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A veces la gente inventa lugares habitables. Es el caso de la aldea que supieron fundar Mercedes, Luis Mariano y el Viejo Balía. Muchas mujeres y hombres aparecen en los 104 relatos breves que se engarzan en esta novela. El grupo de protagonistas, cada cual con su profundidad psicológica, se enfrenta a las amenazas de los cataclismos naturales y de la violencia política. Inspirada en los acontecimientos que vivieron personas reales, "La aldea debajo de la montaña" nos muestra lo que puede la literatura cuando juega con otros saberes. Nos sumerge en una ficción entretenida y reflexiva sobre los vínculos humanos, sobre el Caribe colombiano, sobre el paso del tiempo.
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Seitenzahl: 534
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Bruno Elías Maduro Rodríguez
Saga
La aldea debajo de la montaña
Copyright © 2022 Bruno Elías Maduro and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728048856
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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“Él sabía que si me abandonaba, ninguno cantara como canto yo…”
Leandro Díaz
....El día que terminé esta novela, y esta última página, me dieron la noticia de que mi abuela Mercedes había muerto. Alfonso, todos los días, va a resguardar lo que queda de las entradas de La Aldea. Doris no le ha dicho nada de la muerte de mi abuela a mi tío… yo tampoco quiero que le digan. Mi tío Alfonso sigue siendo el guardián de un territorio que existió y que muy pocos recuerdan… muchos lo tildan de loco. Hay testigos que dan fe de que no lo está. Yo soy uno de ellos. He aquí la prueba…
Mercedes había tenido un sueño aterrador. Desde hacía varios años los aldeanos hablaban de la destrucción. Se despertó al final de la madrugada y vio el cubrelecho revuelto por el abanico de sus piernas. La cama había rodado en medio de la noche, la repisa aún se movía, la pared también temblaba, pero las otras cosas de su cuarto estaban en su puesto, la mesa de noche tenía sus dos osos de peluche, un muñeco hecho a mano por ella misma, la caja de moñas que le hizo su madre, el pedazo de pelo que conservaba de ella, un prototipo de madera que simulaba el universo, unos guantes para el frío, unas bufandas que tenían su rostro y dos dados de cristal. Colgados en la mitad de la alcoba, también temblando, sus vestidos; en la repisa había un candelabro que ya no ardía. Mercedes alzó su cabeza lentamente y la giró de derecha a izquierda, fue entonces cuando advirtió que las almohadas yacían en el suelo. Comprobó que la cubría un sudor abundante, y temblaba. En la madrugada había soportado un frío intenso; tocó su frente y no tenía fiebre o por lo menos no la sentía. Gradualmente, despacio, suavemente se puso en pie y empezó a componer su cama. Extendía las fundas en la ventana del cuarto, cuando de pronto vio a su padre, el carpintero Rafael Púa, que entraba a la habitación. Estaba limpiando la casa. Rafael había ordenado sus propias pertenencias, las tenía empacadas en cajas y bultos para el viaje. Faltaban las cosas de Mercedes. El terror estaba en el ambiente. El temblor de la tierra seguía. El día anterior, los últimos vecinos que habían quedado en la aldea, después del aviso, abandonaron el lugar. En el caserío solo quedaban Rafael y su hija pequeña de nueve años. Era viudo. Manuela Santander le había dejado al carpintero Rafa una sola hija, la pequeña Mercedes. Manuela murió de una apoplejía. El volcán cercano, o una avalancha que podría provenir de los cerros contiguos, o la inundación del gran río que bordeaba la aldea, podían causar la temida catástrofe. Las versiones eran disímiles. Cada quien tenía que ver para dónde se iba. Rafael, terco e incrédulo a los rumores, pragmático, versado en las contingencias, experto en soportar las calamidades, no prestó atención a los murmullos. La gente de la aldea se fue yendo lentamente, hasta que las calles quedaron solas. Mercedes, a pesar de sus pocos años de vida, había cultivado la dicha de la soledad y cada día, cada momento, cada hora transcurrida en su retiro, aprendía a ser feliz; era una felicidad diferente, una felicidad que no tenía precio. Iba al río y a las fincas abandonadas donde solamente encontraba, si acaso, algunos rastros de sus vecinos, los habitantes de la aldea solo habían dejado las huellas débiles de una humanidad sin nombre. Rafael, por su parte, había caído en la cuenta del estado en que estaban los dos, sabía que no era bueno vivir tan alejados de la civilización. Permanecer aislados, sin vecinos ni familiares, prácticamente como ermitaños, en medio de un pueblo fantasma, no lo veía como la mejor alternativa para su vida. Esta desolada situación ponía en riesgo a su hija. En la madrugada recogió lo que se podía empaquetar y envolver. No había dado a Mercedes las razones del porqué estaba amontonando y envolviendo los mobiliarios de su casa. Bajo un silencio casi absoluto, embaló una a una sus maletas. Empacó sus herramientas de carpintería en varias bolsas de fique, las amarró a los animales que estaban en la puerta, luego tomó un balde grande para darles de beber a las bestias, acompañando el agua diáfana que contenía el recipiente con una proteína vegetal que solo él sabía preparar. Debía alimentar muy bien a los animales, las bestias tenían que acumular energías antes de comenzar el inesperado e incierto viaje que los esperaba. El grupo estaba compuesto por dos caballos, una mula grande y tranquila y una vaca lechera. Cogió los animales y los unió a una cabuya. Acopló la mula a un diminuto carruaje, que previamente había construido con cuidado y esmero, suficientemente armado para soportar la carga y el largo trayecto que los esperaba. A Mercedes la montó en uno de los caballos. Él hizo lo mismo en el otro. Un camino largo sin rumbo fijo se les presentaba. Apenas comenzaba la marcha. Poco a poco, comenzaron los animales, sin ninguna voluntad, a caminar. Mercedes, a lo lejos, veía cómo se perdían las cosas más significativas de su vida, aquellos lugares por donde correteaba con sus amigas, aquellos donde estaba el recuerdo de su madre, espacios llenos de alegría y jolgorio, ahora se iban de ella. La quebrada limpia, en donde bañaba a sus muñecas. Los pastizales verdes donde jugaba con la lluvia y los insectos voladores. La escuela donde aprendió a leer. Esos espacios ahora estaban solitarios, hundidos en la desidia, lúgubres, desolados, vacíos, solo habitados por los recuerdos que deambulaban en las esquinas. En su memoria vibraban aún aquellos gritos de gozo de los niños en las aulas, jugueteando en los pasillos, bromeando por los jardines, saltando de júbilo entre las plantas. La caravana de los cuatro animales, el padre y la hija, iba dejando un polvo seco que se metía en las fosas nasales y dificultaba la respiración de Mercedes, y también de los caballos. Hacía meses no llovía, quizá más de un año. En la medida en que avanzaba la caravana, el pueblo se convertía en un punto que lentamente iba desapareciendo. Mercedes observaba cómo se alejaba la aldea. Cuando ya dejó de verla en la lejanía, empezó a llorar; presentía que la felicidad casi absoluta que había vivido en ese lugar, no volvería jamás a su vida. El dolor en el pecho se confundía con la rabia. La impotencia de no poder luchar con ahínco, con fuerza, con tesón, con coraje, con bravura, con esfuerzo, por las cosas que se aman, brotaba de su aliento entrecortado. Mercedes, a su pequeña edad, ya había aprendido que las circunstancias, los hechos, las condiciones que brotan de las cosas mismas, la mayoría de las veces ganan la partida y, esta vez, como había sucedido con la muerte de su madre, se presentaba otra de esas ocasiones en las que no se puede discutir de frente contra las vicisitudes de la vida, sin salir herido o derrotado. El lamento parecía la única alternativa. No hubo quejas contra Rafael. La rabia que ella tenía, comenzando el trayecto áspero y silencioso, era contra el destino. El dolor que brotaba de su alma tenía muy pocas salidas. Huir podría ser una de ellas, pero llorar no estaba contemplado como parte de la solución. El camino de la vida apenas estaba regalándole sus primeras letras. El ruido de los animales indicaba un trayecto largo y tedioso, el mismo que abría las puertas a un nuevo ciclo de la existencia, una existencia que desde ese momento se presentaba incierta e insegura.
El aguacero cayó sobre la minicaravana. La hizo colapsar. Cuatro animales, una carreta, una niña y su padre. Rafael no sabía adónde ir, pero caminaba con una seguridad como si lo estuvieran esperando. La selva sedienta los acompañaba, los árboles se abrían para recibir el agua, el dosel de la jungla gritaba de emoción al lado del viento. Desde hacía varios años no llovía de esa manera, los últimos aguaceros, en la antigua aldea, fueron débiles y muy calmados. Esta tormenta, en cambio, cobraba con fuerza y con agua, los años secos, y retribuía con abundante lluvia los períodos de sequía, sufridos por un largo tiempo. La carreta se atascó en el barro. La herradura de la mula se tropezó con una piedra de gran tamaño. Una piedra blanca, fuerte, dura, persistente, se levantó en contra de los caminantes. La roca se atravesó en el camino y el animal que llevaba la carreta, opuso resistencia. Por un momento, Rafa pensó que sería mejor esperar. El polvo rojo, que antes se metía en las fosas nasales, llegaba ahora hasta los pulmones y ocasionaba una tos seca y repulsiva en los andantes. La tierra se iba convirtiendo en un barro espeso que impedía a los viajeros rodar el carruaje. Literalmente, se encontraban caminando en una sopa de lodo, color ladrillo, un lodo acuoso, una melaza de fango rojiza, inundaba los pies y se pegaba en la ropa. Hasta que por fin escampó. La caravana encontró un camino sin lodazal. El sol entró por una esquina del cielo, pero las nubes seguían una ruta en círculo, los vientos iban y venían, aunque la pausa de la lluvia se notaba. Un ponche, de repente, cruzó por el camino y pasó por debajo de las patas de la mula. Rafael Púa tiró su machete. Fue certero. A las dos horas, la carne ahumada del animal aromatizaba el lugar. Mercedes sació su hambre con un placer inmenso, sentía la comida de tan alta calidad como si estuvieran comiendo en el mejor restaurante del mundo. Rafael la miró desde una esquina del fogón: tenía el mismo rostro de su madre; delgada, no muy alta para su edad. Después de la cena, amarraron los caballos y la mula. A la vaca la dejaron suelta; desde que era una ternera le obedecía ciegamente a Mercedes. Ella la perseguía por los caminos de la aldea, era su mascota preferida. Cuando creció, Rafael la ordeñaba con cierta delicadeza, para que su hija no viera la fuerza penetrante y dolorosa que en estos casos es necesaria, la misma fuerza con la que se obliga al ganado para que puedan producir en la granja. Antes de llegar la noche, Rafa se dispuso a construir un tenderete en el camino, sabía que vendría más lluvia y se hacía necesario la protección del grupo, para ello debía hacer una pausa en el viaje, desmontar los animales, resguardar las maletas y los bultos, estacionarse, hacer un refugio, buscar amparo del aguacero, que ya estaba anunciándose, y, en fin, dar una pausa al trajín del camino. En un terreno plano, semiseco, enterró varias estacas, las amarró entre sí, tendió la carpa encima y la ajustó fuertemente, acomodó piedras para habilitarlas como sillas e hizo un lugar para el fogón, colgó las hamacas y encendió una nueva fogata con hierbas secas y ramas de árboles que trajo de una cueva oscura, justo al lado del camino. Los mosquitos merodeaban y podían hacer daño. De pronto, una sorpresa terrible, una serpiente cascabel se acercó sin hacer ruido. Rafa la persiguió y la mató:
‒ No puede quedar rastro ‒dijo‒, después regresaba y nos podía atacar.
La noche empezó con el temido aguacero. El tenderete armado con una carpa vieja de circo y unas guayas de acero, resistía el embate del agua. Mercedes durmió tranquila. Rafa no pegó los ojos. Estaban en medio de un bosque espeso y desconocido, sin saber en qué puntos se ubicaban el norte o el sur. A pesar de la desorientación, cualquier cosa podía ser mejor que volver a la aldea, donde ya no había animales en sus campos ni personas con quienes conversar. Al día siguiente salió el sol, estaba más brillante que nunca, comieron ponche ahumado nuevamente, y luego retomaron la ruta. El camino, solitario y ancho, revelaba algunas huellas de tránsito humano. A lo lejos, al final de la ruta, el camino se bifurcaba en dos. Por un lado, Rafa vio cómo el trayecto largo llegaba hasta las montañas espesas del bosque tropical, y hacia el otro, la vía que se dividía acariciaba la ciénaga inmensa. La ciénaga estaba cubierta de un salitre que parecía mármol. Rafa había oído hablar de la gran montaña, ahora la veía de frente. Ahí estaba el rumor del tigre comehombres. No era buen camino. Pero también había oído hablar de la ciénaga en la aldea, su fama de tragar pescadores incautos y volverlos manatíes humanos daba vueltas en su cabeza. Había únicamente dos rutas. La tercera elección estaba proscrita: devolverse. Mercedes ignoraba los rumores sobre el tigre y la maldad de la ciénaga. La inocencia y la serenidad la caracterizaban. Rafael podía ver que su hija estaba feliz con el viaje, se comportaba como si estuviera descubriendo el mundo, y eso le daba valor a Rafa para seguir adelante. Faltaban algunos kilómetros para elegir. En ese transcurso, Rafa podía meditar y deliberar entre una y otra alternativa, la ciénaga o la jungla espesa, cualquiera que fuera la que eligiese, iba a ser un riesgo. Muchas veces, el tiempo presente agota las energías para pensar, y las decisiones trascendentales tienen que ser aplazadas hasta el último momento. Antes de llegar a la Ye, al final del camino, la mente del carpintero podía soportar una leve deliberación. La elección no podía dejarse al azar. Mientras caminaban, Mercedes jugaba con la vaca. La mula soportaba con fuerza la carreta, sin oponerse a su carga. Mercedes les hablaba a las bestias como si fueran unos hermanos menores. Los regañaba. Los increpaba. Cantaba para ellos canciones que iba inventando en el camino. Los trataba con cariño extremo. Su madre había criado cada animal. La vaca, la mula y los caballos habían nacido y crecido en el calor de su familia. Mercedes no tenía duda, la responsabilidad de cuidarlos recaía sobre ella. Su padre no los percibía así. Para Rafa los animales solo eran instrumentos aptos para la carga. La decisión que tuvo su padre de irse de la aldea implicaba también un peligro para los animales. Con cada paso que daban, Mercedes veía el riesgo que ellos corrían. La selva desconocida se metía en su ser, como enemiga de la existencia de esos tiernos acompañantes. Había meditado durante el camino. Para ella, la vida del ganado estaba prefabricada: trabajar, o morir en manos de un asador o de un depredador salvaje. Estos animales no tenían muchas alternativas en la vida, por eso había que cuidarlos. La lotería para ellos solo tenía tres números: morir de viejos, la depredación, o la cena de cualquier humano. Cuando Mercedes vio el camino largo y el corto tramo que faltaba para llegar al lugar donde se dividía el sendero, cayó en la cuenta de que para ella también había una lotería, pero a diferencia de los animales, ella no sabía cuántos números tendría ese juego. Cada vez que su madre en la aldea le enseñaba el juego de la lotería, jamás pudo comprender por qué se ganaba o se perdía. El azar se mostraba denso y obtuso ante Mercedes como algo absolutamente incomprensible. Pero ahora su madre no estaba, y ya no había juego, ahora estaba frente a la realidad pura. ¿Había alguien detrás de esa realidad, había alguien, acaso, gobernando lo que estaba sucediendo, alguien por casualidad presidía la lotería de los animales o el plan de su propia existencia? No sabía. Lo que sí presentía era que el juego de la vida apenas comenzaba. Los animales daban fe de que esa lotería era real. Por eso cantaba para alegrarlos y aligerar con su canto el peso que estaban cargando. El peso verdadero de la presencia vital, el peso de la subsistencia, el peso del alma que ha caído en la cuenta de su existencia, el alma que reconoce que la vida no va a ser para siempre.
A cierta distancia se podía divisar la ciénaga. Algunas plantaciones esporádicas. Los sombreros de varios pescadores, el nailon, los anzuelos y las grandes atarrayas se asomaban. El mangle aún estaba seco por el prolongado verano que había sufrido, pequeñas hojas verdes salían de los troncos muertos, apresuradas por volver a la vida. En medio de un gris intenso, brotaban las ramas. Al final del recorrido, un caserío. Rafael Púa preguntó por el nombre del pueblo, alguien contestó:
‒No tiene nombre, este pueblo es muy pequeño para tener un nombre.
‒Un nombre es algo grande ‒dijo Rafael‒. Supongo que cuando crezca lo tendrá.
‒No creo ‒replicó el hombre ‒. Este pueblo tiene más de mil años. Hasta aquí vinieron los españoles y tampoco le pusieron un nombre, nadie se ha atrevido a bautizarlo.
Los animales y la caravana entraron de una buena vez, sin pedir permiso transitaron por las dos únicas calles lúgubres que conformaban la urbanización de la pequeña comarca sin nombre. El paso lento se podía oír por el eco. Las miradas se asomaban por las ventanas, el saludo lo hacían con un gesto desabrido, parecía como si una sola alma humana estuviese repartida entre ellos, como si cada persona solo tuviera un pedacito de espíritu en su ser. En el caserío había un anciano sentado frente a la puerta de su casa. Tejía tranquilo un trasmallo. Se puso de pie para ayudar a Rafael a bajar las cargas; el viejo pudo atar los animales a una palmera que estaba casi seca, victima también del verano. Acomodó los equipajes y también los envoltorios, luego los puso contra una pared, seguidamente les brindó agua a los visitantes, bebieron hasta saciarse, cogió otra cantimplora grande y les dio de beber a los animales en una tinaja. De la ciénaga venía un olor a salitre mezclado con mariscos secos. El olor incisivo impregnaba los espacios, estaba por todas partes. La ropa de Mercedes quedó contagiada con ese aroma indeseado. El anciano les dijo:
‒Pueden acampar aquí en este bohío, muy pocos visitantes llegan a este lugar, somos pescadores, llevamos los peces que atrapamos a Tasajera, un pueblo que queda al otro lado de la ciénaga. Tasajera es un pueblo que aún no conoce la autoridad ni el gobierno y cada quien hace lo que le da la gana, yo les aconsejo que no vayan a ese lugar, nosotros solo compramos y vendemos allí.
Rafael asintió y dijo que iba a tomar el consejo. Estaba agotado por el extenso viaje. Mercedes tenía el cuerpo destrozado, había soportado una larga y forzosa cabalgata. La niña solicitó con ruegos un lugar para sentarse. Se lo concedieron. El anciano quitó la vaca de la palmera seca, la amarró a un arbusto verde y le dio algo de la hierba que crecía en uno de los patios. El animal rechazó de un golpe la hierba criolla, revuelta con sal y mariscos. En cambio, empezó a comer de las hojas de varios arbustos con el beneplácito de los pescadores. A un lado de la aldea había un arroyuelo que traía agua dulce. De ese arroyo tímido, pero constante, se abastecían de agua los aldeanos. Rafael metió la mano en el agua del arroyo, la olió y la saboreó, intuyó que se podía beber. Después del ritual, sacó algo de dinero para pagar los servicios al anciano, quien lo estaba atendiendo. El anciano le devolvió el dinero.
– Guárdatelos –dijo. Aquí en este lugar el dinero no sirve para nada, nos basta con tu presencia, es un honor que usted y su niña nos visiten–. No hubo más palabras sobre el asunto del pago.
–Si usted quiere –prosiguió el anciano–, pueden quedarse a vivir aquí, no tenemos carpinteros, solo habitamos pescadores.
– ¿Por qué sabes que soy carpintero? –inquirió Rafa.
–Traes herramientas de ebanista en la carreta –respondió el anciano–. Eso te delata.
Rafael prosiguió:
–Voy rumbo a Barranquilla, pero desconozco los caminos para llegar hasta allá, un pueblo que, según me han contado, está habitado por judíos, turcos, árabes y cachacos. Ellos pueden llegar a ser mis clientes. La ebanistería es mi profesión. Agradezco la hospitalidad. Solo estaré unos días, mientras descansan los animales y mi hija toma fuerzas para seguir el duro camino. Es muy débil. Apenas es una niña.
Al día siguiente, Rafael sacó sus herramientas y empezó a cortar árboles secos del manglar. Improvisó un mesón de carpintería y empezó a construir sillas, mesas, camas, alacenas y repisas para cada vivienda del lugar. Mercedes, ese mismo día, encontró amigas de su edad, les enseñaba juegos que en la soledad de la aldea abandonada había inventado. También empezó a enseñarles a leer y escribir. El pueblo no conocía las letras ni las palabras escritas. Mercedes les mostraba a los pobladores los párrafos largos que ella leía. A la gente le parecía algo extraordinario que existiese la escritura. Son diminutas pinturas, decían, cuando se juntan eso que tú llamas palabras, se arma una especie de jeroglífico, un acertijo lleno de manchas y pequeños espacios. Se necesita mucho esfuerzo mental para comprender una palabra, repetían. Es un invento, un invento extraordinario, recalcaban los ancianos. Se sorprendieron cuando vieron que Mercedes podía llegar a traducir esas manchitas y convertirlas en palabras audibles y agradables. Mercedes recortó los periódicos viejos que venían en las sillas de la mula y los caballos y se dedicó a enseñarles las letras y las palabras, una a una. Todos estaban sorprendidos. En el juego didáctico, Mercedes se comportaba como una maestra excelente, una oradora elocuente y una lectora voraz. Todos estaban fascinados con ella, sometidos a un asombro cautivador. El analfabetismo absoluto gobernaba el lugar. Mercedes quería forzar a sus amiguitas a leer en poco tiempo los libros de cuentos infantiles que ella traía en sus maletas. Pero cayó en la cuenta de que ese proceso podía durar mucho más. Entonces, al notar que ellas no avanzaban, cambió la estrategia y se dedicó a leerles las historias de sus libros en voz alta. La rodeaban. No solamente estaban los niños, alrededor de las lecturas la aldea completa estaba como hipnotizada. Cuando llevaban un mes en la aldea, los niños se habían vuelto adictos a la pequeña Mercedes. Rafa inundó de mobiliarios las pequeñas casas de la aldea. Cuando terminó de poblar cada casa con sus muebles de madera, llamó a su hija, la sacó del círculo de juego infantil donde se había reunido hasta ese momento con las otras niñas del pueblo lacustre, y le dijo:
–No podemos quedarnos aquí. La ruta más cercana a Barranquilla dura un mes y medio completo, me lo dijo un poblador que acaba de regresar a esta aldea sin nombre, esa persona conoce los caminos, ya me indicó cómo puedo llegar a la gran ciudad, es un camino largo, pero ya sé cómo ubicarme, y tenemos que prepararnos para el extenso viaje.
Mercedes ya se había acostumbrado a sus amiguitas y estaba amañada en el caserío. A pesar de ser un pueblo lúgubre y melancólico, tenía amiguitos reales y humanos, adultos que la amaban, las señoras de la aldea también estaban apegadas a ella, la habían adoptado como a una niña más en sus familias. Otra vez tenía que montarse en el caballo y soportar la marcha. Papa Rafa, como le decía, era terco. No resistía la contradicción. Cuando decidieron irse, los habitantes se reunieron para darles el adiós, quizá la niña y el carpintero podían ser los últimos visitantes de una aldea olvidada en medio del tiempo, sin nombre y sin rastro, pero con una humanidad indescriptible, la hospitalidad deseada por cualquier viajero. La despedida no fue placentera. Hubo dolor. Mercedes veía cómo el llanto de las amiguitas le desbarataba el estómago. En vano iba a soltar las lágrimas porque sabía que su padre no daría vuelta atrás.
El viaje había durado tres días con sus noches. En la oscuridad del bosque espeso se oía el ruido del tigre. Rafael tenía una pistola Colt 45 y una escopeta de dos tiros. Dormía con ellas, listas para tirar, la pistola en la cintura y la escopeta en la mano. Pero tenía un sueño intranquilo, cada diez minutos se despertaba y revisaba con la mirada el lugar donde estaban su hija, los animales y la carga. La hamaca que le había tejido su mujer en vida se había convertido en una perfecta compañera para descansar en mitad del monte. No supo en qué momento lo cogió el sueño. Cuando despertó en la mañana, vio a su hija dormida, entonces se apresuró a levantarse y, en silencio, empezó a desbaratar el tenderete, compuesto por las carpas de circo viejo, palos secos amontonados, y algunas guayas de amarre. En la noche anterior había armado la barraca a un lado del camino. Alzó el rostro desde un montículo para terminar de revisar el sitio. Fue en ese momento cuando vio la mula descuartizada. El tigre los había visitado. Rafael corrió para ver si con la vaca había ocurrido lo mismo. Una evidente tragedia para Mercedes. Pero la vaca estaba intacta. La besó con emoción o susto. No levantó a su hija para darle la mala noticia. Veía tan frágil a la niña, ese espectáculo podía ser para ella macabro, desagradable y triste. Recogió rápidamente los restos del animal, los tiró fuera del camino, echó tierra sobre las partes descuartizadas, tapó la sangre con lodo y hojas de árboles, y, luego, empezó a desarmar la carpa sin molestar el sueño de Mercedes. Mucho después la niña despertó y se levantó de su chinchorro.
– ¿La mula, Pá? –fue la primera expresión al levantarse, como si hubiera estado soñando con el animal.
‒Creo que se perdió o se fue, hija ‒dijo Rafa.
Mercedes se puso triste, amaba a ese animal. La mula llevaba la gran carga, pesada, valiosa y vital para la travesía, pero también se comportaba como una compañera, como una amiga, como una hermana, como un soporte afectivo, fiel a sus regaños y a sus tiernas caricias. En la caravana, animales y humanos parecían allegados, individuos muy cercanos, quizá parientes, familiares, o hermanos de compañía.
–En el próximo pueblo tendremos que vender la vaca ‒dijo Rafael. Esa frase la golpeó.
– ¡No, Pá! – dijo Mercedes, llorando y pataleando‒. Esa vaca nos da leche, es lo único que me queda de mi mamá. ¡Yo la vi nacer!
Rafa no respondió. Cuando llegaron al Hatal, un viejo caserío se asomó al final del camino selvático, situado en medio de mangos y bananos. Rafa cambió la vaca por víveres y vestidos, y algo de dinero.
– ¿No te tropezaste con el tigre? –le preguntaron a Rafa.
– No, no he visto nada.
Mercedes se despidió de su vaca noble que la había alimentado por años, era como si Rafa hubiera vendido a su madre en el mercado. Pero no podía discutir con su papá. Desconsolada, triste, adolorida, lloraba a su animal. Después de la venta quedaron los dos caballos, uno que tiraba de la carreta y el otro que llevaba a la niña. Rafa andaba de a pie. Todavía faltaba algo del camino para llegar al lugar a donde iban. No mencionó al tigre. Tampoco a la mula descuartizada. El rugido del felino los acompañó por varias noches. Treparon una meseta alta y luego Rafa le dijo:
–Te voy a dejar un tiempo donde mis hermanas, hija, es muy peligroso seguir contigo hasta Barranquilla. Mis hermanas viven en ese pueblo, cercano a Orihueca y la cacica de ahí es Simona Púa. Manda en ese lugar más que el presidente de la república, ellas te van a cuidar. Me criaron a mí, y lograron conocerte el mismo día en que naciste. Las dos fueron amigas de tu madre. Solo me iré por un corto tiempo.
La emoción de conocer a sus tías se mezclaba con la tristeza de dejar a su padre. El amor por su padre cubría todo su ser, era un amor total, un amor convertido en un sentimiento que la amarraba a él con una fuerza indescriptible.
– ¿Por qué no te quedas, Pá? ‒dijo Mercedes.
‒No, hija ‒replicó Rafa‒, solo voy por dos o tres semanas, y vuelvo por ti, quiero organizar la casa en Barranquilla, y adecuar un lugar en donde tú puedas estar cómoda–. Mercedes se quedó tranquila, creía y confiaba en su padre de manera absoluta.
Esa tarde volvieron a comer ponche ahumado. Después de la cena, Rafael armó un nuevo tenderete al caer la oscuridad. En la noche llegaron los mosquitos. El fuego se apagó y Rafa no pudo encenderlo nuevamente, había demasiada humedad en el lugar. En medio de la oscuridad, arropaba a su hija para protegerla de los insectos, pero en vano: los mosquitos hicieron su agosto en la piel de la niña. En la mañana, Mercedes empezó a tener fiebre. Rafa apuró el paso para llegar a Orihueca. Desde allí caminó, con la niña en sus brazos, hasta el sitio donde estaba el pueblo de Simona Púa. Ahí apareció Isabel, su hermana mayor, vio a la niña pálida, casi desmayada. Se la quitó de los brazos.
‒Tiene mucha fiebre, está casi muerta ‒exclamó Isabel.
‒Le picaron los mosquitos ‒dijo Rafa.
Isabel la cogió y la metió en una tina de agua fría, le dio curarina y la bañó con un ron revuelto en raíces secas, le untó una pócima extraña en la cabeza, cuya fórmula secreta solamente Isabel conocía. Cuando cedió la fiebre, Mercedes cayó en un sueño profundo. Su recuperación duró varias semanas. La niña, mucho tiempo después, recuperó la plena conciencia. Preguntó si su padre ya había vuelto. La matriarca Simona Púa dijo:
‒ Él se fue ‒recalcó‒, pero conozco a Rafael, no volverá por ti.
El llanto salió de la chiquilla como un volcán en erupción. Isabel trataba de consolarla.
– ¿Por qué le dices eso, Simona? ‒le reclamó Isabel a su hermana‒. Eso es como si le dijeran que su padre ha muerto.
Simona tuvo lástima por su sobrina y no tocó más el tema. Cuando la niña soltaba el llanto de repente, por la ausencia de su padre, Simona se apartaba para que el dolor de Mercedes no la contagiara.
El camino había sido trágico y la vaca ya no estaba, ahora la criatura podía estar convertida en una mera historia, en una pieza de carne cocinándose en el hornillo de alguien. Una gran pérdida para Mercedes. Por otra parte, su papá se encontraba en Barranquilla, buscando oportunidades en una ciudad en donde, según él, se podía cultivar el futuro por pedazos, como se hace con una siembra de mangos. Ella se había obstinado en no creer en las palabras crueles de su indomable tía. Sabía que su padre iba a cumplir la promesa de volver. Durante días y semanas se asomó a la ventana para ver si el caballo de su padre llegaba con el preciado jinete, quería abrazarlo, quería tenerlo y apretarlo y amarlo, como siempre lo había amado. La espera larga y tediosa se convirtió poco a poco en un vacío, en un abismo, en un precipicio del cual Mercedes sentía que si caía en él no volvería a levantarse. Pero la leve esperanza de volver a ver a su padre la mantenía viva, ella esperaba que de pronto su padre pudiera aparecer por la puerta, no solo lleno de regalos, sino de mucha ternura, esa misma ternura que ella había sentido desde el momento en que tuvo alguna forma de conciencia. Se acordaba de las palabras de su padre, tenía memorias de sus caricias. Nunca creyó en las macabras frases de su tía Simona. Isabel la consolaba. Mercedes había hecho un pequeño hueco en la pared del cuarto para ver el camino largo por donde supuestamente vendría Rafael. Durante mucho tiempo las tías vigilaron la casa para que la niña no se escapara. La tía Simona atrancaba las ventanas y las puertas de la habitación de Mercedes para que la niña no estuviera tentada de huir. El encierro duró meses. Mercedes estaba presa, confinada, aislada, por el solo hecho de querer hasta el cansancio a su padre. Encerrada y condenada por amar con toda el alma, con todo su ser.
De Rafael Púa no se tuvo más noticias. Mercedes lloraba todos los días a su padre. Supuestamente, en algún momento, él podía aparecer por la puerta para darle un beso o cogerla entre sus brazos y saltar con ella, como lo hizo tantas veces en aquella aldea abandonada donde pasó sus primeros años de vida. Después que murió su madre Manuela, su padre se abrió paso con su hija y siempre atendió su crianza. La idea de convivir con las tías Isabel y Simona parecía ser la más conveniente, según Rafael. Vivir con las tías, para no poner en riesgo la integridad de la niña, era evitar algún percance que podía acarrearle una carpintería nómada. Quedarse en la aldea de Simona Púa parecía ser la mejor alternativa para la seguridad personal, pero esta alternativa tenía un alto costo emocional. Mercedes trataba de entender eso, el vacío interno y las ganas de morirse iban y venían, el hueco que se le hacía dentro del pecho no lo podía soportar su cuerpecito. Mucho menos cabía en ella la gran angustia que generaba el recuerdo inquebrantable de su padre y también de su madre. Sentía como si el miedo al rugido del tigre de la montaña se hubiera metido en su espíritu, como si ese ruido se hubiera instalado en sus costillas en forma constante, o como si el felino se hubiera tragado a su padre, y sus tías le ocultaran la cruel verdad. Rafael se fue a ejercer la carpintería a una ciudad en donde no tiene ni amigos, ni familiares, ni conocidos, le repetían las tías. ¿Quién le podía traer razón a Mercedes de su padre, si el camino a Barranquilla, tan largo y tortuoso, solo lo transitaban los aventureros?
Las tías Simona e Isabel tenían fama de ser personas de bien. Desde el inicio se portaron con Mercedes de acuerdo a su situación: huérfana de madre y, por cosas del destino, abandonada por su padre. Mercedes se fue acostumbrando lentamente a ese lugar adonde había llegado inicialmente por solo unas semanas. El pueblo de Simona era una aldea circular encima de una meseta. Un riachuelo daba la vuelta completa a la pequeña altiplanicie. Desde el pequeño río se levantaban la mayoría de las casas. Algunas viviendas colindaban con las laderas de la pequeña meseta, y llegaban hasta la otra orilla del río. El caserón en donde habitaba la matrona Simona Púa, estaba en el centro del lugar. Fincas de banano, árboles de mango, palmas de seda, cocoteros y ciruelos, hacían parte de los bosques tropicales contiguos a la aldea de Simona Púa.
En ese lugar se escuchaba, casi a diario, el comentario de los vendavales. Cuando llegaban las fuertes brisas, que antecedían a la temida tormenta, había que amarrarlo todo. El vendaval tumbaba techos y hacía volar lo que se interponía en su camino. Entraba al pueblo en forma de pequeños tornados, que, en vez de arrancar las casas, se metía en ellas y hacían más desastres por dentro que por fuera. Los tornados actuaban como si tuvieran la capacidad de elegir lo que se iban a llevar a través de los aires. Camas, sofás, ropa, machetes, mesas, ollas, platos, cucharas, gatos. ¡Qué extraño, el vendaval no se llevaba a los perros ni a las personas! Las brisas fuertes se comportaban con inteligencia propia, parecían monstruos de viento. Simona no les prestaba atención a las advertencias de tornados con nombre de vendaval. Ya estaba acostumbrada. Ella practicaba su vida cotidiana como si la naturaleza no la afectara. Para esos tiempos de vendavales, Simona tuvo la necesidad de construir un molino impulsado por el viento. Había que aprovechar las brisas fuertes. No lo pensó dos veces. Dio la orden de construir el molino antes que llegaran los fuertes aguaceros. El aparato tenía una destinación específica, tal como la de recoger agua limpia del riachuelo, o también moler trigo, maíz y arroz. En épocas de sequías podía ser impulsado por mulas o bueyes, el molino podía también servir de extractor de aguas subterráneas. El molino, que había sido un capricho de la cacica, luego se convirtió en algo vital para la aldea, se transformó en una necesidad. Cuando quedó listo el triturador, la máquina, impulsada por el viento o por tracción animal, incentivó a varios clientes de Simona, quienes deseaban utilizar los servicios del molino. Las finanzas se incrementaron y los recursos, en la pequeña economía de Simona, aumentaron. Los camiones que venían de la Guajira por el trayecto destapado, se abastecían del agua que sacaba el molino desde el fondo de la tierra, en los tiempos secos. Los guajiros que llegaban, también compraban harina molida, triturada por el molino. Los habitantes de Pivijay solicitaban a Simona los servicios del triturador para moler el arroz. Después que acabó la construcción completa del molino, la lluvia probó la máquina de los Púa. Llovió a cántaros rotos. El cielo negro se iba desvaneciendo y el valle, lleno de bananos, quedó anegado. El riachuelo creció lentamente hasta convertirse en un gran río tormentoso. La aldea parecía una isla. Los habitantes de los alrededores de la meseta, sucumbieron. Hubo damnificados a montón. Simona dio a muchos de sus súbditos la protección en alguna de las casas de su propiedad. El lamento se confundía con el espíritu de solidaridad. Los habitantes rezaban para que la lluvia se fuera, como antes lo hacían con la sequía. En la aldea no había ni curas ni alcaldes. Ni inspectores ni autoridad civil ni militar. Solo estaba ella, Simona Púa, la cacica. Mercedes se solidarizó con su tía y empezó a sentirle afecto, la cacica tenía un corazón noble y compasivo. Mercedes ayudaba a su tía y atendía a los necesitados que lo habían perdido todo. Simona, una mujer distinguida y solidaria, carecía de gestos amorosos, tales como una caricia o un beso. Parca. Una mujer de pocas palabras. Muchas veces no hablaba, solo gesticulaba o señalaba con el dedo; con el gesto, las personas ya sabían lo que debían hacer. Su autoridad no la refutaba nadie. Los indios de la Sierra acataban sus órdenes. Simona tenía un espíritu generoso y dispuso de sus propiedades para que los damnificados pudieran tener algún socorro. Cuando cesó el agua, y los vendavales se marcharon, mucha gente quedó sin techo y sin muebles donde dormir. Simona cayó en la cuenta de que, a pesar de tanta agua y fuertes vientos, el molino había logrado soportar los vendavales. Quedó intacto.
Para ese entonces, cuando muchos en el pueblo se dedicaban a la reconstrucción de la aldea, llegó el circo. Hicieron una isla de diversión en medio de la tragedia. Aprender a reír en vez de llorar, decían. El circo traía payasos y animales salvajes. Había personajes inolvidables para Mercedes, el hombre-tren, la mujer-leona (un hombre que se disfrazaba de mujer y se metía en una cabeza disecada de león africano). El hombre plástico que se estiraba la nariz y los brazos. El mago incorpóreo. El elefante volador. También los acompañaba el King Kong del Caribe, el hombre invisible, el hombre de la luna, los marcianos. El circo estaba compuesto por puros varones, no había mujeres. Simona entró en sospecha y tuvo ciertos recelos hacia sus integrantes, detestaba a los payasos. Duraron cinco semanas las funciones del circo. Simona no asistió a ninguna. Una madrugada, cuando ya la sequía había vuelto y el verano nuevamente se había apoderado del pueblo, se oyó el estropicio de la mudanza. El circo se fue en medio de la oscuridad. Al día siguiente, en el pueblo cayeron en la cuenta de que las mujeres entre 15 y 45 años no estaban, se habían ido con el circo. Solo quedaron las niñas y las abuelas, acompañadas de todos los varones de la aldea. La mayoría de las casas habían sucumbido, menos las de Simona. Los hombres quedaron sin esposas y sin hijas señoritas. Muchos maridos entraron en un estado delirante. El pánico y la desolación gobernaban sus llantos. En ese entonces, Simona tomó una decisión: en el pueblo no se aceptan más circos ni carpas de bufones. Desde ese momento se prohibía la entrada de payasos a la aldea, así los niños lo pidiesen con pataletas y con insoportables gritos. Odiaba los circos desde antes que raptaran a las mujeres, y a partir de ese momento tenía razones para prohibirlos. Simona no concebía la posibilidad de que una persona tuviera que ponerse una máscara para poder relacionarse con los demás. La careta del payaso es una forma de distancia real, decía la cacica. Ya basta con la fachada natural. Todos los seres humanos tenemos máscaras en nuestras vidas para ponerle una adicional, la que supuestamente debe hacernos reír, eso es una farsa, decía. La prohibición de aceptar circos en la aldea fue acompañada de un silencio absoluto, como si esa orden compensase el dolor ocasionado por el robo de las mujeres púberes. En cada casa de la aldea parecía que hubiese muerto alguien.
Mientras el silencio se perpetuaba en las habitaciones destruidas de la aldea, tanto por el vendaval como por los payasos que habían raptado a las mujeres, el molino siguió sirviendo de soporte. Los indios mandaban razones con mensajeros jóvenes a la cacica Simona. Andrés, su hijo, se las transmitía:
–Mamá –decía Andrés‒ ¿Cuánto cuesta moler el maíz en el nuevo molino?
–Nada‒ contestaba su madre‒, que vengan y lo muelan… Díganles a los indios que si nos pueden prestar a sus mujeres para calmar a estos hombres llorones… yo les puedo moler la cosecha entera si me mandan algunas de sus mujeres.
Los indios de la Sierra apreciaban a Simona, pero no aceptaron la indelicada propuesta.
– ¡Este robo de mujeres fue peor que el vendaval! –gritaba la cacica.
Mercedes veía cómo iban transcurriendo las cosas en la aldea de su tía. Cauta y prudente aceptaba las decisiones y las órdenes de la matriarca. Guardaba silencio con lo que ocurría. Después de los vendavales siguió una sequía extrema y, luego, cuando todo estaba seco, volvió nuevamente el minitornado. Regresó puntual, como lo habían pronosticado los indígenas que llegaban a triturar el maíz de la Sierra en el molino. Esta vez fue una gran tormenta. El nuevo tornado empezó a recorrer tenebrosamente en círculos la aldea. Destruyó casas y fincas pequeñas cercanas al pueblo. Después que se marchó, Simona se puso a mirar la destrucción, vio una ruina masiva y gritó, pero gritó con una fuerza que movía los cimientos de las pocas casas que quedaron intactas. Dijo:
– Ahora sin techo, sin pueblo, sin mujeres y sin sacerdotes: ¡Qué tristeza la de estos hombres que lloran todo el día a unas mujeres vagabundas que se van con el que primero aparezca! –gritaba Simona en voz altísima–. Mercedes, nos toca a nosotras, a ti e Isabel, reconstruiremos el pueblo. Aquí no hay tiempo para consolar a nadie. Que lloren y lloren esos pendejos…
Simona Púa tenía dos hijos varones y una mujer: Firo, Andrés y Delia. Mercedes se convirtió en otra hija, y de los cuatro, Simona la prefería por su tenacidad, empuje e iniciativa. Cuando llegó a la aldea de Simona, Mercedes ya sabía leer y escribir perfectamente, su inteligencia sobrepasaba la de los niños de su edad. Sabía algo de inglés escrito, pero no lo hablaba. Su madre Manuela le había enseñado con empeño matemáticas elementales y cálculo complejo. Conocía geografía. Contaba la historia de la China como quien narra un cuento infantil. Los obreros chinos de la línea férrea, quienes construían la vía del ferrocarril, quedaban maravillados al oírla. En el pueblo de Simona, a excepción de la matrona y su hermana Isabel, ningún habitante sabía leer, incluyendo a sus tres hijos biológicos. A iniciativa de Simona, Mercedes montó una escuela. Sus hermanos de crianza fueron los primeros alumnos. Los otros aprendices provenían de la aldea: hombres, mujeres, adolescentes, ancianos, niños y niñas. Tenía un método certero. Al poco tiempo, casi todo el pueblo estaba alfabetizado. Los habitantes lograban leer la prensa que venía de Riohacha, Barranquilla, Ciénaga o Venezuela. Leer se convirtió en el mejor descubrimiento. Los periódicos que caían en sus manos habían sido impresos muchos años atrás. Cada poblador alfabetizado empezó a enterarse de noticias que habían ocurrido en un pasado remoto; sin embargo, esos hechos, para ellos apenas estaban transcurriendo en ese instante. La noticia del ayer se vivía como si estuviera sucediendo en el presente. Después de un largo tiempo de ejercitar el don de la lectura, supieron los aldeanos en la prensa doméstica que llegaba de Riohacha, que el joven Andrés Púa, hijo de Simona, había estado preso en Maicao por tomar a una mujer en la Guajira y no querer casarse con ella. Simona se desesperó, aunque desde niña sabía leer, nunca cogía la prensa, decía que los periódicos son el arte del desperdicio y solo cuentan cosas ridículas que se olvidan con facilidad. Pero esta noticia tocaba a su parentela.
– Yo sabía que los hombres de este pueblo se iban a robar a las mujeres de otros lugares ‒dijo Simona‒. Eso nos va a traer grandes desgracias, esto sobrevino fue por aceptar a los cirqueros vagabundos y dejar que nos despojaran de nuestras jóvenes.
A los pocos días se presentó Andrés con una dama alta y hermosa, desde el cabello hasta los pies. Una india verdaderamente bella. Su cuerpo esbelto era impactante. Tenía los ojos azules como el cielo. – Devuelve a esa mujer, ya te metieron preso por una igual –dijo Simona–. Seguramente esa mujer tiene su marido allá en la ranchería.
– No, mamá –dijo Andrés –. Es soltera. Ya pagué cárcel por la otra, se acabó el problema–. La india hermosa se quedó en la casa bajo la mirada recelosa e inspectora de Simona.
El vendaval llegó de nuevo, pero esta vez no desbarató ninguna vivienda, aunque se presentó tan fuerte como los vientos anteriores. Su furia fue tan poderosa que los árboles tocaban el suelo. Mucho antes, Simona había liderado la reconstrucción de cada casa, después del último tornado. Las viviendas quedaron sólidas, y ahora, con esta nueva tormenta, los distintos hogares pasaban la prueba de fuego. No se cayó ninguna casa a pesar de la arremetida de los vientos.
– Ni un terremoto va a desbaratar lo que hicimos, Isabel –decía Simona.
Efectivamente, después del vendaval, los techos y las puertas quedaron en su sitio, las escorrentías bajaron de inmediato, el río tomó su cauce, los cerros empezaron a endurecerse. No hubo charcos en las calles, solo un montón de hojas que dejaron los árboles caídos. Esto daba fe del talento que poseía la cacica Simona Púa para reconstruir aldeas enteras.
Cuando pudieron limpiar la aldea de la basura que dejó el vendaval, se oyó el estruendo de los motores. Varios camiones llegaron a la aldea, algunos repletos de whisky venezolano y chirrinchi guajiro, otros cargados de rifles y de indios belicosos. Los carros hicieron una fila larga a la entrada del pueblo. Los hombres armados preguntaron por Andrés Púa. Se esperaba lo peor. Eran indios de la Guajira. El jefe indio habló en su lengua, otro indio más pequeño de estatura traducía en un español atravesado. Tenían armas en la cintura, algunos indios se encontraban casi desnudos, otros vestían con mantas de colores y con pequeños sombreros. Mercedes los recibió con la cortesía indígena que su madre le había enseñado. Las piernas flacas de Mercedes temblaban, y el aire se le salía por la boca, el susto no se podía ocultar. Los hizo pasar a la casa amplia de Simona. El jefe indio hizo una pregunta en su lengua. El otro indio traducía.
– El jefe dice que dónde está su hija.
– Aquí nos mataron a todos –dijo Mercedes en voz baja–, por culpa de ese Andrés, tan mujeriego y no se corrige.
Simona salió al encuentro con un valor de mujer de guerra:
–Si me lo van a matar, primero lo hacen conmigo –dijo la matrona. El indio habló en su lengua, fue un discurso largo sin traducción. Hubo un silencio sepulcral. Luego llegó la anhelada versión en castellano.
–No se preocupe, señora ‒dijo el indio pequeño‒. Esas camionetas las trajo el jefe para armar la fiesta de matrimonio con su hija, la que ya está viviendo con Andrés. Aquí están los presentes, el jefe le trajo regalos. Usted es la cacica, jefa, usted en la Guajira es más famosa que ninguna otra mujer. Dice el cacique que es un honor para nosotros emparentarnos con su tribu.
Tres días duró la fiesta, pero a Mercedes no se le pasó el susto por un largo tiempo. Cualquier cosa la hacía tiritar. Las piernas le siguieron temblando por varios meses. Entretanto, Andrés cogió fama de hombre valiente y mujeriego en toda la Guajira, y también en el pueblo de su madre. Simona no festejó. Esta situación, para ella, pudo haberse convertido en una tragedia, aunque para el jefe indio era un honor el matrimonio, ella lo veía como una calamidad. Pero sabía evitar conflictos o contrariedades, no objetó al cacique guajiro. Mejor es tener una nuera indígena que un hijo muerto, dijo. Mató gallinas para el sancocho y decretó hospedaje para los indios guajiros. La fiesta duró 15 días con sus noches…
Simona ordenó la edificación de una escuela en el centro del pueblo. Dispuso para la construcción un lugar en la plaza nueva, construida después del vendaval. Andrés y Firo se encargaron de cortar la madera en la montaña, las paredes de la escuela no podían ser calurosas, y, para ello, había que combinar el barro con la madera. Los indígenas de la Sierra ayudaron a los hijos de Simona a cortar con hachas los grandes árboles, lo hacían bajo una obediencia extrema. De los cerros selváticos traían árboles de carreto, cedros, robles y caracolíes. La orden de Simona fue: “Esa escuela debe durar mil años, los Púas somos carpinteros desde la edad de bronce, aparecemos en la Biblia acompañando a Moisés en el cruce del mar Rojo. Esa será la escuela de los Púa, ahí va a enseñar Mercedes a leer y escribir, sumar y restar a toda la aldea, luego los hombres aprenderán el arte de la construcción. Así los conservadores no nos van a explotar con su salario de humillación”. Cuando la escuela estuvo lista, hubo que dividir los cursos: los niños blancos de la compañía de banano estaban revueltos con los indígenas y los descendientes de africanos. Las clases comenzaban a las seis de la mañana. Mercedes tenía 15 años, pero poseía una fuerza envidiable. A las diez de la mañana salían los niños y llegaban los adolescentes, hasta las 4 p.m. Mercedes hacía un breve descanso al final del día, luego, en la noche, al lado de velas, llegaban los adultos que querían entrar y proseguir el acto escolar. Algunos de ellos ya habían aprendido a leer con la joven Mercedes. Inicialmente no tenían cartillas ni libros. Andrés cortaba los robles y hacía unas tablitas de madera, luego, Mercedes las convertía en juegos didácticos. Con las tablas de madera enseñaba matemática y algo de ciencias básicas. Parecían abecedarios y silabarios de madera traídos desde el núcleo mismo de la Sierra. Firo tallaba el alfabeto en madera de roble o cedro, como buen carpintero que era tenía la habilidad de hacer figuras didácticas. Construía rompecabezas complejos, Firo los sacaba de los troncos caídos o de algunos árboles secos de la jungla. Mercedes estaba alegre de que sus hermanos de crianza la acompañaran en la tarea de enseñar. Los indios guajiros cuando llegaban a visitar a la mujer de Andrés, traían periódicos editados en Cartagena o en las Antillas. Los indios no sabían leer ni escribir, Mercedes les encargaba con denuedo los periódicos, tráiganme esos papeles que venden en la calle y tienen algunas fotos. No lo vayan a utilizar para el excusado, me traen esos papeles a mí, decía la joven maestra.
Las noticias viejas se convertían en nuevas. Así como la de Andrés hecho preso en la Guajira, llegaron otras, por ejemplo, un homenaje a Rafael Núñez en sus veinte años de fallecido. La aldea se enteró de esa noticia cuarenta años después de su muerte, y saltaron de alegría, pues pensaban que Rafael Núñez aún seguía vivo. Creían que el cartagenero iba a ser inmortal, con el dicho de que hierba mala nunca muere… Otros opinaban que iba a vivir, por lo menos, unos 300 años. Simona decretó fiestas en la aldea, decía: “Ese vendepatria que destruyó al Banco, donde murieron mis familiares…”
Mercedes había hecho un periódico mural en la placita del pueblo. Recortaba las noticias que provenían de Riohacha y Maracaibo. Se empecinaba en auscultar las noticias para que la información fuera lo más actual posible, el pueblo no debía perturbarse nuevamente al enterarse de hechos antiguos como si hubiesen ocurrido el día anterior. Las personas que ya sabían leer, se interesaban por consultar el periódico mural de Mercedes. Ella inventaba constantemente metodologías didácticas para motivar el aprendizaje de la lectura en los integrantes de la aldea, deseaba que se apropiaran de la escuela. Que la hicieran suya. Que la escuela fuera algo cotidiano y común. Aprender a leer era como descubrir otro universo. Por eso estar enterado de lo que pasa en el mundo, a través del periódico escolar de Mercedes, fue uno de los retos que se propuso cada habitante de la aldea. Para llegar a informarse de lo que decía el periódico mural tenían que, primero, aprender por lo menos a leer. La escuela fue un éxito. El pueblo de Simona en poco tiempo se convirtió en una comarca medianamente ilustrada, privilegio que antes de la escuela solo lo detentaban los ricos y los hijos de los ricos del Puerto y de Ciénaga.
Cuando ya la tranquilidad y la paz escolar se habían apoderado del pueblo, cuando el mundo de la aldea de Simona empezaba una nueva ruta, cuando el sosiego se había metido en los huesos de cada habitante, la cotidianeidad de la comarca fue nuevamente alterada; era una tarde ardiente, azotada por un sol y por una temperatura inclemente que podía calentar hasta las ollas y hacer hervir la leche sin fogón. Como de la nada aparecieron algunos camiones cargados de muchas personas. La gente estaba atiborrada y mal puesta, confinada en las tablas de los tráileres. El pueblo se sorprendió cuando escuchó el ruido de los motores. Las camionetas chillaban, y retumbaban las montañas de la Sierra. En forma instantánea alguien dijo: “¡Ya volvieron las mujeres que los cirqueros se llevaron!” Efectivamente las mujeres habían regresado en camiones de carga. Retornaron montadas en furgones repletos y atestados, venían apretujadas como si fueran ganado rumbo al matadero. Las damas se bajaron de los camiones, algunas venían con hijos pequeños cargados en sus brazos, otras solas con algunos bolsos y vestidos viejos. Cuando Simona las reparó, cayó en la cuenta de que tenían una característica común: todas estaban preñadas. Las barrigas altas y las caras bajas de la vergüenza, aparecían en sus rostros como si sufrieran de una enfermedad colectiva y contagiosa. La orden de Simona se adelantó a cualquier decisión impulsiva de los varones abandonados de la aldea. Como cacica tenía que actuar a tiempo:
– ¡Son niños y tenemos que aceptarlos! –exclamó con voz de estruendo.
No se discutió sobre el asunto, acataron la orden de la matriarca de manera inmediata. Los hombres recogieron a sus mujeres de los furgones y las llevaron a sus casas, nadie podía hablar mal del otro, como decirle `cachón´ a su vecino o algo similar, porque todos estaban sometidos a la misma circunstancia. La palabra `cachón´ fue proscrita en la aldea. Cada quien tenía en su casa a un hijo ajeno que criar, o una barriga engendrada por otro que mantener. La categoría `cacho´ fue proscrita en los diálogos y en los juegos de dominó.
– Lo que no vuelvo a aceptar aquí –dijo Simona–, es que lleguen nuevamente payasos o cirqueros, si asoman la nariz por acá, serán asesinados sin piedad.
La orden de la matriarca fue respetada. Hablar de infidelidad se convirtió en un crimen de Estado en la aldea. Las mujeres que habían vuelto cayeron en la cuenta de que los hijos que habían abandonado en la aldea ahora estaban grandes e iban a la escuela, y sus padres, varones, sanos y obedientes, se habían convertido en hombres de hogar que ahora sabían leer y escribir, además habían cuidado de sus casas como si jamás se hubieran ido las esposas. Las mujeres lloraron para pedir perdón. Fue un llanto colectivo…
Para ese entonces, Mercedes, casi una señorita, trabajaba en la escuela de sol a sol como si fuera una adulta completa. Cuando terminaba la jornada escolar, llegaba al molino para ayudar a moler maíz, ya sea con Andrés, con la india Marielena o con Firo. Mercedes, la incansable. Trabajaba incluso los domingos. En el pueblo no había parroquias ni curas. Simona odiaba a los curas. Una rezandera era lo más parecido a un cura. Rezaba el rosario con camándula en mano. A Simona no le disgustaba. Pero tampoco compartía con ella esa práctica de santería. A pesar de que no había iglesia, los habitantes se recogían y guardaban los días santos, incluyendo el domingo. Una aldea religiosa. Casi nadie trabajaba el domingo a excepción de Mercedes. Fue uno de esos domingos de intenso trabajo, cuando llegó un negro alto y muy bien parecido al pueblo, solicitando los servicios de la escuela. Luis Mariano Rodríguez Llerena. Simona lo revisó para ver si tenía algo de payaso o de cirquero. Luis M dijo: “Yo trabajo en la compañía de bananos y en la empresa inglesa que construye la vía férrea…” Simona sin embargo no le quitó los ojos de encima. Luis M quería proseguir sus estudios en la escuela de Mercedes. Simona para ese entonces sospechaba de cualquier persona extraña que llegase al pueblo. De hecho, había mandado a construir un parapeto en la mitad del caserío, con una cabuya que colgaba y se meneaba con el viento: una horca para criminales. Aun no se había estrenado. Luis M no tuvo temor. Solo quería aprender a leer con detalle y cautela. Mercedes lo admitió como alumno. Simona se percató de que el muchacho tenía buenos atributos para encantar a las mujeres, lo examinó por completo. Efectivamente, no pertenecía al circo ni tampoco tenía cara de payaso. Las mujeres podían caer a sus pies. Solicitó su vigilancia permanente. Mercedes pidió prudencia a su tía, no a todos los extraños que llegasen a la aldea había que tratarlos como a simples robamujeres. La tía lo aceptó con ciertos recelos. De todas maneras, ahí estaba la horca esperando estrenarse, dijo.