Pecados del ayer - Peggy Moreland - E-Book

Pecados del ayer E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

Posiblemente aquél fuera el último hombre bueno... Hacía ya años que Whit Tanner había metido a Melissa Jacobs en su cama... y en su corazón... pero después ella se había casado con su mejor amigo. Ahora la bella viuda luchaba por criar a su hijo sola, y el honor de los Tanner obligó a Whit a ayudarla... Melissa Jacobs debía pensar en su hijo y proteger su futuro. Pero en cuanto vio a Whit Tanner, se dejó atrapar por su ternura y descubrió que lo deseaba con toda su alma. No podía evitar preguntarse qué habría pasado... y qué pasaría cuando él descubriera su secreto...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Peggy Bozeman Morse. Todos los derechos reservados.

PECADOS DEL AYER, Nº 1385 - agosto 2012

Título original: Sins of a Tanner

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0789-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Decían que no había ni una sola mujer en el estado de Texas a la que un Tanner no pudiera seducir.

Eran altos y guapos, de pelo negro y ojos azules, imposibles de resistir.

Whit Tanner era la excepción.

Aunque medía más de un metro ochenta y era muy atractivo, Whit no se parecía en absoluto a los hombres con los que compartía apellido.

Para empezar, tenía el pelo castaño con mechones rubios y los ojos marrones, pero las diferencias no terminaban allí.

Sus hermanos eran capaces de enamorar incluso a una monja, pero él sólo se sentía cómodo rodeado de yeguas.

Cuando tenía que vérselas con otras féminas, a saber mujeres del género humano, solía tartamudear y ponerse rojo como la grana.

Tal vez, eso explicara que siguiera soltero a los veintinueve años.

Lo cierto era que Whit no le daba ninguna importancia a su soltería, había aceptado aquel estado de forma natural.

Eso había sido hasta que todos sus hermanastros se habían casado.

Había comenzado Ace casándose con Maggie, lo había seguido Woodrow, que se había enamorado de una médico de Dallas, Ry no había tardado mucho en enamorarse de Kayla, una camarera de Austin que le había robado el corazón, y la guinda del pastel había sido que Rory, el soltero y ligón por excelencia de la familia, se había casado con Macy Keller hacía poco.

En aquella boda había sido cuando Whit se había dado cuenta de que era el único Tanner soltero que quedaba.

–El último Tanner soltero –murmuró ensillando a una yegua.

Él no era un Tanner. Desde luego, no por nacimiento. Buck Tanner lo había adoptado por compasión cuando se había casado con su madre.

Todo el mundo, él incluido, sabía que el matrimonio entre ellos no había sido por amor. Lee Grainger era una camarera divorciada que intentaba sacar adelante a su hijo y buscaba seguridad mientras que Buck tenía mucho dinero y buscaba una mujer que se hiciera cargo de sus cuatro hijos.

Al final, ella había conseguido el hogar y la seguridad que buscaba y él la doncella y la canguro que necesitaba.

Y Whit había pasado a apellidarse Tanner.

La apariencia física y la sangre no era lo único que diferenciaba a Whit de sus hermanastros.

Ellos no tenían que ganarse la vida con el sudor de su frente. Que lo hicieran porque querían era otra cosa.

Él necesitaba el dinero, pero tenía la suerte de trabajar con lo que más amaba en el mundo, los caballos.

Suponía que debía agradecerle a su padrastro aquello porque había sido mientras trabajaba en su rancho cuando se había dado cuenta de la enorme afinidad que tenía con aquellos animales.

Claro que aquello era lo único que tenía que agradecerle a Buck porque en todo lo demás aquel hombre había sido un desastre.

Mientras terminaba de ensillar a la yegua, se preguntó si es que había algún buen padre en el mundo.

Se rió amargamente al recordar que el suyo los había abandonado cuando él tenía tres años. Desde entonces, había vivido con su madre creyendo que estaban muy bien así hasta que un día ella le había dicho de repente que se iba a casar con Buck, quien lo iba a adoptar.

Si aquel hombre no tenía tiempo para sus cuatro hijos, tuvo muchísimo menos para su hijo adoptado.

La yegua lo miró sorprendida pues, sin darse cuenta, le había apretado demasiado las cinchas.

–Perdona, preciosa –se disculpó Whit acariciándola.

Aquel animal era una maravilla y Whit quería pedirle al propietario que le dejara entrenarla para rodeos.

En aquel momento, oyó un vehículo que se acercaba y, al asomarse, comprobó encantado que era el coche de Rory.

Macy, su recién estrenada mujer, lo acompañaba.

Aunque el rencor que sentía por el patriarca de los Tanner era evidente, Whit quería mucho a sus hermanastros, sobre todo a Rory.

–¡Hola, Whit! –lo saludó su hermanastro bajándose del coche–. ¿De dónde has sacado ese caballo tan feo?

Whit chasqueó la lengua y lo saludó con la mano.

–Será mejor que Dan Miller no te oiga decir eso de su nueva yegua porque le ha costado una fortuna.

Rory abrió la verja y Macy fue directa a por Whit con los brazos abiertos. Whit se preparó para el abrazo que sabía que se avecinaba.

Aunque se estaba acostumbrando a las atenciones femeninas de sus cuñadas, no podía evitar sonrojarse.

–Hola, Macy –la saludó abrazándola tímidamente.

–Las manitas quietas, ¿eh? –bromeó Rory–. Te recuerdo que la persona con la que te estás poniendo cariñoso es mi mujer.

–Si tú llamas a esto ponerse cariñoso, no me extraña que tu mujer se abalance a mi cuello cada vez que me ve. La pobre debe de estar hambrienta de cariño.

–Si fuera así, seguramente tú serías el último hombre sobre la faz de la tierra en el que lo buscaría –rió Rory–. Whit, es que tú no sabes tratar a las mujeres aunque te den un libro de instrucciones.

Whit estaba acostumbrado a que Rory le tomara el pelo, así que se limitó a sonreír y a llevar a la yegua a su cuadra.

–¿Habéis venido hasta aquí para burlaros de mí o hay algún motivo serio? –les preguntó.

–Hemos venido para invitarte a una cosa –contestó Macy–. Voy a inaugurar mi vivero por todo lo alto el próximo sábado y quiero que vengas.

–¿Por todo lo alto? –contestó Whit–. ¿Eso quiere decir que habrá comida en abundancia?

–Habrá suficiente comida como para alimentar a un ejército e incluso champán.

–¿Champán? –dijo Whit haciendo una mueca de disgusto–. ¿No me irás a decir que es una de esas inauguraciones pijas a las que hay que ir con chaqueta y corbata?

–Por mí, como si vienes disfrazado –sonrió Macy.

–¿Estabas esperando a alguien? –preguntó Rory señalando un coche que se acercaba.

–No que yo sepa –contestó Whit arrugando el ceño.

A medida que el monovolumen se fue acercando, a Whit se le fue formando un nudo en la boca del estómago.

–¿No es Melissa Jacobs? –preguntó su hermanastro con curiosidad.

–Sí –contestó Whit apartando la mirada–. Es ella.

–Hola, Melissa –la saludó Rory cuando la mujer bajó del coche–. Hacía mucho tiempo que no te veía.

–Sí, hace mucho tiempo –contestó Melissa acercándose a ellos–. Me alegro de veros.

–Lo mismo digo –contestó Rory.

–Mira, te presento a mi mujer. Macy, ésta es Melissa Jacobs.

–Enhorabuena por vuestra boda –dijo Melissa estrechándole la mano a Macy.

–Gracias –contestó la mujer de Rory.

–Siento mucho la muerte de Matt –intervino Rory–. Si puedo hacer algo por ti...

–No, gracias –se apresuró a contestar Melissa.

–Bueno, ¿y qué te trae por aquí? –quiso saber Rory.

–He venido a ver a Whit –contestó Melissa.

–Entonces, nosotros nos vamos –dijo Rory tomando a su mujer de la mano.

Whit sintió que el pánico se apoderaba de él ante la posibilidad de quedarse a solas con Melissa.

–No hace falta que os vayáis –les dijo–. En cuanto termine con lo que estoy haciendo, os invito a tomar algo fresco en casa.

Rory consultó la hora y negó con la cabeza.

–Lo siento, pero hemos dejado al padre de Macy solo en el vivero y, como llegue el camión de plantas que estamos esperando y lo tenga que descargar él solo, nos mata –explicó–. Nos vemos el domingo para comer –se despidió yendo hacia el coche.

–Espero que no se hayan ido por mi culpa.

Whit miró a Melissa y frunció el ceño.

–Ya lo has oído decir que tenían que volver al vivero –le dijo dándole la espalda–. ¿Cuánto hace que murió Matt? ¿No deberías estar en casa llorando? –le espetó.

Al instante, se dio cuenta de que había sido cruel, pero le dio igual. Ojo por ojo y diente por diente. ¿No era acaso eso lo que decía la Biblia?

–No he venido hasta aquí para que me insultes –contestó Melissa enfadada.

–Entonces, ¿para qué has venido?

–Tengo un caballo y quiero que me lo domes.

Whit terminó de quitarle la silla a la yegua.

–Hay otros domadores. Si no conoces a ninguno, te puedo dar el teléfono de uno bueno –le dijo.

–No quiero un domador cualquiera. El caballo es de... Matt.

Matt Jacobs, su marido muerto y el mejor amigo de Whit.

«Ex mejor amigo», pensó Whit con amargura.

Whit sabía de qué caballo le estaba hablando Melissa porque su amigo lo había comprado siendo un potro hacía varios años con la intención de entrenarlo para las carreras.

El pedigrí del animal era impresionante, pero, por desgracia, su temperamento también.

–¿Por qué no lo vendes? Te darían un buen dinero por él –le sugirió mientras cepillaba a la yegua.

–Me darán todavía más si está entrenado.

Whit se dio cuenta de que Melissa hablaba con determinación y algo más. ¿Desesperación acaso?

Fuera lo que fuese, no estaba dispuesto a dejarse convencer.

–Tengo una lista de espera interminable de gente que quiere que entrene a sus caballos, así que no puedo hacerme cargo del tuyo.

–Te pagaré lo que cobras normalmente y un porcentaje del precio de venta del animal.

Sorprendido por aquella oferta, Whit levantó la mirada hacia Melissa e inmediatamente deseó no haberlo hecho.

Volver a verla le recordó el pasado.

Aquella mujer de ojos color ámbar, pelo largo y rubio que le caía sobre los hombros en suaves ondas y rasgos faciales delicados había protagonizado sus sueños durante siete largos años.

–Lo siento, pero no necesito más dinero.

–Whit, por favor...

–No –la interrumpió Whit–. Si quieres que te recomiende a alguien, te doy el teléfono y punto. De lo contrario, prefiero que te vayas.

Melissa estaba sentada en el coche, frente al colegio.

Por la ventana entraba la brisa, que le movía el pelo, pero que no era suficiente para aplacar el sonrojo de sus mejillas.

Se sentía avergonzada, humillada, furiosa y presa del pánico.

Le había costado semanas atreverse a ir a ver a Whit para proponerle que entrenara al caballo de Matt.

Había intentado hacerlo de otra manera que no tuviera nada que ver con él, pero, al final, había tenido que ceder porque era la única opción.

Y él le había dicho que no.

Obviamente, Melissa no esperaba que hubiera accedido inmediatamente, incluso estaba preparada para que le dijera que no, pero para lo que no estaba preparada era para el dolor que le había causado su negativa.

En aquel momento, se abrieron las puertas del colegio y cientos de niños salieron gritando y corriendo hacia los coches que los esperaban.

Melissa se bajó del coche y su hijo se acercó corriendo a ella y la abrazó.

–¡Hola, mamá!

–Hola, hijo –contestó Melissa acariciando el pelo rubio de su hijo y abriéndole la puerta del pasajero–. ¿Qué tal ha ido el día? –le preguntó una vez al volante.

–Joey Matthews ha vomitando encima del dibujo que estaba haciendo y la perra de Shane Ragsdale ha tenido cachorros. ¿Me puedo quedar con uno, por favor?

–Ya tenemos un perro –contestó Melissa poniendo el coche en marcha.

–Sí, pero Champ no es mío, es tuyo. Yo quiero un cachorro sólo para mí.

–Ya tenemos bastante de momento con un perro.

–Por favor, mamá –suplicó el niño–. Te prometo que me ocuparé de él.

–Sabes perfectamente que ahora mismo no nos podemos permitir tener otro perro –suspiró Melissa.

–Esto de ser pobre es una lata.

–¡Grady Jacobs! –se escandalizó Melissa–. No somos pobres.

–Entonces, ¿por qué tienes que vender el caballo de papá?

–Porque nos hace más falta el dinero que el caballo –contestó Melissa–. Eso no quiere decir que seamos pobres –añadió intentando convencerse a sí misma–. Lo que pasa es que estamos atravesando un bache económico.

–La madre de Angela Hanes dice que no tenemos dónde caernos muertos.

–¿La madre de Angela te ha dicho eso? –exclamó Melissa.

–No, me lo ha dicho Angela. Se lo oyó decir a su madre cuando estaba hablando por teléfono con la señora Henley. Como no entendía muy bien lo que quería decir, Angela me ha explicado que es que somos pobres desde que papá murió porque nos dejó arruinados.

A Melissa la enfureció que sus vecinos estuvieran hablando de ellos a sus espaldas.

–Pues se equivocan, ni estamos arruinados ni somos pobres.

–Entonces, ¿me puedo quedar con el cachorro?

Melissa cerró los ojos rezando para saber explicarle a su hijo que su situación financiera era delicada.

–Antes de que tu padre muriera, había dos sueldos en casa para pagar las facturas, pero ahora sólo hay uno, el mío.

–Si quieres, yo te ayudo a ganar más –se ofreció el niño.

–Gracias, cariño, pero no quiero que te preocupes por estos temas. En cuanto haya vendido el caballo, todo irá bien.

Tras la inesperada visita de Melissa del lunes, la semana de Whit pasó volando y fue de mal en peor.

El martes, uno de los sementales se hizo daño en una pata y tuvo que llamar al veterinario, y el miércoles por la noche entró un mapache en las cuadras y destrozó tres sacos de avena. El domingo, para rematar la faena, estaba domando a un caballo y el animal lo tiró directamente a un montón de abono.

Para cuando terminó de ducharse, era ya casi la hora de comer.

–Perdón por llegar tarde –se disculpó al llegar al Bar-T, donde sus hermanastros y sus mujeres lo esperaban para comer.

–¿Qué te ha pasado? –le preguntó Rory al ver que tenía un moratón en la mejilla.

–Me ha tirado un caballo –esto Whit.

–Si quieres, luego te lo miro –se ofreció Ry pasándole la fuente de las patatas–. No creo que te hayas roto nada, pero por si acaso.

–Sólo es un moratón –contestó Whit sirviéndose un filete.

–Yo me sé de otro que decía lo mismo –dijo Maggie mirando a Ace.

Aquello hizo que todos los demás recordaran la caída de Ace y cómo se había negado a que Maggie lo llevara al médico.

–Reíros todo lo que queráis –dijo Ace–, pero un hombre que se cae del caballo y tiene que ir corriendo a ver al matasanos no es un hombre de verdad, ¿verdad, Whit?

Teniendo en cuenta que había dos médicos y dos enfermeras esperando su respuesta, Whit decidió salirse por la tangente.

–Lo que tú digas.

–Cobarde –le dijo Rory en voz baja.

–Ya tengo un moratón y no quiero más –contestó Whit.

–Parece que los abogados van a tener listo el reparto de la herencia del viejo en un par de semanas –los informó Ace cambiando de tema–. Vamos a tener que ponernos de acuerdo para ir todos juntos a firmar.

Acto seguido, todos los hermanos se pusieron a hablar de cuándo le venía mejor a cada uno, pero Whit no dijo nada porque, a pesar de que Ace le había dicho desde el principio que iba a recibir un quinto de lo que tenía su padre, él le había hecho saber que no quería absolutamente nada de Buck Tanner.

–¿Y tú, Whit? –le preguntó su hermano mayor–. ¿Te viene bien el veintinueve de mayo a las dos?

–Ya te he dicho que no quiero nada de Buck –contestó dándose cuenta de que todos lo miraban.

–Sí, pero vas a recibir exactamente lo mismo que el resto de nosotros, lo quieras o no –insistió Ace.

–Sabes perfectamente que, si vuestro padre hubiera dejado testamento, a mí ni siquiera me habría mencionado en él.

–Puede que así hubiera sido, pero también es muy posible que no nos hubiera dejado nada a ninguno de nosotros tampoco porque te recuerdo que no nos hablábamos cuando murió. Al morir sin testar, todas sus posesiones se repartirán en cinco partes iguales entre sus hijos.

–Yo no soy hijo suyo.

–Para la ley, lo eres. Tengo los documentos de adopción para demostrarlo.

–Venga, Ace –dijo Whit echándose hacia atrás con frustración–. ¿No les puedes decir a los abogados que se olviden de mí?

–Lo siento mucho –contestó Ace encogiéndose de hombros–. La ley es la ley y sin tu firma no se puede repartir la herencia –le explicó poniéndolo en un aprieto–. ¿Así que te va bien el veintinueve de mayo a las dos de la tarde?

–Firmaré lo que haya que firmar, pero no pienso tocar el dinero de Buck –contestó Whit.

–Eso es asunto tuyo –le dijo Rory cambiando de tema rápidamente–. ¿Para qué quería verte Melissa el otro día?

–Quería que le domara un caballo –contestó Whit comiéndose el filete.

–¿Melissa Jacobs? –preguntó Elizabeth, la mujer de Woodrow, con curiosidad.

–La misma –contestó Rory–. Salías con ella, ¿no? –le preguntó a su hermanastro.

Whit dio un respingo porque no sabía que nadie supiera lo suyo e intentó disimular su zozobra encogiéndose de hombros.

–Salimos por ahí un par de veces.

–¿De verdad? –preguntó Ace–. Yo creía que siempre había sido novia de Matt.

–No fue nada serio –insistió Whit.

–Yo no la conozco mucho, pero me da mucha pena –intervino Elizabeth–. Perder a tu marido en un accidente es horrible, pero descubrir que te ha dejado arruinada debe de ser mucho peor.

Whit la miró sorprendido.

–¿Matt ha dejado a Melissa arruinada?

–Bueno, eso es lo que he oído –contestó Elizabeth.

–Dillon Philips le compró la semana pasada un arado y me dijo que se lo había vendido a muy buen precio porque necesitaba el dinero para pagar la hipoteca –confirmó Woodrow.

–Pues le ha mentido porque Melissa no tiene hipoteca. La casa la heredó Matt de su abuelo –les dijo Whit–. En cualquier caso, aunque fuera verdad, aunque la casa estuviera hipotecada, Mike le daría todo el dinero que necesitara.

–Un momento –intervino Macy–. Me he perdido. ¿Quién es Mike?

–El padre de Melissa –le explicó Rory–. Era buen amigo del nuestro y tiene mucho dinero.

–Si es así, supongo que si esa chica necesitará el dinero se lo pediría.

–No tiene por qué.

Todo el mundo miró a Kayla.

–Yo no lo haría –les explicó–. Es una cuestión de orgullo.

–Sí, cariño, todos sabemos que tú eres muy orgullosa –le dijo su marido.

–Yo creo que tiene razón –dijo Rory defendiendo a su cuñada–. Si lo pensáis bien, es la única explicación que tiene sentido. Si mal no recuerdo, Melissa no se llevaba muy bien con su padre.