Juan Camacho o los relatos de un pescador - Bruno Elías Maduro Rodríguez - E-Book

Juan Camacho o los relatos de un pescador E-Book

Bruno Elías Maduro Rodríguez

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Beschreibung

El pescador cuenta sus aventuras –extrañas aventuras– y le da una vuelta de tuerca a cada anécdota. Por momentos el pescador filosofa, pero nunca se detiene ni se pone solemne. En cambio busca moverse al ras de lo que recuerda, y siempre está listo para retomar el hilo. El pescador salta de un tiempo a otro. Salta entre los tiempos de su vida, salta entre los tiempos de la historia. Estamos ante un personaje bien latinoamericano que dice cosas muy peculiares sobre lo que ocurrió con los europeos (y sin los europeos) en el continente. Juan Camacho entra a hablarnos de reyes, piratas, amores y dragones, o del arte de pescar, en un monólogo que fluye como los mejores ríos y los mejores cuentos.

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Seitenzahl: 97

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Bruno Elías Maduro Rodríguez

Juan Camacho o los relatos de un pescador

Navegante en el tiempo.

Saga

Juan Camacho o los relatos de un pescador

 

Copyright © 2022 Bruno Elías Maduro and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728048863

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para mi hija Shaloni quien ha degustado estos relatos.

1

Por aquí anduvieron los españoles. Desde que aprendí a leer historia patria, me he preguntado por qué un rey adulto de España jamás llegó a sus colonias en América. ¿Les tenía, acaso, miedo a las Indias, al trópico, al clima, a los mosquitos que transmitían enfermedades desconocidas, a los insectos que mataban a sus soldados? ¿Les tenía miedo a los caníbales que, según los cronistas, comían españoles y los cocinaban en ollas de barro? ¿Les temía a los misterios de la selva? ¿O acaso al qué dirán, a esas macabras lenguas de las chismosas de la Corte? No creo. No estoy seguro de que fuera miedo. El miedo es un estado de ánimo que muchas veces se nos oculta, y nos sale al encuentro a través de signos y síntomas misteriosos; el miedo es muy tramposo y se esconde para que no lo ataquemos. El miedo al chisme y a las chismosas no es fácil de esconder. Pero en este rey, el miedo se disfrazaba de osadía. Muchos reyes jóvenes y reinas de Europa tenían, como él, el don de la aventura. No soy rey, pero gobierno en mi territorio, eso me hace también un monarca. Por eso los comprendo. Me encanta la aventura. Y a este rey le fascinaba vivir al límite. Amigo de la adrenalina. Amigo del estómago que se bate en las tripas cuando alguien se lanza al vacío sin saber quién o qué lo va a recoger. Si a los aventureros nos pusieran un aparato para navegar por toda la galaxia, a sabiendas de los peligros que traería dicha navegación, ¿no nos embarcaríamos enseguida? ¡Claro que sí! Somos inquietos porque desconocemos los peligros, o porque no nos interesan, o porque nos encanta hacernos los inmortales en medio de la nada finita. La aventura para nosotros es instintiva, inconsciente y seductora; si no fuera por la aventura, ¿seríamos seres humanos? Lo dudo. Estaríamos aún en las cavernas, acompañados por el fuego de los mamuts, cambiando solamente las formas de las lanzas. Muchos se preguntarán: ¿Es el peligro de la aventura un don solo de los humanos? Creo que sí. Si no lo poseyéramos, estaríamos al lado de las bestias. Cuidando cuevas primitivas, y con un abrazador temor por las enfermedades y los depredadores. Ya esa etapa la superamos, pero nos quedó el impulso de seguir en la tarea de buscar lo inesperado, de atacar la incertidumbre, de entrar en la mitad de la oscuridad para iluminarla. Es algo instintivo. Pero no buscamos lo incógnito por lo incógnito; queremos conocer lo misterioso porque algo nos mueve internamente, algo por dentro se nos revuelve, o porque incluso queremos llegar directamente hasta el límite de lo que no sabemos; por ejemplo, qué podríamos decir de aquellos animales extraterrestres que hablan e inventan máquinas y engullen, devoran y mastican planetas enteros, que se atragantan comiéndose a los mundos adonde llegan. Qué podríamos decir de esos universos, de esos seres que muchos adictos a las lecturas, como yo, hemos detectado en las historias de Herbert G. Wells; de esos seres que teóricos y difamadores –creo, son lo mismo- llaman alienígenas. No quiero acentuar detalles en este tema. Yo podría hablar largamente de esos otros seres, pero simplemente pondré una pausa. A ellos me referiré más adelante.

Ayer me acordé de lo que sucedió esa vez. Ya la historia la tengo escrita. Voy a ser puntual. Yo venía en mi bote simple, en medio de la ciénaga. Lo vi perfectamente. Era un joven rey español. Estoy seguro de que era un rey español. He visto a los reyes de ese reino en pinturas de esa gran biblioteca que solo tiene un solo lector: el suscrito. Supongo que ese rey había zarpado, tiempo atrás, desde un secreto puerto ibérico, quizá de forma encubierta, no solo escondiéndose de su pueblo sino de su gran Corte, y también de sus asesores reales más allegados -pero no de ese séquito de oficiales íntimos y alcahuetes que lo acompañaron en su aventura, y al que también conocí. Ese rey escondido de su madre-reina, oculto de su abuela, también reina, quien manda en la casa más que cualquier monarca. Disimulándose de entre esos funcionarios que ponen a los gobernantes a firmar decretos sin tener él ni idea de lo que firma como regente. Disimulándolos. Escondido de todos sus súbditos lacayos, ese rey que yo conocí por estos lugares escondidos, se lanzó a vivir una gran aventura. Un rey joven, quizá de mi edad, 14 años, aburrido de las adulaciones y las lisonjas de los que piden y piden y no se cansan de pedir, harto de elogios llenos de falsedad e impostura. Ese rey, un día de esos llenos de monotonía cortesana, toma su barco de lujo, con otros barcos de escoltas y, de incógnito, atraviesa el océano Atlántico con un propósito: llegar hasta nuestro territorio americano. Y lo hizo. Un rey español en su imperio del otro lado del mundo. Quería alcanzar a toda costa las tierras de nuestro continente. Tierras comentadas por sus cronistas y archivistas reales, pero desconocidas por la verdadera aristocracia del imperio. Para llegar hasta aquí ha tenido que atravesar el océano grande, ese mismo mar que, antes de Colón, había sido considerado como el abrebocas del infierno, ese mismo océano que durante toda la Edad Media era considerado como las letras iniciales del abismo, donde finalizaba el universo. Ahí, en ese mismo precipicio infinito de donde nadie había regresado, ese precipicio al que Colón pudo devolverle una pequeña figura y pauta de vida (ya hoy respiramos tranquilos y vemos en los atlas otra cosa, pero ese abismo existió, aunque ustedes no lo crean). Dicen que Cristóbal Colón lo tapó, en su primer viaje. Y claro, fue ese abismo el primer gran reto de este niño-rey. Los barcos de la travesía estaban dirigidos por el propio monarca adolescente y también por un viejo capitán de confianza que había trabajado para su padre, el gran emperador inmortal. El capitán era un experto en navegaciones de ultramar y de aventuras inimaginables, y amaba al niño-rey como a un hijo. El soberano -con poca experticia sobre los asuntos de navegación, porque era muy joven, y como rey no había tenido tiempo para aprender las artes del pilotaje, la singladura y el cabotaje- había encontrado en el capitán a un buen acompañante de viaje. Ya en mar abierto, quizá empezó a comprender el trabajo de sus súbditos de la marina. Y también empezó a percibir el rechazo que sufrió Cristóbal Colón al querer convencer a sus coterráneos de que ya no existía ese abismo que ellos veían al otro lado del mar de Europa; sino que había otro mundo, igual que el occidental. Pienso que, en el fondo, en Europa aún se cree que estas tierras son otro mundo. Aquella vez para los imperiales, después de que Colón derribara la barrera del abismo, este era un mundo lleno de oro, lleno de tierras exóticas, consideradas en sí mismas como el paraíso terrenal, la tierra de las esmeraldas y la plata, la tierra digna, no para vivir, sino para extraer todas sus riquezas y someterla. Y se inventó otra forma de abismo. El de la ambición: ese no tiene límites. Pero este rey era distinto. Él no sabía que en su reino existía la esclavitud. Lo vino a saber en el viaje. Los asesores lo engañaban en la Corte, para evitar que perdiera su inocencia infantil. Creo que es una ley general de los asesores de un reino; ellos le ocultan a su monarca lo que realmente ocurre en su patria, para que el regente pueda dormir tranquilo. O, ¿por qué creen ustedes que pueden dormir los reyes? Porque un séquito les dice constantemente muchas mentiras… Para evitar la infelicidad del monarca (es solo mi opinión). Todo monarca debe ser feliz. Cuando se embarcó para estos mundos, él pensó en el reino de las mil y una noches que los árabes de España le habían leído en la Corte; pensó en un sueño infantil hecho realidad, pensó asimismo en el mundo paradisíaco de Marco Polo, ahora sí descubierto por los propios gobernantes de occidente. Pensó en las leyendas antiguas donde los reyes no son cobardes que engordan sino guerreros que liberan a su pueblo; claro, ficción sobre ficciones. El pequeño rey, joven rey, sabía, por lo que le habían contado, que en la travesía, su antecesor, Colón, hubiera podido haber sucumbido en su riesgoso viaje hacia el infinito del abismo; pero algo misterioso fabricó los límites del mundo que existe actualmente, y el Genovés triunfó; al Almirante pudo habérselo tragado una ola gigante o un monstruo o una deformidad marina o extraterrestres provenientes de esos territorios ilimitados, de esos mundos sin fondo; algunos europeos aseguraban, antes de Colón, que estas tierras eran otro planeta: un mundo mitológico que aún no se había podido descifrar y mucho menos narrar. El marinero Genovés triunfó sin percatarse. Llenó el abismo sin caer en la cuenta de cómo llegó a realizar esa gran labor. Sin embargo, vivió su vida frustrado, estropeado, desgastado por no cumplir los deseos de una élite llena de avaricia; el pobre Almirante Colón también murió engañado, no gozó de sus triunfos. Como la mayoría de los héroes, su objetivo no era llevar metal precioso a España, sino tranquilidad. Pero, al fin y al cabo, hizo una ruta para que otros lo llevaran. De tanto oro que buscaban los imperialistas europeos, llenaron arcas inmensas, que aun hoy perviven. No cualquier planeta como el nuestro es capaz de sostenerse ante extraterrestres que llegan del otro lado del universo a engullir su oro. Mi pobre América. Para Colón, su teoría del paraíso terrenal era cierta, pero no la pudo demostrar en vida. Imaginemos una ciudad de oro, como el gran `El Dorado´, qué tal si la hubieran encontrado, una ciudad con sus calles pavimentadas de oro. Imaginemos que hubieran hallado tales calles doradas. Pico y pala para esa ciudad hubiese sido el decreto. No existía la dinamita. ¿Las hubieran desbaratado, calle por calle, para llevarlas en pedacitos al viejo continente y complacer así a sus jefes patriotas y a su rey Midas? Qué calamidad arquitectónica y artística, después de tanto trabajar por estos lados para poder construir unas calles tan hermosas, hechas de oro y plata, después de tanto ocuparse en esa joya del universo, para que, en plena conquista, vinieran los herederos del Almirante a destruir sus pavimentos y convertirlas en simples lingotes rectangulares para trasladarlos en galeones. Un desastre estético. Quizá por eso nunca apareció tal ciudad. Fue el destino el que determinó que se mantuviera oculta. O tal vez la misma ambición la ocultó. Hoy sigue en su mismo escondite ese lugar: El Dorado.

Pero ese personaje que vi, nuestro joven rey español, al que me estoy refiriendo, navegaba sin par en su embarcación, escoltada por naves de guerra antiguas.