos días en casa a Otto Preminger si no se portaba bien.
El guionista William Goldman fue convocado a una reunión de preproducción para Todos los hombres del presidente. Allí estaban reunidos el director, Alan J. Pakula; Robert Redford, en calidad de protagonista y productor; el compositor David Shire y los periodistas descritos en la película, Bob Woodward y Carl Bernstein. Era una desagradable sorpresa para él, porque el propósito era mostrarle un nuevo borrador del guion escrito por Carl Bernstein y su entonces esposa, la más tarde guionista y directora de cierto éxito Nora Ephron. La reacción de Goldman fue airada y, cuando tuvo el legajo en sus manos, lo arrojó a la mesa sin leer ni una sola línea. En la versión final solo se incluyó una escena de ese nuevo guion, y es aquella en la que Redford/Woodward y Hoffman/Bernstein le piden a una compañera que se acueste con un exnovio para sacarle cierta información. A modo de disculpa, Bob Woodward le escribió una nota a William Goldman:
Querido Bill:
Te puedo asegurar que solo hay seis cosas de las que me arrepiento en mi vida. Y haber permitido que Carl y su esposa presentaran su guion es, sin duda, la primera de todas ellas. Saludos.
bob woodward
El romance que sostuvieron William Wyler y Bette Davis, que había comenzado durante el rodaje de Jezabel, llegó a su fin cuando ambos hicieron juntos La loba porque las discusiones entre ellos en el plató eran continuas. Sus diferencias se centraron en los distintos puntos de vista en cuanto al personaje de Regina Giddens (Wyler creía que en algún momento debería hacerse más simpático), en la opulencia del decorado de la casa de la propia Regina (Davis creía que debía ser más pobre, porque al fin y al cabo era un personaje que estaba buscando hacerse rico para siempre) y en la apariencia de la propia actriz (Wyler consideraba que la máscara de maquillaje blancuzco hacía que Davis pareciera una actriz del kabuki japonés). La tensión llegó hasta tal punto que Bette Davis llegó a abandonar el rodaje hasta que el propio Wyler, muy enfadado, la llamó:
—Si no quieres volver a la película me parece muy bien. Te reemplazaré por Kate Hepburn o, mejor aún, llamaré a una actriz que odio y que lo hará mejor que tú, Miriam Hopkins.
Davis volvió al rodaje al día siguiente.
Los personajes descritos en Tempestad sobre Washington, de Otto Preminger, estaban basados en diversos políticos reales. Por ejemplo, el senador Lafe Smith, interpretado por Peter Lawford, tiene rasgos de comportamiento parecidos a John Kennedy; el senador Orrin Knox, al que da vida Edward Andrews, se basa en el senador Robert Taft; el senador Fred Van Ackerman (George Grizzard) tiene actitudes del senador Joseph McCarthy, y el presidente, encarnado por Franchot Tone, está copiado de los modos y las maneras de Franklin Roosevelt. Incluso la nominación de Robert Leffingwell (Henry Fonda) y la investigación que se monta en torno a él está inspirada en la encuesta que llevó a cabo el Comité de Actividades Antiamericanas en contra de Alger Hiss, alto miembro del Departamento de Estado que fue acusado de ser espía soviético.
Lo más curioso de todo es que la animadversión que Charles Laughton demuestra contra Henry Fonda durante toda la película era algo más que fingida, porque Laughton había dirigido a Fonda sobre las tablas en la versión teatral, de enorme éxito, de El motín del Caine, ocho años antes y, según el testimonio de la mujer de Laughton, Elsa Lanchester, harto de las exigencias de su director, Henry Fonda comenzó a hacer bromas y a burlarse en público de la homosexualidad de Laughton. Nunca se lo perdonó y no cruzaron ni una palabra durante el rodaje.
George Peppard no hizo demasiados amigos en el plató de rodaje de Desayuno con diamantes. Discutió casi todos los días con Blake Edwards, el director e, incluso, llegaron a las manos en una ocasión. A Peppard no le importaba en absoluto cualquier indicación que le pudiera dar Edwards y, al final, por mucho que se repitiese la escena, la hacía como él mismo entendía que debía hacerla. La única que tenía una relación aceptable con él fue Patricia Neal.
—Noté un cambio en él según avanzaba el rodaje, y no fue precisamente a mejor. Él pensaba que mi personaje le dominaba demasiado, y eso que Edwards y yo lo habíamos suavizado, porque en el guion era mucho más dominante. Le parecía que el personaje que él interpretaba era demasiado vulnerable y eso no se correspondía con la imagen que él tenía de un galán. Quería aparecer como una estrella de los viejos tiempos.
Cuando la película estuvo terminada y Edwards se la enseñó a los ejecutivos de la Paramount, uno de ellos dijo:
—Bueno, lo primero que hay que hacer es cortar esa estúpida canción que canta Holly en la ventana…
Audrey Hepburn estaba presente en la proyección, dio un puñetazo en el reposabrazos de la butaca y gritó:
—¡Sobre mi cadáver, imbécil!
La canción, naturalmente, era Moon River, que ganó el Óscar de 1962.
Es muy conocido el desplante que Stanley Kubrick hizo al compositor Alex North al encargarle la banda sonora de 2001: Una odisea en el espacio y no incluir ni una sola nota en la película, pero quizá no lo sean tanto los detalles. Kubrick, efectivamente, le encargó la banda sonora a North y le dijo explícitamente que su inspiración debería ser Así habló Zarathustra, de Richard Strauss. Cuando North llevaba cerca de un ochenta por ciento de la música, se la mostró al director y este le dijo que le gustaba mucho y que no hiciera más, porque pensaba rellenar lo que quedaba con fragmentos de música clásica. Kubrick, por supuesto, no le dijo ni una sola palabra de que no pensaba utilizar nada de su trabajo y Alex North acudió ilusionado al estreno y con su familia al completo. Cuando comprobó que el director no había incluido ni una sola nota de lo que había compuesto fue tal la vergüenza y la depresión del músico que necesitó tratamiento psicológico durante dos años.
Las relaciones entre Marlon Brando y Frank Sinatra durante el rodaje de Ellos y ellas fueron bastante desastrosas. Todo empezó porque el productor Samuel Goldwyn quería que la protagonizaran Gene Kelly y el propio Sinatra, pero no consiguió que la Metro-Goldwyn-Mayer le prestara a Kelly. Sinatra vio el cielo abierto e intentó convencer a Goldwyn de que él haría el papel destinado a Gene Kelly y que podrían contratar a Dean Martin para hacer el suyo. Samuel Goldwyn no quiso ni oír hablar del tema y, después de hablarlo con el director, Joe Mankiewicz, le hizo una oferta formal a Marlon Brando, el cual aceptó atraído por la idea de hacer algo que no había hecho nunca. Brando, con buena voluntad, se puso en contacto con Sinatra.
—Hola, Frank, encantado de conocerte. Quería hablar contigo porque Ellos y ellas va a ser mi primer musical y he pensado que podríamos trabajar juntos algunos de los números y me enseñas algo de cómo cantar y a abordarlo sin que haga demasiado el ridículo…
Sinatra le interrumpió:
—Yo no tengo nada que ver con esa mierda del Método.
Y le colgó.
Brando se tomó cumplida venganza en la primera escena que rodaron juntos, en la que Sinatra comía pastel de queso y trataba de engatusar a Brando con una apuesta ganada de antemano. Brando arruinó una toma tras otra deliberadamente, haciendo que Sinatra tuviera que comer cantidades ingentes de pastel de queso que, además, odiaba. Estuvieron el día entero y la toma no salió. Al día siguiente, se sentaron en la mesa y Brando sonrió mientras Sinatra apenas podía moverse porque había pasado la noche con indigestión. La toma salió a la primera.
Brando, más tarde, declaró:
—Frank Sinatra es esa clase de persona que, una vez que le han dejado entrar en el cielo, busca a Dios para echarle en cara lo mal que lo ha pasado en la vida.
Howard Hawks y Jean Arthur no se llevaron demasiado bien durante el rodaje de Solo los ángeles tienen alas. A la actriz no le gustaba nada el estilo altamente improvisado del director, y cuando este pidió que interpretara a su personaje con fuerza, dominio y un evidente toque de sexualidad, algo típico en las mujeres del cine de Hawks, Jean Arthur le dijo:
—No puedo hacer ese tipo de actuación de mierda.
Cuando terminó el rodaje, Hawks habló con ella.
—Eres una de las pocas personas con las que he trabajado a la que no he podido ayudar en absoluto. Algún día serás capaz de darte cuenta de lo que realmente te pedía hacer, porque tu personaje va a salir más veces en mis películas.
Cinco años más tarde, Hawks llegó a su casa y se encontró con Jean Arthur en la puerta. Acababa de ver Tener y no tener en el cine y le dijo:
—Te confieso que haría lo que me pediste en Solo los ángeles tienen alas si volviéramos a trabajar otra vez. Te prometo que haría cada maldita cosa que me pidieras. Si una niña como Lauren Bacall puede venir y hacerlo, yo también.
Hawks y Arthur nunca trabajaron juntos de nuevo.
Después del estreno de Un gángster para un milagro, de Frank Capra, el actor Glenn Ford, que también era productor de la cinta, aseguró:
—Bette Davis consiguió el papel porque yo intercedí. Le debía un favor, porque en 1946, y gracias a ella, pude intervenir en Una vida robada y significó mucho en mi carrera. Ahora Bette lo necesitaba y decidí ayudarla.
Cuando Bette Davis se enteró, estalló contra Ford:
—¿Quién cree que es ese hijo de puta para decir que me ayudó porque yo lo necesitaba? Ese pedazo de mierda con zapatos no sería capaz de sacarme de una alcantarilla.
Posteriormente, Frank Capra reconoció que la relación entre Ford y Davis en el plató fue imposible y que se peleaban continuamente y, no sin vergüenza, confesó que él no hizo nada para evitarlo por culpa de las terribles migrañas que padecía. Simplemente dejó que se peleasen.
El primer día de rodaje de El reloj asesino, el director John Farrow extendió el rumor de que el productor (y más tarde guionista) Richard Maibaum era un tipo intratable. Así que todos se pusieron de acuerdo y trajeron un bastón para, de alguna manera, marcar distancias con él cuando decidiera pasarse por el plató.
Al segundo día, Maibaum se pasó por allí y enseguida se dio cuenta de que John Farrow, Ray Milland, Charles Laughton, George MacReady y Maureen O’Sullivan hablaban con él golpeando con el bastón en el suelo, como intentando intimidarle. Maibaum, que era un hombre extraordinariamente inteligente, captó el sentido de la jugada y, excusándose, desapareció durante unos minutos. Cuando regresó, apareció con un bate de béisbol y dijo:
—Ya que todos estáis intentando meterme miedo con vuestros bastones, os aviso. Al próximo que me lleve la contraria le voy a zarandear esto por delante de las narices y veremos quién tiene más carácter.
Después de un incómodo silencio de unos poquísimos instantes, todo el equipo se echó a reír y desde ese momento el ambiente de rodaje fue muy cordial, con Laughton y Farrow encabezando todo tipo de bromas al lado de Maibaum.
William Powell y el director Gregory La Cava tuvieron un encontronazo durante el rodaje de Al servicio de las damas porque entendían de modo muy diferente la interpretación de ese mayordomo tan particular, de nombre Godfrey Park, en medio de una familia de ricos ociosos. Se enzarzaron en una discusión que duró horas hasta que, agotados y enfadados, los dos se fueron a casa. Al día siguiente, La Cava se presentó en el plató con un horrible dolor de cabeza y esperó durante un par de horas a William Powell, que esa mañana parecía no tener ninguna prisa. Un telegrama llegó para el director: «Ayer, con toda probabilidad, encontramos al mayordomo Godfrey Park, pero perdimos a William Powell. Lo mismo me acerco mañana a trabajar».
Christopher Plummer siempre mostró su arrepentimiento por haber participado en Sonrisas y lágrimas, de Robert Wise, aunque años más tarde suavizó un poco su opinión. Sin embargo, en la época en la que se rodó no le gustó nada trabajar con Julie Andrews.
—Es como trabajar con una tarjeta del día de San Valentín que te golpea en la cabeza un día tras otro.
No obstante, seis años después, cambió radicalmente de parecer al compartir con ella unos cuantos días de rodaje en El regreso de la pantera rosa en la que Plummer actuaba y el marido de ella, Blake Edwards, dirigía.
Por otro lado, el actor sí que profesó una enorme admiración hacia Eleanor Parker.
—Ella se lo pasó realmente bien porque se enamoró perdidamente del cámara y estuvieron juntos todo el rato. Él era un chico realmente atractivo y agradable, y ella merecía tener suerte con él. Eleanor es la más deliciosa de las mujeres y, Dios mío, ¡qué belleza! Les quise a los dos mucho y parecía que sostenían pájaros entre las manos durante todo el tiempo. Creo que su historia fue mucho, mucho más romántica que la de la misma película.
Así mismo, por parte de Julie Andrews hay que decir que la famosa toma en helicóptero con ella dando vueltas sobre sí misma fue muy difícil de hacer, porque el aparato se acercaba tanto que la propia Andrews salía volando, e incluso en la toma buena fue así. Ella no se quejó ni una sola vez de los cinco intentos que se hicieron.
Por último, en la película hay una aparición muy especial, y es la de Marni Nixon, la más famosa de las cantantes fantasma de Hollywood. Prestó su voz a Deborah Kerr en El rey y yo y a Natalie Wood en West Side Story. Cuando Julie Andrews la vio por primera vez en el plató haciendo el papel de una de las monjas corrió a abrazarla.
—Marni, no sabes cuánto te admiro.
Todo el mundo se dio cuenta de que esas palabras iban a propósito de que Marni Nixon también había doblado a Audrey Hepburn en My fair lady en un papel que, en principio, estaba destinado a la propia Julie Andrews.
Para ser un poco diferente e ir contra corriente, al pasar algún tiempo después del rodaje, alrededor de los diez años, Bette Davis y Joan Crawford también dijeron cosas buenas de su rival a propósito de ¿Qué fue de Baby Jane?, de Robert Aldrich. En concreto, Bette Davis le dijo al escritor Whitney Stine:
—Joan era toda una profesional. Siempre estaba a su hora y se sabía sus líneas de diálogo. Supongo que uno de los grandes problemas que tuvimos es que éramos muy parecidas. Ella era una superviviente, como yo. Y se enfadaba con la gente del mismo modo en el que lo hago yo. En el fondo, su comportamiento estuvo siempre razonablemente bajo control, igual que el mío. Ella era la misma clase de actriz profesional que era yo.
Por su parte, Joan Crawford confesó al escritor Shaun Considine:
—Estaba previsto que hiciéramos una gira juntas para promocionar la película, pero se canceló porque no quería compartir ningún escenario conmigo. A mí eso no me molestaba. Lo que realmente me sacaba de quicio era que nunca se atrevió a decir nada sobre mi trabajo. Ni una palabra. Y sé perfectamente que ella estaba increíble en su papel y que la película, a pesar de todo, era realmente buena. Por eso planeé aquel desplante en los Óscar recogiendo el premio en nombre de Anne Bancroft. Fue solo una pequeña venganza, porque el auténtico premio se lo llevó ella porque la nominación fue para ella, no para mí.
Robert Aldrich, el director, tenía prevista una repetición de la jugada con Canción de cuna para un cadáver, pero cuando se empezó a rodar, Joan Crawford comenzó a alegar tantos impedimentos (entre otras cosas, fingió estar enferma) que Aldrich finalmente la sustituyó por Olivia de Havilland. Cuando se le sugirió la idea a Bette Davis, ella se limitó a decir:
—Está bien. Es una buena chica.
Las relaciones entre los distintos miembros del equipo y del reparto de La condesa de Hong Kong no fueron nada fluidas. Marlon Brando, aunque estaba deseando trabajar con Chaplin, se encontró con un hombre enormemente despótico que disfrutaba humillando a su hijo Sidney en el plató hasta el punto de que le hizo desnudarse completamente delante de todos para ver si «tenía tanta tontería como aparentaba debajo de la ropa». A partir de ese momento, Brando, además de exigir disculpas en nombre de Sidney Chaplin, se dedicó a hacerle la vida imposible al director. En determinado momento, Chaplin le trasladó unas cuantas indicaciones de cómo debía interpretar una escena y, cuando ya estaba todo listo para rodar, Brando le dijo:
—Puedes meterme la película por el culo, que lo haré como me dé la gana.
Por otro lado, Sophia Loren tampoco soportó a Brando, sobre todo a partir del instante en el que, en una secuencia en la que tenían que besarse, Brando le dijo:
—¿Sabes que te asoman unos cuantos pelos negros por la nariz?
La única que parecía llevarse bien con todo el mundo era Tippi Hedren. En compañía de Chaplin fue a tomar el té a un local público para volver a ver a Alfred Hitchcock y a su mujer, Alma Reville. El encuentro fue muy tenso, porque Hitchcock estaba molesto con ella por haberse ido a rodar una película con otro director de la fama y el prestigio de Charles Chaplin. Tippi pensó que sería una buena idea hacerse una foto todos juntos. Hitchcock, con su habitual seriedad, dijo:
—¿Por qué debería hacer eso?
Y se levantó de la mesa y se fue.
Anthony Quinn se quedó muy decepcionado cuando Elia Kazan le comunicó que él iba a hacer el papel de Eufemiano Zapata y que Marlon Brando se iba a hacer cargo del papel protagonista de Viva Zapata. Al fin y al cabo, él era mexicano y también había interpretado con solvencia a Stanley Kowalski en la gira nacional de Un tranvía llamado Deseo. Cuando comenzó el rodaje no hizo más que comentar que él era bastante mejor que Brando, el cual solo miraba y callaba. Al tercer día, harto ya de las observaciones de Quinn, le dijo:
—Ya que tienes ese instinto tan competitivo conmigo deberíamos resolverlo de una vez por todas y ver quién es el mejor.
—Yo creo que deberíamos medir quién la tiene más larga.
Ambos fueron hasta la orilla del Río Grande y decidieron orinar allí mismo acordando que el que llegase más lejos con el chorro era mejor que el otro. Ganó Brando. A partir de ahí, Quinn aceptó el resultado y quedó muy satisfecho cuando él ganó el Óscar al mejor actor secundario de aquel año mientras Brando perdía a manos de Gary Cooper por Solo ante el peligro.
La experiencia de rodaje de Cortina rasgada no fue nada placentera para Alfred Hitchcock. Él quería para el papel protagonista a Cary Grant, pero este lo rechazó alegando que era muy mayor para el personaje y que estaba pensando seriamente en retirarse del cine (de hecho, aquel mismo año rodó su último título, Apartamento para tres, de Charles Walters), así que luego pensó en Anthony Perkins. El estudio lo rechazó frontalmente. Para el papel de la chica quería inicialmente a Eva Marie Saint, que fue descartada por la Universal porque no tenía atractivo para la taquilla. Después pensó en Tippi Hedren, que no quería volver a trabajar con él y, por último, en Samantha Eggar, que aún era relativamente desconocida. El estudio le impuso a Paul Newman y a Julie Andrews, por entonces una baza segura para atraer al público. Con Newman no se llevó nada bien:
—Yo creo que Hitch y yo podríamos habernos llevado realmente bien, pero el guion se interponía entre nosotros todo el rato. Una vez le pregunté por las motivaciones de mi personaje y él solo dijo: «Su motivación es tu salario». No quería saber nada del Método, ni nada parecido.
Julie Andrews, por su parte, también recordó:
—Hitch fue muy amable conmigo. Yo no tenía que actuar, no creía que el papel fuera demasiado exigente. Solo tenía que aparecer guapa, lo que Hitch siempre ha conseguido mejor que cualquier otro. Yo tenía muchas reservas con la película, pero no me preocupé demasiado. El asunto era trabajar con Hitchcock. Por eso lo hice y por eso traté de hacer lo mejor. Lo que pasa es que Hitch parecía aburrido en el rodaje. Cuando descubrí que a Paul tampoco le gustaba mucho el guion, hablamos con Hitch para ver si podíamos cambiar algo del diálogo. Nos dijo: «Decid lo que os dé la gana». Así que Paul y yo tratamos de sustituir los diálogos para que tuvieran algo más de fuerza y sentido, pero, vista la película, creo que no le hicimos ningún favor a Hitch.
El último disgusto ya fue cuando Universal vetó a Bernard Herrmann para crear la banda sonora. La razón que esgrimían es que no se trataba de un compositor que vendiera muchos discos en una época en la que el negocio de la venta de bandas sonoras estaba en auge. Además, le sugerían que encargara el trabajo a Henry Mancini. El problema es que Herrmann ya estaba trabajando en la composición y Hitchcock le había dado indicaciones precisas para desarrollarlo. El actor Norman Lloyd que, por entonces, estaba trabajando en un episodio de la serie de Hitchcock, recuerda que estaban en el estudio de sonido y el director había citado allí a Herrmann. Le hizo mostrar su trabajo, que se había grabado con orquesta y, después del tercer tema, Hitch, muy enfadado, gritó:
—¡Basta! ¡No quiero oír ni una sola nota más! ¡Esto no es lo que yo pedí! ¡Es una completa violación de mis deseos!
Hitchcock salió muy enfadado del estudio, canceló la sesión de grabación y se fue. Lloyd aseguraba que parecía real, pero que también parecía haber algo que impulsaba al director a justificarse ante Bernard Herrmann. Para no dar completamente su brazo a torcer a Universal Pictures, contrató a John Addison para componer la banda sonora. Se trataba de un compositor que había sido líder en ventas por el trabajo que había hecho en la sorprendente ganadora del Óscar de 1963, Tom Jones, de Tony Richardson.
Casi nadie sabe que el timo de las apuestas de caballos que constituye el núcleo principal de la trama de El golpe, de George Roy Hill, está copiado de uno de los programas que Orson Welles puso en antena en su serie radiofónica Las aventuras de Harry Lime bajo el título de Juego de caballos. Lo cierto es que el guion es un prodigio narrativo del que, en realidad, se dio cuenta el futuro director Rob Cohen, que en la época contaba con veinticuatro años y trabajaba como lector de guiones para el agente y también futuro productor Mike Medavoy. Cohen encontró el guion en una pila que Medavoy almacenaba en el bidé del servicio de su despacho y lo leyó:
—Es el gran guion americano y será un seguro ganador de los Premios de la Academia con un reparto espectacular y un gran director.
—Muy bien, Rob —dijo Medavoy—. Voy a intentar vender ese guion. Si no lo consigo estarás despedido, porque voy a utilizar tus mismas palabras.
Aquella misma tarde, Universal Pictures había comprado el guion. Cohen aún guarda sus cubiertas enmarcadas en su despacho.
Durante el rodaje, Paul Newman solía irse a tomar unas copas con el director George Roy Hill. Un día, el director invitó a Newman a su casa a beber algo y le dijo que no tenía ni cerveza, ni whisky, ni vodka, así que le pidió que por favor pasara por la licorería para comprar algo y subirlo a su casa. Newman estuvo de acuerdo y fue a por las bebidas, pero al día siguiente envió a casa de Hill una factura de licores por valor de ocho dólares. En contestación, el director le envió una carta de tres folios en la que le explicaba la naturaleza de la amistad y cómo Newman había abusado de ella. El actor cogió una sierra mecánica y se fue al despacho que Hill tenía en Universal Pictures y le partió la mesa por la mitad y le dejó una nota:
«Esto no va de amistad. Va de ocho dólares. La próxima vez te pongo una bomba en el despacho. Yo no pierdo nunca».
La Universal remitió una factura de 800 dólares a Newman por el destrozo que había causado en la mesa. Newman nunca pagó.
Jennifer Jones causó constantes problemas durante el rodaje de La colina del adiós. Detestaba profundamente a William Holden, su compañero de reparto, y se esforzaba en comer ajos en cantidad cuando tenía que rodar una escena de amor con él. Se quejaba continuamente de su actitud por sus frecuentes borracheras amenazándole con contárselo todo a su marido, el productor David O. Selznick. Holden quiso suavizar la situación ofreciéndole un ramo de rosas blancas que ella no dudó en arrojarle a la cara. Consideraba que el director, Henry King, se esforzaba en hacerla parecer vieja en los primeros planos para favorecer a Holden y obligó al actor a afeitarse el pecho porque le daba asco besarle en una escena de playa.
Veinte años después, Olivia de Havilland rechazó en el último momento intervenir en El coloso en llamas, y en su lugar se contrató a Jennifer Jones. Cuando Holden se enteró llegó a gritar:
—No sé si me pagan lo bastante como para aguantar a esa puta otra vez.
El primer día en el que coincidieron en el plató, el actor se llevó a un aparte a Jennifer Jones y le dijo:
—Como te atrevas a tocarme los cojones como hiciste hace veinte años te juro que arderás con el edificio.
No hubo problemas entre ellos, pero sí que los hubo con los frecuentes retrasos y quejas que, en esta ocasión, formulaba Faye Dunaway contra Holden. El actor aguantó como pudo y, dos años después, le comunicaron que su coprotagonista en Network era la propia Faye Dunaway. Hizo exactamente lo mismo que con Jennifer Jones y Dunaway, amedrentada por sus palabras, llegó puntualmente al rodaje y no dijo ni una palabra en contra de Holden.
James Stewart contaba que, en medio del rodaje de El hombre que mató a Liberty Valance, John Wayne le preguntó por qué nunca era blanco de los comentarios hirientes de John Ford. Stewart no tenía ni idea, y eso fue así hasta casi el final del rodaje, cuando Ford le preguntó a Stewart qué le parecía el vestuario de Woody Strode en la parte del principio y del final de la película, cuando los actores simulan ser veinticinco años más viejos.
—A mí me parece un poco como si fuera el tío Remus.
El tío Remus es un viejo de color que es el narrador de una serie de fábulas recopiladas por el escritor Joel Chandler Harris y que Walt Disney adaptó en parte para la película de dibujos La canción del Sur.
—¿Qué hay de malo en que parezca el tío Remus? —bramó Ford mientras se volvía a todo el equipo—. Uno de nuestros actores no está muy de acuerdo con el vestuario de Woody Strode. ¡Yo no sé si el señor Stewart tiene algún tipo de prejuicio contra los negros, pero quiero que todos vosotros sepáis su opinión!
Stewart, más tarde, declaró que lo único que deseaba en aquel momento era desaparecer en una ratonera y que Wayne se le acercó con una media sonrisa:
—Bien. Bienvenido al club. Estoy encantado de que lo hayas conseguido.
Para la escena en la que Tom Doniphon quema su casa, Woody Strode tenía que rescatar a Wayne de las llamas y decidió hacerla él mismo, al contrario que Wayne, que prefería que le doblase un especialista. Ford le puso en ridículo:
—Duke… ¡Woody es casi un anciano y él te va a llevar y no necesita un doble como tú!
Wayne cambió inmediatamente de idea e hizo la escena él mismo.
Con Wayne tuvo otro encontronazo cuando el actor le hizo una pequeña sugerencia para cambiar una escena que no tenía demasiada importancia:
—¡Jesucristo! ¡Te rescaté de esa mierda de películas del Oeste rodadas en ocho días para ponerte en grandes películas y me vienes con esas estupideces!
El único al que Ford respetaba dentro del rodaje fue a Lee Marvin, porque le guardaba una enorme admiración por sus servicios como marine en la Segunda Guerra Mundial y consideraba que era una persona auténtica. Un día, Ford llegó al plató y Marvin silbó algo entre dientes. Todo el equipo se temió lo peor y pensaron que Ford iba a cargar contra el actor, pero Ford solo sonrió porque había reconocido el toque de silbato de la Marina que indica la llegada a bordo del Almirante.
A pesar de todo, Edmond O’Brien dijo sobre el rodaje:
—Nunca vi a John Ford más feliz que rodando esta película. Venía cada mañana al plató con buen ánimo, y eso no era muy usual en él. A pesar de sus salidas de tono, yo creo que todo el mundo se divirtió haciendo esta película.
A mediados de los años ochenta, John Huston fue invitado a una recepción en la Casa Blanca junto con otras veinte celebridades de variadas disciplinas. La anfitriona del acto fue la primera dama, Nancy Davis, esposa de Ronald Reagan. Daba la casualidad de que estuvo muy atenta con Huston porque se conocían de muchos años atrás porque el padre de ella, el doctor Loyal Davis, había ejercido durante mucho tiempo como médico de cabecera de John Huston.
Aunque el director era un demócrata convencido, asistió a la recepción y actuó en todo momento con un tacto exquisito, siendo absolutamente encantador con todos hasta que la primera dama se le acercó y preguntó:
—John… ¿no crees que mi marido ha resultado ser mejor presidente de lo que la gente esperaba?
Huston sonrió con gentileza y con muchísima amabilidad contestó:
—Peor, querida. Ha sido mucho, mucho peor.
John Huston jamás fue invitado de nuevo a la Casa Blanca.
En medio del rodaje de A quemarropa