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UNA DE LAS SAGAS FAMILIARES MÁS QUERIDAS DE LA HISTORIA DE LA LITERATURA. Un clásico que sigue conquistando a todas las generaciones de lectores. Traducida a cincuenta idiomas y con más de once millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. «Las recompensas que nos ofrece la Literatura no deben tomarse a la ligera cuando llegan. Y lo escribo con mayúscula porque Jalna es exactamente eso, igual que lo es Tess de los d'Urberville de Thomas Hardy. Es Literatura porque en todas sus páginas pueden encontrarse verdades sobre la fuerza y la debilidad humana». DOROTHY FOSTER GILMAN, Boston Evening Canadá, década de 1920. Los Whiteoak, una extensa familia de origen inglés, reside en Jalna, una magnífica finca en Ontario que debe su nombre a la ciudad de la India donde se conocieron los fundadores del clan, el capitán Philip Whiteoak y su esposa Adeline. Esta, aunque ya viuda y casi centenaria, sigue siendo el centro en torno al cual orbitan todos los hijos y nietos, desde el pequeño Wakefield, infalible a la hora de idear trucos para no estudiar y robar trozos de pastel, hasta el seductor Renny, el nuevo cabeza de familia. La vida en Jalna, enmarcada por la apabullante belleza de la naturaleza canadiense, transcurre pacíficamente hasta que dos nueras recién incorporadas al clan vienen a alterar el perfecto equilibrio: la jovencísima Pheasant —hija ilegítima del vecino, cuya llegada será acogida como un ultraje— y la estadounidense Alayne —quien, por el contrario, conquistará a todos con sus encantos—. Con una prosa elegante y una inigualable mirada irónica, Mazo de la Roche inauguró con Jalna la ya mítica saga de los Whiteoak —dieciséis volúmenes que narran la historia de las sucesivas generaciones de la familia—, que se convirtió desde el momento de su publicación en una de las series más queridas y exitosas de la historia de la literatura del siglo XX.
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Seitenzahl: 565
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Edición en formato digital: abril de 2021
Título original: Jalna
En cubierta: ilustración de © The Artchives/Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Estate of Mazo de la Roche, 1927
© De la traducción, Carlos Jiménez Arribas
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18708-30-5
Conversión a formato digital: María Belloso
La saga de los Whiteoak
I La carrera
II La familia
III Ernest y Sasha
IV Nicholas y Nip
V Piers y su amada
VI Pheasant y Maurice8
VII Piers y Pheasant se casan
VIII Bienvenidos a Jalna
IX Eden y Alayne
X Alayne y la vida
XI Mi amada, la del alba es
XII Bienvenidos de nuevo a Jalna
XIII Jalna de puertas para adentro
XIV Finch
XV Más cosas sobre Finch
XVI «Si el árbol cae al mediodía o al norte, allí quedará»
XVII La carrera del peregrino
XVIII Con viento y lluvia
XIX Una variedad de escenas
XX Los alegres caballeros
XXI Eden y Pheasant
XXII El cumpleaños de Wakefield
XXIII Noche de junio en Jalna
XXIV La fuga de Pheasant
XXV La cabaña del músico escocés
XXVI El cumpleaños de la abuela
A la memoria de mi padre
Wakefield Whiteoak corría que se las pelaba, cada vez más rápido, hasta que ya no pudo más. No sabía por qué había apretado el paso de repente. Ni siquiera por qué corría. Cuando se tiró en el prado, con la cara pegada al césped recién salido esa primavera, olvidó por completo que había estado corriendo, y notó la presión de la mullida hierba contra la mejilla; notó también el corazón, que le latía con fuerza en la caja torácica, y la mente en blanco. No era ni más ni menos feliz que el viento de abril que le recorría, presuroso, el cuerpo; ni que la hierba recién brotada, henchida de vida. Solo sabía que se sentía vivo, joven y con la necesidad acuciante de entregarse al ejercicio vigoroso.
Fijó la vista en la hierba y vio el afán de una hormiga que portaba una mota blanca, a toda prisa entre las tupidas briznas. Clavó un dedo en la tierra, aventurando lo que haría el insecto cuando hallase el camino bloqueado por una alta torre que le impedía el paso. Era de sobra conocido que las hormigas no cejaban nunca en el intento. Quizá fuera dedo arriba y le recorriera la mano. Pero no: antes de rozar el dedo, se desvió y buscó sin demora una vía alternativa. Volvió a interponerse en su camino, pero la hormiga se negaba a subir por el dedo. Insistió. La hormiga no cedía. Acosada e inquieta, sin soltar el pequeño fardo blanco, no consentía que la obligaran a hollar la carne humana mediante engaño o presión. ¡Con las veces que le habían recorrido el cuerpo cuando menos lo había querido! Una vez hasta se le metió una en el oído y casi lo vuelve loco. De sopetón, se sentó con un mohín en la hierba, agarró la hormiga entre el pulgar y el índice y la plantó sin miramientos en el dorso de la mano. La hormiga soltó la carga y no dejó de mover las patas en el aire y retorcerse. Sufría lo indecible, al parecer. La arrojó lejos de sí, con una mezcla de asco y vergüenza. Le acababa de fastidiar el día a la estúpida hormiga. A lo mejor acabaría muriendo.
Se puso a buscarla, frenético. Ni rastro del insecto ni de su carga, pero un petirrojo rompió a cantar, posado en una rama de ciruelo silvestre mecida por el viento. Llenaba el aire de hondas notas muy elaboradas, las lanzaba a la luz radiante del sol, como un puñado de monedas que chocaban entre sí. Wakefield fingió que apuntaba con un rifle imaginario apoyado en el hombro.
—¡Pum! —gritó, pero el petirrojo siguió cantando, como si no hubiera oído ningún disparo.
—Oye, tú —dijo Wakefield, decepcionado—, ¿no ves que estás muerto? Los pájaros muertos no cantan, te lo aseguro.
El petirrojo echó a volar y se posó en la rama cimera de un olmo, y allí cantó todavía más alto, mostrando al mundo lo vivo que estaba. Wakefield se tumbó otra vez y apoyó la cabeza en un brazo. Le llegaba el olor dulce y húmedo de la tierra; notaba en la espalda el golpe cálido del sol. No sabía si la nube blanca y gorda que venía flotando desde el sur habría llegado ya a su altura. Se quedaría allí quieto y contaría hasta cien..., no, hasta cien era demasiado, la mente no aguantaría tanto una mañana como aquella; contaría hasta cincuenta. Luego levantaría la vista, y si la nube estuviera en todo lo alto, pues entonces no sabría qué hacer, pero sería la monda. A lo mejor echaría a todo correr hasta el arroyo y saltaría para cruzarlo, aunque fuera en lo más ancho. Metió una mano en el bolsillo de los pantalones cortos y palpó las canicas nuevas de ágata, sin parar de contarlas. Una somnolencia deliciosa se apoderó de él. El recuerdo del desayuno calentito que se había comido lo llenó de paz. No sabía si lo tenía todavía en el estómago, o ya había pasado a formar parte de la sangre y el músculo. Un desayuno así tenía que ser muy bueno para la salud. Cerró la mano del brazo que tenía estirado debajo de la cabeza, formó un puño para poner a prueba los músculos. Sí, lo notaba fuerte, de eso no había duda. Si seguía comiendo esos desayunos, llegaría el día que no tendría que aguantar bobadas de Finch ni de ninguno de sus hermanos, ni siquiera de Renny. Cabía esperar que Meg siguiera metiéndose con él, pero Meg era chica. A una mujer no se le podía pegar, ni aunque fuera una hermana.
No oyó paso alguno que lo pusiera en guardia. Solo notó que lo atenazaban dos manos de hierro. Sorprendido por la sacudida que le dieron, se halló de pie, delante de su hermano mayor, que lo miraba con cara de pocos amigos. Los dos perdigueros que Renny tenía a sus pies se abalanzaron sobre Wakefield, empezaron a lamerle la cara y casi lo tiran al suelo, de puro contento al ver que era él.
Renny no le soltaba el hombro, y preguntó con insistencia:
—¿Qué haces ganduleando aquí? Tendrías que estar en casa del señor Fennel. ¿Sabes qué horas son? ¿Dónde tienes los libros?
Wakefield quiso zafarse. Hizo caso omiso de las dos primeras preguntas, porque le decía el instinto que la tercera sería menos peliaguda.
—Me los dejé ayer en casa del señor Fennel —dijo en voz baja.
—¿Que te los dejaste en casa del señor Fennel? ¿Y cómo diantre ibas a hacer entonces los deberes?
Wakefield lo estuvo pensando un instante.
—Para la clase de latín, tenía un libro viejo de Finch. El poema ya me lo sabía. La clase de historia iba a ser más de lo mismo, así que me daría tiempo a pensar algo que decir cuando tuviera que hablar de Cromwell. Y claro, el pasaje de las Sagradas Escrituras lo podía sacar de la biblia que tiene Meg en casa —puso el alma en la respuesta, con un brillo de los grandes ojos oscuros—, y justo estaba haciendo las cuentas de memoria cuando tú llegaste. —Miró a su hermano a la cara con toda la intención.
—Todo muy verosímil. —Pero Renny no acababa de tenerlo claro, que era de lo que se trataba—. A ver, Wake, no quiero ser duro contigo, pero tienes que esforzarte más. ¿Tú te crees que le pago al señor Fennel por las clases para que te diviertas? El que estés delicado para ir al colegio no es excusa, y no puedes andar por ahí como un animalillo salvaje, sin nada en la cabeza que no sean las ganas de jugar. ¿Qué tienes en el bolsillo?
—Canicas..., pero solo un puñado, Renny.
—Dámelas.
Renny abrió la mano, y su hermano pequeño sacó las canicas del bolsillo a regañadientes y las puso en la palma abierta. Wakefield no tenía ganas de llorar, no era eso, pero su sentido de lo dramático lo llevó a derramar unas lágrimas cuando le estaba entregando a su hermano aquel tesoro. Era capaz de llorar cuando le venía en gana. Bastaba con cerrar mucho los ojos un momento y decirse una y otra vez: «¡Ay, es terrible, tan terrible!», y le subía el llanto. Pero cuando se le metía en la cabeza no soltar una lágrima, no había maltrato que lo obligara a hacerlo. Ahora, mientras dejaba caer las canicas en la mano de Renny, decía para sí en secreto la fórmula mágica: «¡Ay, es terrible, tan terrible!». Le tembló el pecho con un suspiro, notó el latido en los músculos de la garganta, y enseguida, las lágrimas le corrieron por la mejilla como gotas de lluvia.
Renny se metió las canicas en el bolsillo.
—No me lloriquees. —Pero no lo dijo con mala intención—. Y asegúrate de que no llegas tarde a cenar —añadió, luego siguió con su paseo y llamó a los perros.
Wakefield sacó el pañuelo que su hermana le había metido en el bolsillo, limpio y doblado todavía en un cuadradito, y se enjugó las lágrimas. Vio la figura elevada de Renny en la lejanía, y, después de que su hermano se volviera para mirarlo por encima del hombro, salió al trote en dirección a la casa del cura. Pero ya no corría con la libertad de aquella mañana y volvía a ser un chico de nueve años, esbelto y de piel cetrina; volvía a ser un azogue, con unos ojos grandes de color castaño que no le pegaban a la cara angulosa, vestido de chaqueta de tweed y pantalón corto verde, y medias verdes que dejaban al aire las rodillas morenas.
Cruzó el campo, saltó una valla de listones combados y echó a trotar por la vereda zigzagueante que discurría en paralelo al camino de tierra. Enseguida apareció la fragua entre dos olmos majestuosos, llena de entrañable bullicio. Una oropéndola volaba de un árbol a otro, y, cuando cesaba el ruido metálico del yunque, el ave derramaba la dulce cadencia de su canto. Wakefield se detuvo a la puerta a tomar aliento.
—Buenos días, John —saludó a John Chalk, el herrero, que le recortaba la pezuña a un percherón de patas peludas.
—Buenos días —dijo Chalk, y levantó la vista con una sonrisa, porque Wake y él eran viejos amigos—. Qué día más bueno hace hoy.
—Bueno para el que tenga tiempo de disfrutarlo. A mí me esperan un montón de clases hoy.
—Será que esto que estoy haciendo no es trabajo, según tú, ¿no? —replicó Chalk.
—Bueno, pero es un trabajo bonito. Un trabajo interesante. No como la historia y las reds.
—¿Qué son la «reds»?
—Las redacciones. Tienes que escribir hablando de cosas que no te interesan. Fíjate, el último tema fue «Un paseo primaveral».
—Pues muy difícil no tiene que ser, porque acabas de darte uno.
—Ya, pero eso es distinto. Cuando te sientas a escribir sobre eso, parece una estupidez. Empiezas diciendo: «Salí a pasear una bonita mañana de primavera», luego ya no se te ocurre nada más que escribir.
—¿Por qué no escribes sobre mí?
Wakefield soltó una risita burlona.
—¿Y quién iba a leer nada sobre ti? Esto de las reds es para que lo lean, ¿no comprendes?
Se hizo imposible la conversación por un breve espacio de tiempo, mientras el herrero clavaba la herradura en el casco. Wakefield aspiró el olor delicioso a pezuña quemada que flotaba en el ambiente y que casi se podía cortar.
Chalk dejó caer la pata que había estado herrando y dijo:
—Hubo alguien que escribió un poema sobre un herrero. «Bajo la frondosa rama de un castaño», así empezaba. ¿Lo has leído? Seguro que lo escribió para que lo leyeran, ¿eh?
—Huy, ya sé qué poema es. Una memez como la copa de un pino. Además, no era un herrero como tú. No se emborrachaba y le ponía el ojo morado a su mujer, ni pegaba a sus hijos...
—¡Oye, tú! —lo interrumpió Chalk, muy alterado—. Sin ofender, mira que te tiro el martillo.
Wakefield dio un paso atrás, pero dijo, cargado de razón:
—Ahí lo tienes. Eso demuestra que lo que digo es cierto. No eres el tipo de herrero sobre el que se pueden escribir poemas o redacciones. Tú no eres bello, y el señor Fennel dice que hay que escribir sobre cosas bellas.
—Vale, bello no seré, eso es verdad —reconoció Chalk a regañadientes—. Pero no soy tan malo como me pintas.
—¿Y cómo te pinto? —Wakefield asumió la misma agudeza de maestro de escuela que tenía el señor Fennel.
—Como si no se pudiera escribir sobre mí.
—Vale, pues entonces, imagínate que escribo lo que sé de ti, Chalk, y se lo entrego en una redacción al señor Fennel. ¿Te gustaría?
—¡Lo que me gustaría es tirarte el martillo como no te esfumes! —exclamó Chalk, que empujaba el corpachón de la yegua para sacarla afuera.
Wakefield esquivó con agilidad el gran flanco moteado que se le venía encima, luego echó a andar, todo digno, y llegó al punto en el que el camino desembocaba en una calle improvisada. Se había quitado un peso de encima, iba liviano y etéreo. Al llegar a la altura de una casita con su valla de listones de madera, vio a una niña de seis años sentada en precario equilibrio en lo alto de la puerta.
—¡Oye, Wakefield! —chilló, jubilosa—. Anda, ven y colúmpiame. ¡Colúmpiame!
—Pues nada, amiguita. —Wakefield accedió al ruego con alegría—. Columpiada serás, ad infinitum. Verbum sapienti.
Zarandeó la puerta, y la niña se reía al principio, luego empezó a chillar, y al final acabó dando entrecortados sollozos, porque la columpiaba cada vez más rápido, y ella apenas si se sostenía en lo alto, pegada como una lapa a la madera.
Se abrió la puerta de la casa, y salió la madre.
—¡Déjala en paz, niño malo! —gritó y corrió a socorrer a su hija—. ¡A ver si vas a ir a tu hermano!
—¿A cuál de ellos? —preguntó Wakefield y se apartó de la valla—. ¿No ve que tengo cuatro?
—¿A cuál va a ser? Pues al mayor, a quién si no: el señor Whiteoak, dueño de esta casa.
Wakefield pasó a las confidencias en ese punto.
—Señora Wigle, yo que usted, no lo haría. A Renny le fastidia horrores tener que castigarme; como estoy débil del corazón, por eso no puedo ir al colegio. Y me tendrá que castigar si se lo dice usted, claro, aunque fue Muriel la que me pidió que la columpiara, y jamás lo habría hecho si no hubiera creído que sabía columpiarse, según me pareció cuando pasaba. Además, a lo mejor a Rennie no le haría gracia saber que Muriel estaba destrozando la puerta al columpiarse en ella, y puede que le subiera a usted el alquiler. Es un hombre muy suyo, de los que se vuelven contra uno cuando menos se lo espera.
La señora Wigle quedó sorprendida.
—Está bien —dijo, dándole golpecitos en la espalda a Muriel, que no paraba de hipar y sollozar en el delantal de su madre—. Pero a ver si me arregla el tejado, que gotea a todo meter en el mejor cuarto de la casa cada vez que llueve.
—Se lo diré. Me encargaré de que lo arreglen inmediatamente. Confíe en mí, señora Wigle. —Siguió camino, con la pose muy digna y la espalda derecha.
Ya veía la iglesia, encima de un altozano poblado de cedros: la amenaza de la torre cuadrada se alzaba contra el cielo como una almena. La había construido su abuelo, hacía setenta y cinco años. El abuelo, su padre y su madre dormían en el vecino camposanto. Detrás de la iglesia, oculta por su mole, estaba la casa del cura, adonde acudía a recibir las clases.
Fue arrastrando los pies a partir de ahí. Tenía delante la tienda de la señora Brawn, que vendía dulces, pero también bebidas, bollos, empanadas y bocadillos. No era más que el salón de su casa, provisto de estanterías y una caja, y la mercancía estaba dispuesta en una mesa al lado de la ventana. Se sintió débil, sin fuerza. Llevaba la lengua pegada al cielo del paladar, de la sed que tenía. Notaba el estómago vacío, y estaba un poco mareado. En pocas palabras: no había nadie sobre la faz de la tierra a quien le hiciera más falta un refrigerio; ni nadie que tuviera menos posibles para procurárselo. Pasó revista al contenido de los bolsillos; y aunque llevaba cosas de gran valor en ellos, no tenía ni un centavo en metálico, lo único que le interesaba a la señora Brawn. Le vio la cara colorada al otro lado del cristal, y sonrió para ganársela, porque debía trece centavos y no sabía si sería capaz de pagárselo algún día. La mujer salió a la puerta.
—Y bien, joven, ¿qué hay de ese dinero que usted me debe? —Lo dijo con un tono muy cortante.
—Ay, señora Brawn, es que no me encuentro muy bien hoy. Me pasa a veces. Seguro que ya le han dicho que tengo estos ataques. ¿Haría el favor de sacarme una botella de refresco de limón? Y para pagarla, pues... —Se pasó la mano por la frente y siguió diciendo, con voz entrecortada—: Creo que no tenía que haber salido de casa sin la gorra, ¿verdad? ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, lo de pagarle a usted. Pues verá, se acerca mi cumpleaños y la familia me hará regalos en forma de dinero. Qué más me va a dar entonces trece que dieciocho centavos. Ni siquiera un dólar será gran cosa para mí.
—¿En qué cae tu cumpleaños? —La señora Brawn iba dando su brazo a torcer.
Wakefield volvió a pasar la mano por la frente, luego la apoyó en el estómago, donde creía que tenía el corazón.
—Pues no estoy seguro del todo, porque hay tantos cumpleaños en la familia que me confundo. No me aclaro, con todos los años que van de la abuela a mí, y los que hay entre medias, pero sé que es pronto. —Según hablaba, se metió en la tienda y apoyó una mano en el mostrador—. Un refresco de limón, haga el favor, y dos pajitas —dijo con un hilo de voz.
Lo invadió la paz cuando la señora Brawn sacó la botella, la abrió y la puso delante de él con las pajitas.
—¿Qué tal está la anciana señora? —quiso saber.
—Está bien, gracias. Esperamos que llegue a los cien. Y bien que se esmera ella, que quiere ver cómo lo celebramos. Con una fiesta, y una hoguera como Dios manda, y fuegos artificiales. Dice que sentiría perdérselo, aunque, claro, no habrá fiesta si está muerta, y uno no se puede perder lo que nunca ha pasado, ¿verdad?, ni aunque sea su propia fiesta de cumpleaños.
—Tienes un piquito de oro. —La señora Brawn lo miraba, presa de la admiración.
—Es cierto —asintió él, con no poca modestia—. No me queda otra, siendo el más pequeño en una casa tan grande. La abuela y yo hablamos mucho; ella, desde una punta de la familia, y yo, desde la otra. ¿Sabe usted?, es que nos damos cuenta de que puede que no vivamos ya muchos más años, así que le sacamos el máximo partido a lo que cae en nuestras manos.
—Huy, Dios, no hables así, que no te va a pasar nada. —Abrió mucho los ojos, con la candidez del que se hace cargo—. Tú no te preocupes, cariño.
—No, si no me preocupo, señora Brawn, es mi hermana la que se preocupa por todos. Le está costando mucho criarme, y todavía no estoy criado del todo, claro. —Esbozó una sonrisa triste, y luego volcó la cabecita oscura sobre la botella, para extasiarse con una chupada.
La señora Brawn desapareció en la cocina, detrás de la tienda. Salía mucho calor de dentro, sumado al tentador aroma de los pasteles en el horno, y ruido de voces de mujer. ¡Qué bien se lo pasaban las mujeres! Sobre todo, la señora Brawn, con la cara colorada. Horneaba los pasteles que quería y vendía los que no podía comerse, y se los pagaban. Ojalá pudiera él comerse un pastel. ¡Un pastelito caliente, solo eso!
Sorbió la deliciosa bebida con las pajitas y paseó por el mostrador los ojos, grandes y luminosos. Vio cerca una bandeja con paquetes de chicles. Tenía prohibida la goma de mascar, pero le entraron ganas de llevarse uno a la boca, notar esa primera sensación, cuando se le llenaba la garganta del jugo espeso, dulce y aromático, hasta atragantarse casi. Sin darse cuenta, o eso le pareció, tomó un paquete de la bandeja, lo llevó al bolsillo y siguió chupando, solo que con los ojos cerrados, bien prietos.
Cuando la señora Brawn volvió, traía dos bollitos en un plato y se los puso delante.
—Pensé que te gustaría probarlos recién salidos del horno. Pero son un regalo. No te los apuntaré en la cuenta.
Casi se quedó sin palabras, de lo agradecido que estaba.
—Huy, gracias, gracias. —Fue lo único que acertó a decir al principio—. Pero ¡qué pena! Si ya me he bebido todo el refresco, y tendré que comerme los bollos a secas; a no ser que compre una botella de otra cosa, claro está. —Buscó con la mirada en las baldas—. Me parece que ahora tomaré un ginger-ale, gracias, señora Brawn. Y me vale con estas pajitas.
—Muy bien. —Y la señora Brawn abrió otra botella y la plantó delante de él.
Los bollos estaban crujientes por fuera, y venía cada uno relleno de unas seis uvas pasas, muy jugosas. ¡Ay, qué delicia!
Salió de la tienda sin apresurar el paso y fue subiendo los escalones que llevaban a la iglesia. Por el camino, repasaba los temas que entraban para la clase de hoy. ¿De qué humor hallaría al señor Fennel?, pensó. Porque solía estar, o bien despierto y quisquilloso, o distraído y soñoliento. En fin, tuviera el humor que tuviera, ahora ya estaba a su merced, apocado, desvalido, él solo.
Atravesó al trote la sombra que daba la iglesia, pasó entre las lápidas, y dudó un momento delante de la verja de hierro que circundaba el panteón familiar. Posó los ojos en el pedestal de granito que tenía grabado el apellido «Whiteoak»; luego acarició con la mirada triste la pequeña lápida que decía «Mary Whiteoak, esposa de Philip Whiteoak». Era la tumba de su madre. Allí estaba enterrado también el abuelo; y lo estaban igualmente su padre, la primera mujer de su padre, madre de Renny y Meg, y varios Whiteoak muertos en la tierna infancia. Siempre le había gustado aquel trozo de tierra, la valla de hierro tan bonita y las pequeñas bolas del mismo metal que colgaban de ella. Ojalá pudiera quedarse allí a jugar toda la mañana. Tendría que traer un ramo grande de los ranúnculos amarillos que había visto el día anterior en la ribera del río, como franjas de oro, para ponerlos en la tumba de su madre. Quizá dejaría unos pocos también en la tumba de la madre de Renny y Meg; pero ni que decir tiene que a los hombres no les pondría ninguno, porque no sabrían apreciarlos. Tampoco a los niños, solo a «Gwynneth, muerta a los cinco meses», porque le gustaba el nombre.
Se había dado cuenta de que, cuando Meg traía flores al cementerio, le ponía siempre las mejores a su madre, «Margaret», y dejaba el ramo más pequeño y deslucido para «Mary», que era la madre de Wakefield, Eden, Piers y Finch. Pues él haría lo mismo. Habría flores para Margaret, pero peores, aunque no estuvieran marchitas ni nada parecido, solo las que fueran más pequeñas y no tan bonitas.
El cura tenía una casa de beatífico aspecto, con las suaves y alargadas líneas del tejado, y un hastial terminado en pico. La puerta estaba abierta. No hacía falta llamar, así que entró sin hacer ruido, y puso cara de niño dócil y atento nada más verse dentro. La biblioteca estaba vacía. Sus libros lo esperaban en el pequeño pupitre que solía ocupar en un rincón. Fue con paso indeciso por la gastada alfombra, tomó asiento en su silla de siempre y hundió la cara entre las manos. El reloj de pie marcaba los segundos con ritmo monocorde, decía: «Wake-field – Wake-field – Wake – Wake – Wake – Wake...». Luego, de manera extraña: «Duerme – duerme – duerme – duerme...».
Notó la opresión del olor a libro viejo y muebles mal ventilados. Del jardín, llegaba el golpe seco de una azada. El señor Fennel estaba sembrando patatas. Wakefield se iba quedando dormido, con la cabeza cada vez más cerca de la mesa del pupitre, hasta que cayó en un plácido sueño.
Lo despertó el señor Fennel, que entraba de manera abrupta y se mostraba un tanto perplejo, muy compungido.
—Ay, muchachito —acertó a decir—. Me temo que te he hecho esperar. Es que tenía que sembrar las patatas antes de la luna llena. Supersticiones, ya sabes, pero en fin... A ver, ¿qué tenías hoy de latín?
El reloj zumbó, dio las doce.
El señor Fennel fue adonde estaba el chico y agachó la cabeza.
—¿Has avanzado mucho esta mañana? —Tenía la vista puesta en el libro de latín que había abierto Wakefield.
—Lo que he podido, gracias, teniendo en cuenta que estaba solo. —Lo dijo con tono amable pero digno, y cierto deje de reproche.
El señor Fennel acercó más la cara a la página.
—Esto... A ver: Etsi in his locis, maturae sunt hiemes...
—Señor Fennel —lo interrumpió Wakefield.
—Sí, Wake. —Le metió al chico encima la desaliñada barba, de la que colgaba una brizna de paja.
—Renny me ha dicho que le pregunte si me podría dejar salir hoy a las doce en punto. Es que ayer llegué tarde a comer, con lo que se disgustó la abuela, y a su edad...
—Claro, claro. Ya te puedes ir. Porque está fatal eso de disgustar a nuestra querida señora Whiteoak. No puede volver a pasar. Tenemos que apurarnos, pues, Wakefield, tú y yo, los dos. Venga, vete corriendo, y yo volveré a mis patatas. —Le mandó a toda velocidad los deberes para el día siguiente.
—No sé si Tom (el hijo del señor Fennel) —dijo Wakefield— podría llevarme los libros a casa, cuando saque el caballo y el carro luego por la tarde. Es que, ¿sabe?, me harán falta los dos diccionarios y el atlas. Pesan mucho, y como voy tarde ya, tendré que volver corriendo todo el camino.
Salió al brillo radiante del mediodía, raudo como el viento, acordado ya el transporte de los libros, con el cerebro liberado de sus deberes para con Julio César y Oliver Cromwell; y, en el cuerpo, el refrigerio de dos bollos y dos refrescos, listo para volver a entregarse a lo placentero del ejercicio físico.
Volvió por donde había venido, y solo se detuvo para cederle el paso a una cerda inoportuna que invadió el camino, hastiada de la cerca en la que la tenían presa. Fueron juntos al trote un tramo, a pasito vivo y elegante, y al separarse, allí donde el animal vio la puerta abierta de un jardín por el que se sintió atraída, no dejó de volver la cabeza y lanzarle una pícara mirada de gratitud.
¡La gloria, la gloria de estar vivo! Al llegar al campo que atravesaba el arroyo, la brisa se había vuelto un viento que le revolvía el pelo y le pasaba los dientes al correr. No hacía falta más compañero de juegos, nadie como el viento para echar una carrera, soplar las nubes para solaz suyo, sacudir las flores del ciruelo salvaje como un asperje.
Mecía los brazos al correr, uno primero y luego el otro, como un nadador; salía disparado en fintas repentinas, esquivaba el aire cual caballo juguetón: ora entornaba los ojos con fiereza; ora le subía a la cara una expresión en blanco, de cordero en pleno brinco.
La carrera era errática, y, nada más pasar por el agujero de siempre en el seto de cedro, al ganar el crecido césped, lo pudo el miedo de llegar tarde a la comida. Entró sin hacer ruido y oyó ruido de platos y voces en el comedor.
Ya había empezado todo el mundo a comer, no faltaba ninguno de los adultos, cuando el más pequeño de todos (¡menudo holgazán, mentiroso, gandul y ladronzuelo!) apareció en el vano de la puerta.
Muy nutrida estaba la mesa, y hablaban todos a la vez, a cada cual más alto. Aunque sin perder bocado al hablar, por mucho humo que echara la comida, de lo caliente que estaba: iban y venían los platos, chocaban entre sí los cubiertos; y, a veces, al que hablaba no se lo entendía hasta que no había regado la comida que le impedía el habla con un trago de té. Nadie prestó atención a Wakefield, que ocupó el sitio de siempre, a la derecha de su hermanastra Meg. Se sentaba ahí desde que empezó a comer con los mayores, primero en una trona, luego, según fue creciendo, aupado a un tomo de La poesía británica, una antología que no leía nadie en la familia y que pasó a ser «el libro de Wakefield», desde el primer día que se lo pusieron debajo. A decir verdad, ya no le hacían falta esos centímetros de más para manejarse bien con el cuchillo y el tenedor, pero le había cogido costumbre, y que un Whiteoak se acostumbrara a algo equivalía a decir que se aferraba a ello con tenaz contumacia. Le gustaba notar la tapa dura debajo, aunque a veces, después de sentir en carne propia la correa de Renny o la zapatilla de Meg, habría preferido que La poesía estuviera acolchada.
—¡Quiero comer! —Levantó la voz, con un tono muy distinto al que había empleado con la señora Brawn, la señora Wigle y el cura—. ¡Hagan el favor de darme de comer!
—A callar. —Meg le quitó el tenedor que esgrimía en el aire—. Renny, anda, dale carne a este niño. Ya sabes que el gordo no se lo come. Solo la carne magra.
—Habría que obligarlo a que se comiera el gordo. Es bueno para la salud. —Renny trinchó unos trozos de carne y añadió una tira de gordo.
Habló la abuela, con un hilo de voz, con la comida en la boca.
—Haced que se coma el gordo, que es bueno. Los niños están muy mimados hoy día. Dadle solo el gordo. Yo me como el gordo y voy para los cien.
Wakefield la fusiló con la mirada desde el otro lado de la mesa.
—El gordo no me lo voy a comer; yo no quiero llegar a cien años.
La abuela soltó una carcajada, complacida con su nieto.
—No temas, cariño, que no llegarás. Aquí solo yo llegaré a los cien. Noventa y nueve ya, y no me pierdo ni una comida. Ponme un poco de salsa, Renny, en este pedazo de pan. Anda, un poquito de salsa.
Sostenía el plato en alto, con un fuerte temblor de manos. El tío Nicholas, su hijo mayor, sentado al lado de ella, tomó el plato y se lo pasó a Renny, que inclinó la bandeja de la carne para que el jugo rojizo colmara uno de los extremos. Puso dos cucharadas de salsa en el pedazo de pan.
—Más, más —ordenaba la abuela, y Renny echó una cucharada más.
—Ya vale, ya vale —refunfuñó Nicholas.
Wakefield la veía comer, cautivado. La abuela tenía dentadura postiza, puede que la más perfecta y eficaz que se hubiera hecho nunca. Cayera lo que cayera entre ambas hileras de dientes, era molido sin remedio para alimento de aquella vitalidad inagotable. Y así había sido muchos de sus noventa y nueve años. Mientras miraba a la abuela, el nieto no tocó su plato, en el que Meg había ido poniendo montoncitos apetitosos de puré de patata y trozos de nabo.
—Deja de mirar —lo reprendió Meg, con un susurro en la voz— y come.
—Vale, pero quítame un poco de gordo —susurró él a su vez, ladeando la cabeza.
Su hermana lo llevó a su plato.
Volvió la conversación por los derroteros de antes. ¿De qué estaban hablando?, se preguntaba Wake, sin prestar demasiada atención, mucho más interesado en la comida que tenía delante. Le pasaban las frases por alto, había como un choque de palabras encima de su cabeza. Puede que no fuera más que alguno de los debates que los llevaban a hablar horas enteras: qué convenía sembrar ese año; los planes futuros para Finch, que iba al colegio en el pueblo; saber cuál de los tres hijos varones de la abuela había echado más a perder su vida: Nicholas, sentado a la izquierda de ella, que de joven despilfarró el patrimonio con una vida licenciosa; Ernest, a la derecha de la abuela, arruinado por dudosas inversiones y los pagarés extendidos a sus hermanos y a sus amigos; o Philip, enterrado en el cementerio, casado en segundas nupcias (¡con quien yacía debajo de él en el panteón familiar!), que había engendrado a Eden, Piers, Finch y Wakefield, sumados sin venir a cuento a las grandes cargas de la familia.
El comedor era una sala muy amplia, llena de muebles macizos que habrían hecho sombra y deprimido a una familia más floja. El aparador y los armarios se alzaban, imponentes, hasta el techo. Las cornisas relucían majestuosamente en lo más alto. Había postigos por dentro de las ventanas, y cortinajes de terciopelo amarillo, atados a los vanos con gruesos cordones, acabados en borlas de madera, con motivos labrados de figuras humanas, como en un arca de Noé. Todo para cerrar a cal y canto el mundo de los Whiteoak, donde discutían, comían, bebían y se entregaba cada uno a sus caprichos.
La superficie de las paredes que quedaba libre de muebles estaba ocupada por los retratos de la familia, pintados al óleo, con gruesos marcos, salvedad hecha del suplemento navideño de una revista inglesa, en llamativos tonos, con el marco de terciopelo rojo que le había puesto la madre de Renny y Meg, cuando era joven y estaba por desposarse.
El más importante era el del capitán Philip Whiteoak, luciendo el uniforme de oficial británico. Era el abuelo, quien, de haber vivido todavía, pasaría de los cien años, ya que era mayor que la abuela. Mostraba el retrato a un caballero de piel clara y bien proporcionadas formas, con el pelo ondulado de color castaño, vivos ojos azules y una boca dulce y decidida.
Estuvo destinado en Jalna, en la India, donde conoció a Adeline Court, buena moza, llegada de Irlanda para visitar a una hermana casada. La señorita Court era guapa y de buena familia —mejor incluso que la del capitán, y bien que se encargaba ella de recordárselo—, y además, gozaba para su uso exclusivo de una pequeña fortuna que le dejara una tía abuela soltera, hija de un noble. Se enamoraron perdidamente uno del otro: ella, de la boca dulce y decidida de él; y él, de la esbelta y grácil figura de ella, realzada por los amplios miriñaques, del tupido pelo rojo «en cascada» y, sobre todo, de los apasionados ojos de color cobrizo.
Contrajeron matrimonio en Bombay, en 1848, año de extendida zozobra prácticamente en todo el mundo. Poca zozobra vivieron ellos entonces, aunque habrían de tenerla a manos llenas con el tiempo, cuando la boca de él viró decididamente de la dulzura a la contumacia, y el mal genio extinguió la ternura y la pasión en los ojos de ella. Hacían la pareja más guapa y radiante del destacamento. Si una reunión en sociedad no contaba con su presencia, se volvía un muermo.
Estaban dotados de agudeza y elegancia, y de más dinero que ninguno de los otros jóvenes y militares destinados en Jalna. Todo iba bien hasta que les nació una niña de delicada salud, no deseada por una pareja entregada a sus placeres. El llanto infantil trajo un torrente de achaques a la joven madre, quien, pese al empeño de los médicos y una aburrida temporada en las montañas, parecía condenada a la invalidez. Por aquella misma época, el capitán Whiteoak tuvo una acalorada discusión con el coronel, y era como si todo su mundo, doméstico y militar, sucumbiera bajo el efecto de algún embrujo.
El destino, al parecer, movió los hilos para llevar a los Whiteoak a Canadá. Y fue que, justo cuando el médico insistía en que su esposa solo recobraría la salud si vivía un tiempo en clima frío y vigorizante, al marido le llegó noticia de que había muerto un tío suyo destinado en la plaza militar de Quebec, dejándolo en posesión de muchas tierras.
Philip y Adeline decidieron a la vez —y, aparte del matrimonio, fue la única decisión de empaque a la que llegaron sin tirarse los trastos a la cabeza— que estaban hasta el moño de la India, de la vida militar, de hacerle la pelota a sus superiores, tan bobos y coléricos, y de recibir visitas de un grupo de gente de clase media, con sus cotilleos y miras estrechas. Estaban hechos los dos para una vida más libre y menos convencional. De repente, el alma impetuosa que habitaba en ellos tuvo ansias de Quebec. En sus cartas, el tío de Philip se había deshecho en elogios de las bondades de Quebec, de cuán deseable era como sitio de residencia, de lo libres que estaban de las angostas convenciones imperantes en el Viejo Mundo, sumado a la suerte de vivir con el legado de los franceses.
El capitán Whiteoak no tenía demasiado buena opinión de los franceses —había nacido el año de Waterloo, y allí perdió a su padre—, pero le gustaron las descripciones de Quebec, y al hallarse en posesión de tierras, con una herencia en metálico, pensó que nada mejor que irse a vivir allí, al menos, por un tiempo. Se veía a sí mismo en encantadora estampa: del brazo de su Adeline, paseando por la orilla del río después de salir de misa los domingos, sin necesidad de llevar un uniforme incómodo, embutido en primorosos pantalones, con abrigo de doble solapa y reluciente sombrero de copa, todo encargado en Londres; mientras su Adeline flotaba literalmente rodeada de encajes, frunces y velos de vistosos tintes. También se veía en compañía de bellas jóvenes francesas cuando Adeline tuviera un segundo y posible parto; aunque, para ser justos con él, no imaginaba nada que fuera más allá de tener entre las suyas unas manitas aterciopeladas y mirar, arrobado, unos ojos enmarcados en ribetes oscuros.
Vendió la comisión y embarcaron los dos, rumbo a Inglaterra, con la bebé de delicada salud y una aya nativa. No recibieron una bienvenida muy calurosa por parte de los pocos parientes que tenían en Inglaterra, así que la estancia fue breve, y se los vio, en todo momento, orgullosos y de buen ánimo. Eso sí, les dio tiempo a que un artista de primera pintara sus retratos: él, con el uniforme que estaba a punto de echar a un lado; ella, de largo, luciendo escote, vestido amarillo y camelias en el pelo.
Con los dos retratos en el arsenal, más el mobiliario de taracea en caoba —porque no podían bajar de nivel social en la nueva colonia—, sacaron pasaje los dos en un velero transatlántico. Pasaron dos meses de pesadilla, enfrentados a nieblas y tormentas, a icebergs incluso, antes de vislumbrar las almenas de Quebec. El aya murió en el barco, y hubo de ser enterrada en alta mar: su forma oscura se sumió mansamente en las frías aguas occidentales. Quedaron los primerizos padres al cargo de la niñita, sin ayuda de nadie. La propia Adeline cayó enferma y estuvo al borde de la muerte. El capitán Whiteoak hubiera preferido salir en expedición de castigo contra una tribu rebelde en las montañas antes que vérselas con los chillidos del bebé. Sudaba y blasfemaba, mientras el barco se retorcía como si lo estuvieran torturando, su mujer hacía ruidos que jamás imaginó podrían salir de aquella boca, y él arropaba como podía con un abrigo de piel de cerdo las piernecitas escocidas que no paraban de retorcerse. Al final le clavó sin querer un alfiler, y cuando vio salir la sangre de la diminuta herida, no pudo más: llevó la niña a la bodega y la depositó en el regazo de una pobre escocesa que ya tenía cinco hijos a su cargo, ordenándole que cuidara de la suya lo mejor que Dios le diera a entender. La cuidó muy bien, dejando a un lado a sus robustos rapaces, y el capitán la compensó económicamente por ello. Aclaró el temporal, y entraron en Quebec con buena mar y tiempo espléndido, una mañana de mayo.
Pero solo vivieron un año en la ciudad. La casa daba directamente a la Rue St. Louis: un edificio de la época francesa, oscuro, frío y triste, lleno de fantasmas del pasado. Era omnipresente el tañido de las campanas; Philip descubrió que Adeline iba en secreto a veces a aquellas iglesias y empezó a temer que la ganaran para la fe católica. Igual que su estancia en Londres se vio reducida al tiempo que tardaron en pintarles los retratos, en Quebec estuvieron lo justo para tener un hijo varón. Nació fuerte y sano, a diferencia de la pequeña Augusta. Lo llamaron Nicholas, en honor del tío que le había dejado a Philip la herencia (y había alcanzado él mismo ya el grado de «tío Nicholas», el que se sentaba a la derecha de su madre cuando Wakefield entró en el comedor).
Hacía mucha corriente en aquella casa y tenían que vivir con dos niños pequeños; la salud de Adeline era motivo constante de preocupación; había demasiados franceses en Quebec para el gusto de un caballero inglés; y en invierno, se rozaba la escalofriante temperatura de veinte grados bajo cero, así que los Whiteoak se vieron impelidos a buscar un sitio para vivir que fuera más de su agrado.
El capitán Whiteoak tenía un amigo, coronel retirado del Ejército británico en la India, que ya se había instalado en la fértil costa meridional de Ontario. «Aquí —escribió— no hace tanto frío en invierno. Nieva poco, y la tierra da grano y fruto sin tasa en los veranos dadivosos. Se va creando una pequeña y grata población de familias muy respetables. Mi querido Whiteoak: a su talentosa dama y a usted se los acogería aquí como se merecen».
Se deshicieron de la casa de Quebec. Los muebles de caoba, los retratos, los dos niños y su aya fueron transportados de una u otra forma a la provincia en cuestión. El coronel Vaughan, que así se llamaba el amigo, los acogió en su casa el año casi entero que se tardó en construir la suya propia.
Philip Whiteoak le compró al gobierno mil acres de rica tierra, atravesada por una hondonada con un río truchero en el fondo. Se desbrozó algo del terreno, pero la mayor parte presentaba la grandeza virgen del bosque primigenio. Altos pinos, tupidos hasta lo inimaginable, tuyas, piceas, abetos, con un salpicado de robles, carpes y olmos formaban un santuario para innúmeras aves canoras, torcaces, perdices y codornices. Abundaban los conejos, los zorros y los erizos. Esbeltos abedules plateados coronaban los perfiles de la hondonada; en las riberas, crecían cedros y zumaques, y al borde mismo del arroyo, había una maraña fragante que albergaba ratas de agua, visones, mapaches y garzas reales.
La mano de obra era barata. Se contrató a un pequeño ejército de hombres para darle al bosque la apariencia de un jardín inglés y construir una casa que dejara atrás a todas las del condado. Una vez acabada, decorada y amueblada, era la maravilla de la zona: de planta redonda y ladrillo rojo, tenía un amplio porche de piedra, un sótano de techos altos cavado en la tierra que albergaba las cocinas y los cuartos del servicio, un salón inmenso, su biblioteca (así llamada, aunque era más bien una sala de estar, porque había pocos libros), un comedor y un dormitorio en la planta baja, y seis grandes en la primera planta, coronados por un ático largo y de techos bajos, dividido en dos dependencias. Las puertas y el revestimiento eran de nogal. El humo salía por cinco chimeneas de elaborados tiros y buscaba las copas de los árboles.
En un arranque de romanticismo, Philip y Adeline le pusieron el nombre de Jalna a la casa, recuerdo del destacamento militar en el que se conocieron. A todo el mundo le pareció un nombre bonito, y Jalna se convirtió en un primor de sitio. Lo rodeaba una atmósfera de bienestar que se impregnaba a todas las cosas. Los Whiteoak eran tan felices como pudiera serlo criatura humana, al abrigo de las arracimadas chimeneas, en mitad de un parque sin pretensiones, con su corto caminito en curva hasta la carretera, y los miles de acres extendidos a sus pies como un manto verde. Sintieron que por fin habían cortado amarras con su país de origen, aunque mandaran a los hijos al colegio a Inglaterra.
Les nacieron dos varones en Jalna. A uno lo llamaron Ernest porque a Adeline, justo antes del parto, le había encantado la historia de Ernest Maltravers. Al otro, le pusieron Philip, en honor al padre. Nicholas, el mayor, se casó en Inglaterra, pero el matrimonio fue corto y turbulento, la mujer lo dejó por un oficial irlandés, y él volvió a Canadá, sin querer saber más de ella. Ernest se quedó soltero, entregado al estudio de Shakespeare con devoción casi monástica, y a cuidarse, porque tuvo siempre mala salud. Philip, el pequeño, se casó dos veces. La primera, con la hija de un médico escocés establecido cerca de Jalna que había traído a su futuro yerno al mundo. De ese matrimonio nacieron Meg y Renny. La segunda mujer fue la joven y bella institutriz de sus dos hijos, huérfanos de madre desde pequeños. La familia la trató con frialdad, tuvo cuatro vástagos y murió al dar a luz a Wakefield. Eden, el mayor de ellos, tenía ya veintitrés años; Piers, veinte; Finch, diecisiete, y el pequeño Wake contaba con nueve años de edad.
Philip hijo había sido siempre el favorito del padre, y cuando el capitán murió, fue a Philip a quien le dejó Jalna y sus terrenos, que ya no se contaban por millares, ¡ay!, pues hubo que vender la tierra para pagar el despilfarro de Nicholas y la estúpida credulidad de Ernest, con su manía de hacerse cargo de los pagarés de otros. Ya se había gastado cada uno su parte, «y con creces, válgame Dios», ponía el grito en el cielo el capitán Whiteoak.
El buen hombre nunca sintió mucho afecto por su hija, Augusta. Puede que no le perdonara nunca lo mal que se lo hizo pasar en el viaje de Inglaterra a Canadá. Mas, si quererla, nunca la quiso, tampoco tuvo que preocuparse mucho por ella. Se casó joven, con un anodino muchacho inglés, Edwin Buckley, que los sorprendió a todos cuando heredó una baronía a la muerte repentina de un tío y un primo.
Y si el padre de Augusta no había podido perdonarle nunca que tuviera que cambiarle los pañales en aquel viaje memorable, mucho más le costó perdonarla a la madre, ¡al ver que su hija alcanzaba una posición social por encima de la suya! Por supuesto que los Court eran una familia más importante que los Buckley; la caza de títulos nobiliarios era demasiado rebajarse para ellos; además, sir Edwin no era más que el cuarto barón; sin embargo, costaba oír que se tratara a Augusta de usía. Adeline no disimuló su entusiasmo cuando murió sir Edwin y el título pasó a un sobrino, después de lo cual, en cierto sentido, le dio carpetazo a Augusta.
Todo esto fue años ha. El capitán Whiteoak llevaba mucho tiempo muerto. Muertos estaban Philip hijo y sus dos mujeres. Renny era dueño y amo de Jalna, y ya tenía treinta y ocho años.
Era como si el tiempo se hubiera detenido allí. Nicholas y Ernest, los tíos de Renny, lo tenían por un niñato impetuoso, por poco más. Y para la anciana señora Whiteoak, sus hijos no eran más que dos niños, y el que se le había muerto, Philip, el pobre, pues eso, un niño muerto.
Llevaba sentada a esa mesa casi setenta años. Allí tuvo en sus rodillas a Nicholas, y le daba sorbitos de su misma taza. El mismo que ahora ocupaba, derrengado, la silla a su derecha, un hombre corpulento de setenta y dos años. En aquella mesa echó a llorar un temeroso Ernest, la primera Navidad que oyó un petardo. Allí estaba sentado ahora, a la izquierda de ella, con unas canas que no teñían el cabello su madre. Tenía la buena señora nublada la cámara central de la mente, iluminada en los rincones más alejados en el tiempo por las vivas candelas del recuerdo. Los veía más como niñitos que bajo el aspecto que ahora presentaban.
Soles sin cuento se habían colado por las contraventanas con un brillo amarillo hasta caer en los Whiteoak igual que hoy, mientras comían a dos carrillos, hablaban bien alto, discrepaban, bebían cantidades industriales de cargado té.
La familia se sentaba a la mesa siguiendo un orden, en torno a la vajilla maciza y las bandejas de verduras, los saleros y pimenteros, de rectilíneas formas, y la cubertería de grandes dimensiones traída de Inglaterra. Wakefield tenía su propio tenedor y su cuchillo, de menor tamaño, y una taza de plata abollada que había pasado de hermano a hermano, y que unos y otros se habían tirado a la cabeza en plena rabieta. En una punta estaba Renny, al frente de la casa, alto, delgado, de cabeza pequeña poblada de tupido pelo de color cobrizo, cara angulosa con aires zorrunos, y ojos castaños que delataban un genio vivo; enfrente de él, Meg, la única hermana. Cuarentona, parecía mayor por el corpachón que tenía, como si, una vez sentada, nada pudiera tumbarla. De cara redonda y pálida, ojos de un azul intenso y pelo castaño, le asomaban sendas vetas grisáceas en las sienes. El rasgo que más llamaba la atención era la boca, herencia del capitán Whiteoak. Eso sí, a diferencia de la que aparecía en el retrato, la suya era toda afabilidad y carecía de obstinación. En ella, esa boca se colmaba de femenina, inefable dulzura. Cuando apoyaba la mejilla en una mano y dejaba el corto y ancho brazo encima de la mesa, lo que fuera que estaba pensando le llenaba la cara de felicidad. Si levantaba la cabeza y miraba a alguno de sus hermanos, los ojos eran fríos, imponían, pero la línea de la boca esbozaba una caricia. En la mesa comía poco, atenta siempre a la necesidad ajena, al orden que habían de respetar los más pequeños, pronta a cortar en trocitos la comida a la abuela, sin parar de beber té verde. Se daba el capricho de picar algo a todas horas entre comidas, gruesas rebanadas de pan recién horneado, untadas con mantequilla y mermelada de grosellas, madalenas calientes rociadas de miel, o hasta cerezas francesas y bizcocho, todo se lo llevaba a su habitación en una bandeja. Quería a todos sus hermanos, pero el amor que sentía por Renny, y los celos que tenía de él, en ocasiones le sacudían el corpachón con una especie de éxtasis.
Los hermanastros se sentaban en orden, ocupando uno de los lados de la mesa: Wakefield, luego Finch (que dejaba el sitio libre siempre a mediodía, porque comía en el colegio); después Piers, que también se parecía al capitán Whiteoak, pero con menos dulzura y más cabezonería en la moza boca; por último, Eden, rubio, quien hacía gala de la mirada de súplica que heredó de la bella institutriz, su madre.
Al otro lado de la mesa, la abuela y los dos tíos: Ernest y su gato, Sasha, encaramado a uno de sus hombros; Nicholas con Nip, el perrito Yorkshire, en el regazo. Los perros perdigueros de Renny flanqueaban el sillón que ocupaba en la cabecera.
He aquí los Whiteoak a la mesa.
—¿Qué decís que ha sido aceptado? —exclamó la abuela.
—Unos poemas —le explicó el tío Ernest, con paciencia—. Los poemas de Eden, que se los han aceptado.
—¿De eso va la cháchara que os traéis?
—Sí, mamá.
—¿Y quién es ella?
—¿Quién es quién?
—La chica que se los ha aceptado.
—No es ninguna chica, mamá, es un editor.
Terció Eden:
—Por lo que más quieras, ¡no te esfuerces en explicárselo!
—Me lo explicará, y bien explicado —replicó la abuela, con varios golpes contundentes del tenedor encima de la mesa—. A ver, Ernest, venga, ¡habla! ¿De qué va todo esto?
El tío Ernest tragó un jugoso bocado de pastel de ruibarbo, acercó la taza para que le sirvieran más té, luego dijo:
—Ya sabes que a Eden le han publicado varios poemas en la revista de la universidad, y en más revistas también. Pues ahora un editor, o sea, una editorial, va a sacarle un libro con todos. ¿Comprendes?
Asintió, y temblaron los lacitos de la cofia morada en lo alto de la cabeza.
—¿Cuándo lo va a sacar? ¿Cuándo viene con él? Si viene a merendar, quiero la cofia blanca con los lacitos lila. ¿Lo va a sacar a tiempo para la hora de la merienda?
—¡Dios santo —dijo Eden, forzando la voz para que no se enterara ella—, ya la oís! ¿Por qué te esfuerzas en explicarle nada? Ya sabía yo que no lo iba a entender.
La abuela lo fulminó con la mirada desde el otro lado de la mesa. Lo había oído todo. Aunque era muy mayor, se le notaba todavía que tenía que haber sido una mujer atractiva. Había aún un brillo afilado en aquellos ojos enmarcados por peludas cejas de color rojizo. La nariz desafiaba al tiempo, parecía moldeada por un escultor que hubiera puesto toda la intención en sacar perfecta la línea de las fosas nasales y el puente. Estaba tan encorvada que los ojos le quedaban a la altura de las viandas que tanto le gustaban.
—¡Ni se te ocurra decir palabrotas delante de mí! —Volvió la cara adonde estaba Eden—. Nicholas, ordénale que deje de decir palabrotas delante de mí.
—No digas palabrotas delante de la abuela —gruñó Nicholas con su voz de barítono—. Ponle más pastel, Meggie, haz el favor.
La abuela asintió y soltó una sonrisa de satisfacción mientras se concentraba en el pedazo de pastel, que comía con cuchara, entre guturales muestras de disfrute.
—Sea como sea —dijo Renny, retomando el hilo de la conversación—. No me acaba de convencer del todo. Ninguno de nosotros ha hecho nada parecido nunca.
—Tampoco te parecía tan mal que escribiera poesía cuando me la sacaban solo en la revista de la facultad. Y ahora que tengo una editorial que la va a sacar...
Eso provocó una nueva intervención de la abuela:
—¡Sacársela! ¿Se la van a sacar hoy? Porque si es así, pienso ponerme la cofia blanca con lacitos...
—Come un poco más de pastel, mamá —la interrumpió Nicholas—. Solo un pedacito más.
A la anciana señora Whiteoak se la distraía fácilmente con algo que llevarse a la boca. Sostuvo, entusiasmada, el plato en el aire, y cayó un poco de salsa en el mantel, donde formó una mancha de rosáceo aspecto.
Eden esperó con cara de pocos amigos a que le sirvieran a la abuela más pastel, luego, con un frunce que le hendía la frente, siguió diciendo:
—Lo que pasa es que no tienes ni idea de lo difícil que es que te publiquen un libro de poesía, Renny. ¡Y una editorial de Nueva York, para más inri! Ojalá supieras lo que piensan mis amigos. Lo mucho que darían ellos por haber logrado lo que yo a esta edad.
—Habría venido más al caso que aprobaras los exámenes —replicó Renny—. Cuando pienso en el dinero que hemos perdido pagándote los estudios...
—¿Cómo que perdido? ¿Acaso habría llegado a esto sin mis estudios?
—Llevas años emborronando papeles con tus versos. La cuestión es si puedes vivir de ello.
—¡Tú dame tiempo! Santo Dios, el libro ni siquiera está todavía en la imprenta. Es difícil saber adónde puede llegar. Si tú y cualquiera de los presentes valoraseis un poco lo que he hecho...
—¡Yo lo valoro, cariño! —exclamó su hermana—. Me parece que has demostrado lo brillante que eres, y que, como tú dices, puede llegar a... quién sabe adónde.
—Puede llegar a que me vea obligado a irme a vivir a Nueva York si quiero dedicarme a la escritura —dijo Eden—. Hay que estar cerca de las editoriales.
Metió baza Piers, el hermano sentado a su lado:
—En fin, se me hace tarde. Tengo que volver a esparcir estiércol. Rastrero que es el trabajo de uno... y pena que da no dedicarse a escribir poesía.
Eden encajó el tono de voz insultante, pero respondió:
—Oler sí que hueles al trabajo que haces.
Wakefield se columpió en las patas traseras de la silla y metió la cabeza delante de Piers.
—¡Huy, ya lo huelo! —exclamó—. A mí me parece que el olor a cuadra es muy suculento.
—Pues ojalá me cambiaras el sitio —dijo Eden—. Porque a mí me quita el apetito.
Wakefield iba a bajarse de la silla, encantado con el cambio, pero su hermana lo detuvo.
—No te muevas de ahí, Wake. Sabes que Piers no pararía de meterse contigo si te tuviera al lado. Y eso de irte a Nueva York, Eden..., ya sabes cómo me sentaría. —Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Se levantaron todos de la mesa y fueron en grupos hasta los tres puntos de acceso al comedor. Primero la abuela, que arrastraba los pies y apoyaba un brazo en cada uno de sus hijos, Nicholas, con el terrier en la otra mano, y Ernest, que seguía con el gato en lo alto del hombro. Parecía el desfile de una colección de fieras en miniatura, y así cruzaron los rosetones gastados de la moqueta, en dirección a la puerta que quedaba más cerca de la habitación de la abuela. Renny, Piers y Wakefield salieron por la puerta que daba al pasillo de atrás: el más pequeño hacía por auparse a la espalda de Piers, ocupado en dar lumbre a un cigarrillo. Meg y Renny traspusieron por la puerta de doble hoja, derechos a la biblioteca.
Nada más salir todos ellos, el mayordomo, John Wragge, apodado Rags, empezó a retirar la mesa, apilando la vajilla con precario equilibrio en la gran bandeja negra decorada con rosas rojas, irreconocibles ya casi, por el mucho uso. Se disponía así a llevarlo todo por los empinados pasos de las escaleras al piso de abajo, donde estaba la cocina. Su mujer y él habitaban las regiones subterráneas: ella guisaba, y él acarreaba, además de las bandejas, el agua y el carbón, sacaba brillo al metal y a los cristales y servía a su mujer cuando tocaba hacerlo y cuando no. Aunque ella se quejaba de que la cargara de trabajo, mientras que él aseguraba que hacía el suyo y, además, el de ella. El sótano era escenario de continuas disputas. Por aquellos pasillos subterráneos se perseguían el uno a la otra, sin parar de echarse en cara cosas feas; y en más de una ocasión, surcaron los suelos de barro cocido una bota o una col lanzadas a modo de proyectiles. Jalna estaba muy bien rematada, y ninguno de esos altercados se oyó jamás en las plantas de arriba. Aislados del resto de la casa, la pareja vivía su turbulenta vida en común, con alguna que otra reconciliación a última hora de la noche, delante de una tetera de té cargado.
Rags era un londinense bajito de la zona del puerto, con nariz respingona y una boca que parecía hecha para fumar siempre en boquilla. Todavía no había empezado a bajar las escaleras cuando Renny, Piers y Wakefield llegaron hasta allí por el pasillo. Wakefield dejó pasar a sus hermanos y, de un salto, se subió a la espalda de Rag, como si fuera un árbol, hasta casi dar con los dos en tierra, y con la bandeja cargada, escaleras abajo.
—¡Sus, qué niño! —exclamó Rags—. ¡Otra vez que la toma conmigo! ¡Siempre está con la misma! Y hoy casi me tumba. ¡Allá que van los tomates! ¡Allá que va la salsera! ¡Válgame, quítemelo usté de encima, señor Whiteoak!
Piers era el que más a mano estaba, y apartó a Wakefield de la espalda de Rags, sin parar de reír. Pero llegó Renny con el frunce en el ceño.
—Había que darle unos azotes —dijo, en tono severo—. Rags tiene razón, siempre la toma con él. —Echó la vista al hueco de la escalera, donde el mayordomo de los Whiteoak recogía los desperdicios en la penumbra.
—Lo voy a poner de vuelta y media —dijo Piers.
—No, no lo hagas, que está mal del corazón.
Pero Piers ya lo tenía boca abajo, cogido de los pies, y el paquete de chicles cayó del bolsillo de Wakefield.
—Déjalo de pie en el suelo —ordenó Renny—. A ver, ¿esto qué es? —Y cogió el paquete rosa.
Wakefield agachó la zarandeada cabeza.
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