Ingenua y atrevida - Peggy Moreland - E-Book

Ingenua y atrevida E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

Deseo 1491 El sexy Nash Rivers había vuelto a la ciudad y Samantha McCloud se volvió automáticamente loca por él. Pero la inexperta joven no tenía la menor idea de cómo seducir a un hombre como Nash… o al menos eso creía ella. Nash nunca había sentido tanto deseo. Si no tenía cuidado, acabaría camino del altar junto a ella, porque la dulce Samantha no era una mujer con la que tener una aventura de una noche. Pero... ¿era él un hombre para toda la vida?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Peggy Bozeman Morse

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ingenua y atrevida, deseo 1491 - enero 2023

Título original: THE RESTLESS VIRGIN

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415880

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Rancho Double-Cross Heart

1988

 

 

Maniobrando marcha atrás, Sam metió la caravana en el establo a oscuras utilizando las luces de freno para iluminarse, y después se apeó del pick-up. Llevándose las manos a los riñones, masajeó la zona para liberar la tensión acumulada después del viaje de siete horas desde Oklahoma. Con la única compañía de su caballo y la radio, el viaje se le había hecho largo y tedioso.

Pero estaba acostumbrada a ir sola. Cuando poco después de cumplir los dieciséis años llegó por correo su carné de conducir, su padre le dio las llaves de uno de los pick-ups del rancho y le dijo que en adelante ya no le acompañaría a los rodeos a participar en las carreras de barriles con su caballo. Él no tenía tiempo.

Lo que tampoco era ninguna sorpresa. Lucas Mc-Cloud casi nunca tenía tiempo para sus hijas.

Pero aquella noche a Sam no le hubiera importado tener compañía para el largo viaje de vuelta a casa. Otras veces le acompañaba Mandy, su hermana mayor, pero ahora que acababa de ser madre ya no tenía la libertad de dejar el rancho cuando quisiera. Y Merideth… Sam sonrió. Merideth no se acercaba a un rodeo ni muerta. La idea de relacionarse con vaqueros, mancharse los zapatos de polvo o incluso partirse una uña la horrorizaba.

–Vamos, Skeeter –dijo, abriendo la puerta posterior de la caravana para que bajara su caballo–. Ya hemos llegado.

Lo sujetó por las riendas y lo ayudó a bajar.

Sin encender la luz para no molestar a los demás animales, Sam llevó al caballo por el pasillo apenas iluminado por la luz de la luna y lo hizo a entrar en su cuadra.

–Buenas noches, Skeeter. Hasta mañana.

Justo cuando acababa de pasar el cerrojo, un hombre salió de las sombras. Sam estuvo a punto de gritar, pero cerró la boca al reconocer a Reed Webster, uno de los trabajadores del rancho.

–Reed, me has dado un susto de muerte –dijo ella, llevándose una mano al pecho.

El hombre soltó una risita. Sam dejó escapar un suspiro, tratando de tranquilizarse. Reed no le gustaba. La miraba de una manera que le ponía los pelos de punta.

–¿Qué tal te ha ido en Guthrie? –dijo el hombre, plantándose delante de ella e impidiéndole el paso.

–Me he ido antes de que terminara y no sabré los resultados hasta mañana, pero cuando he salido de allí iba la primera –dijo. Cansada, se apartó un mechón de los ojos–. Si me disculpas, estoy cansada.

–Seguro que también estás un poco tensa, después de tantas horas al volante –dijo el hombre, acercándose a ella y poniéndole una mano en el brazo–. Puedo darte un masaje, ¿qué te parece?

El hombre apestaba a whisky barato y sudor, y Sam sintió náuseas.

–No, gracias –dijo, tratando de rodearlo y salir de allí.

Una mano la asió por el brazo y la giró violentamente contra la pared del establo. Sin darle tiempo a reaccionar, le sujetó las dos muñecas juntas y las apoyó en la pared por encima de la cabeza.

–¿Qué te pasa, Sam? –se burló él–. ¿Crees que porque eres una McCloud estás por encima de hombres como yo?

Aterrorizada, Sam trató de ocultar el miedo que tenía.

–No –balbuceó, echando la cabeza hacia atrás–. Estoy cansada.

–No lo estarás mucho tiempo –dijo él con una medio sonrisa, dando un paso hacia ella y pegándose a su cuerpo del torso a las caderas–. Reed Webster sabe cómo hacer que una mujer se olvide de casi todo.

–Suéltame, Reed –suplicó Sam, tratando de liberarse.

–Oh, venga, Sammie. Sabes que lo quieres. Llevas meses meneando ese trasero tuyo delante de mis narices, suplicándome.

–¡No! –gritó Sam, horrorizada–. No. Suéltame, por favor, Reed.

El hombre enterró la nariz en su garganta y Sam se estremeció de asco.

–Cada vez que te veo montada en ese caballo apretándole los flancos con los muslos, me imagino que soy yo el que está debajo de ti –le rozó la piel con los dientes–. Y sé que tú deseas lo mismo.

La peste a whisky y sudor se hizo nauseabunda, y Sam tuvo que tragarse la bilis que le subió hasta la garganta y hacer un esfuerzo para concentrarse y pensar. Tenía que escapar de él. ¿Pero cómo? Todos los hombres que trabajaban en el rancho estarían durmiendo, pero si gritaba bastante fuerte…

–Suéltame, Reed –dijo ella, mientras seguía tratando de zafarse de sus manos–. O te juro que gritaré.

Rápidamente Reed le sujetó las dos manos con una de las suyas y le puso la otra sobre la boca.

–Ni se te ocurra –le amenazó en voz baja.

El hombre retiró la mano y Sam rápidamente tomó aire para gritar, pero antes de hacerlo, él le cubrió la boca con la suya.

Los ojos cerrados de Sam se llenaron de lágrimas mientras el miedo convertía cada músculo de su cuerpo en acero. No sucumbiría a él, se dijo. Antes moriría. Utilizando toda la fuerza que poseía, se lanzó contra él para hacerle perder el equilibrio y después le dio un fuerte pisotón con la bota.

El hombre gritó de dolor, pero no la soltó.

–¡Zorra! –masculló, pegándose a ella para evitar que repitiera la misma táctica.

Pero Sam no había terminado. Cuando Reed le acercó otra vez la cara, ella le clavó los dientes en la mejilla. Con un aullido, Reed se echó hacia atrás y la miró, sorprendido. Entonces entrecerró los ojos peligrosamente, le puso una mano sobre un pecho y apretó con fuerza.

–Tenías que haberme dicho que te gustaba a lo bestia –dijo.

Y le metió la lengua entre los labios a la vez que le clavaba los dedos en el pecho.

Sam giró la cabeza a uno y otro lado, en un frenético intento de escapar de la sofocante presión a que la sometía la pestilente boca del hombre, y del dolor que le causaban sus dedos.

«Por favor, señor, no dejes que me haga esto», suplicó en silencio.

El hombre, separando la boca de ella, le metió un dedo por la blusa y curvó los labios en una sonrisa demoníaca.

–Hace mucho que esperaba este momento –dijo–. Veamos lo que tenemos aquí –añadió, arrancando todos los botones de la blusa de golpe.

Consciente de que ésa podría ser su última oportunidad, Sam abrió la boca y gritó con todas sus fuerzas. Reed le cubrió con fuerza la boca, golpeándole la cabeza contra la pared.

–Te vas a arrepentir –le advirtió, retorciéndole un brazo y llevándola hacia una cuadra vacía.

Allí la tumbó sobre la paja.

Instintivamente, Sam rodó por el suelo, pero el hombre rápidamente la sujetó y se sentó a horcajadas sobre ella, sujetándola con una mano mientras con la otra se desabrochaba el cinturón.

–Separa las piernas.

Como Sam no reaccionó, él le rodeó la garganta con una mano y apretó.

–He dicho que las separes.

–¡Qué está pasando aquí!

Reed se volvió al oír la voz masculina y Sam vio a Gabe Peters, el capataz del rancho de su padre, de pie en la puerta, iluminándolos con una linterna.

Reed la sujetó con fuerza por el cuello.

–Sam y yo sólo estamos divirtiéndonos un poco, ¿verdad, Sammie? –dijo a la vez que le clavaba las rodillas para amedrentarla.

–¡No! Gabe, por favor –suplicó Sam sin dejar de luchar contra él–. Ayúdame.

Con un gruñido salvaje, Gabe dejó la linterna, sujetó a Reed por el cuello de la camisa y lo puso en pie. En ese momento llegaron más hombres. Volviéndose hacia ellos, Gabe empujó a Reed hacia el primero que llegó a la puerta.

–Ocupaos de que recoja sus cosas y después quiero que lo acompañéis personalmente fuera del rancho.

Sin cuestionar las órdenes del capataz, cuatro hombres rodearon a Reed y se lo llevaron.

Cuando los hombres se fueron, Gabe se arrodilló junto a Sam.

–¿Estás bien, cielo?

Sam se apartó de él, cerrándose la blusa con las manos.

–Quiero ir a casa, Gabe, por favor –dijo, rompiendo por fin llorar–. Sólo… sólo quiero ir a casa.

–Llamaré a tu padre y le diré que…

Sam le sujetó la mano, con los ojos desorbitados.

–¡No! ¡No se lo digas a mi padre, por favor!

A Gabe la petición no le sorprendió y se encogió de hombros.

–Está bien, no te preocupes. Tranquilízate, yo te acompañaré a casa.

Se quitó la chaqueta y se la puso por los hombros. La estaba ayudando a ponerse en pie cuando las luces del establo se encendieron.

–¿Qué demonios ocurre aquí?

Al escuchar la voz irritada de Lucas, Gabe se volvió a mirar a Sam. Vio la expresión de terror en sus ojos y la apretó con más fuerza, tratando de transmitirle su fortaleza.

–Soy yo, Gabe, y Sam –añadió, sabiendo que ahora ya no había escapatoria para ella.

Con una maldición, Lucas apareció en la puerta de la cuadra. Sam se cerró más la chaqueta y Gabe se puso delante de ella, como si quisiera protegerla de su propio padre.

–¿Qué demonios ocurre? –volvió a preguntar Lucas.

–He sorprendido a Reed molestando a Sam –dijo Gabe, tratando de explicar el incidente con la mayor discreción posible–. Pero todo está controlado –le aseguró–. Los muchachos lo han llevado a recoger sus cosas y lo van a acompañar fuera del rancho.

Lucas se puso rojo de ira. Todo su cuerpo temblaba y apretó los puños con rabia.

–¿Quién demonios te ha dado autoridad para despedir a uno de mis vaqueros? ¡Reed Webster es uno de los mejores domadores del estado, y lo sabes perfectamente!

Gabe siempre había sabido que Lucas tenía el corazón de piedra, pero oírlo defender a un cerdo como Reed Webster después de que éste intentara violar a su hija lo enfureció.

–Ha estado a punto de violarla, Lucas. Si no la llegó a oír gritar, no sé…

Lucas miró a su hija con desprecio.

–Así que tú eres la culpable –le espetó, furioso–. Tenía que haberme dado cuenta –dio un paso hacia ella, con actitud amenazante–. ¿Qué has hecho para provocarlo?

Sam no imaginaba nada peor que el castigo que había recibido a manos de Reed, pero las palabras de su padre demostraron que estaba equivocada.

–Nada, absolutamente nada –dijo, alzando la barbilla.

–Vuelve a casa –dijo Lucas con un gesto de asco.

–Escucha, Lucas… –empezó Gabe a defender a la joven.

–¡No me toques más las narices! –le interrumpió Lucas, presa de ira–. ¡Si perdemos a Reed, puedes darte por despedido!

Gabe se tensó, pero al ver el color que cubría el rostro de su jefe, se contuvo. Desde que Mandy, su hija mayor, anunció que estaba embarazada de Jesse Barrister, Lucas se había vuelto tan irascible e imprevisible como un tornado que se llevaba por delante todo lo que encontraban a su paso. Y desde el regreso de Mandy al rancho con el bebé, las cosas no habían hecho más que empeorar. Gabe logró convencer a su jefe para que se hiciera un chequeo, pero el testarudo ranchero ignoró los consejos de los médicos negándose a ponerse a régimen y seguir el tratamiento para la hipertensión que le recomendaron.

–Tienes que tranquilizarte, Lucas –le advirtió Gabe–. Esto no te ayuda en nada con la tensión.

–Al infierno la tensión –exclamó Lucas con la cara empapada de sudor–. Tengo que encontrar a Reed para arreglar esto. ¿Dónde está?

–Ya te lo he dicho –respondió Gabe con paciencia–. Los muchachos lo han llevado a recoger sus cosas…

En ese momento, Lucas se balanceó. Se llevó una mano al pecho mientras se sujetaba con la otra a la puerta. Gabe fue a ayudarlo, pero Lucas se lo impidió.

–Déjame.

Encogiéndose, apoyó la cabeza en el recodo del brazo y se apoyó en la puerta. Trató de incorporarse, pero le flaquearon las rodillas. Gabe fue a sujetarlo, pero Lucas ya estaba en el suelo.

–¡Papá! –gritó Sam, corriendo junto a su padre.

Gabe la hizo a un lado y apoyó la palma de la mano en el pecho del hombre, buscando el pulso. Al no encontrarlo, se volvió a mirarla con expresión grave.

–Llama a una ambulancia. Intentaré reanimarlo.

Despacio, Sam se puso en pie y corrió al teléfono mientras las palabras de su padre se repetían en su mente como un eco.

Así que tú eres la culpable. Tenía que haberme dado cuenta. ¿Qué has hecho para provocarlo?

Ésas fueron las últimas palabras que Lucas Mc-Cloud dijo a su hija, pero la sensación de culpabilidad que cayó aquella noche sobre los frágiles hombros de Sam duraría toda la vida.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Austin, Texas

1998

 

 

Sam frunció el ceño tratando de descifrar las indicaciones que su sobrino había garabateado en un papel. Cuando volviera al Double-Cross Heart, se dijo, contrataría una línea de teléfono para la consulta veterinaria e invertiría en un buen contestador automático. ¡Y esta vez lo haría en serio! Descifrar los mensajes garabateados por el primero que respondía al teléfono de la vivienda principal del rancho era un suplicio.

A través del parabrisas salpicado de insectos aplastados, Sam recorrió con los ojos los prados vacíos y descuidados, poblados de arbustos, malas hierbas y jóvenes ejemplares de cedros. La valla estaba envuelta en alambre de espino, aunque en un pésimo estado de mantenimiento, mientras unos gorriones bebían en el oxidado abrevadero. Encima de los pilares de adobe que flanqueaban la verja de entrada, colgaba un descolorido cartel donde apenas se distinguían las letras.

–Rancho Rivers –leyó en voz alta.

Dado que el nombre era el mismo que el del mensaje tomado por su sobrino Jaime, Sam imaginó que no se había equivocado de sitio.

«Y si así es cómo cuida Nash Rivers de su rancho», añadió para sus adentros, «no me extraña que tenga un caballo enfermo».

Pero no era asunto suyo, se recordó. Lo suyo era sólo el ganado. Sin embargo, habiendo nacido y vivido toda su vida en un rancho, ver una propiedad tan poco cuidada y abandonada le llegaba al alma.

Apretando la mandíbula, Sam se metió por el camino de tierra y fue hacia la nave que se veía a lo lejos y que imaginó que sería el establo.

Un lujoso Mercedes S-600 gris plateado último modelo estaba aparcado junto al establo. Al acercarse, Sam vio a un hombre que paseaba nervioso entre el coche y la nave. Al oír el ruido del pick-up, el hombre se detuvo y se volvió a mirarla desde detrás de un par de gafas oscuras. Vestido con un traje milrayas gris, chaleco y corbata, el hombre parecía totalmente fuera de lugar en el rústico entorno que le rodeaba, aunque su aspecto encajaba perfectamente con el coche aparcado delante de él.

Al ver el ceño fruncido del hombre, Sam se estremeció de pánico, una reacción habitual en ella. Rápidamente reprimió el temor a tener que enfrentarse a él y se obligó a concentrarse en el animal que necesitaba de sus cuidados. Ansiosa por ver al paciente, aparcó y saltó del pick-up.

–¿Nash Rivers? –preguntó, asiendo el botiquín.

–Sí.

–Vengo a ver el caballo.

–¿Tú eres la veterinaria? –preguntó el hombre, bajándose las gafas de sol hasta la punta de la nariz y mirándola con cierta desconfianza.

No era el primer cliente sorprendido al comprobar que Sam McCloud no era un hombre, pero el tono escéptico de su voz la puso a la defensiva.

–Sí. ¿Algún problema?

¿Problema? Nash la recorrió lentamente con los ojos, desde la gorra bajo la que recogía los cabellos castaños hasta las botas manchadas de barro y estiércol pasando por la desteñida camiseta y los pantalones vaqueros. Sí, tenía un problema, pero no tenía que ver con la profesión de la recién llegada. Tenía que ver con ella.

La mujer vestía como un hombre, tenía la actitud hosca y huraña de un mozo de cuadra y era tan encantadora como una serpiente cascabel a punto de atacar. Si un hombre podía pasar todo eso por alto, seguramente se fijaría en la larga coleta castaña que le colgaba casi hasta la cintura y en los ojos penetrantes del mismo tono que parecían decir: «Un paso más, tío, y te arranco el corazón del pecho con las manos». Y si la expresión desafiante no era suficiente para ahuyentar a un hombre, quizá éste se fijara en el cuerpo escondido bajo la enorme camiseta y los vaqueros holgados.

Pero no él. A él no le interesaban las mujeres, y mucho menos las que se molestaban tanto en ocultar su feminidad.

–No mientras sepas hacer tu trabajo –replicó él, terso, volviendo a colocarse bien las gafas.

Pero no antes de que ella viera la desaprobación en sus ojos.

Tragándose la rabia, Sam lo siguió al interior del establo, que estaba prácticamente vacío y con el mismo aspecto de abandono que el resto de la finca, aunque el suelo estaba limpio. Tan absorta estaba en el estado de abandono de la nave, que casi se dio contra la espalda del hombre cuando éste se detuvo delante de una de las cuadras. Con un rápido paso atrás, se bajó la gorra para cubrirse las mejillas sonrojadas y entró en la cuadra sin mirarlo.

El caballo, un hermoso ejemplar castaño de metro y medio de altura, la miró y consiguió algo que un hombre raras veces conseguía de ella: hacerla sonreír.

–Hola, guapo –susurró ella, estirando despacio la mano para saludarlo–, ¿qué te pasa?

El hocico aterciopelado del animal le acarició la mano y Sam sonrió.

–Nada que no se pueda solucionar con una escopeta.

–¿Qué quiere decir eso? –preguntó ella, volviéndose a mirarlo con los ojos muy abiertos.

–Quiero sacrificarlo.

A Sam se le cayó el botiquín de las manos.

–¿Por qué? ¿Qué le pasa?

–Nada –el hombre se metió las gafas de sol en el bolsillo interior de la chaqueta y se subió la manga para echar un vistazo al reloj–. ¿Cuánto tardará? Tengo que volver al trabajo.

Sam lo miraba con incredulidad, sin estar muy segura de haberlo oído correctamente.

–¿Me estás pidiendo que sacrifique a un caballo sano?

–Exactamente –dijo él sin inmutarse–. ¿Cuánto tardarás?

Presa de ira, Sam se agachó y recogió el botiquín del suelo.

–Toda una vida –murmuró, incorporándose–. La suya –añadió, señalando con la cabeza al animal.

Después, giró sobre sus talones y se dirigió a su pick-up.

¿Cómo se atrevía? Sam McCloud nunca sacrificaba a un animal a menos que hubiera agotado todos los recursos para salvarle la vida, y sólo para evitarle sufrir.

Nash Rivers se plantó delante de ella, mirándola con dureza, y la sujetó por el brazo. La imagen de otro hombre tratando de imponerse a ella diez años atrás apareció ante sus ojos, y Sam tuvo que hacer un esfuerzo para luchar contra los recuerdos y el miedo que se apoderó de ella.

–¡Quítame las manos de encima! –masculló con los dientes apretados y alzando la barbilla.

Sorprendido ante la dureza de la reacción, Nash la soltó y suspiró con impaciencia.

–Escucha, no quiero discutir contigo. Sólo quiero solucionar esto cuanto antes. Llevo varias horas esperándote y no tengo ganas de esperar otras tantas a otro veterinario que esté dispuesto a venir hasta aquí.

–Qué lástima.

Una vez más Sam echó a andar hacia el pick-up.

Y nuevamente Nash la sujetó por el brazo.

Sam giró sobre los talones echando fuego por los ojos.

Esta vez la mirada fue advertencia suficiente y Nash dejó caer la mano.

–Escucha –empezó, tratando de no perder la paciencia–, quiero sacrificar el caballo y estoy dispuesto a pagar lo que sea; sólo quiero que se haga cuanto antes, para que los dos podamos continuar con nuestro trabajo.

–Mi trabajo es salvar caballos –le espetó ella–. No matarlos.

–Ese caballo que tanto quieres salvar casi mata a mi hija, y no pienso darle la oportunidad de intentarlo otra vez. ¿Vas a hacerlo, o tengo que llamar a otro veterinario para que lo haga?

Antes de que Sam pudiera responder, un remolino de pelo rubio, uñas afiladas y patadas apareció de repente y le atacó.

–¡No puedes matar a mi caballo! ¡No te lo permitiré! –gritó la niña, pegándole al estómago y los brazos.

–Eh, espera un momento –Sam consiguió por fin sujetar a la niña por los brazos y se arrodilló delante de ella, inmovilizándola.

Aunque tenía un corte bastante feo en la frente que iba desde la raíz del pelo a la ceja, la herida no parecía haber afectado las fuerzas de la pequeña.

A pesar del ataque, la preocupación de la niña por el caballo ponía a la pequeña bastante por encima de Nash Rivers.

–No podría matarlo, cielo, te lo prometo.

La niña continuó mirando testarudamente a Sam.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Sam, intentando que se relajara.

–Colby.

–Yo me llamo Sam.

A pesar de su enfado, la niña soltó una carcajada.

–¿Sam? Es un nombre de chico.

–Y de chica. Abreviatura de Samantha. ¿Cómo se llama tu caballo?

–Whiskey, y no permitiré que lo mates.

–No le haré ningún daño, pero tu padre me ha dicho que te ha hecho daño a ti.