La crítica agotada - José Manuel Naredo - E-Book

La crítica agotada E-Book

José Manuel Naredo

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Al igual que Sísifo, el discurso crítico está agotado de repetir un frustrante y estéril ejercicio: si aquel tenía que subir una enorme roca hasta lo alto de una montaña para, una vez coronada, ver cómo se deslizaba pendiente abajo, la crítica tiene que hacer rodar unos pseudoconceptos producto de la ideología económica y política dominante para que, aun pretendiendo cuestionarlo todo, al final nada cambie. «Producción», «medio ambiente», «desarrollo sostenible», «lucha contra el cambio climático», «neoliberalismo», «poscapitalismo» o «fundamentalismo de mercado» son solo ejemplos de términos fetiche a la moda con los que la crítica se lastra, desviando la atención de los auténticos problemas y responsables de la situación actual. En La crítica agotada, José Manuel Naredo no solo muestra la opacidad y lo vacío de estos «no-conceptos» y de dónde surgen, sino que además despliega toda la potencia del genuino pensamiento crítico cuando trasciende esos «puntos ciegos». Solo con ese cambio de perspectiva, solo pensando fuera de los márgenes delimitados por el sentido común dictado por la ideología económica dominante, podremos construir un nuevo paradigma civilizatorio que emancipe a seres humanos y devuelva la dignidad a la naturaleza.

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Siglo XXI / Ciencias sociales

José Manuel Naredo

La crítica agotada

Claves para el cambio de civilización

Al igual que Sísifo, el discurso crítico está agotado de repetir un frustrante y estéril ejercicio: si aquel tenía que subir una enorme roca hasta lo alto de una montaña para, una vez coronada, ver cómo se deslizaba pendiente abajo, la crítica tiene que hacer rodar unos pseudoconceptos producto de la ideología económica y política dominante para que, aun pretendiendo cuestionarlo todo, al final nada cambie. «Producción», «medio ambiente», «desarrollo sostenible», «lucha contra el cambio climático», «neoliberalismo», «poscapitalismo» o «fundamentalismo de mercado» son solo ejemplos de términos fetiche a la moda con los que la crítica se lastra, desviando la atención de los auténticos problemas y responsables de la situación actual.

En La crítica agotada, José Manuel Naredo no solo muestra la opacidad y lo vacío de estos «no-conceptos» y de dónde surgen, sino que además despliega toda la potencia del genuino pensamiento crítico cuando trasciende esos «puntos ciegos». Solo con ese cambio de perspectiva, solo pensando fuera de los márgenes delimitados por el sentido común dictado por la ideología económica dominante, podremos construir un nuevo paradigma civilizatorio que emancipe a seres humanos y devuelvala dignidad a la naturaleza.

José Manuel Naredo, doctor en Ciencias Económicas y Estadístico Facultativo, es una de las voces más prestigiosas de la economía ecológica. Autor y editor de numerosos estudios que abarcan desde el seguimiento de la coyuntura económica en relación con aspectos patrimoniales, hasta el funcionamiento de los sistemas agrarios, urbanos e industriales en relación con los recursos naturales, entre sus publicaciones más recientes destacan La evolución de la agricultura en España, 1940-2000 (2004), Luces en el laberinto. Autobiografía intelectual (2009) y Economía, poder y política. Crisis y cambio de paradigma (2.ª ed., 2015) y Diálogos sobre el Oikos. Entre las ruinas de la economía y la política (2017).

En Siglo XXI de España contamos, entre otros títulos, con Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dogmas (2.ª ed., 2015), La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico (4.ª ed., 2015), y Taxonomía del lucro (2019). Puede encontrarse más información sobre sus publicaciones en [http://elrincondenaredo.org/].

Su dilatada trayectoria ha sido reconocida con prestigiosos galardones como el Premio Nacional de Medio Ambiente, el Premio Internacional Geocrítica, el Panda de Oro y, más recientemente, la Distinción de la Fundación Fernando González Bernáldez.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© José Manuel Naredo, 2022

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2022

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-2043-9

AGRADECIMIENTOS

Una vez más las reflexiones plasmadas en este último libro se han visto incentivadas y mejoradas por las relaciones de amistad e intercambio intelectual que he venido manteniendo con un amplio colectivo transdiciplinar de personas. Estas relaciones han alcanzado desde sugerencias y bibliografía sobre algunas de las partes del manuscrito, hasta la revisión completa del mismo. Sin ánimo de exhaustividad agradezco el intercambio de afecto e intelecto que me ha venido ayudando a mantener vivas estas reflexiones y a darles un remate lo más afinado posible, a las siguientes personas que, como me resulta difícil puntuar su mayor o menor contribución, las presento por orden alfabético: Federico Aguilera, Óscar Carpintero, Octavio Colis, Manuel Delgado, Nuria Fernández-Molina, Erik Go­mez-Baggethum, Manu González Baragaña, Francisco Melis, Ivan Mu­rray, Luis Perdices, Fernando Quesada, Liliana Pineda, Esteban Pujal, Ignacio Reguero, Manuel Santos, Alfonso Sanz, Verena Stol­cke… y, por último, destaco la ayuda especial de Cati Torres, así como, ya fuera del orden alfabético, la notable contribución a mejorar el resultado final de Alejandro Rodríguez, editor de Siglo XXI de España.

PRÓLOGO

Sísifo, la movilización social y el impasse socio-político

El aumento conjunto del deterioro ecológico, de la precariedad económica y de la polarización social evidencian el declive de la civilización o supersistema cultural globalizado que nos ha tocado vivir. Pero cuanto más naufraga el progreso prometido y cuanto más catastrófico resulta el horizonte hacia el que apunta el actual declive civilizatorio, mayor es el sentimiento de impotencia para enderezar la situación hacia horizontes más saludables para la mayoría. Hemos visto cómo durante largo tiempo oleadas de movilización social orientadas a conseguir una sociedad más justa y habitable pasaban y se desvanecían, junto con las ilusiones que mantenían vivo el empeño militante, sin haber logrado sus objetivos. El hecho de que llevemos tanto tiempo sin que el denodado esfuerzo militante alcance su propósito o, peor todavía, que cuando parece estar cerca de alcanzarlo –al haber triunfado una revolución o ganado unas elecciones y, por consiguiente, conquistado el poder– ese propósito se acabe desvaneciendo y haya que empezar de nuevo, me recuerda el mito de Sísifo. Este mito es uno de los más conocidos de la mitología griega y evoca a un rey castigado por los dioses a subir una gran piedra hasta la cumbre de una montaña para que, una vez arriba, y al no poder asegurarla, la piedra caiga de nuevo por la pendiente hasta abajo, y así una y otra vez por toda la eternidad.

En este libro reflexionaré sobre el panorama reiterativo que ha venido enfrentando a las movilizaciones sociales más solidarias y bienintencionadas con una especie de impasse socio-político que impide su triunfo y hace que, como consecuencia de ello, el entusiasmo se agote y las pretensiones se recorten. Creo que, como veremos, las causas de este repetido fracaso son múltiples. Entre ellas cuenta lo desmesurado de sus metas originarias. En principio, el enorme peñasco que trataban de subir y asegurar en la cumbre de la montaña los movimientos sociales revolucionarios era nada menos que la liberación universal. Por una parte, lo grandioso e ilusionante del empeño hacía llevaderos los esfuerzos que con fervor mesiánico-religioso se han venido haciendo una y otra vez para conseguirlo. Por otra, lo quimérico del mismo estaba llamado a cosechar fracasos. Sobre todo, cuando la idea de que ese gran fin justificaba cualquier medio llevó a apoyar el empeño en una concepción bélica de la política que valora más vencer que convencer y a recurrir a medios poco coherentes con el fin perseguido. Por eso considero que el mito de Sísifo aporta una metáfora más reveladora para describir el objeto de reflexión de este libro que aquella otra que enfrentaría las olas de protesta y reivindicación más o menos revolucionarias a una ciudadela de poder cada vez mejor defendida, ya que esta última asume la concepción bélica de la política antes mencionada que a mi juicio figura entre las causas de los infructuosos empeños. Y cuando además veremos que el poder, lejos de estar concentrado y localizado en una ciudadela, se extiende por todo el cuerpo social en forma de redes y relaciones, no solo de clase, sino también clientelares, patriarcales, raciales… y de dependencia económica y disciplinaria diversa, que se solapan entre sí para mantener la consabida «servidumbre voluntaria» que muda y se reacomoda a los cambios, al igual que ocurre con las elites. Lo cual reclama una reflexión más madura que invite a revisar las metas y los medios, como más adelante haremos.

En este amplio contexto, las reflexiones del libro se centrarán más en el impasse ideológico que subyace y explica en buena medida al impasse socio-político antes mencionado. Impasse ideológico que permanece anclado a viejas idolatrías y lastrado por una serie de términos fetiche, jaculatorias ceremoniales… o «no-conceptos» con los que la retórica política, económica y ecológica consigue entretener y hasta emocionar a la gente, desviando la atención y las críticas de los principales problemas y protagonistas de la situación actual y de sus posibles cambios. A veces los términos y jaculatorias son inventados y divulgados desde los núcleos del poder, a modo de señuelos, para distraer la atención y desviar las críticas y los esfuerzos militantes. Otras, son inventados con poca fortuna desde los propios movimientos sociales, evitando también, sin quererlo, que las críticas den en el blanco. En uno u otro caso, al igual que Sísifo, el discurso crítico está agotado de repetir un frustrante y estéril ejercicio: si aquel tenía que subir una enorme roca hasta lo alto de una montaña para verla deslizarse pendiente abajo, la crítica hace rodar cuesta arriba unos pseudoconceptos en sintonía con la ideología económica y política dominante para que, aun pretendiendo cuestionarlo todo, al final nada cambie. «Producción», «medioambiente», «desarrollo sostenible», «lucha contra el cambio climático», «neoliberalismo», «poscapitalismo» o «fundamentalismo de mercado» son solo ejemplos de términos fetiche a la moda con los que la crítica se lastra, desviando la atención de los auténticos problemas y responsables de la situación actual.

La crítica agotada no solo muestra la opacidad, lo ambiguo y lo vacío de estos «no-conceptos» y de dónde surgen, sino que además despliega toda la potencia del genuino pensamiento crítico cuando trasciende esos «puntos ciegos». Solo con ese cambio de perspectiva, solo pensando fuera de los márgenes delimitados por el sentido común dominante, podremos construir un nuevo paradigma civilizatorio que emancipe a seres humanos y devuelva la dignidad a la naturaleza.

* * * * *

El presente libro trata sobre las metas y señuelos que, a modo de «no-conceptos», vienen poblando el discurso político, económico y ecológico, contribuyendo a mantener indiscutidas ideas, relaciones sociales e instituciones clave que sostienen el statu quo. En los dos capítulos de la Primera Parte veremos que estos pseudoconceptos que arman idolatrías y pueblan la retórica política, económica y ecológica contribuyen, sin quererlo, a descarriar o desactivar ese discurso.

Tras esta Primera parte introductoria, la Segunda se centra en los «no conceptos» que parasitan y descarrían el movimiento ecologista. Se va desgranando ese marasmo de términos que, a modo de tinta de calamar, segrega el sistema para defenderse y que surgen y se enarbolan desde los poderes establecidos formando parte de un «lenguaje político correcto» que se impone y que acaban asumiendo en buena medida los movimientos críticos. Tal es la idea de preocuparse por el «medioambiente» que, al monopolizar la atención, ha venido soslayando y desactivando las propuestas de reconversión de los valores e instituciones político-económicas que orientan el metabolismo propio del sistema industrial y los usos del territorio con el apoyo de convenciones sociales indiscutidas como las teorías y formas de propiedad y de dinero. Al igual que el objetivo del desa­rrollo sostenible vino a mantener la mitología del crecimiento económico, consustancial a la idea usual de sistema económico, que se había tambaleado con las críticas de hace ya medio siglo. Esta parte aborda también otros «no-conceptos» creados esta vez, curiosamente, en el seno del propio movimiento ecologista que acaparan la atención en los últimos decenios, frenando los avances en la demolición del tejido de conceptos clave de la ideología dominante que sigue avalando y orientando las instituciones y comportamientos propios del mundo en que vivimos.

Los capítulos de la Tercera Parte del libro desbrozan el panorama de la retórica política. Para ello revisan primero las idolatrías y sectarismos anclados al pasado que dificultan la reflexión y la formulación de metas atractivas e inclusivas para el cambio social. Y se toma después como cuestión central la invención por parte de la izquierda del término neoliberalismo para designar al enemigo público causante de nuestros males, a partir del cual se van desgranando otros conceptos y responsabilidades, como la «tiranía» o el «fundamentalismo de mercado», que contribuyen a evitar que las críticas apunten al corazón ideológico y a los órganos vitales que han venido alimentando y globalizando la tiranía corporativa que hoy impera en el mundo.

Tras denunciar el magma ideológico que protege la actual tiranía corporativa globalizada, finalmente, la Cuarta Parte recapitula sobre la encrucijada ideológica actual y replantea en positivo las trampas del lenguaje y las idolatrías denunciadas a lo largo del libro para superar el actual impasse socio-político. Reflexiona sobre los requisitos necesarios para hacer plausible la emergencia de un nuevo conglomerado de enfoques y valores capaz de reorientar la actual crisis de civilización hacia horizontes sociales, económicos y ecológicos más prometedores. Y, por último, repasa e insiste en las metáforas y conceptos clave sobre los que reposan las ideas usuales de sistema político y de sistema económico, así como las instituciones que mantienen al Estado, las formas de propiedad, de dinero, de intercambio, etc., que les dan vida y aseguran su impronta en la sociedad actual. Ideas e instituciones que deberían ser el principal objetivo de las críticas, pero que siguen en pie imbuidas de una hipotética racionalidad y universalidad, y una neutra objetividad, a la que, una vez asumida, solo cabe enfrentar un vacío de «no-conceptos» poco atractivo.

Solo soltando ese lastre, esos «no-conceptos», se podrán vislum­brar otros futuros y será posible trascender el impasse socio-po­lítico-ideológico y así se podrá lograr que la crítica coja aire y recupere fuerzas, que la militancia, al orientar mejor sus críticas y conseguir mejores resultados, deje de evocar con sus frustrados esfuerzos el mito de Sísifo.

Madrid, febrero de 2022

PRIMERA PARTE

CONTEXTO

I. CRISIS DE LA CIVILIZACIÓN Y DEL PENSAMIENTO CRÍTICO

UNA GRAN PARADOJA MOTIVA ESTAS REFLEXIONES

Paradójicamente, cuanto más evidente se hace la crisis de civilización que nos ha tocado vivir, más difícil parece reconducirla hacia horizontes saludables para la mayoría. En efecto, cuando en los años que llevamos del siglo XXI la triple crisis económica, ecológica y social –asociada a la civilización o supersistema cultural que orienta las instituciones y los comportamientos que hoy imperan en el mundo– pide a gritos alternativas mejorantes, no solo se ha desinflado la creencia en que «las ruedas de la historia» llevarían a la humanidad por la senda del progreso, sino que también ha caído bajo mínimos la fe en la capacidad de las personas para diseñar alternativas creíbles de sociedades más deseables que la actual y, sobre todo, para conseguir que estas alternativas puedan realizarse con éxito.

La actual crisis de civilización no acaba de apuntar, así, hacia horizontes sociales y ecológicos saludables, a la vez que se extienden el desánimo y el «sálvese quien pueda» individual que suele proliferar en las sociedades jerárquicas en descomposición. Este impasse socio-político viene asociado a otro ideológico, marcado por la perplejidad y el desasosiego que ocasionó en numerosos militantes e intelectuales –tiempo atrás calificados de progresistas– el desmoronamiento del «socialismo real» y sus prometedores atajos revolucionarios, unido al desbocado avance de un capitalismo tan descarnado y con secuelas tan negativas, que hasta hace poco venía siendo objeto de impugnación generalizada. En este libro analizaremos cómo el mencionado impasse ideológico, anclado a viejas idolatrías, viene lastrado por una serie de términos fetiche,jaculatorias ceremoniales… o «no-conceptos» con los que la retórica política consigue entretener y hasta, en ocasiones, enardecer a la gente, desviando la atención de los principales problemas y protagonistas de la situación actual y de sus posibles cambios. Pues veremos que el discurso político, como también el económico y el ecológico, acostumbra a conceder protagonismo en su articulación lógica a meras entidades ficticias que personifica y trata como si fueran de carne y hueso, olvidando que no son más que una mera creación de la mente humana en un juego que, pese a albergar gestos de radicalidad, no suele trascender al aparato conceptual y sistémico imperante.

En suma, que, en lo político, el «fantasma del comunismo» –que prometía una sociedad más libre, cohesionada e igualitaria– parece haber pasado de largo, aunque para colmo ahora pretenda resucitarlo la retórica política de la derecha y asociarlo a sus contrincantes como presunto «fantasma» que amenaza la libertad y el disfrute de la vida. Y, en lo ecológico, el movimiento ecologista apenas ha conseguido forzar la reconversión del metabolismo tan ávido de recursos y pródigo en residuos propio de la civilización industrial, hacia el modelo que nos ofrece la biosfera y que enriqueció la vida en la Tierra.

PANORAMA SOCIO-POLÍTICO

En lo que concierne al panorama socio-político, ¿qué pasó desde que la publicación del Manifiesto comunista de 1848 constatara que «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo»?

En primer lugar, los intentos revolucionarios que tuvieron lugar en Europa a lo largo del siglo XIX se saldaron, tras baños de sangre, con el triunfo de las fuerzas reaccionarias. Lo cual hizo que la pasión revolucionaria quedara bastante desinflada a finales de ese siglo. En efecto, la victoria de los ejércitos prusianos en la Guerra franco-prusiana, la derrota de la insurrección de Lyon de 1870, de la Comuna de París en 1871 y de los levantamientos observados en España e Italia, seguidos de la victoria de las fuerzas reaccionarias que dominaron la Europa continental, parecían desterrar las ilusiones revolucionarias de la realidad política. Élisée Reclus afirmaba en el último tercio del siglo XIX:

Cada vez más comprendo que las luchas sangrientas llamadas revoluciones desempeñan el papel de tristes episodios y que la verdadera revolución es la que se realiza en las ideas, que es esencialmente pacífica (Reclus, cit. en Oyón, 2017, pp. 270-271).

Tras la terrible derrota de la Comuna de París, en 1871, Mijaíl Bakunin coincidía en una carta a Reclus con el parecer del geógrafo anarquista sobre los malos tiempos que atravesaba la idea de revolución:

Sí, tienes razón, la revolución se ha metido de momento en cama, volvemos a caer en el periodo de las evoluciones, es decir, en el de las revoluciones subterráneas, invisibles e incluso a menudo insensibles […]. Estoy de acuerdo contigo en que la hora de la revolución ha pasado, no a causa de los espantosos desastres de los que hemos sido testigos y de las terribles derrotas de las que hemos sido víctimas más o menos culpables, sino porque, para mi gran desesperación, he constatado, y constato cada día nuevamente, que el pensamiento, la esperanza y la pasión revolucionarias no se encuentran en las masas, y cuando esto ocurre, por mucho que se combata por los flancos, no se hará nada de nada […]. Queda otra esperanza [para el cambio social]: la guerra universal. Estos inmensos Estados militares tienen que destruirse unos a otros, y devorarse unos a otros tarde o temprano. Pero ¡qué perspectiva! ¡Pobre humanidad! (Bakunin, 1875).

Y estos fracasos revolucionarios ensancharon las discrepancias entre Bakunin y Marx, entre anarquismo y comunismo, que se venían incubando en el seno de la Internacional, provocando su escisión en 1872. Pues Marx atribuyó la derrota de la experiencia revolucionaria de la Comuna de París en 1871 sobre todo a la falta de una organización y dirección centralizada, reafirmándose la necesidad de encomendar en el futuro esa tarea al Partido Comunista.

Aunque a finales del siglo XIX los trabajadores de los países capitalistas más industrializados no se mostraron muy atraídos por los mensajes revolucionarios apocalípticos de 1840, en contra de lo que Marx pensaba, estos mensajes penetraron en países económicamente atrasados como Rusia y China. Durante el siglo XX el ardor revolucionario repuntó de nuevo con el triunfo de la Revolución rusa de 1917, la «guerra universal» sacudió el Planeta por dos veces y los movimientos de «liberación nacional» enterraron el viejo colonialismo, modificando el panorama geopolítico hasta dar lugar a la denominada Guerra Fría durante la segunda posguerra mundial. Reflexionemos sobre el origen y la naturaleza de los bloques enfrentados en la Guerra Fría, empezando por el imaginario soviético.

Conviene revisar el protagonismo que se acostumbra a otorgar a Lenin y al partido bolchevique como artífices de la Revolución rusa. Muchos revolucionarios se encontraron deslumbrados por la figura de Lenin como organizador del partido bolchevique y como presunto estratega que hizo posible la Revolución rusa. Pero esta no deja de ser una visión que ensalza místicamente el papel desempeñado por Lenin y los bolcheviques en la preparación del estallido revolucionario de 1917 y que creará una conciencia deformada del hecho histórico. Pues como señala E. H. Carr, autoridad indiscutible como historiador de la Revolución rusa,

la revolución de febrero de 1917 que derribó a la dinastía Románov fue el espontáneo estallido de unas masas exasperadas por las privaciones de la guerra y por una evidente desigualdad en el reparto de las cargas bélicas […]. Los partidos revolucionarios no tuvieron una participación directa en el desarrollo de la revolución. No esperaban su estallido, y en un primer momento quedaron en cierto modo estupefactos. La creación del Soviet de Diputados Obreros de Petersburgo, una vez iniciada la revolución, fue el acto espontáneo de un grupo de obreros sin dirección central (Carr, 1973, I, pp. 86-87).

El mismo Lenin, que se encontraba exiliado en el extranjero, se vio igualmente sorprendido por la Revolución de febrero, ya que –al igual que Marx– creía que la revolución socialista surgiría en los países de capitalismo maduro (Casamayor, 1975). El 22 de enero, unos días antes del estallido de la revolución, pronunció una conferencia en la Casa del Pueblo de Zúrich ante una asamblea de jóvenes obreros suizos, en la que terminaría hablando de la revolución socialista y señalando que

nosotros, los viejos, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura. No obstante, yo creo que puedo expresar con seguridad plena la esperanza de que los jóvenes, que tan magníficamente actúan en el movimiento socialista de Suiza y de todo el mundo no solo tendrán la dicha de luchar, sino también de triunfar en la futura revolución proletaria (Lenin, 1960, I, p. 862).

Siguiendo a E. H. Carr,

la contribución que Lenin y los bolcheviques hicieron al derrocamiento del zarismo fue mínima. Y la responsabilidad del gobierno provisional, solo les puede ser atribuida en un sentido formal. A partir de julio de 1917, la caída del gobierno era inevitable: solo se necesitaba que surgiera un sucesor […]. Y en el Primer Congreso de Soviets de toda Rusia, Lenin anunció que los bolcheviques estaban dispuestos a asumir el poder. Los más importantes logros de Lenin fueron posteriores a la incruenta victoria de la Revolución de octubre de 1917 y constituyen, con todos los méritos y defectos, la obra de un gran estadista y constructor (Carr, 1973, I, p. 40).

Así, los hechos demuestran que no cabe atribuir a la organización y la táctica política de los bolcheviques el logro de la revolución en la Rusia de principios del siglo XX y que en lo que Lenin dio grandes muestras de su talento político fue en hacerse rápidamente cargo de la situación real, en ser lo suficientemente flexible para reconocer –en contra de lo que había dicho hasta entonces– que la toma del poder por los bolcheviques sí estaba a la orden del día y cambiar con agilidad de táctica política, disponiéndose a asumir el poder en nombre del socialismo. Y en lo que los principios de la organización leninista sí se mostraron eficaces, tanto en Rusia como en otros países, fue para monopolizar el poder político tras ser derrocados los regímenes coloniales o reaccionarios, para reforzar nuevamente la autoridad y la disciplina, y para reconstruir el Estado y el poder de la burocracia. «Nadie anticipó con más claridad este proceso que Rosa Luxemburg, quien dijo que había que elegir entre democracia y burocratismo» (Fromm, 1979, p. 200). Proceso que acabaría mudando los sueños colectivos de justicia e igualdad en pesadillas de tiranía y terror, para finalmente restaurar el capitalismo. Pero este fue un proceso largo que animó sueños y expectativas revolucionarias hasta bien avanzado el siglo XX.

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética amplió de forma trepidante su influencia sobre el mundo, tanto en el campo socio-político como en el tecno-científico. Además de extender su poder sobre nuevos territorios y poblaciones, mantuvo su liderazgo en la carrera armamentística y encabezó la carrera espacial lanzando el primer satélite, el famoso Sputnik. Además, el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética prometía en 1956 abrir una nueva etapa al desarrollo del socialismo, dejando atrás los aspectos más lóbregos del estalinismo. A la vez que la Conferencia de Bandung, celebrada en 1955, hizo resonar la en otro tiempo vigorosa voz de los «países no alineados» del llamado Tercer Mundo, con la asistencia de personalidades tan relevantes como Zhou Enlai, Ho Chi Minh, Nasser, Nehru –todavía impregnado por el espíritu de Gandhi– o Sukarno, artífices de la emancipación de China, Vietnam, Egipto, la India e Indonesia. A los que se sumaron nuevos «movimientos de liberación nacional» liderados por Fidel Castro, Lumumba, Ben Bella… o Gadafi, en Cuba, el Congo, Argelia y Libia, que prometían dar al traste con el viejo mundo colonial amparado por dictaduras y regímenes semifeudales. Parecía que las ruedas de la historia giraban inequívocamente hacia un progreso socialista, confirmando con hechos el determinismo histórico propio del marxismo, aunque algo modificado, ya que no era el proletariado industrial de los países de capitalismo maduro el que protagonizaba los movimientos revolucionarios, sino las poblaciones de las antiguas colonias y países dependientes. Y este empoderamiento contribuyó a atraer y animar a la militancia, así como a idealizar los logros del «socialismo real», a la vez que se silenciaban o justificaban sus impactos ecológicos y sociales más negativos.

Aunque la locomotora de la historia amenazara con enderezar y sanear el «viejo mundo» con violentas revoluciones o con cruentas purgas estalinistas, aunque se pensara que pasaría mucho tiempo de dictaduras y penurias del proletariado, se creía que al final el Estado represor se extinguiría y acabarían triunfando la democracia, las libertades… y la abundancia económica. La fe en este final feliz, unida a la idea de que el fin justificaba los medios, explica la aceptación tan amplia de la que en su día fue objeto el «socialismo real» entre la izquierda política y la hegemonía del marxismo como doctrina liberadora. A la vez, el apoyo de las democracias occidentales a los regímenes dictatoriales más impresentables, con tal de que se mostraran fieles a sus intereses empresariales y políticos, dejaba en muy mal lugar su pretendida defensa de las libertades. El apoyo a la dictadura franquista tras la Segunda Guerra Mundial por los triunfadores supuestamente democráticos, ejemplificó bien este proceder: la temprana visita a España de Eisenhower –el general en jefe de las fuerzas aliadas que desembarcaron en Normandía– para rubricar como presidente de Estados Unidos su apoyo al régimen de Franco, fue un episodio bien sangrante para la España republicana antifascista, que tuvo que seguir sufriendo largos años de represión y exilio.

Sin embargo, el supuesto avance imparable del devenir histórico hacia un progreso que a mediados del siglo XX se presuponía socialista se acabó desvaneciendo. La entrada de los tanques soviéticos en Budapest para reprimir la revuelta húngara marcó en 1956 un primer punto de inflexión hacia el declive del «socialismo real» que otros acontecimientos, que no cabe relatar aquí, fueron precipitando hasta culminar con la caída del Muro de Berlín, en 1989, y con la extinción de la propia Unión Soviética, en 1991. Paradójicamente, tras haber repuntado durante el siglo XX, las expectativas revolucionarias se desmoronaron a finales del mismo. Y lo curioso es que se desmoronaron internamente, sin grandes enfrentamientos entre socialismo y capitalismo, ya que fue la poderosa nomenklatura soviética la que decidió disolver el socialismo para hacerse con las propiedades del Estado (Poch-de-Feliu, 2003). Y a la implosión de la antigua Unión Soviética se añadieron el desmembramiento del «bloque socialista» y el giro capitalista que emprendió el régimen chino, que dejaron atrás la Guerra Fría y el antiguo mundo bipolar, saliendo reforzado el único polo superviviente. Así, se acabó imponiendo, ya sin trabas, el dominio económico e ideológico del mundo anglosajón capitalista, con su vulgata formalmente democrática y liberal. La crisis del «socialismo real» dejó el camino expedito a las oligarquías del «capitalismo real» para acometer, ya sin tapujos, nuevas formas de enriquecimiento, desatando la ola de privatización-mercantilización-financiarización y desmantelamiento del Estado de bienestar de todos conocida.

Hay que reconocer que, a la postre, los logros del «socialismo real» han sido bastante decepcionantes, no solo por su general desprecio hacia los problemas ecológicos y hacia las libertades y derechos humanos, sino también –y sobre todo– por la metamorfosis capitalista de la extinta Unión Soviética, con sus «países satélite», y de la actual República Popular China, así como por la deriva despótica y corrupta del grueso de los llamados «movimientos de liberación nacional» que irrumpieron en el mundo con tanta fuerza tras la Segunda Guerra Mundial. Para no seguir tropezando en la misma piedra deberíamos preguntarnos qué es lo que fue enfriando la llamada emancipatoria que alimentó dichos movimientos y los descarrió abriendo camino hacia nuevas opresiones y servidumbres. Pues creo que la plena conciencia de nuestros males es condición necesaria para poder curarlos o al menos paliarlos en un futuro.

Cabe anticipar que entre las causas destaca sin duda la fuerte presión externa orientada a desestabilizar y someter a esos países que se decían socialistas o comunistas a los dictados del capitalismo transnacional. Pero también resalta la inconsistencia de unos supuestos movimientos liberadores que se mostraron generalmente tributarios de la ideología económica dominante, presidida por la metáfora de la producción y el mito del crecimiento, desestimando los problemas ecológicos y que, en lo político, no pretendieron establecer verdaderos Estados de derecho que promovieran la participación y el control ciudadano en las tareas de gobierno y garantizaran las libertades individuales, de forma que cuando los nuevos jerarcas mudaron hacia el capitalismo, esos países mantuvieron su condición de Estados de derecho fallidos, en los que la discrecionalidad del poder y el despotismo corrupto con apariencia democrática reinó con más fuerza y descaro que en las antiguas metrópolis del capitalismo. Es decir, que tampoco la dirección centralizada y coercitiva del cambio social arrojó los resultados de mejora esperados. Cosa que resultó difícil de digerir a la militancia y a la intelectualidad calificada de progresista o de izquierdas que venía idealizando y avalando la marcha del «socialismo real» frente al «capitalismo real», generando desánimo y «desorientación» vital como refleja un título en la amplia narrativa sobre el tema (Iglesias, 2010). La natural inercia ideológica y grupal hizo que esta militancia quedara de una u otra manera anclada a viejos esquemas e idolatrías, perdiendo iniciativa en la formulación de alternativas ilusionantes frente a la actual crisis de civilización, temas sobre los que seguiremos reflexionando a lo largo del presente libro. Entre otras cosas veremos que el lamentable giro autoritario del «socialismo real» ha permitido que la derecha se beneficie impunemente de las connotaciones positivas que durante siglos se han venido asociando a la palabra liberal y que pueda presentarse ahora sin complejos como la verdadera defensora de la libertad, frente a supuestos socialismos o comunismos que la niegan.

Valga decir por el momento que la formulación de alternativas de mejora a la actual crisis de civilización pasa por reconocer que el banco de pruebas de la historia ha venido poniendo en entredicho las teodiceas simplistas que veían el cambio social revolucionario como un fruto automático de la lucha de clases y esperaban que dicho cambio espolearía el «desarrollo de las fuerzas productivas» y la emancipación social, originando sociedades de la abundancia más libres, igualitarias y cohesionadas. Hoy día se ha visto que, al centrar la atención en la lucha de clases, estas teodiceas soslayaron los otros mecanismos de dominación que sostienen las sociedades jerárquicas. Mecanismos que ya habían sido identificados en buena medida por La Boétie en su texto pionero sobre La servidumbre voluntaria (1576), explicando cómo era posible que unos pocos pudieran dominar a muchos. Por ejemplo, el clientelismo, que caracterizaba las relaciones de dominación vigentes en la antigua Roma, mudó hacia nuevas formas de clientelismo político asociado a los partidos de masas en el mundo contemporáneo, que han venido premiando la adhesión y la obediencia, y penalizando la disidencia, tanto en la dictadura como en la democracia, tanto en la derecha como en la izquierda, con ejemplos más o menos extremos que alcanzan desde los regímenes totalitarios fascistas y nazis, pasando por el estalinismo y la nomenklatura soviética, hasta las democracias occidentales de hoy día. A la vez que al abrazar la metáfora de la producción e idolatrar el crecimiento de «las fuerzas productivas» como base de un determinismo histórico que apuntaba inequívocamente hacia el progreso, se han venido soslayando los daños ecológicos y sociales que ocasionaba el desarrollo de las fuerzas destructivas y disciplinarias asociadas al funcionamiento de la potente maquinaria económica y militar sobre la que se han venido asentando las sociedades jerárquicas, tanto dictatoriales como democráticas. El afán de interpretar la historia como una sucesión de «modos de producción» invisibilizó, así, la efectiva evolución de toda una serie de modos de dominación que, lejos de sucederse, mudaban y se solapaban entre sí, como acabamos de indicar con el clientelismo, y como podríamos ejemplificar con el racismo, el machismo… o la dependencia económica.

En resumidas cuentas, al igual que suele cosechar derrotas el general que se apresura a entrar en combate sin haber adiestrado a sus tropas, el afán de forzar tomas de poder revolucionarias sin haber revolucionado las ideas ha llevado a recoger fracasos. Pues si, como matizó Reclus, las revoluciones se quedaron en tristes episodios y la verdadera revolución es la que se realiza en las ideas, cabe recordar que para cambiar las ideas hay que recurrir más al convencimiento y al consenso que a la fuerza. Creo que los logros del movimiento feminista aportan un buen ejemplo de cómo se pueden cambiar las ideas, las normas y los comportamientos sin partidos políticos, ni violentas tomas del poder que los defiendan. Los logros del movimiento ecologista deberían de apuntar también en este sentido inclusivo que trasciende las ópticas partidistas, pero –como veremos– la ideología dominante lanza continuos señuelos y campañas de imagen verde para descarriar y desactivar sus protestas.

PANORAMA ECONÓMICO Y ECOLÓGICO

En lo económico y lo ecológico hay que decir que sigue abierto el enfrentamiento entre economía y ecología, entre desarrollo económico y deterioro ecológico, y entre el modelo de comportamiento característico de la civilización industrial y el que permitió el enriquecimiento de la vida en la biosfera, sin que el trepidante aumento de la entropía planetaria se salde ya en mejoras de la calidad de vida de la mayoría: más bien asistimos a un aumento conjunto de la precariedad económica y del deterioro ecológico que evidencia la actual crisis de civilización. Y anticipemos que semejante statu quo degradante reposa sobre un aparato conceptual y un marco institucional amparado por idolatrías, metáforas y términos fetiche que siguen gozando de buena salud y eclipsando posibles alternativas, como tendremos ocasión de exponer más adelante.

El hecho de que impere el reduccionismo monetario de la economía estándar explica que, entre otros, el enfrentamiento entre economía y ecología siga en pie, en consonancia con el dualismo cartesiano y los enfoques parcelarios propios de la modernidad, que han venido separando y enfrentando especie humana y naturaleza, como si de conjuntos disjuntos se trataran. Y el reduccionismo monetario de la idea usual de sistema económico deja fuera el «deterioro ambiental» que generan los procesos habituales de extracción, elaboración y uso de los recursos planetarios. Como veremos más adelante, el llamado «medioambiente» viene siendo el vacío analítico que deja inestudiado el enfoque económico ordinario, al circunscribir su razonamiento al universo de los valores monetarios. Y cuando la red analítica de la economía estándar deja un medioambiente inestudiado hay dos formas de abordarlo: 1) estirando la vara de medir del dinero para atrapar objetos de ese «medioambiente» y llevarlos al redil del análisis usual coste-beneficio; y 2) recurriendo a otras disciplinas que toman como objeto de estudio habitual ese «medioambiente» del enfoque económico corriente. Estas dos formas de tratarlo son las que utilizan, respectivamente, por un lado, la llamada economía ambiental o verde y, por otro, la economía ecológica. El enfoque ecointegrador que vengo proponiendo desde hace tiempo busca conectar ambas aproximaciones primando la integración del conocimiento para unir la reflexión monetaria con la física y la institucional. Pero esta puesta en común está lejos de producirse: a la Torre de Babel de las especialidades científicas se añade, así, la habitual incomunicación entre economía ambiental y economía ecológica, permaneciendo la primera más al servicio de los poderes políticos y económicos establecidos, y la segunda más asociada al movimiento ecologista y a las corrientes sociales más críticas con el statu quo. Se suele ignorar que una gestión razonable exige romper con este artificial conflicto, para emprender una puesta en común que fusione economía y ecología. Pues hemos de recordar que la especie humana forma parte de la biosfera y que esa biología de sistemas que es la ecología debe incluir a la especie humana, con sus convenciones culturales e institucionales de la propiedad y el dinero de las que se ocupa la economía ordinaria, convenciones que, como es sabido, orientan y condicionan las formas actuales de gestión y comportamiento. Soslayando esta evidencia, la economía ambiental mantiene el dualismo cartesiano que refleja la propia noción de «medioambiente» y trata de valorar en dinero los «servicios de los ecosistemas», como «externalidades» ajenas al sistema económico desatando una inflación de valoraciones tanto más arbitrarias cuanto carentes de interés y significado. Pues, por una parte, no tiene sentido valorar en dinero que el Sol salga todos los días y mueva los ciclos de materiales asociados a la vida como el agua mueve la rueda de un molino, porque de todas maneras la radiación solar y las energías renovables seguirán fluyendo y degradándose aunque no haya fotosíntesis ni función vital alguna. Y, por otra, si nos referimos a territorios y ecosistemas concretos, tampoco cabe valorarlos como algo ajeno a nuestra especie, cuando la incidencia humana que interactúa con ellos desde épocas inmemoriales es tan relevante que ha llegado incluso a modificar el clima, y cuando los servicios ya mercantilizados los otorgan básicamente los ecosistemas agrarios, industriales… o urbanos, cuyo comportamiento, adaptación e incidencia local y global es la que de verdad habría que estudiar y reorientar.

Como veremos, el divorcio entre especie humana y naturaleza, o entre economía y ecología, sigue su curso cobijado en metáforas, idolatrías y términos fetiche que carecen de respaldo empírico y racional alguno. Pues siguen imperando la metáfora absoluta de la producción y la idolatría del crecimientoeconómico –que se trata de ecologizar y perpetuar en el terreno de las palabras pintándolo de verde y haciéndolo sostenible– sin que, como hemos apuntado, el movimiento ecologista apenas haya conseguido forzar la reconversión del metabolismo tan ávido de recursos y pródigo en residuos propio de la civilización industrial, ni hacer que prosperen alternativas atractivas y viables a la triple crisis económica, ecológica y social a la que estamos asistiendo.

II. SOBRE LOS «NO-CONCEPTOS» QUE ARMAN IDOLATRÍAS Y PUEBLAN LA RETÓRICA POLÍTICA

LA INTERACCIÓN ENTRE LENGUAJE Y PENSAMIENTO, ENTRE CIENCIA E IDEOLOGÍA

«El pensamiento, creo yo, es fundamentalmente verbal.» Con estas palabras empezaba el antropólogo José Alcina su introducción al simposio que se ocupó de coordinar, junto con Marisa Calés –y en el que tuve el placer de participar–, y que se acabó plasmando en el libro Hacia una ideología para el siglo XXI. Ante la crisis civilizatoria de nuestro tiempo (Alcina y Calés [eds.], 2000). Entre las muy interesantes aportaciones que no cabe reseñar aquí, figura la de José Luís Ramírez, titulada «Ciencia social y mitologías modernas: acerca de las metonimias del pensar» (ibid., pp. 301-320), en la que advierte que la antigua querencia religiosa del espíritu humano a interpretar los fenómenos como si fueran producidos por la acción de agentes sobrenaturales cuya intervención se suponía que explicaba los variados eventos del universo, lejos de desaparecer, ha mudado y permanece viva bajo los nuevos ropajes científicos.

Para clarificar este panorama hemos de investigar el origen, el contenido y la correspondencia de los conceptos con el mundo al que teóricamente se refieren. Hemos de tener en cuenta que el conocimiento matemático es el único en el que las definiciones de los conceptos coinciden necesariamente con la realidad. Por ejemplo, el triángulo, el cuadrado o el círculo se corresponden siempre con su definición sin dar lugar a equívocos: no tendría sentido hablar de circunferencias triangulares o de cuadrados redondos. Sin embargo, en las ciencias naturales y, no digamos, en las sociales la correspondencia de los conceptos con la realidad se hace más laxa hasta llegar a distanciarse por completo, haciendo que en este caso su función encubridora o mixtificadora predomine, sin decirlo, sobre la explicativa o predictiva.

Los investigadores han tratado de acotar desde siempre los márgenes de error e incertidumbre y los sesgos e interferencias de sus aproximaciones a la realidad con medios y resultados diferentes, que van desde las magnitudes y medidas propias de la ciencia cuantitativa y las taxonomías o clasificaciones del objeto de estudio, hasta el extremo de los conceptos imprecisos y lógicas difusas (fuzzy logic) que conllevan incertidumbres también borrosas. Después de la lógica matemática, el primer paso para conectar los conceptos con la realidad lo dio la llamada ciencia cuantitativa, que es la que traba­ja con el Sistema Internacional de Unidades Físicas[1] (el SI), cuyas medidas se ha encargado de definir y de precisar la metrología y sobre el que reposan los principales logros técnicos. La correspondencia entre conceptos y realidades se reafirma todavía más en las ciencias que además de ser cuantitativas son experimentales. Es decir, en aquellas disciplinas que, no solo vinculan sus elaboraciones al SI, sino que pueden repetir el mismo experimento para estudiar sus re­sultados tantas veces como sea necesario. La definición matemática de las magnitudes físicas y empíricas de las medidas asociadas al SI permite así acotar el margen de error de las mediciones y, con ello, refutar con solvencia las teorías que no alcanzan resultados fiables. Cosa que no ocurre con otras disciplinas cuyos razonamientos se despliegan al margen del SI y que además no pueden repetir los ex­perimentos, como es el caso particularmente extremo de las ciencias sociales, en las que la articulación lógica de su discurso llega a atribuir a entidades abstractas el papel de causas responsables de lo que nos sucede y en las que las teorías pueden mantenerse a flote como corchos frente a las olas de contrastación empírica por mucho que la realidad las contradiga. Hay que recordar, por ejemplo, que las pretensiones de ciencia cuantitativa propias de esa reina de las ciencias sociales que es la economía convencional carecen de fundamento, habida cuenta que las «magnitudes económicas» en las que habitualmente se apoya –como el Producto Interior Bruto (PIB) u otros «agregados» de Cuentas Nacionales[2]– incumplen los requisitos propios de las magnitudes físicas (Catalán, 1983) y que sus medidas carecen de márgenes de error comprobables, como he venido precisando desde hace tiempo (Naredo, 1991; 2015a, pp. 280-281; 2015b, pp. 145-147). A la vez que la noción usual de sistema económico, al asumirla como algo objetivo y universal, genera sus propias evidencias domesticadas que impiden criticarlo desde dentro: veremos que para ello hay que relativizarlo y enjuiciarlo desde fuera, como una creación más de la mente humana. Así,

el lenguaje de la economía moderna, que ha venido a dominar totalmente los canales de información y el discurso político, nos ha acostumbrado a someternos a una serie de supuestas entidades que, siendo meras creaciones de la mente y la acción humana, se presentan como atributos de lo necesario y lo inevitable (Ramírez, 2000, p. 304).

Es fácil atribuir nuestros males a la «tiranía de los mercados» o al «neoliberalismo maligno», sin preocuparnos de investigar si de verdad existen esas entidades, quiénes son las personas que las componen o las han creado, ni de confirmar su verdadero protagonismo causal o justificatorio. Al igual que ya no es el supuesto origen divino de la realeza el que hoy respalda el poder de los Estados, sino una abstracción constitucional o un hipotético pacto social que brilla por su ausencia. Y hay que subrayar que en el lenguaje político es donde más se han venido divorciando los conceptos de la realidad. Pues, como tendremos ocasión de ver, el éxito del lenguaje político estriba más en las emociones que pueda suscitar su retórica, que en las razones que avalan su mensaje. Como destaca Jacques Rancière:

Lo que hemos comprobado, finalmente, es que el efecto político de una teoría depende menos del contenido de sus enunciados que de la posición de enunciación que adopta (Rancière y Bassas, 2019, p. 13).

Es decir, que prima más la envoltura retórica del enunciado político que la veracidad y bondad de su mensaje (aunque a veces la irracionalidad y la mentira del contenido acaben pasando factura). Y, como veremos, el nuevo mundo informatizado otorgó posibilidades inéditas de comunicación que dieron nuevas alas a la retórica política, primando más lo atractivo y emotivo de las proclamas y eslóganes enunciados que la solvencia y el realismo que encierra el contenido de los mensajes. El predominio de la concepción bélica de la política como mera lucha por el poder, en la que según Maquiavelo «vergüenza es perder y no conquistar con engaño» (Maquiavelo, 1512-1513 [reed. 1976, p. 33], cit. en Naredo, 2019, p. 27) aportó el terreno abonado para hacer de la política un espectáculo mediático en el que las peleas partidistas parten a la gente. Pues, aprovechando la querencia a agruparse de las personas, los partidos políticos promueven adhesiones o repulsas emocionales rotundas a base de enarbolar proclamas emotivas y de deslegitimar a los enemigos con acusaciones que poco importa que sean reales o ficticias. Como consecuencia de ello se genera una pelea emocional que polariza a la gente –como la que enfrenta a los hinchas de los equipos de futbol– espoleando emociones primarias que impiden discusiones racionales y posibles consensos sobre los problemas de fondo que plantea un statu quo mental e institucional asociado a poderes fácticos, que permanece como telón de fondo indiscutido ante el que bullen las cabriolas semánticas del espectáculo mediático-político. Pues, como apreció tempranamente Simone Weil (1940)

La pasión colectiva es un impulso al crimen y a la mentira infinitamente más poderoso que cualquier pasión individual. Los malos impulsos, en este caso, lejos de neutralizarse, se elevan mutuamente a la milésima potencia […]. Si una sola pasión colectiva se apodera de todo un país, el país entero es unánime en el crimen. Si dos, cuatro, cinco o diez pasiones colectivas lo dividen, está dividido en varias bandas de criminales [… y subraya que] un partido político es una máquina de crear pasión colectiva (Weil, 1940, pp. 3-4).

Efectivamente, la política-espectáculo que promueven hoy los partidos políticos en su lucha por el poder atiza constantemente esas pasiones y enfrentamientos colectivos. Entramos así en la era del «negacionismo» y la «posverdad» en la que las opiniones se abrazan y los datos que las contradicen se rechazan. Y nos encontramos con que las ciencias sociales, que parecían apuntar a desenmascarar la falsa conciencia y los mitos y creencias engañosas de la sociedad,

en lugar de ejercer su función depuradora, a 300 años de la Ilustración, han asumido la función de dar legitimidad científica a nuevas mitologías y perpetuar el sometimiento del ser humano a poderes ajenos a su razón y a su voluntad (Ramírez, 2000, p. 320).

De ahí que se imponga la necesidad de precisar de qué estamos hablando. Si se trata de mediciones de magnitudes asociadas al sistema internacional de unidades físicas (SI) y de leyes formuladas y asumidas con generalidad por verdaderas ciencias cuantitativas –como la ley de la gravedad… o la ley de la entropía– o si se trata de invenciones de la mente humana como la «producción», «el sistema» o el «crecimiento económico» que solo pueden cobrar visos de realidad domesticada apoyándose en pseudomedidas de pseudomagnitudes. Si se trata de predicciones simples e inequívocas –como la de que las manzanas del árbol caen hacía abajo… o que los minerales no crecen ni se perfeccionan en el seno de la Tierra, ni los continentes dilatan sus límites– o, por el contrario, se trata de prospectivas complejas apoyadas en conjuntos borrosos, con amplios márgenes de incertidumbre. Estas precisiones son clave para construir con solidez sobre ellas

una suerte de navaja de Ockham, que nos permita separar el grano de la paja, lo veraz de lo falso, los hechos de los deseos, poniéndonos a salvo de la confusión y de las supersticiones que, incluso bienintencionadas, siguen impidiendo encarar de frente los hechos más evidentes (Simón y Vázquez, 2021).

Con todo, veremos que hay también desarrollos de las ciencias sociales que señalan e investigan cómo la ideología es el vehículo espontáneo que orienta nuestros enfoques, percepciones y comportamientos. Y que para trascender la ideología económica y política dominante hay que relativizarla, viendo que no lo fue en el pasado ni tiene por qué seguirlo siendo en el futuro. Para ello,

un atento examen fenomenológico de cómo usamos nuestros propios conceptos, nos ayuda a advertir nuestras propias gafas intelectuales y a descubrir por lo menos algunas de las deformaciones a las que nuestra comprensión de lo real se ve sometida (Ramírez, 2000, p. 314).

Veinte años después del empeño del mencionado Simposio de avanzar «ante la crisis civilizatoria de nuestro tiempo hacia una ideología para el siglo XXI», veo que la modorra intelectual o la inercia mental son grandes y que la ideología dominante resiste a los episódicos ataques de unos movimientos sociales que se revelan bastante desorientados y atomizados.

Considero este libro, a la vez, un homenaje a dicho simposio y una continuación en su propósito. Pues, aprovechando la estela que han venido dejando el simposio y algunos otros empeños, sigo ahora avanzando en la elaboración de esa especie de genealogía conceptual que espero contribuya a desvelar las trampas del leguaje que apuntalan el statu quo a la vez que descarrían y debilitan la crítica social. Para ello rememoraré textos con análisis rompedores que, al desmon­tar y trascender la ideología dominante, fueron silenciados por los poderes mediáticos y académicos establecidos, cayendo generalmen­te en el pozo del olvido. Y, aun a riesgo de ser reiterativo, insistiré en aclarar bien los aspectos clave de la ideología, las relaciones sociales y las instituciones dominantes que permanecen al resguardo de la crítica, explicando el actual impasse político e ideológico.

PRO MEMORIA. CONCEPTOS Y TROPOS

Concepto

Idea que concibe o forma el entendimiento.

Diccionario de la Real Academia Española

Representación mental de un objeto.

Diccionario del uso del español de María Moliner

La palabra «concepto» procede de «concebir o idear» algo que se supone tiene algún contenido. El «concepto» trata así de acotar o definir, delimitar, ese contenido. El problema estriba en que a veces se consigue que el «concepto» defina bien un contenido que se supone tiene correspondencia con la realidad, pero otras el «concepto» queda difuso e incluso sobrevuela el mundo real, con el agravante de que se le atribuye una realidad que no existe. Entramos aquí en el terreno de los mitos, las metáforas encubiertas o los términos fetiche, que proliferan en el campo más permisivo de las ciencias sociales y que se enarbolan engañosamente y con convincente fuerza en la retórica política. En lo que sigue ilustraremos con ejemplos la variada casuística del extendido manejo de estos «conceptos» deshilachados o difusos que podríamos calificar de «no-conceptos» o «pseudoconceptos» –con figuras del lenguaje genéricamente identificadas como tropos– y reflexionaremos sobre las consecuencias encubridoras que suele entrañar su uso generalizado.

Tropo

Empleo de las palabras en sentido distinto del que propiamente les corresponde, pero que tiene con este alguna conexión, correspondencia o semejanza. El tropo comprende la sinécdoque, la metonimia y la metáfora en todas sus variantes.

Diccionario de la Real Academia Española

Sinécdoque

Tropo que consiste en extender, restringir o alterar de algún modo la significación de las palabras, para designar un todo con el nombre de una de las partes o viceversa, un género con el de una especie, o al contrario, una cosa con el de la materia de la que esté formada, etcétera.

Diccionario de la Real Academia Española

Metonimia

Tropo que consiste en designar algo con el nombre de otra cosa tomando el efecto por la causa o viceversa, el autor por sus obras, el signo por la cosa significada, etcétera.

Diccionario de la Real Academia Española

Metáfora

1. Tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces a otro figurado, en virtud de una comparación tácita […].

2. Aplicación de una palabra o de una expresión a un objeto o a un concepto, al cual no denota literalmente, con el fin de sugerir una comparación

Diccionario de la Real Academia Española

[1] Las siete unidades básicas del SI son: el kilogramo, el metro, el segundo, el amperio, el kelvin, la candela y el mol.

[2]Los sistemas de Contabilidad Nacional se configuraron después de la Segunda Guerra Mundial para atender las exigencias de información de las nuevas políticas macroeconómicas keynesianas. Los organismos internacionales se ocuparon de establecer una metodología común que culminó con el sistema de Contabilidad Nacional de las Naciones Unidas de 1970 y su transposición para la Unión Europea en el actual Sistema Europeo de Cuentas (SEC), quedando así inequívocamente plasmada en cifras la noción usual de sistema económico con todas sus piezas.

SEGUNDA PARTE

«NO-CONCEPTOS» CLAVEQUE AGOTAN EL DISCURSO ECOLOGISTA

III. LA INVENCIÓN DEL «MEDIOAMBIENTE», LAS «CUMBRES» DE LA TIERRA Y OTROS GESTOS CEREMONIALES

LA INVENCIÓN Y EL SIGNIFICADO DEL «MEDIOAMBIENTE»

El término «medioambiente» ha servido para distraer la atención de las verdaderas causas del deterioro ecológico que viene generando el comportamiento de la civilización industrial. Deterioro ecológico que se traduce, en suma, en un aumento de la entropía planetaria. Fue a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta del pasado siglo cuando se empezó a extender la preocupación por el «medioambiente», como traslación y traducción forzada de la palabra environment divulgada en la lengua que hoy impera en el mundo.

Hay que recordar que la preocupación por la destrucción o el deterioro del territorio, del paisaje, de los ecosistemas, espacios y especies que componen la biosfera tiene un muy largo recorrido, pero tales preocupaciones no se centraban en el «medioambiente», sino en la Tierra, en la naturaleza, en el medio físico o en sus componentes concretos (bosques, cauces, poblaciones de determinadas especies animales y vegetales diezmadas por cazas, extracciones o capturas, cambios de usos y pérdida de topodiversidad, biodiversidad o fertilidad de los suelos, etc.). Así lo atestigua la monumental obra de Clarence Glacken, Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII (1996): en el índice por materias que figura en la magnífica edición de Serbal ni siquiera aparece la entrada «medioambiente». Como también lo atestigua el gran trabajo de Luis Urteaga, La tierra esquilmada. Las ideas sobre la conservación de la naturaleza en la cultura española del siglo XVIII (1987), que vio la luz en la misma editorial.

Así, fue a finales de los años sesenta cuando, como cuenta Thierry Meyssan (1982), se ideó en Estados Unidos el objetivo de «hacer la guerra por el “medioambiente”» para eclipsar al movimiento antibelicista que entonces se oponía con fuerza a la Guerra del Vietnam, desviando la energía de los manifestantes hacia otros combates. Este empeño dio lugar a diversos eventos –que no cabe detallar aquí– que contribuyeron a extender y orientar desde Estados Unidos las preocupaciones ecológicas hacia el «medioambiente», eventos que culminaron en la primera «Cumbre de la Tierra»: la UN Conference on the Human Environment, celebrada en 1972 en Estocolmo, titulada oficialmente en castellano como la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el medio humano. En esta Conferencia se definió ese medio humano (después comúnmente llamado medioambiente) de un modo extremadamente amplio y a la vez concreto, enumerando para ello exhaustivamente el conjunto de componentes naturales y artificiales a los que se refería: «físicos, químicos, biológicos y sociales capaces de causar efectos directos o indirectos, en un plazo corto o largo, sobre los seres vivos y las actividades humanas».

Pero con independencia de su origen, la noción de medioambiente –además de mantener vivo el dualismo cartesiano «hombre-naturaleza»– alberga mayor ambigüedad conceptual que las de Tierra, biosfera, recursos naturales, medio físico, ecosistemas o sus diversos componentes. Pues estos designan directamente su objeto de referencia, mientras que la palabra medioambiente lo hace indirectamente como el entorno que rodea a algo o a algún sistema que es necesario concretar para saber de qué medioambiente estamos hablando. En febrero de 2020 el gran jurista y filósofo italiano Luigi Ferrajoli abogó por elaborar una Constitución de la Tierra. Pues viendo que las instituciones nacionales no dan respuesta a los problemas globales que se plantean en el mundo actual, advirtió la necesidad de instituciones globales que puedan hacerlo. La proyectada Constitución de la Tierra sería así un instrumento para regular y sancionar aquellas conductas que atentan contra la salud ecológica de nuestro Planeta. La Tierra podría figurar así como un sujeto jurídico inequívoco a detallar con todos sus componentes, pero resulta mucho más difícil imaginar a la vez el «medioambiente» ¿planetario? como sujeto jurídico (a no ser que se identifique con la Tierra, como en el fondo se hizo en la primera Cumbre de la Tierra de Estocolmo 1972).

Más adelante veremos que la obligada definición en negativo del medio ambiente acarrea ineficacia política y conflictos de competencias cuando se crean administraciones ambientales y a la vez siguen funcionando otras con competencias sobre la agricultura, la pesca, la minería, la industria, las obras públicas, el urbanismo… o el territorio.

MULTIPLICACIÓN Y PÉRDIDA DE RADICALIDAD DE LAS «CUMBRES» DE LA TIERRA Y OTROS EVENTOS CEREMONIALES

La Conferencia de Estocolmo definió «medioambiente» con relación a la especie humana –Human Environment– precisando además, mediante una enumeración exhaustiva, lo que abarcaba para evitar malentendidos. Sin embargo, esa amplia descripción enumerativa fue desapareciendo a la vez que se multiplicaron y descafeinaron las cumbres y eventos «medioambientales». Como he constatado con detalle (Naredo, 2015b, pp. 20-31) fue sobre todo en la «Cumbre» de Río de 1992 donde se produjeron serias rebajas en los objetivos del medioambiente a proteger, en los sujetos encargados y en los medios utilizados para protegerlo. La enumeración exhaus­tiva de los objetivos de dicha protección realizada en la cumbre de Estocolmo 72 fue sustituida en Rio 92 por la mera jaculatoria del desarrollo sostenible. Frente al empeño de encomendar en Estocolmo 72 a los Estados la máxima responsabilidad de dicha protección, utilizando para ello la planificación económica y territorial con todas las medidas e instrumentos habidos y por haber, en Río 92 se responsabilizó a las empresas, las organizaciones no gubernamentales (ONG) y los ayuntamientos (con el invento no vinculante de las Agendas 21) a la vez que se señalaron como medios que utilizar los «instrumentos económicos» confiando en «la función reguladora de los mercados» para impulsar así el «desarrollo sostenible». Esta pérdida de radicalidad se siguió acusando en las «Cumbres» de Johannesburgo de 2002 y de Río 2012, divulgada esta última como Río+20 y no como Estocolmo+40, que se deja ya en el olvido. Posteriormente esa «carta a los Reyes Magos de parte de Naciones Unidas», que es como he calificado (Naredo, 2019, p. 87) a los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) propuestos en 2016 por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), remata esta trayectoria que aleja cada vez más la posibilidad de corregir el statu quo. Trayectoria que consiste en enarbolar alegremente metas –«fin de la pobreza, hambre cero, salud y bienestar, igualdad de género, energía asequible y no contaminante…»– manteniendo indiscutido el marco institucional y conceptual sobre el que se asientan las actuales reglas del juego económico, que contradice a diario los objetivos enunciados.