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Con esta obra pretende el autor viajar para recorrer su amplio mundo y revivir extasiado las vivencias que fueron plasmando su vida a lo largo de tantos años. Se va adentrando en la dimensión de lo ficticio que existe detrás de todas las realidades y termina navegando entre la luz y la oscuridad con historias verdaderas e imaginadas, mezcladas con la magia de la fantasía y el drama de la realidad. Sus vivencias en la campiña y en la selva amazónica del Ecuador le permiten poner el colorido de esa naturaleza y parte de ese misterio verde que se esconde detrás de cada árbol o de cada personaje-
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Seitenzahl: 252
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Cesar Adolfo Cordovez Pérez
Historias reales tamizadas con el cedazo de mi fantasía
Saga
Paisajes y vivencias
Copyright © 2022, 2022 Adolfo Cordovez Pérez and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728354346
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
La acequia que baja serpenteando por la montaña surte de agua a este valle, que está asentado en las faldas del Guagua Pichincha, el volcán custodio de la capital ecuatoriana.
Nace allá arriba, en algún pozo del páramo y derrama sus aguas hacia este sector agrícola ubicado en las laderas opuestas al valle de Quito.
Manuel Tupigachi, un indígena entrado en años, ¿tendrá 67?, es el aguatero oficial desde hace tiempos inmemorables. Su mujer, la Juana Chimbo Tupigachi, asegura que "el Manu nació a la par del agua mismo...".
Manu inicia su trabajo en las frías madrugadas de las montañas, cuando se levanta presuroso a prender la lumbre del fogón para preparar su café con raspadura, que le brinda la energía y el calor necesarios para acometer con su tarea del día.
Normalmente él debe controlar el flujo del agua a lo largo de esta acequia que viene de la Tablera Alta, como se llama la planicie ubicada allá en lo alto del páramo. Hoy día tiene que descubrir dónde se ha tapado el agua pues el nivel que está llegando está muy bajo. Posiblemente deberá subir hasta los inicios de la acequia, lo que le toma generalmente unas cuatro horas caminando a buen tranco.
- ¡Ojalá no me toque ir hasta el pozo donde nace el agua! Dicen que en noches de luna llena ronda el duende llamado "Iñaguilli" por la quebrada de Pungoloma, por donde corre gran parte de "mi" acequia -
-El año pasado se le apareció al Jesús Lema cuando bajaba con su mula cargada con la paja para el techo de su "media agüita" aquí en la comuna -
- ¡Con las justitas se había salvado el Jesús Lema, solo porque llevaba colgado al cuello el escapulario de la Virgen del Cinto, ¡solo por eso! dicen aquí en el pueblo. ¡Si no, se lo comía vivito! >
- ¡Yo, "porsiaca" también me llevaré mi escapulario...! -
A las cinco de la madrugada partió el Manu guiándose por la escasa luz que empezaba a ganar su espacio a la oscuridad. Siguió la trocha abierta por el trajín de tantos caminantes al pie de la loma y en dirección al páramo. A medida que ascendía hacia las faldas del Guagua Pichincha iba recogiendo al paso unos mortiños jugosos y negros y los depositaba en su inseparable bolsa de cuero, que la llevaba amarrada a la cintura. - Mejor los guardo y no me los como, así podrá la Juana preparar la colada morada que tomamos el día de los difuntos. -
Fue revisando los diferentes puntos críticos de la acequia. Aquí se acumularon hojas y desechos vegetales que amenazaban con represar al agua, allá se desmoronó parte del borde y empezaba ya a desviar al agua hacia el barranco, más acá se ha acumulado mucho lodo. < ¡Voy a tener que hacer un mantenimiento total a mi acequia, caso contrario tendremos verdaderos problemas! >
La acequia es como un ser viviente que tiene vida propia y necesita de mucho cuidado. Ese ha sido el trabajo de Manu desde hace décadas y él conoce cada detalle y procedimiento.
Recuerda cuando hace años, luego de la erupción del Guagua cayó tanta ceniza que cubrió totalmente al pajonal del páramo y a la acequia. El agua solidificó a la ceniza y esta se convirtió en una masa compacta que taponó el canal y las aguas se desbordaron hacia abajo en todas las direcciones haciendo que se pierda el trazo original de "su acequia". Fue titánica la labor de su rehabilitación y obligó a la contratación de peones adicionales para cavar un nuevo canal. Manu fue el "ingeniero" de esa obra ya que conocía todo el trazado y las características del terreno, tanto así que la nueva acequia superó técnicamente a la que se perdió.
También recordó aquella vez en que había llovido durante varios días seguidos y creció el nivel de las aguas, que terminaron desbordándose de su cauce y aumentando el caudal de la quebrada, lo que provocó un deslave de magnitud colosal, que arrasó con 7 casas de la planicie de abajo, donde murieron sepultados por el lodo y los escombros 9 miembros de su comunidad.
Fue una tragedia que conmovió a propios y extraños. Vinieron afuereños a inspeccionar los daños y a reportar sobre el accidente. También aterrizó en la cancha de fútbol del pueblo un helicóptero del ejército trayendo a un señor al que le decían ministro y a varios militares que entregaban vituallas y alimentos para ayudar a los damnificados. El ministro fue ofreciendo maravillas, pero nunca más se supo de él ni de sus ofertas. Alguien se enteró que había habido un golpe de estado y que una junta de militares asumió el gobierno...
Manu prosiguió su ascenso hacia el páramo siguiendo el curso de la acequia.
< Bien que le llaman "la traicionera" >, pensaba Manu para sus adentros.
< A veces está así de mansita y de un momento a otro crece rabiosa y hambrienta de hojarascas y materiales pétreos, que los acumula hasta provocar un incontenible alud de escombros que arrastra todo a su paso …otras veces se seca completamente y hay que rastrear las causas y reparar los daños. >
- ¡Ay! ¡la de trampas que está acequia me ha puesto! -
- Dicen que él duende Iñaguilli también tiene mucho que ver con los caprichos de estas aguas. -
Él Iñaguilli es el duende de las quebradas que en ciertas noches de luna llena gime lastimeramente imitando la voz de los niños y emitiendo murmullos incomprensibles.. Se le atribuyen propiedades de seducción diabólica, pues primero atrae por la compasión que despierta en quien le escucha, que es su víctima, y luego lo hipnotiza con sus ojos de penumbra para terminar devorándolo ansioso de su sangre…y de su alma.
-¡Así dicen en el pueblo! -
Manu lo había escuchado una vez que bajaba del páramo cargando leña y tuvo que cruzar por la quebrada. Oyó el llanto de un niño pequeño con una vocecita que rasgaba al aire y ululando le quería disputar espacio al viento:
¡Ayayauuuuu, auuuuuu, ayayauuuuuuuu!
El eco rebotaba en sus oídos ¡auuuuuu, yauuuu, yauuuu!
Un escalofrío recorrió por su espalda y se le clavó un punzante pesar en el pecho.
-¿Quién llora así de triste en lo profundo de está quebrada? -
Curioso y atemorizado decidió echar un vistazo donde presumía que procedían esos quejidos. Bajó unos metros hasta una piedra incrustada en la peña, que formaba una pequeña terraza, desde donde podría observar hacía más abajo.
- Allá, en lo profundo de la quebrada, donde crecen esas chilcas tapando aún más la oscuridad de esa cueva, ¡allá está el duende llorón! -, pensó el Manu mientras se santiguaba varias veces haciendo unas apresuradas cruces al topar con sus temblorosas manos su frente, su pecho y los dos hombros.
¡Ayayauuuuu, ayayauuuuuu!, retumbaba el gemido del duende nuevamente en el silencio de la montaña.
Su eco se elevó esta vez hasta la inmensidad del cielo encapotado donde un relámpago seco y distante hizo que volviera a sus cabales y recobrara nuevamente su miedo, que se convirtió en pánico, por lo que arrancó en desenfrenada carrera alejándose del sitio y del latente hechizo.
Corrió; corrió vociferando Padrenuestros y Avemarías mientras su carga de leña se deshacía del bulto que había atado a su espalda. Perdió la leña, el sombrero y un zapatón de caucho que cubría a su bota de uso diario.
Sentía un alivio con cada paso que le alejaba de esa quebrada, pero no dejaba de oír a lo lejos esos ¡ayayauuuuus! lastimeros y acongojados que martillaban sus tímpanos como suplica o maldición.
- ¡Corre, Manuelito, corre! -, se decía a sí mismo mientras daba grandes trancos, casi saltos, en dirección a la pampa.
En un recodo del sendero desde donde ya podía observar los techos de paja de las casas de su comunidad, se detuvo exhausto y sudoroso. Sacó de su petate de cuero una botella plástica donde acostumbraba a llevar "el puro", que es el trago de caña, para utilizarlo como antídoto contra el soroche de la altura o como sedante contra el hambre y protector contra el frío. Sorbió varios tragos que pasaron raspando su garganta, pero aliviando su tensión.
Se disponía a proseguir su trote hacia la casa cuando, al guardar la botella en su petate, observó de pronto una sombra que se dibujó y luego se perdió detrás de una piedra que sobresalía al borde de la próxima curva de su sendero.
- ¡Qué fue eso, maldita sea! -
- ¿Qué fue eso? -
- ¡Manuuuu, Manuuuuuu!, ¡Shamuy Manuuuu!, volvió a gemir la vocecita.
- ¡Me está llamando, sabe mi nombre!, ¡me pide en quechua que vaya con él! -
Manu no atinaba que hacer, si seguir su camino pasando por donde vio la sombra y oyó el llamado o, si correr por otro lado evitando acercarse al duende que evidentemente le estaba persiguiendo.
- ¡Qué carajo, al toro por los cachos! - dijo armándose de valor y dispuesto enfrentar lo que fuere.
Agarró el escapulario que colgaba de su cuello y estaba escondido bajo la camisa y, sosteniéndolo con su mano emprendió su marcha hacia la curva del camino donde presumía le esperaba el Iñaguilli. Al dar la vuelta miró hacia todos los lados y rincones, pero no detectó nada ni vio a nadie. Solo podía oler un leve tufo a huevo podrido, como el olor a azufre que despide el cráter del Guagua Pichincha - ¡olor a diablo! -; se dijo a sí mismo.
Santiguándose y repitiendo incesantemente ¡Jesús mío, Jesús mío! prosiguió su descenso a casa sin regresar a ver. En algún momento escuchó a esa voz decir: -¡Manuuu, imaraupash tuparisunchi! -
...¡Algún rato nos volveremos a ver!
Corrió a casa desafiando la gravedad del chaquiñan, que es el sendero más corto y empinado hacia la pampa. Sus pies rozaban el suelo como puntas de alas que se impulsan con el viento. - ¡Jesusito, Jesusito, no me desampares, mi Jesús! -
Al llegar a su choza notó que llevaba apretado en su mano el escapulario de la Virgen del Cinto, su Patrona Protectora. Lo había arrancado inconscientemente del cuello impulsado por el miedo y por el vértigo de su carrera.
La Juana cortaba leña a la entrada de la casa y, asombrada, vio como el Manu pasaba de largo con cara de espanto dirigiéndose evidentemente a la capilla del pueblo. Dejó el hacha junto a los palos de leña y emprendió la persecución a "su" Manu, quien daba la impresión de que hubiera visto al diablo.
- ¡Manu, Manu, aguanta que ya llego! -
En la puerta de la capilla encontró a la Rosa Tenesaca, la “mudita" cuidadora, que asustada hacia gestos de no entender lo que estaba pasando.
La Juana le palmoteó en el hombro pidiéndole que se calme e inmediatamente entró a la capilla, donde encontró a "su" Manu tendido de bruces en el piso y dando golpes con sus manos mientras vociferaba incoherentemente palabras, que la Juana las entendió como: Iñaguilli, duende, quebrada, llanto y volver a vernos...
En realidad, Manu le contaba histérico a la imagen de la Virgen del Cinto todo aquello que venía viviendo allá arriba en la quebrada.
- ¡Me dijo que nos volveríamos a ver! - ......- ¡Insinuó que yo regresaría algún día! >
¡Manu, imaraupash tuparisunchi, dijo en idioma quechua!
La Juana logró a duras penas tranquilizarlo. - ¡Tranquilo, papitu, tranquilo!, vamos a casa para darte agua de flor de tilo con hierbaluisa, para que se calmen tus nervios… ¡vamos papitu! >
Esa experiencia nunca la olvidaría. Es más, le quedó sonando en los tímpanos el "imaraupash tuparisunchi" como una amenazante advertencia.
Hoy trajo colgado al cuello su escapulario de la Virgencita, que lo hizo bendecir ya unas quince veces en la Iglesia del Cinto. El párroco le preguntó en varias ocasiones sobre la causa de esa insistencia y Manu guardó silencio, su silencio de miedo.
Terminó de limpiar una esquina de la acequia, donde se acumuló mucha hojarasca, que amenazaba con retener las aguas provocando un posible desbordamiento.
-¡Mierda!, y aquí estoy nuevamente en las cercanías del duende…, ni cómo evitarlo si el es parte de mi vida y de mi entorno. -
Arriba, en Lomaurcu, la ladera que conduce a la Tablera Alta, descubrió algunos desarreglos en "su" acequia y procedió a limpiarlos o eliminarlos, dando paso libre a las aguas en cada ocasión. - Creo que ya está aumentando el caudal, pero todavía falta para que recobre su nivel normal –
-¡Tengo, seguramente, que llegar hasta el pozo donde nace! -
Hora y media después estaba Manu al pie de la fuente, en el ojo del agua, donde nace la acequia. Pudo observar que fluía con un débil chorro que apenas impulsaba al naciente flujo de agua.
- ¿Bueno, y donde diablos se me está perdiendo mi agua? -
¡Splasch!
Un ruido de agitación de aguas retumbó en el páramo.
Splasch!
Nuevamente.
-¡Qué mierda! ¿Qué mierda está pasando? -
La voz de Manu parecía un susurro en la inmensidad de la Pampa. Por su espalda recorría un escalofrío sudoroso y cosquilleante.
-¡Hola Manu!… ¿recuerdas lo dicho: imaraupash tuparisunchi? -
Manu se volteó en dirección a la voz y vio, de pronto, al duende parado sobre una piedra, a escasos metros de él.
Era un enano de unos cuarenta centímetros de alto con forma humana, su cuerpo cubierto de algún vestido vegetal, verde y musgoso. Portaba en su cabeza un sombrero de copa puntiaguda con alas inmensas, que impedían ver su cara, que era una sombra indecisa sin facciones ni rasgos definidos. No tenía ojos pero Manu sentía su mirada, como un halo frío que llegaba a su cuerpo. Las manos del duende eran otras dos sombras oscuras e indefinibles que rasgaban con sus movimientos el campo visual de Manu.
Manu sintió un miedo que no era miedo. ¡Absolutamente ningún miedo!
Su percepción del momento fue realmente extraña, como cuando se encuentra a un viejo amigo y se lo abarca con cierto recelo.
-¿Porqué me persigues, hombrecito? -
La sombra nebulosa de la cara del duende fue de pronto tomando forma sin mostrar facciones, pero dejando entrever unos picarones ojos y una sonrisa dibujada en esa máscara de tinieblas. Manu imaginó ver un rostro de niño adulto o de un viejo-niño.
- ¡No temas, Manu, yo no te estoy persiguiendo! ¡Es más, yo no persigo a nadie porque todos vienen a mi! -
-¿Quién eres? -
-¿Qué eres? -
La voz de Manu recobró aplomo y seguridad: -¿Eres bueno o maligno? -
-¡Manu, yo soy tú y tú eres yo! -
- ¡Yo soy todos y todos son yo! -
-¿Qué dices, que hablas, enanito? -
- ¡Te estoy diciendo que yo soy tu, porque soy el miedo que en este instante tienes y puedo ser luego quizá tú alegría, tu tristeza, tú dolor, tu pena! ¡Puedo decir que yo soy tu porque tú estás dentro de mi, como están dentro de mis todos los hombres! ¡y porque yo estoy dentro de ti y de toda la humanidad, pues represento en ustedes sus incógnitas, sus estados de ánimo y, sobre todo, sus temores!-
-¿Y porque te comes a los hombres?-
- ¡Manu, Manu, como se te ocurre que yo pueda comerme a los hombres? -
- En el pueblo se comenta que tú andas tras los "runas" para comértelos y ganar sus almas...-
- ¡Manu, Manu, Manu, en tu pueblo me tienen miedo porque son gentes sencillas e ignorantes! Cuando amenaza una tormenta temen por sus vidas y por sus bienes y le echan la culpa al Iñaguilli porque no saben explicarse las causas de esa tormenta y porque temen y no entienden sus fatídicas consecuencias. -
- ¡Pero tú te pasas solo haciendo asustar a los hombres...! -
- ¡Manu, los hombres son de naturaleza asustadizos y fantasiosos. Le temen a Dios y al Diablo y no saben con precisión el por que, pues están temiendo al Bien y al Mal, lo cual no tiene lógica y es una contradicción. ¡Igualmente le temen al cóndor, al puma y a la soledad e inmensidad de los páramos...! -
Hizo una pausa deliberada.
Manu empezó ahora sí a tener miedo, no miedo del enanito sino de la verdad que la estaba expresando.
-¡Si, cuanta razón tiene!-
-Ustedes, los hombres- prosiguió el duende, -son seres que tienen un cuerpo que muere y un alma que pasa a la eternidad. Mientras viven temen por su cuerpo de vida efímera y sujeta a tantos peligros y acechanzas intangibles e impredecibles. Por eso nos evocan a nosotros, los seres elementales, que vivimos en el aire, en el agua y en el fuego, porque somos los cuidadores escurridizos de la naturaleza y poseemos poderes sobrenaturales, a veces mágicos, muchas veces maliciosos o bromistas, por lo que nos atribuyen travesuras, sustos y maleficios diabólicos y nos convertimos en una justificación imaginativa de los temores desconocidos y de los daños inexplicables que sufren los hombres. Somos una imagen imperfecta de ustedes, como ustedes son una imagen imperfecta de Dios y del Diablo -, hizo otra pausa al ver que Manu lo miraba y escuchaba como hechizado, absorto y paralizado, por lo que temió que hubiera perdido la razón.
- ¡Manu! ¿te pasa algo?-
-¡Pero...! ¿Qué quieres de mí, Iñaguilli?-
- ¡Quiero que me ayudes a proteger a tu pueblo de una gran desgracia! Tú eres un buen hombre, que has cuidado mi agua durante años, muchísimos años, y lo has hecho concienzudamente y superando tu ignorancia técnica y tus miedos ancestrales. Con tu trabajo diario has resguardado mi elemento, pues yo soy duende de agua, y has protegido mi universo oculto y mi entorno externo y subterráneo, aparte que has ayudado al bienestar de los tuyos-
-Yo ya soy longevo, Manu, ya tengo más de quinientos años de vida y pronto moriré; mis poderes mágicos y mis fuerzas han mermado y no puedo hacer nada para evitar la tragedia que se está fraguando- Hizo una pequeña pausa cerciorándose que Manu le escuchaba.
-Con la erupción del Guagua Pichincha se formó una cavidad interna en la tierra, que se está llenando con el agua de nuestra acequia, Manu, creándose una "bolsa" que pronto reventará, pues ya está casi llena y no tiene otra salida que la de explotar removiendo las paredes de su cavidad. Yo he intentado abrir un canal de desagüe, pero mis fuerzas me fallan y mis poderes ya me han abandonado-
- ¡Necesito de ti, Manu aguatero, para que me reemplaces en esa acción de salvamento, pues si no hacemos nada tu pueblo y parte de las comunidades más abajo desaparecerán por el deslave ¡-
Manu lo escuchaba incrédulo. - ¡Este diablillo acude a mi para que le ayude en algo que no entiendo...! -
- ¡Lo entenderás, Manu, si es que decides seguirme!-
Manu, nervioso, empezó a comerse los mortiños que había recogido mientras subía hasta este sitio, olvidando que los quería llevar a su esposa Juana para que haga la colada morada tradicional en el día de los difuntos.
Se atoró una o dos veces al llenarse la boca con los mortiños y las hojas que siempre se adhieren a los manojos de la fruta. Su boca se tiño del color morado de los mortiños y parecía, a simple vista, que se hubiera pintado los labios, dándole una apariencia ridícula en estas circunstancias.
-¿Y qué me pasaría si me opongo a seguirte?-
- ¡Pues que serás entonces una víctima más de esa tragedia...! -
- ¡Mira, Iñaguilli, tú dices que ya estas viejo y que no tienes ni los poderes ni las fuerzas para impedir lo que se aviene! ¿Y yo? -
- ¿Crees acaso que yo, un hombre ya viejo y también mermado por la edad podría ayudarte? ¿Crees que mis manos tembleques pueden evitar tragedias? ¿Porque no te buscas a uno más joven y fuerte? ¿Porqué me has escogido a mí? -
El Iñaguilli se había sentado sobre la roca en la que estaba desde un inicio. Le miraba sin mirada de ojos a Manu y le escuchaba con sus orejas puntiagudas.
-¡Manu, tú eres el único al que yo podía decir "imaraupash tuparisunchi"!, pues eres mi escogido entre todos los humanos, entre todos los animales, las piedras, los espacios y los espíritus, para actuar por mí en aquello que yo ya no puedo hacerlo. Tú eres mi reemplazo justo, mi fuerza que no debe decaer, mi amigo mortal e ínter dimensional. ....! -
- ¡Eres mi salvación y la salvación invisible de tus semejantes! -
Manu tragó el ultimo bocado de mortiños y le quedó el sabor ácido de las hojas polizonas….
- ¡Mierda! -
-¿Y qué me darás, enanito? -
-Te ofrezco tu vida, que tú mismo la salvarás, como salvarás a las de tus gentes. Te daré, Manu, otra oportunidad de vida a cambio de que tú me ayudes a impedir una tragedia fatal, que será mi última acción para merecerme una digna muerte. ¿Quieres algo más? -
- ¡Bueno, vamos! -, dijo Manu, consciente de su decisión.
La acequia, "su acequia", estaba perdiendo fuerza y caudal. Si llegara a desaparecer el flujo de agua, desaparecería también su razón de ser, su utilidad de vida….
¡Y si además viniera una tragedia, pues se acabaría todo!
-! Vamos, Iñaguilli, ¡vamos a salvar nuestras vidas salvando a los demás...!-
El duende se aproximó a Manu y le sopló un halo de su respiración. Manu sintió que penetraba a sus pulmones una llama incandescente, cálida y agradable, que se extendió luego por todo su cuerpo dándole la sensación de liviandad y agilidad. De pronto levitaba junto al duende, quizá un metro sobre el suelo y que podía desplazarse en el aire como lo hacen las aves cuando planean surcando los cielos empujadas por el viento.
El duende le hizo una señal para que le siguiera y ambos se clavaron en el pozo penetrando por el orificio por el que afloraba el agua desde el interior de la tierra.
Se sumergieron en la oscuridad, pero podían distinguir todo su entorno como en la claridad del día. Luego de un largo recorrido llegaron a un inmenso lago, quedando ambos dentro de él pero sin que les faltase aire para su respiración ni que tampoco las aguas les mojaran su piel y su ropa.
-¡Mira Manu, me tienes que ayudar a quitar esa roca del fondo de esta cavidad para que se desaloje el agua hacia la profundidad de la tierra y se vacíe esta cueva antes de que termine explotando hacia afuera y provocando la tragedia de la que te hable!-
Efectivamente: en el fondo se veía una gigantesca roca, que seguramente se desprendió del techo de esta cueva cuando erupcionó el Guagua Pichincha y provocó movimientos telúricos en toda la región. La roca taponaba el desagüe natural de esta cueva y por eso se había formado este gigantesco lago interior.
-¿Pero ¿cómo lo lograremos tú y yo solos? ¡Mira lo inmensa que es la piedra...! -
Manu apenas podía creer lo que estaba viviendo.
Él, el viejo aguatero de la Tablera Alta, el humilde "indiecito" de la comuna de Lloa, el mayor devoto de la Virgen de El Cinto volaba ahora sin alas, como un duende, y se sumergía en el interior de la tierra sin necesidad de aire ni luz solar. Hablaba ahora con el Iñaguilli y parecían ser viejos amigos y confidentes.
- ¡Manu! -, interrumpió el duende con su voz de niño, - ¿notaste que tienes ahora poderes especiales? Yo te los transmití de mí para que los uses haciendo el bien. ¡Úsalos ahora uniéndolos a tu fuerza y empuja esa roca hasta que se pulverice y deje paso al agua estancada. ¡Usa tu experiencia de aguatero!-
Manu se aproximó a la roca y la tocó con sus manos provocando una leve chispa que se apagó en el agua que les cubría. El duende observaba desde una prudente distancia como Manu, abrazando a la piedra, empezó a forcejear con la misma intentando moverla de su sitio. Vio a Manu estremecerse del esfuerzo, sus venas saltando ya de ese rostro convertido en una mueca de puje e ira, porque Manu mostraba evidente determinación e ira, soltaba espumas y burbujas de aire que se elevaban rápidamente en el agua perdiéndose en la oscuridad de la cueva.
En un momento se movió de pronto y levemente la piedra, lo que aprovechó Manu para ladearla hacia su izquierda e, impulsándose sobre el suelo, empujarla con todas las fuerzas que todavía le quedaban. En ese instante el duende ayudo a Manu uniéndose al empujón, con lo que lograron que la roca cediera y rodara lentamente hacia ese costado dejando destapado al hueco que conducía hacia el interior de la tierra. Las aguas se precipitaron hacia abajo arrastrando todo a su alrededor. Manu logró asirse de una saliente de la pared y aguantar el paso de esa alocada corriente, que le azotaba su cuerpo tratando de arrastrarle consigo hacia los precipicios interiores.
Cuando amainó la presión de las aguas pudo Manu liberarse de su posición y nadó hacia arriba hasta alcanzar un sitio seco, donde se paró a ver cómo desaparecían las restantes aguas en las fauces terráqueas que él había abierto.
Pronto quedó vacía la cueva y el aire mineral ganaba espacio en ella. Ahora pudo divisar la inmensidad de esta cavidad hueca y comprendió las palabras de advertencia del duende.
-¿Y el duende?, ¿dónde quedó el duende?-
Buscó a su alrededor y miro a todos los lados, pero no encontró rastros del duende.
- ¡Iñaguilli!, ¡Iñaguilli!-, llamó insistentemente.
Un extraño eco retumbó en la cueva "...guilliii…illiiii...illiiii"...
Y luego vino un sórdido silencio. Manu podía escuchar los latidos de su corazón, que le retumbaban en sus tímpanos, y oía su respiración acezante y descompasada.
De pronto sonaron las paredes de la cueva con un estridente -¡Manu, imaraupashtuparisunchi! ¡Manu, nos volveremos a ver!-
Era la voz agónica del duende que venía desde la profundidad de la tierra.
Manu se elevó gravitando por los aires y atravesó intangiblemente la capa terrestre que le separaba del pajonal en la superficie del Páramo.
De pronto estaba nuevamente parado frente al pozo de su acequia, en el mismo sitio desde donde divisó al Iñaguilli por primera vez.
En la superficie del agua se reflejó nítidamente su imagen y pudo ver que se había convertido en un duende con las orejas puntiagudas y una cara de niño-viejo.
- ¡Bueno!-, se dijo, -es tiempo para cuidar la naturaleza y asustar a los humanos...!-
En el pueblo dijeron que a Manu le tragó el Iñaguilli.
Noviembre 2019
Corría el año de 1894 y el panorama político en la República del Ecuador semejaba al de una guerra civil entre las fracciones liberales, comandadas por el General Eloy Alfaro y las conservadoras que defendían al gobierno interino de Vicente Salazar, Encargado del Poder.
Las tropas rebeldes cercaban ya a la ciudad de Ibarra, cercana a Quito, la capital y sede del gobierno.
El Coronel al mando, un liberal de cepa, convencido de su causa y del triunfo de la revolución, ordenó el cese de fuego para dar un respiro a su tropa en ese ardiente mediodía y, porque planeaba negociar su entrada a la ciudad.
- ¡Qué nadie dispare un tiro más, Mayor Ospina, no quiero ni un muerto y ni un herido a partir de este momento! Voy a parlamentar con las autoridades de Ibarra para conseguir un ingreso en paz y sin resistencias.-
- ¡Asuma el mando hasta mi retorno! -
El Gobernador de Imbabura, un terrateniente de la provincia aprobó de forma casi incondicional la entrega de la ciudad a las huestes revolucionarias. Propuso un plazo de una semana para alistar la aceptación ciudadana y erradicar cualquier foco de resistencia.
Don Abelardo Carrera, un ilustre y adinerado abogado de la ciudad, vislumbró la posibilidad de sacar provecho de esa situación y de forma muy comedida, pero premeditada, puso su casa a disposición de la oficialidad rebelde.
Se podría decir que la casa de don Abelardo era la más grande y espaciosa de Ibarra y sus salones interiores tenían fama por su suntuosidad y magnífica decoración.
El Abogado Dr. Carrera había heredado esta casa de sus difuntos padres, quienes vinieron hace muchos años desde España huyendo de las represiones antimonárquicas de la “Gloriosa Revolución”, para radicarse en esta ciudad, donde ya vivía y se había afincado Alfonso, hermano de su padre.
El Abogado Carrera se distinguía por su habilidad para ganar juicios difíciles. Era un erudito de la jurisprudencia y un hábil negociador. Por su talentosa oratoria había escalado posiciones políticas muy importantes como cuando fue senador por la provincia de Imbabura, función que la ocupó durante 8 años y le valió para destacar dentro del ámbito político y social de Quito, la capital.
Durante el actual gobierno de tinte conservador, fue marginado de la vida pública por sus tendencias liberales y porque ganó un sonado juicio a la Empresa de los Ferrocarriles del Estado haciéndola pagar una cuantiosa indemnización a varios afectados por las expropiaciones que realizó dicha Empresa para obtener paso para el tendido de la vía férrea.
La presencia de las tropas revolucionarias en las afueras de la ciudad solo podía pronosticar su inminente triunfo sobre las pocas huestes de gobierno que todavía protegían esta plaza. Y un triunfo en Ibarra abría las puertas para marchar a Quito y expulsar al tambaleante Presidente interino, de quien ya se decía que estaba preparando su huida al exilio.