Un corazón salvaje - Peggy Moreland - E-Book

Un corazón salvaje E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

Pete Dugan nunca pensó que volvería a ver a Carol, cuyo maravilloso rostro no había podido olvidar desde que en el pasado tuvieran una breve, pero intensa, aventura. Pero cuando se volvieron a encontrar, Pete vio que los preciosos ojos verdes de Carol guardaban dentro una tristeza que él estaba dispuesto a borrar... Ahora que Pete había vuelto, y con él sus caricias, Carol no podía olvidar que tenía secretos que debían seguir ocultos. De todos modos, su corazón le aconsejaba apoyarse en sus anchos hombros, aunque fuera por una sola vez. Y entonces, se enamoró de él perdidamente.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Peggy Bozeman Morse

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un corazón salvaje, n.º 1033 - marzo 2019

Título original: Ride a Wild Heart

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-853-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

En la vida de un vaquero, ocho segundos podían convertirse, algunas veces, en toda una eternidad.

Para Pete esos momentos eran escasos, pero no porque se considerara más experto que otros vaqueros con los que tenía que competir ni porque pensara que era más valiente. Sencillamente, le encantaban los rodeos. Las luces, la multitud, las noches en vela mientras iban de una ciudad a otra, la gente que participaba, la camaradería entre ellos, el riesgo de montar sobre un caballo sin domar…

Y ese rodeo no era diferente de otros. Por los altavoces se oía música de country. Los vaqueros hacían bromas mientras esperaban su turno.

Pete se encaramó a la valla para echar un vistazo al lugar donde tendría lugar el rodeo. A pesar del polvo que espesaba el aire, vio que las gradas estaban llenas.

Había una gran multitud, pensó, sonriendo. Y una multitud ruidosa. A Pete le gustaba eso. Había vaqueros que se ponían nerviosos con la gente, pero Pete no. A él le gustaba que las gradas estuvieran abarrotadas.

En cuanto a los caballos, le gustaba que fueran vigorosos y salvajes.

Diablo, el animal que le había tocado para el Campeonato de Rodeo de Mesquite era de ese tipo. Un caballo rápido que saldría disparado en cuanto abrieran la puerta y que se pasaría saltando enérgicamente los ocho segundos que duraba la monta. Eso haría que los jueces le dieran puntuaciones altas, pero le iba a costar ganárselas.

–¿Preparado?

Pete se volvió hacia el hombre.

–Siempre –dijo con una sonrisa.

Se ajustó la rienda de cuero sobre el guante lleno de resina que llevaba puesto. Se la ajustó fuertemente alrededor de la muñeca; luego, se sentó sobre el caballo y metió las botas en los estribos. Sintió que el caballo se encabritaba y arqueaba la espalda. En ese instante, era consciente de que el animal saldría volando en cuanto la puerta se abriera.

Y Pete estaba preparado para volar.

Se ajustó el sombrero y se agarró con fuerza a la montura. Subió las rodillas, apretando las espuelas contra los flancos del caballo. Finalmente, levantó la cabeza, dejando claro que estaba listo.

Abrieron la puerta y el caballo corrió hacia la libertad… la encontró a un paso, sobre la arena. Dio un gran salto y luego alzó las patas traseras para tratar de tirar a Pete. Este notó el golpe en toda la columna. Luego, se preparó para parar el siguiente, que lo recibió en la mano con la que se sujetaba a la montura.

Apretó los dientes para no gritar de dolor y trató de acomodarse al ritmo del caballo. Estaba allí, esperándolo. Era un ritmo tan conocido como el baile de un amante. Colocó la espalda casi al mismo nivel que la del animal, alzó las rodillas e hincó las espuelas en los flancos del caballo mientras levantaba la mano libre por encima de la cabeza para mantener el equilibrio a pesar de los constantes movimientos del animal. Oyó gritos de ánimo que le llegaban desde las gradas y se dio cuenta de que el público estaba amortizando el dinero que había pagado.

Diablo estaba dando un gran espectáculo.

Y Pete Dugan tampoco lo estaba haciendo del todo mal.

El sudor hacía que le picaran los ojos. Le ardían los músculos de las piernas y los brazos, pero Pete sabía que sería capaz de estar sobre aquel animal toda la noche si fuera necesario. Por encima de los gritos, oyó el sonido que anunciaba el final de los ocho segundos. La gente rompió a aplaudir desde las tribunas y el rostro de Pete se iluminó con una gran sonrisa.

Aflojó la mano con la que se sujetaba a la silla y miró hacia su izquierda, buscando al hombre que tenía que sujetar al caballo. Justo al verlo, el caballo se giró bruscamente y golpeó la pierna izquierda de Pete contra la valla. Oyó el grito colectivo de sorpresa que se elevó de la multitud y sintió que un dolor intenso le subía desde la rodilla hasta el muslo, encogiéndole el estómago y provocándole mareos. Apretó los dientes para resistir y se agarró a la valla, donde se colgó, dejando que el animal escapara de debajo de sí.

Respirando con dificultad y casi ciego de dolor, miró a las caras que lo miraban desde las gradas. Vio unos ojos verdes que estaban fijos en él y que de repente reconoció.

«¿Carol?».

No podía ser, se dijo. No la había visto ni había sabido nada de ella en los últimos dos años. Cerró los ojos y sacudió la cabeza, seguro de que estaba alucinando. Cuando los abrió, la chica ya no estaba.

–¡Ochenta y nueve puntos! –gritó una voz por los altavoces–. Pete Dugan acaba de conseguir la puntuación máxima obtenida hasta ahora en el Campeonato de Rodeo de Mesquite.

Pete se dejó caer y dio tres pasos con precaución para comprobar si su rodilla izquierda iba a poder soportar su peso. Cuando se aseguró de que no iba a caerse frente a sus miles de fans, plantó firmemente las botas en el suelo y se quitó el sombrero. Seguidamente, dio un grito de alegría y dio un salto, agitando los puños en el aire.

El público se puso como loco.

Pete se quitó el sombrero y saludó con él a la gente antes de ponérselo de nuevo sobre el pelo sudoroso mientras salía de la arena.

–¿Estás bien?

Pete hizo un gesto al médico.

–Sí, estoy bien –para demostrarlo, colocó un pie sobre la valla y se subió a ella.

Luego, se pasó al otro lado y dio un salto, aterrizando al lado de su compañero de viaje, Troy Jacobs.

–Has estado genial –dijo Troy.

–Sí, ese Diablo sabe cómo levantar polvo, desde luego. Pero Ty Murrey será el siguiente. Tenemos que esperar y ver si mantengo la máxima puntuación.

–Lo hará bien, claro, pero no te superará –le aseguró Troy, mirando a la pantalla mientras la puerta de la cerca se abría para dejar pasar a Ty Murrey.

Pete se dio la vuelta para no ver la pantalla. Era supersticioso y tenía por norma no ver al vaquero que lo seguía en los rodeos. Así que, en lugar de ello, agarró con los dientes la cinta de cuero que rodeaba su guante y tiró de ella. Luego, miró hacia las gradas, al lugar donde había creído ver a Carol y buscó durante unos segundos su pelo rojizo y sus ojos verdes.

Diciéndose que era un estúpido por pensar que de verdad la había visto allí, se dispuso a apartar la vista. Pero, en ese momento, localizó a la mujer que había visto poco antes y sus ojos se encontraron. Se quedó helado, al igual que su corazón.

Carol. Era ella.

Con el corazón agitado y notando su peso dentro del pecho, se quitó el guante y comenzó a caminar hacia la barandilla sin dejar de mirarla. No había dado más que dos pasos cuando ella se levantó de su sitio y se alejó a toda prisa, desapareciendo entre la multitud.

Pete la observó enfadado. Calculó las posibilidades que tenía de encontrarla entre la multitud y decidió no intentarlo siquiera. Se quitó el sombrero y lo golpeó contra la pierna, produciendo una nube de polvo.

No iría detrás de ella. No cuando aquella mujer lo había abandonado dos años atrás.

 

 

Hechizado por la imagen de Carol, pero decidido a no malgastar tiempo en pensar en ella, Pete se dirigió al bar.

–¡Cerveza para todos! –gritó, dejando la bolsa con su cosas de montar sobre el suelo de madera.

Al oír que alguien invitaba, varios vaqueros se acercaron. Pete dio un golpe sobre la barra.

–Póngalas en fila, camarero –añadió–. Tenemos cosas que celebrar.

El camarero llenó rápidamente varias jarras y las colocó sobre la barra.

–¿Qué celebra, vaquero?

Pete miró de arriba abajo a la mujer que se apretaba contra él, decidiendo que aquella muñeca era la distracción que necesitaba para olvidarse de Carol.

–Bueno, cariño…

Pero antes de que pudiera contarle que acababa de romper el récord del campeonato de rodeo, uno de los vaqueros agarró una jarra de cerveza y la derramó sobre la cabeza de Pete mientras los demás aplaudían y daban gritos de alegría.

–¡Que sigan los buenos tiempos! –gritó, quitándose el sombrero.

Luego, agarró a la mujer por la cintura y bailó por todo el salón al ritmo de la canción que salía de la máquina de discos.

Se detuvo al sentir una mano sobre sus hombros.

–¿Pete?

Se pasó el brazo por los ojos para limpiar la cerveza que seguía cayéndole por la frente y se dio la vuelta.

–Ahora no, Troy, ¿no ves que estoy ocupado? Yo y… –miró a la mujer y frunció el ceño–, ¿cómo decías que te llamabas, cariño?

Ella sonrió y rozó su vientre contra la hebilla de su cinturón.

–Cheyenne.

–Cheyenne y yo estamos bailando –le dijo Pete a su amigo, sonriendo.

–Clayton se ha ido.

–¿Que se ha ido? ¿A dónde?

–Rena le telefoneó.

Pete reparó entonces en la expresión de preocupación de su amigo. Besó distraídamente en los labios a la mujer y la soltó.

–No te muevas de aquí, cielo. No tardaré nada –luego, se volvió hacia Troy y lo llevó hacia la zona de los reservados, donde había menos ruido–. ¿Qué pasa?

–Rena se ha ido.

–¿Rena?

–Sí –confirmó Troy con un suspiro–. Ha abandonado a Clayton. Se ha ido a casa de su madre con los niños.

–¡Oh, Dios! ¿Cuándo ha ocurrido?

–Hace como una hora. Rena llamó y dejó un mensaje en el móvil de Clayton, que se puso en marcha inmediatamente. Se ha marchado con uno de los chicos que iban hacia Austin. Dijo que tenía que comprobar cómo estaba todo en el rancho y recoger su camioneta. Quiere que tú y yo nos hagamos cargo del rancho mientras él esté fuera –Troy volvió a dar un suspiro y miró hacia abajo–. El problema es que yo había le había prometido a Yuma acompañarlo a Nuevo México.

–No te preocupes, yo me encargaré de todo.

–¿Estás seguro?

–¿Con quién diablos crees que estás hablando? Soy Pete Dugan, el campeón del mundo de rodeo, así que creo que podré hacerme cargo de un vulgar rancho durante un par de días.

–Sé que Clayton no nos lo habría pedido si no estuviera desesperado –continuó Troy–. Me contó que su empleado tiene varicela y que ha tratado de llamar a Carol, pero que esta había salido.

Pete tragó saliva al oír el nombre de Carol. Claro que no estaba en casa, estaba allí, en el rodeo.

–¿Sigue siendo vecina de Clayton?

–Sí y da clases de montar dos veces a la semana en el rancho de Clay. ¿Crees que será un problema para ti?

Pete se recostó contra la pared y miró hacia el techo.

–No –dijo, tratando de convencerse de que era cierto–. No me supondrá ningún problema.

–¿Cuándo puedes marcharte? Clayton estará allí hasta que llegues.

–Tres horas como máximo.

 

 

Eran casi las dos de la mañana cuando Pete llegó al rancho de Clayton. Este estaba en el porche, paseándose nervioso.

Aunque Pete se perdería uno o dos rodeos por ayudar a Clayton, no le importaba si eso servía para salvar el matrimonio de su amigo. Ambos, Troy y él, eran sus mejores amigos y la única familia que tenía.

Bajó de un salto de la camioneta, tratando de sonreír a su amigo.

–¡Ha llegado la tropa! –gritó. Luego, sintió que la rodilla se le doblaba y dio un traspié, aunque en seguida recobró el equilibrio.

–Estás borracho –dijo Clayton.

–No estoy borracho.

Clayton se acercó a él.

–Hueles que apestas. ¿Cómo crees que voy a dejar el rancho en manos de un borracho?

–Pues no te importó dejarlo en manos de una mujer durante tres años –protestó enfadado Pete.

Clayton se dio la vuelta con una expresión sombría en sus ojos.

–Mi matrimonio no es asunto tuyo.

Pete dio un paso hacia él con ademán de discutir, pero volvió a dar un traspié al torcérsele de nuevo la rodilla. Soltó un quejido al sentir cómo el dolor le subía por la pierna. Se agachó para tocarse la rodilla y entonces le sobrevino una náusea.

–Estás borracho –volvió a acusarlo Clayton.

Antes de que Pete pudiera negarlo, Clayton lo levantó como a un saco de patatas y lo llevó al corral.

–¡Bájame, maldita sea! –gritó Pete–. ¡No estoy borracho!

–Desde luego, en seguida no vas a estarlo –dijo Clayton, acercándose al abrevadero de los caballos y tirando a su amigo dentro.

Pete salió resoplando y quitándose el agua de los ojos.

–¡Pedazo de idiota! No estoy borracho. Es solo mi rodilla –dijo, sacando su sombrero del agua y poniéndose en pie. Tenía la camisa y los pantalones completamente empapados.

–¿Tu rodilla? –Clayton se quedó mirando fijamente el vendaje que tenía su amigo en la pierna.

Pete se colocó el sombrero mojado sobre la cabeza.

–Sí, mi rodilla. El caballo que monté anoche me golpeó contra la valla y me hice daño.

–No lo sabía.

–Ya me lo imagino, pero no deberías haber supuesto que estaba borracho antes de preguntarme, ¿no te parece?

Clayton lo miró con el ceño fruncido. Luego, soltó un suspiro y le pasó un brazo por los hombros a su amigo, ayudándolo a regresar hacia la casa.

–Bueno, quizá no.

–Lo aceptaré como disculpa.

–No me he disculpado.

–Ya, pero yo creo que, en el fondo, era tu intención –dijo Pete, sonriendo a su amigo al tiempo que echaba el peso sobre él. Luego, se fijó en que su amigo seguía con el ceño fruncido–. ¿Has hecho ya el equipaje?

–Sí, ya estoy listo para salir.

–¿Por cuánto tiempo te vas?

–No estoy seguro de cuánto tiempo tardaré en resolverlo todo.

–¿Vas a intentar recuperarla?

Ya en el porche, Clayton soltó a Pete y se volvió para mirarlo a los ojos.

–Lo intentaré.

–Merece la pena que lo intentes. Rena es una buena mujer.

Clayton miró hacia la casa, pero Pete no pudo ver la expresión de su rostro en medio de la oscuridad de la noche.

–Sí, supongo que sí –se agachó y recogió del suelo su bolsa de viaje. Luego, dio un suspiro–. ¿Estás seguro de que podrás arreglártelas tú solo con el rancho?

–Claro que sí –respondió Pete con una sonrisa.

Clayton lo miró algo dubitativo y luego se volvió hacia su camioneta.

–Te he dejado una lista con las cosas que hay que hacer encima de la mesa de la cocina. Si necesitas algo, puedes llamarme al móvil.

–Tú solo tienes que preocuparte por traer de vuelta a Rena y los chicos dondequiera que estén –aseguró Pete–. Yo me ocuparé del rancho –añadió, diciéndole adiós a su amigo con la mano.

Cuando estuvo seguro de que Clayton no lo podía ver, se dejó caer sobre las escaleras del porche, soltando un quejido. A continuación, estiró la pierna para tratar de aliviar su maltrecha rodilla.

Pete se preguntó cómo iba a ocuparse de aquel enorme rancho cuando ya el mero hecho de andar hasta su camioneta le daba miedo.

 

 

Pete se despertó sintiendo un gran dolor. Se llevó la mano instintivamente hasta la rodilla y allí tocó la cicatriz que le había quedado después de operarse dos años atrás. Pero el dolor que sentía en su rodilla en esos momentos no se debía a esa herida, sino al golpe que se había dado en el rodeo. Era un dolor constante desde entonces y había tenido que aprender a soportarlo, como ya había hecho con aquel otro dolor… el que llenaba su corazón.

Negándose a pensar en aquel dolor ni en la causante de él, se sentó sobre la cama. Luego, apoyó su pierna izquierda en el suelo y, con mucho cuidado, bajó la pierna derecha. Apoyó todo el peso de su cuerpo sobre la pierna buena y comprobó el estado de la rodilla herida. En seguida se dio cuenta de que la pierna seguía estando muy débil. Así que agarró la venda que se había quitado la noche anterior, se volvió a sentar en la cama y se hizo un buen vendaje. Se puso en pie y comprobó satisfecho que así sí aguantaría. A continuación, se puso los vaqueros y la camisa, y se dirigió descalzo a la cocina. Sus botas estaban en la puerta trasera de la casa, donde las había dejado la noche anterior. Había un charco bajo sus arruinadas suelas de cuero. Lo que más le dolió fue que se tratara de sus botas favoritas.

–Clayton, me debes un par de botas nuevo –murmuró mientras se dirigía a la cafetera. En el momento que agarró la lata de café, se fijó en su sombrero, que estaba sobre la encimera. Tenía la corona aplastada y el ala, floja.

–También tendrás que comprarme un sombrero –añadió mientras echaba el café en la cafetera.

Mientras se hacía, se dirigió a la camioneta y allí sacó un viejo par de botas de debajo del asiento. También agarró su teléfono móvil del soporte en la consola y se lo metió en el bolsillo de la camisa.

Cuando se volvió de nuevo hacia la casa, vio una camioneta parada enfrente del cobertizo. El corazón le dio un vuelco, ya que sabía de quién era esa camioneta. Y también sabía que tendría que enfrentarse a ello. No podía seguir rehuyendo lo inevitable.

Se puso las botas sin apartar la vista del cobertizo, con una tremenda sensación de incertidumbre, casi de miedo.

Pero tenía que hacerlo, se dijo, ya que mientras estuviera allí en el rancho de Clayton, no iba a poder evitar tratar con ella en algún momento.

Apretó la mandíbula y se dirigió hacia el cobertizo. Entró en su interior, que estaba en semipenumbra y se detuvo para dejar que sus ojos se acostumbraran al cambio de luz. Oyó que ella estaba murmurándole algo a un caballo. Ante el sonido de su voz, él apretó los puños. Solo Dios sabía cómo la había echado de menos.

Pero no quería que ella se enterara. No después de que lo abandonara sin darle ninguna explicación.

Tratando de no descubrir su presencia, siguió el sonido de su voz hasta el establo donde ella estaba trabajando. Al llegar allí, se detuvo en la puerta y apoyó las manos sobre el tablón superior.

Dentro, ella estaba limpiando la pezuña de una yegua. Llevaba unos vaqueros ceñidos, que hacían que sus caderas tuvieran forma de corazón, y una camiseta amarilla bien remetida en los pantalones. El ala de su gorra hacía que no se le pudiera ver la cara mientras que su cabellera rojiza, que salía de la parte de atrás de dicha gorra, caía libremente sobre sus hombros.

Al verla, sintió un dolor en el pecho.

–Hola, Carol.

Ella dejó caer la pezuña de la yegua y se dio la vuelta.

En cuanto él vio sus ojos verdes, tuvo que dar gracias de contar con el factor sorpresa. Si hubiera sido a la inversa y ella fuese quien hubiera aparecido de pronto, estaba seguro de que se habría desmayado.

Ella arrugó los ojos y luego se dio la vuelta para volver a agarrar la pezuña de la yegua.

–Hola, Pete.

–Te vi anoche en el rodeo. ¿Fuiste a verme montar?

–Ni lo sueñes –dijo ella, volviendo la cabeza y frunciendo el ceño en dirección a él–. Si estás buscando a Clayton, no está aquí.

Pete ya se había esperado que ella le contestaría así. Ya le había dejado claro dos años atrás que no quería volver a verlo. Lo que no le había dicho había sido el por qué.

–No he venido a ver a Clayton. Estoy a cargo del rancho mientras él se ha ido a buscar a Rena.

–Está perdiendo el tiempo.

Pete abrió la puerta y entró en el establo.

–¿Por qué dices eso?

–Rena ha sido al fin lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que Clayton no quería ninguna esposa a su lado.

–Pero él se casó con ella, ¿o no?

Carol soltó la pezuña de la yegua y se dio la vuelta.

–Solo porque tenía que hacerlo –tiró la escobilla de limpiar pezuñas sobre una caja y sacó un cepillo de la misma. Luego, apoyó una mano sobre la grupa del animal y comenzó a cepillarle el pelaje.

–Clayton no tenía que hacer nada. Él se casó con Rena solo porque quería hacerlo.

Ella echó una risotada mientras cepillaba el cuello de la yegua.

–Ya y por eso estaba siempre fuera de casa, sin preocuparse por saber cómo estaban ella y los niños.

Él sabía que aquello era verdad. ¿O acaso no se había preocupado él también por lo mismo y había tenido que decirle varias veces a Clayton que llamara a Rena? Pero aun así, en ese momento, estaba obligado a defender a su amigo.

–Ya sabes cómo es la vida en el circuito. Siempre yendo de un rodeo a otro. Desayunas en un estado y cenas en otro.

Ella paró de cepillar al animal y fijó la vista en el teléfono móvil que llevaba él en el bolsillo de la camisa.