Tú serás mía - Peggy Moreland - E-Book
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Tú serás mía E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

¿Podría aquel soltero empedernido hacer realidad sus sueños? La familia Tanner estaba a punto de adoptar a una pequeña, sólo quedaba que Woodrow Tanner se lo comunicara a la doctora Elizabeth Montgomery, la única familiar que podía reclamar también la custodia del bebé. Pero él sabía perfectamente cómo conseguir lo que deseaba de una mujer. Claro que no había contado con que desearía tanto de aquella mujer... Elizabeth siempre había querido tener una verdadera familia y cuando aquel atractivo cowboy le dio noticias de la pequeña, pensó que aquello era más de lo que habría podido soñar...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Peggy Bozeman Morse. Todos los derechos reservados.

TÚ SERÁS MÍA, Nº 1367 - agosto 2012

Título original: Baby, You’re Mine

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,

total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de

Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido

con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas

registradas por Harlequin Books S.A

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y

sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están

registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros

países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0787-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

«Arisco».

Ésa era la palabra que la gente educada utilizaba para describir a Woodrow Tanner. Cuando no se quería ser tan educado y no había niños alrededor, se utilizaba un vocablo mucho más fuerte.

Sin embargo, a Woodrow le importaba muy poco lo que la gente lo llamara o pensara de él. Woodrow hacía lo que le venía en gana y, a los que no les gustara, que se fueran al infierno.

Tenía un rancho de setecientos cincuenta acres al suroeste de Tanner’s Crossing y vivía en una casa de madera que se había construido en mitad de la propiedad.

Había decidido construirla en aquel lugar para intentar distanciarse lo más posible de los vecinos.

Vivía solo, únicamente acompañado por su perra, y la gente, las ciudades y los atascos lo sacaban de sus casillas.

En aquellos momentos, estaba metido en un embotellamiento en la autopista y su carácter normalmente arisco estaba llegando a límites peligrosos.

De haber tenido en aquellos momentos a su hermano Ace delante, le habría puesto un ojo morado por haberlo mandado a aquella misión.

Por supuesto, había intentado zafarse diciendo que fuera otro de sus hermanos, pero Ace le había asegurado que Ry tenía que atender su consulta médica y Rory estaba fuera de la ciudad comprando mercancías para su cadena de tiendas de artículos del Oeste.

Pero no se había molestado en poner ninguna excusa ni para él ni para Whit. Este último, que era su hermanastro, se libraba de casi todas las responsabilidades familiares, algo que a Woodrow no le hacía ninguna gracia.

Así que, al final, le había tocado a él ir a Dallas a ocuparse de aquel asunto.

Cuando vio su salida, la tomó y se relajó ya que allí ya no había atasco. Dos calles a la derecha y una a la izquierda y llegó al aparcamiento que había frente a un moderno edificio de cinco plantas.

Se estremeció al ver que era de cristal y metal pues a Woodrow le gustaban los materiales naturales como la piedra y la madera.

Cada vez más enfadado, se bajó de su furgoneta y se dirigió a la puerta principal. Una vez dentro, miró los buzones y tomó el ascensor hasta la quinta planta.

Allí había una puerta con una placa en la que se leía Elizabeth Montgomery, médico pediatra. Woodrow la abrió y se acercó a la recepción. La mujer que estaba allí alzó la mirada y se quedó con la boca abierta.

Woodrow estaba acostumbrado a aquella reacción pues todos los hombres de la familia Tanner eran altos y guapos y creaban aquella reacción en casi todas las mujeres, lo quisieran o no.

–¿En qué puedo ayudarlo? –le preguntó la enfermera por fin.

–Estoy buscando a la doctora Montgomery –contestó Woodrow.

–¿Tenía usted cita con ella?

–No, vengo por un asunto personal.

–¿Sabía la doctora que iba a venir? –quiso saber la enfermera frunciendo el ceño.

–No.

–Deme usted su nombre para que la avise.

–Woodrow Tanner.

–Espere momento, por favor –dijo la mujer perdiéndose por un pasillo.

Woodrow esperó tamborileando con los dedos sobre el mostrador de cristal. Transcurridos unos segundos, la enfermera volvió hacia él.

Antes de hacerlo, se atusó los cabellos y se colocó la falda del uniforme. Woodrow no pudo evitar fijarse en que movía las caderas más que cuando se había ido.

–Lo siento, pero la doctora Montgomery no tiene hoy tiempo de recibirlo –le dijo jugueteando con el primer botón de su blusa–, pero, si quiere, le puedo dar cita para otro día.

A Woodrow le dio la impresión de que aquella mujer estaba flirteando con él. Si hubieran estado en otro lugar y en otras circunstancias, seguramente se habría planteado tener una aventura con ella, pero, dadas las circunstancias, prefería abandonar Dallas cuanto antes.

–¿A qué hora se cierra la clínica? –quiso saber.

–A las cuatro –sonrió la enfermera.

Woodrow se dio cuenta de que la mujer había creído que lo preguntaba por ella, pero se dijo que no era asunto suyo sacarla de su error.

–Esperaré –anunció al ver que eran las tres y media.

–Pase a la sala de espera –dijo la enfermera–. ¿Quiere beber algo?

Woodrow negó con la cabeza y se alejó hacia la sala de espera, convencido de que la oferta no incluía whisky, que era lo que necesitaba en aquellos momentos.

Sentado en una silla que parecía hecha para uno de los siete enanitos, Woodrow consideró pasar el rato hojeando las revistas que había sobre la mesa, pero el fijarse en sus títulos, Good Housekeeping, Working Mother y Ladies Home Journal, decidió no hacerlo.

Resignado a aburrirse, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Poco después, se quedó dormido.

–Hay que llamar al laboratorio para ver si tienen los análisis del hijo de los Carter. Dijeron que los tendrían el lunes a las cuatro.

Woodrow abrió los ojos.

Había una mujer en la puerta dándole instrucciones de última ahora a la enfermera. Al ver que llevaba una bata blanca y un estetoscopio colgado del cuello, Woodrow se dijo que debía de ser la doctora.

Se quedó mirándola. La verdad era que no lo parecía. Más bien, parecía una tía solterona. Para empezar, llevaba gafas y el pelo recogido en un moño alto.

Sin embargo, al fijarse más detenidamente, Woodrow se dio cuenta de que tenía una nuca preciosa en la que había unas manchas rosas.

¿Una marca de nacimiento? ¿Un sarpullido? Fuera lo que fuese, a Woodrow le entraron unas enormes ganas de besarle el cuello.

–El doctor Silsby se hará cargo de mis pacientes –oyó que decía la doctora–. He dejado el número donde me puedes localizar si hay alguna urgencia y, por supuesto, me llevo el busca.

¿La doctora se iba de la ciudad? Woodrow miró a la enfermera, que le guiñó el ojo disimuladamente.

Al darse cuenta de que lo mejor que podía hacer era salir cuanto antes de allí, Woodrow se levantó y salió sigilosamente de la consulta.

Esperó a la doctora junto a los ascensores y unos minutos después la vio aparecer. Woodrow llamó al ascensor y le abrió la puerta.

–¿Va usted hacia abajo?

–Sí, gracias –contestó la doctora.

Woodrow apretó el botón de la planta baja y ambos se quedaron en silencio mientras el ascensor descendía.

Aquella mujer desprendía aquel olor limpio y estéril propio de los médicos, pero bajo él había una pizca de perfume más femenino.

Cuando llegaron a la planta baja, Woodrow le abrió la puerta y la dejó pasar.

–Gracias –dijo ella saliendo del ascensor sin mirarlo.

–¿Es usted la doctora Elizabeth Montgomery? –le preguntó Woodrow colocándose a su lado.

–Sí –contestó ella sin pararse.

Al llegar a la puerta principal, Woodrow se la volvió a abrir y la volvió a dejar pasar. De nuevo, ella le dio las gracias sin mirarlo a los ojos.

–Me gustaría hablar con usted –le dijo Woodrow.

–Lo siento, pero tengo prisa.

Al llegar a su coche, un Mercedes, la doctora abrió la puerta a toda velocidad. Woodrow se dio cuenta de que le temblaban las manos.

–No le voy a robar –le aseguró–. Sólo quería hacerle unas preguntas.

–Ya le he dicho que tengo prisa.

–Es sobre su hermana –insistió Woodrow agarrando la puerta.

–¿Conoce usted a mi hermana? –exclamó la doctora mirándolo sorprendida.

–No –contestó Woodrow–. Personalmente, no.

–Hace años que no la veo –dijo Elizabeth palideciendo–. ¿Tiene problemas?

–Yo no diría exactamente eso –contestó Woodrow no sabiendo exactamente qué decirle.

–Si necesita dinero, dígale que venga en persona a pedírmelo.

–No, no necesita dinero –contestó Woodrow cada vez más incómodo.

–Entonces, ¿qué quiere? –preguntó Elizabeth impaciente–. Normalmente, siempre que se pone en contacto conmigo, es porque necesita dinero.

–Bueno... su hermana... ha muerto –le dijo Woodrow por fin.

–¿Ha muerto? ¿Mi hermana ha muerto? –repitió Elizabeth visiblemente afectada.

–Sí, hace poco más de un mes –contestó Woodrow dándose cuenta de que se le saltaban las lágrimas–. Sí, lo cierto es que Star...

–¿Star? Mi hermana no se llama Star. Se llama Renee, Renee Montgomery –suspiró Elizabeth aliviada–. Dios mío, menos mal. Creía que había muerto– añadió dejando caer la cabeza hacia delante–. Lo siento, pero tengo prisa, se ha confundido usted de persona –concluyó levantándola.

–Espere –dijo Woodrow sacándose la fotografía que Ace le había dado–. ¿Es ésta su hermana?

–Lo siento, lo siento mucho, pero se ha confundido usted. Mi hermana se llama Renee, no Star –contestó la doctora intentando meterse en el coche.

–Mire la fotografía.

Elizabeth tomó la fotografía y la miró. Woodrow se dio cuenta de que volvía a palidecer y le temblaban los labios.

–No lo entiendo –dijo con incredulidad–. ¿De dónde ha sacado usted esta fotografía? –preguntó Elizabeth dejándose caer en el asiento del coche.

–Me la ha dado Maggie Dean, la mujer de mi hermano Ace. Trabajaba con Star.

–No se llama Star –insistió Elizabeth volviendo a mirar la fotografía–. Se llama Renee Montgomery.

–Mire, ya sé que todo esto la ha pillado por sorpresa y lo siento mucho, pero hay más –dijo Woodrow poniéndose en cuclillas a su lado.

–¿Más? –sonrió Elizabeth con tristeza–. ¿Qué más tiene usted que decirme aparte de que mi hermana está muerta?

–Su hermana tuvo una hija –la informó Woodrow.

–¿Una hija?

–Sí.

–¿Y dónde está?

–Con Ace y con Maggie. Antes de morir, le hizo prometer a Maggie que le entregaría la niña a su padre.

–¿Su hermano Ace es el padre de mi sobrina?

–No, el padre de su sobrina es mi padre, Buck Tanner –contestó Woodrow dándose cuenta de que aquello se complicaba por momentos.

Elizabeth se masajeó las sienes como si le estuviera empezando a doler la cabeza.

–¿Y por qué tiene Ace a la niña y no su padre?

–Porque mi padre murió. Le dio un infarto dos días después de que muriera Renee.

–No me lo puedo creer –murmuró Elizabeth echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos.

–Le aseguro que es la verdad.

Elizabeth no se movió ni dijo nada y Woodrow comprendió que era entonces o nunca.

–Verá, mi hermano contrató a un detective privado para ver si Renee tenía familia. Así la hemos localizado a usted. La cosa es que mi hermano y su mujer quieren adoptar a la niña. Por eso he venido a hablar con usted, para que les dé su aprobación.

Elizabeth negó con la cabeza.

–Ahora mismo, no puedo hablar de eso. Necesito tiempo para asimilar lo que me ha dicho, para pensar –le dijo tapándose la cara con las manos–. Oh, Dios mío, Renee.

–Me voy a quedar a dormir esta noche en la ciudad –dijo Woodrow poniéndose en pie, sacándose un papel del bolsillo y garabateando algo–. Aquí le dejo el número de mi teléfono móvil –añadió entregándoselo–. Llámeme cuando quiera hablar.

Aquella tarde, todavía atontada ante la muerte de su hermana, Elizabeth se cruzó de brazos y se quedó mirando a través del ventanal del salón.

En el jardín, un colibrí saltaba de flor en flor mientras dos ardillas se perseguían entre los árboles.

A su espalda, Ted Scott, su prometido, estaba sentado a la mesa. Elizabeth sentía su desaprobación y aquello le pesaba y se añadía al dolor que ya la atenazaba.

–Sé que estás disgustada –le dijo con impaciencia–. Lo entiendo, pero me parece una tontería cancelar el viaje. Lo hemos planeado mucho y, además, no tienes que organizar el entierro ni el funeral ni nada porque todo eso ya ha pasado.

Al oír aquellas palabras, a Elizabeth se le llenaron los ojos de lágrimas. Había perdido a su hermana y ni siquiera había podido ir a su funeral para darle el último adiós.

Le entraron unas terribles ganas de llorar y cerró los ojos con fuerza, rezando para que, por una vez, Ted fuera hacia ella, la abrazara y la consolara.

Por supuesto, no fue así.

–No, me tengo que quedar –le dijo–. Tengo que decidir qué voy a hacer.

–¿Con la niña?

Elizabeth asintió.

–No se te estará pasando por la cabeza adoptarla tú, ¿verdad? Seguro que es retrasada o algo porque me dijiste que tu hermana se drogaba, ¿no?

Aquellas palabras tan brutales la enfurecieron.

–¿Y te crees que eso me importa? –le espetó volviéndose hacia él–. Tengo una sobrina, el único pariente que tengo vivo en el mundo y no pienso renunciar a los derechos que tengo sobre ella y olvidarme de su existencia.

Entonces sí que Ted se puso en pie y fue hacia ella.

–Perdona –murmuró agarrándola de la cintura–. Entiendo perfectamente que te sientas responsable de esa niña, pero lo que te estoy diciendo es que no te apresures. No tomes decisiones ahora porque estás muy afectada. Una semana fuera te sentaría bien, te ayudaría a asimilar la pérdida y a ver las cosas con cierta perspectiva.

Elizabeth escondió el rostro en la curva de su cuello, abrazándolo con desesperación en busca de su consuelo, y su comprensión, pero, por muy fuerte que lo abrazara, no sentía nada.

Aquel cuerpo no le transmitía cariño ni comprensión y, mucho menos, consuelo. Sólo le transmitía rigidez y frialdad.

–No puedo ir contigo, Ted –le dijo descorazonada.

Ted la soltó tan rápido que Elizabeth estuvo a punto de perder el equilibrio.

–Muy bien, pero si te crees que me voy a quedar agarrándote de la manita mientras lloras por una hermana a la que hacía años que no veías, te equivocas. Me voy a Europa, contigo o sin ti.

–Entonces, llévate esto –dijo Elizabeth quitándose el anillo de compromiso y entregándoselo.

Ted la miró furioso, agarró el anillo de malas maneras, se lo metió en el bolsillo y salió dando un portazo.

Elizabeth dejó escapar el aire que había estado aguantando, cerró la puerta con llave, apoyó la espalda en ella y dejó caer la cabeza entre las manos.

–Sí –dijo Woodrow–. Sigo en Dallas –añadió mirando el tráfico, que todavía era espantoso a las siete de la tarde–. Pero no pienso quedarme mucho más –le advirtió a su hermano.

–¿Has hablado con ella?

–Sí, pero no he conseguido mucho.

–¿Sabes siquiera si quiere la custodia de la niña?

–No, no lo sé. Me dijo que no lo podía decidir en aquellos momentos. Que necesitaba tiempo para pensar.

–Es normal –contestó Ace–. Primero se entera de que su hermana ha muerto y luego de que tiene una sobrina.

–Sí, no debe de ser fácil para ella.

–¿Cuándo la vas a volver a ver?

–Le di mi teléfono móvil y le dije que me llamara cuando quisiera.

–¿Y ya está?

–¿Y qué más quieres que haga? –preguntó Woodrow con impaciencia.

–Invítala a venir aquí –sugirió Ace.

–¿Cómo?

–Dile a la hermana de Star que venga a pasar una temporada al rancho. No nos conoce de nada y es normal que no quiera entregarnos la custodia de la niña, así que lo mejor es que vea que somos gente normal.

–¿Normal? –rió Woodrow–. Pero si no hay nada de normal en nuestra familia. Vivimos de escándalo en escándalo.

Elizabeth jugueteaba nerviosa con el papel en el que Woodrow Tanner le había escrito el número de su teléfono móvil.

Le había dicho que lo llamase cuando quisiera hablar.

Suponía que se refería a que lo llamara cuando hubiera decidido qué hacer con la niña y lo cierto era que Elizabeth todavía no había decidido nada.

Sin embargo, tenía cientos de preguntas. ¿Cómo había muerto Renee? ¿Había muerto sola? ¿Cuánto tiempo tenía el bebé? ¿Se parecía a su hermana? ¿Por qué no se había casado el padre de Woodrow con ella? ¿Dónde vivía Renee? ¿Y dónde trabajaba? ¿Dónde la habían enterrado? ¿Les había dicho que tenía una hermana? ¿Por qué habían contratado a un detective privado para que la localizara?

Decidiendo que Woodrow Tanner tenía las respuestas, marcó el número. Cuando tuviera más información, podría tomar una decisión sobre qué hacer con su sobrina.

–¿Sí?

–¿Señor Tanner?

–Al aparato.

–Eh... soy la doctora Elizabeth Montgomery.

–Sí, ya lo sé. Tengo uno de esos móviles modernos que te dicen quién está llamando e incluso te dicen la hora que es. Por si lo quiere saber, es la una y media de la mañana.

Elizabeth hizo una mueca de disgusto pues no se había dado cuenta de que fuera tan tarde.

–Lo siento, lo llamaré por la mañana.

–No, no se preocupe, no estaba durmiendo –le aseguró Woodrow.

–Ah... mire, lo llamaba para hablar de lo que me dijo esta mañana... de lo de la custodia, señor Tanner –le aclaró.

–Woodrow.

–¿Cómo?

–Woodrow, me llamo Woodrow.

–Ah, sí, claro. Bueno, he estado pensando, Woodrow, que necesito hacerte unas cuantas preguntas.

–¿No tendrás por casualidad café hecho?

–¿Café?

–Sí, ya sabes, ese líquido negro.

–No, ¿por qué?

–Pon una cafetera al fuego.

–¿Vas venir a mi casa?

–Ya estoy aquí.

–¿Estás aquí?

–Sí, estoy en la puerta.

Elizabeth se apresuró a abrirle y se maravilló ante lo alto y fuerte que era. Ya se lo había parecido hacía aquella tarde, pero ahora, al fijarse en sus andares de John Wayne, se lo pareció todavía más.

–Creo que ya no vamos a necesitar esto –comentó Woodrow apagando su teléfono móvil.

–No, creo que no –contestó Elizabeth guardando el suyo y mirándolo como atontada.

–¿Me vas a invitar a pasar?

–Sí, claro que sí –contestó Elizabeth sonrojándose.

–Tienes una casa muy bonita.

–Muchas gracias, a mí también me gusta –contestó Elizabeth dándose cuenta de que no sabía absolutamente nada de aquel hombre–. ¿Te importaría dejarme tu carné de conducir?

Woodrow la miró sorprendido, pero se sacó la cartera del bolsillo.

–Me parece un poco tarde para preocuparte por tu seguridad, ¿no?

Elizabeth anotó sus datos.

Woodrow Jackson Tanner, RR4 Tanner’s Crossing, Texas.

A continuación, miró la fotografía y la comparó con el original.

–No pareces el mismo.

–Es de hace un par de años –contestó Woodrow guardándose la cartera–. Habré cambiado.

–Lo decía porque en la fotografía pareces más... amable.

Woodrow frunció el ceño.

–¿Qué hay de ese café?

–Sí, ahora mismo lo preparamos –contestó Elizabeth–. Siéntate. Perdona por mi comentario, no ha sido mi intención ofenderte.