La ciudad que nos inventa - Héctor de Mauleón - E-Book

La ciudad que nos inventa E-Book

Héctor de Mauleón

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Héctor de Mauleón le ha devuelto a la crónica sus poderes: voluntad de estilo, erudición, sencillez y profundidad a un tiempo, pasión por los secretos, gran misterio revelado en un relámpago histórico. En pocos escritores el periodismo ha alcanzado la calidad y altura prosísticas con las que De Mauleón resuelve sus reportajes y sus textos de prensa. En las páginas que ha escrito desde hace más de veitne años y en varios libros fundamentales de historia urbana, la crónica vuelve a ser relato, ensayo personal, indagación íntima, reconstrucción de época, todo puesto bajo la destreza de una mano que dirige y organiza las tramas de éste y otros tiempos. La ciudad que nos inventa es el libro más improtante que se haya escrito en el México moderno sobre el laberinto urbano que habitamos día a día. Al mismo tiempo historia social e íntima formada por miniaturas colosales, datos curiosos, revelaciones insólitas, la ciudad brilla desde el año de 1509 hasta la demolición del Cine Teresa y la celebración de los doscientos años de la Catedral. ¿Quiere usted saber la historia de la cerveza, del galeón de Manila, del año de la peste, de las rameras corregidas, de la Estación Buenavista? En estas páginas se encuentran historias, personajes, calles, luces de la ciudad a través de crónicas de seis siglos, la ciudad que como escribió Paz "todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, / la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir". —Rafael Pérez Gay

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La ciudad que nos inventa

Crónicas de seis siglos

Héctor de Mauleón

1509

El cuento de espantos más antiguo

En muchos edificios antiguos del Centro Histórico existen fosos rectangulares, cubiertos por una capa de cristal o bien rodeados de barandales, a los que los arqueólogos han llamado «ventanas arqueológicas». Esas ventanas permiten asomarse a los primeros días de la ciudad: son elevadores en cuyos botones hay siglos en lugar de plantas: conducen a muros y fuentes que quedaron sepultados, a fragmentos de azulejo y restos de pinturas murales que sobrevivieron el andar del tiempo.

Esas «ventanas» se vislumbran en el atrio de la Catedral, en el Palacio del Arzobispado, en el Museo de la Caricatura, en la casa del Marqués del Apartado. En algunas de ellas se vislumbran entierros, osamentas, pisos que pertenecieron a la otra ciudad, México-Tenochtitlan, la ciudad prehispánica.

En ninguna «ventana» es posible hallar, sin embargo, lo que ofrece un foso ubicado en uno de los corredores del Palacio Nacional. En el verano más caluroso que recuerdo decidí visitarlo.

Crucé los patios cargados de historia de ese edificio, «galerías de ecos, entre imágenes rotas», escribió Octavio Paz. Aferrado a un barandal, me «asomé» al pasado.

Vi lo que queda de la famosa Casa Denegrida, el aposento sin ventanas, de paredes negras y piso de basalto oscuro, en donde sucedió el cuento de espantos más antiguo.

La Casa Denegrida, el aposento al que Moctezuma ii solía retirarse a reflexionar, formó parte de un conjunto integrado por cinco palacios que se comunicaban entre sí a través de grandes plataformas. Los conquistadores llamaron a aquel complejo «las casas nuevas de Moctezuma». Sobre aquellos edificios se levantó más tarde, cuando Tenochtitlan no era más que un puñado de piedras, la sede del gobierno virreinal.

La tarde de mi visita, lo he dicho ya, hacía en el centro un calor maléfico. Pero al mirar aquello, la sensación que me acometió fue cercana al frío: la Casa Denegrida era el origen de todo, del país, de la ciudad, de nosotros mismos. Allí se encerraba Moctezuma ii a meditar cada que aparecían bajo el sol de Anáhuac las cosas «maravillosas y espantosas» que le anunciaron el fin del mundo azteca: los ocho augurios que según fray Bernardino de Sahagún precedieron a la llegada de los españoles.

Moctezuma pisó las lajas de basalto de la Casa Denegrida la noche en que una llama de fuego, «muy grande y muy resplandeciente», iluminó el firmamento oscuro «con tanto resplandor que parecía de día». Era 1509, faltaban diez años para el arribo de los conquistadores, y aquel fenómeno se repitió noche tras noche, por espacio de un año. «Toda la gente gritaba y se espantaba; todos sospechaban que era señal de algún mal», relata el padre Sahagún.

Moctezuma entró de nuevo en el aposento el día en que se incendió sin motivo el templo de Huitzilopochtli y la gente quiso apagar el fuego con cántaros de agua: mientras más agua lanzaban contra el fuego, éste, «más se encendía».

Volvió Moctezuma a este sitio:

–Cuando cayó el rayo que quemó el templo de Xiuhtecuhtli.

–Cuando cruzaron el cielo «tres estrellas juntas que corrían a la par muy encendidas».

–Cuando hirvió el agua de los lagos y las olas entraron a las casas.

–Y cuando se escuchó, desgarrando la noche, un grito que varios siglos después llegaría hasta nosotros bajo la forma de una leyenda.

El grito era este: «¡Oh, hijos míos, ya nos perdimos! ¡Oh, hijos míos, a dónde os llevaré!». Ese grito se transformó durante la Colonia en el «¡Ay, mis hijos!», de La Llorona.

Moctezuma ii se hallaba meditando en la Casa Denegrida cuando unos cazadores le llevaron un ave prodigiosa que tenía en la cabeza un espejo redondo, a través del cual él vio con horror «una muchedumbre de gente junta que venían todos armados encima de caballos». (¿Qué habrá ocurrido con ese pájaro maravilloso?)

Poco antes de acudir en busca de refugio al reino de los muertos –tenía miedo del fin: no quería ver el apocalipsis del mundo azteca–, antes de encaminarse a la temible gruta de Chapultepec por la que se entraba al inframundo, Moctezuma ii pisó una vez más las lajas de basalto que aquella tarde yo tenía ante mis ojos: sus ayudantes le habían llevado varios «monstruos en cuerpos monstruosos», seres deformes, enanos con dos cabezas, que -desaparecían en cuanto el gobernante los miraba.

Todo este relato de horror que es, en realidad, el origen entre nosotros del cuento de espantos, gravita como eco alrededor de estas piedras. No hay una máquina que recupere los pensamientos, pero si la hubiera el primer lugar donde me gustaría probarla sería en este sitio.

No existe tampoco modo de saber cuándo fue la última vez que Moctezuma visitó el aposento. De la Casa Denegrida sólo quedan ahora fragmentos de pisos, de muros. Salgo del viejo palacio de los virreyes, vuelvo a la calle de Moneda y pienso en las dolidas palabras de fray Toribio de Benavente sobre el fin de Tenochtitlan:

La séptima plaga fue la edificación de la gran ciudad de México, en la cual los primeros años andaba más gente que en la edificación del templo de Jerusalem; porque era tanta la gente que andaba en las obras, que apenas podía hombre romper por algunas calles y calzadas, aunque son muy anchas; y en las obras a unos tomaban las vigas, otros caían de lo alto, a otros tomaban debajo los edificios que deshacían en una parte para hacer en otra, en especial cuando deshicieron los templos principales del demonio. Allí murieron muchos indios, y tardaron muchos años hasta los arrancar de cepa, de los cuales salió infinidad de piedra.

Qué horrible calor hay en la calle. Estoy temblando.

1519

El fantasma del Correo

La primera carta que se escribió en México comenzaba de este modo: «Muy altos y muy poderosos, Excelentísimos Príncipes, Muy Católicos y Muy Grandes Reyes y Señores». El autor era Hernán Cortés. Fue firmada una tarde, tal vez una noche de 1519, y despachada a caballo a la Villa Rica de la Veracruz para que una flota la condujera al otro lado del mar.

Ese documento inauguró entre nosotros, con el género epistolar, una edad en la que el país iba a vincularse emocionalmente con el mundo a través de cartas. Cartas que pedían amor, cartas que pedían ayuda, cartas que pedían dinero. La gente dejaba en ellas un poco de su vida, un poco de su alma.

El Archivo General de Indias resguarda la correspondencia que los primeros pobladores de la Nueva España enviaron a sus familiares, allá en la península. La vida corre a torrentes en aquellas hojas de papel adelgazadas por el tiempo, y en las que un ejército de seres sin rostro continúa narrando sus cuitas, sus problemas, las hazañas de la vida diaria:

Veinte y tantos años que ha que estoy en esta tierra y no he visto carta alguna de v.m. ni menos he sabido de v.m., que estoy con pena. Yo, bendito Nuestro Señor, quedo con mucha salud y viuda con un hijo. De mi marido quedaron ocho a diez mil pesos en posesiones y haciendas, las cuáles no me he atrevido a deshacer hasta saber primero de vuestras mercedes… [Carta de Irene Solís a su hermana Ángela, 1574.]

Qué poder tendrían esas misivas que la ciudad entera solía aguardarlas con el corazón temblando. Las crónicas, los diarios de sucesos notables de la época, registran invariablemente el momento en que los vecinos asistían a la Plaza Mayor a presenciar la llegada de los «cajones de cartas», unos fornidos e imponentes baúles de madera, sellados con chapas de hierro, que contenían noticias de temblores, de tifones, de incendios; relaciones de flotas que se perdían en el mar; expresiones de afecto, de resentimiento, de vicisitudes:

En lo que me dices de mis hermanos y parientes, son unos perros que me han comido cuanto han podido y aunque Dios me diera caudal, primero se lo dejara al más extraño que a ninguno de mis parientes. [Carta de Marcos Ortiz a su padre, 1589.]

Me detengo, quinientos años más tarde, ante la escalinata del Edificio de Correos de la Ciudad de México, el opulento palacio de estilo ecléctico que el general Porfirio Díaz inauguró en 1907 y el arquitecto Adamo Boari bañó con vitrales y bronces y mármoles florentinos. Enorme, grandioso, excepcional, el palacio expresa la importancia que tuvieron las cartas en un mundo en donde el teléfono era aún privilegio de los ricos.

Todo eso terminó. Ahora, el palacio recuerda un cementerio abandonado, un museo al que no asiste la gente. Hay algunos empleados, pero no encuentro carteros, ni cartas, ni público. ¿Quién gastaría su tiempo escribiendo misivas que tardarán un mes en llegar o acaso no llegarán nunca? El nobilísimo arte al que Erasmo dedicó el más leído de sus tratados, finalmente fue asesinado por el .com.

En 1580, medio siglo después de que Hernán Cortés escribiera la primera de sus Cartas de Relación, el grueso flujo de correspondencia entre el viejo continente y la capital de la Nueva España originó la creación de un incipiente sistema postal compuesto por jinetes, cabalgaduras y peones encargados de tareas diversas. Ese año, un hombre del que no queda siquiera un retrato, Martín de Olivares, fue nombrado Correo Mayor de la Nueva España. Sus oficinas, situadas en una casa cercana al palacio virreinal, se volvieron un referente que terminó por dar nombre a cierta importante arteria de la capital: Correo Mayor. Olivares recibía cada tantos meses los cajones de cartas y clavaba en lugar visible una lista con los nombres de los vecinos a los que había llegado correspondencia. No es difícil imaginar a los interesados, atravesando a grandes zancadas las calles de tierra de aquella ciudad misteriosa para romper los sellos de la carta, y recibir las nuevas que se habían esperado temblando.

Tuvieron que pasar otros cincuenta años –1628– para que se formara al fin un servicio de carteros que entregara la correspondencia a domicilio. Tampoco en este caso hay que hacer un gran esfuerzo para ver pasar a los carteros, judíos errantes de la urbe, con un pesado saco al hombro, buscando «destinatarios» en calles que aún carecían de nombre, y en casas adonde la numeración iba a tardar más de otro siglo en llegar.

En 1522, Erasmo de Rotterdam publicó su célebre manual de epistolografía, De conscribendis epistolis, con ejemplos que ayudaban a escribir una carta con virtuosismo. Aunque Hernán Cortés había escrito varias cartas perfectas antes de que la obra de Erasmo fuera publicada, para la gente común la escritura de una carta no resultaba algo sencillo. Ángel de Campo –el imprescindible Micrós– relató en una crónica que en el siglo xix este trabajo podía llevar un día entero:

La dama, péñola en ristre, usaba «falsa», goma, cuchillo, rascábase la coronilla, probaba los puntos, mojábalos en saliva, dibujaba una letra, se le iba el santo al cielo, derramaba el tintero, se manchaba el vestido, regañaba a la criada, tomaba dos vasos de agua para calmarse, preguntaba de uno a otro balcón a su prima la profesora si anhelo llevaba una, dos, o cuántas haches; aclarada la duda volvía al suplicio, y le faltaba el papel…

Y sin embargo, todo mundo las escribía. El mundo se comunicaba en cartas. Un caudal de la literatura se hizo con relatos, cuentos y novelas que comenzaban con la llegada o el hallazgo de una carta.

En las primeras décadas del siglo xx, Salvador Novo anunció que el teléfono militaba victoriosamente contra el género epistolar, sostuvo que la Larga Distancia atentaba contra la duradera belleza testimonial que poseía una carta. El «¿Con quién hablo?» remplazaba al «Estimado señor».

Novo murió en el año 74. En una época en la que el iPhone milita victoriosamente, los armatostes telefónicos que a él le preocuparon son piezas de museo, el Edificio de Correos está completamente vacío, y de todo aquello sólo quedan recuerdos.

Asciendo como un fantasma por la escalinata solitaria del palacio postal. No veo a nadie más. Aquí no hay nadie más.

Soy el fantasma del Correo.

1519

La prodigiosa aventura del conquistador Montaño

En 1519, Hernán Cortés pasó entre las cimas que resguardan el valle de México. A él se debe el primer relato español sobre la existencia de los volcanes. El Popocatépetl se hallaba entonces en un periodo de actividad febril. Según Cortés, del cráter salía a toda hora un «gran bulto de humo» que llegaba «hasta las nubes tan derecho como una vira». «Es tanta la fuerza con que sale» –escribió, admirado, el conquistador–, «que aunque arriba en la sierra anda siempre muy recio viento, no lo puede torcer».

Cortés eligió a diez hombres y los envió al volcán con la orden de averiguaran «el secreto de aquel humo, de dónde y cómo salía». Diego de Ordaz quedó al frente de la expedición. Cortés escribe que el grupo no pudo llegar al cráter «a causa de la mucha nieve que en la sierra hay, y de los muchos torbellinos que de las cenizas que de ahí salen andan por la sierra, y también porque no pudieron subir por la gran frialdad que arriba hacía».

La expedición vio desde aquella altura la gran Ciudad de México «y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados» y regresó con trozos de carámbanos y nieve, para que sus compañeros los vieran.

En el siglo xix, el barón de Humboldt describió científicamente aquellos volcanes. Los artistas viajeros Daniel Thomas Egerton, Carl Nebel y Johann Moritz Rugendas iniciaron con ellos el registro visual de la naturaleza mexicana –e inauguraron acaso «lo pintoresco». Las cúpulas heladas del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl habitaron los cuadros de José María Velasco, Eugenio Landesio, Saturnino Herrán, Adolfo Best Maugard, Joaquín Clausell, Diego Rivera, Luis Nishizawa y Jesús Helguera. El fantástico Doctor Atl, quien dedicó su vida a pintarlo, tuvo en una cueva del Popo su «habitación habitual».

Los volcanes están en las fotos de Hugo Brehme, Michael Calderwood, Manuel Ramos y Charles B. White; es posible hallarlos en los poemas de José María Heredia y José Santos Chocano… Están incluso en el telón de vidrio opalescente que la casa Tiffany hizo para el Palacio de Bellas Artes.

Y sin embargo, cuando los miro, solo puedo pensar en la inaudita audacia del conquistador Francisco Montaño.

Acababa de caer Tenochtitlan y el ejército de Cortés se había quedado sin pólvora. Cortés se volvió a mirar el gran bulto de humo que salía del Popo como una vira, y ordenó a algunos soldados –el padre Andrés Cavo los identifica como Montaño, Larios y Mesa– «que subieran al volcán por piedra azufre». A fin de que se hiciera público el arrojo de los españoles (era obvio que los indios le temían al volcán: el recuerdo de bestiales erupciones seguía ardiendo en la figura ubicua del dios viejo del fuego), el capitán hizo que un ejército indígena los acompañara.

En 1519, la expedición de Diego de Ordaz se las había visto negras. El volcán arrojó piedras quemadas y mucha ceniza; luego comenzó a temblar de tal modo que los soldados «estuvieron quedos sin dar más paso adelante hasta de allí a una hora». No era fácil la encomienda que Cortés hacía a Mesa, Larios y Montaño.

Los soldados salieron de madrugada. Al anochecer, no habían logrado aún alcanzar la cumbre. El padre Cavo cuenta que tuvieron que subir a gatas, afianzándose con unos clavos que llevaban en las manos. Uno de los soldados resbaló y cayó varios metros; «de no haberse atajado entre los carámbanos duros como acero, se hubiera despeñado».

El frío les picaba como el diablo. Abrieron en la nieve unas cuevas para guarecerse, pero entonces el hedor del azufre y el humo que salía por los poros de la tierra les impidieron ya no digamos conciliar el sueño, incluso respirar.

Bien entrada la mañana, pisaron al fin la boca del volcán. El espectáculo de aquel caldero ardiente debió estremecerlos. Dejaron que la suerte resolviera quién iba a bajar. Perdió Francisco Montaño. El soldado se despidió con un apretón de manos y se descolgó, con ayuda de una cuerda, llevando un costal ceñido a la espalda. Según Cavo, bajó «catorce estados» –Cortés escribe que bajó «setenta u ochenta brazos»–, llenó el costal con fino azufre y volvió a la superficie. Para juntar ocho arrobas, tuvo que bajar siete veces más. Larios bajó seis veces y extrajo un quintal.

Cavo afirma que «alegres los españoles, por camino menos fragoso, volvieron a Coyoacán». Los mexicanos los seguían, mirándolos con estupor: sólo quien lo ha hecho sabe lo que significa alcanzar una cumbre. Cortés salió eufórico a recibirlos y prometió premiarlos.

Después del Popo, Montaño conquistó otras cosas. Participó en las expediciones de Michoacán, Pánuco y las Hibueras, y recibió encomiendas en el obispado de Tlaxcala –que luego Cortés le quitó «sin causa alguna», y también sin remuneración alguna.

Cuando una masa de viento extrae del smog la cúpula helada del Popo, la caravana de nieve del Iztaccíhuatl, pienso en Montaño. En la sencilla y prodigiosa aventura del conquistador Montaño.

1520

La noche de Blas Botello

En la lista de libros perdidos en la noche de la Historia –el arqueólogo Eduardo Matos sostiene que Hernán Cortés extravió durante la Noche Triste el diario en el que consignaba minuciosos pormenores de la expedición de conquista– acaso el más inquietante es el del nigromante Blas Botello.

Botello era el astrólogo de Cortés. De acuerdo con Torquemada, varias veces le anticipó al conquistador cosas que, efectivamente, más tarde ocurrieron. Bernal Díaz del Castillo lo describe como «muy hombre de bien y latino». «Decían que era nigromántico, otros decían que tenía “familiar” (tratos con un espíritu) y algunos le llamaban astrólogo», apunta Bernal.

Según Francisco Cervantes de Salazar, este nigromante indicó a Cortés la hora en que debía atacar a Pánfilo de Narváez, «para quedar señor del campo». Francisco de Aguilar dice que Botello anunció también que Pedro de Alvarado se hallaba cercado, y a punto de morir, en la batalla de Cempoala. Gonzalo Fernández de Oviedo recuerda que el astrólogo «echaba conjuros y presumía de pronosticar algunas cosas futuras».

El 30 de junio de 1520, sitiados los conquistadores en las casas viejas de Moctezuma, el capitán Alonso de Ávila se retiró a descansar al aposento que compartía con Botello. Encontró al astrólogo tumbado en una estera, llorando en silencio. Botello le dijo: «Sabed que esta noche no quedará hombre de nosotros vivo, si no se tiene algún medio para poder salir».

Alonso de Ávila le habló de esa profecía a Pedro de Alvarado. La noticia cundió rápidamente entre las tropas. Cortés no quería abandonar Tenochtitlan. «No caigan en agüeros» –decía– «que será lo que Dios quisiere». Él mismo recordó: «De todos los de mi compañía fui requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé hacerlo aquella noche».

Había granizado en Tenochtitlan. Caía sobre la ciudad una lluvia fuerte y persistente. Bajo esa lluvia comenzó la Noche Triste, la huida en que la mitad de las tropas españolas pereció, y en la que se perdieron «en las puentes» las monturas, las armas, el quinto que pertenecía al Rey, y el tesoro saqueado en las cámaras de Moctezuma.

Cortés logró alcanzar tierra firme, más allá del que luego sería conocido como Puente de Alvarado. Al comprobar que eran muchos los soldados que faltaban, volvió grupas y fue a buscarlos. Unos doscientos españoles no habían logrado cruzar los canales: regresaron al palacio de Moctezuma y se encerraron a piedra y lodo. Los días de todos ellos terminaron en el Gran Teocalli, frente a la piedra de los sacrificios.

Blas Botello fue uno de los que murieron en el camino. Uno de sus compañeros localizó su petaca. Contenía un talismán –un falo de cuero– y «unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos». El astrólogo había trazado ahí esta pregunta: «¿Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios?».

Relata Bernal: «Más adelante decía en otras rayas y cifras: “No morirás”. Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: “Sí morirás”. Y decía en otra parte: “¿Si me han de matar también a mi caballo?” Decía adelante: “Sí matarán”. Y de esta manera tenía unas como cifras a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras, en aquellos papeles que eran como libro chico».

Al menos siete cronistas narran las angustiosas predicciones de Botello. Ninguno explica cuál fue el destino de su libro. Resulta interesante ese silencio.

En un ejército que creía en lo sobrenatural, con soldados que caían en agüeros y juraban ver «visiones y cosas que ponían espanto», ¿no habría querido alguno conservar para sí aquel libro prodigioso?

La Historia no vuelve a mencionar el libro mágico de Botello. A pesar del oscuro silencio, el libro merecía seguir rodando, pasar de mano en mano a lo largo de los siglos, alumbrando a las generaciones –a todas las generaciones que nos separan de la Conquista, el fatal augurio de su destino.

1521

La primera casa que hubo en México

Hace unos años, el Centro Cultural España, en Guatemala número 18, intentó ampliar sus instalaciones. Al reventar el piso de un antiguo estacionamiento, en un predio que había pasado el siglo xx sin sufrir apenas modificación alguna, salieron a la luz los restos de una construcción prehispánica, una banqueta pequeña, el arranque de una escalinata, varias pilastras demolidas, las ruinas de una habitación de estuco y el eco de lo que fue alguna vez un patio con piso de lajas. Acababa de aparecer, después de casi 500 años sepultado en el lodo, lo poco que queda del Calmécac, la escuela donde se entrenaban para gobernar los hijos de los nobles mexicas.

Qué extraño mirar esas piedras que en 1521 quedaron sumergidas en la oscuridad, en medio de un silencio que nada rompió nunca. Mientras caminaba por el recinto tuve la impresión de que la Ciudad de México acababa de abrir el baúl de sus recuerdos: yo miraba exactamente lo mismo que un día vieron Cortés, Sandoval, Alderete, Alvarado. Lo mismo que vio Bernal la tarde del siglo xvi en que cayeron los últimos vestigios de un esplendor irrepetible; el día en que la antigua soberana de los lagos, calle por calle, casa por casa, al fin fue demolida.

Esto mismo debió tener enfrente el buen Motolinia cuando escribió uno de los episodios más inolvidables de la crónica mexicana, el de la séptima plaga y la destrucción de México, «cuando se deshicieron los templos principales del demonio».

Guatemala resulta una de las calles más antiguas de la urbe. En ella, llamada en 1524 calle de los Bergantines, Cortés repartió los primeros solares entre sus hombres. Fue en Guatemala donde los conquistadores levantaron la primera casa que hubo en la ciudad, la construcción conocida como las Atarazanas, una fortaleza en donde se depositaron los trece bergantines empleados en el asalto a Tenochtitlan.

Cuando abandono las sombras, las entrañas del Calmécac, sigo de largo entre los edificios hundidos, las fachadas de tezontle, las hornacinas con santos y los sillares de cantera. Intento ubicar el punto donde se alzó la primera casa de México.

Como prolongación natural de México-Tacuba, Guatemala forma parte de la calle más antigua de América. Hacia el oriente, la suciedad y el descuido la vuelven, paradójicamente, misteriosa y bella.

No se sabe a punto fijo dónde estuvieron las Atarazanas. Manuel Orozco y Berra cree que más allá del Hospicio de San Nicolás, en los bordes de la apartada plazuela de la Santísima. Cortés consideró aquella casa «la que más conviene que estuviese guardada». En una carta dirigida al Rey, le explicó que requería de una fortaleza en la que pudiera tener los bergantines seguros, y desde la que fuera posible huir, o llegado el caso, «ofender» la ciudad con rapidez.

En el interior de ese edificio había pertrechos y piezas de artillería.

Cortés vivió en las Atarazanas durante un tiempo, mientras ponía en marcha el gobierno de la ciudad apenas reconstruida. «Hecha esta casa me pasé a ella con toda la gente de mi compañía, y se repartieron solares para los vecinos», escribió.

En 1535, sin embargo, el nivel del lago bajó en forma dramática y los bergantines quedaron imposibilitados para navegar. En tanto la ciudad se extendía al poniente, sobre terrenos más secos y menos insalubres, la fortaleza fue adquiriendo un estado ruinoso. Sobre esas ruinas se levantó el hospital de San Lázaro, primer leprosario de la capital.

Guatemala deja caer a cada instante el peso del tiempo. Atravieso Margil, la pequeña calle de San Marcos. La versión moderna de la lepra, el abandono, sigue envolviendo a los indigentes, los borrachines de pantalones orinados que roncan frente al mercado de Mixcalco. Hay ruido, gente, anuncios. Chamarras Profox, Telas El Barrigón, Camisería Pepe El Flaco, El Sueterero de Mixcalco.

En uno de esos predios debió estar la inimaginable fortaleza –¿de piedra, de madera?– que prefiguró el nacimiento de la nueva Ciudad de México.

Cierto memorial recuerda que a principios del siglo xvii la construcción se hallaba ya «en el abandono y toda apuntalada». Alzo la vista. Encuentro otro anuncio:

Polymoda. La primera casa de las colchas.

No sé lo que significa. Cruzo Circunvalación y dejo atrás el ruido, los puestos, la música.

1522

Panadería

Un día, una esquina olió a pan. Era 1522 y había llegado a la ciudad el más entrañable de los aromas urbanos. Puede ser que aquella mañana, en aquel preciso instante, con un conjunto de hombres barbados aspirando en calles como espejos el santo olor de la panadería, la Ciudad de México quedó debida, definitivamente fundada.

El hombre al que debemos el olor a pan, esa forma de la epifanía, era un conquistador negro: «a un negro y esclavo se debe tanto bien», escribió Francisco López de Gómara. Su nombre era Juan Garrido. Nadie lo recuerda ya, aunque –prosigue Gómara– obsequió a esta ciudad «muchas y regaladas cosas».

Lo que se sabe de él es que nació en África y de ahí pasó a Lisboa. Lo que no se sabe de él es cómo reapareció en Sevilla convertido en «negro horro», es decir, en un esclavo liberto.

En 1502 Garrido embarcó hacia el Nuevo Mundo en la flota de Nicolás de Ovando. Recorrió Santo Domingo, Puerto Rico, la Florida. Tras una experiencia de dieciséis años en viajes de exploración y guerras de conquista, apareció en 1520 entre los hombre de Cortés. Fue uno de los soldados que al acercarse a México-Tenochtitlan quedaron admirados porque aquello se parecía a las cosas de encantamiento que se cuentan en el libro de Amadís.

En las casas viejas de Moctezuma debió escuchar los relatos de aquel soldado enloquecido que soñaba que los indios les cortaban las cabezas a los conquistadores, mientras los pies de éstos brincaban en los patios, sin necesidad de piernas.

Estuvo también en la Noche Triste, en «las tristes puentes» de la calzada México-Tacuba, donde murieron cientos de españoles «y con trabajos se salvaron los restantes».

Cuánto dolor y cuánta muerte habrá visto Juan Garrido aquella noche, puesto que a la caída de Tenochtitlan pidió permiso a Hernán Cortés para fundar una ermita que perpetuara, en el sitio de su martirio, la memoria de sus compañeros. De ese modo alzó un modesto templo, la Ermita de los Mártires, donde los huesos de los conquistadores caídos fueron sepultados. Ahí se yergue en la actualidad el hermoso templo barroco de San Hipólito y San Casiano.

Bernal Díaz escribió mucho tiempo después que «los negros y los caballos» que hicieron la Conquista «valían su peso en oro». Durante los tres siglos que siguieron, cada 30 julio, con una procesión que iba de la Plaza Mayor a la Ermita de los Mártires –en el siglo xviii se levantó en lugar de ésta el templo que hoy conocemos–, los españoles recordaron «a las ánimas de los que allí habían muerto». Nadie recordaba, sin embargo, al «negro horro» al que se debía esa conmemoración luctuosa.

Cuenta López de Gómara que en los días que siguieron a la toma de la capital mexica, cuando la destruida ciudad indígena aún hedía y humeaba, Cortés recibió del puerto de Veracruz un cargamento de arroz y encomendó a Juan Garrido la tarea de limpiar los granos. Garrido halló en uno de los sacos tres pequeños granos de trigo, y los sembró.

La leyenda afirma que de aquellos granos se perdieron dos. Del tercero surgieron, sin embargo, cuarenta y siete espigas doradas. Había llegado el pan. Un día de 1522, Cortés y sus soldados pudieron comer al fin «pan como el de Europa».

Comenzaba la tradición del pan bazo y el pan floreado, del birote, del chimistlán, del cocol, del hojaldre. En el Códice Florentino los informantes de fray Bernardino de Sahagún dibujaron vendedores de diversos productos: todos poseían rasgos indígenas, a excepción de los vendedores de pan, que fueron dibujados con apariencia de españoles.

El conquistador negro murió en 1530. Años antes, Nuño de Guzmán –a quien Vicente Riva Palacio llamó «el aborrecible gobernador de Pánuco y quizás el hombre más perverso de cuantos pisaron la Nueva España»– había establecido en las cercanías del río Tacubaya el primer molino de trigo, llamado Molino de Abajo o de los Delfines. Una ordenanza expedida por Cortés exigía que el pan, bien cocido y seco para que no se descompusiera, fuera vendido únicamente en la Plaza Mayor: nuestro Zócalo fue la primera, gigantesca panadería.

Desde que rayaba el alba, los panaderos acercaban sus productos a la plaza. En su trayecto cotidiano fijaron una imagen proverbial: la del vendedor del pan que lleva en la cabeza un cesto incrustado de piezas. Muchos siglos después, yo la contemplé de niño.

Esa imagen ya no existe. Se la ha llevado el tiempo –como ocurre, a ciertas horas, con el santo olor del pan.

1526

Mesones de paso

En el DF, señoras y señores, la vida pasa tarde o temprano por un hotel de paso. No hay rumbo en el que no cintilen las luces de neón que acotan el paisaje, la geografía orgásmica de la ciudad: Hotel Maga, Bonampak, Monarca, Aranjuez, Manolo, Atlante:

Amiga a la que amo: no envejezcas.

Que se detenga el tiempo sin tocarte.

No importa dónde estén, todos los hoteles se parecen y todos huelen a lo mismo. Ahí hay pasillos sospechosamente silenciosos a los que pueblan voces apagadas, y a los que llegan, ¿qué?, risas, murmullos, gemidos. Esas habitaciones en penumbra que huelen a desinfectante; esas colchas y cortinas floreadas; esos muebles que, diría Vicente Leñero, conservan quemaduras de cigarro. Los espejos que lo escudriñan todo, las bocinas empotradas en el techo, en donde se oyen canciones de Radio Joya:

Amor, lo nuestro fue casualidad:

la misma hora, el mismo boulevard…

En el siglo xx, la ciudad desató sobre los amantes feroces campañas moralizadoras que prohibían el beso y las caricias en la calle. Los hoteles fueron durante la mayor parte de ese siglo el único puerto del rencoroso amor; en ellos se forjó, en función de la prisa, la urgencia, las limitaciones financieras e incluso los problemas de tránsito, la fraternidad consoladora de lo que Salvador Novo llamó «el equipo congenital».

En 1526, un vecino de la Ciudad de México, Pedro Hernández Paniagua, solicitó licencia para abrir un mesón en la capital de la Nueva España. Además de alojamiento para los viajeros, «dándoles cama e ropa limpia», Hernández se proponía ofrecerles «de comer o cenar dándole(s) asado e cocido e pan e agua». La calle donde instaló su negocio, hacia lo que entonces era el sur de la capital, se habrá poblado rápidamente –según los usos la ciudad gremial– con esa clase de establecimientos que durante cinco siglos han servido para identificarla: Mesones. Hernández se convirtió en padre de la hotelería nacional; a los establecimientos de que fue precursor, Luis González Obregón los describió de este modo:

Los viejos mesones fueron el lugar de descanso de nuestros abuelos en sus penosos viajes; ahí encontraron siempre techo protector, aunque muchas veces dura cama y mala cena; en esos mesones hacían posta los hoy legendarios arrieros con sus recuas, los dueños de carros, de bombés y de guayines, los que conducían las tradicionales conductas de Manila y del interior del país, y los que llevaban las platas de S. M. el Rey.

A mediados del siglo xix, el hotel llegó a la ciudad, dispuesto a conquistar el favor de los viajeros. En 1842 funcionaban el Hotel Vergara (en la actual Bolívar) y el de La Gran Sociedad (en 16 de Septiembre). Según el secretario de la legación estadounidense, Brantz Mayer, estos hoteles representaban apenas un pequeño progreso sobre las fondas y mesones del antiguo México. Escribía Mayer:

Esto tiene por causa que viajar es cosa que data aquí de época reciente; es como si dijéramos una novedad en México. En otros tiempos, las mercancías se confiaban al cuidado de los arrieros, quienes se contentaban con el alojamiento que les ofrecía una taberna ordinaria […] Cuando gente de categoría superior juzgaba necesario hacer una visita a la capital, encontraba abierta la casa de algún amigo; y he aquí cómo la hospitalidad fue obstáculo para la creación de una honrada estirpe de «bonifacios» que diesen buena acogida al fatigado viajero.

En un pasaje de El sol de mayo, Juan A. Mateos demuestra que estas instituciones eran usadas por los caballeros de ese tiempo (1868) para llevar a cabo ciertos lances amorosos. De modo que Hernández Paniagua fue también un precursor involuntario de la relación entre el amor y la urbe.

En la Novísima Guía Universal de 1901, la lista de hoteles capitalinos es infinita: Hotel América, Hotel Buenavista, Hotel del Comercio, Hotel Esperanza, Hotel Gillow, Hotel Humboldt, Hotel Juárez, Hotel San Carlos, Hotel del Seminario, Hotel Trenton. Al llegar la década de los veinte, los tubos de neón alumbrando zonas de la noche se habían convertido «en el icono urbano por excelencia». Pero la ciudad del deseo necesitaba alejar el amor furtivo de los inconvenientes del centro, en donde se corría el riesgo de encontrarse a «todo mundo». Asi, el paisaje erótico fincó en las afueras la inmensidad de sus columnas vertebrales: la calzada de Tlalpan, la salida a Cuernavaca, el camino a Toluca, la carretera a Texcoco. El cronista Armando Jiménez ha señalado que fue justamente en la calzada de Tlalpan en donde se inauguró, en 1935, el primer motel de la ciudad. Su nombre es inolvidable: El Silencio.

Ramón López Velarde escribió que en un hotel se descubre que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo. En esas habitaciones los hombres del alba del poema de Efraín Huerta habrán descubierto que existen «lecciones escalofriantes» y «modos envenenados de conocer la vida» –aunque también hay «lluvias nocturnas» y «pájaros entre hebras de plata»: amaneceres de los que se surge, decía Efraín, «con la cabeza limpia y el corazón blindado».

1527

La vieja calle del Seminario

Seminario es una de las calles más breves del Centro. Como a Guatemala, el hallazgo de la Coyolxauhqui le arrebató un largo tramo, bajo el que aparecieron las ruinas desvaídas de Tenochtitlan. La piqueta sacrificó construcciones de los siglos xvii y xviii e hizo de Seminario, no una calle, sino una especie de antigua litografía compuesta por cinco o seis casonas en donde la Historia sobrevive en condiciones de hacinamiento.

Prolongación de la vieja calzada de Iztapalapa, por la que entraron los conquistadores; a un tiro de ballesta de la Catedral y a sólo unos pasos del antiguo palacio de los virreyes, Seminario fue una calle codiciada por los primeros pobladores. En una ciudad estratificada en la que la posición social se diluía a medida que las casas se alejaban del centro, esta calle estuvo reservada para los personajes que habían ocupado lugar relevante en la guerra de conquista.

Cortés la repartió entre algunos hombres de confianza: allí levantaron sus casas Pedro de Maya, alguacil mayor de la ciudad y funcionario encargado del abastecimiento de carne; Hernando Alonso, primer herrero que hubo en la metrópoli, y Pedro González Trujillo, uno de los trece jinetes que formaron la avanzada del ejército conquistador.

Situada sobre los restos del templo de Hutzilopochtli, la calle ofrecía a sus moradores gran abundancia de materiales de construcción: muchas de las casas de Seminario aún conservan en sus muros bloques de piedra procedentes de la legendaria ciudad azteca (poner la mano en ellas es una experiencia perturbadora).

A pesar de sus continuas destrucciones, México posee una memoria portentosa. El historiador Salvador Ávila logró averiguar los nombres de los habitantes de la calle del Seminario desde el siglo xvi hasta la fecha. Averiguó también que los primeros colonos de la calle no lograron disfrutarla mucho tiempo. Pedro González Trujillo fue ahorcado por Nuño Guzmán en 1527, a consecuencia de una «disputa de indios». A Hernando de Alonso lo quemó la Inquisición en el auto de fe de 1528, después de llevarlo a proceso «por judaizante»: el primer herrero de la urbe se convirtió, así, en el primer mártir religioso del México colonial.

En el sitio donde estuvo la casa de Pedro González Trujillo se fundó la Real y Pontificia Universidad de México, que el doctor Francisco Cervantes de Salazar describe en sus deliciosos Diálogos latinos. En ese mismo predio abrió sus puertas, toda una vida más tarde, la cantina El Nivel (1872) que fue hasta su desaparición la más antigua de la capital.

Un informe del Ayuntamiento señala que en 1790 algunas de las casas que formaban la calle se hallaban «vacías, y sin ninguna cosa ni gente» –¿en la Nueva España habría casas habitadas por cosas? Desde que los dueños originales fueron ahorcados y quemados, dichos predios sirvieron como vecindades. A lo largo del siglo xx habrían de convertirse en reposterías, restaurantes, tiendas de anteojos, librerías, relojerías, nuevas vecindades y casas de huéspedes. En fotos y litografías estas casas aparecen, una y otra vez, como mudando de traje, pintadas de diversos colores.

Han visto pasar carruajes, calesas, simones, tranvías y autobuses urbanos. Remozadas incesantemente, han estado allí desde siempre.

Una placa empotrada en un muro recuerda que en esa calle fue acribillado durante la Decena Trágica el médico de la Cruz Blanca, Antonio Márquez, «mientras hacía la curación de un herido».

Si la ciudad cabe en una calle, México está en Seminario, esa calle tan breve y tan vieja y tan deshecha.

1532

Noticias de la Catedral primitiva

Una tarde, inesperadamente, fui autorizado a bajar por una de las «ventanas arqueológicas» que hay en el atrio de la Catedral. En una ciudad construida sobre las ruinas de otra, esas «ventanas» parecen hechas para que uno se sienta como el personaje de aquel cuento de Pacheco, «La fiesta brava», en el que un hombre entra a los túneles del Metro y encuentra que Tenochtitlan sigue existiendo bajo la tierra.

Descendí algunos metros y en el mundo de abajo encontré lo que cualquier habitante de esta urbe habría soñado encontrar: lo único que queda de la Catedral primitiva, la primera Catedral que hubo en la Ciudad de México. Ahí estaban los restos de varios muros pintados de rojo, y ahí estaban los peldaños de una escalinata, decorada con unos –casi diabólicos– rostros de ángeles, que datan de los primeros años del siglo xvi.

El cronista Antonio de Herrera afirma que Hernán Cortés edificó la entonces llamada iglesia mayor, «poniendo como basas de los pilares las piedras esculpidas de un adoratorio azteca». A la fecha es posible contemplar esas basas, con restos de relieves prehispánicos, arrumbadas bajo el sol en la esquina suroeste del atrio. Se afirma que la obra fue terminada por fray Juan de Zumárraga hacia 1532.

Aquella Catedral primitiva, cuya portada principal no daba a la plaza de armas, sino a donde se halla actualmente el edificio del Monte de Piedad, no gustó ni convenció a nadie. Era demasiado pobre, demasiado baja, demasiado húmeda. En 1585, atendiendo a «su ruin mezcla», y a que a causa del deterioro se hallaba a punto de desplomarse, el arzobispo Pedro Moya de Contreras ordenó remozarla.

En la reparación intervinieron los artistas más señalados de aquel momento. El arquitecto Claudio de Arciniega diseñó el proyecto; los canteros Martín Casillas y Hernán García de Villaverde fueron los encargados de ejecutarlo.

La historia relata que en 1625-1626 fue demolido el edificio original y se inició la construcción de la suntuosa Catedral que hoy conocemos. Lo que yo miraba aquella tarde bajo el atrio eran las escalinatas que pisaron los primeros habitantes de la noble Ciudad de México.

Olvidamos la historia de las cosas. Algunas veces, esa historia se pierde para siempre. Otras, permanece dormida en lo que Artemio de Valle-Arizpe solía llamar «los papeles de entonces»: legajos sepultados por siglos en algún archivo.

Contra lo que solemos creer, la primitiva Catedral no fue arrasada totalmente. Claudio de Arciniega, Martín Casillas y Hernán García de Villaverde habían logrado construir una portada extraordinaria –la portada principal–, y las autoridades novohispanas…, decidieron preservarla.

Pero eso no se supo hasta 1985, año en que la historiadora María Concepción Amerlinck localizó un documento que señala que la portada de la primera Catedral –se le llamaba «Portada del Perdón» porque daba acceso al retablo del mismo nombre– fue vendida en 1625 al convento de Santa Teresa la Antigua «para que éste adornara la fachada de su templo». El cantero Manuel Sánchez la condujo, piedra por piedra, un par de cuadras, hasta el convento.

Se sabe que aquella portada fue retirada en 1691 y su lugar ocupado por la que vemos en la actualidad. Pero olvidamos que la historia de las cosas permanece, algunas veces, sepultada en «los papeles de entonces». Claudio de Arciniega, Martín Casillas y Hernán García de Villaverde habían logrado construir una portada extraordinaria y, nuevamente, las autoridades novohispanas decidieron preservarla.

Pero eso no se supo hasta 2008.

Ese año, Guillermo Tovar de Teresa dio a conocer un documento de 1691, hallado en el Archivo General de la Nación, que indica que el maestro de arquitectura Juan Durán firmó un contrato para desmontar, piedra por piedra, la portada del templo de Santa Teresa la Antigua, «y llevarla a su costa y asentarla en la puerta principal de la iglesia de la Limpia Concepción».

La iglesia de la Limpia Concepción no es otra que la Iglesia de Jesús Nazareno, que se ubica en República del Salvador, entre 20 de Noviembre y José María Pino Suárez. La que en 1691 era la «entrada principal» de ese templo, hoy día se ha convertido en la entrada lateral del mismo. Allí puede verse, a casi cinco siglos de su construcción, intacta, misteriosa, extraordinaria, ¡la portada principal de una catedral que se creía desaparecida: la que los cronistas llamaron «la primitiva Catedral de México»!

La noticia era de ocho columnas, pero quedó sepultada en una revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah). Lo que vi aquella tarde en el atrio no era lo único que quedaba de la vieja iglesia mayor. Pero olvidamos la historia de las cosas.

Y ahora quiero mirar esa fachada. Quiero atravesar la ciudad «fastidiosa nada más, sencillamente tibia», para oír el silencio que habita en esas piedras. Las piedras primitivas donde aún existe la ciudad de entonces.

1535

La agencia de contrataciones

El atrio de la Catedral es, como se sabe, la agencia de contrataciones de la urbe: herreros, plomeros, albañiles y pintores –los he visto casi siempre con un aire descorazonado– aguardan de sol a sol la llegada de improbables clientelas. Más allá, nubes de turistas gringos retratan el Sagrario –hermano deforme de la Catedral, lo llamaba Novo–, mientras un chamán azteca realiza «limpias» que se pronuncian en náhuatl, o mejor dicho, en chilango náhuatl.

Un habitante del siglo xvi que pasara frente a la portada de lo que entonces era la Catedral, en lugar de herreros, plomeros, albañiles y pintores, hallaría un conjunto más o menos lóbrego de tumbas: ahí se alzó el primer cementerio que existió en la ciudad. A dicho sitio iban a parar, desde 1535, los huesos de los conquistadores y de sus descendientes, los primeros habitantes de la urbe. Un caminante de nuestros días sólo encuentra elotes, sopes, billetes de lotería, música de organillo y –vaya usted a saber por qué– un puesto en el que se expenden ejemplares del Manifiesto del Partido Comunista: convertimos el atrio de la Catedral en uno de los sitios más inhóspitos y aburridos de la metrópoli.

No siempre fue así. En 1797, el virrey de Branciforte, considerado el más corrupto de la etapa colonial (para que Enrique iv perdonara sus trapacerías le encargó a Tolsá la célebre estatua ecuestre del monarca), eliminó el tristísimo cementerio y mandó instalar frente a las rejas del atrio una serie de postes unidos entre sí por elegantes cadenas de hierro. Marroqui relata que años más tarde, por orden del presidente del Ayuntamiento, José Mejía, fue plantada junto a las cadenas, en la orilla de la banqueta antigua del atrio, una serie de fresnos de copa espesa: sin haberse visto nunca, Branciforte y Mejía hicieron nacer uno de los paseos adorados por los capitalinos. Casimiro Castro lo inmortalizó en su litografía más celebrada: El Paseo de las Cadenas a la luz de la luna (1855-56). Una nota publicada el 14 de febrero de 1910 en El Imparcial, sostuvo que en aquel lugar «comenzaron la mayor parte de los idilios de aquella época». Para el anónimo redactor de la nota, aquel paseo era «un mundo de ensueño, de conversaciones románticas, de felicidad hurtada a los vaivenes políticos»:

En las noches de luna, las familias, por tácito acuerdo, se reunían en el jardín del atrio a comentar los sucesos políticos o los chismes de las damas palaciegas. Los elegantes de entonces se colocaban en las orillas de las banquetas y, sentados en las cadenas, se balanceaban displicentemente, lanzando a las muchachas que paseaban miradas más brillantes que las fosforescencias del viejo panteón, vecino lúgubre cuyo recuerdo no logró amenguar la alegría de los paseantes ni lo subido de color de las conversaciones.

Un designio de la ciudad ha consistido en asesinar lo bello. El Paseo de Casimiro Castro no podía perdurar. Antes que finalizara el siglo xix las 125 cadenas de hierro fueron retiradas (permanecieron en una bodega hasta 1969, en que algunas de ellas fueron exhumadas y enviadas a adornar la plaza de Santa Catarina) y al poco tiempo alguien protestó porque los árboles entorpecían la vista de la Catedral y poblaban de hojas muertas el embaldosado. Los fresnos fueron talados. Del legendario paseo quedó una litografía, hermosa y célebre, y sucesivas imágenes plasmadas en crónicas, cuentos, novelas:

–¿Me permite usted que la acompañe, mialma?

El imprescindible Ángel de Campo retrata en la crónica respectiva a un grupo de señoras con el rosario enredado al cuello, que al salir de misa se plantan en el atrio a chismorrear; a vendedores de nieve, globos y aguas frescas, que vocean sus productos; a músicos, cantantes y cilindreros encargados de llevar a cuestas el clima anímico de la noche; a ociosos en busca de conocidos, y a glotones que mordisquean tamales, turrones, castañas. Arturo Sotomayor afirma que todavía en los años treinta del siglo pasado el atrio era el merendero más democrático de la urbe, y rememora con pasión gastronómica las tortas de chorizo y milanesa que al declinar la tarde hacían, desde un carromato jalado por tracción humana, las delicias de los paseantes.

Si el atrio era un lugar para estar, ahora es, simplemente, un lugar para pasar. No estoy totalmente seguro, pero parece que la ciudad volvió a dejar que algo se le escurriera entre las manos, mientras el herrero, el plomero, el albañil y el pintor esperan, y el curandero «indígena» hace sonar un caracol, y un turista gringo exclama: «Fantastic!», antes de pulsar otra vez el obturador de su cámara.

1549

Una historia de la cerveza

Porfirio Díaz intentó blanquear el gusto de los mexicanos mediante el destierro del pulque. Aunque logró apartar esa bebida «vil y pestilente» del catálogo gastronómico nacional (sólo era consumida por las clases “bajas”) don Porfirio no pudo imponer la costumbre del champán. A cambio, el máximo emblema de su gobierno, el ferrocarril, hizo de México el país que más cerveza consume en el continente.

Hasta fines del siglo xix, el pulque fue la bebida nacional por excelencia. En 1845 comenzó a circular una cerveza llamada Pila Seca, del suizo Bernhard Bolgard, y en 1869 el alsaciano Emil Dercher sacó a la venta la cerveza Cruz Blanca. Como aún no se habían inventado máquinas que fabricaran hielo, el gusto por esta bebida no creció. Nada peor que una cerveza sin fuerza, y la cerveza tibia carece de ésta.

El bar room del porfiriato es uno de los ambientes principales en las crónicas de Ciro B. Ceballos y José Juan Tablada. En esas mismas crónicas, la cerveza es uno de los personajes centrales del bar room. Los poetas modernistas se reunían cada tarde a consumirla en grandes tarros helados. Entre 1890 y 1910, aquel espumoso brebaje vivió su apoteosis, el instante supremo de su deificación. Nadie habría creído que la primera cerveza se había bebido en México trescientos cincuenta años antes, en el lejano 1549.

Hay una versión que indica que la historia de la cerveza está ligada con la colonia Portales, que en aquel tiempo era una hacienda pegada a dos calzadas: Tlalpan e Iztapalapa. La hacienda recibió ese nombre, Hacienda de los Portales, porque en su fachada exterior poseía unos «muy grandes y sombreados» . Luis Rubluo asegura que en 1932 todavía quedaban en la despoblada calzada de Tlalpan vestigios del antiguo casco de la hacienda.

El dueño de aquella finca se llamaba Alonso de Herrera. El virrey Luis de Velasco le autorizó a establecer en ella la primera fábrica de cerveza que hubo en la Nueva España. Una segunda versión afirma que la Hacienda de los Portales estuvo en realidad en Amecameca. En todo caso, el virrey consintió la instalación de la fábrica con unas líneas que harían desmayar de gozo al entrañable Artemio de Valle-Arizpe:

Haríades cerveza y aceite de nabo, jabón y rubia, y para ello trairíades a esta Nueva España los maestres, calderas y aparejos y otras cosas convenientes para el beneficio de todo lo susodicho.

En una carta que por esos días dirigió al virrey, Herrera anotó que la bebida que manaba de su fábrica «la bebían bien los españoles y los naturales», y estimó que la industria de que era precursor «tenía mucho provenir, como la del pastel» (sic).

Estaba equivocado porque tres siglos después el pastel provocaría una guerra, y en cambio las dificultades que en 1549 había en México para cosechar trigo y cebada volverían inaccesible el precio de la cerveza. No sabremos jamás a qué supo el primer trago de este producto. Sólo sabemos que a los naturales no les gustó, que no pudo competir con la variedad de bebistrajos de origen prehispánico que habían arraigado entre las clases populares, y que por tanto fue de consumo exclusivo de los peninsulares. La cerveza llegaba a Nueva España por los puertos, debidamente embotellada. ¿Cómo serían, por Dios, aquellos frascos?

En las novelas mexicanas del siglo xix, la gente bebe pulque, chinguirito y aguardiente. Aunque en 1821 hubo una cerveza llamada Hospicio de Pobres (era fabricada en las cercanías de esa institución, ubicada en la actual Avenida Juárez), la protagonista de esta crónica no aparece como motivo literario hasta que el ferrocarril porfiriano permite la importación de cerveza desde Estados Unidos, y facilita la llegada de nuevas maquinarias, así como la instalación de las primeras fábricas de hielo.

Todo se precipita: Santiago Graf lanza en 1875 las cervezas Toluca y México. Siete años más tarde (1883), la invención de la Toluca lager, y la posterior introducción de la cerveza Victoria, convierten a este empresario en el rey de la industria.

En las célebres cartas enviadas durante su residencia en México, Madame Calderón de la Barca narró los años en que el pulque era la bebida favorita de la aristocracia. Hasta antes de la «ferrocarrilización» de México, el neutle era la primera bebida a la que tenían acceso los jóvenes: lo hallaban cada día en la mesa familiar; las madres cometían, incluso, la barbaridad de destetar a los niños con pulque. Hoy, el ferrocarril es un fantasma del pasado, pero la primera bebida a la que tienen acceso los jóvenes es la que fabricó Alonso de Herrera. Da lo mismo si fue en Amecameca o en la colonia Portales.

1554

La primera crónica urbana

La Crónica que describió por primera vez las calles, las plazas y los edificios de la Ciudad de México estuvo perdida durante tres siglos. Lucas Alamán consideró, en 1844, que no quedaba ya posibilidad alguna de localizarla. Sólo se conservaba el registro de su título en algunos antiguos catálogos bibliográficos novohispanos. El doctor Francisco Cervantes de Salazar, profesor de la Real y Pontificia Universidad de México, la había escrito, más que para cantar la gloria de la ciudad recién fundada, para difundir el uso del latín entre sus estudiantes. De modo accidental, Cervantes de Salazar había legado un retrato vívido, extraordinario, de la niñez de la ciudad.

El libro, Diálogos latinos (hoy se le conoce como México en 1554) salió justo ese año de la imprenta del célebre Juan -Pablos. Ignoro de cuántos ejemplares constó la edición; lo cierto es que casi todos se perdieron: habían ido a parar a las manos destructoras de los estudiantes, a quienes poco ha importado -desde siempre conservar sus libros de texto. Unos años más tarde sólo quedaba la memoria más o menos vaga de que México en 1554 había existido. En aquel libro se cumplía el destino de la mayor parte de las obras coloniales que, según el bibliófilo Joaquín García Icazbalceta, cuando no se perdían para siempre en los fragores de la vida diaria, llegaban al futuro incompletas, rotas, sucias, manchadas, podridas, apolilladas «y con letrerotes manuscritos».

El doctor Cervantes de Salazar fue acusado por sus contemporáneos de vanidoso y «sediento de honra». Más tardó en morir que en ser olvidado.

A mediados del siglo xix