La Celestina - Fernando de Rojas - E-Book

La Celestina E-Book

Fernando de Rojas

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Beschreibung

La Celestina (1499) es una de las obras maestras de la literatura española y una de las más intensas tragedias del Siglo de Oro. A medio camino entre el teatro y la novela dialogada, narra la pasión desbordada de Calisto por Melibea y el papel decisivo de la vieja Celestina, alcahueta astuta y manipuladora que desencadena en una serie de acontecimientos fatales. En esta historia donde el amor se mezcla con la codicia, la magia, la juventud y la muerte, los personajes se enfrentan a un destino que parece escrito de antemano. Con un lenguaje brillante y una sorprendente modernidad psicológica, La Celestina sigue estremeciendo al lector por la fuerza de sus emociones y la profundidad de su visión del alma humana.

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Seitenzahl: 324

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Esta colección atesora las obras más importantes de la literatura universal, cada una en su idioma original.

En la Serie Letras Castellanas destacan: El Lazarillo de Tormes, Anónimo; El coloquio de los perros, de Miguel de Cervantes; Rimas y Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer; Bodas de Sangre, de Federico García Lorca; Cañas y Barro, Blasco Ibáñez; Ismaelillo, de José Martí; Azul, de Rubén Darío; Cuentos de la Selva, de Horacio Quiroga, entre otros...

FERNANDO DE ROJAS

LA CELESTINA

© Ed. Perelló, SL, 2025

Carrer de les Amèriques, 27

46420 - Sueca, Valencia

Tlf. (+34) 644 79 79 83

[email protected]

http://edperello.es

I.S.B.N.: 979-13-70191-74-0

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Acto I

Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzole de hablar. De la cual rigurosamente despedido, fue para su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia, la cual, viniendo Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenía a otro consigo, llamado Crito, al cual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando con Celestina, Calisto está razonando con otro criado suyo, por nombre Pármeno, el cual razonamiento dura hasta que llega Sempronio y Celestina a casa de Calisto. Pármeno fue conocido de Celestina, la cual mucho le dice de los hechos y conocimiento de su madre, induciéndole a amor y concordia de Sempronio.

Calisto.

En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

Melibea.

¿En qué, Calisto?

Calisto.

En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡Oh, triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.

Melibea.

¿Por gran premio tienes este, Calisto?

Calisto.

Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.

Melibea.

Pues aún más igual galardón te daré yo si perseveras.

Calisto.

¡Oh, bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!

Melibea.

Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.

Calisto.

Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.

Calisto.

¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito?

Sempronio.

Aquí soy, señor, curando de estos caballos.

Calisto.

Pues, ¿cómo sales de la sala?

Sempronio.

Abatiose el gerifalte y vínele a enderezar en el alcándara.

Calisto.

¡Así los diablos te ganen! ¡Así por infortunio arrebatado perezcas o perpetuo intolerable tormento consigas, el cual en grado incomparablemente a la penosa y desastrada muerte que espero traspasa! ¡Anda, anda, malvado!, abre la cámara y endereza la cama.

Sempronio.

Señor, luego hecho es.

Calisto.

Cierra la ventana y deja la tiniebla acompañar al triste y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡Oh, bienaventurada muerte aquella que, deseada a los afligidos, viene! ¡Oh, si vinieseis ahora, Crato y Galieno médicos, sentiríais mi mal! ¡Oh, piedad de Seleuco, inspira en el plebérico corazón, porque, sin esperanza de salud, no envíe el espíritu perdido con el del desastrado Píramo y de la desdichada Tisbe!

Sempronio.

¿Qué cosa es?

Calisto.

¡Vete de ahí! No me hables, si no, quizá, antes del tiempo de rabiosa muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin.

Sempronio.

Iré, pues solo quieres padecer tu mal.

Calisto.

¡Ve con el diablo!

Sempronio.

No creo, según pienso, ir conmigo el que contigo queda. ¡Oh, desventura! ¡Oh, súbito mal! ¿Cuál fue tan contrario acontecimiento que así tan presto robó el alegría de este hombre y, lo que peor es, junto con ella el seso? ¿Dejarle he solo o entraré allá? Si le dejo, matarse ha, si entro allá, matarme ha. Quédese, no me curo, más vale que muera aquel a quien es enojosa la vida que no yo, que huelgo con ella. Aunque por ál no desease vivir sino por ver mi Elicia, me debería guardar de peligros. Pero, si se mata sin otro testigo, yo quedo obligado a dar cuenta de su vida. Quiero entrar. Mas, puesto que entre, no quiere consolación ni consejo. Asaz es señal mortal no querer sanar. Con todo, quiérole dejar un poco desbrave, madure, que oído he decir que es peligro abrir o apremiar las postemas duras, porque más se enconan. Esté un poco, dejemos llorar al que dolor tiene, que las lágrimas y suspiros mucho desenconan el corazón dolorido. Y aun, si delante me tiene, más conmigo se encenderá, que el sol más arde donde puede reverberar. La vista, a quien objeto no se antepone, cansa, y, cuando aquel es cerca, agúzase. Por eso quiérome sufrir un poco. Si entretanto se matare, muera; quizá con algo me quedaré que otro no sabe, con que mude el pelo malo. Aunque malo es esperar salud en muerte ajena, y quizá me engaña el diablo y, si muere, matarme han e irán allá la soga y el calderón. Por otra parte, dicen los sabios que es grande descanso a los afligidos tener con quien puedan sus cuitas llorar y que la llaga interior más empece. Pues, en estos extremos en que estoy perplejo, lo más sano es entrar y sufrirle y consolarle, porque, si posible es sanar sin arte ni aparejo, más ligero es guarecer por arte y por cura.

Calisto.

Sempronio.

Sempronio.

Señor.

Calisto.

Dame acá el laúd.

Sempronio.

Señor, vesle aquí.

Calisto.

¿Cuál dolor puede ser tal que se iguale con mi mal?

Sempronio.

Destemplado está ese laúd.

Calisto.

¿Cómo templará el destemplado? ¿Cómo sentirá el armonía aquel que consigo está tan discorde, aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa? Pero tañe y canta la más triste canción que sepas.

Sempronio.

Mira Nero de Tarpeya a Roma cómo se ardía; gritos dan niños y viejos y él de nada se dolía.

Calisto.

Mayor es mi fuego y menor la piedad de quien yo ahora digo.

Sempronio.

No me engaño yo, que loco está este mi amo.

Calisto.

¿Qué estás murmurando, Sempronio?

Sempronio.

No digo nada.

Calisto.

Di lo que dices, no temas.

Sempronio.

Digo que ¿cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta multitud de gente?

Calisto.

¿Cómo? Yo te lo diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que mata un ánima que la que quemó cien mil cuerpos. Como de la aparencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra a lo real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si el de purgatorio es tal, más querría que mi espíritu fuese con los de los brutos animales que por medio de aquel ir a la gloria de los santos.

Sempronio.

¡Algo es lo que digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje.

Calisto.

¿No te digo que hables alto cuando hablares? ¿Qué dices?

Sempronio.

Digo que nunca Dios quiera tal, que es especie de herejía lo que ahora dijiste.

Calisto.

¿Por qué?

Sempronio.

Porque lo que dices contradice la cristiana religión.

Calisto.

¿Qué a mí?

Sempronio.

¿Tú no eres cristiano?

Calisto.

¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.

Sempronio.

Tú te lo dirás. Como Melibea es grande, no cabe en el corazón de mi amo, que por la boca le sale a borbollones. No es más menester. Bien sé de qué pie coxqueas. Yo te sanaré.

Calisto.

Increíble cosa prometes.

Sempronio.

Antes fácil, que el comienzo de la salud es conocer hombre la dolencia del enfermo.

Calisto.

¿Cuál consejo puede regir lo que en sí no tiene orden ni consejo?

Sempronio.

¡Ja, ja, ja! ¿Este es el fuego de Calisto? ¿Estas son sus congojas? ¡Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros! ¡Oh, soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánta premia pusiste en el amor, que es necesaria turbación en el amante! Su límite pusiste por maravilla. Parece al amante que atrás queda. Todos pasan, todos rompen, pungidos y esgarrochados como ligeros toros, sin freno saltan por las barreras. Mandaste al hombre por la mujer dejar el padre y la madre. Ahora no solo aquello, mas a Ti y a tu ley desamparan, como ahora Calisto, del cual no me maravillo, pues los sabios, los santos, los profetas, por él te olvidaron.

Calisto.

Sempronio.

Sempronio.

Señor.

Calisto.

No me dejes.

Sempronio.

De otro temple está esta gaita.

Calisto.

¿Qué te parece de mi mal?

Sempronio.

Que amas a Melibea.

Calisto.

¿Y no otra cosa?

Sempronio.

Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva.

Calisto.

Poco sabes de firmeza.

Sempronio.

La perseverancia en el mal no es constancia, mas dureza, o pertinacia la llaman en mi tierra. Vosotros los filósofos de Cupido llamadla como queráis.

Calisto.

Torpe cosa es mentir el que enseña a otro, pues que tú precias de loar a tu amiga Elicia.

Sempronio.

Haz tú lo que bien digo y no lo que mal hago.

Calisto.

¿Qué me repruebas?

Sempronio.

Que sometes la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer.

Calisto.

¿Mujer? ¡Oh, grosero! ¡Dios, Dios!

Sempronio.

¿Y así lo crees, o burlas?

Calisto.

¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso y no creo que hay otro soberano en el cielo aunque entre nosotros mora.

Sempronio.

¡Ja, ja, ja! ¿Oíste qué blasfemia? ¿Viste qué ceguedad?

Calisto.

¿De qué te ríes?

Sempronio.

Ríome, que no pensaba que había peor invención de pecado que en Sodoma.

Calisto.

¿Cómo?

Sempronio.

Porque aquellos procuraron abominable uso con los ángeles no conocidos y tú con el que confiesas ser Dios.

Calisto.

¡Maldito seas!, que hecho me has reír, lo que no pensé hogaño.

Sempronio.

¿Pues qué?, ¿toda tu vida habías de llorar?

Calisto.

Sí.

Sempronio.

¿Por qué?

Calisto.

Porque amo a aquella ante quien tan indigno me hallo que no la espero alcanzar.

Sempronio.

¡Oh, pusilánime! ¡Oh, hideputa! ¡Qué Nembrot, qué Magno Alejandro, los cuales no solo del señorío del mundo, mas del cielo se juzgaron ser dignos!

Calisto.

No te oí bien eso que dijiste. Torna, dilo, no procedas.

Sempronio.

Dije que tú, que tienes más corazón que Nembrot ni Alejandro, desesperas de alcanzar una mujer, muchas de las cuales en grandes estados constituidas se sometieron a los pechos y resuellos de viles acemileros y otras a brutos animales. ¿No has leído de Pasífae con el toro, de Minerva con el can?

Calisto.

No lo creo; hablillas son.

Sempronio.

Lo de tu abuela con el jimio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo.

Calisto.

¡Maldito sea este necio! ¡Y qué porradas dice!

Sempronio.

¿Escociote? Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas. Llenos están los libros de sus viles y malos ejemplos, y de las caídas que llevaron los que en algo, como tú, las reputaron. Oye a Salomón do dice que las mujeres y el vino hacen a los hombres renegar. Conséjate con Séneca y verás en qué las tiene. Escucha al Aristóteles, mira a Bernardo. Gentiles, judíos, cristianos y moros, todos en esta concordia están. Pero lo dicho y lo que de ellas dijere no te contezca error de tomarlo en común, que muchas hubo y hay santas y virtuosas y notables, cuya resplandeciente corona quita el general vituperio. Pero de estas otras, ¿quién te contaría sus mentiras, sus tráfagos, sus cambios, su liviandad, sus lagrimillas, sus alteraciones, sus osadías? Que todo lo que piensan, osan sin deliberar: sus disimulaciones, su lengua, su engaño, su olvido, su desamor, su ingratitud, su inconstancia, su testimoniar, su negar, su revolver, su presunción, su vanagloria, su abatimiento, su locura, su desdén, su soberbia, su sujeción, su parlería, su golosina, su lujuria y suciedad, su miedo, su atrevimiento, sus hechicerías, sus embaimientos, sus escarnios, su deslenguamiento, su desvergüenza, su alcahuetería. Considera qué sesito está debajo de aquellas grandes y delgadas tocas, qué pensamientos so aquellas gorgueras, so aquel fausto, so aquellas largas y autorizantes ropas. ¡Qué imperfección, qué albañales debajo de templos pintados! Por ellas es dicho “arma del diablo, cabeza de pecado, destrucción de paraíso”. ¿No has rezado en la festividad de San Juan, do dice: “Esta es la mujer, antigua malicia que a Adán echó de los deleites de paraíso; esta el linaje humano metió en el infierno; a esta menospreció Elías profeta, etc.”?

Calisto.

Di, pues ese Adán, ese Salomón, ese David, ese Aristóteles, ese Virgilio, esos que dices, como se sometieron a ellas, ¿soy más que ellos?

Sempronio.

A los que las vencieron querría que remedases, que no a los que de ellas fueron vencidos. Huye de sus engaños. ¿Sabes qué hacen? Cosas que es difícil entenderlas. No tienen modo, no razón, no intención; por rigor encomienzan el ofrecimiento que de sí quieren hacer. A los que meten por los agujeros denuestan en la calle, convidan, despiden, llaman, niegan, señalan amor, pronuncian enemiga, ensáñanse presto, apacíguanse luego. Quieren que adivinen lo que quieren. ¡Oh, qué plaga! ¡Oh, qué enojo! ¡Oh, qué hastío es conferir con ellas más de aquel breve tiempo que aparejadas son a deleite!

Calisto.

¿Ves? Mientras más me dices y más inconvenientes me pones, más la quiero. No sé qué es.

Sempronio.

No es este juicio para mozos, según veo, que no se saben a razón someter, no se saben administrar. Miserable cosa es pensar ser maestro el que nunca fue discípulo.

Calisto.

Y tú, ¿qué sabes? ¿Quién te mostró esto?

Sempronio.

¿Quién? Ellas, que, desde que se descubren, así pierden la vergüenza, que todo esto y aún más a los hombres manifiestan. Ponte, pues, en la medida de honra, piensa ser más digno de lo que te reputas. Que, cierto, peor extremo es dejarse hombre caer de su merecimiento que ponerse en más alto lugar que debe.

Calisto.

Pues, ¿quién yo para eso?

Sempronio.

¿Quién? Lo primero eres hombre y de claro ingenio; y más, a quien la natura dotó de los mejores bienes que tuvo. Conviene a saber, hermosura, gracia, grandeza de miembros, fuerza, ligereza, y, allende de esto, fortuna medianamente partió contigo lo suyo en tal cantidad, que los bienes que tienes de dentro con los de fuera resplandecen. Porque sin los bienes de fuera, de los cuales la fortuna es señora, a ninguno acaece en esta vida ser bienaventurado. Y más, a constelación de todos eres amado.

Calisto.

Pero no de Melibea, y en todo lo que me has gloriado, Sempronio, sin proporción ni comparación se aventaja Melibea. ¿Miras la nobleza y antigüedad de su linaje, el grandísimo patrimonio, el excelentísimo ingenio, las resplandecientes virtudes, la altitud e inefable gracia, la soberana hermosura, de la cual te ruego me dejes hablar un poco, porque haya algún refrigerio? Y lo que te dijere será de lo descubierto, que, si de lo oculto yo hablarte supiera, no nos fuera necesario altercar tan miserablemente estas razones.

Sempronio.

¿Qué mentiras y qué locuras dirá ahora este cautivo de mi amo?

Calisto.

¿Cómo es eso?

Sempronio.

Dije que digas, que muy gran placer habré de lo oír. ¡Así te medre Dios como me será agradable ese sermón!

Calisto.

¿Qué?

Sempronio.

¡Que así me medre Dios como me será gracioso de oír!

Calisto.

Pues, porque hayas placer, yo lo figuraré por partes mucho por extenso.

Sempronio.

¡Duelos tenemos! Esto es tras lo que yo andaba. De pasarse habrá ya esta importunidad.

Calisto.

Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos. Su longura hasta el postrero asiento de sus pies, después crinados y atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, no ha más menester para convertir los hombres en piedras.

Sempronio.

Más en asnos.

Calisto.

¿Qué dices?

Sempronio.

Dije que esos tales no serían cerdas de asno.

Calisto.

¡Ved qué torpe y qué comparación!

Sempronio.

¿Tú cuerdo?

Calisto.

Los ojos verdes rasgados, las pestañas luengas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca pequeña, los dientes menudos y blancos, los labios colorados y grosezuelos, el torno del rostro poco más luengo que redondo, el pecho alto, la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿quién te la podría figurar? ¡Que se despereza el hombre cuando las mira! La tez lisa, lustrosa, el cuero suyo oscurece la nieve, la color mezclada, cual ella la escogió para sí.

Sempronio.

¡En sus trece está este necio!

Calisto.

Las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos luengos; las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas. Aquella proporción, que ver yo no pude, no sin duda, por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser mejor que la que Paris juzgó entre las tres de esas.

Sempronio.

¿Has dicho?

Calisto.

Cuan brevemente pude.

Sempronio.

Puesto que sea todo eso verdad, por ser tú hombre eres más digno.

Calisto.

¿En qué?

Sempronio.

¿En qué? Ella es imperfecta, por el cual defecto desea y apetece a ti y a otro menor que tú. ¿No has leído el filósofo do dice “así como la materia apetece a la forma, así la mujer al varón”?

Calisto.

¡Oh, triste!, y ¿cuándo veré yo eso entre mí y Melibea?

Sempronio.

Posible es, y aunque la aborrezcas cuanto ahora la amas, podrá ser alcanzándola y viéndola con otros ojos libres del engaño en que ahora estás.

Calisto.

¿Con qué ojos?

Sempronio.

Con ojos claros.

Calisto.

Y ahora, ¿con qué la veo?

Sempronio.

Con ojos de alinde, con que lo poco parece mucho y lo pequeño grande. Y porque no te desesperes, yo quiero tomar esta empresa de cumplir tu deseo.

Calisto.

¡Oh, Dios te dé lo que deseas, que glorioso me es oírte aunque no espero que lo has de hacer!

Sempronio.

Antes lo haré cierto.

Calisto.

Dios te consuele. El jubón de brocado que ayer vestí, Sempronio, vístelo tú.

Sempronio.

Prospérete Dios por este y por muchos más que me darás. De la burla yo me llevo lo mejor. Con todo, si de estos aguijones me da, traérsela he hasta la cama. ¡Bueno ando! Hácelo esto que me dio mi amo, que sin merced imposible es obrarse bien ninguna cosa.

Calisto.

No seas ahora negligente.

Sempronio.

No lo seas tú, que imposible es hacer siervo diligente el amo perezoso.

Calisto.

¿Cómo has pensado de hacer esta piedad?

Sempronio.

Yo te lo diré. Días ha grandes que conozco en fin de esta vecindad una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras peñas promoverá y provocará a lujuria si quiere.

Calisto.

¿Podríala yo hablar?

Sempronio.

Yo te la traeré hasta acá. Por eso, aparéjate, sele gracioso, sele franco, estudia, mientras voy yo a le decir tu pena tan bien como ella te dará el remedio.

Calisto.

¿Y tardas?

Sempronio.

Ya voy; quede Dios contigo.

Calisto.

Y contigo vaya. ¡Oh, todopoderoso, perdurable Dios!, Tú que guías los perdidos y los reyes orientales por el estrella precedente a Belén trajiste y en su patria los redujiste, humilmente te ruego que guíes a mi Sempronio, en manera que convierta mi pena y tristeza en gozo, y yo, indigno, merezca venir en el deseado fin.

Celestina.

¡Albricias, albricias, Elicia! ¡Sempronio, Sempronio!

Elicia.

¡Ce, ce, ce!

Celestina.

¿Por qué?

Elicia.

Porque está aquí Crito.

Celestina.

¡Mételo en la camarilla de las escobas! ¡Presto! Dile que viene tu primo y mi familiar.

Elicia.

¡Crito, retráete ahí; mi primo viene, perdida soy!

Crito: Pláceme. No te congojes.

Sempronio.

¡Madre bendita, qué deseo traigo! ¡Gracias a Dios que te me dejó ver!

Celestina.

¡Hijo mío!, ¡rey mío!, turbado me has. No te puedo hablar; torna y dame otro abrazo. ¿Y tres días pudiste estar sin vernos? ¡Elicia, Elicia, cátale aquí!

Elicia.

¿A quién, madre?

Celestina.

A Sempronio.

Elicia.

¡Ay, triste, qué saltos me da el corazón! ¿Y qué es de él?

Celestina.

Vele aquí, vele. Yo me le abrazaré, que no tú.

Elicia.

¡Ay, maldito seas, traidor! Postema y landre te mate y a manos de tus enemigos mueras, y por crímenes dignos de cruel muerte en poder de rigurosa justicia te veas. ¡Ay, ay!

Sempronio.

¡Ji, ji, ji! ¿Qué es, mi Elicia?, ¿de qué te congojas?

Elicia.

Tres días ha que no me ves. ¡Nunca Dios te vea, nunca Dios te consuele ni visite! ¡Guay de la triste que en ti tiene su esperanza y el fin de todo su bien!

Sempronio.

¡Calla, señora mía! ¿Tú piensas que la distancia del lugar es poderosa de apartar el entrañable amor, el fuego que está en mi corazón? Do yo voy, conmigo vas, conmigo estás. No te aflijas ni me atormentes más de lo que yo he padecido; mas di, ¿qué pasos suenan arriba?

Elicia.

¿Quién? Un mi enamorado.

Sempronio.

Pues créolo.

Elicia.

¡Alahé, verdad es! Sube allá y verlo has.

Sempronio.

Voy.

Celestina.

¡Anda acá! Deja esa loca, que es liviana y turbada de tu ausencia. Sácasla ahora de seso; dirá mil locuras. Ven y hablemos; no dejemos pasar el tiempo en balde.

Sempronio.

Pues, ¿quién está arriba?

Celestina.

¿Quiéreslo saber?

Sempronio.

Quiero.

Celestina.

Una moza que me encomendó un fraile.

Sempronio.

¿Qué fraile?

Celestina.

No lo procures.

Sempronio.

Por mi vida, madre, ¿qué fraile?

Celestina.

¿Porfías? El ministro, el gordo.

Sempronio.

¡Oh, desaventurada, y qué carga espera!

Celestina.

Todo lo llevamos. Pocas mataduras has tú visto en la barriga.

Sempronio.

Mataduras no; mas petreras sí.

Celestina.

¡Ay, burlador!

Sempronio.

Deja; si soy burlador, muéstramela.

Elicia.

¡Ah, don malvado! ¿Verla quieres? ¡Los ojos se te salten, que no basta a ti una ni otra! ¡Anda, vela y deja a mí para siempre!

Sempronio.

¡Calla, Dios mío! ¿Y enójaste? Que ni quiero ver a ella ni a mujer nacida. A mi madre quiero hablar, y quédate a Dios.

Elicia.

¡Anda, anda, vete, desconocido, y está otros tres años que no me vuelvas a ver!

Sempronio.

Madre mía, bien tendrás confianza y creerás que no te burlo. Toma el manto y vamos, que por el camino sabrás lo que, si aquí me tardase en decirte, impediría tu provecho y el mío.

Celestina.

Vamos. Elicia, quédate a Dios, cierra la puerta. ¡A Dios, paredes!

Sempronio.

¡Oh, madre mía! Todas cosas dejadas aparte, solamente sé atenta e imagina en lo que te dijere. Y no derrames tu pensamiento en muchas partes, que quien junto en diversos lugares le pone, en ninguno lo tiene, si no por caso determina lo cierto. Quiero que sepas de mí lo que no has oído, y es que jamás pude, después que mi fe contigo puse, desear bien de que no te cupiese parte.

Celestina.

Parta Dios, hijo, de lo suyo contigo, que no sin causa lo hará, siquiera porque has piedad de esta pecadora de vieja. Pero di, no te detengas, que la amistad que entre ti y mí se afirma no ha menester preámbulos, ni correlarios, ni aparejos para ganar voluntad. Abrevia y ven al hecho, que vanamente se dice por muchas palabras lo que por pocas se puede entender.

Sempronio.

Así es. Calisto arde en amores de Melibea. De ti y de mí tiene necesidad. Pues juntos nos ha menester, juntos nos aprovechemos, que conocer el tiempo y usar el hombre de la oportunidad hace los hombres prósperos.

Celestina.

Bien has dicho, al cabo estoy. Basta para mí mecer el ojo. Digo que me alegro de estas nuevas como los cirujanos de los descalabrados. Y como aquellos dañan en los principios las llagas y encarecen el prometimiento de la salud, así entiendo yo hacer a Calisto: alargarle he la certinidad del remedio, porque, como dicen, “el esperanza luenga aflige el corazón” y, cuanto él la perdiere, tanto se la promete. ¡Bien me entiendes!

Sempronio.

Callemos, que a la puerta estamos y, como dicen, las paredes han oídos.

Celestina.

Llama.

Sempronio.

Ta, ta, ta.

Calisto.

Pármeno.

Pármeno.

Señor.

Calisto.

¿No oyes, maldito sordo?

Pármeno.

¿Qué es, señor?

Calisto.

A la puerta llaman. ¡Corre!

Pármeno.

¿Quién es?

Sempronio.

Abre a mí y a esta dueña.

Pármeno.

Señor, Sempronio y una puta vieja alcoholada daban aquellas porradas.

Calisto.

¡Calla, calla, malvado, que es mi tía! ¡Corre, corre, abre! Siempre lo vi, que por huir hombre de un peligro, cae en otro mayor. Por encubrir yo este hecho de Pármeno, a quien amor o fidelidad o temor pusieran freno, caí en indignación de esta, que no tiene menor poderío en mi vida que Dios.

Pármeno.

¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te congojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de esta el nombre que la llamé? No lo creas, que así se glorifica en le oír, como tú cuando dicen “diestro caballero es Calisto”. Y demás de esto es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice “¡puta vieja!”, sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen “¡puta vieja!”. Las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, aquello dicen sus martillos. Carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cantan los carpinteros, péinanla los peinadores, tejedores, labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas con ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Todas cosas que son hacen, a doquiera que ella está, el tal nombre representan. ¡Oh, qué comedor de huevos asados era su marido! ¡Qué quieres más, sino que si una piedra topa con otra luego suena “¡puta vieja!”!

Calisto.

Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces?

Pármeno.

Saberlo has. Días grandes son pasados que mi madre, mujer pobre, moraba en su vecindad, la cual, rogada por esta Celestina, me dio a ella por sirviente; aunque ella no me conoce por lo poco que la serví y por la mudanza que la edad ha hecho.

Calisto.

¿De qué la servías?

Pármeno.

Señor, iba a la plaza y traíale de comer, y acompañábala, suplía en aquellos menesteres que mi tierna fuerza bastaba. Pero de aquel poco tiempo que la serví, recogía la nueva memoria lo que la vieja no ha podido quitar. Tiene esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco compuesta y menos abastada. Ella tenía seis oficios; conviene saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera. Era el primero oficio cobertura de los otros, so color del cual muchas mozas de estas sirvientes entraban en su casa a labrarse y a labrar camisas y gorgueras, y otras muchas cosas. Ninguna venía sin torrezno, trigo, harina o jarro de vino, y de las otras provisiones que podían a sus amas hurtar; y aun otros hurtillos de más cualidad allí se encubrían. Asaz era amiga de estudiantes y despenseros y mozos de abades. A estos vendía ella aquella sangre inocente de las cuitadillas, la cual ligeramente aventuraban en esfuerzo de la restitución que ella les prometía. Subió su hecho a más, que por medio de aquellas comunicaba con las más encerradas hasta traer a ejecución su propósito. Y aquestas, en tiempo honesto, como estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alba y otras secretas devociones, muchas encubiertas vi entrar en su casa. Tras ellas hombres descalzos, contritos y rebozados, desatacados, que entraban allí a llorar sus pecados. ¡Qué tráfagos, si piensas, traía! Hacíase física de niños, tomaba estambre de unas casas, dábalo a hilar en otras, por achaque de entrar en todas. Las unas, “¡Madre acá!”, las otras, “¡Madre acullá!”, “¡Cata la vieja!”, “¡Ya viene el ama!”; de todos muy conocida. Con todos esos afanes nunca pasaba sin misa ni vísperas, ni dejaba monasterios de frailes ni de monjas; esto porque allí hacía ella sus aleluyas y conciertos. Y en su casa hacía perfumes, falsaba estoraques, menjuí, animes, ámbar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. Tenía una cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de barro, de vidrio, de arambre, de estaño, hechos de mil facciones. Hacía solimán, afeite cocido, argentadas, bujeladas, cerillas, lanillas, unturillas, lustres, lucentores, clarimientes, albalinos y otras aguas de rostro, de rasuras de gamones, de corteza de espantalobos, de dragontea, de hieles, de agraz, de mosto, destiladas y azucaradas. Adelgazaba los cueros con zumos de limones, con turbino, con tuétano de corzo y de garza y otras confecciones. Sacaba agua para oler, de rosas, de azahar, de jazmín, de trébol, de madreselva y clavellinas, mosquetadas y almizcladas, polvorizadas con vino. Hacía lejías para enrubiar, de sarmientos, de carrasca, de centeno, de marrubios, con salitre, con alumbre y milifolia y otras diversas cosas. Y los untos y mantecas que tenía es hastío de decir: de vaca, de oso, de caballos y de camellos, de culebra y de conejo, de ballena, de garza, de alcaraván, de gamo y de gato montés, y de tejón, de arda, de erizo, de nutria. Aparejos para baños, esto es una maravilla: de las hierbas y raíces que tenía en el techo de su casa colgadas, manzanilla y romero, malvaviscos, culantrillo, coronillas, flor de saúco y de mostaza, espliego y laurel blanco, tortarosa y gramonilla, flor salvaje e higueruela, pico de oro y hojatinta. Los aceites que sacaba para el rostro no es cosa de creer: de estoraque y de jazmín, de limón, de pepitas, de violetas, de menjuí, de alfócigos, de piñones, de granillo, de azufaifas, de neguilla, de altramuces, de arvejas y de carillas, y de hierba pajarera, y un poquillo de bálsamo tenía ella en una redomilla que guardaba para aquel rascuño que tenía por las narices. Esto de los virgos, unos hacía de vejiga y otros curaba de punto. Tenía en un tabladillo, en una cajuela pintada, unas agujas delgadas de pellejeros e hilos de seda encerados, y colgadas allí raíces de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla albarrana y cepacaballo. Hacía con esto maravillas que, cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía.

Calisto.

¡Así pudiera ciento!

Pármeno.

¡Sí, santo Dios! Y remediaba por caridad muchas huérfanas y erradas que se encomendaban a ella. Y en otro apartado tenía para remediar amores y para se querer bien. Tenía huesos de corazón de ciervo, lengua de víbora, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, haba morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de hiedra, espina de erizo, pie de tejón, granos de helecho, la piedra del nido del águila y otras mil cosas. Venían a ella muchos hombres y mujeres, y a unos demandaba el pan do mordían; a otros, de su ropa; a otros, de sus cabellos; a otros, pintaba en la palma letras con azafrán; a otros, con bermellón; a otros daba unos corazones de cera llenos de agujas quebradas, y otras cosas en barro y en plomo hechas, muy espantables al ver. Pintaba figuras, decía palabras en tierra. ¿Quién te podrá decir lo que esta vieja hacía? Y todo era burla y mentira.

Calisto.

Bien está, Pármeno, déjalo para más oportunidad. Asaz soy de ti avisado, téngotelo en gracia. No nos detengamos, que la necesidad desecha la tardanza. Oye. Aquella viene rogada, espera más que debe. Vamos, no se indigne. Yo temo y el temor reduce la memoria y a la providencia despierta. ¡Sus! Vamos, proveamos. Pero ruégote, Pármeno, la envidia de Sempronio, que en esto me sirve y complace, no ponga impedimento en el remedio de mi vida, que si para él hubo jubón, para ti no faltará sayo. Ni pienses que tengo en menos tu consejo y aviso que su trabajo y obra, como lo espiritual sepa yo que precede a lo corporal. Y puesto que las bestias corporalmente trabajen más que los hombres, por eso son pensadas y curadas, pero no amigas de ellos. En tal diferencia serás conmigo en respeto de Sempronio, y so secreto sello, pospuesto el dominio, por tal amigo a ti me concedo.

Pármeno.

Quéjome, señor, de la duda de mi fidelidad y servicio, por los prometimientos y amonestaciones tuyas. ¿Cuándo me viste, señor, envidiar, o por ningún interés ni resabio tu provecho estorcer?

Calisto.

No te escandalices, que sin duda tus costumbres y gentil crianza en mis ojos, ante todos los que me sirven, están. Mas, como en caso tan arduo, do todo mi bien y vida pende, es necesario proveer, proveo a los acontecimientos, como quiera que creo que tus buenas costumbres sobre buen natural florecen, como el buen natural sea principio del artificio. Y no más, si no vamos a ver la salud.

Celestina.

Pasos oigo. Acá desciende. Haz, Sempronio, que no lo oyes. Escucha y déjame hablar lo que a ti y a mí me conviene.

Sempronio.

Habla.

Celestina.

No me congojes ni me importunes, que sobrecargar el cuidado es aguijar el animal congojoso. Así sientes la pena de tu amo Calisto que parece que tú eres él y él tú, y que los tormentos son en un mismo sujeto. Pues cree que yo no vine acá por dejar este pleito indeciso o morir en la demanda.

Calisto.

Pármeno, detente. ¡Ce!, escucha qué hablan estos. Veamos en qué vivimos. ¡Oh, notable mujer! ¡Oh, bienes mundanos indignos de ser poseídos de tan alto corazón! ¡Oh, fiel y verdadero Sempronio! ¿Has visto, mi Pármeno? ¿Oíste? ¿Tengo razón? ¿Qué me dices, rincón de mi secreto y consejo y alma mía?

Pármeno.

Protestando mi inocencia en la primera sospecha, y cumpliendo con la fidelidad, porque me concediste, hablaré. Óyeme, y el afecto no te ensorde ni la esperanza del deleite te ciegue. Tiémplate y no te apresures, que muchos, con codicia de dar en el fiel, yerran el blanco. Aunque soy mozo, cosas he visto asaz y el seso y la vista de las muchas cosas demuestran la experiencia. De verte o de oírte descender por la escalera parlan lo que estos fingidamente han dicho, en cuyas falsas palabras pones el fin de tu deseo.

Sempronio.

Celestina, ruinmente suena lo que Pármeno dice.

Celestina.

Calla, que, para mi santiguada, do vino el asno vendrá el albarda. Déjame tú a Pármeno, que yo te le haré uno de nos, y de lo que hubiéremos, démosle parte, que los bienes, si no son comunicados, no son bienes. Ganemos todos, partamos todos, holguemos todos. Yo le traeré manso y benigno a picar el pan en el puño. Y seremos dos a dos y, como dicen, tres al mohíno.

Calisto.

¡Sempronio!

Sempronio.

¿Señor?

Calisto.

¿Qué haces, llave de mi vida? Abre. ¡Oh, Pármeno, ya la veo, sano soy, vivo soy! ¿Miras qué reverenda persona, qué acatamiento? Por la mayor parte por la fisonomía es conocida la virtud interior. ¡Oh, vejez virtuosa, Oh, virtud envejecida! ¡Oh, gloriosa esperanza de mi deseado fin! ¡Oh, fin de mi deleitosa esperanza! ¡Oh, salud de mi pasión, reparo de mi tormento, regeneración mía, vivificación de mi vida, resurrección de mi muerte! Deseo llegar a ti. Codicio besar esas manos llenas de remedio. La indignidad de mi persona lo embarga. Desde aquí adoro la tierra que huellas y en reverencia tuya beso.

Celestina.

Sempronio, ¡de aquellas vivo yo! ¡Los huesos que yo roí piensa este necio de tu amo de darme a comer! Pues al freír lo verá. Dile que cierre la boca y comience abrir la bolsa. De las obras dudo, cuánto más de las palabras. ¡So, que te estriego, asna coja! ¡Más habías de madrugar!

Pármeno.

¡Guay de orejas que tal oyen! Perdido es quien tras perdido anda. ¡Oh, Calisto, desaventurado, abatido, ciego, y en tierra está adorando a la más antigua puta tierra, que fregaron sus espaldas en todos los burdeles! Deshecho es, vencido es, caído es; no es capaz de ninguna redención, ni consejo, ni esfuerzo.

Calisto.

¿Qué decía la madre? ¡Paréceme que pensaba que le ofrecía palabras por excusar galardón!

Sempronio.

Así lo sentí.

Calisto.

Pues ven conmigo. Trae las llaves, que yo sanaré su duda.

Sempronio.

Bien harás. Y luego vamos, que no se debe dejar crecer la hierba entre los panes ni la sospecha en los corazones de los amigos, sino limpiarla luego con el escardilla de las buenas obras.

Calisto.

Astuto hablas. Vamos y no tardemos.

Celestina.

Pláceme, Pármeno, que habemos habido oportunidad para que conozcas el amor mío contigo y la parte que en mí, inmérito, tienes. Y digo inmérito por lo que te he oído decir, de que no hago caso, porque virtud nos amonesta sufrir las tentaciones y no dar mal por mal. Y especial cuando somos tentados por mozos y no bien instrutos en lo mundano, en que con necia lealtad pierdan a sí y a sus amos, como ahora tú a Calisto. Bien te oí, y no pienses que el oír con los otros exteriores sesos mi vejez haya perdido, que no solo lo que veo oigo y conozco, mas aun lo intrínseco con los intelectuales ojos penetro. Has de saber, Pármeno, que Calisto anda de amor quejoso. Y no lo juzgues por eso por flaco, que el amor impervio todas las cosas vence, y sabe, si no sabes, que dos conclusiones son verdaderas. La primera, que es forzoso el hombre amar a la mujer, y la mujer al hombre. La segunda, que el que verdaderamente ama es necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite, que por el Hacedor de las cosas fue puesto porque el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo cual perecería. Y no solo en la humana especie, mas en los peces, en las bestias, en las aves, en las reptilias. Y en lo vegetativo, algunas plantas han este respecto, si sin interposición de otra cosa en poca distancia de tierra están puestas, en que hay determinación de herbolarios y agricultores ser machos y hembras. ¿Qué dirás a esto, Pármeno? ¡Neciuelo, loquito, angelico, perlica, simplecico! ¿Lobitos en tal gesto? Llégate acá, putico, que no sabes nada del mundo ni de sus deleites. ¡Más rabia mala me mate si te llego a mí, aunque vieja! Que la voz tienes ronca, las barbas te apuntan; mal sosegadilla debes tener la punta de la barriga.

Pármeno.

¡Como cola de alacrán!

Celestina.

¡Y aun peor, que la otra muerde sin hinchar y la tuya hincha por nueve meses!

Pármeno.

¡Ji, ji, ji!

Celestina.

¿Ríeste, landrecilla, hijo?

Pármeno.

Calla, madre, no me culpes, ni me tengas, aunque mozo, por insipiente. Amo a Calisto porque le debo fidelidad, por crianza, por beneficios, por ser de él honrado y bien tratado, que es la mayor cadena que el amor del servidor al servicio del señor prende, cuanto lo contrario aparta. Véole perdido, y no hay cosa peor que ir tras deseo sin esperanza de buen fin, y especial pensando remediar su hecho tan arduo y difícil con vanos consejos y necias razones de aquel bruto Sempronio, que es pensar sacar aradores a pala de azadón. No lo puedo sufrir. ¡Dígolo y lloro!

Celestina.

Pármeno, ¿tú no ves que es necedad o simpleza llorar por lo que con llorar no se puede remediar?

Pármeno.