Taxonomía del lucro - José Manuel Naredo - E-Book

Taxonomía del lucro E-Book

José Manuel Naredo

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Beschreibung

En la actualidad carecemos de los conceptos y términos adecuados que permitan desvelar en qué consisten los complejos procesos de enriquecimiento y que propicien un examen que vaya más allá de lo que la ideología económica dominante muestra. Necesitamos una nueva cartografía, una nueva división y categorización de las operaciones económicas y de los movimientos financieros; en suma, necesitamos una nueva taxonomía que permita construir una economía capaz de reflejar mejor lo que está ocurriendo en el mundo. José Manuel Naredo, prestigioso analista de la economía y militante ecologista, aborda en el presente libro este vacío analítico e inaugura una nueva sistematización del lucro que tanto identifique y enjuicie sus distintas formas, como alumbre mejor los procesos de adquisición y asignación de riqueza que operan en nuestra sociedad. Bajo esta nueva luz se desvela que la economía dominante no es de ninguna manera ese pretendido lugar de objetividad donde la sociedad siempre gana; al contrario, se aprecia que es el lugar en el que el poder y el dinero van continuamente de la mano generando redes clientelares que gobiernan la apropiación y redistribución del lucro, causando daños económicos, ecológicos y sociales.

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Siglo XXI / Serie Ciencias sociales

José Manuel Naredo

Taxonomía del lucro

En la actualidad carecemos de los conceptos y términos adecuados que permitan desvelar en qué consisten los complejos procesos de enriquecimiento y que propicien un examen que vaya más allá de lo que la ideología económica dominante muestra. Necesitamos una nueva cartografía, una nueva división y categorización de las operaciones económicas y de los movimientos financieros; en suma, necesitamos una nueva taxonomía que permita construir una economía capaz de reflejar mejor lo que está ocurriendo en el mundo.

José Manuel Naredo, prestigioso analista de la economía y militante ecologista, aborda en el presente libro este vacío analítico e inaugura una nueva sistematización del lucro que tanto identifique y enjuicie sus distintas formas, como alumbre mejor los procesos de adquisición y asignación de riqueza que operan en nuestra sociedad. Bajo esta nueva luz se desvela que la economía dominante no es de ninguna manera ese pretendido lugar de objetividad donde la sociedad siempre gana; al contrario, se aprecia que es el lugar en el que el poder y el dinero van continuamente de la mano generando redes clientelares que gobiernan la apropiación y redistribución del lucro, causando daños económicos, ecológicos y sociales.

José Manuel Naredo (1942), doctor en Ciencias Económicas y Estadístico Facultativo, es una de las voces más prestigiosas de la economía ecológica. Autor y editor de numerosos estudios que abarcan desde el seguimiento de la coyuntura económica en relación con aspectos patrimoniales, hasta el funcionamiento de los sistemas agrarios, urbanos e industriales en relación con los recursos naturales, entre sus publicaciones más recientes destacan La evolución de la agricultura en España, 1940-2000 (2004), Luces en el laberinto. Autobiografía intelectual (2009) y, en Siglo XXI de España, Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dogmas (2.a ed., 2015), La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico (4.a ed., 2015), y, más recientemente, Economía, poder y política. Crisis y cambio de paradigma (2.ª ed., 2015) y Diálogos sobre el Oikos entre las ruinas de la economía y la política (2017). Puede encontrarse más información sobre sus publicaciones en [http://elrincondenaredo.org/].

Su dilatada trayectoria ha sido reconocida con prestigiosos galardones como el Premio Nacional de Medio Ambiente, el Premio Internacional Geocrítica, el Panda de Oro y, más recientemente, la Distinción de la Fundación Fernando González Bernáldez.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© José Manuel Naredo, 2019

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1949-5

Agradecimientos

Agradezco, en primer lugar, a Manuel Delgado y Leandro del Moral por haberme invitado a presentar en Sevilla el libro que coordinaron sobre Los megaproyectos en Andalucía. Relacionesdepoder y apropiación de riqueza (2016) y ayudado, así, a descubrir el enorme vacío de reflexión que existía en torno a las distintas formas de adquisición de riqueza desgranadas en el mismo, lo que espoleó mi empeño de iluminar el tema elaborando la presente Taxonomía del lucro. Agradezco también a las numerosas personas con las que he compartido mis reflexiones durante la elaboración del libro y la revisión del manuscrito, por las sugerencias temáticas y bibliográficas, las correcciones y aportaciones que han mejorado sensiblemente el contenido. Al ser este un esfuerzo transdisciplinar, he tenido que pedir ayuda para trascender la torre de Babel que hoy dificulta el intercambio entre (e incluso dentro de) las distintas ramas del conocimiento. Pues, al tocar temas no solo ecológicos y económico-financieros, sino también jurídicos, políticos, sociológicos y antropológicos, y al abarcar no solo el presente, sino también la evolución histórica de nuestras ideas e instituciones, he solicitado a profesionales de estos campos información sobre la literatura que había en torno a mis preocupaciones, a fin de tenerla en cuenta y evitar descubrir la pólvora en temas que ya habían sido bien investigados. Así, sin ánimo de ser exhaustivo, agradezco a Federico Aguilera y a Juan Sánchez por su colaboración con los textos que figuran en la parte final del libro y por sus correcciones y sugerencias al resto de manuscrito. Agradezco al mismo Manuel Delgado, a Óscar Carpintero y a Manuel Santos sus sugerencias y correcciones en la revisión del manuscrito referidas sobre todo a temas económicos. A Iván Murray por su revisión desde perspectivas geográfico-ecológico-políticas. A Verena Stolcke, a Félix Talego y a David Florido no solo por su revisión del manuscrito desde el ángulo socioantropológico, sino también por ponerme al día sobre el tratamiento que se ha venido dando a la idea occidental de naturaleza humana y a los temas del poder, el caciquismo, el clientelismo… desde estas disciplinas. A Liliana Pineda por su ayuda en temas jurídicos. A Pedro Rey y a Octavio Cólis por su revisión del manuscrito como lectores cualificados desde el ángulo sociopolítico y literario. A Fernando Quesada por haber enriquecido mi formación en filosofía política. A Antonio Valero por la puesta en común que hicimos conectando economía y termodinámica y que retomo, junto con el breve texto que me ha brindado, para aclarar los temas de sostenibilidad en la parte central del libro. A Jesús Hernández por haberme dirigido hacia la voz golfo en la Enciclopedia Espasa. A Pilar Vázquez por su sugerencia de otorgar a las familias reales que conservan la corona una rúbrica específica entre los beneficiarios del lucro. Y a tantas personas amigas que, sin saberlo, me ayudaron a mantener vivas mis preocupaciones intelectuales, así como a mis numerosos autores de cabecera con los que me arropo en este libro y de los que doy cuenta en la bibliografía.

Prólogo

Hace tiempo que llevo reflexionando sobre las formas habituales de hacer dinero asociadas a megaproyectos, «operaciones» bursátiles e inmobiliarias o a concesiones y regalías diversas. Pero lo que me sorprende es que haya tardado tanto en apreciar en su justa medida el efecto encubridor tan potente que ejerce sobre ellas la ideología económica dominante que, además, induce a percibir las escasas publicaciones sobre el tema como estudios de caso singulares y no de prácticas que son cada vez más corrientes en el mundo económico actual.

Ha pasado tiempo desde que promoví codo a codo con Federico Aguilera Klink el curso sobre Economía, poder y megaproyectos realizado en Lanzarote bajo el patrocinio de la Fundación César Manrique y el libro que, con el mismo título, se publicó en 2009 en la Colección Economía & Naturaleza, patrocinada por esa misma fundación. Y después de haberme ocupado del tema en trabajos sobre las «mordidas» y «pelotazos» asociados al sobredimensionado aquelarre constructivo de infraestructuras hidráulicas y de transporte y a las dos últimas «burbujas inmobiliarias», la publicación del libro sobre Los megaproyectos en Andalucía. Relaciones de poder y apropiación de riqueza (Delgado y Del Moral [coords.], 2016), espoleó mis reflexiones sobre los megaproyectos desplazándolas hacia las prácticas extractivas de lucro en general. Pues la amplia gama de casos, formas e instrumentos de pillaje recogida en esa obra, hace que la palabra megaproyecto resulte demasiado estrecha e imprecisa para designarla. De pronto me sorprendió que, a estas alturas, faltara el aparato conceptual y la terminología adecuada para esclarecer el panorama complejo de la adquisición de riqueza. Vi que la idea de sistema económico que se enseña en los manuales, y que asume el común de los mortales, al estar gobernada por la noción de producción, no deja cabida al estudio de las formas de adquisición de riqueza que, paradójicamente, resultan cada vez más habituales e importantes. Pues al creer que ese sistema –con su carrusel de producción y de consumo– está sometido a los automatismos del mercado, se suele ignorar la presencia y la discrecionalidad del poder en la toma de decisiones, que constituye, junto a la información privilegiada, el ingrediente clave de los mecanismos de adquisición de riqueza asociados al mundo de las grandes corporaciones y los megaproyectos. Además, con la creencia de que la actividad económica está regida por la producción y el mercado, se presupone también que es buena de por sí, porque parece que cubre demandas insatisfechas, eliminando la moral y el poder del escenario económico. Lo cual induce a soslayar que la actividad económica diaria está plagada de operaciones y megaproyectos apalancados por el poder cuya finalidad es el ordeño directo por sus promotores de la cadena de valor en alguna de las fases del desarrollo de los mismos, siendo su función productiva o utilitaria –en los casos en los que exista y alcance algunos resultados– un mero pretexto encubridor de la verdadera finalidad extractiva que lo impulsa y que suele quedar en la sombra. A la vez que se ignoran las redes clientelares que posibilitan estas prácticas y su incidencia sobre la generación y redistribución del lucro.

Lo anterior entronca con la noción occidental de la naturalezahumana sobre la que se construyen las categorías de la economía estándar, con su homo economicus a la cabeza: es la noción que presentaba como normal una idea de naturaleza humana tan malvada y codiciosa que las personas que la asumieran quedarían excluidas en otras sociedades, tal como atestiguan desde el campo de la antropología autores a los que nos referiremos más adelante. Pero tanto si se relativiza e impugna la supuesta universalidad de esta noción de naturaleza humana, como, todavía más, si se acepta, pensando que el afán de lucro, de riqueza y de poder, gobierna por encima de todo nuestro comportamiento, se revela de especial interés analizar las distintas formas de lucro. Pues si de verdad –como señala Adam Smith en su obra fundacional de la ciencia económica, La riqueza de las naciones (1776)– todas las personas se vieran «espoleadas, desde la cuna hasta la tumba, por el afán de hacer fortuna» –lo que no debe oscurecer que la visión del ser humano que tenía Smith era mucho más compleja y refinada que la del grueso de sus liberales defensores, como bien se ve en su Teoría de los sentimientos morales…–, se reafirmaría el interés de estudiar las distintas formas de lucro para canalizar ese impulso hacia aquellas asociadas a los comportamientos y actividades que se muestren individual, social y ecológicamente más saludables, a la vez que interesaría visibilizar bien aquellas otras que arrojan resultados degradantes para penalizarlas y tratar de erradicarlas. Sin embargo esto no ha sido así.

En consecuencia nos topamos con una paradoja muy fuerte y comúnmente ignorada: mientras el reduccionismo monetario propio de la economía estándar ha inducido con razón a calificarla de crematología, raras veces se percibe que se trata de una crematología incompleta que soslaya muchas de las formas habituales de hacer dinero. ¿Cómo es posible que esa ciencia del dinero (o de los valores de cambio) que acabó siendo la economía, en vez de estudiar en profundidad las formas de hacer dinero, ignore o soslaye algunas y agregue indiscriminadamente otras? Porque efectivamente el enfoque económico ordinario acostumbra a veces a soslayar y otras a revestir con el manto tranquilizante de la producción, las actividades de mera adquisición o extracción de riquezas. Así, mientras se magnifica la producción de bienes y servicios como forma esencial de hacer dinero, se encubren o ignoran todas las otras formas habituales de conseguirlo, que resultan hoy sobre todo de la propia creación de dinero (papel, bancario y financiero) y de las plusvalías derivadas del comercio de bienes patrimoniales (inmuebles, acciones, empresas…) ligado a los procesos de financiarización en curso y a las «mordidas» asociadas a reclasificaciones de terrenos, concesiones y megaproyectos en los que la finalidad productiva acostumbra a ser un mero pretexto que encubre la verdadera finalidad de pillar lucros desmedidos en algunas de sus fases.

Recordemos que la noción usual de sistema económico se apoya en el axioma que considera la actividad de producción como la única capaz de crear o «añadir» valor monetario (supuestamente asociado a la creación de bienes y servicios), valor que luego cabe redistribuir o transferir entre los agentes económicos (Naredo, 2015a, pp. 596-597). Pero el presente libro, al trascender este axioma, descubre un universo del lucro mucho más complejo e inquietante, como sugiere la imagen de la portada del mismo. Y al no dar por supuesta la conexión de todo este universo más amplio del lucro con las posibles contrapartidas utilitarias, se visibilizan nuevos campos de estudio a investigar. Lo mismo que, cuando se trascendió el 5.o postulado de la geometría euclidiana se abrió la posibilidad de imaginar otras geometrías, al trascender el axioma antes mencionado se abre la puerta a otras nociones de sistema económico que empiezan por exigir taxonomías y reflexiones sobre las formas de obtención de lucro y sus beneficiarios que se revelen más acordes con lo que ocurre en el mundo actual.

En suma, que la cuestión estriba en que a medida que ha cobrado importancia la función apologética del statu quo que ejerce esa ideología económica dominante hoy revestida de racionalidad científica, ha venido decayendo su función analítica y predictiva. Pues la metáfora absoluta de la producción sigue gozando de buena salud, soslayando la evolución hacia los «servicios» del famoso agregado de producción, el Producto Interior Bruto (PIB), y su creciente desacoplamiento del valor y el lucro asociados al cada vez más sobredimensionado mundo inmobiliario-financiero. Así, hoy por hoy, la metáfora de la producción nubla la realidad de la adquisición de riqueza, en un juego económico de suma cero e, incluso, de suma ecológica negativa, en la que mientras unos sacan tajada, otros pagan los platos rotos. Y esta es la hora en la que, con tantas universidades, estudios y ministerios de economía, está todavía por hacer una taxonomía del lucro. En lo que sigue se da un primer paso hacia la construcción de esa taxonomía clasificando las formas e instrumentos habituales de hacer dinero, aunque no todos lo logren o acaben siendo lucrativos. Entendiendo que clasificar no solo significa parcelar en sentido estricto, sino también abrir un método de comprensión de los objetos clasificados y de sus relaciones. Así con esta clasificación abriremos la posibilidad de cruzar las formas de lucro con otros enfoques y criterios que permitan jerarquizarlas atendiendo a sus incidencias económicas, ecológicas y sociales, para construir finalmente una verdadera taxonomía del lucro que acabe siendo asumida con generalidad.

PRIMERA PARTE

SOBRE CÓMO LA IDEOLOGÍA ECONÓMICA DOMINANTE ENCUBRE Y ESPOLEA LAS PRÁCTICAS HABITUALES DE ADQUISICIÓN DE RIQUEZA (Y LOS DAÑOS QUE OCASIONAN)

I. LA IDEOLOGÍA ECONÓMICA COMO INSTRUMENTO Y PARTE DE LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA OCCIDENTAL DE NATURALEZA HUMANA

La conciencia de que el comportamiento simbiótico de la especie humana en la Tierra se rompió con la civilización industrial y con la aparición de una ideología que da por buena esa ruptura es el primer paso para enderezar la situación hacia horizontes ecológicamente más viables y socialmente saludables. No basta con defender la conservación del medio natural y criticar el «productivismo» y el «desarrollismo» que tiende a deteriorarlo, como ha venido haciendo el movimiento ecologista; hay que asumir y aclarar que la ideología de la producción y del mercado contribuye hoy sobre todo a encubrir las prácticas de extracción y adquisición de riqueza amparadas por el poder, que están al orden del día y que se sitúan en la base de los llamados «deterioros ambientales». Como también hay que romper con la fe en la bondad intrínseca de la actividad económica –al creer que está regida por la producción y el mercado y que cubre necesidades insatisfechas– como condición necesaria para poner coto a las prácticas habituales de latrocinio institucionalizado, generalmente asociadas a relaciones clientelares, sobre las que interesa abrir la lupa para visibilizarlas, denunciarlas y erradicarlas.

El texto que sigue parte de asumir, en primer lugar, que la ideología, reflejada en el lenguaje, orienta nuestros enfoques, instituciones y comportamientos. Segundo, que un determinado enfoque subraya, analiza e incluso cuantifica ciertos aspectos, pero siempre a costa de soslayar otros: de ahí que su función encubridora cobre, a veces, más importancia que la analítica y predictiva –lo que en buena medida ocurre con el enfoque económico estándar–. Tercero, que la percepción del pasado y del presente condiciona la imaginación del futuro y las posibilidades de cambio. Y, por último, que trascender la ideología y los enfoques hoy dominantes exige relativizarlos, viendo que no lo fueron en el pasado, ni tienen por qué seguir siéndolo en el futuro. Esto es lo que he venido haciendo con la ideología económica dominante en las distintas ediciones de mi libro La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico (1987, 4.a edición actualizada 2015) a la vez que he venido aplicando enfoques alternativos diferentes para desvelar los aspectos que el enfoque económico ordinario soslaya, recogidos, en buena parte, en mi libro Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dogmas (2006, 2.a edición actualizada 2015), ambos publicados por Siglo XXI de España.

Todo ello pensando que, aunque se diga que la historia se quedará petrificada, que no hay alternativa –«There is no alternative», decía la señora Thatcher– querámoslo o no, las sociedades evolucionan mediante un proceso en el que los cambios mentales e institucionales interactúan y acaban modificando la estructura social. Así, aunque se produzca un proceso en la selección de las personas que tratan de sobrevivir y promoverse adaptando su comportamiento a los valores e instituciones dominantes, los hábitos mentales de las personas también cambian, arrinconando valores e instituciones que van quedando obsoletos y generando otros nuevos en un proceso de interacción continuado. No cabe aquí detenernos en analizar y exponer el proceso que ha generado la ideología y las instituciones del presente, dando pie a la llamada globalización económica y también en buena medida cultural. Solo daremos algunas pinceladas sobre la consolidación de la idea occidental de naturaleza humana como pieza clave de la ideología dominante, en un proceso en el que la ideología y las instituciones económicas han venido siendo instrumento y parte de esa globalización. Este proceso ha desarrollado también una selección de personas que, al adaptar mejor su comportamiento a las reglas del juego imperantes, han logrado promoverse en la pirámide social. El gran problema estriba en que el proceso selectivo ha actuado de modo perverso al promover –como veremos más adelante– comportamientos psicópatas y sociópatas, que degradan el entorno ecológico y social de las personas. Lo cual lleva a Marshall Sahlins a concluir sus reflexiones sobre la «ilusión occidental de la naturaleza humana» diciendo que «todo ha sido un gran error. Mi modesta conclusión es que la civilización occidental se ha levantado sobre una idea perversa y equivocada de la naturaleza humana y que posiblemente esta idea esté poniendo en peligro nuestra existencia» (Sahlins, 2008, p. 112).

Últimamente han aparecido una serie de textos importantes de antropología que echan por tierra la presunta universalidad de la idea occidental de naturaleza humana, que más adelante se detalla, y la ideología política y económica dominante que se construye sobre ella. En efecto, en el campo de la antropología han visto la luz en los últimos tiempos varios trabajos relevantes que ponen en cuestión la idea occidental de naturaleza humana y el divorcio entre naturaleza y cultura. Libros como el de Marshall Sahlins, The Western Illusion of Human Nature (Sahlins, 2008), el de Philippe Descola, Par-delà nature et culture (Descola, 2005) o el de Evelyn Fox Keller, The Mirage of a Space between Nature and Nurture (Fox Keller, 2010) relativizan la noción occidental de la naturaleza humana y la escisión entre cultura y naturaleza, que se extendieron con la civilización industrial, dando lugar al statu quo de ideas, valores e instituciones que se asume hoy irreflexivamente, al tomarlo como algo universalmente bueno y racional.

Estos autores señalan que, durante largo tiempo, la cultura occidental ha venido proponiendo como normal una idea de naturaleza humana tan malvada y codiciosa que las personas que la asumieran quedarían automáticamente excluidas en otras culturas. «El concepto inherentemente occidental de la naturaleza animal del hombre como algo regido por el interés propio –señala Sahlins (2008, p. 67)– resulta una ilusión de proporciones antropológicas a escala mundial» con escaso fundamento etnográfico. Porque –advierte– más que expresar la naturaleza humana, la codicia, la avaricia y la agresividad contra el grupo han solido verse durante incontables años como una pérdida de humanidad, como una patología tan inhumana que excluía automáticamente a la persona del grupo.

Tras un largo recorrido con orígenes que van desde autores de la Grecia clásica, hasta la teología cristiana medieval (que postulaba el creacionismo y la «inclinación al mal» del ser humano tras el «pecado original») esta idea de naturaleza humana gobernada por lo peor de nosotros se acabó imponiendo junto al triunfo del dualismo cartesiano y el racionalismo científico parcelario. La cantinela o estribillo entonado repetitivamente por autores que van desde Maquiavelo, Hobbes, Hume, Smith hasta Franklin o incluso Schmitt, sobre la natural avidez insaciable del ser humano de bienes, poder y dinero, consolidaron esta idea ruin de naturaleza humana como algo fijo o inamovible, de la que tenía que partir cualquier razonamiento realista, a la vez que se descalificaron como idealistas o accidentales las inclinaciones sociales, cooperativas o solidarias del ser humano. Frases como la de que «el hombre es el peor enemigo del hombre» o «el hombre es un lobo para el hombre» fueron repetidas machaconamente por diversos autores (denotando en este último caso escasos conocimientos de etología, ya que el lobo es un animal de manada cuyo comportamiento cooperativo y solidario se somete a la salud del grupo, un animal que por eso, y para colmo, se acabaría convirtiendo en «el mejor amigo del hombre»).

Con este punto de partida la suerte estaba ya echada: había que inventar instituciones punitivas o compensadoras de la maldad humana (lo que en sí mismo no resulta condenable mientras no incentive, como de hecho ha ocurrido, esa maldad). Una vez admitido que la sociedad está condicionada por lo peor de nosotros, se postuló que el antídoto necesario para evitar que la bestia humana destruya la sociedad era el establecimiento de un poder estatal que se sitúe por encima de las personas y permita que gobiernos e instituciones repriman, penalicen o reorienten en favor del bien común el egoísmo inherente al género humano. Había que idear instituciones punitivas o equilibradoras de los impulsos mezquinos de las personas. Se inventaron, así, dos formas de paliar los efectos sociales de la maldad humana: una, con jerarquía y, otra, con igualdad y libertad, al menos en teoría. Una estableciendo despotismos buenos que pongan orden, ya sea con monarquías absolutas más o menos ilustradas o con dictaduras que planifiquen la sociedad supuestamente en nombre del pueblo o del proletariado. Otra estableciendo sistemas políticos democráticos y sistemas económicos mercantiles, que se suponían capaces de equilibrar y controlar los impulsos despóticos y egoístas de las personas mediante el sufragio y la división de poderes, en lo político, y mediante el mercado competitivo, en lo económico. En principio la deriva autoritaria triunfó en la derecha con los fascismos y en la izquierda con el estalinismo. Pero como es sabido, tras la derrota de los fascismos, la situación derivó hacia un mundo bipolar de disputa por el poder entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y por la hegemonía ideológica entre liberalismo y marxismo. Pero la crisis del «socialismo real» acabó imponiendo con generalidad en el imaginario colectivo los sistemas políticos democráticos y económicos mercantiles sobre los otros más abiertamente jerárquicos, como los mejores para respaldar el poder del Estado y abrir camino hacia la paz social y el progreso económico. Aunque la izquierda siguió escindida al quedar en buena parte anclada en los viejos clichés autoritarios y desarrollistas, a la vez cobraban fuerza movimientos ecologistas y feministas que ponían en cuestión la ideología política y económica dominante presente, tanto en la izquierda como en la derecha.

Ahora que la toma de conciencia de crisis ecológica induce a idear modelos alternativos y buscar antecedentes intelectuales de estas preocupaciones, sugerimos que, más que rebuscar en la obra de Marx vestigios de las mismas, interesa sobre todo mirar hacia muchos de los autores que fueron descalificados por él como «socialistas utópicos» o anarquistas. Pues en ellos aflora una larga trayectoria de pensamiento protoecológico y libertario, a menudo aderezada con preocupaciones feministas: «De hecho, esta tendencia disidente ha sido ignorada, marginalizada, e incluso combatida por las corrientes hegemónicas, que han visto a menudo en la ecología un conservadurismo tradicional o un romanticismo reaccionario […] Si los “enemigos” de la “sociedad ecológica” se encuentran del lado de las fuerzas del capitalismo, sería falso y peligroso olvidar que también forman parte de la historia de la misma izquierda y del socialismo en sus orientaciones mayoritarias, todavía presentes» (Audier, 2017, texto reproducido en la contraportada del libro).

En fin, que la forma de encarar la «maldad humana» es un tema complejo que no pretendemos zanjar aquí. El libro de Hirschman (1977), Las pasiones y los intereses, abre de lleno esta discusión. Por un lado, narra cómo durante el Renacimiento y todo el siglo XVII se llegó a la convicción de que la sola exhortación a la moral y la religión no eran suficientes para restringir las «pasiones destructoras de los hombres» que se observaban en la realidad. Y, como ya hemos comentado y apunta Hirschman, esto dio lugar a una triple búsqueda de solución: a) el recurso a la coerción y el castigo a través del Estado, con el problema de cómo dominar al soberano que no lleva a cabo correctamente esa tarea; b) aprovechar esas «pasiones» en vez de reprimirlas, abonando la idea de que de lo malo, bien gestionado, podría surgir lo bueno (en la línea de la posterior mano invisible de A. Smith). Hirschman cita aquí un texto de G. Vico muy contundente al respecto: «De la ferocidad, de la avaricia y de la ambición, que son tres grandes vicios que afectan a todo el género humano, [la sociedad] hace la milicia, el comercio y la política, y con ellas la fortaleza, la opulencia y la sabiduría de las repúblicas; y de estos tres grandes vicios, que ciertamente arruinarían la estirpe humana en la tierra, surge la felicidad civil»; y c) la utilización de unas pasiones para compensar el efecto de otras pasiones, o lo que Hirschman llama «el principio de la pasión compensadora», es decir, que «un conjunto de pasiones hasta entonces conocidas de maneras tan diversas como codicia, avaricia o ánimo de lucro, podría ser empleado útilmente para oponer y controlar otras pasiones como la ambición, el afán de poder o la lujuria sexual». Y como añade Hirschman, cuando la avaricia y la obtención de dinero se transformó en «intereses», esta pasión se convertió en la llave para reprimir otras pasiones. Hirschman recuerda cómo Keynes, participando de una larga tradición, sugirió aquello de que «es mejor que un hombre tiranice a su cuenta bancaria que a sus conciudadanos». Lo malo, a mi juicio, es que unas pasiones viciosas y condenables no tienen por qué excluir a otras, sino que a veces se retroalimentan: el capo de la mafia no solo se ocupa de su cuenta bancaria, sino que acostumbra a cultivar a la vez la prostitución y la violencia, lo mismo que hay gobernantes despóticos y corruptos que hacen uso del poder para forrarse. En fin, que para matizar estos temas tendríamos que entrar en discusiones que nos alejarían de nuestro propósito. Aunque quiero dejar bien claro que no tengo nada en contra de las instituciones que tratan de contrapesar o reorientar la maldad humana en favor de la sociedad, siempre que no contribuyan a entronizar esa maldad presuponiendo que, por la magia de esas instituciones, se transmuta siempre en favor del bien común, como sugiere la cita de Vico antes mencionada, ignorando que lo corriente es que eso no ocurra, como tendremos muchas ocasiones de ejemplificar a lo largo de este libro. El problema estriba en que, como veremos en lo que sigue, esas instituciones contribuyeron a promover una inversión ideológica sin precedentes que hizo que los antiguos vicios se asumieran como virtudes por la sociedad.

Aunque más adelante añadiremos precisiones sobre estas ideas de sistema, con especial referencia a la noción de sistema económico mercantil (que descansa sobre las nociones de producción y de mercado), anticipemos ahora que la idea de sistema político democrático alberga desde el origen una gran ambigüedad. Su carácter contradictorio parte de unir dos términos que no encajan: pueblo y poder político que, por definición[1], se sitúa por encima del pueblo. De ahí que la mayor o menor participación del pueblo en las tareas de gobierno en los sistemas llamados democráticos dependa de la forma en que se resuelva en cada caso la contradicción latente entre poder y pueblo. Y de ahí que un sistema llamado democrático, que adopta el sufragio y la teórica división de poderes, pueda acercarse de hecho al despotismo: ya hace más de un siglo que Maurice Joly señaló en sus Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (1864) la posibilidad y las maneras de preservar ventajosamente el despotismo bajo formas democráticas. De ahí que se trate de sistemas que, con más o menos éxito, tratan de poner límites a la dominación totalitaria. Y de ahí que se hable de «democracias formales» para resaltar que, aunque existan determinadas instituciones calificadas de democráticas, puedan sobrevivir poderes bien despóticos. Por todo ello hay autores que ven los sistemas políticos llamados democráticos como sistemas inestables que albergan una pugna permanente entre el empeño de desarrollar instrumentos de control y participación popular en las tareas de gobierno y la existencia de poderes que escapan a ellos. Autores entre los que destacaría a Claude Lefort en su libro Lainvención democrática, que lleva como subtítulo Los límites a la dominacióntotalitaria (Lefort, 1981). Como también el de Étiene Balibar, quien considera que los sistemas democráticos no son sistemas que se otorguen llave en mano y funcionen sin problemas de forma homogénea, sino sistemas sujetos a evolución que, sin dejar de llamarse democráticos, pueden oscilar dependiendo de las fuerzas sociales que los impulsan hacia horizontes más despóticos o más participativos. De ahí que, en este último caso, se hable de procesos de «democratización» (Balibar, 2017).

Subrayemos que, junto con estas ideas de sistema político democrático y sistema económico mercantil, se fue fraguando desde el siglo XVIII una inversión ideológica sin precedentes que culminaría a finales del siglo XX y principios del actual. Pues, con la ayuda de los «contrapesos» democráticos y mercantiles asociados a las nuevas ideas de sistema político y de sistema económico, se acabó pensando que los vicios privados podían transmutarse en beneficio de la comunidad, con lo que el afán individual de acumular poder y dinero, caiga quien caiga, pasó de ser un vicio a considerarse algo bueno a potenciar. El afán individual de acumular poder y dinero pasó de ser una lacra social a convertirse en algo que beneficia a todos: pasó de ser un vicio a convertirse en una virtud que había que potenciar como causa de la riqueza y el poder de las naciones. Ello ocurrió tras identificar el poder y la riqueza con la virtud, como explícitamente hicieron Maquiavelo y Malthus, contribuyendo a separar la política y la economía de la moral.

Según sostiene Arendt en La condición humana (1996), los griegos del periodo clásico decían de los persas que tenían gobierno pero no tenían política, porque mandaba uno sobre los demás, mientras ellos entendían que la política era el gobierno de y entre los iguales o no era tal. Sin embargo, la invención de las nociones modernas de la política (que gestiona el poder) y de la economía (que gestiona la riqueza) como disciplinas independientes de la moral, al dar por buena la idea antes mencionada de naturaleza humana eliminando las censuras morales al comportamiento mezquino e insolidario, hizo que acabaran ejerciendo como apologéticas de un statu quo jerárquico y desigual. Porque la realidad no tiene costuras y el poder y la riqueza no viven en mundos separados, sino que interaccionan. La mencionada inversión ideológica afianzó el respeto beato de la mayoría social hacia los ricos y poderosos, promoviendo sin complejos la ostentación de riqueza, a la vez que la dilución de la rigidez de las barreras de clase presentes en las sociedades jerárquicas anteriores, y extendió por todo el cuerpo social el afán de enriquecimiento rápido y el deseo de emular los niveles de consumo y de vida de los privilegiados. Este sálvese quien pueda individual erosionó la cohesión social y generó, paradójicamente, en nombre de la igualdad y la libertad, el contexto social que requiere la tiranía para prosperar. Pues como nos enseñó La Boétie hace siglos en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria (1576), la disolución de los vínculos comunitarios y la extensión de la rivalidad en la búsqueda de lucro y de poder, son las que ofrecen al tirano cómplices, al desplegar la cadena de miedo e interés sobre las que se apoya la servidumbre voluntaria. De ahí que la noción de homo economicus resulte una pieza prefabricada muy funcional en la cadena de dominación descrita por La Boétie. Pues como más recientemente precisó Foucault, en la medida en la que el comportamiento de las personas se ajuste a la mecánica simplista del egoísmo propia del homo economicus, su comportamiento resulta predictible y gobernable, otorgando a la noción de homo economicus una dimensión política, ya que marca «la interfase que conecta gobierno e individuo» y facilita la gobernabilidad de este último (Foucault, 2004, p. 258). Pues, como había advertido Arendt (1996, p. 73), cuando la riqueza se convierte en fin, la política y la esfera pública se convierten en medios para preservar el interés de acumular riquezas. Así, el predominio de la riqueza (entendida como propiedad mercantil, enajenable) lleva a la supresión de la esfera pública (ibid., pp. 74-76).

Con lo que la corrupción de la naturaleza humana en el sentido descrito es la que mantiene hoy, sin decirlo, la cadena de poder y el respeto a la superioridad propio de las sociedades jerárquicas, a la vez que nos ofrece la paradoja de una sociedad jerárquica que niega las jerarquías; de una sociedad que, al postular la igualdad de derechos, fomenta la picaresca de ricos y poderosos para encubrir sus privilegios a la hora de manejar los resortes que les permiten seguir acumulando poder y riqueza. Nos encontramos también con un sistema que, al eliminar las cortapisas morales que en las sociedades jerárquicas anteriores condicionaban el comportamiento de ricos y poderosos, propicia conductas depredadoras e insolidarias que son fuente de deterioro ecológico y polarización social. Todo lo cual, como ya hemos visto, indujo a Marshall Sahlins a concluir que la «idea perversa y equivocada de la naturaleza humana» sobre la que se ha construido la civilización industrial está poniendo en peligro su propia existencia.

Junto a esa idea «perversa y equivocada» de naturaleza humana emergió la idea moderna de individuo, que se concibe como algo al margen de la comunidad y que se supone capaz de segregar y priorizar la razón sobre la emoción y el interés propio frente a los vínculos afectivos y la inserción comunitaria. Es esa idea de individuo racional, con sus derivaciones de homo económico y político, sobre la que se sustenta el poder en la sociedad actual. Y es esa idea de individuo la que aparece asociada a los patrones de comportamiento más agresivos y masculinos, quedando en manos de las mujeres la tarea de mantener vivas las dimensiones relacionales y afectivas propias de la personalidad humana. La conjunción entre esa idea perversa de naturaleza humana y esta de individuo asocial (con perfiles más agresivos y masculinos) sobre la que se fundamenta el poder ha tomado cuerpo en la división de roles propia de la actual sociedad patriarcal, que se construye sobre la familia entendida como el modelo binario individualista de amor-matrimonio de parejas heterosexuales, y represora de cualesquiera otras relaciones y afectos que escapan a ese modelo. Pues, como ya explicó La Boétie (1576), la extensión de las relaciones libres e igualitarias que presupone la amistad es un riesgo para la tiranía. O como más modernamente se reconoce «el triunfo del punto de vista puritano de la vida, que junto con la energía sexual reprimida y su sublimación en un trabajo embrutecedor, ayudaron a crear la “personalidad moral” de nuestro tiempo: una personalidad dócil y subyugada a la autoridad, pero ferozmente agresiva hacia los competidores y subordinados» (Berman, 1981).

Se construyó, así, La fantasía de la individualidad, por emplear el título de libro de Almudena Hernando (2012) –en el que rastrea la construcción sociohistórica del sujeto moderno– potenciando un perfil humano que curiosamente coincide con lo que la psicología y psiquiatría actuales definen como el perfil de un psicópata, cuya falta de empatía permitiría caracterizarlo también como sociópata. Pues, como apunta Inmaculada Jáuregui (2008), se observa una clara «convergencia de los valores psicopáticos con los valores de la sociedad moderna». A la vez que recuerda que «la escisión entre razón y emoción parece estar en la base de la psicopatía», evidenciado que cuando las personas actúan de verdad como robots guiados por algún patrón de racionalidad, como lo hace ese homo económico (o político) sometido a la exclusiva razón maximizadora de utilidad, poder o beneficio propio, derivan hacia la psicopatía. A esta misma conclusión llega una persona bien cualificada sobre el tema, Lynn A. Stout, jurista de la Universidad de Cornell, cuando, desde su condición de experta en gobierno corporativo y regulación de mercados financieros, afirma que «el homo economicus es un sociópata» (Stout, 2008 y 2011, cit. en Schirrmacher, 2014, p. 26). El entramado jerárquico de empresas y partidos políticos ofrece, así, un caldo de cultivo propicio para que se promuevan psicópatas que adoptan con facilidad esa «personalidad dócil y subyugada a la autoridad, pero ferozmente agresiva hacia los competidores y subordinados». No en vano hay estudios que indican que la proporción de psicópatas diagnosticados como tales que se observa entre los directivos de empresas y partidos políticos, supera ampliamente a la que registra la media de la población. Por ejemplo, Jon Ronson (2012, cit. en Jones, 2015, p. 28) ha constatado que el porcentaje de psicópatas observado entre los presidentes de empresas es cuatro veces mayor que el de la media de la población.

Quiero llamar la atención sobre cómo todas las piezas de la ideología dominante que dan cobertura al actual marco institucional están relacionadas. Cabe subrayar, en primer lugar, la estrecha relación entre las nociones de sistema político democrático y sistema económico mercantil. Ambos parten del mismo enfoque mecanicista y parcelario. Ambos entregan el poder a organizaciones jerárquicas y centralizadas –los partidos y las empresas–, generando un claro divorcio entre una elite de políticos y empresarios activos, que se disputan el poder y compiten por la riqueza, y una mayoría de gobernados y oprimidos pasivos. Y ambos se levantan sobre la peculiar noción occidental de naturaleza humana y de individuo, antes mencionados, generando un contexto que propicia la selección perversa que acabamos de indicar, que facilita el ascenso de psicópatas en los aparatos de poder político y empresarial. Creo que las amplias movilizaciones sociales que han venido solicitando en los últimos tiempos democracias participativas suscriben implícitamente una noción de naturaleza humana más positiva y equilibrada y nociones menos bélicas de la economía y la política.

Sin tratar de idealizarla, hay que reconocer que si hubo una democracia participativa en la antigua Atenas, es porque la visión del ser humano era entonces más ambivalente –se pensaba que podía ser miserable, pero también grandioso– y porque se cultivaba y valoraba socialmente el lado bueno, considerando, al decir de Aristóteles, que el sentido de la vergüenza y de la justicia estaban en la base de la virtud política. Todo lo cual induce a revisar ese sistema político, ajeno a la moral e ideado por Maquiavelo, en el que la virtud política consiste en ganar poder y en el que «la vergüenza consiste en perder, no en conquistar con engaño» (Maquiavelo, 1512-1513 [reed. 1976, p. 33]). Un sistema bélico y agónico de la política en el que, con tal de ganar, ha de predominar el cinismo, la opacidad y el engaño, como formaliza Carl Schmitt en el libro cásico El concepto de lo político (Schmitt, 1932). Un sistema en el que la sociedad asume como normal la desvergüenza asociada a la picaresca y el robo de los poderosos. Pues, a diferencia de lo que ocurría en la democracia ateniense, ahora la igualdad política no trasciende ni palía la desigualdad económica, sino que es esta última la que se impone y utiliza los resortes del poder político para favorecer los intereses de los más ricos. Siendo la ya mencionada noción de sistema económico mercantil, que universaliza y santifica las pulsiones de la avaricia y la pelea competitiva como fuentes de progreso colectivo, el complemento indispensable a esa idea de sistema político maquiavélico: ambas sirven para universalizar y naturalizar conjuntamente la noción occidental tan perversa de naturaleza humana antes indicada que toman como punto de partida. Se genera así una espiral justificatoria que ha venido incentivando comportamientos e instituciones que adecúan cada vez más la realidad social a las ideas de individuo y de sistemas tan simples y unidimensionales que, en principio, se tomaban como meros modelos esquemáticos.

«El problema no son los modelos simplificados, sino que somos testigos de una revolución en la que estos modelos codifican la realidad y de este modo se tornan a su vez reales […] deciden lo que es racional y lo que no lo es [y en suma] crean la realidad para la que sirve el modelo» (Schirrmacher, 2014, p. 28). Pues, como expone este autor, con el apoyo de la inteligencia artificial, los modelos de la teoría de juegos acordes con el egoísmo simplista del homo economicus se han extendido a campos de gestión tan variados que han venido abarcando desde la operativa militar de la Guerra Fría hasta la de los mercados financieros y las numerosas aplicaciones de hoy día. Y la democratización de la informática acabó generalizando estas prácticas presuponiendo que todo se comercializa y que cualquier persona se convierte en «agente económico» que sigue los patrones de comportamiento del homo economicus, hasta el punto de querer comercializar su propio yo, ofreciéndolo en la red. Se favoreció así un proceso inquietante de «mecanización del espíritu» en el que «la cibernética relevó a la filosofía» (ibid., p. 27).

¿Hasta dónde podemos confiar en la racionalidad para cambiar los fines y los medios de esta concepción bélica y ególatra de la política y de la economía, acordes con la noción de naturaleza humana en la que se apoyan? ¿Qué papel le deberíamos dar a la razón, el debate informado y el consenso democrático en los desafíos que vienen? Tendríamos que hacer referencia a autores que han tratado de responder a estos interrogantes, como Norbert Elias, en La sociedad de los individuos (1939, 1950 y 1987; reed. 2000); Martin Buber, en Qué es el hombre (1943; reed. 1981) o John Rawls, en su Teoría de la justicia (1975, reed. 2010), quienes, siendo críticos del individualismo utilitario, replantean la noción de individuo desde puntos de vista diferentes. Los dos primeros, sobre todo, subrayan que el ser humano se define por fuerza en función de la comunidad y Rawls, en línea con Aristóteles, considera que «la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento. Una teoría, por muy atractiva, elocuente y concisa que sea, tiene que ser rechazada o revisada si no es verdadera; de igual modo, no importa que las leyes e instituciones sociales estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas. Cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar de la sociedad en conjunto puede atropellar […] en una sociedad justa, las libertades de igualdad de ciudadanía se dan por establecidas definitivamente; los derechos asegurados por la justicia no están sujetos a regateos políticos ni al cálculo de intereses sociales» (Rawls, 2010, p. 17).

Pero como escapa al plan de este libro detenernos demasiado en este punto, nos limitaremos a concluir diciendo que, en lo que concierne al panorama político, racionalizar todos estos temas es condición necesaria, pero no suficiente, para impulsar el cambio hacia una democracia más participativa e igualitaria. Porque ello ayudaría a desinflar la esperanza de cambio que brindan los falsos atajos por los que se reconducen y diluyen una y otra vez las olas de protesta. Y ayudaría tomar conciencia generalizada de que para avanzar hacia una democracia más participativa, unida a una sociedad más cohesionada y solidaria, no basta con cambiar el partido gobernante y renovar la «clase política»: la presión social ha de dirigirse directamente a cambiar la noción de sistema político que hoy toma cuerpo en forma de Estado democrático para encubrir el caciquismo clientelar imperante, que habría que visibilizar y censurar para conseguir que dicho Estado evolucione hacia instituciones y prácticas que incentiven y amplíen, en vez de reprimir y penalizar, la implicación, la participación y el control social en los asuntos públicos. Pero, insisto, que esto no puede resultar de un mero cambio de gobierno, ya que requiere transformaciones culturales de fondo capaces de modificar los valores, los comportamientos y las instituciones que hoy materializan con éxito la actual cadena de dominio que permite a unos pocos mandar y asegurar la obediencia de muchos. Cadena en la que la rivalidad, la avaricia, el egoísmo, la envidia, la desconfianza y el miedo, aportan el caldo de cultivo adecuado para que prospere la tiranía que ejerce la actual oligarquía democrática. Mientras que la amistad, la cooperación, la solidaridad, el desprendimiento, la confianza… y el amor a la libertad aportan los cimientos sobre los que cabría construir una democracia participativa y una sociedad más solidaria. Lo cual muestra que el cambio cultural necesario para la transformación trasciende del cambio político institucional para exigir una reconstrucción de identidades individuales que permita recrear sobre nuevas bases la llamada «sociedad civil». Tendría que mudar la actual categoría pre o anti social de individuo, que se supone siempre gobernando por el afán de lucro y de poder, hacia la categoría de persona como sujeto moral y social gobernado por sentimientos mucho más complejos. No se trata así de seguir anteponiendo al actual individualismo, que se supone pre o anti social, un colectivismo que lo anule, sino de plantear un nuevo «individualismo ético» (con palabras de Javier Muguerza) que daría a la persona la categoría de ciudadano(a) como sujeto político y económico activo que contribuye a organizar la convivencia y la intendencia de la sociedad en la que vive, teniendo a la vez el derecho y el deber de hacerlo. La recreación de la «sociedad civil» construida sobre estas nuevas bases demandaría también la evolución de la concepción maquiavélico-schmittiana de la política y de la visión de lucha competitiva por la supervivencia de la economía, hacia otras en las que predomine la cooperación, la reciprocidad, la convivialidad… y la simbiosis, no el enfrentamiento, tanto en el interior de la especie humana como «especie humana-naturaleza».

[1] El Diccionario de la lengua española, de la Real Academia Española en su edición de 2001 –y sigue siendo así en la edición más reciente online– define el «poder» como sustantivo masculino cuya primera acepción es «dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar algo» y en su segunda señala «gobierno de un país».

II. LA «INCLINACIÓN AL MAL» DEL SER HUMANO: LA CONSTRUCCIÓN DE LA CLASE POLÍTICA «MAQUIAVÉLICA» Y DEL EMPRESARIADO COMO «PLAGA SOCIAL»

Tras tanto naturalizar e incluso incentivar como fuente de progreso la «inclinación al mal» del ser humano en general, hemos de recordar que empresarios y políticos son seres humanos con especial capacidad de intervención sobre su entorno físico y social. Pues esta es la hora en que los directivos de empresas en busca de lucro y los políticos que tienen la llave de buenos negocios son seres humanos con poderes para lucrarse e imponerse mandando, explotando y depredando, en un marco institucional que acostumbra a dar por bueno ese derecho, sin asegurarse de que los «contrapesos» democráticos y mercantiles lo transmuten efectivamente en favor de la colectividad. Cuando el reparto desigual de la riqueza que se arrastra de sociedades jerárquicas anteriores se une con esa idea de naturaleza humana, nos encontramos con sociedades polarizadas, que escinden las elites políticas y empresariales afortunadas del resto de «individuos» usualmente frustrados por sentirse mayoritariamente con derecho y afán de mandar y enriquecerse, pero con muy escasas posibilidades de conseguirlo. Se alimenta así la cadena de dominación y servilismo, de avaricia y miedo, descrita por La Boétie, que alcanza desde la cúspide de la pirámide social hasta los escalones más bajos, donde incluso los más pobres y desvalidos, tras plegarse dócilmente a los deseos de la superioridad en la vida social y laboral, descargan a menudo su frustración en la vida doméstica sobre las pocas personas o animales a los que pueden dominar, explotar y castigar, trasladando así las relaciones de dominación hasta los últimos eslabones de la cadena social.

Una vez liberados de trabas morales, es lógico que los empresarios y directivos busquen y retribuyan el apoyo de los políticos a sus negocios, alimentando un mundo de picaresca empresarial y de políticos conseguidores en el que la casuística del enriquecimiento se amplía y prolifera atendiendo a la regulación social e institucional o trascendiéndola con casos de corrupción que proliferan más o menos en función de los controles culturales e institucionales que los países establezcan para evitarlos. Casos que ilustraremos más adelante y que han sido tratados en mis libros (Naredo, 1996 y Naredo y Montiel, 2011) sobre las dos últimas burbujas inmobiliarias que vivió la economía española o sobre Economía, poder y megaproyectos (Aguilera y Naredo [eds.], 2009) y en el libro Los megaproyectos en Andalucía. Relaciones de poder y apropiación de riqueza (Delgado y Del Moral [coords.], 2016), así como en Ibex 35, una historia herética del poder (Juste, 2017). Veamos qué dicen los pensadores que han reflexionado sobre este panorama en el que se cruzan poder y riqueza, economía y política.

En lo que concierne a la política, no pretendo aquí redescubrir la pólvora, sino hablar de cosas conocidas desde antiguo, pero que normalmente se soslayan tal vez porque se encuentran en la base del actual «despotismo democrático». Ya hemos advertido la ambigüedad que encierra desde el origen la propia noción de sistema político democrático, al unir dos nociones opuestas como son pueblo y poder (que se sitúa por encima del pueblo). Lo cual hace que los sistemas llamados democráticos alberguen situaciones muy diferentes y evolucionen en la práctica incentivando o desincentivando la participación del pueblo en las responsabilidades de gobierno. Ya que el sistema político democrático puede ofrecer versiones del mismo que oscilan desde el despotismo hasta la acracia, según se concentre el poder por encima del pueblo o se distribuya y diluya más o menos en el seno del pueblo, implicándolo en las tareas legislativas, ejecutivas y judiciales. Hay que tener en cuenta que la versión actual del sistema democrático que se presupone representativo, no participativo, necesita aderezarse con división de poderes y sufragios que quedarían en buena parte sin sentido si, como dice Aristóteles en su Política, «ciudadano es el que participa [directamente] de la potestad de legislar y juzgar» o cuando advierte que «el sorteo [de cargos] genera democracia y la elección oligarquía». La democracia ateniense de su época actuaba en consecuencia con ello y elegía por sorteo los miles de ciudadanos que ejercían transitoriamente sus funciones en los tribunales u otros órganos relacionados con la gestión de los asuntos públicos, interviniendo cuando les tocaba poner en práctica su potestad de legislar y juzgar.

Cabe objetar que hoy la sociedad es mucho más compleja y requiere de especialistas, pero creo que existe un amplio margen para incentivar la participación en vez de otorgar todo el poder a los partidos políticos, que acostumbran a hacer nombramientos que rara vez recaen sobre las personas más honestas y cualificadas en la materia a gestionar. Partidos que, por cierto, estaban prohibidos en la democracia ateniense, para conseguir que las decisiones importantes se discutieran y tomaran en el ágora con plena transparencia, evitando acuerdos previos en la sombra. Valga como ejemplo de la viabilidad actual del sorteo la elección entre el colectivo de jueces de los miembros del poder judicial, en vez de nombrarlos los partidos políticos, sometiendo este poder a los dictados del partido mayoritario y haciendo que la tan cacareada división de poderes brille por su ausencia. Lo mismo podría decirse con el nombramiento de los directivos y miembros de las otras muchas instancias de control y seguimiento de la gestión pública y privada. Por ejemplo, los directivos de la Comisión del Mercado de Valores, el Tribunal de Cuentas, el Banco de España, el Tribunal Constitucional u otras entidades públicas o semipúblicas, cuyos responsables son nombrados por los partidos políticos, coartando así la independencia de las entidades; lo mismo ocurre con la elección de los directivos de partidos políticos y empresas públicas y privadas: es la mano del poder interno y externo la que los promueve seleccionando los más obedientes, no los más competentes.

Y desde la democracia ateniense hasta ahora hay toda una serie de autores que han seguido defendiendo el sorteo de cargos como base de la democracia. No es casual que en nuestro país se hayan venido silenciando estas propuestas, cuando la Constitución otorga todo el poder de los nombramientos a los partidos políticos. Pueden encontrarse referencias a este tipo de literatura que actualiza el juicio de Aristóteles antes apuntado señalando las ventajas democráticas asociadas al sorteo de cargos en el trabajo de Linares, «El sorteo de cargos públicos: un método para mejorar la democracia» (Linares, 2013), o en el de Albi, «Los cargos y el azar» (2017).

Las reflexiones sobre las consecuencias oligárquicas que origina la tendencia jerárquica de los partidos que estaban a la orden del día en la antigua democracia ateniense, repuntaron en el panorama contemporáneo hace un siglo con autores como Robert Michels, quien subrayó lo contradictorio que era la pretensión de construir sistemas que se dicen democráticos a partir de partidos políticos que no lo son, ya que la lucha por el poder tiende a configurarlos como organizaciones jerárquicas. Con su «ley de hierro» de los partidos señaló (en su libro Los partidos políticos [1911]) la tendencia hacia el despotismo de los partidos políticos y, como consecuencia lógica, la orientación oligárquica de los llamados regímenes democráticos. Percibió, así, que «la distancia entre los líderes y los dirigidos se hace cada vez mayor. En los partidos políticos maduros existe una flagrante contradicción entre las declaraciones e intenciones democráticas, por un lado, y la realidad oligárquica concreta, por el otro. De aquí la constante aparición de conflictos, a menudo de carácter shakespeariano, en los que lo cómico se aproxima a lo trágico» (R. Michels, The Sociological Character of Political Parties, trad. de University of Minnesota Press, 1949, cit. en Cazorla, 1995). O como Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto, quienes profundizaron en el tema, hablando ya de la «clase» o de la «casta» política para designar al colectivo de políticos profesionales que ejercen de hecho el poder en los estados democráticos contemporáneos, en connivencia con la oligarquía económico-financiera, evidenciando que la «clase política» era ya a la vez instrumento y parte de la elite oligárquica dominante.

Estas reflexiones se retomaron y conectaron después con los estudios antropológicos, sociológicos e históricos sobre el caciquismo y la relaciones clientelares que no cabe detallar aquí. El lector interesado puede encontrar una amplia referencia a estos trabajos en el documentado estudio de Javier Moreno Luzón titulado «El clientelismo político: historia de un concepto multidisciplinar» (Moreno Luzón, 1999). Valga decir para el tema que nos ocupa que, con la aparición de los partidos políticos de masas, las relaciones clientelares que existieron desde épocas inmemoriales bajo formas diversas estudiadas por antropólogos e historiadores, mudaron hacia el clientelismo político de partido. A la vez que decayeron los gremios e instituciones que agrupaban a la gente en estamentos y se debilitaron las barreras de clase de las sociedades jerárquicas anteriores, se hicieron fuertes los partidos políticos, atrayendo a personas de todos los puntos y niveles de la geografía y la pirámide social, brindándoles calor de grupo, poder… y prebendas. Se generó así la «clase política», es decir, un conjunto amplio de personas que hicieron de la política una profesión. A la vez que, solapándose con la «clase política», emergió también una amplia capa de mediadores que informaban las relaciones clientelares orientando a las partes entre los complejos vericuetos socioinstitucionales para obtener tratos de favor y agilizar sus negocios: es el caso de la llamada «puerta giratoria», que ha venido brindando a cualquier ministro o alto cargo político la posibilidad de, nada más cesar en su cargo público, enrolarse como consejero bien retribuido de empresas privadas y empresarios que reclamaban su ayuda y sus contactos. Y esto ocurrió tanto en Europa, como en América, tanto en democracias como en dictaduras, tanto con partidos «de izquierda» como «de derecha».

En las sociedades tradicionales de la Europa mediterránea las relaciones clientelares afloraron con fuerza bajo la forma de caciquismo, que evolucionó a medida que estas sociedades se industrializaron y modernizaron, desde su implantación rural originaria, asociada a la propiedad de la tierra, hasta el medio urbano, y desde el caciquismo agrario, hacia el posterior neocaciquimo financiero-inmobiliario. El caso español resulta modélico para ilustrar esta evolución. El clientelismo franquista asociado a la adhesión –«incondicional e inquebrantable»– al régimen otorgaba a los adictos mejor relacionados cargos y sinecuras, licencias de importación u otros permisos, reclasificaciones de suelos… o impunidad para desviar productos y servicios hacia el pujante mercado negro de la posguerra. Fue esta escuela de picaresca clientelar, que valoraba infinitamente más los contactos que la competitividad y el buen hacer profesional, la que formó al empresariado hispano bajo la dictadura y la que desplazó después su centro de gravedad hacia los partidos políticos con la democracia. No es extraño que el caciquismo clientelar repuntara con fuerza en nuestra coronada democracia, porque la sociedad española ofrecía un terreno abonado para ello. Pues la literatura sobre el tema señala que las sociedades más propensas a desarrollar relaciones clientelares «se caracterizan por la falta de solidaridad interna y de conciencia de estatus de sus grupos más representativos, la debilidad de sus centros de decisión, una prevalencia de los lenguajes que subrayan la importancia de los mediadores, el desarrollo de elites autónomas capaces de controlar los recursos, una economía predominantemente extractiva, la falta general de confianza en los cauces institucionalizados y cierta facilidad para la comunicación estable entre miembros de distintos estratos sociales» (Moreno Luzón, 1999, p. 79). Podemos decir que tras el paso de la apisonadora franquista, la sociedad española cumplía con el grueso de estos requisitos: solo faltaba un marco institucional propicio para que las relaciones clientelares repuntaran con la democracia. Y este marco institucional se creó cuando la metamorfosis democrática del franquismo otorgó todo el poder a los partidos políticos y restableció el juego electoral. Todo quedó «atado y bien atado» para que el caciquismo clientelar mudara desde el «partido único» del régimen franquista, hacia una pluralidad de partidos políticos. Se produjo así la refundación oligárquica del poder en la que el caciquismo emergió de nuevo modernizado, con disfraces europeístas y neoliberales, dando lugar a lo que algunos hemos venido denominado «neocaciquismo» (Robles Egea, 2005 y Naredo, 2015c).

El análisis de la naturaleza oligárquica y clientelar de las democracias de nuestro tiempo ha sido objeto de numerosas publicaciones que no cabe detallar aquí. Valgan como ejemplo, entre otros, el libro de Owen Jones, The Establishment (2014), sobre Gran Bretaña (cuya edición en castellano lleva como subtítulo La casta al desnudo), o el libro de Sergio Rizzo y Gian A. Stella, La casta