Jesús, el novio - Brant Pitre - E-Book

Jesús, el novio E-Book

Brant Pitre

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Beschreibung

El sufrimiento y la muerte de Jesús fue mucho más que una trágica ejecución romana: cumplía las antiguas profecías judías de una boda, cuando Dios se casaría con la humanidad en un pacto nupcial eterno. San Pablo enseña que Cristo es el Novio, y la Iglesia la Novia. Pero ¿qué significa eso realmente? ¿Cómo es posible comparar la muerte de Cristo con el amor de un marido? ¿Por qué lo llama el gran misterio? La clave se encuentra en las Escrituras y en la tradición judía, cuando se considera la historia de la Salvación, desde el monte Sinaí hasta el monte Calvario, una historia de amor divino entre el Creador y su criatura, entre Dios e Israel, entre Cristo y su Iglesia.

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BRANT PITRE

JESÚS, EL NOVIO

La mayor historia de amor jamás contada

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Jesus and the Bridegroom: The Greatest Love Story Ever Told

© 2018 by Image, un sello de Random House, una división de Penguin Random House LLC.

© 2024 de la edición española traducida por Diego Pereda Sancho

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6688-4

ISBN (edición digital): 978-84-321-6689-1

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6690-7

ISNI: 0000 0001 0725 313X

Para mi esposa, Elizabeth,

y para nuestros hijos Morgen, Aidan,

Hannah, Marybeth y Lillia.

Salmos 128, 3-4

ÍNDICE

Introducción

1. La historia del amor divino

El Dios-Novio de Israel

El pecado como adulterio espiritual

La nueva alianza y la novia perdonada

El Cantar de los Cantares

2. Jesús, el novio

El enigma de Juan el Bautista

La boda de Caná

La Última Cena

3. LA MUJER JUNTO AL POZO

La samaritana

El don del agua viva

La lanzada en el costado de Jesús

4. La crucifixión

El día de la boda de Jesús

¿Cómo fue la crucifixión?

La Pasión del Mesías

5. El fin de los tiempos

El regreso del novio

El convite nupcial del cordero

¿En la resurrección no habrá matrimonio?

6. Los misterios nupciales

El bautismo

La Eucaristía

El matrimonio

La virginidad

7. Junto al pozo con Jesús

Apéndice: fuentes judías no bíblicas

Notas

Agradecimientos

Guía de lectura

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Epígrafe

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas al pie

Porque tu esposo es tu Hacedor, Yahvé Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se llama.

Isaías 54, 5

Vosotros mismos sois testigos de que dije: «Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él». El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud.

Juan 3, 28-29

Este mundo es la promesa […] la boda se celebrará en la época del Mesías.

Éxodo Rabá 15, 31

Introducción

¿Qué ves al mirar un crucifijo? Personas distintas lo observan de un modo diferente. ¿Ves la ejecución brutal de un judío de la Antigüedad a manos de las autoridades romanas? ¿El castigo injusto de un gran maestro al que malinterpretaron de forma trágica los dirigentes de su época? ¿Descubres el martirio del Mesías judaico, asesinado por proclamarse «rey de los judíos»? ¿O el sacrificio del Hijo divino de Dios, que tomó sobre sí los pecados del mundo por voluntad propia?

En el siglo i d. C., el apóstol Pablo —antiguo discípulo del rabino Gamaliel— vio todo esto, pero también algo más, en la crucifixión de Jesús de Nazaret. Pablo descubrió el amor del novio por su prometida y, en uno de los pasajes más célebres y controvertidos nunca escritos, describió la Pasión y muerte de Jesús como el amor de un marido por su esposa. Refiriéndose a los cónyuges de la iglesia de Éfeso, dice estas palabras:

Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. […] Gran misterio es este, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia (Efesios 5, 21-27; 32).

Entiendo que muchos lectores se preguntarán: «Que las esposas hagan… ¡¿qué?!». ¿Por qué san Pablo les ordena que sean «sumisas» a sus maridos? ¿Y por qué en apariencia ellos se libran con un mero «amor» a sus mujeres? ¿Acaso el apóstol era un retrógrado? ¿Qué rayos quiere decirnos con estas frases?

Prometo abordarlo más adelante, pero antes debemos centraros en lo que subyace a estas palabras tan polémicas, que es la descripción de Cristo como el novio, la Iglesia como su novia y la crucifixión de Jesús como una especie de día de boda tradicional judío, en la que él ama y se entrega a sí mismo. De hecho, como se verá, cuando Pablo alude a la Iglesia «lavada» y «presentada» a Cristo, está describiendo el baño de la novia y la ceremonia nupcial del judaísmo. Desde su punto de vista, la tortura y ejecución de Jesús en el Calvario fue ni más ni menos que una expresión de amor esponsal.

¿Cómo interpretar esta analogía intrigante? Desde luego, la mayoría de los cristianos conocemos la figura de Jesús como «el novio» y de la Iglesia como su «prometida»; pero ¿qué significa eso? ¿Qué condujo a Pablo a pensar en dichos términos? Quien contemplase a Cristo desde el pie de la cruz ensangrentada, donde agonizaba, ¿cómo podría imaginar así la escena? ¿Por qué un judío del siglo i como Pablo, atento a la brutalidad horrible de las crucifixiones romanas, compararía la ejecución de Jesús con el matrimonio entre dos prometidos? ¿Se trata solo de una metáfora elegante? Y, si es así, ¿por qué entonces Pablo la denomina «el gran misterio» (en griego, mysterion mega) (Efesios 5, 32)?

Como espero mostrar en este libro, Pablo expuso así la Pasión de Cristo precisamente por ser judío. Porque conocía las Escrituras y la tradición judías, vio en la crucifixión de Jesús de Nazaret algo más que una condena a muerte de los romanos, un martirio injusto o incluso el sacrificio del Hijo de Dios. En su modelo judío, la Pasión y muerte de Cristo daban cumplimiento al plan eterno del Dios de Israel para comprometerse con la humanidad en una alianza matrimonial perenne. En este libro se descubrirá cómo, desde la perspectiva judía clásica, en su profundidad misteriosa, toda la historia de la salvación es en realidad una historia de amor divino entre el Creador y sus criaturas, entre Dios e Israel, que alcanzó su culmen en el madero ensangrentado de una cruz romana.

Para desvelarlo hemos de «retroceder en el tiempo» hasta el siglo i, despojarnos de nuestras «gafas» modernas» y tratar de ver tanto el amor de Dios como la Pasión de Jesús según lo hicieron el apóstol Pablo y otros cristianos de la Antigüedad, a través de su mirada judía. En otras palabras, debemos retroceder y releer la narración de la vida, muerte y resurrección de Jesús a la luz de las escrituras y tradiciones judías.

Cuando lo hagamos, descubriremos que Pablo no fue el único en emplear estos términos. En los primeros compases del ministerio de Jesús, Juan el Bautista —otro judío del siglo i— se refirió a Cristo como al «novio» (Juan 3, 29), pese a que Jesús no tenía esposa. Más tarde, en una de sus parábolas más intrigantes, el mismo Jesús habló de sí como del «novio», y llamó a sus discípulos los «hijos de la cámara nupcial» (Marcos 2, 18-19). De hecho, realizó su primer milagro en una boda judía, donde ejerció de novio al servir vino de forma sobrenatural en el banquete (Juan 2, 1-11). Resulta aún más sorprendente que sus últimos días de vida —en la Última Cena, la Pasión, la crucifixión y la muerte—, examinados bajo la mirada de la tradición y las escrituras judías, se asemejen tanto a determinados aspectos de una boda judía antigua. Según el libro del Apocalipsis —escrito, una vez más, por un cristiano judío—, el mundo terminará con una boda: la eterna «cena nupcial del Cordero» y el desvelamiento de la nueva Jerusalén como prometida de Cristo (Ap 19, 21).

En otras palabras; Jesús de Nazaret, visto con mirada judía, fue más que un maestro, un profeta e incluso el Mesías: fue el Dios-Novio de Israel hecho carne. Como Mesías-Novio, su misión no consistía solo en enseñar la verdad o proclamar el reino, sino en perdonar a la novia pecadora de Dios y en unirse a ella en una alianza perpetua de amor. En palabras del Catecismo de la IglesiaCatólica:

La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por Él preparando así «las bodas del cordero». […] Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia.

Si te desconciertan las palabras del apóstol Pablo, si te has preguntado qué significa en concreto que Cristo sea «el novio» y la Iglesia su «prometida» o si solo intentas comprender mejor quién fue Jesús y por qué lo crucificaron, te invito a recorrer este camino de descubrimientos.

Como veremos, al mirar al amor de Dios y a la Pasión de Cristo con ojos del Mesías-Novio, nuestra visión sobre Jesús y su muerte se transformará, y también lo harán la del bautismo, la Última Cena, el matrimonio, la virginidad e incluso la del fin de los tiempos. Mientras numerosos hombres a lo largo de la historia han equiparado el día de su boda con el de su funeral, Jesús de Nazaret fue el único que declaró de un modo solemne que su funeral equivalía a un matrimonio. Este libro explica el por qué y la trascendencia que tuvo ese hecho para Él, para su vida y para su muerte en la cruz.

Pero antes de ver así a Jesús, debemos retrotraernos hasta el nacimiento de esta historia de amor, tratando de considerar a Dios de una forma distinta, como lo hacían los antiguos judíos.

1. La historia del amor divino

En el sigloxxies corriente que los habitantes del Occidente secular declaren no creer en Dios; sin embargo, como acostumbra a señalar un estudioso contemporáneo de la Biblia, cuando escuchamos decir «yo no creo en Dios», si pretendemos descubrir a qué se refieren quienes lo dicen, deberíamos responderles: ¿Y en qué Dios no crees?

Esto se debe a que, tanto en el pasado como ahora, la palabra «Dios» connota sentidos muy diversos y, en cierto modo, existe toda una gama de «dioses» en los que se puede o no creer. Para algunos, Dios es sobre todo el Creador, que existe y creó el mundo, y que tal vez —o tal vez no— se involucre en los asuntos cotidianos de los miles de millones de individuos que lo habitan. Para otros, es una especie de Potencia Suprema impersonal, que nos une a todos pero carece de rostro, al estilo de la imagen popular de la Fuerza en la saga de Star Wars de George Lucas. En ese mundo fantástico, la Fuerza actúa como una deidad que mantiene la unidad de lo existente y da vida y poder. Desde luego no es una persona y, pese a que la Fuerza puede «utilizarse», no cabe amarla. Por último, hay quienes consideran a Dios un solucionador de problemas invisible, según la caricatura corriente del deísmo. Se trataría de ese «algo ahí arriba» al que recurrir en tiempos de calamidad, guerras, luchas y problemas para que intervenga en los asuntos terrenales, al parecer, eso sí, solo cuando los humanos hemos perdido el control y todo se nos va de las manos. Una vez resuelta la crisis, las aguas vuelven a su cauce.

Son solo unos pocos ejemplos de las distintas formas en las que se ve a Dios en el mundo moderno. Para nuestros fines, lo importante es que ninguna de estas imágenes —sea la del relojero distante, la de la fuerza impersonal que nos une o la del héroe sobrehumano invisible— se parece a la que un judío del siglo i como Jesús tenía de Dios. Desde la perspectiva judía antigua, el único Dios verdadero —el Señor, el que «es el que es» (en hebreo, YHVH) (Éxodo 3, 15)— no era solo el Creador. El Dios de Israel también era un novio, una persona divina cuyo deseo final consistía en unirse a sus creaturas en una relación interminable tan íntima, permanente, sacrificial y dadora de vida que solo puede describirse como un matrimonio entre el Creador y sus criaturas, entre Dios y los seres humanos, entre YHVH e Israel.

Antes de desentrañar qué significaba para Jesús y los primeros judíos cristianos que Él fuese «el novio», debemos comprender por qué los judíos de la Antigüedad se referían a YHVH, el Dios de Israel, con ese calificativo. En este capítulo me detendré en el desarrollo de una breve semblanza del Dios-Novio de Israel. Como veremos, desde la perspectiva hebraica, el Dios que creó el universo es el novio, y la historia de la humanidad es en cierto sentido una historia del amor divino.

El Dios-Novio de Israel

En primer lugar, para comprender qué significaba a ojos de un antiguo judío que el Dios de Israel fuese el novio divino, es indispensable entender cómo interpretaban la historia de Israel y, por ende, la de la humanidad. Desde su perspectiva, la historia de la salvación se centraba en los acontecimientos que tuvieron lugar en el monte Sinaí durante el éxodo de Egipto en la época de Moisés. Para los antiguos judíos, la relación entre Dios e Israel que se estableció en el Sinaí no era solo un vínculo sagrado en torno a los Diez Mandamientos. Siguiendo a los profetas bíblicos, lo que ocurrió en ese monte fueron nada menos que unos esponsales divinos.

La historia de la alianza en el monte Sinaí

Para cualquier lector de la Biblia, lo ocurrido con Moisés, el éxodo de Egipto y el recorrido hasta el monte Sinaí son conocidos. Como nos cuenta el libro del Éxodo, en algún momento de finales del segundo milenio a. C., el profeta Moisés se alzó y, mediante una sucesión de plagas y prodigios, liberó a las doce tribus de Israel de la esclavitud y la opresión del faraón egipcio (cfr. Éxodo 1-3). Tras la celebración de la Pascua y la aniquilación del faraón y sus carruajes a manos de Dios en el cruce del mar Rojo (Ex 14-15), Moisés y las doce tribus atravesaron el desierto de la península Arábiga hasta alcanzar el monte Sinaí, donde el Dios de toda la creación declaró que se les aparecería en la montaña. Para preparar el encuentro en persona con el Creador, los israelitas se «lavaron» con agua y se abstuvieron de mantener relaciones sexuales (Ex 19). Entonces, en una teofanía inolvidable y trascendental, el Señor de la Creación se apareció en lo alto del monte entre fuego y humo y entregó a Israel los Diez Mandamientos (Éxodo 20). Ese es el momento preciso en el que establece una relación especial con ellos denominada «alianza» (berith en hebreo). En palabras del Éxodo:

Entonces escribió Moisés todas las palabras de Yahvé; y, levantándose de mañana, alzó al pie del monte un altar y doce estelas por las doce tribus de Israel. Luego mandó a algunos jóvenes, de los israelitas, que ofreciesen holocaustos e inmolaran novillos como sacrificios de comunión para Yahvé. Tomó Moisés la mitad de la sangre y la echó en vasijas; la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvé». Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: «Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras».

Moisés subió con Aarón, Nadab y Abihú y setenta de los ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel. Bajo sus pies había como un pavimento de zafiro tan puro como el mismo cielo. No extendió él su mano contra los notables de Israel, que vieron a Dios, comieron y bebieron (Éxodo 24, 4-11).

En la visión bíblica, una «alianza» era un vínculo familiar sagrado entre personas que establecía una relación permanente y sacra. En la crónica del Éxodo de la alianza del Sinaí citada vemos cómo se inaugura una relación de esta clase. Al aceptar sus términos (los Diez Mandamientos), y al ofrendar una alabanza a Dios en forma de sacrificio de sangre, las doce tribus de Israel fundan una relación misteriosa y sagrada con Dios, que se inicia cuando Moisés derrama la sangre del sacrificio sobre el altar (símbolo de Dios) y sobre los ancianos (el pueblo). En este acto se representa al Creador del mundo y a las tribus de Israel unidos en «carne y sangre», esto es, como una familia. Para zanjar las posibles objeciones basta con observar que, una vez ofrecida la sangre del sacrificio de la alianza, el pacto entre Dios e Israel alcanza su clímax con un banquete celestial en el que Moisés y los ancianos manifiestan la familiaridad con Dios conduciéndose como lo hacen las familias: comiendo y bebiendo juntos en su presencia.

El misterio de la boda en el monte Sinaí

El libro del Éxodo narra lo sucedido en el desierto unos quinientos años antes del nacimiento de Cristo, pero esa no es toda la historia. Para comprender cómo entendían los judíos en la Antigüedad la alianza del Sinaí no basta con leer el Éxodo; es preciso aproximarse a los escritos de profetas como Isaías, Jeremías, Ezequiel y Oseas.

Al abrir esas páginas encontramos algo llamativo: proclaman con audacia que, detrás de la historia de la alianza, subyace un misterio más profundo. Desde el punto de vista de los profetas, lo ocurrido en el Sinaí no fue solo la entrega de un conjunto de leyes, sino el matrimonio espiritual entre Dios e Israel. El Señor de la Creación también es el contrayente, y las doce tribus de Jacob no son solo su pueblo, sino que se erigen en esposa de Dios. Veamos este pasaje:

Arrasaré su viñedo y su higuera, de los que decía: «Ellos son mi salario, que me han dado mis amantes»; en matorral los convertiré, y la bestia del campo los devorará.

[Dice el Señor]: «Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón […] y ella responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto» (Oseas 2, 14-15).

Entonces me fue dirigida [a Jeremías] la palabra de Yahvé en estos términos: «Ve y grita a los oídos de Jerusalén: Así dice Yahvé: «De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada». Consagrado a Yahvé estaba Israel, primicias de su cosecha» (Jeremías 2, 1-2).

Entonces pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de los amores. Extendí sobre ti el borde de mi manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo, oráculo del señor Yahvé, y tú fuiste mía (Ezequiel 16, 8).

Pese a lo mucho que podría comentarse de estas profecías notables, para nuestros fines son suficientes tres puntos. En primer lugar, observamos cómo los profetas siempre vuelven la vista al tiempo del Éxodo, cuando Israel salió de Egipto, vagó por el desierto y selló una «alianza» con Dios en el Sinaí. En otras palabras, recrean la crónica como una historia de amor divino cimentada en ese pacto. En segundo lugar, los tres profetas dibujan al Israel de entonces como a una joven novia conducida al altar del matrimonio por su prometido divino. Para obtener su mano, Dios «habla a su corazón» y la atrae a una cercanía «leal» o «devota» (en hebreo, hesed). En tercer y último lugar, la relación marital queda ratificada como una alianza y, como expone Ezequiel, el pueblo de Dios se convierte en su prometida por ese «juramento».

Desde la perspectiva única de los profetas de Israel, tras los acontecimientos visibles en torno al éxodo —el fuego, la montaña, los sacrificios, el humo— subyace el misterio invisible del día de la boda de Dios. Apoyándose en estas palabras de los profetas, la tradición judía posterior enseñará, como dice el rabí José, que «el Señor se presentó en el Sinaí para recibir a Israel como el novio se adelanta para encontrarse con la novia» (Mekilta sobre Éxodo 19, 17).

El pecado como adulterio espiritual

Como los judíos de la Antigüedad, si consideramos al Dios de Israel como el novio divino, entonces cambian tanto la forma de ver al creador como la de juzgar las transgresiones contra Él que denominamos «pecado». Porque el Dios de Israel no es solo creador y legislador, sino el novio, y por tanto el pecado no quebranta una ley o norma, sino que traiciona una relación.

Costaría sobreestimar la importancia de esta idea para comprender la historia de la salvación. Como sabe cualquier lector de la Biblia, poco después de la ceremonia nupcial la novia recién desposada, el pueblo de Israel, es sorprendida en un acto de adulterio espiritual.

El becerro de oro y la idolatría de Israel

Según la escritura judía, menos de cuarenta días después de sellar la alianza en el monte Sinaí, a espaldas de Moisés, el sumo sacerdote Aarón y los ancianos de las doce tribus abandonan la alianza con el Dios de Israel y ofrendan sacrificios al becerro de oro:

Cuando el pueblo vio que Moisés tardaba en bajar del monte, se reunió el pueblo en torno a Aarón y le dijeron: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros». […] Aarón les respondió: «Quitad los pendientes de oro de las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y vuestras hijas, y traédmelos». […] Los tomó él de sus manos, hizo un molde y fundió un becerro. Entonces ellos exclamaron: «Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto». Viendo esto Aarón, erigió un altar ante el becerro y anunció: «Mañana habrá fiesta en honor de Yahvé».

Al día siguiente se levantaron de madrugada y ofrecieron holocaustos y presentaron sacrificios de comunión. Luego se sentó el pueblo a comer y beber, y después se levantaron para solazarse (Éxodo 32, 1-2; 4-6).

Para los lectores contemporáneos, la tentación de idolatrar puede parecer grotesca (en mi caso, nunca he sentido un deseo imperioso de postrarme ante una vaca y adorarla). Sin embargo, como señalan los estudiosos bíblicos, la última frase del fragmento alude con delicadeza a los excesos físicos e inmoralidades tan propios de los cultos paganos de Oriente Próximo. Esos rasgos los convertían en una tentación real para el pueblo de Israel, sobre todo cuando los comparaban con la adoración espiritual y la disciplina moral exigidas por el Dios de Israel. La adoración del becerro de oro en el Sinaí no fue más que el primero de una larga nómina de actos comunitarios de idolatría. Según sus escrituras los judíos, generación tras generación, cedieron y adoraron a los falsos dioses de sus vecinos paganos, mostrándose no solo infieles en lo religioso, sino inmorales, recurriendo a la prostitución sagrada e incluso a los sacrificios humanos (por ejemplo, Números 25, Jueces 2, 11-15, 1 Reyes 11, 2, 2 Reyes 15-17, 24-25). El pecado de idolatría consiste, en el fondo, en ofrecer a una persona u objeto creado el amor debido solo a Dios, como creador y como esposo divino.

El misterio del adulterio espiritual de Israel

Una vez más, para profundizar en la visión sobre el pecado de Israel de los judíos de la Antigüedad como Jesús no podemos limitarnos a lo que se narra en el Pentateuco y en los libros históricos del Antiguo Testamento, y debemos añadir lo dicho por los profetas. Desde la perspectiva de quienes consideraban la alianza entre Dios e Israel como un matrimonio divino, la adoración a los dioses suponía transgredir la ley, pero también adulterar en el espíritu.

Veamos estas denuncias contra el pueblo de Israel y la ciudad de Jerusalén de Oseas, Isaías, Jeremías y Ezequiel:

Comienzo de lo que habla Yahvé por Oseas. Dijo Yahvé a Oseas: «Ve, tómate una mujer dada a la prostitución e hijos de prostitución, porque la tierra se está prostituyendo enteramente, apartándose de Yahvé». Fue él y tomó a Gómer, hija de Dibláyim, la cual concibió y le dio a luz un hijo (Oseas 1, 2-3).

Han dejado a Yahvé, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto de espaldas.

¡Ay, gente pecadora, pueblo tarado de culpa, semilla de malvados, hijos de perdición! Han dejado a Yahvé, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto de espaldas (Isaías 1, 4; 21).

¿Se olvida la doncella de su aderezo, la novia de su cinta? Pues mi pueblo sí que me ha olvidado días sin número.

Pues bien, como engaña una mujer a su compañero, así me ha engañado la casa de Israel, oráculo de Yahvé (Jeremías 2, 32; 3, 20).

Pero tú te pagaste de tu belleza, te aprovechaste de tu fama para prostituirte, prodigaste tu lascivia a todo transeúnte entregándote a él. Tomaste tus vestidos para hacerte altos de ricos colores y te prostituiste en ellos. Tomaste tus joyas de oro y plata que yo te había dado y te hiciste imágenes de hombres para prostituirte ante ellas. Tomaste tus vestidos recamados y las recubriste con ellos; y pusiste ante ellas mi aceite y mi incienso. El pan que yo te había dado, la flor de harina, el aceite y la miel con que yo te alimentaba, lo presentaste ante ellas como calmante aroma. Y sucedió incluso —oráculo del Señor Yahvé— que tomaste a tus hijos y a tus hijas que me habías dado a luz y se los sacrificaste como alimento. ¿Acaso no era suficiente tu prostitución, que inmolaste también a mis hijos y los entregaste haciéndoles pasar por el fuego en su honor? Y en medio de todas tus abominaciones y tus prostituciones no te acordaste de los días de tu juventud… (Ezequiel 16, 15-22).

Conviene subrayar tres aspectos de estas denuncias proféticas. En primer lugar, la instrucción de Dios a Oseas para que tome una prostituta es una especie de profecía en acto: Oseas simboliza a Dios, y su esposa Gómer a Israel. Por este signo, Dios revela que sabe lo que significa experimentar la infidelidad de la esposa y, de hecho, su relación con Israel constituye lo que hoy denominaríamos un «matrimonio roto», una relación contractual arruinada por la deslealtad. Pese a que el adulterio espiritual de Israel se manifieste en la idolatría, no se detiene ahí y, desde el punto de vista de los profetas, el asesinato, la injusticia y toda iniquidad son distintos aspectos del mismo adulterio con el que el pueblo de Israel da la espalda a su esposo. Por último, observamos un elemento de engaño marital; según Ezequiel, mediante sus actos idólatras Israel no solo abandona a Dios, sino que toma los presentes nupciales con los que el Señor le ha mostrado su amor —los ornamentos preciosos con los que construir el tabernáculo, el oro y la plata que adornarían el templo y la comida y bebida para las ofrendas sacrificiales— y los entrega a sus otros «esposos», a los demás dioses. Con estos pecados se convierte en una adúltera que «en lugar de su marido, toma a extraños» (Ezequiel 16, 32).

En resumen, si el inicio de la alianza en el monte Sinaí fue, en su misterio profundo, un matrimonio espiritual entre Dios e Israel, entonces la ruptura de ese pacto por el pecado es una infidelidad espiritual y una traición. De nuevo, la tradición judía posterior sigue las huellas de los profetas al describir la idolatría como el quebrantamiento de los votos matrimoniales, como expone una enseñanza rabínica: «Dios desposó a Israel con estas palabras “Así lo haremos, y obedeceremos”. Cuando al fundir el becerro de oro pierden ese “haremos”, Moisés les indica que observen entonces la “obediencia”» (Deuteronomio Rabá 3, 10).

La nueva alianza y la novia perdonada

Una tercera clave de comprensión de la concepción clásica judía del Dios-Novio de Israel tal vez sea la más importante para desvelar la misión y el mensaje de Jesús. Aunque en sus escrituras el pueblo traiciona a su prometido divino en actos reiterados de adulterio espiritual, Dios nunca abandona a su novia, sino que le promete que un día perdonará sus pecados contrayendo una nueva alianza matrimonial con ella.

En los libros de los profetas, una de las imágenes más prominentes de esa futura época de salvación es la de la reconciliación marital entre Dios y su esposa infiel. Una y otra vez, los profetas señalan esa alianza posterior entre Dios y su novia distanciada.

Ella responderá como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto.

Y sucederá aquel día —oráculo de Yahvé— que ella me llamará: «Marido mío», y no me llamará más: «Baal mío». Yo quitaré de su boca los nombres de los Baales, y no se mentarán más por su nombre. Haré en su favor un pacto el día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho en amor y en compasión, yo te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé (Oseas 2, 15-20).

Porque tu esposo es tu hacedor, Yahvé Sebaot es su nombre […]. Porque como a mujer abandonada y de contristado espíritu, te llamó Yahvé; y la mujer de la juventud ¿es repudiada?, dice tu Dios.

Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido, dice Yahvé tu redentor.

Será para mí como en tiempos de Noé: como juré que no pasarían las aguas de Noé más sobre la tierra, así he jurado que no me irritaré más contra ti ni te amenazaré. Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá, dice Yahvé, que tiene compasión de ti (Isaías 54, 5-8; 10).

He aquí que días vienen, oráculo de Yahvé, en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza, y yo hice estrago en ellos, oráculo de Yahvé.

[…] cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme (Jeremías 31, 31-32; 34).

[Así dice el Señor a Jerusalén]: «Pero yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud, y estableceré en tu favor una alianza eterna.

»Yo mismo restableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy Yahvé, para que te acuerdes y te avergüences y no oses más abrir la boca de vergüenza, cuando yo te haya perdonado todo lo que has hecho», oráculo del Señor Yahvé (Ezequiel 16, 60; 62-63).

Hay varios aspectos notables en estas profecías. El primero, que en todas las alusiones a la nueva alianza entre Dios e Israel se habla del matrimonio en el que Yahvé agasaja a su esposa con «amor leal» (en hebreo, hesed), «compasión» (rahamim) y «fidelidad» (‘emuna). En segundo lugar, la nueva alianza entronca con el perdón de los pecados de Israel y, aunque haya sido el pueblo quien ha roto la relación establecida con Dios en su juventud, en el tiempo del éxodo, Dios promete que un día olvidará lo que hizo. En el pasado, Israel trató a los dioses paganos como a su señor (en hebreo, baal); en el futuro, llamará «esposo» (‘ish) a Dios. Por último —y esto es clave— en cada profecía la salvación no se refiere solo al perdón de los pecados; desde la perspectiva bíblica, esta gira en torno a la unión con Dios. Yahvé no es una deidad lejana ni un poder impersonal, sino el novio que desea ser «conocido» (yada’) íntimamente, en un matrimonio espiritual fiel y fructífero, pero también perpetuo (en hebreo, ‘olam).

En resumen, aunque son muchas las formas de describir la esperanza bíblica en la futura era de salvación, una de las imágenes más frecuentes e indelebles para los profetas fue la de la nueva alianza entre el Dios-Novio de Israel y su esposa huidiza. Desde este punto de vista, toda la historia humana es una historia del amor divino —entregado, traicionado, perdonado y renovado por la misericordia y la compasión de Dios—. De hecho, las mismas profecías de los judíos citadas espolearon la confianza del pueblo en un futuro enlace con Dios o, como lo expresó un autor clásico del judaísmo:

Este mundo es como el desposorio, porque está escrito: «Haré en su favor un pacto» (Oseas 2, 20). La ceremonia matrimonial ocurrirá en los días del Mesías, como está escrito: «Tu hacedor es tu esposo» (Isaías 54, 5) (Éxodo Rabá 15, 31).

El Cantar de los Cantares

Antes de concluir este capítulo, un último aspecto de las creencias judías antiguas sobre el Dios-Novio de Israel merece nuestra atención. Además de las profecías explícitas sobre la nueva alianza matrimonial entre Yahvé e Israel, los comentaristas leyeron el Cantar de los Cantares como una descripción simbólica del futuro desposorio entre Dios y su pueblo elegido. Ningún estudio de Jesús como novio estaría completo sin una mirada, aunque somera, a esta interpretación tradicional del Cantar de los Cantares, que alimentó la esperanza en un nuevo pacto matrimonial.

Como cabría esperar, existen distintas lecturas del Cantar y, en fechas recientes se ha popularizado la que lo considera como un mero poema sobre el amor humano. Desde este punto de vista, el novio es un esposo y la novia su mujer, y el amor apasionado entre ambos constituye el tema. En la tradición cristiana se han escrito numerosos comentarios místicos sobre este texto, interpretándolo habitualmente como una alegoría del alma. Para sus autores, el novio es Dios, la esposa el alma y el centro del poema la unión espiritual entre Dios y la persona. Por último, y lo más importante para nuestro objetivo, en la antigua tradición judía, al menos hasta donde se sabe, el Cantar de los Cantares no se describió con ninguna de estas dos claves, sino como una alegoría del amor esponsal de Dios por su pueblo, Israel.

De hecho, ya en el siglo i, Josefo lo agrupó con los libros de «himnos a Dios» (Contra Apión 1, 40), y la fuente extrabíblica denominada 4 Ezra emplea imágenes del Cantar para describir la relación entre Dios y Jerusalén (4 Ezra 5, 23-28). No obstante, la interpretación simbólica más explícita es la del rabí Aquiba (ca. 50-135 d. C.), quien en dos de sus dichos más conocidos denuncia la interpretación erótica del poema y lo proclama como el libro más santo de la Biblia judía:

Quien entone el Cantar de los Cantares en un banquete y lo convierta en una tonadilla no tendrá sitio en el mundo venidero (Toseftá Sanedrín 12, 10).