Lepanto, la historia oculta - Jean Dumont - E-Book

Lepanto, la historia oculta E-Book

Jean Dumont

0,0

Beschreibung

A mediados del siglo XVI, Europa sufrió la mayor amenaza de su historia: el avance del imperio turco islámico. Entre las principales naciones católicas europeas hubo una que, ante tal acontecimiento, decidió dar la espalda: Francia. Jean Dumont se atreve a arrojar luz sobre esta inquietante realidad y a plantear las preguntas que se derivan de ella. El 7 de octubre de 1571 fue la fecha de la victoria de Lepanto, cuando la Europa cristiana impuso un freno decisivo al expansionismo islámico que amenazaba las puertas de Roma, Venecia y Viena. Pero más allá de este trascendental acontecimiento, cuya dramática historia se relata íntegramente, Dumont revela que la complicidad de Francia con el Islam no dejaría de desplegar sus efectos a lo largo de los siglos siguientes, hasta nuestros días, culminando en los problemas a los que nos enfrentamos actualmente. Con la precisión y la novedad de su documentación internacional, a menudo inédita, Dumont nos ofrece una gran y fascinante saga histórica, profundamente reveladora.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 372

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Jean Dumont

Lepanto, la historia oculta

Traducción de Mónica Ruiz Bremón

Título en idioma original: Lépante, l’Histoire étouffée

© Fleurus Éditions, 2022

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 1999, y la presente, 2024

Traducción de Mónica Ruiz Bremón

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 121

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-188-5

ISBN EPUB: 978-84-1339-521-0

Depósito Legal: M-8330-2024

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. +34915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

PRIMERA PARTE. LOS HECHOS

I. LA AMENAZA

II. LA VERGÜENZA

III. LA GLORIA

IV. LOS RESULTADOS

SEGUNDA PARTE. LAS EXCUSAS Y LOS ENVITES

I. ¿DEFENDERSE DE LA CASA DE AUSTRIA?

II. SALVAR LA REFORMA

III. ¿SALVAR LOS SANTOS LUGARES?

TERCERA PARTE. CURIOSAS PERSISTENCIAS

«Sí, la Historia tiene una vocación pedagógica esencial a menudo olvidada [...] ¿Se puede consagrar un día al Rosario, el 7 de octubre (¿por qué el 7 de octubre?), silenciando por completo el 7 de octubre de 1571, sobre todo nosotros los franceses, teniendo en cuenta que nuestro Muy Cristiano Rey era entonces el aliado de los turcos infieles contra Europa cristiana? Perturbador, sí, pero, ¿es suficiente motivo para callárselo?»

Jean Pierre Gomane, Director de Estudios del Centre des Hautes Études sur l’Afrique et l’Asie Modernes (La Croix, 7 de diciembre de 1996, p. 21)

PRIMERA PARTE. LOS HECHOS

I. LA AMENAZA

Ni siquiera en la época de las invasiones bárbaras, Europa, la civilización cristiana, conoció una amenaza tan grave, vital, poderosa y unificada como la amenaza turca islámica que sufrió a lo largo del siglo que va desde 1450 a 1571, fecha de Lepanto (el famoso 7 de octubre).

Las invasiones bárbaras que se habían impuesto del siglo III al V al mundo romano cristiano, fraccionadas en diversos pueblos, en el espacio y en el tiempo, se habían vertido de tal forma en el molde, o yuxtapuesto al mismo, que no lo habían destruido. Integradas a veces como federadas en la estructura de la propia Roma, no habían impedido que siguieran floreciendo los más altos testimonios de la civilización romana cristiana. Su inicial herejía arriana había convivido con san Martín, san Hilario de Poitiers, san Sidonio Apolinar, san Gregorio de Tours y san Cesáreo en la Galia; con san Benito y el papa san Gregorio en Italia; con san Leandro y san Isidoro de Sevilla en España. Muy pronto, los francos se convirtieron (en 496 o unos años más tarde), al mismo tiempo lo hicieron los burgundios arrianos (hacia 500) y, después, los suevos y los poderosos visigodos de España, también arrianos (hacia 570 y 590 respectivamente).

En los siglos XII y XIII, Europa había conocido una amenaza fundamentalista islámica, la particular de los almorávides y los almohades mauritanos o bereberes que se instalaron en España. Pero esta amenaza se había enquistado y había sido enseguida rechazada por la cruzada española y europea, primero en las Navas de Tolosa (1212), después en Sevilla (1248). Se creó entonces, en respuesta a la llamada del papa, una Liga Santa de Europa, que incluía a Francia, para asegurar este rechazo. En Las Navas o en Sevilla combatieron, al lado de los ejércitos de los reyes de Castilla, de Portugal y de Aragón, el arzobispo de Narbona, el obispo de Agde, el conde de Foix y el señor de Mirepoix a la cabeza de los caballeros e infantes franceses; también el italiano Micer Ubaldo, a la cabeza de un grupo de caballeros ingleses. Un marino francés permitió la reconquista de Sevilla venciendo a la flota islámica de socorro: el almirante Ramón Bonifaz.

Todo el gran universo

Nada que ver con la enorme amenaza turca islámica de 1450 a 1571. Esta no lanzó sobre Europa monjes guerreros islámicos de una parte del ribat mauritano y después a los bereberes del Atlas marroquí, sino a todo el universo islámico fundamentalista de África y de Asia, e incluso de Europa oriental, reunido como un ariete bajo un mando único. No vio levantarse contra ella una Liga Santa de la Europa cristiana; por el contrario, se benefició a menudo de la complicidad pasiva de la Europa protestante de Alemania, los Países Bajos e Inglaterra contra Roma y, casi siempre, de la complicidad activa de la reserva francesa, a pesar de ser ésta también católica, contra el católico imperio austro-húngaro español. Desde 1537, estuvo muy cerca de apoderarse de la misma Roma, cuando Solimán el Magnífico, acampado en Valona con 150.000 hombres y una poderosa flota, esperaba, para lanzarse contra la Ciudad Eterna que tenía al alcance de la mano, el ataque combinado que el rey de Francia le había prometido lanzar sobre Italia del Norte. Cosa que, por fortuna, éste no hizo, asustado de repente por el abismo que podía abrir. En 1570-1571, en vísperas de Lepanto, la situación era muy grave. Francia había rechazado la Liga Santa e intentaba deshacerse de la poderosa Venecia, a cuyas puertas había llegado ya la formidable flota y el ejército de desembarco del sultán Selim II. Y Selim reinó ya, como Solimán, hasta las puertas de Viena, otro de los corazones de Europa.

Inexorable avance

La ola que llevó al poder islámico a las puertas de Roma, de Venecia y de Viena no fue nunca detenida del todo. Avanzaba inexorable, reduciendo a la Cristiandad, como dijo Fernand Braudel, «a un cantón de Europa». En 1453 se apodera de la gloriosa capital del imperio cristiano de Oriente, la Constantinopla de san Gregorio de Nazianzo, de san Juan Crisóstomo y de la basílica de Santa Sofía. En 1461 se apodera del último reino cristiano de Oriente, el de Trebizonda. En 1459, después de Bulgaria, cae bajo el poder islámico Serbia (salvo Belgrado); en 1463 caerán Bosnia y Croacia. Al mismo tiempo, la ola turca avanza sobre Grecia, asegurándose en 1470 la gran isla de Eubea, de 1460 a 1475 el ducado de Atenas y el principado de Morea (Peloponeso). En 1479 llega todavía más al oeste, apoderándose del condado de Cefalonia, enfrente de Italia.

En 1480, los turcos no dudan en desembarcar en la misma Italia, apoderándose de Otranto, que destruyen y donde masacran a la población cristiana. En 1517 se hacen con el sultanato moderado de los mamelucos de Egipto, que reinan también sobre Palestina y Arabia y que han tratado de defenderse pidiendo ayuda a los aragoneses católicos de Sicilia.

Los turcos se convierten entonces en fundamentalistas, recibiendo su primer sultán Selim en La Meca, y vanagloriándose de ello, el título de comendador de los creyentes. En 1518, esos turcos convertidos en fundamentalistas se hacen con el control de los bereberes musulmanes de todo el Magreb, especialmente de Túnez a Argel. En 1521 se apoderan, en Europa central, de Belgrado, que había resistido hasta entonces. En 1522 invaden la Rodas de los Caballeros de San Juan tras un asedio épico. En 1526 humillan y matan al rey Luis de Hungría en Mohacs. En 1529, desde Hungría, se lanzan sobre Austria y sobre la misma Viena, salvada in extremis.

Roma, sitiada por todas partes

En 1532 reemprenden el asalto contra Viena, de nuevo salvada in extremis por el emperador Carlos Quinto. Después, se instalan sólidamente en Hungría, en Budapest (1541), en Moldavia, entonces polaca, en Rumanía y en Albania. En 1536 han invadido y destruido la Calabria italiana. En 1543 toman y saquean Niza, después se instalan en Tolón, ciudad que el rey de Francia les ha ofrecido. En 1544 masacran a la población cristiana de las islas Lípari. A continuación desembarcan en Córcega y saquean la isla de Elba y numerosos puertos italianos, donde hacen innumerables cautivos. En 1558 se lanzan todavía más hacia el oeste, apoderándose de Ciudadela, en la española isla de Menorca. Sus aliados bereberes no dejan tampoco de hacer incursiones a las costas españolas de Valencia y Andalucía para hacer prisioneros en masa. Estos aliados disponían entonces de un nido virulento, el Peñón de Vélez, en la costa norte marroquí, a la entrada misma del Atlántico, que los españoles, de nuevo con ayuda de otros cristianos, toman en 1564.

En 1565, para hacer saltar el cerrojo que, a pesar de todo, protegía el Mediterráneo occidental, los turcos lanzan un ataque masivo contra Malta de los Caballeros, salvada también en el último momento por la flota de Felipe II. En 1568 participan junto con sus bereberes (una cuarta parte de los combatientes) en la muy peligrosa sublevación de los moriscos de Granada. En 1570 someten la gran isla de Chipre, que se mantenía católica, con espantosas masacres. En 1571 devastan todo el Adriático, de Corfú hasta Venecia, como hemos visto. Como Venecia, Roma, rodeada por todas partes, parecía más que nunca un fruto maduro a punto de caer en sus manos. El segundo sultán Selim cuenta con ello, armándose «con furia», tal y como apuntan todos los informes.

La destrucción de la civilización cristiana

Y esta amenaza turca no es sólo inmediata, poderosa y unificada, sino también imparable, inexorable. No se dirige sólo al corazón geográfico de la Cristiandad, sino que apunta incluso a su alma, a su civilización. Al contrario que la amenaza de los bárbaros, vertida en el molde romano, luego medieval y cristiano, la amenaza turca supondría la destrucción radical del molde.

Las naciones cristianas, invadidas, desaparecen. A menudo bajo la emigración masiva de nómadas islámicos, como los yuruk y los tatar en Bulgaria, Rumanía, Grecia y Macedonia. Son sustituidas por el poder de los pachás, representantes uniformes y serviles del poder omnímodo del sultán. Además, «la doctrina misma del estado turco hace que toda la riqueza sea propiedad exclusiva del sultán», como recuerda Braudel. Los timar islámicos que el sultán distribuye entre sus cortesanos y servidores reemplazan así a los señoríos cristianos. Al principio sirven para proveer a los combatientes de la conquista islámica, los sipahis; después «se vuelven contra el mundo campesino, lo explotan sin vergüenza y sin medida. Es el tiempo de la ignominia», escribe el mismo Braudel. Se hace tabla rasa de las incardinaciones nacionales, de todo el progreso social cristiano que había tenido en cuenta, como dice el profesor de la Universidad de Princeton, Américo Castro, «la fuerza y el brío que el artesanado y el campesinado habían adquirido en el siglo XV en toda Europa».

Los propios cristianos son objeto de una discriminación fundamental en el imperio otomano. Son sometidos a un impuesto especial que no pagan los musulmanes, encaminado, naturalmente, a animarles a convertirse al Islam. Y son abandonados sin protección alguna contra la arbitraria administración de los pachás, contra la arbitraria justicia de los cadís, los jueces musulmanes, y contra el arbitrio religioso de los ulemas, los doctores de la ley musulmana. O mejor, unos simples fundamentalistas que conforman una especie de inquisición islámica espontánea, una «institución popular que funciona continuamente», independientemente de los tribunales, «con funciones de persecución y de delación», como nos dice el especialista en el mundo islámico Miguel Asín Palacios. Los cristianos son maltratados; sus casas, incendiadas. Y esta discriminación a menudo violenta, esta servidumbre, golpea fuerte en el interior de las relaciones sociales más profundas. Como ocurre hoy en los países musulmanes, «la madre cristiana casada con un musulmán no tiene ningún derecho sobre sus hijos, que deben ser educados en la religión de su padre», recuerda el misionero católico del Alto Egipto, el abad Vittorio Mazzucchelli. Se trata de la erradicación, consumada o programada, del cristianismo mismo.

El mafioso domina al totalitario

Hasta los hijos de los cristianos pertenecen en tierra islámica al sultán, como el resto de la riqueza de su imperio. Este tiene a bien no quedarse, en principio, más que con uno de cada cinco (a menudo muchos más), desde su tierna infancia, en beneficio propio y del Islam. Son arrancados a la fuerza y para siempre a sus padres cada tres años. Las niñas para poblar los harenes del palacio, los niños para ser entrenados y adoctrinados en el islamismo y constituir sus tropas de elite, los jenízaros. Que llegarían a ser 140.000 bajo Solimán y Selim II. Así, el Islam turco mataba dos pájaros de un tiro: los nacimientos cristianos en su interior le servían para conquistar u oprimir a los cristianos del exterior. En esto también era «el tiempo de la ignominia».

Tampoco se olvidarían de utilizar, con la misma eficacia, a los cristianos del exterior, que eran capturados en masa. Ni se dejaría de lograr que este último aspecto de la amenaza turca islámica fuera un negocio de estado absolutamente eficaz. Un negocio de estado en el que el mafioso acabaría dominando al totalitario, algo en lo que nuestros totalitarios modernos no han llegado a pensar. El mafioso que hace negocios fraudulentos con el palacio, especialmente con los numerosos renegados del cristianismo que produce la feroz discriminación de los cristianos y que son tentados por el suculento enriquecimiento. Hay que reconocer que el imperio turco obtenía así una doble ventaja: la rentabilidad de un gigantesco chantaje y la aportación humana de una masa de marginados de todas las nacionalidades cuyo talento se combinaba con su falta de escrúpulos. Estando las naciones cristianas alejadas, no tenían cabida en ellas, al menos por el momento. Pero con el gusano mafioso prosperando dentro de su acogedor fruto, el imperio turco se corrompe por dentro y los ajustes de cuentas del palacio lo convierten, pronto, en el «malo» de Europa.

Un inmenso campo de concentración

De momento, pues, según un modelo que se ha vuelto a repetir en nuestros días, el Mediterráneo turco se convierte en un inmenso y productivo campo de concentración para cristianos. Por un lado, cuando estos cristianos son ricos o acomodados resultan, por los rescates exigidos, una inyección financiera a su producción intensiva de renegados; por otro, cuando son pobres, constituyen un reservorio de galeotes para las flotas de galeras que protegen esta genial institución. El cuadro que nos ofrece uno de estos campos de concentración, Argel en la época de Lepanto, por entonces de los más importantes y a la vez inyección financiera y reserva de galeotes, es elocuente. Argel, tan significativo que su «rey» islámico, el pachá beylerbey, el inteligente renegado cristiano calabrés Uluj Alí, sería, a la cabeza de sus temidas galeras de piratas y chantajistas, el héroe turco de esta gran batalla.

Los cautivos cristianos, varones adultos, capturados en las costas italianas, en las islas mediterráneas grandes y pequeñas, en las de España e incluso en la Francia mediterránea, así como en los barcos que cruzaban el Mediterráneo, incluidos los franceses, llegaban a alcanzar la cifra, en Argel, de 20.000 a 30.000 esclavos1. Habría que añadir a éstos las mujeres y los niños, al menos 10.000 esclavos más. Pero se desconoce su número exacto, ya que, en lugar de ser concentrados en Argel, a menudo eran rápidamente dispersados, las mujeres hacia los innumerables harenes del imperio turco, los niños a los campos de adiestramiento de los futuros jenízaros. Se ve ya cómo los sistemas nazi y soviético no inventaron nada para la destrucción de las familias mediante la separación inmediata de las mujeres, los niños y los varones adultos. Vomitados por las galeras, galeones o bergantines que se habían apoderado de ellos, todo comenzaba, para los cautivos cristianos de Argel, con su venta en una pública subasta. Una subasta de puro esclavismo, que tiene dos fases, dura tres días y tiene como escenario la gran calle de Souk2. La subasta está abierta, en principio, a todo turco o bereber interesado, que aprecia, toca y sopesa el valor físico, profesional y el posible rescate de cada elemento de la mercancía allí arrojada. Después viene una segunda subasta, ya que los destinos de la primera están sometidos al derecho de retracto del «rey» turco de la ciudad. Éste se reserva el derecho de quedarse para sí mismo, al precio fijado en la primera subasta, la mercancía que le parece más interesante. La máquina esclavista estaba, como se ve, perfectamente organizada y regulada; era, de hecho, oficial.

Remeros esclavos encadenados

Desde entonces, una de dos: puede que la mercancía sea de escasa calidad humana, profesional, social o financiera, por lo que no cabe esperar ningún rescate o de muy escaso valor por ella. En ese caso, no se duda: estos cautivos cristianos baratos son básicamente empleados como galeotes de las flotas del sultán o de sus renegados. Comienza entonces un largo calvario para estos remeros esclavos encadenados que nos describe, entre otros, el especialista contemporáneo Haedo. El trato normal que les espera incluye palos o latigazos e infinitas crueldades que no les dejan descansar ni media hora. Sus hombros, abiertos por los golpes, derraman sangre. Se les muelen los huesos y se les cortan las orejas o la nariz si no resultan demasiado eficaces. Incluso cuando se quiere lograr una rápida boga que haga volar a las galeras sobre las aguas y no son capaces de conseguirlo, se les llega a cortar la cabeza con la cimitarra y se arroja su cuerpo al mar. Hay realmente tantos de estos desgraciados cautivos a disposición que interesa aplicarles una despiadada y ejemplar selección natural. «No basta lengua humana para decirlo, ni pluma para declararlo», concluye Haedo3.

Cebos para el chantaje

O bien, si la calidad humana, profesional, social o financiera de la mercancía permite esperar el rescate buscado por la industria imperial del chantaje, el comprador de la subasta guarda con cuidado su lote en su casa. O lo lleva a la concentración de los antiguos baños de Argel, unas prisiones colectivas húmedas, malolientes y superpobladas, que han dejado su huella en la historia hasta el punto de que nuestro término prisión viene de ellos*. Pero no para asegurar a este lote un trato de favor, sino todo lo contrario. Pues se trata, la mayoría de las veces, de malos tratos compatibles con la conservación de la mercancía, de excitar su esperanza de ser rescatados por los suyos o por las autoridades cristianas. De suscitar en ellos un deseo casi desesperado, irreprimible, de liberación, que les hará convencer a sus corresponsales en la Cristiandad de pagar su rescate al precio que su dueño turco o bereber no deja, lógicamente, de aumentar. Este atroz juego del gato y el ratón, este suplicio de Tántalo por la libertad, que aumenta de precio sin parar, dura con frecuencia numerosos años. Así fue para el futuro autor de Don Quijote, Cervantes, cautivo en Argel en 1575. Su comprador, un renegado que creía que se trataba de un caballero español de categoría, «le maltrataba lo más posible con trabajos, cadenas y reclusión». El pobre soldado de Lepanto que era entonces Cervantes se veía así continuamente «cargado de hierros y de cadenas». ¡Y que no soñara con escaparse! Una simple tentativa de evasión que pusiera en peligro todo el sistema del chantaje hacía olvidar las esperanzas de provecho particular al comprador, además de que las autoridades turcas imponían un castigo que se quería fuera ejemplar, disuasivo para todos: el culpable era, sencillamente, «quemado o empalado vivo».

Como resumen de todo esto, Haedo cita el testimonio de un compañero de cautividad de Cervantes, el sacerdote portugués Antonio de Sosa: «Pues si por caso dejan salir a algunos fuera de casa, bien sabeis que es o para labrar los edificios o para ayudar en las murallas y con los traer cargados de cadenas, de traviesas y de grillos [...] Y en todos estos trabajos, casi siempre, los más traen a las espaldas un moro o vil negro por guardián, el cuál con un muy duro palo o bastón en la mano, por do van les va de continuo moliendo y pisando las entrañas a palos, sin los dejar reposar ni aún limpiar el sudor [...]. Y aún esa es la causa porque todas estas calles y lugares de la ciudad están llenas de continuo de infinitos cristianos, tan enfermos, tan flacos, tan gastados, tan consumidos y tan desfigurados que apenas se tienen en los pies o se conocen». Y el sacerdote portugués añade: «Y con todo, esto no es nada para lo que he visto hacer a otros, y cada día lo usan muchos, que al pobre cristiano enfermo le sacan a la campaña o llevan a sus viñas o si se hallan en la mar le desembarcan en tierra y, hecha una gran hoguera de leña, atadas las manos, le echan dentro de aquel fuego [...]»4. Cervantes, por su parte, concluye, juzgando al «rey» de Argel en su época, Hazán Pachá, como hoy se juzga a los nazis: el turco era «el asesino de todo el género humano» (Don Quijote, 1ª parte, capítulo XL).

Malas noticias que provocan terror

Así fueron la extensión, la profundidad y el peso aplastante de la amenaza turca islámica sobre la Cristiandad mediterránea. Que pisoteaba todavía con más fuerza a la Cristiandad sometida de Europa oriental y central y de Asia. Pues allí, como era de esperar, las iglesias fueron transformadas en mezquitas, los conventos pasaron a los religiosos musulmanes, los sacerdotes y los religiosos fueron con frecuencia masacrados. Como ocurrió con la basílica de Santa Sofía de Constantinopla, la basílica y el convento del Monte Sión de Jerusalén, con las iglesias de Budapest y con los sacerdotes y religiosos cristianos de Bosnia y de Croacia o de Jerusalén.

Por toda la costa y tierra adentro del antiguo Mare Nostrum, por donde se habían esparcido los apóstoles para proclamar la Buena Nueva, una «Mala Nueva» islámica propagaba ahora el terror. «Las Baleares, Córcega, Sicilia, Cerdeña, por citar sólo lo que conocemos bien, fueron (entonces) plazas sitiadas», escribe Braudel5. «Carlos Quinto, después del saqueo de Mahón en 1535 [otro saqueo del que no habíamos hablado], planea, en previsión de nuevos peligros, la evacuación pura y simple de la población de Menorca a la gran isla balear. El caso de la isla de Elba, en el archipiélago toscano, no es menos trágico. Bárbaramente sorprendidos [...] por el empuje [turco y] bereber [...] sus ciudades costeras —se entiende los grandes poblados del litoral— se disuelven por sí solas. La población tiene que huir a las montañas del interior». Ya en 1389, tierra adentro, en Europa central, tras la batalla de Kosovo, «miles y miles de serbios cristianos habrían sido vendidos como esclavos [por los turcos]»6. La inseguridad era tal por todas partes que el propio papa «León X por poco fue capturado [por los turcos] en el transcurso de un paseo por las costas del Adriático».

Y sobrepasando con mucho a la sola ciudad de Argel, los cristianos cautivos esclavos del Islam serían «cerca de un millón durante algunos siglos»7, a juzgar por el número de los rescatados o intercambiados por los trinitarios.

La intercesión tan necesaria

Sin embargo, la Cristiandad no permanece inactiva. «Ante los turcos, el Mediterráneo se eriza de fortalezas». «A partir [de 1538] se construyen atalayas en las costas napolitanas». «Igualmente, Cerdeña construye torres [...]. Junto a los bancos de coral de la isla, los pescadores se refugiaban detrás de esas torres y utilizaban la artillería para defenderse»8.

Lo mismo ocurre en Sicilia, en las costas de Valencia, de Andalucía, etc. Así se anuncia primero y se prepara después el gran golpe naval colectivo que va a constituir la gloria de Lepanto. Respondiendo a la llamada de la cabeza de la Cristiandad, el gran papa dominico san Pío V. Y, según el propio testimonio de éste, por la intercesión, tan necesaria, de la madre compasiva de los cristianos, Nuestra Señora.

II. LA VERGÜENZA

Pero lo que más refuerza la amenaza opresiva de los turcos es la concurrencia de una fuerza cristiana de Europa occidental que le tiende y le ofrece su mano. Por lo mismo, lo que transforma en radical su fundamentalismo islámico es que, desde el corazón de la Cristiandad, se arma, se financia y se sostiene su brazo. Si las galeras, los galeotes y los bergantines turcos arrojan tantos cautivos cristianos a Argel y sus alrededores es porque los navíos del Islam son equipados con velas y remos y provistos de galletas y pólvora en arsenales cristianos que enarbolan uno de los estandartes más resplandecientes de la Cristiandad. Si Solimán llega con tanto empuje hasta Budapest y Viena es porque su artillería se ve reforzada por la que le es entregada bajo ese mismo estandarte. Si Solimán y su sucesor Selim II están tan bien informados sobre la resistencia cristiana que se está fraguando contra ellos es porque unos reyes cristianos en persona, sus embajadores y sus agentes, transmiten a los sultanes los datos que les proporciona la natural confianza de los otros reyes y responsables cristianos.

En efecto, son los reyes de Francia quienes equipan, financian y arman a los musulmanes. Y quienes, traicionando la confianza de sus hermanos cristianos, informan, diligentemente, a los comendadores de los creyentes, a sus jenízaros y a sus renegados, y les entregan, por anticipado, soldados y marinos cristianos. Así es: el Islam conquistador tiene como cómplice activo a Francia, la «hija primogénita de la Iglesia». Contra el papa mismo, a quien, además, como veremos, no se le dirá nada.

Toda realpolitik presenta por adelantado sus buenas razones, al menos para que no se noten demasiado sus fechorías. La de Francisco I, después la de Enrique II (que al final la rechazará) y después la de Carlos IX, avanza las que considera pueden ser unas buenas razones: un complejo tejido de inconsistencias, de vanidades, de falsificaciones, de segundas intenciones igualmente condenables, como han demostrado los propios especialistas franceses. No las consideraré por el momento. Las reservo para un análisis detallado, incluidas sus largas consecuencias, en los capítulos de mi segunda y tercera parte. Entonces se podrán juzgar. Ahora me contentaré con enumerar los hechos de complicidad activa de la increíble alianza franco-turca, tal y como tuvieron lugar a lo largo de dos periodos, interrumpidos por el rechazo de Enrique II. El primer periodo, bajo Francisco I, de 1520 a 1547 y después bajo Enrique II, que al principio continuó con esta política hasta que la abandonó por completo en 1559. El segundo periodo, bajo el reinado de Carlos IX, desde 1562-1568 hasta después de Lepanto (1573).

La llamada del rey de Francia a los musulmanes en 1520

La llamada de Francisco I a los musulmanes contra la Cristiandad es un hecho desde los primeros años de la década de 1520, en aras de lo que podría ser la defensa de su vanidad. Ofendido por no haber sido elegido emperador del Sacro Imperio, como lo había procurado activamente y viendo que se ha preferido a Carlos Quinto, en 1519 alienta la sublevación de los moriscos de Granada contra éste. Conocemos este hecho, en su momento confidencial, por los documentos, ya que los españoles interceptaron al embajador enviado a los moros y se apoderaron de sus papeles9. No había ninguna razón admisible para semejante ataque contra Carlos Quinto, ya que éste había aceptado que Enrique VIII de Inglaterra arbitrara sus diferencias con Francisco I y el rey francés estuvo de acuerdo. En 1524, Francisco I da un nuevo paso en dirección a los turcos berberiscos. Desde Pavía envía a Túnez a su hombre de confianza, Guillermo du Bellay, para que aquéllos «susciten problemas al emperador en el reino de Nápoles»10, es decir, para lograr que las fuerzas islámicas asalten esa tierra cristiana. Con estas dos iniciativas se ve ya, y se confirmará después, que el rey de Francia no sólo quiere ser aliado de los musulmanes en un sentido defensivo, sino también incitar el ataque contra la Cristiandad, ataque del que, de esta manera, se hace responsable.

Desde la derrota y captura de Francisco I en Pavía por los hispanoborgoñones de Carlos de Lannoy, en febrero de 1525, la política francesa da un nuevo paso hacia adelante: la apelación al comendador de los creyentes, Solimán el Magnífico. Una llamada de ayuda hecha por un primer embajador francés, enviado en marzo, cuyo nombre no se ha conservado. Después, en los meses siguientes, se enviará a Solimán un segundo embajador bosnio-croata muy vinculado a los musulmanes. Éste le solicita formalmente «que emprenda una expedición por tierra y por mar para liberar» al rey de Francia entonces prisionero en Madrid. La respuesta de Solimán tan sólo ofrece buenas palabras de consuelo, por lo que será entonces el rey de Francia quien impulse el ataque musulmán contra la Cristiandad. Nada menos que un ataque en toda regla contra la España imperial, que era, entonces, su más sólido pilar.

En Europa central también

Pero el teatro mediterráneo no es el único. Está también el entonces esencial de Europa central, en el que Solimán, después de haber tomado Belgrado en 1521, se va a lanzar contra Hungría en 1526 y sobre Austria y Viena en 1529. En 1522, como lo detallaré en el capítulo II de mi segunda parte, Francisco I despacha a un agente agitador a Hungría y a Polonia, Rincón, con la misión de apartar a estos países de la resistencia cristiana imperial. De allanar el camino, por tanto, al ataque musulmán. A pesar de sus promesas de bodas principescas francesas, Rincón fracasa ante el rey Segismundo de Polonia. Pero, gracias a los miles de escudos de oro franceses de los que va provisto, compra la defección del gobernador de Transilvania, Zapolya, y permite a Solimán derrotar y matar en Mohacs, en 1526, como ya hemos visto, al rey Luis de Hungría. Y abrirse así camino hacia Viena. Un detalle significativo: Solimán lo hará utilizando convoyes de camellos11 que abastecen su flota.

El rey de Francia se ha convertido en coautor de la conquista islámica, llegada, desde las arenas del desierto, al corazón de Europa. No parece que comprenda cuáles son los intereses profundos de la Cristiandad, teniendo tan sólo la satisfacción de haber jugado una mala pasada a Carlos V, emperador de Austria y cuñado del desgraciado Luis de Hungría; por lo demás, no existía ningún interés francés concreto en ello. Pero Francisco I debió darse cuenta, enseguida, de que la Cristiandad rechazaba de plano sus manejos. Los príncipes luteranos de Alemania, pese a ser adversarios de Carlos Quinto, condenan la maniobra anticristiana del rey de París y corren al lado del emperador en ayuda de Viena. Gracias a ellos, contra Solimán y contra su cómplice Francisco, la capital imperial se salva. Y Carlos Quinto, en lugar de resultar debilitado, se ve reforzado material y moralmente. Los cientos de miles de buenos escudos de oro franceses invertidos al servicio del Islam no han servido al rey de Francia más que para comprar el oprobio.

Al margen de la Cristiandad

Unos pocos detalles servirán para mostrar hasta qué punto Francisco I, en el corazón de Europa, se sitúa del lado de lo mediocre y lo nefasto y al margen de la Cristiandad. Su embajador corrupto es entonces Rincón, un misterioso aventurero que no tiene nada de francés, sino de español manipulador, a quien el rey Segismundo de Polonia, por ejemplo, mantiene ostensiblemente a distancia. Frente a este enviado que honra tan poco al rey de Francia, Carlos Quinto despacha a Hungría para representarle a un hombre de rango muy distinto: Antonio de Mendoza, quien pronto será un brillantísimo virrey de Méjico que sabrá establecer allí una rica simbiosis entre conquistadores y elites indígenas. Un gran señor que, además, está preparado para plantar cara a un Islam que conoce bien, pues es el hijo del conde de Tendilla, gobernador de Granada, quien lograría una fusión parecida entre los españoles y los moros locales, habiendo adoptado incluso sus costumbres sin dejar de ser lúcido y vigilante con respecto a ellos.

Igualmente, frente al poco brillante Rincón, los papas envían a Hungría, como legado encargado de organizar la resistencia, a otro peso pesado, el cardenal Tommaso de Vio, conocido como Cayetano, famoso comentador de santo Tomás de Aquino, hombre de grandes responsabilidades y muy caritativo. Cayetano lanza en ayuda de los cristianos de esta Europa pisoteada por los musulmanes puñados de ardientes dominicos y franciscanos que ayudan, confortan, consuelan y edifican. Con gran peligro, pues los ulemas recién importados son vigilantes y no tienen piedad. Contrastando fuertemente con las atenciones islámicas del rey de Francia, se inicia ahora una auténtica epopeya en estos países de vieja fe. El célebre periodista e historiador italiano Vittorio Messori recordaba así, a principios de 1996, «el martirio de generaciones de dominicos y de franciscanos empalados, crucificados, desollados vivos por los ‘dulces’ musulmanes»12. Y Braudel recuerda también esta epopeya cristiana, apuntada por el americano Stanford J. Shaw en una obra sobre la historia de los Balcanes aparecida en Berkeley en 196313.

¡De qué triste manera!

Sin embargo, Francisco I se obstina. ¡Y de qué triste manera! A principios de 1535, Carlos Quinto organiza, como lo había hecho dos siglos y medio antes san Luis, una cruzada contra Túnez, ahora plaza fuerte del turco-bereber Barbarroja, almirante en jefe de Solimán. La cruzada reúne, junto al emperador, al papa, al rey de Portugal y a los Caballeros de Malta. Una considerable operación con 60 galeras y 300 barcos que transportan a más de 30.000 soldados. Se espera asestar un golpe de muerte al poderío islámico en el centro del Mediterráneo. Dejemos al especialista francés Jean Babelon, conservador de la Biblioteca Nacional de Francia, decirnos lo que pasó: «Carlos Quinto había comunicado sus planes a Francisco I. El rey de Francia, que había dado su palabra de honor, no dejó pasar un minuto, después de recibir esta confidencia, para enviar a un oficial de su casa, el señor de Florettes, a encontrarse con Barbarroja en Túnez y revelársela»14.

La cruzada no dejó de ser un éxito gracias a los poderosos medios puestos en marcha y a la excelente dirección española del Marqués del Vasto. En Túnez, que era otro Argel, esto es, un gran campo de concentración, «veinte mil cautivos cristianos, destinados al suplicio», añade Babelon, «se sublevaron y contribuyeron a la victoria». Pero se comprende que, tras semejante traición a la Cristiandad, Francisco I obtuviera de Solimán ese mismo año, por fin, la alianza en regla con la que había soñado.

1536: la alianza militar secreta

Desde entonces, y de manera especial en el Mediterráneo, la vergüenza apenas se ausenta durante un cuarto de siglo. El célebre tratado conocido como la capitulación de febrero de 1536, firmado por el sultán y por Francia, no es más que un tratado de comercio, de privilegios y de protección consular. Contrariamente a lo que pretende la propaganda de la alianza con los turcos, no lleva consigo, como explicaremos en nuestra segunda parte, ninguna mención a los Santos Lugares, ni a los cristianos de Oriente, a los que la alianza turca de Francisco I no protege en absoluto. Hay aquí un grave abandono de la protección que habían obtenido éstos a través de la capitulación firmada en 1502 por los españoles y los mamelucos, entonces reinantes en Palestina. Lo precisaremos también en nuestra segunda parte. Pero el tratado firmado en nombre de Francisco I, si no oculta el abandono de los Santos Lugares y de los cristianos de Oriente, sí «oculta una alianza secreta»15, militar, convenida con el Turco contra la Cristiandad. Es, además, lógico: no se puede proteger al mismo tiempo a los cristianos y entregarlos a un fundamentalismo islámico que les hará sufrir el trato antes descrito.

La entrega comienza enseguida. Desde septiembre de ese mismo año de 1536, Barbarroja lanza el ataque previsto contra la Calabria italiana, que «saquea, despoja e incendia»16. Lo hace en presencia del embajador de Francisco I, Monluc, llegado para acordar lo que vendrá a continuación. Y lo que viene a continuación es que, tras el contratiempo de Valona del que ya hemos hablado, Barbarroja, reunido con la escuadra francesa del barón de Saint-Blancard, devasta en 1537 las islas venecianas, sitia Otranto y saquea La Puglia. Esta escuadra, pese a haber contemplado tales cosas con sus propios ojos, pasa el invierno, tras la alianza, entre los turcos, en el Mediterráneo oriental17, adonde conducirán el botín logrado con tanta camaradería.

Afortunadamente para los desgraciados cristianos del Mediterráneo, en los años siguientes la bonanza se extiende sobre este mar. Pues Solimán traslada su afán dominador a Europa central, donde va a asentarse sólidamente en Budapest en 1541. Hungría pasará a depender de la autoridad directa de un pachá turco y las mezquitas sustituirán a las iglesias. El inconstante Francisco I se acerca entonces a Carlos Quinto, de quien declara ser «hermano» en Aigües Mortes en 1537 y a quien recibe fastuosamente, como tal, en París en 1540. Pero el inconstante es también profundamente rencoroso. Sus obedientes servidores, Rincón y el sucesor de éste, Paulino de la Garde, «tratan de arrastrar a los [poderosos] venecianos a aliarse con los turcos»18. Pero los venecianos, a pesar de que su pequeño imperio insular mediterráneo está vinculado por importantes intereses comerciales con los turcos, se mantienen fieles a la Cristiandad y rechazan la alianza. He aquí un dato interesante para el futuro, especialmente para Lepanto: para lo fundamental se podrá contar con los venecianos. No con los franceses de Francisco I, consagrados por completo al Turco, de quien se convierten en espías.

¡Y lo mismo la Iglesia de Francia!

Otro dato interesante aparece en este momento: se confirma que numerosas personalidades importantes de la Iglesia de Francia venden su alma al comendador de los creyentes islámicos. Por un lado, por complicidad con el protestantismo francés, para el cual el Turco es útil contra el imperio católico puesto que reduce sus fuerzas abrumándolo de deudas. Y, también, por esa tercermundista y ciega «aceptación del otro» de la que los hombres de Iglesia hacen a menudo sus nuevas Escrituras. Unas Escrituras en las que no se combate a los Madianitas (Jc 6,7,8), ni se desconfía de los falsos profetas (Mt 7,15), ni se destroza la guarida de los bandidos (Mt 21,13). Por el contrario, se les trata con consideración y se les ayuda. Esta complicidad turquizante de los hombres de Iglesia estaba ya patente en Monluc, el compañero de exacciones anticristianas de Barbarroja que hemos visto aparecer en Calabria: protonotario, será hecho obispo (por el rey francés) de Valence y después despojado de su rango en 1566 por san Pío V como «herético notorio» protestante. En el mismo sentido entra en escena otro obispo, el de Montpellier, Pellicier, que el parlamento de Toulouse condenará como cómplice de los protestantes. La vergüenza que encarna es pareja a la de su colega Monluc.

En 1541 Carlos Quinto prepara una nueva cruzada, esta vez contra Argel, en donde mueren o sufren tantos cautivos cristianos. En este momento, el obispo Pellicier es el embajador de Francia en Venecia. Lo que hace entonces nos lo explica Ursu: como buen imitador de su maestro Francisco I, traiciona a la Cristiandad y a sus desgraciados cautivos: «Los agentes de Francisco I, especialmente Pellicier», escribe Ursu, «no se olvidaron de tener a Barbarroja al corriente de la salida y de la marcha de la flota de Carlos Quinto»19. El ataque contra Argel fracasará, los cautivos continuarán sufriendo su calvario. Nuestro obispo sabría porqué lo hacía; en todo caso, ha querido que fuera así.

Asalto y saqueo franco-islámico a Niza

Todo esto sirve de preparación conveniente a lo que viene a continuación. En el año 1543, Solimán dirige de nuevo su mirada complaciente a Francisco I quien, por su parte, olvida que tiene por «hermano» a Carlos Quinto, a quien abraza bajo este nombre en 1537 y en 1540. Lo que traerá como resultado, según escribe el comendador de los creyentes al Muy Cristiano Rey en abril de 1543, lo siguiente: «Te he concedido mi temible flota, equipada con todo lo necesario. He ordenado a Barbarroja, mi Kapudán Pachá [almirante en jefe] que escuche tus instrucciones». Mejor que nunca: he aquí al rey de Francia convertido en comandante en jefe directo de la flota islámica que le ha sido «concedida». Lo que va a pasar le comprometerá personalmente. A modo de aperitivo, la «temible flota» saquea la fuerte y estratégica ciudad italiana arzobispal de Regio, en el punto en que Sicilia está más próxima al continente. Después, desde aguas de Niza, la flota islámica alcanza Marsella. Allí es «acogida espléndidamente en nombre del rey por el conde d’Enghien». Y recibe los regalos de Francisco I, entre ellos, como expresión bastante clara de la situación en la que nos encontramos, «una espada de honor»20 para Barbarroja.

Esta magnífica espada, siempre según las instrucciones de Francisco I, se va a emplear pronto contra la bella ciudad cristiana de Niza, entonces saboyana. Paulino de la Garde, que dirige la escuadra francesa integrada en la «temible flota» islámica, conmina a la ciudad a rendirse. Ésta se niega valientemente. Entonces, comienza un formidable bombardeo que va a durar quince días. Después viene un desembarco de jenízaros. Pero los hombres y las mujeres de Niza combaten heroicamente. Una mujer del pueblo, la Segurana, se apodera incluso, ella sola, de una bandera turca. Esta heroína cristiana tiene todavía en Niza una calle con su nombre que desemboca en el puerto, donde tuvo lugar su hazaña. Pero la lucha es demasiado desigual: el 22 de agosto de 1543 la ciudad se rinde. No así el castillo, que la «temible flota», a pesar de todos sus cañones y soldados, no conseguirá tomar.

Este triunfo mitigado de la flota islámica a las órdenes del rey de Francia contra una de nuestras ciudades cristianas tendrá escasa duración, pues se anuncia la llegada de una armada de socorro española a cargo del prestigioso marqués del Vasto, vencedor ocho años antes del propio Barbarroja en Túnez. El Kapudán Pachá juzga entonces conveniente ganar otros lugares menos peligrosos. El 8 de septiembre, su «temible flota» abandona Niza. Pero, como buen especialista, antes ha hecho bien su trabajo, cuidadosamente: la bella ciudad ha sido totalmente saqueada. Los cristianos supervivientes de Niza vivirán a partir de entonces sobre las ruinas del bombardeo, del asalto y del saqueo islámicos dirigidos por el rey de Francia.

Tolón entregado a los turcos

Francisco I, sin embargo, está aparentemente satisfecho. Decide hacer a Barbarroja un nuevo regalo, digno de un rey. Como se acerca el verano y las flotas españolas pueden aparecer de un momento a otro, ofrece a Barbarroja el refugio seguro de Tolón. Siempre a expensas de nuestros cristianos, a los que se expulsa manu militari para hacer sitio a los fieles del Profeta. Una Constantinopla privilegiada se instala así en Provenza, con mezquitas y todo lo necesario. A costa de los contribuyentes franceses, que deben dar de comer a estos 30.000 amables huéspedes dotados de buen apetito. A costa también de las otras poblaciones del Mediterráneo occidental, que deben sufrir las razzias que lanza Barbarroja desde su segura guarida provenzal, razzias a las que el rey de Francia «da su consentimiento»21. Así son saqueadas, como Niza, un buen número de ciudades de las costas de España, cuyos botines se amontonan, con los de otras ciudades cristianas, en los muelles del puerto francés.

La situación resulta tan escandalosa que las protestas se hacen numerosas y violentas, incluso en Venecia. Francisco I se asusta, hasta el punto de comprar la retirada de Barbarroja, que quiere quedarse en su confortable y ventajosa situación. La compra va a resultar muy cara, pues el astuto turco-berberisco, especialista en chantajes, pone su precio. Se sabe demasiado poderoso para ser desalojado a la fuerza. Finalmente, a expensas de los contribuyentes franceses, se le deberán entregar 800.000 escudos de oro, suma que sobrepasa con mucho el valor de Tolón. Francisco I ha sido cogido en su propia trampa: el Islam mafioso le ha chantajeado como no lo había hecho nunca con otro. Toda Europa duda entre reír o indignarse. Incluso los protestantes alemanes de la Dieta de Spira se niegan a recibir al otro servidor fiel de Francisco I, el obispo de París, Juan du Bellay, enviado a toda prisa para intentar justificar al monarca francés (quien lo ha hecho obispo gracias al Concordato). La Dieta expresa su rechazo con esta declaración oficial, en la que no se anda con rodeos: «El rey de Francia es tan enemigo de la Cristiandad como los propios turcos»22.

Las flores de lis, cómplices de la masacre

Pero el rey de Francia no da su brazo a torcer: ¿acaso no se está dentro de la «bella y buena alianza», según una célebre fórmula gaullista aplicada a la alianza con Stalin? Hará que la flota francesa de Paulino de la Garde acompañe a Barbarroja. Así, como escribiría aquél: «Fue siguiendo la voluntad y la intención del susodicho señor Francisco por lo que la armada turca costeó los países de Nápoles, Sicilia, Calabria y Cerdeña»23. En otras palabras, que las devastó al abrigo de las flores de lis que enarbolaba la galera Real de los franceses.

Desde mayo a octubre de 1544, Barbarroja se entretiene y se desenfrena. Saquea sucesivamente, con cuidado, la isla de Elba, las islas Lípari y de nuevo Calabria. Y lo peor es que compromete radicalmente el honor del rey de Francia a los ojos de la Cristiandad. «Masacra a la población de Lípari», recuerda Babelon. «Cuando vuelve a Constantinopla, donde Solimán le recibe como a un vencedor, llevaba [además] miles de [cautivos cristianos] y la escuadra francesa que le acompañaba, con la famosa galera Real