Introducción a la ética política - Ángel Rodríguez Luño - E-Book

Introducción a la ética política E-Book

Ángel Rodríguez Luño

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Beschreibung

Los periódicos hablan a diario sobre aquellos problemas políticos que más preocupan a los ciudadanos, pero hay cuestiones previas que resultan indispensables para enfocarlos correctamente y darles una solución equilibrada: qué debe entenderse por libertad, democracia, constitucionalismo, ley, solidaridad y bien común, justicia social, economía política y buen gobierno. En tiempos remotos los problemas se solucionaban con el recurso a la fuerza. La cultura política, en especial la occidental, ha hecho posible un modo mejor de encontrar soluciones a esos mismos problemas de antaño. La tarea política lleva consigo lucha, pero una lucha noble, respetuosa con la libertad y la búsqueda del bienestar general. El autor la aborda desde la filosofía política moderna y la antropología cristiana, ofreciendo una síntesis básica y accesible.

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ÁNGEL RODRÍGUEZ LUÑO

INTRODUCCIÓN A LA ÉTICA POLÍTICA

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2021 by ÁNGEL RODRÍGUEZ LUÑO

© 2021 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5424-9

ISBN (versión digital): 978-84-321-5425-6

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRÓLOGO

I. LA ÉTICA DE LAS INSTITUCIONES POLÍTICAS

1. ÉTICA PERSONAL Y ÉTICA POLÍTICA

2. EL BIEN PERSONAL Y EL BIEN COMÚN POLÍTICO

3. LA IMPORTANCIA DEL PUNTO DE VISTA POLÍTICO

4. LA ÉTICA POLÍTICA Y LOS PROCESOS SOCIALES

II. PRESUPUESTOS ANTROPOLÓGICOS DEL BIEN COMÚN POLÍTICO

1. ACLARACIONES PRELIMINARES SOBRE EL BIEN COMÚN

2. BIEN COMÚN INTEGRAL Y BIEN COMÚN POLÍTICO

3. EL PRINCIPIO DE LIBERTAD

4. EL PRINCIPIO DE LIBERTAD EN LA SOCIEDAD SIN RIESGOS

5. EL PRINCIPIO DE SOLIDARIDAD

6. ¿Y LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA?

III. CONTENIDOS FUNDAMENTALES DEL BIEN COMÚN POLÍTICO

1. INTRODUCCIÓN

2. LA PAZ Y LA SEGURIDAD

3. LA LIBERTAD Y EL PRINCIPIO CONSTITUCIONALISTA

4. LA JUSTICIA

IV. LA JUSTICIA SOCIAL

1. LAS OPCIONES DE FONDO

2. JUSTICIA SOCIAL E IGUALITARISMO REDISTRIBUTIVO

3. ¿QUÉ ES ENTONCES LA JUSTICIA SOCIAL?

4. ¿Y LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA?

V. CUESTIONES FUNDAMENTALES DE ECONOMÍA POLÍTICA

1. ¿POR QUÉ HABLAR DE ECONOMÍA?

2. EL SOCIALISMO REAL O ECONOMÍA PLANIFICADA CENTRALIZADA

3. LA ECONOMÍA DE MERCADO

4. EL INTERVENCIONISMO O SISTEMA DE ECONOMÍA MIXTA

5. MI PROPUESTA

VI. EL BUEN GOBIERNO

1. INTRODUCCIÓN

2. PROBLEMAS SUSTANCIALES DE JUSTICIA

3. LA PRUDENCIA POLÍTICA

4. COMUNICACIÓN SINCERA Y ACCESIBLE

5. EL RESPETO DE LA LIBERTAD Y DEL PLURALISMO

6. DESCONFIANZA EN EL PROPIO SABER Y RESPETO DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA

7. CORRECCIÓN DEL DEBATE POLÍTICO

8. Y AL FINAL, ESPERANZA

BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL

AUTOR

PRÓLOGO

DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS, mi actividad académica me ha llevado a tratar algunos temas de ética política. Surgió así la idea, en parte estimulada por las peticiones de mis alumnos, de que podía ser útil una exposición sintética de las cuestiones básicas de la ética política. Son cuestiones que llevan a reflexionar sobre lo que debe entenderse por libertad, democracia, constitucionalismo, ley, solidaridad, justicia social, economía política, buen gobierno, etc. No constituyen un tratamiento directo de los problemas que hoy más nos preocupan y sobre los que se habla en los periódicos todos los días, pero son la base de la cultura política que a mi juicio se requiere para enfocar bien esos problemas y para darles una solución equilibrada con la contribución de todos.

En tiempos remotos los problemas se solucionaban con el recurso a la fuerza. La cultura política, y en particular la cultura política occidental, ha hecho posible un modo mejor de encontrar soluciones. La actividad política no deja de tener un carácter de lucha, en la que los adversarios defienden su propia visión, pero es una lucha civil y noble, muy distinta de una reyerta callejera. Algunas tendencias que se vislumbran en el panorama político actual sugieren la utilidad de ofrecer una contribución, por modesta que sea, que muestre la posibilidad de encuadrar la contienda política en un horizonte más elevado, inspirado en el respeto por la libertad y en la promoción de la responsabilidad por el bienestar general.

Este libro no pretende más que ser un ensayo de carácter introductorio. Y se trata de un ensayo filosófico, fundamentado en razonamientos y en una visión de la filosofía política moderna. Su autor es creyente, como también lo serán algunos de sus lectores. Por eso se han previsto dos pequeñas secciones (la II.6 y la IV.4) en las que se indica brevemente qué relación puede establecerse entre lo que en el libro se sostiene y los principios fundamentales de la antropología cristiana.

Estoy en deuda con varios de mis colegas, que me han ayudado con sus sugerencias y sus objeciones. Prefiero no mencionar a ninguno, para que no se les atribuyan las deficiencias del texto, cuya responsabilidad es solo mía.

Espero que estas páginas puedan ser de algún interés, y que quizá alguno de los lectores me ofrezca críticas y sugerencias que puedan ayudarme a mejorarlas.

El autor

Marzo de 2021

I.

LA ÉTICA DE LAS INSTITUCIONES POLÍTICAS

1. ÉTICA PERSONAL Y ÉTICA POLÍTICA

En el lenguaje ordinario, cuando se habla de ética se suele pensar en una reflexión que valora como bueno o malo el modo de vivir de las personas singulares según su conformidad u oposición al bien global de la vida humana. Con ese modo de pensar en realidad se está tomando la parte por el todo. Del modo de vivir de los individuos se ocupa la ética personal, pero la ética tiene también otras partes como son, por ejemplo, la ética económica, la ética médica, la ética social o la ética política[1]. Esta última, que es la que nos ocupa en estas páginas, valora la actividad de las instituciones políticas, es decir, de las instituciones del Estado, de la Comunidad Autónoma, del Ayuntamiento, etc.

Así pues, la ética política no trata de las acciones individuales, sino de las acciones mediante las cuales los individuos reunidos en una comunidad políticamente organizada (el Estado, el Municipio, etc.) dan forma a su vida en común desde el punto de vista constitucional, jurídico, administrativo, económico, educacional, sanitario, etc. Estas acciones proceden de organismos legislativos o de gobierno, o bien de individuos que ejercen una función de gobierno, pero propiamente son acciones de la comunidad política, que es la que, mediante representantes elegidos por ella, se da a sí misma una forma u otra. Así, por ejemplo, las leyes que regulan la enseñanza universitaria, o el sistema sanitario, o los impuestos, etc., son leyes del Estado, y no de los diputados Juan y Pablo, aunque estos hayan sido los promotores de esas leyes.

El criterio por el que la ética política valora estas acciones de la comunidad es su mayor o menor conformidad con el fin por el que los individuos quisieron y siguen queriendo vivir juntos en una sociedad organizada. A este fin se le llama bien común político (de modo más sencillo pero menos exacto se le podría llamar también bienestar general). En pocas palabras, la ética política considera moralmente buenas las acciones del aparato público (estatal, autonómico, municipal, etc.) que son conformes y promueven el bien común político, mientras que considera moralmente malas las que dañan o se oponen a ese bien.

Naturalmente se habla ahora de la moralidad política, que no coincide exactamente con la moralidad de la que trata la ética personal, aunque sí se relaciona con ella, a veces de modo muy estrecho. En efecto, las acciones políticamente inmorales proceden a veces de la falta de honestidad personal… pero no siempre. Pueden ser también consecuencia de la simple incompetencia, o bien de categorías ideológicas, o de concepciones económicas poco acertadas que algunos sostienen de buena fe. Para la ética política lo determinante no es tanto la buena (o mala) fe, sino más bien la conformidad y la promoción del bienestar general.

Para dar una visión completa del ámbito de la ética política hay que añadir que esta se ocupa también de las acciones de los individuos. Ahora bien, lo hace de manera distinta a la ética personal: mientras esta las considera desde el punto de vista del mérito o la culpa moral, la ética política lo hace desde el punto de vista de su legalidad o ilegalidad. Se podría objetar que juzgar la legalidad o ilegalidad del comportamiento de una persona singular es tarea de los jueces. Y es cierto. Lo que corresponde a la ética política es establecer en general lo que es legal y lo que es ilegal, en cuanto que es parte esencial de la buena organización de nuestro vivir juntos, o sea, del bien común político. No hay que olvidar que se trata de una valoración ética. No se trata de juzgar si algo es, o no, conforme a las leyes (y en ese sentido es legal), sino de estudiar si es, o no, adecuado para lograr el bien común político. Una buena organización política, considerada desde un punto de vista ético, comprende la promoción y tutela de algunos bienes, como pueden ser la vida, la libertad o la propiedad. Eso requiere que se prohíban y se castiguen las acciones individuales que lesionan tales bienes (por ejemplo, el homicidio, la esclavitud, el robo); y esto exige, a su vez, que la ley determine cuáles son las acciones que deben considerarse ilegales. Lo que aquí interesa subrayar es que todo esto tiene que ver, en último término, con el empeño por lograr el bien común político, y no solo con el de mantener la justicia o respetar la legalidad establecida.

Aunque queda todavía mucho por decir, de lo anterior se desprenden ya algunos principios de distinción entre la ética personal y la ética política. El más evidente es que cada una de estas ramas de la ética se ocupa generalmente de diferentes tipos de acciones: las individuales y las de la comunidad políticamente organizada (instituciones legislativas y de gobierno).

Cuando una y otra parecen ocuparse de un mismo tipo de acciones, consideran en realidad dos dimensiones de la moralidad formalmente diferentes. Imaginemos, por ejemplo, que un parlamento promulga una importante reforma de las normas que regulan los contratos laborales. Supongamos también que los diputados que componen la mayoría parlamentaria que aprueba la reforma están sinceramente convencidos de que la nueva ley es conforme al interés general de su país. Pasado un año y medio, la experiencia demuestra con toda evidencia que la nueva ley ha sido un mal, pues su único efecto relevante ha sido el aumento del paro, con el consiguiente malestar social. ¿Se puede decir que la aprobación de la reforma laboral fue un mal moral? Pues depende. Desde el punto de vista de la ética personal, los que, después de haberse informado, votaron en buena fe en favor de la reforma carecen de culpa personal, y no se puede decir que obraran moralmente mal. En cambio, desde el punto de vista de la ética política, ha surgido un mal ético: independientemente de lo que sucediera en la conciencia de quienes votaron a favor de aquella reforma, su contrariedad al bien común es un hecho (y lo seguirá siendo cuando, con el transcurso de los años, todos los diputados que la votaron hayan pasado a mejor vida).

En términos generales, cuando la comunidad política organiza la colaboración social de una forma que daña el bien común, surge un mal ético que tiene consistencia propia y que no depende necesaria y unívocamente de la valoración moral de las acciones individuales. La cualidad moral positiva o negativa de la forma que se da a nuestra vida en común y a nuestra colaboración —que es formalmente distinta del mérito y de la culpa moral personales— es el objeto específico de la ética política.

Para alcanzar una comprensión mayor de los principios que determinan la distinción entre la ética personal y la ética política, así como sus relaciones mutuas, es preciso reflexionar sobre la naturaleza y las características del fin de cada una de esas ramas de la ética. Ese fin es el que denominamos bien personal y bien común político, respectivamente. A partir de esta distinción puede decirse que, mientras la ética personal regula el ejercicio de la libertad, la ética política regula el ejercicio de la coacción. Más adelante habrá que matizar esta antítesis.

2. EL BIEN PERSONAL Y EL BIEN COMÚN POLÍTICO

Dice Aristóteles que se estudia ética no para saber qué es la virtud, sino para ser buenos, ya que en otro caso sería un estudio totalmente inútil[2]. Así, el fin que se propone la ética personal es enseñar a los hombres a vivir bien; o, dicho con otras palabras, ayudar a cada uno a proyectar y vivir una vida buena. Esto suscita inmediatamente unas cuantas preguntas: ¿con qué autoridad puede «la ética» introducirse en mi existencia para decirme cómo debo vivir?; ¿puede una instancia externa a mí imponerme un modo de vivir?; ¿por qué tendría yo que hacer caso a «la ética»?

En realidad, la ética no es una instancia externa que quiera imponernos algo, sino que está dentro de cada uno de nosotros. Atendamos un momento a nuestra propia experiencia. Continuamente pensamos qué nos conviene hacer y qué es mejor evitar; trazamos nuestros planes; proyectamos nuestra vida, decidiendo qué profesión queremos ejercer, si nos conviene casarnos con esta persona, si sería más adecuado dedicar más tiempo a esta o a aquella actividad. A veces, poco o mucho tiempo después de haber tomado una decisión, uno mismo se da cuenta de que se ha equivocado, se arrepiente, y se dice a sí mismo que, si fuese posible volver atrás, daría a la propia vida un rumbo bastante diferente. No hay nadie que pueda decir, como algunos personajes se empeñan en afirmar: «No me arrepiento de nada».Al contrario, precisamente esta experiencia —el arrepentimiento, tomado en su sentido más amplio— nos hace ver la conveniencia de reflexionar sobre los razonamientos interiores que preceden y preparan nuestras decisiones. Es el único modo que tenemos para controlarlos críticamente en todos sus pasos, descubrir los errores que se introducen en ellos y nos llevan a equivocarnos, y procurar en adelante no repetirlos. Pues bien, cuando reflexionamos de este modo… estamos ya elaborando una ética.

En efecto, la ética personal no es otra cosa que una reflexión que trata de objetivar nuestras deliberaciones interiores, examinándolas con la mayor objetividad posible, controlando críticamente nuestras inferencias, valorando las experiencias pasadas y tratando de prever las consecuencias que un determinado comportamiento puede tener para nosotros y para los que nos rodean. La ética personal es, por tanto, una reflexión que nace en una conciencia libre, y sus hallazgos se proponen a otras conciencias igualmente libres. He querido subrayar que se proponen, y no se imponen, porque la reflexión ética no tiene otra fuerza que la de la evidencia mayor o menor de lo que nos dice acerca del bien y de la vida buena.

Volviendo a la cuestión que estamos analizando, esto plantea a la ética política una difícil cuestión. Si, como ya hemos dicho, su punto de referencia fundamental es el bien común político, ¿qué relación existe entre este y la vida buena a la que mira la ética personal? No nos detendremos ahora en revisar las diversas respuestas que se han dado a lo largo de la historia, ni en el actual debate entre los comunitaristas y los defensores de la neutralidad liberal[3]. Vamos a poner de relieve solamente una especie de antinomia que plantea esta relación. Por una parte, si la vida buena es el fin que la ética propone a la libertad, y solo puede hacerse realidad en cuanto querido libremente, ¿cómo podría ser también el principio regulador de un conjunto de instancias, como son las políticas, que usan la coacción, y que de la coacción tienen el monopolio? Si la vida buena de los ciudadanos fuese también el fin de las instituciones políticas, ¿no sucedería que el Estado podría considerar obligatorio todo lo que es bueno, y prohibido todo lo que es malo? Y si entre los ciudadanos hubiera distintas concepciones de la vida buena, ¿correspondería al Estado determinar cuál de ellas es la verdadera y por tanto la obligatoria?

Por otra parte, dado que vivimos juntos para hacer posible mediante la colaboración social nuestro vivir y nuestro vivir bien, no ciertamente nuestro vivir mal, ¿pueden las instituciones políticas no considerar en absoluto lo que es bueno para nosotros? Si se hiciera caso omiso de nuestro bien, ¿qué otros criterios podrían inspirar la vida de la sociedad políticamente organizada? Además, la idea de un Estado «éticamente neutro» no parece realista ni acertada, sencillamente porque no es posible. En efecto, los ordenamientos jurídicos de los estados civilizados prohíben el homicidio, el fraude, la discriminación por motivo de raza, sexo o religión, etc. Tienen, por tanto, un contenido ético. Otra cosa es que no se considere lícito que la coacción política invada la conciencia y sus convicciones íntimas, pero esto es una exigencia ética sustancial, ligada a la libertad característica de la condición humana, y no una ausencia de ética. Por esa razón, un ambiente político del que se hubiesen expulsado todas las consideraciones éticas en nombre de la libertad se volvería contra la libertad misma, pues el «vacío ético» generaría en los ciudadanos un conjunto de hábitos antisociales y antisolidarios que acabarían por hacer imposible el respeto de la libertad ajena y el acatamiento de las reglas de justicia que permiten resolver de modo civil los conflictos que surgen inevitablemente entre personas libres. Terminaría imponiéndose el más fuerte, y se caería, tarde o temprano, en un estado de terror. La historia de la Revolución francesa, o la deriva de la bolchevique en el estalinismo, podrían servir como ejemplos históricos.

¿Cómo hay que entender, entonces, la relación entre vida buena y bien común político? A medida que vayamos descubriendo el contenido de este último, se irá perfilando una posible respuesta a esta pregunta. Con todo, de lo visto hasta ahora cabe inferir dos consideraciones. La primera es que el bien común político ni coincide completamente con la vida buena, ni es totalmente heterogéneo respecto a ella. La segunda es que las instituciones políticas (el Estado) está al servicio de la colaboración social (la sociedad), y esta última existe en función de que las personas puedan libremente alcanzar su bien (no digo que efectivamente lo alcancen, sino que puedan libremente alcanzarlo). Para malvivir y hacernos miserables no buscaríamos la ayuda de los demás.

De estas dos consideraciones se siguen importantes consecuencias. En primer lugar, permiten comprender que algunas exigencias del bien personal sean absolutamente vinculantes para la ética política. Así, por ejemplo, nunca sería admisible, desde un punto de vista político, una ley que declarase positivamente conforme al derecho una acción considerada por la mayor parte de la sociedad como éticamente negativa[4]. Menos aún cabría admitir una ley que prohibiese de forma explícita un comportamiento personal que comúnmente se considera como éticamente obligatorio, o que declarase obligatorio uno que la generalidad de los ciudadanos piensa que no se puede realizar sin cometer una culpa moral.

A la vez, la no plena coincidencia entre la vida buena y el bien común político comporta que cuando se quiere argumentar que un determinado acto debe ser prohibido y sancionado por la ley, de poco sirve demostrar que constituye una culpa moral. En efecto, se admite generalmente que no todo lo que es moralmente malo para la persona ha de ser prohibido por el Estado. En pocas palabras, no todo pecado es —ni debe ser— un delito. Solo deben ser prohibidos por el Estado aquellos comportamientos que inciden negativamente de modo notable sobre el bien común. Es esto lo que se debe demostrar, si se quiere argumentar que tal o cual modo de obrar debe prohibirse. Si, por ejemplo, alguien quisiera promover una ley por la que se prohíbe y sanciona que los hijos menores de edad mientan a sus padres en lo que se refiere a la asistencia a las clases del colegio, tendría que demostrar no tanto que los hijos obran mal cuando mienten a sus padres, sino que ese modo de comportarse trasciende el ámbito puramente familiar regido por la patria potestad, pasando a lesionar exigencias importantes del bien común.

Hay otro aspecto de la relación entre el bien común político y la rectitud ética personal que conviene aclarar ahora. El bien común político comprende la buena organización y el buen funcionamiento del aparato público. Estos facilitan que la sociedad funcione bien, aun presuponiendo que las personas no siempre son un modelo de rectitud ética. Así, por ejemplo, la buena política establece instancias e instrumentos de control, divide el poder entre diversos organismos con el propósito de que el ejercicio del poder sea siempre limitado. Sin embargo, estas medidas —que podríamos llamar estructurales— no son suficientes: es necesaria también la virtud personal. Si la organización política no es acertada, la sociedad no funcionará bien aunque la generalidad de las personas sean muy rectas. En cambio, si la organización política es buena, las cosas podrían ir bien, y en todo caso mejor que si la organización fuese deficiente; pero, en la práctica, su mayor o menor éxito dependerá de la rectitud de los ciudadanos. No es difícil comprender el porqué: por muchos sistemas de control y de división del poder que se establezcan, si la corrupción se introduce masivamente en todos los niveles de una estructura política, la corrupción prevalece, y en tal caso, como dijo san Agustín, sería imposible distinguir al Estado de una banda de ladrones.

3. LA IMPORTANCIA DEL PUNTO DE VISTA POLÍTICO

Vale la pena detenerse un momento a reflexionar acerca de la importancia de distinguir adecuadamente el punto de vista de la ética política del de las otras ramas de la ética.

La experiencia enseña que a veces los problemas políticos se plantean y se tratan de resolver sin haber conseguido encuadrarlos debidamente en lo que es el punto de vista específico de la ética política. A menudo se propone una u otra solución sobre la base de razonamientos que podrían ser apropiados para la ética personal, pero que no rozan ni siquiera la sustancia política del problema estudiado. Con más frecuencia todavía se insiste en la necesidad de obtener algunas finalidades, que se presentan como bandera de una posición ideológica, sin advertir que sobre ellas no existe ningún problema. Y no lo hay, sencillamente, porque sobre la mayoría de los fines que salen a relucir en los debates públicos estamos todos de acuerdo: todos queremos que desaparezca el paro, que ningún ciudadano carezca de una asistencia sanitaria de calidad, que haya crecimiento económico, que mejore el nivel de vida de las clases económicamente débiles, que mejore el nivel medio de instrucción; por no hablar del deseo que haya paz en las regiones más conflictivas del mundo, que se encuentre una solución para el problema de los emigrantes y de los refugiados procedentes de los países en guerra, etc. Sobre lo que no estamos tan de acuerdo es sobre el modo de alcanzar esas finalidades. En pocas palabras, el problema real que la política debe resolver no es el del fin que se quiere alcanzar, sino el de los medios concretos que permitan resolver esas delicadas cuestiones, con los recursos disponibles, y teniendo en cuenta las condiciones reales en que nos encontramos.

Así, pues, el problema son los medios, no los fines, aunque demasiadas veces se insiste sobre estos últimos con generalidades tan demagógicas o populistas como inútiles en la práctica. Inútiles, sí, porque acerca de esos fines estamos todos de acuerdo. Y mientras no se propongan soluciones concretas razonables para el problema de los medios, tanto quienes han de tomar las decisiones como los ciudadanos que les han de dar o negar su voto, se encontrarán a la hora de la verdad sin saber qué hacer.

La importancia de moverse en el punto de vista político no afecta solo a quienes se dedican profesionalmente a este ámbito. Al contrario: el fondo de la cuestión es la cultura política de un pueblo, de los ciudadanos, porque ellos son quienes elegirán a los que van a ejercer las funciones de gobierno, y ellos son también quienes, al llegar las siguientes elecciones, tendrán que juzgar cómo las han ejercido. Como se ha dicho, no es difícil alcanzar un acuerdo, o al menos realizar una mediación, sobre los intereses de los ciudadanos; lo que suele faltar es una idea clara acerca de cuáles son los medios concretos que efectiva y eficazmente pueden promover y defender esos intereses.

Los profesionales de la comunicación social podrían contribuir grandemente a la formación de una opinión pública ilustrada. Sin embargo, no siempre consiguen vencer la tentación de limitarse a ser el altavoz de las instancias ideológicas o partidistas que insisten machaconamente sobre los fines que la mayoría de la población ya acoge favorablemente. Por supuesto, todos son muy libres de manifestar las propias preferencias, pero sería muy bueno informar también —y quizá especialmente— sobre la relación entre los medios y los fines. Estos se rigen por complicados mecanismos, muy difíciles de entender para la generalidad del público (basta pensar en cuestiones económicas, demográficas o de infraestructura nacional, que requieren un conocimiento especializado de la materia), a la vez que son muy importantes para que podamos tener una idea más clara de lo que conviene hacer.

4. LA ÉTICA POLÍTICA Y LOS PROCESOS SOCIALES

Ya hemos dicho que la ética política se ocupa de la actividad de las instituciones políticas de diverso nivel (estatal, comunitario, municipal). Estas instituciones tienen las características típicas de las organizaciones: poseen una estructura jerárquica y están reguladas por un conjunto de normas precisas en función de los fines que buscan. Ahora bien, es necesario que estos últimos estén bien definidos, y no se pierda de vista que, en último término, consisten en servir a la sociedad y los ciudadanos. De otro modo, lo que era un medio (la organización) se convertirá en algo importante por sí mismo. Eso es lo que sucede cuando, en lugar de favorecer la colaboración social, las instituciones políticas caen en la tentación de la autoreferencialidad: la tendencia a alimentarse a sí mismas y a aumentar de tamaño, a convertir lo inútil en necesario, y a obstaculizar burocráticamente los procesos sociales.

Los procesos políticos y los procesos sociales son muy diferentes. En los primeros hay una mente (puede ser también un grupo de expertos) que los dirige en función del fin que se busca: se concibe un orden y se dispone de la coacción para hacerlo respetar. Los procesos sociales, en cambio, nacen de la libre colaboración entre los hombres y, además, generalmente no responden a un designio intencional. Frente a la coacción y la previsión milimétrica, típica de los procesos políticos, los procesos sociales se caracterizan por ser espontáneos. Tanto los ámbitos como los instrumentos de estos procesos —como pueden ser el mercado, el dinero y el mismo lenguaje— han surgido sin responder al orden impuesto por una mente directiva. De igual modo, el conocimiento que los regula se forma en la mente de millones de hombres a medida que estos interactúan. Por eso, es un conocimiento disperso, difícilmente formalizable. En estos procesos se ponen en relación personas que no se conocen, con intereses diferentes, pero que en un determinado momento pueden beneficiarse recíprocamente. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando un empresario español compra, a un precio razonable, a través del mercado online, el software