Invitación a palacio - Jennie Adams - E-Book

Invitación a palacio E-Book

JENNIE ADAMS

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Beschreibung

El plan era convertirla en su esposa durante solo unos meses Mel Watson era una chica corriente a quien un simple viaje en taxi acabó llevando a una vida completamente nueva. Hasta que oyó que alguien se dirigía al supuesto taxista como "Alteza", Mel no se dio cuenta de que se había colado en un cuento de hadas. El príncipe Rikardo no podía creer que hubiese recogido a la mujer equivocada. Desde luego, Mel no tenía nada que ver con la ambiciosa joven que esperaba encontrar y la dulzura de sus ojos le hacía ser muy cauteloso. Porque Rikardo hacía mucho tiempo que había renunciado al amor y solo quería un matrimonio temporal, pero la atracción que sentía por Mel era demasiado real…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Jennie Adams. Todos los derechos reservados.

INVITACIÓN A PALACIO, N.º 2492 - diciembre 2012

Título original: Invitation to the Prince’s Palace

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1234-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

–YA ESTÁ aquí. Pensé que tendría que esperar más tiempo –Melanie Watson intentó no parecer demasiado aliviada al ver al taxista, pero lo cierto era que lo estaba, y mucho.

Llevaba un tiempo ahorrando para empezar una nueva vida lejos de sus tíos y de su prima y, aunque aún no tenía suficiente, esa noche había comprobado lo desmoralizador que era vivir con personas que aparentaban en lugar de aceptar, que utilizaban a los demás en lugar de quererlos.

La familia había abandonado toda cortesía y Mel había decidido marcharse de inmediato, sin importarle si contaba o no con el dinero necesario.

Había esperado hasta que su prima se había metido en sus habitaciones y sus tíos se habían ido a la cama. Había limpiado la cocina de arriba abajo porque nunca dejaba una tarea a medio hacer, después había pedido un taxi, había dejado una nota en su habitación y había metido toda su vida en unas cuantas maletas con las que había salido a la calle lo más rápidamente que había podido.

Mel intentó fijar la mirada en las casas pintadas con los tonos del amanecer. El sol no tardaría en aparecer y subiría un poco la temperatura. Llegarían la claridad y el nuevo día y todo parecería mejor. Solo tenía que aguantar despierta hasta entonces.

En aquel momento se sentía muy rara; desorientada y con un desagradable zumbido en la cabeza. No creía que fuera a desmayarse, pero desde luego no se encontraba nada bien.

–Es un buen momento para viajar en coche. Está todo muy tranquilo –dijo, utilizando palabras esperanzadoras, al menos ligeramente positivas. Y, gracias al anonimato que otorgaba el hablar con un completo desconocido, Mel le confesó al taxista–: La verdad es que no ando muy bien. He tenido una reacción alérgica y no he podido tomar nada hasta hace un momento, pero parece que la medicación me está haciendo un efecto más fuerte de lo que yo creía.

Había encontrado las pastillas en el amplio botiquín de su prima mientras ella despedía a los últimos invitados.

Probablemente no debería haberlas tomado sin permiso, pero estaba desesperada.

Mel respiró hondo e intentó hablar con voz fuerte, pero no pudo evitar que tuviera cierto tono de cansancio.

–No pasa nada, estoy preparada para marcharme. Aeropuerto de Melbourne, allá voy.

–He llegado antes de lo esperado, así que te agradezco que estuvieras preparada.

Mel creyó oír que murmuraba «lo agradezco y me sorprende », antes de que siguiera hablando.

–Y me alegra que tenga ganas de viajar a pesar de los problemas de alergia. ¿Te importa que te pregunte qué te ha ocasionado la reacción alérgica? –el taxista la miró como si no supiera bien qué pensar de ella.

Era lógico porque tampoco ella sabía qué pensar de sí misma en esos momentos. Había cumplido con todas sus obligaciones: había preparado unos postres magníficos y otros manjares para la fiesta a pesar del acoso al que la habían sometido sus tíos y su prima y, una vez terminada la fiesta, lo había limpiado todo.

Ahora debía pensar con claridad para marcharse de allí, pero su cuerpo parecía no querer otra cosa que dormir. Se sentía como una de esas personas que se quedaban dormidas de pie en el autobús al volver de trabajar, o como una muchacha que había tomado una buena dosis de antihistamínico después de llevar toda la noche sin dormir y ahora tenía la cara y los ojos hinchados.

–El perfume nuevo de mi prima. Se lo echó cerca de mí y no hizo falta nada más. Por lo visto tengo alergia a las gardenias –añadió Mel y echó mano del poco sentido del humor que le quedaba, tenía que quedarle algo en alguna parte–: Si nadie me acerca un ramo de gardenias, estaré bien.

–Me aseguraré de que así sea. Es cierto, es un buen momento para conducir. La ciudad está preciosa, incluso antes de que amanezca –le dijo el taxista con total seriedad y mirándola a los ojos.

Mel lo miró también. Era difícil no hacerlo porque era increíblemente guapo. Mel parpadeó para intentar quitarse la somnolencia que le empañaba la vista.

El conductor tenía un acento que Mel no conseguía identificar. ¿Francés? No, pero desde luego era europeo, lo cual encajaba a la perfección con su piel bronceada y el cabello negro. Además se movía con una elegancia casi majestuosa. Tenía los hombros anchos, perfectos para que una mujer los recorriese con ambas manos y apreciara su belleza, o apoyara la cabeza en uno de ellos y se sintiera segura.

Vestía un traje sencillo, pero caro, lo cual resultaba muy inusual en un taxista. Y sus ojos no eran castaños ni color miel, sino de un azul maravilloso.

–Solo quiero sentarme –dijo Mel.

–Quizá antes deberíamos guardar el equipaje, Nicol… –el resto de la palabra quedó ahogada por el ruido de desbloqueo de las puertas. El conductor agarró las dos primeras maletas.

Había debido de dar su nombre completo, Nicole Melanie Watson, al llamar al servicio de taxis. Mel no había utilizado su primer nombre desde que se había trasladado a vivir con sus tíos a los ocho años, por lo que le resultó extraño que alguien volviera a llamarla así. Una sensación que le provocó un escalofrío, quizá porque el acento extranjero hizo que sonara especial.

«Por el amor de Dios, Mel».

–Me encantan estas maletas de flores –dijo sin pensar, aunque no tuviera ningún sentido.

Había rescatado aquellas maletas después de que su prima Nicolette hubiese querido deshacerse de ellas, pero eso sí que no era del interés de aquel hombre. ¡Ni él era de su interés!

–No te resultaría fácil perderlas. Tienen un dibujo muy particular –entonces él la miró a los ojos–. ¿Estás decidida a hacerlo?

–Completamente –¿acaso pensaba que iba a intentar no pagarle? Ella jamás haría algo así. Sabía muy bien lo que era tener que vivir con un presupuesto muy ajustado. Sus tíos tenían dinero, pero nunca habían sentido la necesidad de gastar en ella nada más que lo justo para cubrir sus necesidades básicas y, en cuanto había tenido edad de trabajar, habían dado por sentado que les compensaría los gastos que habían hecho en ella trabajando en la casa. A esas alturas, la deuda había quedado perfectamente saldada, al menos eso era lo que se decía a sí misma para estar tranquila–. No voy a cambiar de opinión.

Miró el único coche que había aparcado y se dio cuenta de que no era un taxi, sino un coche particular. Le habían dicho por teléfono que no había taxis suficientes, pero no se le había ocurrido pensar que pudieran mandar a un conductor en su coche particular. ¿Sería legal?

Además, era un coche muy lujoso, negro y brillante. Eso tampoco encajaba demasiado con un taxista. Mel frunció el ceño mientras se preguntaba cómo podía permitirse semejante coche.

–¿Viene de una cena formal o algo así?

Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera pararse a censurarlas y luego pensó algo preocupante: solo esperaba que hubiera podido dormir. El caso era que parecía estar muy descansado.

«Con él estarás segura, Mel. No será como…».

Cortó en seco aquel pensamiento, otro de los orígenes de su dolor, pero no quería pensar en ello. Ya había tenido suficientes cosas malas por una noche.

–La mayoría de las cenas a las que voy son formales, a no ser que me quede con mis hermanos –Rikardo habló de manera decidida, pero parecía que su invitada no esperaba semejante respuesta.

Lo cierto era que tampoco ella era como esperaba. No imaginaba que fuera tan abierta y tuviera ese aire de ingenuidad. Debía de ser por culpa de lo que había tomado para la alergia.

Dejó a un lado dichos pensamientos y a la pasajera en el asiento delantero, junto al suyo.

–Ya puedes descansar si quieres. Puede que cuando lleguemos al aeropuerto se haya pasado el efecto de la medicación y vuelvas a encontrarte normal.

–No creo. Me siento como si me hubiese tomado una dosis para elefantes –dijo entre bostezos–. Discúlpame, pero no puedo evitarlo.

Había recogido a una versión somnolienta e hinchada de la Bella Durmiente. Eso fue lo que pensó el príncipe Rikardo Eduard Ettonbierre mientras llevaba a Nicolette Watson al avión privado de la Casa Real.

Había ido durmiendo la mayor parte del viaje hasta el aeropuerto y así había estado también durante la facturación. Estaba claro que la medicación había podido con ella. Aun así, seguía siendo toda una belleza.

A pesar de tener la cara algo hinchada, no parecía que le hubiesen sentado nada mal los años que habían pasado desde que se habían conocido en la universidad, en el tiempo que él pasó estudiando en Australia. Nicolette estudiaba dos cursos por debajo de él, pero ya entonces había sido evidente su afán por conseguir el éxito social.

Aunque no habían vuelto a verse desde entonces, Nicolette no había dejado de felicitarle las Navidades y todos los cumpleaños con una tarjeta; en otras palabras, se había encargado de que no se le olvidara su nombre. A él dicho empeño siempre le había resultado algo incómodo y ahora no sabía muy bien qué decirle, cómo explicarle por qué nunca había respondido a sus tarjetas.

Quizá fuera mejor no mencionarlo y concentrarse en lo que estaban a punto de hacer. Había pensado en muchas mujeres que pudieran realizar aquella tarea, pero al final había decidido proponérselo a Nicolette. Sabía que no correría el peligro de enamorarse de ella y, dada su ambición, había sabido también que accedería a participar en el plan. Había sido la elección más lógica.

Y no se había equivocado con ella. Nada más explicarle la situación, Nicolette se había lanzado a aprovechar la oportunidad de mejorar su estatus social. Otra ventaja de Nicolette era que, cuando todo hubiese acabado y el acuerdo llegase a su fin, podría devolverla a Australia y no tendría que encontrarse constantemente con ella en los mismos círculos sociales.

–Debería haberme permitido que la llevara yo, Alteza –murmuró uno de sus guardaespaldas, casi a modo de regañina–. Ni siquiera debería haber ido conduciendo solo a buscarla… No nos ha dado la información básica para proporcionarle las medidas de seguridad necesarias.

–En estos momentos no necesitas más información, Fitz –ya se encargaría de eso más tarde, cuando se hiciera público y se disparara el interés de la gente y de los medios, pero por el momento no era necesario–. Ya sabes que me gusta conducir siempre que puedo. Además, os he dejado que me siguierais en otro coche y que aparcarais a menos de una manzana. Así que no te preocupes –añadió Rik con una ligera sonrisa–. En cuanto a lo de llevarla en brazos, ¿no crees que es más importante que tuvieras las manos libres por si hay alguna emergencia?

El guardaespaldas apretó los labios antes de asentir.

–Tiene razón, Alteza.

–Sí, de vez en cuando tengo razón –Rik sonrió y dejó a Nicolette en su asiento.

¿Estaba loco por meterse en semejante lío solo para burlar los deseos de su padre? Llevaba diez años disfrutando de una agradable combinación de trabajo duro y vida social y, siendo el tercero en la línea de sucesión al trono, no había visto ningún motivo para tener que cambiar de vida en un futuro cercano. Pero ahora…

Claro que había razones más profundas para resistirse a cambiar de vida. Como por ejemplo el matrimonio de sus padres.

Su guardaespaldas se apartó y Rik apartó también aquellos pensamientos. No estaba loco, concluyó mientras miraba a la bella durmiente. El pelo color miel le caía como una cortina hasta los hombros y, aunque aún se apreciaban en su rostro los efectos de la medicación que había tomado para la alergia, tenía unos rasgos muy atractivos. Unas largas pestañas cubrían unos ojos que Rik sabía que tenían un cálido color castaño. Tenía los labios rosados, la nariz recta y las mejillas ligeramente redondeadas. Parecía más joven que en la foto que le había mandado por correo electrónico y de lo que Rik había pensado.

La oyó suspirar y sintió la inesperada tentación de besarla, una reacción muy extraña teniendo en cuenta que lo único que lo unía a aquella mujer era un frío acuerdo de negocios. De no ser por eso, jamás habría deseado conocerla más a fondo. Quizá su reacción se debía al aspecto tan vulnerable que tenía en esos momentos. Cuando despertara volvería a ser la mujer ambiciosa y amante de la alta sociedad que había conocido en la universidad.

Nicolette se movió al sentir el ruido de los motores del avión, como si estuviese intentando despertarse.

–Duerme, Nicolette –le dijo en el idioma de Braston, y eso le hizo fruncir el ceño porque rara vez abandonaba el inglés o el francés, a no ser que se dirigiera a algún anciano de su país o al personal de palacio.

Nicolette giró la cabeza y dejó de mover las pestañas, dejándose arrastrar de nuevo por el sueño. También tenía el pelo más corto que en la foto. Aquella melenita por los hombros le iba muy bien con el atuendo tan femenino y favorecedor que llevaba, aunque la falda y la blusa de seda no eran muy apropiadas para el clima que haría en Braston cuando llegaran, pero ya se preocuparía por eso más tarde.

Rik se puso cómodo y trató de descansar un poco. Cuando volvió a moverse, Nicolette apoyó la cabeza en su hombro y él se movió también para asegurarse de que estuviera cómoda. Al notar el aroma a cítricos de su perfume, tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarse llevar por la sensación de satisfacción que lo invadía al pensar que muy pronto iba a dar el siguiente paso para arreglar los problemas económicos de su país y, al mismo tiempo, vencer a su padre, el rey Georgio. Dicho así, ¿por qué no habría de sentirse satisfecho?

–Espero que haya tenido un vuelo tranquilo, Alteza.

Enseguida desembarcaremos, príncipe Rikardo.

Mel despertó al oír voces, retazos de conversación en inglés y en otro idioma y la voz suave del conductor del taxi.

–¿Qué…? –se incorporó bruscamente, con el corazón a punto de salírsele por la boca.

Aquello no era un vuelo comercial.

No había filas de asientos, ni pasajeros, solo unos cuantos auxiliares de vuelo bien vestidos que parecían empeñados en complacer a su taxista.

La alergia había desaparecido y también los efectos de la medicación, lo cual era bueno, pero también significaba que era imposible que estuviese alucinando.

Recordaba vagamente haberse quedado dormida… cómodamente, sobre el hombro de alguien.

¡Pero ni siquiera recordaba haberse subido a un avión!

Y no era un avión cualquiera, era uno muy lujoso. Acababan de aterrizar, pero al mirar al exterior no vio más que oscuridad en lugar del sol que esperaba ansiosa desde Melbourne. En cuanto se abrió la puerta entró un frío helador.

Nada que ver con el calor veraniego de Sídney.

De pronto recordó el carísimo coche en el que se había subido. ¿Acaso la habían secuestrado? Se le hizo un nudo en el estómago. Si pasaba cualquier cosa, en su nota había escrito que se mudaba a Sídney. A sus tíos y a su prima les daría lástima perder a la cocinera, pero no creía que trataran de encontrarla porque para ello tendrían que dedicar tiempo y recursos.

«Respira, Melanie. Cálmate y piensa con tranquilidad».

El conductor le había preguntado si estaba «decidida a hacerlo», como si tuvieran un plan conjunto. Eso hacía pensar que no la habían secuestrado.

¡Pero en realidad no tenían ningún plan!

Mel levantó la cara y se encontró con la impresionante mirada del hombre que la había llevado hasta allí.

Antes había pensado que era atractivo, ahora se daba cuenta de que además era un hombre con un gran carisma. Todos los que estaban alrededor se comportaban como si… ¿fueran sus sirvientes?

Los oyó hablar y, entre muchas palabras en francés, entendió «príncipe Rikardo».

¿Estaban llamando príncipe al taxista?

Claro, pensó Mel, al borde de la histeria. Se había colado por una madriguera de conejos que la había llevado a un mundo paralelo. En cualquier momento le aparecerían en los pies unas brillantes zapatillas rojas. «Son dos cuentos distintos, Mel. En realidad es un cuento y una película clásica». ¿Qué más daba eso ahora? Sin embargo, en ese momento, aquel mundo paralelo le parecía muy real.

–¿Te encuentras bien? ¿Qué tal la alergia? Has dormido casi veinticuatro horas. Espero que te haya venido bien el descanso.

¿Un secuestrador hablaría con tanta calma y tanta amabilidad?

Mel respiró hondo y habló con una inseguridad que no pudo ocultar.

–La verdad es que estoy agotada, pero la alergia ha desaparecido, supongo que me ha sentado bien dormir todo el trayecto desde Melbourne a…

–Braston –dijo él con un ligero movimiento de cabeza.

–Claro. Braston –un pequeño país situado en el corazón de Europa. Mel sabía que existía, pero poco más. Y desde luego no tenía la menor idea de qué hacía allí ella–. No comprendo… Verás, yo creía que iba a Sídney…

–Hemos podido volar casi directos –se inclinó sobre ella y la sorprendió al agarrarle la mano–. No tienes por qué preocuparte o ponerte nerviosa. Solo tienes que hacer lo que hemos acordado y dejar que sea yo el que hable con mi padre, el rey.

–El… rey –un rey, el padre de un príncipe. ¿Quería eso decir que aquel hombre era un príncipe? ¿Uno de los príncipes de Braston?

«No te vayas por las ramas, Mel. ¿Qué haces aquí? Eso es lo único que necesitas saber en este momento».

–Estás distinta a como te recordaba –le dijo él en tono pensativo.

–¿Del trayecto hasta el aeropuerto? No comprendo –pretendía hablar con fuerza, pero le salió una voz grave y nerviosa, ahogada por el ruido que estaban haciendo al sacar el equipaje.

No era el mejor momento para que hablara como una rana, esperando a que la besara un guapo príncipe.

«¡Deja ya las metáforas de cuentos de hadas, Melanie! ».

–Comprendo que estés nerviosa. Confía en mí, yo te ayudaré a hacerlo y vas a ver como es fácil cumplir con lo acordado.

Mel volvió a respirar hondo.

–A ver, ese acuerdo…

–Alteza, cuando quieran, pueden acompañarme –les indicó una de las auxiliares de vuelo.

El príncipe, Rikardo, agarró a Mel del brazo, la arropó con la manta que le había echado encima en algún momento y la condujo hasta el exterior.

Un viento frío como el hielo la golpeó en la cara, pero gracias a la manta no tenía frío. A los pies de la escalera del avión esperaba una pequeña comitiva.

Le dieron ganas de darse media vuelta y volver al avión. Quizá no se hubiera colado por una madriguera, pero desde luego era Alicia en el País de las maravillas. No habría pasado nada de lo que estaba ocurriendo si hubiese estado en plenas facultades al pedir el taxi al aeropuerto y cuando había creído que había llegado. No volvería a tomar la medicación de otra persona nunca más.

–Por favor. Príncipe… Alteza… –seguían avanzando por el asfalto de la pista mientras hablaban–. Ha habido algún error.

¿Cómo era posible? Al mismo tiempo que se planteaba la pregunta, las piezas del rompecabezas empezaron a encajar.

Si él había acudido a la dirección correcta, significaba que esperaba recoger allí a una mujer.

De pronto recordó que el día anterior su prima había estado muy rara; misteriosa y frenética. Después de la fiesta, se había ido corriendo a su habitación y Mel la había oído ir de un lado a otro. Estaría… ¿haciendo el equipaje para un largo viaje?

Rik le había dicho que había llegado antes de lo esperado, eso explicaría que Nicolette no hubiese salido todavía. Mel había creído que la llamaba por su nombre, Nicole, pero también podría haber dicho Nicolette. Su prima y ella se parecían mucho. Estaba claro, pensó Mel, horrorizada.

–Debías de estar esperando a Nicolette.

–Permíteme que te dé la bienvenida a Braston, Nicolette –Rikardo, el príncipe Rikardo habló al mismo tiempo que ella. Luego se detuvo–. ¿Qué?

Ay, Dios.

La había confundido con Nicolette. Su prima tenía un plan con aquel hombre. Eso quería decir que realmente era un príncipe. ¡El príncipe del país en el que estaban en esos momentos!

Mel, la chica que llevaba años trabajando en la cocina de sus tíos, estaba allí de pie, en un país extranjero con un heredero al trono, pero en realidad debería haber sido su prima la que estuviera allí por el motivo que fuera. ¿Cómo era posible que el príncipe no se hubiera dado cuenta del error? Tenía que haber visto que no era Nicolette, incluso a la luz del amanecer y a pesar de que tuviese la cara hinchada por la alergia. ¿Hasta qué punto conocía a Nicolette?

¿Cuántas veces se había enfadado Nicolette cuando alguien la había confundido con ella al verla en casa?

–A menos que no estemos en público, llámame Rik –la llevó a un coche que los esperaba y le abrió la puerta de atrás para que entrara para después sentarse a su lado.

Un hombre con traje oscuro se sentó al volante, intercambió unas palabras en francés con el príncipe y luego puso el motor en marcha.

–O Rikardo –añadió el príncipe.

–Seguramente tienes cinco nombres y eres el heredero de un montón de ducados o algo así –Mel tomó aire antes de continuar–. Veo las noticias y conozco algunas familias reales –pero no la suya–. A las más famosas. Lo que quiero decir es que no sigo mucho a la realeza, pero tampoco estoy completamente desinformada.

Había conseguido parecer una paleta incapaz de comportarse ante alguien tan importante. ¡Exactamente lo que era!

–Por favor… Príncipe… Rik… Tenemos que hablar. ¡Es urgente!

–Alteza, hemos llegado –esa vez Mel comprendió las palabras del conductor.

El coche se había detenido y, un segundo después, se abrió la puerta para que bajaran. Rikardo salió primero y luego le tendió una mano para ayudarla, una mano que Mel aceptó.

–Sé que estás nerviosa, pero en cuanto entremos te llevaré a nuestras habitaciones y podrás relajarte.

–¿Directamente? ¿No vamos a ver a nadie? –claro que verían a más gente, ya la estaban viendo en ese momento. ¿Qué había querido decir con eso de sus habitaciones?–. ¿Podremos hablar entonces? ¡Por favor!

–Sí. No debería ser necesario a estas alturas, pero hablaremos de lo que te tiene preocupada –habló como un verdadero príncipe y resultaba intimidante.

Mel tenía el estómago encogido. No había sido intención suya que ocurriera aquello; solo había pretendido tomar un taxi para ir al aeropuerto. Suponía que sería relativamente fácil subsanar el error.