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Rico, poderoso y enamorado El experto en seguridad, millonario y ranchero Zeke Travers tenía como máxima en la vida separar el trabajo de los sentimientos… hasta que en uno de los casos que estaba investigando coincidió con Sheila Hopkins e inmediatamente saltaron chispas entre ambos. Primero se vieron obligados a trabajar juntos, pero poco a poco esa obligación se convirtió en placer. Sheila encontraba en él un gran apoyo y llegó un momento en el que Zeke se sintió tentado a romper sus propias reglas. Solo era cuestión de tiempo que se rindiese…
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Seitenzahl: 190
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
IRRESISTIBLE TENTACIÓN, N.º 87 - noviembre 2012
Título original: Temptation
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1157-7
Editor responsable: Luis Pugni
Imagen de cubierta:
KOSTIANTYN GERASHCHENKO/DREAMSTIME.COM
ePub: Publidisa
Algunos días no merecía la pena salir de la cama.
A no ser que tuvieses a un hombre alto, moreno, guapo y desnudo esperándote en la cocina para servirte un café antes de sentarte en su regazo para tomar el desayuno. Sheila Hopkins sonrió al imaginar algo tan maravilloso y entrecerró los ojos para que no la cegase el sol de noviembre que entraba a través del parabrisas.
Lo triste era que se había despertado de buen humor, pero solo había necesitado una llamada de su hermana, para decirle que prefería que no fuese a verla a Atlanta, para estropearle el día.
Sheila se sentía dolida, aunque el mensaje no debía haberla sorprendido. ¿Qué podía esperar de su hermana mayor, fruto del primer matrimonio de su padre? La misma hermana que siempre había deseado que ella no existiese. No podía esperar recibir amor fraternal a esas alturas. Si no le había demostrado ninguno en los veintisiete años de vida que tenía Sheila, ¿por qué había creído que iba a empezar a hacerlo entonces? Su hermana tenía una vida perfecta, con un marido que era dueño de su propia cadena de televisión en Atlanta y dos maravillosos hijos, y estaba embarazada del tercero.
Y por si la breve y decepcionante conversación telefónica con Lois no hubiese sido bastante, nada más colgar había recibido otra llamada del hospital, para que fuese a trabajar aunque fuese su día libre porque estaban escasos de personal.
Y, por supuesto, como era una enfermera muy entregada, había accedido a ir. Se había olvidado de que había planeado pasarse el día trabajando en el jardín. De todos modos, no tenía vida, ¿qué más daba?
Sheila tomó aire al detenerse en un semáforo. No pudo evitar mirar al hombre que había en el coche deportivo que se había parado a su lado. Solo lo veía de hombros para arriba, pero era muy guapo. Él la miró también, cortándole la respiración. Tenía unas facciones muy atractivas.
Tan atractivas, que Sheila tuvo que parpadear para cerciorarse de que era real. Tenía la piel morena, el pelo negro muy corto, los ojos marrones y la mandíbula fuerte. Y su mente puso aquel rostro en el cuerpo alto, moreno y desnudo que se había imaginado unos segundos antes. A Sheila le entraron ganas de echarse a reír.
Lo vio mover la cabeza y se dio cuenta de que la estaba saludando. Le devolvió el saludo instintivamente. Luego, lo vio sonreír de manera sensual y se obligó a mirar al frente. Y cuando el semáforo se puso en verde, pisó el acelerador. No quería que aquel tipo pensase que quería coquetear con él, por guapo que fuese. Hacía tiempo que había aprendido que no era oro todo lo que relucía. Crawford se lo había demostrado.
Tomó la salida que conducía al hospital y no pudo evitar pensar que no sabía que hubiese hombres tan guapos en Royal, Texas. Aunque no los conociese a todos, se habría fijado en uno así. Al fin y al cabo, Royal era una ciudad bastante pequeña. ¿Y si volvía a encontrárselo?
Nada.
No tenía tiempo ni ganas de tener una relación. Ya las había tenido en el pasado y ninguna había salido bien, por eso se había mudado de Dallas a Royal el año anterior, para empezar de cero. Aunque sabía que cambiar de ciudad era solo parte de la solución. Había llegado a la conclusión de que una mujer no necesitaba estar con un hombre poco recomendable para tener problemas. Las cosas también le podían ir mal estando sola.
Ezekiel Travers rio al ver cómo pisaba el acelerador la atractiva mujer que se había detenido a su lado.
Entonces pensó en su amigo, Bradford Price, al que alguien estaba intentando arruinarle la reputación. De acuerdo con lo que este le había dicho por teléfono un rato antes, el extorsionista había cumplido con su amenaza. Alguien había dejado un bebé en la puerta del Club de Ganaderos de Texas, con una nota que decía que Brad era el padre.
Tomó su teléfono móvil en cuanto se puso a sonar, sabiendo quién lo llamaba antes de responder.
–¿Brad?
–Zeke, ¿dónde estás?
–Llegaré en unos minutos. Y te prometo que voy a llegar al fondo del asunto.
–No sé qué broma de mal gusto me están queriendo gastar, pero te juro que ese bebé no es mío.
Zeke asintió.
–Eso se arreglará con una prueba de paternidad, Brad, así que tranquilízate.
No tenía motivos para no creer a su mejor amigo si este le decía que el niño no era suyo. Brad no le mentiría acerca de algo así. Eran amigos desde que habían compartido habitación mientras estudiaban en la Universidad de Texas. Después de terminar sus estudios, Brad había vuelto a Royal a trabajar en el imperio bancario de su familia.
De hecho, había sido este quien le había sugerido que se fuese a vivir a Royal cuando él le había contado su intención de marcharse de Austin.
Zeke había conseguido una pequeña fortuna y muy buena fama como asesor de seguridad en todo Texas. En esos momentos podía vivir donde quisiera y escoger los casos en los que quería trabajar.
Y también había sido Brad quien lo había puesto en contacto con Darius Franklin, otro detective privado de Royal, que tenía una empresa de seguridad y buscaba un socio. Había animado a Zeke a volar a Royal. Y él se había enamorado a primera vista de la ciudad y se había llevado bien con Darius desde el principio. De eso habían pasado seis meses. Al trasladarse a la ciudad no había imaginado que su primer cliente sería ni más ni menos que su mejor amigo.
–Apuesto a que Abigail está detrás de esto.
La acusación de Brad interrumpió los pensamientos de Zeke. Abigail Langley y Brad estaban disputándose acaloradamente la presidencia del Club de Ganaderos de Texas.
–No tienes ninguna prueba y, hasta el momento, no he conseguido encontrar la relación entre la señorita Langley y esas cartas anónimas que has recibido, Brad, pero te aseguro que si tiene algo que ver con el tema, la descubriré. Ahora, espérame sentado, no tardaré en llegar.
Colgó el teléfono sabiendo que pedirle a Brad que lo esperase sentado era una pérdida de tiempo. Suspiró. Brad había empezado a recibir cartas de chantaje cinco meses antes. Zeke no pudo evitar pensar que si hubiese estado en su mejor momento habría resuelto el caso hacía meses y no habrían abandonado a un niño en el club.
Sabía muy bien lo que era eso. Con treinta y tres años, todavía le dolía haber sido abandonado. Aunque su madre no lo había dejado delante de una puerta, sino con su hermana. Y no había vuelto a aparecer hasta dieciséis años más tarde. Por entonces, él estaba ya en el último año de universidad y su madre solo se había quedado el tiempo suficiente para ver si Zeke tenía alguna oportunidad de jugar en la Liga Nacional de Fútbol Americano.
Intentó no pensar en aquella época tan dolorosa de su vida y concentrarse en el problema que tenía entre manos. Si se suponía que dejar a un bebé en el club, con una nota que decía que el padre era Brad era una broma, no era nada graciosa. Y Zeke pretendía asegurarse de que Brad y él serían los que riesen los últimos al descubrir a la persona responsable de un acto tan vil.
Nada más llegar a la planta del hospital en la que trabajaba, Sheila se dio cuenta de por qué la habían llamado. Había varias enfermeras de baja por enfermedad y las urgencias estaban llenas de pacientes con todo tipo de dolencias, desde aquellos con gripe hasta un hombre que había estado a punto de perder un dedo mientras cortaba un árbol en su jardín. También había un par de afectados por accidentes de tráfico de poca importancia.
Al menos de uno de los accidentes había salido algo bueno. Un hombre le había pedido a su novia que se casase con él, pensando que estaba más grave de lo que lo estaba en realidad. Hasta Sheila tenía que admitir que había sido un momento muy romántico. Algunas mujeres tenían mucha suerte.
–Así que has venido en tu día libre, ¿eh?
Sheila miró a su compañera y sonrió. Jill Lanier también era enfermera, se habían conocido el día que había llegado al Royal Memorial y se habían hecho amigas. Ella se había mudado a Royal sin conocer a nadie allí, aunque no le había importado. Estaba acostumbrada a estar sola. Era la historia de su vida.
Estaba a punto de responder a Jill cuando unos gritos la interrumpieron.
Se giró y vio a dos policías con un bebé llorando. Tanto Jill como ella corrieron a recibirlos.
–¿Qué ocurre, oficiales? –les preguntaron.
Uno de ellos, el que tenía al bebé en brazos, sacudió la cabeza.
–No sabemos por qué llora –comentó frustrado–. Alguien la ha dejado en la puerta del Club de Ganaderos de Texas y nos han dicho que la traigamos aquí.
Sheila sabía que el Club de Ganaderos de Texas había sido fundado por un grupo de hombres que se consideraban protectores de Texas y que entre sus miembros estaban los más ricos del estado. Lo bueno era que el club apoyaba muchas buenas causas en la comunidad. Gracias a él, había una unidad nueva de oncología en el hospital.
Jill tomó al bebé en brazos y este lloró todavía con más fuerza.
–¿En el club? ¿Por qué iba a hacer alguien semejante cosa?
–Quién sabe por qué abandona la gente a sus hijos –dijo uno de los policías.
Parecía contento de haberle pasado al bebé a otra persona. Jill, que era un par de años más joven que Sheila, estaba soltera y no tenía hijos, y lo miró como preguntándole qué se suponía que debía hacer con el bebé.
–Había una nota para los servicios sociales, según la cual Bradford Price es el padre.
Sheila arqueó una ceja. No conocía a Bradford Price en persona, pero había oído hablar de él. Su familia formaba parte de la alta sociedad. Al parecer, había ganado muchos millones con la banca.
–¿Y va a venir alguien de los servicios sociales? –preguntó Sheila en voz alta, para que se la oyera por encima del llanto del bebé.
–Sí. Price dice que el bebé no es suyo. Hay que hacer una prueba de paternidad.
Sheila asintió. Eso tardaría un par de días, incluso una semana.
–¿Y qué se supone que tenemos que hacer con la niña hasta entonces? –preguntó Jill mientras la mecía entre sus brazos, intentando tranquilizarla sin mucho éxito.
–Tenerla aquí –respondió uno de los policías retrocediendo como si fuese a echar a correr–. La trabajadora social viene de camino. La niña no tiene nombre, al menos, que sepamos.
El otro policía, el que había llegado con el bebé en brazos, comentó:
–Lo siento, pero nosotros tenemos que marcharnos. Me ha vomitado encima, así que tengo que pasarme por casa a cambiarme de ropa.
–¿Y el informe policial? –preguntó Sheila cuando ya se alejaban.
–Está terminado y, como he dicho, viene una trabajadora social de camino –repitió el policía.
–No puedo creer que nos la hayan dejado aquí –comentó Jill–. ¿Qué vamos a hacer con ella? Una cosa está clara, tiene unos buenos pulmones.
Sheila sonrió.
–Vamos a seguir el procedimiento y a examinarla. Tal vez llore porque le ocurre algo. Llamemos al doctor Phillips.
–Yo llamaré al doctor Phillips, te toca sujetarla a ti –le dijo Jill, pasándole al bebé antes de que a Sheila le diese tiempo a contestar.
–Eh, eh, cariño, tranquilízate –le dijo a la niña para calmarla.
Salvo cuando había trabajado en la planta de pediatría del hospital, nunca había tenido a un bebé en brazos. Lois tenía dos hijos y estaba embarazada del tercero, pero Sheila solo había visto dos veces a sus sobrinos de cinco y tres años. A su hermana nunca le había parecido bien que su padre se hubiese casado con la madre de Sheila y esta sentía que era ella la que lo estaba pagando. Lois, que era cuatro años mayor que ella, nunca había querido aceptarla. Sheila siempre había tenido la esperanza de que algún día cambiase de actitud, pero, por el momento, no había ocurrido.
Apartó a Lois de su mente y continuó sonriendo al bebé, que la miró con sus bonitos ojos marrones y, de repente, dejó de llorar. De hecho, sonrió y dos hoyuelos aparecieron en sus mejillas.
Sheila no pudo evitar echarse a reír.
–¿De qué te ríes, muñeca? ¿Te parezco graciosa?
La niña volvió a sonreír de oreja a oreja.
–Eres una preciosidad cuando sonríes –continuó ella–. Hasta que sepamos tu nombre, te llamaré Sunnie.
–El doctor Phillips viene de camino y a mí me necesitan en la cuarta planta –le dijo Jill, yendo hacia el ascensor–. ¿Cómo has conseguido que deje de llorar?
Sheila se encogió de hombros y volvió a mirar al bebé, que seguía sonriéndole.
–Supongo que le gusto.
–Eso parece –dijo una voz profunda y masculina a sus espaldas.
Sheila se giró y se encontró con los ojos marrones más bonitos que había visto en un hombre. Unos ojos que no era la primera vez que veía.
Lo reconoció al instante, era el tipo cuyo coche se había detenido al lado del suyo en el semáforo. El hombre que le había sonreído sensualmente antes de que se marchara.
Al parecer, no había servido de nada, ya que volvía a tenerlo allí en persona.
Zeke pensó que era la segunda vez en el día que veía a aquella mujer. Y volvió a pensar que estaba muy bien… aunque fuese en pijama. Tenía el pelo moreno y ondulado, los ojos marrones claros y una exquisita piel color café con leche.
Tenía un cuerpo curvilíneo y era enfermera. Por él, podía tomarle la temperatura cuando y donde quisiese. Incluso en ese momento, porque estaba seguro de que, solo de mirarla, le estaba subiendo.
–¿Puedo ayudarlo?
Zeke parpadeó y tragó saliva.
–Sí, ese bebé que tiene en brazos…
Ella frunció el ceño y se lo apretó contra el pecho.
–Sí, ¿qué pasa con él?
–Quiero saberlo todo de él.
–¿Y quién es usted? –preguntó ella, arqueando una ceja.
Él intentó esbozar una sonrisa encantadora.
–Zeke Travers, investigador privado.
Sheila abrió la boca para hablar, pero una voz masculina se le adelantó.
–¡Zeke Travers! ¡Qué tío! Junto con Brad Price de quarterback y con Chris Richards de receptor, jugasteis la mejor temporada de la Universidad de Texas de la historia. Ese año ganasteis un campeonato nacional. Había oído que estabas en Royal.
Sheila vio acercarse al doctor Warren Phillips y darle un abrazo al otro hombre. Era evidente que se conocían.
–Sí, vine hace seis meses –le respondió Zeke–. Austin me resultaba cada vez más grande, así que decidí mudarme a una ciudad más pequeña. Brad me convenció de que Royal era el mejor lugar. Y yo convencí a Darius Franklin de que necesitaba un socio.
–¿Estás con Darius en Global Securities?
–Sí, y por el momento la cosa marcha bien. Darius es un buen hombre y a mí me gusta mucho la ciudad, cada vez más –le dijo, mirando a Sheila a los ojos.
Ella le mantuvo la mirada.
Hasta que el doctor Phillips se aclaró la garganta, recordándoles que no estaban solos.
–¿Y qué te trae al Royal Memorial, Zeke? –le preguntó el doctor Phillips.
–Ese bebé. Lo han abandonado en la puerta del Club de Ganaderos de Texas con una nota en la dice que Brad es el padre. Pretendo demostrar que no es cierto.
–En ese caso –dijo el doctor–, vamos a examinarlo.
Un rato después, el doctor Phillips se guardaba el estetoscopio y se apoyaba en la mesa.
–Bueno, la niña está sana.
Luego rio y añadió:
–Y es evidente que solo quiere estar con usted, señorita Hopkins.
Sheila se echó a reír mientras miraba a la niña, que volvía a estar en sus brazos.
–Es preciosa. No sé cómo han podido abandonarla.
–Pues ha ocurrido –comentó Zeke.
Ella se estremeció y se giró ligeramente hacia él, que estaba al fondo de la habitación.
–¿Y cómo puede estar tan seguro de que no es hija de Bradford Price, señor Travers? Lo he visto un par de veces y también tiene los ojos castaños.
Él frunció el ceño.
–En este país hay un millón de personas con los ojos marrones, señorita Hopkins.
Era evidente que no le gustaba que se cuestionase esa posibilidad, así que Sheila miró al doctor Phillips.
–¿Ha dicho la asistenta social que ha venido mientras la estaba examinando qué va a ser de Sunnie? –preguntó.
El doctor Phillips arqueó una ceja.
–¿Sunnie?
–Sí –respondió ella sonriendo–. Como no sabemos su nombre, he pensado que Sunnie le iba bien. Mejor que Jane Doe, por ejemplo.
–Estoy de acuerdo –dijo el doctor riendo–. La trabajadora social, la señorita Talbert, está tan sorprendida como todos los demás, sobre todo, porque Brad asegura que el bebé no es suyo.
–No es suyo –intervino Zeke–. Hacía cinco meses que Brad estaba recibiendo anónimos que lo amenazaban con algo así si no pagaba.
Zeke se frotó la nuca.
–Le dije que no hiciese nada mientras yo los investigaba. Sinceramente, no pensé que cumplirían con las amenazas si Brad no pagaba, pero es evidente que me equivocaba –añadió.
Y eso era lo que más lo molestaba, tenía que haber resuelto el caso antes. Y lo que la enfermera Hopkins había comentado era cierto, la niña tenía los ojos del mismo color que los de Brad.
Ya le había preguntado a este si había alguna posibilidad de que la niña fuese suya, teniendo en cuenta su fama de mujeriego, pero Brad le había asegurado que no, que no se había acostado con ninguna mujer en los últimos dieciocho meses. Y según la asistenta social el bebé tenía unos cinco.
–La señorita Talbert quiere esperar a ver los resultados de la prueba de paternidad –añadió el doctor Phillips–. Y yo le he dicho que podemos ocuparnos del bebé hasta entonces.
–¿Aquí?
–Sí, será lo mejor, hasta que tengamos los resultados, si es que a Brad no le importa hacerse la prueba.
–Brad sabe que es lo mejor y cooperará todo lo posible –comentó Zeke.
–Pero no me parece justo que Sunnie tenga que quedarse aquí, en el hospital, estando sana –protestó Sheila–. La señorita Talbert ha dicho que los resultados de la prueba pueden tardar hasta dos semanas en llegar.
Luego miró a Zeke.
–Yo creo que, sea suyo o no, su cliente querrá lo mejor para la niña.
Zeke se cruzó de brazos.
–¿Y qué sugiere, señorita Hopkins? Yo creo que aquí es donde mejor va a estar. Si se la llevan los servicios sociales la pondrán en acogida temporalmente y cuando se demuestre que mi cliente no es el padre, ya no habrá nada más que hacer.
Sheila se mordió el labio inferior. Bajó la vista y miró a la niña. Fuese cual fuese el motivo, la madre de Sunnie no la había querido, y era injusto que la pequeña sufriese por ello. Sabía por experiencia lo que era no ser querida.
–Tengo una idea, enfermera Hopkins, siempre que a usted le parezca bien –dijo el doctor Phillips–. Y que la señorita Talbert esté de acuerdo.
–¿Sí?
–Hace unos años, la esposa de uno de mis colegas, el doctor Webb, se vio en una situación similar a esta antes de casarse. Winona había crecido en acogida y no quiso que a aquel bebé le ocurriese lo mismo. En resumen, que Winona y Webb se casaron y se quedaron con el bebé.
Sheila asintió.
–¿Y qué sugiere?
El doctor Phillips sonrió.
–Que te quedes tú con Sunnie hasta que se resuelva todo. Creo que podré convencer a la señorita Talbert de que es lo mejor para la niña.
–¿Yo? ¡Madre de acogida! No sé nada de bebés.
–No me lo creo. Esa niña solo quiere estar en sus brazos –comentó Zeke–. Además, es enfermera, está acostumbrada a cuidar de la gente. Propongo que el hospital le dé una pequeña excedencia durante el tiempo que tenga que estar cuidando de ella. Mi cliente estará encantado de pagarla por ello.
–Yo creo que es una excelente idea –admitió Warren–. Se la trasladaré al departamento de personal. Lo importante es el bienestar de Sunnie.
Sheila estaba de acuerdo en eso. ¿Pero cómo iba a quedarse ella con la niña?
–¿Cuánto tiempo cree que tendré que ocuparme de ella? –preguntó, mirando a Sunnie, que le estaba sonriendo.
–No más de un par de semanas, como mucho –dijo Zeke–. En cuanto tengamos los resultados de la prueba de paternidad sabremos cómo proceder.
Sheila se mordió el labio inferior, Sunnie le agarró un mechón de pelo y tiró de él, obligándola a mirarla. Entonces supo que tenía que hacerlo. Sunnie necesitaba temporalmente un hogar y ella se lo daría. Era lo menos que podía hacer y, en el fondo, sabía que quería hacerlo. Era la primera vez que sentía que alguien la necesitaba de verdad.
Miró a los ojos a los hombres que estaban esperando su respuesta y tomó aire.
–Está bien. Seré la madre de acogida de Sunnie.
Zeke se quitó la chaqueta, se subió al coche y se quedó mirando la puerta del hospital. Le gustaba que Sheila Hopkins hubiese accedido a quedarse con la niña. Esta estaría bien cuidada mientras él resolvía el caso y limpiaba el nombre de Brad.
Iba a remover cielo y tierra para hacerlo.
También esperaba poder controlar la atracción que sentía por la señorita Hopkins, que era toda una tentación. Estar en un lugar cerrado con ella, incluso con Warren en la misma habitación, había sido una tortura. Era muy guapa, aunque no parecía ser consciente de ello. ¿Por qué? No llevaba alianza y cuando le había preguntado a Warren por ella, en privado, este se había limitado a contarle que era una empleada modélica, digna de confianza e inteligente.