La buena voluntad - Ingmar Bergman - E-Book

La buena voluntad E-Book

Ingmar Bergman

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Beschreibung

  La primera entrega de la "trilogía familiar" de Ingmar Bergman reconstruye, a partir de fotografías, especulaciones y frases dichas a media voz, los primero años de la turbulenta relación de sus padres. Una relación llena de epifanías y decepciones, malherida por los prejuicios y el hostigamiento familiar, si no por los mismos impulsos que la hicieron nacer. La inmensa estatura de Bergman como cineasta ha eclipsado a menudo su también inmensa importancia como escritor. Concebida como un epílogo al filme "Fanny y Alexander" y convertida en serie de televisión y largometraje por Bille August como "Las mejores intenciones" (ganador, a su vez, de la Palma de Oro en Cannes), "La buena voluntad" es quizá el título más importante de la obra de Bergman como escritor. La cercanía sentimental del autor con lo narrado y el peso de los protagonistas en la formación de su propia sensibilidad convierten esta novela en la más íntima de sus indagaciones en las pasiones humanas, un testimonio rotundo de la conducta de hombres y mujeres que Bergman aprovecha para revisar y fijar la nómina completa de sus obsesiones: la incomunicación, la mentira, la culpa, el vértigo sexual, las relaciones de poder en el seno de la familia, la convivencia en pareja, la esperanza (o la fe) y su pérdida; y el rencor, como un incesante y mórbido baile de máscaras.

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© Ingmar Bergman, 1991

Título original: Den goda viljan, publicado en 1991 por Norstedts Förlag

Publicado en acuerdo con Hedlund Agency y Casanovas & Lynch Literary Agency

© 2021 Marina Torres por la traducción original,revisada por Marina Torres, César Sánchez y Alberto Gª Marcos

© 2021 Manuel Marsol por las ilustraciones de cubierta

© 2021 Fulgencio Pimentel en español para todo el mundo

www.fulgenciopimentel.com

Primera edición: marzo de 2021

Editor: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos

Comunicación: Isabel Bellido

[email protected]

Los editores expresan su agradecimiento al Swedish Arts Council, que sufragó ­parcialmente el coste de la traducción.

ISBN de la edición en papel: 978-84-17617-56-1

ISBN de la edición digital: 978-84-17617-70-7

Prefacio

i

ii

iii

iv

Prefacio

Los Åkerblom eran una familia muy amiga de ­fotografiarse. A la muerte de mis padres, heredé un buen número de álbumes; los primeros, de mediados del siglo xix; los últimos, de principios de los años sesenta. Hay sin duda una enorme magia en esas imágenes, sobre todo si se examinan con ayuda de una lupa gigantesca: rostros, rostros, manos, posturas, ropas, joyas, rostros, animales domésticos, vistas, luces, rostros, cortinas, cuadros, alfombras, flores de verano, abedules, ríos, peinados, granos malignos, pechos que despuntan, majestuosos bigotes, esto puede continuaradinfinitum, así que será mejor parar. Pero, sobre todo, los rostros. Me meto en las imágenes y toco a las personas, a las que recuerdo y a aquellas de las que no sé nada. Esto es casi más divertido que los viejos filmes mudos que han perdido sus textos explicativos. Yo me invento mis propias pautas.

Ya desde la autobiográficaLinternamágica me ha venido rondando la idea de hacer una película sobre los años jóvenes de mis padres, sobre los comienzos de su matrimonio, sus esperanzas, sus fracasos y su buena voluntad. Miro las fotografías y siento una fuerte atracción hacia esas dos personas que en casi todos los aspectos son tan diferentes de los seres medio esquivos y de míticas dimensiones que dominaron mi niñez y mi juventud.

Puesto que el cine y la imagen son mi forma especial de expresarme, empecé a dibujar de modo bastante vago un modelo de acción basado en testimonios, documentos y, como ya he dicho, fotografías. En mi representación anduve por las calles de Upsala cuando Upsala era una pequeña ciudad universitaria, apartada y medio dormida. Estuve en Dufnäs, en Dalecarlia, cuando Våroms, la finca de veraneo de mis abuelos maternos, era todavía un paraíso especial e ilusorio alejado de las carreteras.

Escribí como estoy acostumbrado a hacerlo desde hace cincuenta años: de forma dramática, cinematográfica. En mi representación los actores pronunciaban sus réplicas en un escenario intensamente iluminado, rodeados de unos decorados algo difuminados pero maravillosamente claros. En el centro de esta notable puesta en escena se movían mi madre y mi padre, personalizados por Pernilla Östergren y Samuel Fröler.

No pretendo afirmar que haya sido siempre respetuoso con la verdad en mi narración. He exagerado, añadido, quitado y cambiado de orden. Pero, como suele ocurrir en este tipo de juegos, el juego ha resultado seguramente más claro que la realidad.

Como, sin el menor asomo de amargura, sabía que no iba a dirigir mi saga, fui más minucioso que de ordinario en mis descripciones, hasta en las de detalles bastante ­insignificantes, incluso en cosas que nunca podría registrar una cámara, salvo, tal vez, como sugerencias a los actores.

De esta manera se fue desarrollando la historia durante un verano en Fårö. Fui tocando con cuidado los rostros y los destinos de mis padres y me parece que aprendí mucho de mí mismo. Mucho que ha estado escondido bajo capas de represiones polvorientas y formulaciones conciliadoras carentes de sentido.

Este libro no se ha adaptado ni en una sola coma a la película. Se ha mantenido como fue escrito: las palabras se yerguen incontestables y ojalá vivan su propia vida, como una representación propia en la mente del lector.

Ingmar Bergman

Fårö, 25 de agosto de 1991

i

Elijo un día de invierno primaveral a principios de abril de 1909. Henrik Bergman acaba de cumplir veintitrés años y estudia Teología en la Universidad de Upsala. En este momento va subiendo por la calle Östra Slottsgatan camino de Drottninggatan y el hotel Stad, donde va a encontrarse con su abuelo paterno. Aún queda nieve en la cuesta del castillo, pero el aguanieve corre por los arroyos y las nubes desfilan en procesión.

El hotel es un edificio alargado de dos plantas, agazapado bajo la catedral. Los grajos graznan alrededor de las torres y un pequeño tranvía azul va bajando la cuesta con cuidado. No se ve un alma. Es sábado por la mañana, los ­estudiantes ­duermen y los profesores preparan sus conferencias.

Sentado en la recepción hay un hombre entrado en años y de mirada distinguida, leyendo el periódico Upsala Nya. Hace esperar a Henry un conveniente número de instantes, dobla a continuación la página y dice con cortesía nasal que sí, que el abuelo del señor lo espera en la habitación 17, por la escalera de la izquierda. Seguidamente se ajusta los quevedos y vuelve a la lectura. Se oyen ruidos y voces de mujer en la cocina. Un olor acre a cigarro apagado y a arenque frito se funde con el humo de una poderosa estufa de carbón que retumba en un rincón.

El impulso de Henrik es huir, pero las piernas lo suben por la crujiente y alfombrada escalera de madera y lo conducen a través del pasillo amarillento hasta la puerta 17. Junto al umbral están las botas recién lustradas del abuelo. Henrik respira profundamente antes de llamar. Una voz sonora, bastante clara, dice pasa, pasa, está abierto.

La habitación es grande, con tres ventanas que dan al patio empedrado, a las cuadras y a los todavía desnudos olmos. En la pared larga hay dos camas con los cabeceros de caoba. En la pared de enfrente campea el lavabo con la palangana, las jarras y unas toallas bordadas en rojo. El mobiliario se completa con un tresillo y una mesa redonda sobre la que hay una bandeja de desayuno. Sobre las tablas nudosas del suelo se extiende una gastada alfombra de incierta procedencia oriental. En el empapelado marrón y de suave dibujo de las paredes cuelgan grabados de cobre con motivos de caza.

Fredrik Bergman se levanta trabajosamente del sillón y va al encuentro de su nieto. Es un hombre alto, más alto que el muchacho, fuerte y huesudo, de nariz grande, pelo gris y corto, patillas, pero sin barba ni bigote. Tras la montura de oro de las gafas miran los ojos azul oscuro con los cercos un poco enrojecidos. Extiende una mano fuerte con las uñas rotas, pero limpias. Ambos hombres se saludan sin sonreír. El viejo le señala a su nieto una silla de gastada funda y patas torneadas.

Fredrik Bergman permanece de pie contemplando a Henrik con curiosidad, pero sin complacencia. Henrik mira a través de la ventana. Un carro arrastrado por dos caballos rueda con estrépito sobre los adoquines del patio. Cuando se calla el ruido, toma el abuelo la palabra. Habla de modo meticuloso y claro, como quien está acostumbrado a hacerse entender y obedecer.

fredrik bergman:  Como ya sabrás, tu abuela está enferma. La operó hace unos días el doctor Oldenburg en el Hospital Clínico. Dice que no hay ninguna esperanza.

Fredrik Bergman calla y se sienta. Sigue con la punta del bastón los dibujos de la alfombra, parece muy interesado en ellos. Henrik endurece su corazón y se muestra indiferente. Su hermoso rostro está tranquilo, los ojos grandes de un azul suave, la boca fuertemente apretada bajo el cuidado bigote: yo no diré ni una palabra, yo a escuchar, ese hombre que está ahí no tiene nada importante que decirme. El abuelo carraspea, la voz es firme; el habla, lenta y clara con una sombra de acento.

fredrik bergman:  Tu abuela y yo hemos hablado bastante de ti estos últimos días.

Alguien ríe en el pasillo andando a paso rápido. Un reloj da los tres cuartos.

fredrik bergman:  Tu abuela dice, y lo ha dicho siempre, que cometimos una injusticia con tu madre y contigo. Yo sostengo que cada uno tiene que asumir la responsabilidad de su vida y de sus propios actos. Tu padre rompió con nosotros y se trasladó a otro sitio con su familia. Fue su decisión y su responsabilidad. Tu abuela dice, y lo ha dicho siempre, que debíamos habernos ocupado de ti y de tu madre cuando murió tu padre. Mi opinión era que él había hecho su elección, tanto para sí mismo como para su familia. La muerte, a ese respecto, no cambia nada. Tu abuela siempre ha dicho que hemos sido despiadados, que no nos hemos comportado como buenos cristianos. Ese es un razonamiento que yo no entiendo.

henrik (de súbito):  Si usted me ha llamado para explicarme su postura respecto a mi madre y a mí, le diré que la sé y la he sabido siempre. Cada cual responde de sí mismo. Y de sus actos. En eso estamos de acuerdo. ¿Puedo irme ahora? Es que tengo que preparar un examen. Siento que mi abuela esté enferma. Quizás usted sea tan amable de saludarla de mi parte.

Henrik se levanta y mira a su abuelo con un desprecio tranquilo y sincero. Fredrik Bergman hace un gesto de impaciencia que se propaga a través de todo su corpachón.

fredrik bergman:  Siéntate y no me interrumpas. No voy a extenderme mucho. ¡Que te sientes, digo! Tal vez no tengas ningún motivo para quererme, pero eso no significa que tengas que ser maleducado.

henrik (se sienta):  ¿Y bien?…

fredrik bergman:  Tu abuela me ha dicho que hable contigo. Dice que es su último deseo. Dice que vayas a verla al hospital. Dice que quiere pedirte perdón por todo el daño que yo y ella y nuestra familia os hemos hecho a ti y a tu madre.

henrik:  Cuando yo era un recién nacido y mi madre viuda, hicimos el largo camino desde Kalmar hasta su finca en busca de ayuda. Nos asignaron dos cuartuchos en la ciudad de Söderhamn y una pensión de treinta coronas al mes.

fredrik bergman:  Fue mi hermano Hindrich quien se ocupó de las cosas prácticas. Yo no tuve nada que ver con el arreglo económico. Tu abuela y yo vivíamos en Estocolmo durante el año legislativo.

henrik:  Esta conversación no tiene el más mínimo sentido. Además, es penoso tener que ver cómo un señor mayor, al que siempre he respetado por su falta de humanidad, pierde la cabeza de repente y se pone sentimental.

Fredrik Bergman se levanta y se coloca frente a su nieto. Se quita las gafas de oro con un gesto iracundo.

fredrik bergman:  No puedo volver al lado de tu abuela diciéndole que te niegas. No puedo volver junto a ella diciéndole que no quieres ir a verla.

henrik:  Pues a mí me parece que no hay otra salida.

fredrik bergman:  Voy a proponerte una cosa. Yo sé que tus tías, las de Elfvik, os han concedido un préstamo para que puedas arreglártelas aquí, en Upsala. También sé que tu madre se gana la vida dando clases de piano. Te ofrezco la cancelación del préstamo y una pensión adecuada para tu madre y para ti.

Henrik no contesta. Contempla la frente del anciano, sus mejillas, la barbilla en la que hay una pequeña herida producida al afeitarse por la mañana. Observa la gran oreja, el ­pulso que late en la garganta por encima del cuello ­almidonado.

henrik:  ¿Qué quiere usted que le conteste?

fredrik bergman:  Te pareces mucho a tu padre, ¿sabes, Henrik?

henrik:  Eso dicen, sí. Mi madre lo dice.

fredrik bergman:  Yo nunca pude entender por qué me odiaba tanto.

henrik:  Ya me he dado cuenta de que usted nunca lo entendió.

fredrik bergman:  Yo fui campesino y mi hermano sacerdote. Nadie nos preguntó nunca lo que queríamos o lo que no queríamos. ¿Por qué ha de tener tanta importancia?

henrik:  ¿Importancia?

fredrik bergman:  Yo nunca he sentido ni odio ni amargura hacia mis padres. O tal vez lo haya olvidado.

henrik:  ¡Qué práctico!

fredrik bergman:  ¿Qué dices? ¡Ah!, práctico. Sí, ¿por qué no? Tu padre tenía unas ideas muy vivas sobre la libertad. Siempre estaba diciendo que debía «tener su libertad». Y así se convirtió en un boticario arruinado en Öland. A eso se redujo su libertad.

henrik:  Está usted burlándose de él.(Silencio).

fredrik bergman:  Bueno, ¿qué dices de mi oferta? Yo costeo tus estudios, le paso una pensión mensual y vitalicia a tu madre y os cancelo el préstamo. Lo único que tienes que hacer es ir al Hospital Clínico, a la sección doce, y reconciliarte con tu abuela.

henrik:  ¿Cómo puedo fiarme de que no me engaña?

Fredrik Bergman se ríe brevemente. No es una risa amable, pero hay aprecio en ella.

fredrik bergman:  Mi palabra de honor, Henrik.(Pausa). Te lo daré por escrito.(Alegremente). Hagamos un contrato. Tú decides las cantidades y yo firmo. ¿Qué te parece, Henrik?(Súbitamente). Tu abuela y yo hemos vivido juntos casi cuarenta años. Y ahora duele, Henrik. Duele mucho. Los dolores físicos son enormes, pero pueden calmárselos en el hospital, al menos por ahora. Lo difícil es que sufre espiritualmente. Y lo que yo te pido es un minuto de compasión. No para mí, no. Para ella. Vas a ser sacerdote, ¿no, Henrik? Algo sabrás del amor, del amor cristiano. Para mí eso no es más que palabrería y subterfugios, pero para ti eso del amor tiene que ser real. Apiádate de un ser humano, enfermo y atormentado. Te daré lo que quieras. Tú decides cuánto. No regateo. Pero tienes que ayudar a tu ­abuela en su sufrimiento.(Pausa). ¿Oyes lo que digo?

henrik:  Vaya junto a la mujer que llaman mi abuela y dígale que vivió toda su vida al lado de su esposo sin ayudarnos ni a mi madre ni a mí. Sin enfrentarse a usted. Sabía de nuestra indigencia y nos mandaba pequeños regalos para las fiestas de Navidad y los cumpleaños. Dígale a esa mujer que ha elegido su vida y su muerte. Mi perdón no lo tendrá nunca. Dígale que la desprecio a causa de mi madre y de mí mismo de la misma manera que lo aborrezco a usted y a la gente de su calaña. Yo nunca seré como usted.

Fredrik Bergman agarra con fuerza el brazo del muchacho y lo sacude despacio. Henrik lo mira.

henrik:  ¿Piensa pegarme, abuelo?

Se libera y sale lentamente de la habitación, cierra la puerta con cuidado y se aleja por el oscuro pasillo. Unas lámparas de gas parpadean en la tenue luz diurna desde tres ventanas sucias allá arriba, bajo el tejado.

La primera semana de mayo Henrik se va a examinar de Historia de la Iglesia con el temible profesor Sundelius.

Son las cinco y media de la mañana de un lunes. El sol luce con fuerza tras la persiana raída en el sencillo alojamiento del joven, donde cabe una cama desvencijada, una mesa raquítica, desbordada de libros y compendios, una silla de escritorio, una librería llena hasta los topes que ha visto tiempos mejores pero no mejores libros, un lavabo con la palangana desconchada, la jarra a juego, cubo y orinal, y una butaca con tres patas apoyada en cuatro volúmenes de la ilegibleExégesis de Malmström. Dos lámparas de queroseno (¡sorprendente lujo!), una en el techo, bajo y lleno de manchas de humedad que dibujan continentes; la otra en el escritorio, velando dos fotografías: la madre, cuando todavía era joven y atractiva, y la novia, blanca y hermosa, de mirada clara y amplia sonrisa. En el piso, irregular, unas cuantas alfombras de trapo de calidad irrompible. En los abollados papeles que cubren las paredes, reproducciones de motivos bíblicos. En el rincón junto a la puerta se eleva una estrecha estufa de azulejos floreados. Este habitáculo estudiantil respira pobreza, pureza luterana restregada con jabón verde y tabaco de pipa agrio. La vista al patio consiste en una pared medianera y siete retretes que se apoyan con zozobra unos en otros y en el muro. En los tilos casi abiertos alborotan los pájaros. El hombre de la leña ya ha empezado a aserrar en el sótano. En algún lugar grita un niño de pecho pidiendo teta. Son, pues, las cinco y media y Henrik se despierta con un hachazo en el estómago: el examen de Historia de la Iglesia. El temible profesor Sundelius

Justus Bark entra sin llamar. Tiene la misma edad que Henrik pero es bajo y corpulento, de ojos oscuros, nariz grande, pelo negro. Habla con acento de la región de ­Hälsingeland y tiene los dientes mellados. Va pulcramente vestido con un traje oscuro, camisa blanca, cuello y puños postizos, ­corbata negra y zapatos desesperadamente brillantes, pero gastados.

justus:  Ecclesia invisibilis, ecclesia militans, ecclesia pressa, ecclesia regnans y, finalmente y sobre todo, ecclesia triunphans. ¿Sabes qué es lo peor de todo con el viejo Sundelius? Me lo contó Gyllen ayer por la tarde. Gyllen falló en lo ecuménico porque no sabía que la Iglesia católica romana había celebrado veinte concilios, pero que la Iglesia católica griega solo reconocía los siete primeros. ¿Qué concilios reconocían los griegos?

henrik:  Nicea, año 325; Constantinopla, 381; Éfeso, 431; Caledonia, 451. Constantinopla, otra vez años 553 y 680; y Nicea, 787.

justus:  Bravo, bravo, señor bachiller. Gyllen no lo sabía y el temible Sundelius le suspendió. Primera pregunta, respuesta errónea, fuera. Ahora tenemos miedo, miedo de verdad, he tomado demasiado café, deese brebaje que llaman café. ¿Tienes unas hojas de té que prestarme? Me arde el estómago como el infierno.

henrik:  En el armario, Justus. Nos vemos dentro de diez minutos. Abajo, al pie de la escalera. Y despiertos.

justus:  Gyllen es rico. Le suspende Sundelius a los tres minutos de examen, se encoge de hombros y se va de vacaciones después del baile de la primavera. Y se prepara la Historia de la Iglesia para Navidad. ¿Me harías el favor de…?

henrik:  No, gracias. Amicus.

justus:  ¿Qué es ese cardenal que tienes en el pecho?

henrik:  Es Frida. Muerde.

justus:  Nos vemos dentro de diez minutos.

henrik:  Paxtecum.

Cuando Justus abandona la habitación, Henrik se queda desnudo unos instantes en la intensa luz solar, trata de respirar despacio y dice en voz muy baja: ¿Me ayudarás, Señor? Como salga mal hoy, será una catástrofe. Ya se podía poner enfermo el viejo Sundelius y mandar al bueno del auxiliar. No sería la primera vez.

Pero justamente esa mañana, el temible profesor ­Sundelius no está en absoluto enfermo, más bien al contrario. A las ocho menos diez hay tres examinandos esperando sentados en el espacioso vestíbulo. Porque el profesor se ha casado con una mujer rica y vive en un suntuoso piso de doce habitaciones en la plaza Vaksala. La puerta del comedor está abierta, dos sirvientas uniformadas de azul y blanco quitan la mesa del desayuno. La esposa del profesor, majestuosa pero algo coja, se deja ver durante unos segundos. Echa una mirada rápida e impertinente a los pálidos examinandos que se levantan y se inclinan respetuosamente con lisonjera sonrisa —como si fuera a servirles de algo—. El reloj de la sala da las ocho con sordas campanadas: «No escuches el reloj de tu sepulcro que te llama a comparecer ante Dios o ante Satán», piensa Henrik citando a Macbeth, acto segundo, primera escena. El secretario del profesor (porque tiene secretario, es muy rico, se dice que será ministro en la próxima remodelación del Gobierno), el secretario, pues, es una persona bastante desabrida, sufre de soriasis, tiene los ojos acuosos y disfruta en secreto del terror que propaga cuando, con humilde entonación, llama a los tres jóvenes al despacho del profesor.

El profesor Sundelius es un hombre gallardo de unos cincuenta años, con un rostro franco, cutis sonrosado, abundante pelo entrecano y barba. Viste un bien cortado batín que pone de relieve lo proporcionado de su figura. Anda a paso rápido sobre la alfombra oriental, extiende sonriendo una mano musculosa y saluda cordialmente a los delincuentes.

El despacho es grande pero bastante oscuro. Pesados cortinajes dejan fuera el luminoso día de primavera. Aquí dentro imperan los olores y el silencio de los libros. Un escritorio enorme como un castillo. Muebles de piel. Tres sillas barnizadas de oscuro con asiento de mimbre y respaldo recto, preparadas, lámparas brillantes, oscuros cuadros de marcos dorados y un tenue resplandor de cuerpos femeninos.

El catedrático se sienta ante el escritorio e invita a los jóvenes a hacer lo propio en las tres sillas. Escoge un habano (el primer habano después del desayuno) de una caja de plata, le corta cuidadosamente la punta y lo enciende.

profesor sundelius:  No hay nada comparable al puro del desayuno. En confianza les diré que este es un habano auténtico. Fíjense lo bien que prende. Fíjense lo bien que absorben el fuego los finos nervios de la hoja de tabaco y lo suavemente que se convierten en ceniza.

El catedrático y sus examinandos meditan unos segundos acerca de la belleza de fumar puros, seguidamente Sundelius se inclina y extiende en silencio su manaza. Los estudiantes entienden al momento que deben entregarle sus boletines de notas. El profesor los coloca en fila sobre la carpeta.

profesor sundelius:  ¿Quién de ustedes quiere empezar? ¿Quién quiere parar el primer golpe? Como ustedes seguramente saben, tengo fama de exigente. No es mala voluntad, sino una actitud bien pensada que, con los años, me ha proporcionado muchos epítetos poco halagüeños. Bueno, sea por lo que sea, la cuestión es que hay demasiados teólogos vagos, torpes y mal formados. Yo quiero contribuir a mejorar la fama y la situación de ustedes manteniendo unas exigencias razonables. Con frecuencia se dice: un sacerdote es un pastor de almas, ¿de qué le sirve a sus feligreses que sepa algo de Bonifacio VII y de la que armó? Ese es un razonamiento capcioso y erróneo. Un buen dominio de la Historia de la Iglesia exige aplicación, interés, visión de conjunto, buena memoria y disciplina. Cualidades todas ellas buenas en un sacerdote. Yo manejo una criba para que no pasen los idiotas, los vagos y los charlatanes. Algo es algo, ¿no les parece, señores?

Tres pálidas sonrisas y algunos asentimientos ahogados; después, silencio. El tercero de los tres, Baltsar, carraspea. No hay mucho que decir de él. Es uno del grupo que va a comer a Kalla ­Märta, está delgado y tiene la piel de un amarillo enfermizo, ojos saltones, apagados y mal aliento. Baltsar ya no se cuenta entre los vivos. Apenas un año después de este día se introdujo un cartucho de dinamita en la boca y explotó entre los famosos y recién abiertos lirios del valle de la ciudad. No quedó mucho que enterrar.

profesor sundelius (de buen humor):  Bien, muy bien, señor Bejer. Vamos a hablar de escolástica, materia amplia y rica donde las haya, y vamos a empezar por la llamada escolástica primitiva, cuyos primeros representantes fueron…

baltsar:  … Juan Escoto Eríugena y Anselmo de Canterbury. En la Alta Edad Media. Año 900.

p. sundelius:  Más o menos. Sí. ¿Y qué es lo que caracterizaba a estos dos señores?

baltsar:  Juan Eríugena sostenía que la verdadera religión y la verdadera filosofía son una misma cosa. Anselmo de Canterbury afirmaba que los conceptos universales, es decir, las ideas, son realidades y no solo palabras.Credoutintelligam.

p. sundelius:  … Nihilcredendumnisiintellectum.

baltsar:  Eso no lo dijo Anselmo sino, en cierto modo, su adversario Abelardo. Según él, la razón desempeñaba un papel fundamental. Pretendía limitar la fe en la autoridad que juzgaba peligrosa. Eso le ganó poderosos enemigos.

p. sundelius:  Volveremos a la antigua escolástica y a Tomás de Aquino enseguida. Señor Bergman, su tema será lo apostólico. ¿Quiere enumerar algunos de los padres apostólicos? ¿Qué autores se consideran los primeros discípulos de los apóstoles?

henrik:  Bernabé.

p. sundelius:  Exacto. Pero hay algunas otras figuras muy importantes.

henrik:  Clemente de Roma.(Pausa). Policarpo.

p. sundelius:  Otros tres, señor Bergman.

henrik:  Pues… no.

p. sundelius:  ¿Qué significa una «congregación apostólica»?

henrik:  Son las congregaciones que los propios apóstoles fundaron en Roma, Éfeso y Corinto.

p. sundelius:  ¿Otras?

henrik:  Éfeso.

p. sundelius:  Éfeso ya lo ha dicho.

henrik:  Alejandría.

p. sundelius:  Alejandría, no; Antioquía, ­Jerusalén.

henrik:  ¡Ah, sí!

p. sundelius:  ¿Qué quiere decir «símbolo de los apóstoles»?

henrik:  Es algo que tiene que ver con la fe, pero no sé más.

Henrik se mira las uñas. La catástrofe es un hecho. Baltsar y Justus ni respiran. El profesor Sundelius guarda silencio. Una soñolienta mosca primaveral zumba en el delgado rayo de sol que dejan pasar los pesados cortinajes de la ventana.

Casi un minuto completo se pierde en la eternidad. El catedrático mira con atención al aspirante Bergman. Se vuelve hacia el escritorio y hojea el boletín de notas, que le entrega a continuación a Henrik.

profesor sundelius:  Vaya usted a darse un buen paseo por el Jardín Botánico. Hay mucho de lo que maravillarse en esta época primaveral. O se cree en el Dios sapientísimo o no se cree. Adiós, señor Bergman, y sea usted bienvenido a finales de noviembre. Tal vez debo añadir que mi alocución preliminar no se refiere a usted. Yo creo que usted va a ser un buen sacerdote, independientemente del símbolo de la fe o de los santos apóstoles.

El profesor inclina la cabeza, indicando así que Henrik debe retirarse. No puede afirmarse que el Temible sonría, pero contempla a Henrik con algo parecido a la curiosidad. Es el final. Salir por la puerta, atravesar el comedor cuyo suelo de parqué están encerando de rodillas, el vestíbulo para agarrar la gorra de bachiller. Bajar las escaleras de mármol, que resuenan. La enorme puerta retumba. En medio de la calle desfila una banda de música que toca como puede, sol deslumbrante, la gente se para a mirar o anda al compás. Un joven larguirucho, sin sombrero, con pelo oscuro y ralo, ojos oscuros y cuidado bigote, se detiene frente a Henrik y le toca el brazo con su elegante bastón.

ernst:  ¡Hola, Bergman! No te olvidarás del ensayo del coro esta noche, ¿eh? Va a venir Hugo Alfvén. Después iremos de juerga.

Hace una inclinación de cabeza y desaparece.

Vamos a hablar ahora de Frida Strandberg, novia de Henrik desde hace dos años. Verdad es que se trata de un noviazgo extraordinariamente secreto, solo los más íntimos lo saben, ni la madre de Henrik ni las tías de Elfvik están ­informadas. La familia de la muchacha, allá en la provincia de ­Ångermanland, tampoco sabe nada. Y sin embargo es un noviazgo en toda regla, con anillos de compromiso, promesas sagradas, velas y tiernos besos.

Frida es tres años mayor que su novio y trabaja como camarera en el hotel Gillet, uno de los más elegantes de la ciudad. Como muchos de los otros empleados, vive en uno de los míseros cuchitriles expuestos a las corrientes de aire, en lo más alto de la buhardilla superior de la mole del edificio. Las consecuencias morales de esta promiscua forma de vivir no le preocupan a la dirección del hotel, pero las correrías nocturnas están prohibidas. La única entrada de personal que existe está bajo la vigilancia de un cancerbero y su esposa, a quienes se considera carentes de la necesidad de sueño normal.

Frida es una mujer guapa, alta, algo huesuda, con los pechos altos y las caderas redondas bajo la larga y estrecha falda. Lleva el pelo rubio ceniza peinado en un tupé sobre la frente y recogido en un moño sencillo en lo alto de la cabeza. Sus ojos son grandes, casi redondos, observadores, apreciativos, curiosos. Tiene la risa fácil, sorprendentemente grande, los labios bien dibujados pero delgados, la barbilla redonda y firme. Da la impresión de ser decidida, con esa barbilla. La nariz es larga y bien formada. Habla deprisa y con mucho acento, se mueve con vivacidad, tiene un andar airoso lo mismo cuando lleva pesadas bandejas en el comedor del hotel que cuando sale a pasear los domingos por el parque Fyris con su novio.

Se conocieron por casualidad. A uno de los compañeros de Henrik, de los que iban a los comedores de Kalla Märta, le había tocado una herencia de una tía muerta y quiso ­celebrarlo. Fueron al restaurante Flustret, junto al estanque de los Cisnes. Frida hacía una suplencia durante el verano en el piso superior, donde estaban los reservados. Era una noche cálida, las ventanas abiertas dejaban entrar pesados aromas balsámicos y música militar del templete.

Todos acabaron borrachos, Henrik el que más. Cuando el grupo decidió irse al burdel de Svartbäcken no hubo manera de reanimar al teólogo, así que lo dejaron en manos de su destino o de Frida, quien más tarde (una vez terminado su trabajo, a las dos de la madrugada) buscó un coche. Consiguió a fuerza de melindres la dirección y, con ayuda del cochero, subió a rastras al estudiante, que seguía borracho como una cuba, por las escaleras hasta su habitación. Lo único que ocurrió esa noche fue que Henrik vomitó en la falda de Frida, se dio con la cabeza en el borde de la mesa y sangró bastante.

Dos días después Henrik se encaminó hacia el restaurante Flustret con un costoso ramo de flores. La encontró en la destartalada parte de atrás, donde descansaba un momento con una taza de café y un cigarrillo. Ambos se sintieron sumamente turbados. Henrik se disculpó por su vituperable comportamiento y exigió sufragar los costos de Frida por la limpieza de la falda. Ella no supo qué contestar, porque la falda no se podía lavar, se había estropeado. Al mismo tiempo se dio cuenta de que Henrik apenas tenía dinero para comprar otra.

Frida terminó el café, apagó el cigarrillo y guardó la colilla en una cajita de estaño. Luego se levantó y dijo que se le había acabado el descanso, pero que si quería que se vieran, ella terminaba a las dos. Él se sentó en un velador de mármol, fuera, en uno de los grandes cenadores de lilas, pidió un agua mineral y se quedó mirando a la gente y oyendo la música del regimiento, los graznidos de los gansos y la corriente bajo el puente Island.

Cuando llegó la hora acompañó a Frida hasta el hotel Gillet y allí le besó la mano, cosa que había aprendido de su madre. Le explicó además que estaba solo en ­Upsala, en Suecia, en el mundo y en el universo. Frida se reía asombrada y un tanto desconcertada, y le propuso hacer una excursión a Graneberg. El próximo domingo estaba libre.

Así empezó una relación que no tardó en convertirse en convivencia. A Henrik le atormentaban el remordimiento de los pecados, la lujuria y unos celos salvajes. Frida se valía de astucias, sentido común, mentiras blancas y estrategia para calmar a esta criatura excitada y confusa. Le enseñó también qué tenían que hacer para evitar consecuencias, lo que a su vez desencadenó un ataque de celos retrospectivos. Frida era dulce y suave, y Henrik armaba escándalos. Pronto fueron inseparables.

Poco después se prometieron, en secreto. Henrik no se atrevió a hablar con su madre de Frida, pero Frida no se enfadó. Ella esperaba su momento. Convertirse en la acomodada esposa de un sacerdote podía ser un buen porvenir. Soñaba con frecuencia y de buena gana con una vida así, pero esos sueños los guardaba para sí misma. Frida sabía mucho de la vida y era lo bastante sensata para sacar conclusiones y hacer planes. Henrik en cambio no sabía nada, porque una montaña de exigencias le ocultaba el panorama. Vivía hundido en sus propias coerciones y en expectativas ajenas. Al lado de Frida podía sentir súbitas punzadas de felicidad o como se llamara ese sentimiento desconocido que le sorprendía y le hacía brotar cálidas lágrimas bajo los párpados.

Cuando Frida llegó a casa de Henrik la noche del examen, ya era bastante tarde. Había conseguido cambiar un turno con el indulgente permiso del jefe de comedor. Dieron las diez en la catedral y se encontró la puerta abierta y el cuarto casi a oscuras. Henrik estaba en la cama con un brazo sobre el rostro. Al acercarse ella despacio, él se sentó.

frida:  Pasó Justus y me lo contó. ¿Has comido? ¿No has comido nada en todo el día? Ya me lo temía yo, así que me he traído una cerveza y unos fiambres de la cocina. La señorita Hilda, ya sabes, aquella que nos encontramos en el concierto de la iglesia de la Trinidad, te manda saludos. Dice que le pareciste muy guapo, pero demasiado delgado. Déjame encender la lámpara para poner la mesa. Tendré que apartar un poco los libros.

Desempeña sus tareas silenciosa y tenazmente. Henrik la mira sintiendo pesar y alivio a un tiempo. Además, tiene unas ganas de orinar terribles.

henrik:  Tengo que bajar a mear. Es que no he meado en todo el día.

frida:  ¡No se puede estar tan triste como para no mear!

Henrik sonríe a medias, desaparece por el pasillo y se le oye bajar la escalera. Frida sirve la cerveza en el vaso de lavarse los dientes, se sienta a la mesa, enciende un cigarrillo y ­contempla la fotografía de la madre de ­Henrik. Su mirada va a través de la ventana hacia la pared medianera y el patio. Allí está Henrik, a la débil luz de la farola del portal. Se está abotonando los pantalones y debe de sentir que ella lo está mirando, porque alza la cara hacia la luz de la ventana y la ve allí, enmarcada por el cuadrilátero amarillo. Ella sonríe, pero él no contesta a su sonrisa. Entonces ella le hace señas de que suba, levanta el vaso y bebe. Luego se abre la blusa, se baja la camiseta y descubre su seno derecho.

De madrugada Frida se levanta para irse a su casa.

frida:  No, no te levantes. No tardará en amanecer, y a mí me gusta andar por la orilla del río cuando la ciudad está en silencio y vacía.

henrik:  Tengo que irme a casa la próxima semana. ¿Puedes imaginarte lo que va a ser eso? Mi madre, gorda y expectante, en el andén. Yo me acerco y le digo que no pude aprobar el examen. Y ella se echa a llorar.

frida:  ¡Pobre Henrik! Puedo ir contigo.

Ríen sin mucha alegría de lo impensable de semejante plan. Henrik se levanta rápidamente de la cama y se viste. Van andando a través de la fría y quieta mañana de mayo. Cuando llegan al puente Nybron se paran a mirar las oscuras aguas que fluyen con fuerza.

henrik:  Cuando era pequeño mi madre le encargó un altarcito a un carpintero. Hizo un mantel de encaje y compró una imagen de yeso del Cristo de Thorvaldsen, puso dos candelabros del comedor en el altar. Los ­domingos celebrábamos misa solemne, yo hacía de sacerdote, revestido y todo. Mi madre y una señora mayor del asilo de ancianos eran la feligresía. Mamá tocaba el órgano y cantábamos salmos. Tomábamos incluso la comunión, figúrate. Más adelante tuve que pedirle a mi madre que acabáramos con ese vergonzoso teatro. Me dio por pensar que estábamos cometiendo un pecado terrible —todo era tan ridículo y tan humillante—, yo creía que Dios iba a castigarnos. Mi madre es, en cierto modo, tan irreflexiva… Se puso muy triste, claro. Había hecho todo aquello por mí, y yo, por lo menos los últimos años, lo había hecho por ella. Fue una pena. Y entonces, un día como hoy, pienso si voy a hacerme sacerdote por darle gusto a mi madre y porque mi padre no quiso serlo pese a que toda la familia decía que debía ser cura. Y me gustaría saber lo que pensaba cuando dejó los estudios que tan prometedores habían sido. Me gustaría saber lo que pensaba. Boticario. Se hizo boticario. ¿Te imaginas al abuelo y al resto de la familia? ¡Y la vergüenza, claro!

frida:  ¿Por qué no ibas tú a ser sacerdote, Henrik? Es un buen oficio. Honrado, bueno y sólido. Puedes ganarte la vida y mantener a una familia. Y, sobre todo, a tu madre.

Frida lo ha dicho en broma, no cabe la menor duda. O tal vez es su acento el que hace que el problema parezca insignificante. O es la propia Frida la que piensa que su teólogo se embrolla. No es fácil saberlo.

El señor director de Tráfico, Johan Åkerblom, está descansando. Eso significa abreviar con dignidad el aburrimiento de la tarde echando una cabezadita. El señor director tiene, además, todo el derecho a descansar. Ha cumplido setenta años y se ha retirado de los puentes de ferrocarriles, apartaderos ferroviarios y sistemas de señales construidos y levantados durante la gran expansión del tráfico sobre raíles. Siendo muy joven, y con el flamante título de ingeniero recién sacado, se colocó en los Ferrocarriles del Estado, donde pronto dio que hablar por sus ideas expeditivas y prácticas. Avanzó con rapidez y facilidad. A los veinticuatro años se casó con la hija de un acaudalado mayorista, compró el edificio que se acababa de construir en el número 12 de la calle Trädgårdsgatan y se instaló en un piso de diez habitaciones de la primera planta. Casi seguidos nacieron tres hijos: Oscar, Gustav y Carl. Después de veinte años de éxito social y de turbación matrimonial, murió su enfermiza esposa. Johan Åkerblom se quedó solo y sin saber qué hacer con tres hijos a medio criar y supereducados. El hogar estaba en manos de las sirvientas y la desintegración se acercaba a pasos agigantados.

El señor director tocaba el violoncelo en sus ratos libres y se veía con los Calwagen, cuyo cabeza de familia había escrito una gramática alemana para uso escolar que iba a torturar a los niños suecos durante generaciones: DieHeringederOstseesindmagereralsdiederNordsee. Y así todo.

Junto con el señor director, formó un cuarteto de cuerda que, si lo deseaban, podía convertirse en quinteto, ya que la hija mayor, Karin, era una aplicada pianista aficionada que suplía la falta de musicalidad con entusiasmo y determinación. Karin experimentaba una profunda simpatía por el viudo, que le llevaba casi treinta años. Veía con claridad el desmoronamiento del hogar después de la muerte de la esposa. Un día de primavera ella le propuso sin ambages que se casaran. Abrumado por tanta generosidad y energía, Johan, conmovido, no pudo hacer más que aceptar tartamudeando. Se casaron a los seis meses y, después de una, para la época, breve luna de miel en un nuevo nudo de comunicaciones en la ciudad de Halle, Karin, con veintidós años y rebosante de buena voluntad, se instaló en el piso de la calle Trädgårdsgatan.

Los tres hijos, que tenían prácticamente su misma edad, reaccionaron con desconfiado rechazo y las estudiadas groserías de la gente educada con rigidez. No se llevaban bien entre ellos, pero, de pronto, tenían un motivo para unirse frente a quien con toda claridad amenazaba su libertad. En el curso de unos meses, sin embargo, los muchachos tuvieron que reconocer que habían dado con la horma de su zapato. Tras unos meses de dolorosos fracasos se decidieron a deponer sus armas y solicitar un armisticio. Karin era una estratega consumada ya de joven, y se dio cuenta de que no debía usar su ventaja para humillar a los adversarios. Al contrario. Los llenó de pruebas de misericordia, no solo por sensatez sino por cariño. Quería a sus buenos, desmañados y confundidos hijastros, y acogió el afecto que empezaba a nacer en ellos con una ternura áspera y regocijada.

Karin tiene ahora cuarenta y cuatro años y dos hijos propios, Ernst y Anna, ambos de veinte. En la casa hay cuatro personas de servicio y una intensa vida social. Además, los dos hermanos mayores, Oscar y Gustav, se han casado, tienen familia y acuden con frecuencia en visitas más o menos improvisadas.

Al casarse, Karin dejó sus estudios de magisterio, algo de lo que nunca tuvo ocasión de arrepentirse. La vida le ­proporcionó constantes quehaceres. Tenía sentido común, perspicacia, humor, era amable y enérgica. También era irascible, autoritaria, desconsiderada y tenía una lengua mordaz. No se puede afirmar que fuera guapa, pero toda su persona irradiaba encanto y vitalidad física. Es poco probable que el director de Tráfico y su joven esposa se amasen en el sentido normal del término, pero ambos representaban sus papeles sin protestar y con el tiempo se fueron haciendo amigos.

El señor director de Tráfico, Johan Åkerblom, está, pues, descansando. La herencia protestante le impide desnudarse y reposar la espalda y las doloridas caderas en su cómoda cama. Está sentado en el butacón de lectura, con un elegante batín corto y un tratado científico en la mano. No ha hecho más que ponerse las gafas en la frente. La pipa de la tarde, la caja de tabaco y el vasito de ajenjo están en la mesita, al lado del sillón. Bajo los pies, un escabel con cubierta bordada, y una manta sobre las rodillas. La luminosa habitación da al patio, de ahí el silencio. Un alto árbol primaveral se interpone entre el sol y la ventana creando sombras verdes que se mueven por las librerías de las paredes y los cuadros con motivos italianos. Un grave reloj que descansa sobre el suelo mide el tiempo con corteses sonidos. El piso de madera está cubierto por una alfombra oriental de colores y dibujos tenues.

La puerta se abre ahora con mucho cuidado y la otra protagonista de esta historia entra sin hacer el menor ruido. Es una joven que se llama Anna, acaba de cumplir veinte años, es bajita y menuda, pero muy bien proporcionada, tiene el pelo largo de color castaño, un poco rojizo en las puntas. ­Cálidos ojos castaños, nariz bien formada, boca dulce y ­sensual y mejillas redondas, infantiles. Lleva una preciosa blusa de encaje, un cinturón ancho en torno a la delgada cintura y una falda larga, elegantemente cortada, de lana fina y clara. No lleva joyas, solo unos pequeños pendientes de brillantes. Los botines son, como marca la moda, de tacón alto.

Así es ella: Anna, que, en realidad, se llamaba Karin. Ni quiero ni puedo explicar por qué tengo esta necesidad de mezclar y cambiar nombres: mi padre se llamaba Erik y la que se llamaba Anna era precisamente mi abuela. Bueno, debe de ser cosa del juego, y esto es un juego.

anna:  ¿Duermes, papá?

johan åkerblom:  Pues claro. Duermo y sueño que duermo. Y sueño que estoy en mi despacho durmiendo. Y se abre la puerta y entra la más hermosa, la más adorable, la más tierna de las criaturas. Y se acerca a mí y me sopla con su dulce aliento diciendo: ¿Duermes, papá? Y entonces sueño que pienso: Así debe de ser despertarse en el paraíso.

anna:  Papá, tienes que aprender a quitarte las gafas cuando reposas la comida. Si no, pueden caer y romperse.

johan åkerblom:  Eres igual de sabionda que tu madre. Ya deberías saber que yo lo hago todo con toda intención y después de pensarlo bien. Si me coloco las gafas en la frente cuando me tomo el corto reposo de la comida, da la impresión de que estoy pensando algo con los ojos cerrados. Nadie —excepto tú— puede sorprender a Johan Åkerblom con la barbilla colgando y la boca abierta.

anna:  No, no, papá. Dormías muy correcto y elegante y controlado. Como siempre.

johan åkerblom:  Bueno. ¿Y qué querías, mi vida?

anna:  Vamos a cenar enseguida. Por cierto, ¿me dejas probar el ajenjo? Dicen que es tan perverso… Acuérdate de Christian Krohg y todos aquellos noruegos geniales que se volvieron locos por tomar ajenjo. (Lo prueba). Para tomar ajenjo hay que ser un poco perverso. Estate ­quieto un ­momento, que voy a peinarte para que estés bien guapo.

Anna desaparece en otra habitación y vuelve enseguida con un cepillo y un peine.

johan åkerblom:  ¿No íbamos a tener un invitado para la cena? ¿No era Ernst el que iba a…?

anna:  Sí, es un compañero de Ernst. Cantan juntos en el coro de la universidad. Ernst dice que está estudiando Teología.

johan åkerblom:  ¿Qué? ¿Que va a ser sacerdote? Nuestro Ernst, ¿amigo de un aprendiz de cura? Me parece que se acerca el fin del mundo.

anna:  No seas bobo, papá. Ernst dice que el chico —se me ha olvidado cómo se llama— es muy simpático, un poco tímido, pero muy simpático. Además, parece que es terriblemente pobre. Pero guapo.

johan åkerblom:  ¡Vaya, vaya! Ahora me explico tu inesperado interés por las últimas amistades de tu hermano.

anna:  Ahora vuelves a decir tonterías, papá. Yo me voy a casar con mi hermano Ernst. Él es el Único para mí.

johan åkerblom:  Y yo, ¿qué?

anna:  ¡Y tú también, claro! ¿No te ha dicho mamá que tienes que tener cuidado con los pelos de los oídos? No sé cómo se puede oír con tanto pelo en los oídos.

johan åkerblom:  ¡Son muy delicados, se llaman pelos auditivos y no dejo que me los toque nadie! Con mis pelos auditivos tengo un oído especial que me dice lo que la gente piensa. Porque la mayoría de la gente dice una cosa, pero piensa otra. Yo eso lo oigo enseguida con mis pelos auditivos.

anna:  ¿Puedes decirme, papá, lo que estoy pensando ahora mismo?

johan åkerblom:  Estás demasiado cerca. Los pelos auditivos se recargan demasiado. Ponte allí, en ese rayo de luz, y te digo al momento lo que estás pensando.

anna (se coloca, riéndose):  ¡Venga, papá!

johan åkerblom:  Estás muy contenta de ti misma. También estás muy contenta de que tu padre te quiera tanto.

Cuando el reloj de la catedral, el reloj del comedor, el reloj de la sala y el reloj ensimismado que descansa sobre el suelo del despacho dan las cinco, se abre la puerta y el director de Tráfico hace su entrada en el salón con Anna a su lado. Ha puesto la mano derecha sobre sus hombros y con la izquierda se apoya en un bastón.

Todos se levantan a saludar al cabeza de familia. Este es, quizás, el momento oportuno para describir a los presentes: de la señora Åkerblom ya hemos hablado, así como del hijo preferido, Ernst, que tiene la misma edad que Henrik. Los tres hermanos, Oscar, Gustav y Carl, están un poco apartados, dilucidando alguno de los eternos negocios de letras de cambio de Carl. Se quitan la palabra de la boca unos a otros. En cuanto el padre entra en la habitación, se callan y se vuelven sonriendo amablemente a los recién llegados.

Oscar se parece a su padre, es un acomodado mayorista, seguro de sí mismo y hombre de pocas palabras. Está casado con una mujer alta y delgada de aspecto enfermizo, con gafas que ocultan su mirada dolorida. Siempre cree que está a punto de morirse. Pasa todos los otoños en sanatorios o balnearios del sur de Alemania o de Suiza y regresa todos los años encorvada, un poco tambaleante y con una atormentada sonrisa de disculpa: tampoco me he muerto esta vez, tenéis que tener un poco de paciencia.

Gustav es catedrático de Derecho Romano y muy pelmazo, como afirman de buena gana los que lo rodean. A modo de protección se ha procurado una notable redondez. Ríe, bonachón, y sacude la cabeza ante su propio aburrimiento. Su esposa, Martha, es de origen ruso, habla sueco con marcado acento y es muy alegre. A ella y a su marido les une un profundo amor por los placeres de la mesa. Tienen dos hijas adolescentes, atractivas y algo díscolas.

Carl es ingeniero e inventor, casi siempre fracasado. La mayoría considera que es la oveja negra de la familia. Es una síntesis de inteligencia y de misantropía, solterón y no muy limpio, ni de alma ni de cuerpo, esto último para constante indignación de su madrastra. Sí, algo raro pasa con el hermano Carl, volveré a él más adelante.

También está presente Torsten Bohlin, un joven genio de rasgos atrevidos y pelo flotante, de una descuidada elegancia y muy querido de la familia. A los veinticuatro años está escribiendo su tesis doctoral (sobre el canto gregoriano en la música coral anterior al protestantismo tal y como se refleja en la colección de música hallada en la iglesia de Skattungby cuando fue restaurada en 1898). Al joven Bohlin se le considera, finalmente, como el futuro esposo de Anna. Se dice que entre ambos jóvenes se han producido señales visibles de sentimientos románticos.

La pudibunda Siri se asoma a la puerta del comedor, parece ligeramente desorientada. Karin Åkerblom dice desde el otro extremo de la habitación: nuestro otro invitado no ha llegado todavía. Vamos a esperar unos minutos a ver si aparece.

karin (a ernst):  ¿Estás seguro de haberle dicho a tu amigo que la cena era a las cinco?

ernst:  Le insistí en que somos de una puntualidad enfermiza en esta familia. Me contestó que él era un desesperado entusiasta de la puntualidad.

johan åkerblom:  ¿Qué clase de individuo es?

ernst:  Pero, papá, no es ningún individuo. Estudia Teología y será sacerdote, si Dios quiere.

carl:  ¡Un sacerdote, un sacerdote! ¿Por qué no un sacerdote en la familia? Sería una aportación profesional a esta pandilla de hipócritas.

martha:  ¿Y cómo se llama ese prodigio?

ernst:  Henrik Bergman. Corporación universitaria de Gästrike-Hälsinge. Cantamos juntos en el coro de la universidad. Tiene una estupenda voz de barítono y, además, tres tías solteras.

oscar:  Las señoritas de Elfvik.

ernst:  Las señoritas Bergman, de Elfvik.

johan åkerblom:  Entonces, el diputado Fredrik Bergman debe de ser su abuelo.

karin:  ¿Lo conocemos?

johan åkerblom:  Un viejo zorro de mucho cuidado. Se desvive por una asociación especial, un partido agrario. ¡Pues sí que estaría bonito! Enfrentamiento y división. Debemos de ser algo parientes, por cierto. Hijos de primos o algo por el estilo.

Esto da paso a unas risas que se interrumpen cuando llaman a la puerta. Yo abro, dice Anna decidida. Detiene a Siri, que se dispone a hacerlo con un gesto especial de reprobación en la cara que asustaría a cualquiera. Anna abre la puerta. Allí está Henrik Bergman. Está paralizado de terror.

henrik:  Llego con retraso. Llego tarde.

anna:  Le daremos la cena de todos modos. Aunque va a tener que sentarse en la cocina.

henrik:  Lo siento… Yo, en general soy…

anna:  … un ministro de la puntualidad. Ya lo sabemos. ¡Pase, pase, que no se retrase más la cena!

henrik:  No, no creo que me atreva.

Henrik se da la vuelta bruscamente y se encamina con pasos rápidos a la escalera. Anna va tras él y lo toma del brazo. Se aguanta las ganas de reír.

anna:  Es verdad que somos bastante peligrosos cuando nos reunimos todos en familia, especialmente si no comemos a la hora prevista. Pero creo, sin embargo, que debe usted armarse de valor. Va a ser una comida muy rica y el postre lo he hecho yo con mis propias manos. Vamos, venga. Hágalo por mí.

Le quita la gorra de bachiller y le alisa el pelo con la mano; Eso es, así está usted bien, y lo empuja delante de ella por el vestíbulo.

anna:  El señor Bergman pide mil perdones. Fue a visitar a un amigo enfermo y tuvo que ir a la farmacia. Había bastante cola y por eso se retrasó.

karin:  Buenas tardes, señor Bergman. Bienvenido. Espero que su amigo no esté gravemente…

henrik:  No… no… Solo está…

anna:  Se ha roto una pierna. Este es mi padre.

johan åkerblom:  Bienvenido. Se parece usted mucho a su abuelo.

henrik:  Eso dicen, sí.

anna:  Mis hermanos Gustav, Oscar y Carl; Martha, que está casada con Gustav; y Svea, con Oscar; las niñas son hijas de Gustav y Martha; y este es Torsten Bohlin, que dicen que será mi prometido. Ahora ya conoce usted a la familia.

karin:  Bueno, pues entonces vamos a la mesa ya.

ernst:  Hola, Henrik.

henrik:  Hola.

ernst:  ¿Quién se ha roto la pierna?

henrik:  Nadie. Es que tu hermana…

ernst:  ¡Ja, ja, ten cuidado con ella!

henrik:  Yo ya no tengo…

karin (interrumpe):  ¿Quiere ser tan amable, señor Bergman, de sentarse allí, al lado de doña Martha? Y Torsten, por favor, al lado de Anna. Vamos a bendecir la mesa.

todos:  Derrama, Señor, tu bendición sobre nosotros y sobre los alimentos que vamos a tomar, amén.

Rápidas inclinaciones y reverencias. Todos se sientan conversando animadamente. Siri y Lisen, uniformadas de negro con cofias blancas almidonadas, aparecen con espárragos frescos y agua de Seltz.

Las vicisitudes no han terminado todavía para Henrik Bergman. Él no ha visto un espárrago en su vida. Jamás ha tomado una comida de cuatro platos ni ha bebido otra cosa que agua, cerveza o aguardiente, no ha visto en su vida un lavamanos con una pequeña flor roja flotando en el agua, nunca tantos cuchillos y tenedores, nunca ha dado conversación a una señora sarcástica y afable que habla con fuerte acento ruso. Se alzan muros, se abren abismos.

martha:  Yo soy de San Petersburgo. Mi familia sigue viviendo allí en una gran casa junto a los jardines de Alexander. San Petersburgo es una ciudad muy bonita, sobre todo en otoño. ¿Ha estado usted en San Petersburgo? Yo voy todos los años en septiembre, es la estación más hermosa, para entonces ya ha vuelto todo el mundo del veraneo y empieza la temporada, las fiestas, los teatros, los conciertos. Usted va a ser sacerdote. Tiene usted un aspecto muy adecuado para ello. Tiene usted los ojos bonitos y tristes, seguro que a las mujeres les encanta un físico así. Pero hay que retirar el pelo de la frente cuando se tiene una frente de poeta tan joven y tan bella. ¡Permítame que lo ayude! Gustav, mi marido, ese gordo bonachón que está allí sentado, ¡sí, sí, ese, estoy hablando de ti, querido!, es catedrático de Derecho Romano, nadie se lo imaginaría con esa pinta…(Se ríe a carcajadas). Va a hacer veinte años que estoy en Suecia, me encanta su país, pero yo soy rusa, Gustav parece un panadero, pero es un alma de Dios. Estaba de visita en San Petersburgo y nos conocimos en una fiesta de beneficencia, se me declaró esa misma noche y yo me dije: Martha, no seas tonta, seguro que puedes conseguir un marido más guapo, pero ese hombre tiene un corazón de oro puro, así que nos casamos un año más tarde, y claro que a veces me sorprenden este país y estas gentes singulares, pero la verdad es que no me he arrepentido nunca. Y el arrepentimiento tampoco casa mucho con mi temperamento. ¿Es usted una persona dada al arrepentimiento?(Se ríe, se pone seria). Las iglesias son tan pobres en este país, también las canciones, no hay momentos grandiosos. Mi querido joven, a veces tengo la impresión de que rogamos a dos dioses distintos.(Se ríe bajito). Voy a… no, espere un momento, voy a enseñarle a usted cómo se comen los espárragos. Mire, lo más rico son las puntas, está permitido pinzar el tallo con los dedos, así saben mejor… Da más gusto. Se ponen en la boca y se muerden despacito. Y así se hace con el lavamanos, fíjese en mí, señor Bergman.

El menú se compone, además de los espárragos, de pastel de salmón con salsa verde, pollo con verduras (difícil de manipular) y la obra maestra de Anna: un tembloroso flan.

Después de tomar café en el salón, se toca música. Va oscureciendo a través de los ventanales. Se encienden velas en torno a los músicos. El andante del último cuarteto para cuerda de Beethoven. Johan Åkerblom toca el violoncelo, Carl es un buen violinista aficionado, miembro de la orquesta de la universidad. Ernst es el segundo violín, con más sentimiento que acierto. A la hora del café y los licores, baja del piso de arriba un músico jubilado que ha tocado en la orquesta de la corte con su viola; es un personaje atento, amable y algo estirado. Le cuesta mucho esfuerzo tocar en semejante compañía, pero el director de Tráfico ha avalado algunas de sus letras de cambio, lo que mitiga el sacrificio.

Música y anochecer, Henrik se sume en meditaciones: todo esto es como un sueño, al margen y lejos de su propia vida gris. Anna está sentada junto a la ventana mirando fijamente a los músicos y escuchando con atención. Su perfil se recorta contra la luz del ocaso. Ella se siente observada, domina su primer impulso, pero cede enseguida y vuelve la mirada hacia Henrik. Él la mira con seriedad, ella sonríe un poco superficialmente, con una cierta ironía, pero luego se pone seria también, devuelve la seriedad de Henrik; sí te veo, sí. Veo.

Es hora de irse y de decir adiós. Henrik se inclina y da las gracias en todas las direcciones, durante un instante tiene a Anna frente a él. Ella se pone de puntillas y le habla bajito al oído, su pelo perfumado, el ligero roce.

anna:  Yo me llamo Anna, y tú, Henrik, ¿verdad?

Se aleja enseguida y se pone junto a su padre, lo toma del brazo y apoya la cabeza en su hombro, todo un poco teatral, pero con encanto, y no desprovisto de talento.

Henrik está aturdido. (Se dice así. Resulta banal, pero en este momento no hay mejor palabra: aturdido). Henrik está, pues, aturdido en la esquina de Trädgårdsgatan con Ågatan, sabe que debería irse a casa a escribirle a su madre esa difícil carta que tiene que escribirle, pero aún es pronto y se siente solo. Su amigo Ernst se fue de juerga con muchas prisas, ­Drottninggatan abajo, agitando los faldones del gabán.

Los castaños están en flor y se oye música militar del parque Municipal. El reloj da las nueve en la catedral y la campana Gunilla contesta con argentinas campanadas desde lo alto, sobre la cúpula de Sture.

Alguien le toca en el hombro. Es Carl. Se muestra muy amable, huele a coñac.

carl:  ¿Le parece que vayamos juntos, señor Bergman? ¿Bajamos por esta calle hasta el estanque de los Cisnes a ver los tres cisnes nuevosCygnus olor o el cisne negro Chenopsis atrata que acaban de importar de Australia? ¿O alargamos el paseo cien metros, nos tomamos una copa y —sobre todo— vemos a las tres putas nuevecitas que han traído de Copenhague? ¡Vamos al Flustret, señor Bergman, vamos al Flustret!

Carl sonríe con agrado y palmea a Henrik en la mejilla con una mano pequeña y blanda.

Se sientan en la terraza encristalada de Flustret; es una noche serena, la gente se ha echado a la calle en este templado crepúsculo de comienzos de verano. Solo unos cuantos profesores universitarios empollan en el interior del restaurante velando en amarga soledad sus whiskies con soda. Una camarera esbelta y muy guapa se acerca a la mesa a preguntar qué desean. Saluda con familiaridad, haciendo una pequeña reverencia.

frida:  Buenas noches, señor ingeniero, buenas noches, señor aspirante; ¿qué puedo ofrecerles hoy?

carl:  La señorita Frida puede traernos media botella del licor de costumbre y unos cigarros puros.

frida:  Voy a avisar a la chica.

Saluda y da media vuelta. Carl la sigue con la mirada azul detrás de los anteojos.

carl:  Parece conocer usted a la señorita Frida.

henrik:  No… Bueno, quizá. Mi grupo de comedor y yo venimos aquí a veces, cuando tenemos dinero. Pero no, no la conozco.

carl (con ojos penetrantes):  El color se le sube a las mejillas al pastor, ¿se avecina una negación? ¿Oiremos cantar al gallo?

henrik:  Solo sé que se llama Frida y que es de la provincia de Ångermanland.(Cobra nuevos bríos). Guapa chica.

carl:  Guapa, muy guapa. Reputación dudosa, ¿no? ¿Qué opinión le merece a usted? Se dice que los estudios de Teología proporcionan buena vista para las debilidades humanas. ¿O debo decir olfato?

Llega la cigarrera con su bandeja y los señores se proveen de habanos. Carl paga y da una buena propina. La chica corta las puntas de los puros y les da fuego. Echando bocanadas de humo, se recuestan en sus asientos.

carl:  Bueno, señor Bergman, ¿qué tal lo ha pasado esta tarde?

henrik:  ¿A qué se refiere, señor Åkerblom?

carl:  Qué le hemos parecido, para ser breve.

henrik:  Es la primera vez en mi vida que estoy en una cena con cuatro platos y tres vinos diferentes. Era como un teatro. Yo estaba allí en medio de la representación y se esperaba que actuase como los demás, pero no me sabía el papel.

carl:  ¡Muy bien formulado!

henrik:  Todo era atrayente y, a la vez, repulsivo. O mejor dicho, inalcanzable, no es mi intención criticar.

carl:  ¿Inalcanzable?

henrik:  Si yo desease penetrar en ese mundo de ustedes y aspirase a jugar un papel en su representación, sería, de todas maneras, algo imposible.

Llega Frida con el licor en un enfriador y dos vasitos levemente empañados. Carl contempla a Henrik con discreta atención. Henrik no se atreve a enfrentar la mirada de Frida. ¿Y si se le ocurre darme un beso en la boca o ponerme la mano en la nuca? ¿Qué pasaría? La verdad es que ella, por su parte, también resulta impenetrable. ¿Tal vez es eso, por todas partes? ¿Excluido?, piensa Henrik con amarga voluptuosidad. ¿Excluido?.

carl:  Es Karin Calwagen, mi madrastra, la que protagoniza nuestro insignificante drama familiar. Mammchen tiene un notable carácter, bastante más fuerte que las circunstancias que la rodean. Es una persona ávida de poder que nos gobierna con puño de hierro. Hay quien dice que ha sido una bendición para nosotros, otros afirman que es una lagarta redomada. Si a alguien se le ocurriera la idea de preguntarme a mí, diría que su intención es buena, pero los hechos son malos, como dice… Sí, me parece que es san Pablo. Lo que quiere es que la familia esté unida, yo no sé para qué sirve eso. Si algo no casa con su modelo, entonces corta, amputa, deforma. Eso lo sabe hacer bien la encantadora y querida señora.

Carl alza su vaso hacia Henrik, que contesta a su brindis; ambos se miran con simpatía.

carl:  Me atrevo a proponer un brindis de fraternidad. Me llamo Carl Eberhard, 1899. Gracias.

henrik:  Erik Henrik Fredrik, 1906. Gracias.

Cumplido el ritual de apear el tratamiento, los recién hermanados amigos guardan meticulosamente el silencio que suele seguir a un hecho tan significativo.

carl: