La Cosa - Cesar Adolfo Cordovez Pérez - E-Book

Beschreibung

La cocaína. ¿Cómo se produce, cómo se distribuye? Más importante todavía: ¿quiénes son las personas metidas en algunos rincones de este mundo que nunca iluminan los mitos repetidos por las series de narcos? La novela nos trae una visión diferente sobre el tema. Enzo Zelada es un cultivador de coca. La coca es esa planta andina ancestral, empleada para otros propósitos por las comunidades indígenas, pero que se ha vuelto famosa internacionalmente por el polvo blanco derivado de ella. Aquella sustancia a la que Enzo llama, precisamente, "la cosa". Basado en hechos y personas reales que el autor conoce de primera mano, y transportándonos desde la Selva Amazónica hasta los circuitos de consumo en Europa, el relato invita a recorrer los lados B de lo que se mueve alrededor de esta droga.

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Seitenzahl: 247

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cesar Adolfo Cordovez Pérez

La Cosa

 

Saga

La Cosa

 

Copyright © 2022 Adolfo Cordovez Pérez and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728071670

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La Cosa     

En latín la denominan erythroxylum coca. Se refieren a la planta que se la conoce como coca, que es nativa de las estribaciones de los Andes orientales de Sudamérica.

De sus hojas se extrae la cocaína.

Los cultivos de coca están básicamente en manos de humildes campesinos, pero la producción y comercialización de la cocaína es manejada por verdaderas bandas y carteles dentro del llamado tráfico de estupefacientes y sustancias narcóticas, conocidas como drogas.

Esta historia empieza un miércoles en la tarde en la plantación de Enzo Zelada, allá en una planicie que se forma en las estribaciones de la cordillera andina a orillas del río Ibare, en el Departamento de Beni, en Bolivia.

Enzo acaba de recoger las hojas de coca, que las acumuló en un petate de estera al pie de su casucha destartalada, cuyo techo de hojalata parece un tablero de ajedrez dada la mezcla de colores raídos, efecto de su oxidación en diferentes etapas.

Se seca el sudor de su frente, que a ratos se le introduce en los ojos y no le permite ver claramente. La jornada de cosecha estuvo dura ya que el sol le castigó con sus rayos fulminantes. Si bien está acostumbrado a esta fatiga bajo el sol, hoy, sin embargo, tuvo que hacer mayor esfuerzo, pues le urgen las hojas para secarlas aprovechando que el sol está muy encendido y parece que se mantendrá así por unos cuantos días más, según le contó el compadre Lucho conforme a lo que habían pronosticado en la radio de Trinidad.

Enzo es nativo de la zona, mezcla entre el mestizo del altiplano, como fue su padre, y la india sansimoniana, su difunta madre. Por su contextura ancha y robusta y su gran estatura, casi no se le notan sus bien traqueteados sesentaiún años. Si no fuera por el dolor de esa lesión en el tobillo, fruto de la patada que le pegó el sargento Tapia cuando se negó a limpiarle las botas embarradas de majada de vaca, como le ordenaba para escarmentarlo y para cimentar su autoridad ante toda la compañía en esa ocasión que hicieron ejercicios allá en la cordillera, en la época que prestó servicio militar obligatorio.

«¡Maldito Tapia, algún día me las pagarás!», pensó nuevamente Enzo, como lo hacía a menudo cuando le atormentaba el dolor. Por esa lesión tuvo que dejar el ejercito y regresó a su tierra, donde desde hace muchos años viene dedicándose al cultivo de la coca, como tantos en la región. «¡Total, la coca siempre tendrá mercado!», pensaba en ese entonces y lo reconoce hasta ahora, pues no le ha ido mal en todos estos años en que ha podido salir adelante y darle una vida digna a su esposa Mercedes y a sus cuatro hijos.

Enzo extiende las hojas en la estera para ponerlas a secar al sol y no se imagina siquiera el camino que tendrán estas en el transcurso de su azaroso transito hacia su destino final. Se limita únicamente a calcular los ingresos que obtendrá en la feria de San Simón y, su mayor deseo es que continúe la temporada de sol para que sus hojas se sequen a tiempo y pueda vender toda su producción.

De paso se mete unas cuantas hojitas y un poco de cal en la boca, y mastica haciéndolas una masa y de esta masa una bola, que la seguirá chupando de a poco para darse fuerzas y matar el hambre, que ya le está rascando en el estomago.

Sabe que con las hojas se produce cocaína y que ésta es una droga muy actual y codiciada a la que él llama escuetamente «la cosa».

«¡Lo importante es que mi compadre Lucho me compre toda la producción cuando baje pa´ la feria de San Simón!».

 

DonLucho entró a la bodega, si se le puede llamar bodega al cuarto oscuro que queda atrás de su pequeña tienda ubicada al frente del mercado principal de San Simón. «¡Aquí viene el rey de la coca!», se dijo para sus adentros, mientras prendía el foco para iluminar el cuarto. Vio los sacos de cáñamo arrumados unos sobre otros, fruto de las compras que ha venido haciendo desde el último mes.

«¡Bueno, ya mismo completo mi flete! La verdad es que este mes me ha ido bien con lo que está pegando el sol casi a diario. ¡Ojalá mi compadre Enzo me baje a tiempo la carguita y así fleto el camión para irme bien forrado a Trinidad!».

Don Lucho lleva ya mas de veinte años dedicado a este negocio. Se inició cuando le despidieron del trabajo que tenía en Loma Suárez por pegarle una tremenda golpiza al cabrón del mayoral, cuando le encontró galanteando a la Chabuca, que era su hembra en esos días. Perdió el empleo y al poco tiempo también a la Chabuca, quién se quedó con el mayoral.

Se vino luego para San Simón, pues ya había oído que por aquí estaba la movida de la coca y ¡eso es algo que tiene futuro! Así es como en pocos años se ha convertido en el verdadero rey de la coca en esta región. La compra al peso a los campesinos del valle y la revende al por mayor a don Pepe en Trinidad. «¡Él trabaja con los fuertes, con los capos y por eso me paga bien, aunque podría hacerlo mejor pues esto de andar lidiando con los paisanos de aquí también es una vaina! ¡Y dicen que el precio de la cocaína anda por las nubes con tanto control que hacen los gringos con la anuencia de nuestro gobierno!».

—¡Ve, Anselmo, veme virando los sacos para que no cojan humedad!

Anselmo es su yerno, su brazo derecho, su burro de carga y su compinche en las libaciones. Mejor dicho, es su cómplice a tiempo completo.

Entra a la bodega y empieza a remover los bultos mientras mastica la bola de coca que tiene amasadita en la boca. «¡Mierda este suegrito! ¡Anselmo para aquí, Anselmo para allá! ¡Ya me tiene harto el suegrito! ¡Un día de estos le voy a mostrar quien soy!».

El jugo de la coca se le deslizó lentamente por el paladar.

«¡Ah! ¡Este amargo bocadito…!».

Terminó de dar la vuelta a los sacos, serían como ochenta o más, y regresó a la tienda, donde su suegro estaba atendiendo a un campesino que traía varios sacos de hojas de coca y que, obviamente, le tocaría a él cargarlos hasta la bodega y arrumarlos para luego darles la vuelta, y luego otra vuelta, y otra más.

El indígena campesino miraba con ansiedad a la balanza, pues por ahí andan diciendo que don Lucho altera las pesas. «Treintaitrés libritas pesamos donde la comadre Panchita. ¡Veamos cuantas “reconoce” don Luchito!».

—¡Fíjate, hijito, son treintiún libritas, ni una más, ni una menos! —le dice don Lucho mientras calcula con lápiz y papel su valor en bolivianos, y le ofrece un cigarrillo al campesino—. ¡Y verás que no están del todo secas, ya sabes cómo me castigan a mí con el precio en Trinidad! La última carguita que llevé el mes pasado casi me la devuelven porque supuestamente estaba todavía muy húmeda, 18 % dijeron, ¡fíjate…!

El hombrecito pensó: «¡Qué le voy a discutir a don Lucho! Si a la final no hay otro a quien entregar las hierbitas. y que “tan será” eso del 18 %, ¡si a la final uno entrega tal cual como el solcito da secando!».

Prendió el cigarrillo y tosió varias veces ya que no estaba acostumbrado a inhalar tragando el humo, y revisó el papel en el que don Lucho le había anotado el peso de las hojas y el valor que le pagaba.

—Ya está, don Luchito, ¡a usted le confío nomás! —le dijo mientras cogía la plata y se disponía a contarla haciendo montones de a diez, porque así le sale más fácil la contadera, como le enseñaron hace años en la escuelita de la comuna—. ¡Ya está, don Luchito, ¡chas gracias! ¡Ya vendré el mes entrante, si Dios ayuda y protege! —Intercambiaron saludos y se despidieron deseándose buenos augurios—. ¡Ojalá que Dios nos dé harto solcito ahora que la hierbita esta saliendo!

—Vendrás nomás, hijito, aquí estamos para servirte… ¡Anselmo, ve metiendo a la bodega la mercancía!

 

Al cabo de quince días Enzo Zelada decidió bajar a San Simón. Su hierba no estaba completamente seca, como exige el compadre Lucho, «pero bueno, aunque castigue el precio, tengo que venderla nomás ya que hay que pagar los útiles escolares que está pidiendo la señorita profesora, que si no los tienen no les deja entrar a clases a los pelados… Pasaré primero donde la señora Panchita en el mercado para pesar mi carguita, aunque de nada sirve, ya que a la final el compadre pesa a su mero gusto».

Al llegar a San Simón observa que hay bastantes mulas cargadas de hierba frente a la tienda de su compadre Lucho. «¡Caray, el compadre parece bien ocupadito el día de hoy!».

Poco mas tartde, Enzo se presentó ante su compadre con quien intercambió los saludos de siempre: ¿Y cómo sigue la comadrita? ¿y va bien el negocio? ¿ah, ya va al primer grado el ahijado? ¡Cómo ha pasado de rápido el tiempo, compadre! ¡Fíjese que ya vamos camino para viejos!

—¡Son trecientas veintisiete libritas, compadre Enzo! ¡Buena cosechita ha tenido esta vez! El precio, compadrito, ha bajado un poco, pero a usted le doy lo de siempre; total, entre compadres no nos pisamos la manguera, ¿no le parece?

—¡Gracias, compadrito, Dios le ha de recompensar con creces!

Bolivia produce y exporta la variedad de coca denominada La Millonaria, resistente a los glifosatos que utilizan los gringos para fumigar las plantaciones y erradicar su producción. Allá en Colombia (principalmente), se encargan de procesar la pasta y prepararla para el mercado de Estados Unidos y Europa.

Para Enzo Zelada, don Lucho y tantos otros miles de productores y comerciantes, eso apenas tiene importancia, pues ellos son el primer y más pequeño engranaje dentro del sistema del narcotráfico. Los gringos y los capos nacionales son los verdaderos motores de este diabólico mercado y a ellos nada les interesa el pez chico, ni sus penalidades y necesidades, menos aún las circunstancias que median antes de que lleguen las hojas a sus bodegas y laboratorios.

La demanda de útiles escolares para los hijos, como en el caso de Enzo Zelada, o la necesidad de producir algo rentable para el sustento diario, que es el caso de todos, es lo que mueve este sistema. ¡Y la gran demanda de la droga en el mundo entero!

 

El viernes contrató don Lucho al transportista del mercado y se embarcó con Anselmo rumbo a Trinidad. «¡Llevo buena carguita!», pensó y se frotó contento las manos. «De regreso voy a traer las planchas de hojalata para completar el techo de mi nueva casita y los remedios contra el asma para mi mujer. ¡Carajo, me están saliendo caros los achaques de la vieja!».

En el camino, saliendo ya de la población de Santa Ana fueron parados por dos policías, a quienes tuvo que pasar coima a cambio de que no se pongan pesados. «¡Mierda, estos se la huelen de lejos, los muy sabidos…»! Unas veces objetan la carga, otras el vehículo o cualquier detalle sin importancia de los documentos que se les ocurre revisar. Lo cierto es que siempre encuentran su motivo para cobrar la exoneración de una multa superior.

En cuanto llegaron a Trinidad fueron directamente a donde don Pepe, quien tiene su bodega en la plaza junto al río Mamoré.

—¡Vea, don Luchito, el mercado se está ampliando y urge entregar más hierbita para cubrir la demanda! ¡Trate de traerme mas carguitas, se lo agradeceré!

 

Esa tarde, luego de efectuar varias compras, don Lucho invitó a Anselmo y al chofer de la camioneta para hacer una escalita en el burdel de las afueras de la ciudad.

—¡Cuidaraste, hijito! —le dijo don Lucho a su yerno—. ¡No vaya a ser que te claven un chancro estas putitas carne fresca que han venido de Santa Cruz!

Ya entrada la noche partieron bien entonaditos en tragos de regreso a San Simón. Abrazados el suegro y el yerno repetían, una y otra vez, ese estribillo de la canción del rey: «…con dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero y sigo siendo el rey…».

Triste despertar tendrán mañana cuando se den cuenta de que les han robado quince planchas de hojalata y que don Lucho olvidó en el burdel los remedios contra el asma que traía para su mujer.

Trinidad

Es la madrugada y en el hangar del aeropuerto está lista la avioneta para despegar rumbo a la ciudad de Cobija. Oliver Morales ultíma rápidamente los preparativos para el viaje y llama nuevamente por el celular a su mujer. «¡Mija, salgo en media hora y retorno en la tarde como a las seis. Deséame que no haya inconvenientes y que el cielo esté calmado ya que voy bien fletado. ¡No te olvides de depositar en el banco la platita del anticipo, pues estoy sobregirado en la cuenta!».

El mecánico terminó de engrasar el tren de aterrizaje, dio dos palmadas al fuselaje e hizo una señal indicando que todo estaba controlado y listo. El vuelo sería como quedó convenido con el emisario de don Genaro. «Vuelas directo a Cobija donde te esperan con el camión para trasbordar la mercadería. Tú vas a la Dirección del Aeropuerto y entregas este sobre al señor Zapata, que es nuestro hombre en el aeropuerto. Zapata te arreglará todo, pero debes fingir que no sabes que él te está ayudando. Cuando estés de regreso te pones en contacto conmigo para finiquitar el saldo de este flete».

Las hojas de coca de Enzo están presionadas y forradas al vacío, formando un paquete rectangular y se semeja a un ladrillo pardo que, junto con otros ladrillos pardos, han sido empaquetados en cartones macizos, de aquellos que se usan para la exportación de textiles, pues incluso llevan la etiqueta de una renombrada fábrica de la localidad.

—Catorce bultos te llevas —le había dicho el emisario—. Lo justo para tu avioneta. Aquí están los documentos de embarque y transporte. ¡Todo legal, mi amigo, todo legal!

Aterrizó en Cobija y vio cómo alguien desde la distancia le daba señales con un trapo rojo. «Ya me están esperando. ¡Vaya si tienen apurito!», pensó Oliver.

Esa noche en su casa, Oliver suspiró dando gracias que todo había salido sin novedad. «El tal Zapata se portó a la altura y me despachó expedito. Esa mirada con su ojo gacho no me inspiró confianza al principio, más no debo quejarme si al ratito ya me tenia todo arreglado. Los del camión hicieron su trabajo mientras yo andaba gestionando en la oficina. Vi salir al camión como al mediodía y me llamó la atención que el hombre que me hizo antes señales con el trapo rojo vestía ahora un uniforme policial y viajaba parado en el estribo derecho del camión».

Realmente Oliver Morales no tenia razón para preocuparse. Su trabajo lo había hecho a cabalidad y así lo reportó al emisario de don Genaro inmediatamente que retornó al aeropuerto de Trinidad. Este le aseguró que pasaría por su casa antes de medianoche para cancelarle el saldo pendiente y «para coordinar otro vuelito, si no tiene inconveniente».

Morales se está convirtiendo en un muy cotizado piloto en la región. Antes se dedicaba a la fumigación agrícola, especialmente en las plantaciones de soja de la zona oriental. Adicionalmente hacía pequeños fletes con encomiendas entre poblaciones que contaban con pistas de aterrizaje.

Esto fue hasta cuando fumigó en la plantación de don Genaro…

El viejo lo había contratado personalmente para ese trabajo y de a poco empezó a darle tareas muy especificas para el vuelo y la fumigación: que vuele casi a ras de las copas de los arboles; que planee a cierta altura; que despegue y aterrice en una pista corta y de tierra; que maniobre al atardecer; etcétera. Sus instrucciones tendían más a ser una prueba a su destreza de piloto que a la efectividad de la fumigación, y Oliver lo intuyó desde ese entonces. Intuyó que realmente lo necesitaban para otra cosa y el tiempo así lo demostró.

Al cabo de unas semanas vino un sujeto que se presentó como emisario de don Genaro y que ni siquiera mencionó su propio nombre. Este trajo el primer encargo consistente en varios vuelitos con material para la construcción de una bodega en la propiedad que don Genaro posee allá en el Departamento de Pando, a orillas del río Acre, cerca de las fronteras con Perú y Brasil.

Fueron varios días de volar de aquí para allá, siempre con cartones a la ida y pasajeros a la vuelta. Pero mientras allá descargaban su nave, pudo darse cuenta de que no se trataba de materiales para una bodega sino más bien de implementos para un laboratorio altamente tecnificado. Ciertos elementos del personal daban la impresión de ser gente muy instruida y preparada. Había unos dos sujetos que tenían acento brasileño y muchos otros con el cantadito del Perú o con el dejo colombiano. «Bueno, ahí es la mismísima frontera y abundan los afuereños», pensó Oliver.

Realmente él ya calaba el tipo de trabajo que hacía y no tenía remordimiento alguno, pues la paga era fantástica y le permitía salir ya de sus empantanamientos económicos y financieros, aparte que no representaba mucho riesgo, dado que volaba siempre sobre regiones apartadas.

Como la mayoría de las personas que se entregan a estas actividades que exigen sus dotes profesionales pero que rozan con la ilegalidad, Oliver juraba muy a menudo que lo haría hasta llegar a un limite y luego se retiraría a disfrutar de lo logrado. Esta pretendida limitación del tiempo generalmente es incumplida por la insaciable ambición que trae consigo la plata fácil o por la espiral de complicidad que va generando.

 

DonGenaro tomó el micrófono y articuló los códigos que ya los conocía de memoria:

—Atento, alfa-dieciocho, atento, ¿aquí cero-omega-sesenta… me copia?

—Sí, cero-omega-sesenta, ¡copiamos perfectamente!

—Atento, alfa-dieciocho, mañana sale Jacinta de viaje. Espérenla como a las quince y media en Cachuela Redonda. Deberá luego seguir su viaje hacia Cobija. ¡Confirme, alfa-dieciocho!

(Jacinta es la denominación que le dan a la avioneta haciendo honor a la primera esposa de don Genaro, que falleció hace muchos años en un accidente de transito allá en La Paz)

—Ya copiamos perfectamente: Jacinta arribará a las quince y media y seguirá viaje hacia Cobija.

—Afirmativo, alfa-dieciocho. Pasado mañana retornará Jacinta para recoger a las tres pibas que están ahí desde la semana pasada.

–Afirmativo, cero-omega-sesenta, ¡así se hará!

Don Genaro complementó los términos de despedida y prendió un tabaco.

 

«¡Si todo sale bien tendremos un despacho fuera de lo normal! Mi pana en el Brasil estará feliz, ya que así nos aseguramos el mercado por el Atlántico, en buena hora, ya que por Colombia la cosa se está poniendo jodida. El último mes hubo requisas importantes en la frontera con Ecuador, donde los gringos de la DEA andan de muy sabidos. El comandante Rogelio, en Colombia, fue herido en la balacera del domingo pasado con tropas del ejercito regular y ha ordenado parar por el momento las operaciones hasta desplazarse a sitio más seguro. También lo han aprehendido ya al Espartaco allá en Iquitos cuando se andaba fanfarroneando de muy heavy con unas putas de pacotilla».

Don Genaro suspiró decepcionado.

«¡Serán huevones estos principiantes! ¡Ni bien ven plata ya se sienten los reyes del universo!».

 

Oliver Morales no podía conciliar el sueño. Mañana volará casi seis horas hasta Cachuela Redonda y serán horas de pura tensión, pues la zona es muy ventisquera y la avioneta se zarandeará de lo lindo. «Tendré que volar bien bajo para evitar los golpes del viento y así también escabullirme de posibles controles. Dicen que por esa zona se han metido los gringos para monitorear el trafico aéreo».

Se dio otra vuelta más en la cama y sintió el calor de su mujer, que yacía también intranquila a su lado.

—¡Mijita! —le susurró en el oído mientras ella se desdoblaba de su posición—. ¿Qué le parece si nos remontamos al paraíso? —Esa era la clave secreta entre los dos para insinuarse sexo. Ella murmuró algo que parecía un no, pero con los brazos le atrajo hacia su pecho tibio, como diciéndole sí.

Oliver suspiró complacido y la besó en el cuello mientras sentía el calor y deseo, y sus manos afanosas acariciaban ya las partes intimas de su mujer.

«¡Qué pedacito de hembra que es mi vieja!», pensó Oliver para sus adentros. «Ni bien le topas ya está mojadita y bien dispuesta. Me la voy a comer ahora despacito, despacito…».

La noche se hizo corta pues en la penumbra de esa alcoba se sintieron los chispazos de una pasión alocada y desenfrenada. A las siete de la mañana siguiente, mientras calentaba el motor de la avioneta, recordaba Oliver todos los detalles de su remontada al paraíso.

«¡Ay, la vieja sí que estuvo calientica anoche! Una vez a lo francés y dos polvitos a la criolla, ¡carajo que me dejó seco!».

Don Genaro en persona vino a despedirle en el aeropuerto. Llegó al amanecer manejando su Waagoner blanco, con su chofer, que además es su guardaespaldas, quien iba sentado en el asiento del copiloto. El guardaespaldas se bajó primero e inspeccionó toda el área a su redonda y luego le dio aviso a don Genaro para que este pudiera bajar del coche tranquilo. Así lo hizo el viejo e inmediatamente se encaminó apresurado al hangar del centro, donde estaba Oliver todavía sumido en sus dulces pensamientos.

Al entrar al hangar pidió don Genaro a su guardaespaldas que se alejara un poco y cuidara la entrada. Le hizo un gesto al mecánico para que saliera y así quedaron don Genaro y Oliver a solas, y frente a frente.

Don Genaro es un individuo de mediana estatura y con un considerable sobrepeso bajo sus hombros, lo que le hace lucir más pequeño todavía. Viste siempre pantalones de pana y casacas tipo ranchero texano con las respectivas botas puntiagudas y de taco alto, lo que le da cierta juventud a sus sesentaidós años.

Hoy se ha puesto una chompa de cuero natural con flecos en la pechera y en la espalda. Siempre que verifica personalmente los embarques usa esta chompa, pues dice que es la que le trae suerte. En los bolsillos laterales se nota el bulto que hacen las dos cajetillas de Fortuna que siempre lleva consigo en cada bolsillo, pues es un fumador empedernido, sobre todo desde que se dedica a este negocio, al que él llama «exportación de insumos agrícolas».

Ya lleva fumados cerca de diecisiete cigarrillos, pues se despertó muy temprano y tuvo que levantarse para tranquilizar sus nervios, y la única forma de tranquilizarlos, según él, es fumando uno tras otro y tomando de por medio un café negro. «Creo que hoy ya llevo tomadas siete tazas del negro, del que me lo tuesta y muele la Mamatiche», pensó para sus adentros. La Mamatiche es su cholita cocinera de siempre, desde los tiempos en que él vivía en La Paz y ejercía su profesión de abogado y consultor de empresas.

«Debería patentar el método de Mamatiche para tostar y moler café, y a lo mejor me hago más plata que con esta maldita coca…», reflexionó divertido mientras repasaba con su mirada el hangar, la avioneta y los bultos que iban a despachar.

Se detuvo al cruzar su mirada con la de Oliver, quien estaba apoyado a una columna metálica y le sonreía discretamente, sin poder ocultar cierto nerviosismo tanto por el vuelo pendiente, como por la presencia del viejo.

—A ver, mi estimado —dijo don Genaro mientras sacaba un cigarrillo de la cajetilla y se lo ponía en sus labios sin prenderlo—. Hoy la cosa va en serio y por eso he venido personalmente. Llevas al departamento de Pando los insumos que he adquirido y preparado durante todo este último mes. El viaje es largo y yo sé que también es riesgoso. Según los informes meteorológicos, en el departamento de Beni hay bastantes lluvias, sobre todo en el centro norte, que es por donde vuelas. Aterrizarás en Cachuela Redonda alrededor de las dos de la tarde, te estarán esperando para desembarcar estos bultos y cambiarlos con los de fideos que luego llevarás hacia Cobija, donde ya tienen registrado y autorizado tu arribo y tu despegue para acá. Zapatita te esperará para ultimar los detalles del desembarque y la entrega de esa mercadería. ¡Ven! vamos afuera para fumar este tabaquito! …

Oliver lo acompañó hacia el portón y salieron ambos al patio de estacionamiento. El sol ya alumbraba con cierta intensidad y se podían ver algunas nubes negras allá en el horizonte norte, su dirección de vuelo.

—¡Ey, Pato! —dijo don Genaro dirigiéndose a su chofer, ¡préstame tu encendedor que el mío, carajo, parece que se me ha caído en el auto! ¡De paso búscalo, porfa…! Y, bueno, mi estimado —prosiguió don Genaro una vez que prendió su cigarrillo e inhaló dos o tres bocanadas llenas, que las exhalaba despacito por la nariz, dando la impresión de que se le incendiaban los sesos—, mañana despegas de Cobija, haces escala en Cachuela Redonda y recoges a tres pibas que vienen de regreso a Trinidad. Aquí te esperaremos para finiquitar tu flete. Recuerda que yo, Genaro Santos, soy bien generoso con mis colaboradores y lo único que exijo es profesionalidad, lealtad y discreción. De estos encarguitos que te hago no debe enterarse nadie, ni tu esposa siquiera, ni tu familia, ni amistades. Tu les dirás siempre que has ido a fumigar unas bananeras en el norte, sin mencionar nunca mi nombre ni nuestra relación. Y si algo, ¡Dios no lo quiera! pasa en el camino, tú, Oliver Morales, debes decir que fuiste contratado para llevar fideos a Cobija por este señor —le entregó al tanto de decir esto una tarjeta de visita donde se leía el nombre de una empresa, un nombre de alguien y la dirección y teléfonos—, que, por cierto, no existen —concluyó don Genaro mientras Oliver guardaba la tarjeta en el bolsillo de su pechera—. ¡Y no declaras nada más! Yo me encargaría luego de sacarte de cualquier embrollo, siempre y cuando no declares nada que pueda perjudicarte a ti, como involucrarme a mí. Así que ¡ojo! muchacho, anda siempre con las pilas puestas y procura hacer tu trabajo sin ningún inconveniente, pues yo, por mi parte, ya tengo todo arreglado con mi gente para que así sea y tenga la apariencia de total legalidad.

Don Genaro prendió otro cigarrillo mientras le sonreía con cierta complicidad a Oliver. Este le respondió con una sonrisa, mitad de complicidad, mitad de miedo. Pato, el chofer y guardaespaldas, se acercó a ellos aún más sonreído, pues traía en su mano el encendedor que don Genaro había perdido en el auto.

El Pato, apodo derivado de su nombre (Patricio), conocía desde hace mucho tiempo a su jefe. Recordaba esos tiempos allá en La Paz, como hace nueve años, cuando él buscaba trabajo y leyó en el periódico un anuncio que decía:

«Busco Chofer y guardaespaldas. Postulantes preferentemente exmilitares. Informes…».

Él acudió esa tarde misma a la dirección del anuncio. Era en un edificio del centro, de esos que albergan oficinas y donde trabajan en su mayoría los abogados y los tramitadores. Trepó las gradas hasta el quinto piso y se presentó en la oficina 5 ante esa secretaria joven, muy guapa y bien vestidita que usaba una falda apretada hasta las rodillas y esa blusa blanca que realzaba sus abultados pechos.

—¡Buenas tardes, señorita, vengo por lo del anuncio…! —dijo el Pato.

—¡Buenas, joven, tome asientito hasta que el doctor le pueda atender! —fue la replica de la secretaria que, a su vez, esbozó una amable sonrisa.

El Pato se acomodó en una de las sillas metálicas colocada ante la pared del fondo y empezó a hurgar con la mirada todo a su alrededor. «Estudio típico de abogado», pensó. «Rumas de papeles y documentos por todo lado; la secre, que será la amante y el despacho del doctorcito allá al fondo donde dice Dr. Genaro Santos – Penalista. ¡Mm! Penalista. ¿Tendrá enemigos y por eso busca guardaespaldas?».

Mientras esperaba su turno oía los murmullos de la conversación que se llevaba a cabo en el despacho del abogado, pese a que la puerta estaba cerrada. A ratos captaba algunas palabras sueltas: … Santa Cruz… cárcel… negocio del siglo… ¡oíste, negocio del siglo! … Al poco rato se abrió la puerta y salió un hombre alto y bastante delgado, medio canoso y con los cachetes muy colorados. Sus ojos eran claros y saltones y se le notaba un bigote alisado en su labio superior. «Un señor dado de muy fino», es lo que pensó el Pato en ese instante.

El hombre se dirigió hacia la secretaria y murmuró algo cerca de su oído, que la hizo sonreír coquetamente. Muy dueño de sí mismo abandonó la oficina.

—Bueno, señor, siga al despacho del doctorcito —le pidió la secretaria.

El Pato entró y vio a un hombre de mediana estatura, quizá de unos cincuenta años o algo más. Su rostro era simpático y su timbre de voz muy agradable.

Hablaron largo ese día. Don Genaro le hacia muchas preguntas respecto a su vida, a su carrera militar, a sus habilidades deportivas. Le consultó si sabía disparar, si sabía nadar, si había matado alguna vez a alguien, si había probado cocaína, etcétera.

Esa noche el Pato salió de esa oficina con empleo fijo y bien pagado, pero sin saber ni jota respecto a don Genaro. Solo sabía que él tendría que ser como brazo derecho, perro faldero, ángel de la guarda y chofer, guardaespaldas, confidente y compañía de don Genaro. Y lo que más sabía desde ese entonces es que tendría siempre que guardar silencio respecto a sus actividades con don Genaro y mucha discreción, absoluta discreción.

«Bueno, ¡mientras no falte la lana!», se había jurado el Pato.