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La preocupación por el rumbo del país es expansiva. Cada vez más personas se dan cuenta que el gobierno mexicano desea reconstruir un régimen autoritario sin que, por otra parte, se vean siquiera algunos signos alentadores en materia de revertir la pobreza, y no se diga nuestra ancestral desigualdad social. El presente libro intenta ilustrar la regresión política que estamos viviendo. No es por desgracia una especulación. Los signos que emergen de la presidencia son inequívocos. Si a lo largo de varias décadas México fue edificando una germinal democracia, ahora parece que mucho de lo construido se pretende destruir. No es sólo que no se comprenda o valore la diversidad política que modela al país, sino que se quiere alinear a una comunidad masiva, heterogénea, plural, bajo la voz de mando de una persona.
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Seitenzahl: 293
Veröffentlichungsjahr: 2022
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La preocupación por el rumbo del país es expansiva. Cada vez más personas se dan cuenta que el gobierno mexicano desea reconstruir un régimen autoritario sin que, por otra parte, se vean siquiera algunos signos alentadores en materia de revertir la pobreza, y no se diga nuestra ancestral desigualdad social.
El presente libro intenta ilustrar la regresión política que estamos viviendo. No es por desgracia una especulación. Los signos que emergen de la presidencia son inequívocos. Si a lo largo de varias décadas México fue edificando una germinal democracia, ahora parece que mucho de lo construido se pretende destruir. No es sólo que no se comprenda o valore la diversidad política que modela al país, sino que se quiere alinear a una comunidad masiva, heterogénea, plural, bajo la voz de mando de una persona.
El libro que el lector tiene en sus manos contiene un ensayo inarmónico realizado con diversos textos publicados en el diario El Universal en los últimos meses. Merecería ajustes y atender lagunas distintas, pero fue armado con el apremio de quien piensa que las cosas han llegado a un punto de auténtica alarma. Si en 2019 la editorial Cal y Arena me hizo el favor de publicar En defensa de la democracia y en 2021 el libro Contra el autoritarismo, hoy todo parece indicar que la disputa entre democracia o autoritarismo es más apremiante que nunca, puesto que La democracia (se encuentra) en tinieblas. La Real Academia Española, me informa Delia Juárez, dice que tinieblas es: “1. Falta de luz, 2. Suma ignorancia y confusión por falta de conocimiento, y 3. Obscuridad, falta de luz en lo abstracto y lo moral”.
Al ensayo lo complementa una serie de lecturas sugeridas que pueden ayudar a arrojar luz no sólo sobre el momento presente sino sobre la compleja y errática historia a través de la cual se abrió paso la aspiración democrática. Son notas que ojalá despierten la curiosidad del lector para incursionar en una parte ínfima de una literatura vasta y enriquecedora que debe ayudarnos a ampliar nuestro campo de visión. El futuro se está escribiendo hoy. Y espero que lo construido en términos democráticos (normas, instituciones, actores, relaciones, valores) pueda resistir los fuertes embates que desde la presidencia se hacen todos los días contra ellos.
Una vez más quiero agradecer a Rafael Pérez Gay su hospitalidad y a Delia Juárez su eficaz trabajo de edición y la sugerencia del título.
México construyó una germinal democracia que hoy vive acosada por los resortes autoritarios del actual gobierno. El texto siguiente intenta ilustrar algunos de estos resortes y se pregunta si lo construido en el pasado podrá resistir. El futuro inmediato no está escrito, pero los regímenes antónimos —democracia o autoritarismo— se encuentran en contienda. Por desgracia no creo que sea una exageración.
Primer acto. Son los años 70. Existe un presidente todopoderoso, a quien, entre veras y bromas, se le considera Guía de la Nación, Árbitro Supremo, Sol que Ilumina el Futuro. En un muy lejano segundo plano se encuentran un Congreso dócil, habitado por una mayoría disciplinada a la sagrada sabiduría presidencial y una Corte que en materia política asemeja un rotundo cero a la izquierda. Un partido, con sus amplias alas, da cobijo a una extensa coalición que expresa intereses varios pero cohesionada por la sumisión al titular del Ejecutivo. Las organizaciones sindicales y agrarias son parte del partido oficial, se ha edificado un alambicado circuito de negociación, pero asumen que el límite de sus acciones no es producto de la decisión de sus afiliados sino de los mandatos que fluyen “desde arriba”. Los medios de comunicación marchan alineados (con sus gloriosas excepciones), unos gozosos porque se convierten en negocios prósperos, y otros rechinando los dientes porque las concesiones de radio y televisión dependen del gobierno o en el caso de periódicos y revistas el papel sólo puede ser surtido por una empresa oficial. Las oposiciones, débiles, testimoniales, en el lenguaje estatal reciben su rutinario maltrato: son “reaccionarias” o portadoras de “ideas exóticas”. No son ni siquiera connacionales, sino excrecencias incómodas. Las libertades están en el papel, pero no pueden ser ejercidas. Es un universo aparentemente estable y a algunos les parece ejemplar. La tranquilidad, sin embargo, es sacudida de vez en vez por trabajadores que buscan recuperar sus organizaciones o construir otras nuevas, campesinos que reclaman tierras o construyen formaciones autogestivas, estudiantes que se ahogan en un ambiente opresivo, “colonos” que demandan la regularización de sus tierras y servicios básicos, partidos excluidos o que denuncian fraudes electorales, que han tomado las armas porque creen que los conductos para el quehacer político están clausurados. Es un planeta sin cauces para la expresión de su diversidad y por ello condenado a generar conflictos sin fin.
Segundo acto. 30 años después. Existe un Congreso que recoge a una pluralidad viva y contradictoria y la Corte se está convirtiendo en un auténtico tribunal constitucional. Se han creado instituciones estatales autónomas para cumplir con funciones que el gobierno no era capaz de efectuar de manera satisfactoria. Emergen infinidad de agrupaciones con agendas, diagnósticos y propuestas distintas. Las libertades de asociación, expresión, manifestación se robustecen con su ejercicio. Hay elecciones competidas, alternancias en todos los niveles de gobierno, congresos plurales que obligan al diálogo y la negociación. Varios partidos expresan la diversidad de ideologías y sensibilidades implantadas en la sociedad. El presidente sigue siendo central, pero sus excesos ahora topan con poderes constitucionales e instituciones de la sociedad que ejercen contrapesos importantes. Eso sí, las desigualdades y la pobreza parecen imbatibles, y la corrupción desbocada y la violencia y la inseguridad, construyen una bruma que no deja que muchos aprecien lo edificado en el mundo de la política.
Tercer acto. Han pasado otros 20 años. No falta quien añora el sistema pintado en el primer acto. Hace todo lo posible por reconstruirlo: un “presidente todopoderoso…” (y sígale usted).
¿Cómo se llama la obra? “Volver al pasado”. Siempre y cuando lo construido en el segundo acto sea barrido.
Después de casi tres años de gobierno, hay una serie de preguntas que parecen ineludibles para tener una mediana idea de hacia dónde conducen los dichos y los hechos de nuestro presidente. ¿Cómo deberían ser el Estado y el espacio público derivado de las definiciones presidenciales?, ¿las relaciones entre gobernados y gobernantes?, ¿entre la constelación de instituciones que integran el Estado?, ¿entrelas dependencias públicas y las organizaciones civiles?, ¿entre gobierno y medios de comunicación y redes sociales? ¿entre los distintos niveles de gobierno?, ¿cuál el papel de la Constitución y las leyes? No es un listado exhaustivo.
Creo que hay suficiente evidencia para afirmar que al presidente le gustaría una organización estatal y un espacio público similar al de los años cincuenta o sesenta del siglo pasado. No ha ocultado su intención de concentrar facultades en la presidencia de la República, de alinear a los otros poderes constitucionales, de mermar la independencia de las instituciones estatales autónomas. Tampoco ha ocultado su desprecio hacia los partidos opositores, a los medios que develan inconsistencias o raterías en su gobierno, hacia los periodistas que no comparten sus proyectos. No hay consideración suficiente por las normas que limitan su poder y las decisiones arbitrarias se multiplican. Y otra vez, cualquiera puede continuar la lista.
¿De dónde extrae la convicción para intentar desmantelar mucho de lo construido en materia política? De la descalificación sistemática del pasado inmediato (en sus dichos: neoliberal), como si nada de lo edificado valiera la pena. Ciertamente el actual gobierno heredó una situación que generó un enorme fastidio con el mundo de la política, fruto de fenómenos de corrupción recurrentes que quedaron impunes, de una violencia e inseguridad que en muchas regiones han hecho atroz la existencia, de una economía que no fue capaz de ofrecer un horizonte medianamente promisorio a millones de personas y de una desigualdad y pobreza que parecieron imbatibles. Pero también heredó y usufructuó un entramado normativo e institucional que abrió paso a la pluralidad y que empezó a naturalizar su convivencia-competencia. Una transformación de enormes dimensiones que poco a poco parecía acercarse al ideal constitucional que prescribe a México como República democrática, federal, representativa y laica. Pero al meter en el mismo costal las aberraciones del pasado con las construcciones promisorias parece convencido de “tirar al niño junto con el agua de la bañera”.
El otro resorte de su discurso es aún más elemental y distorsionado. Él es el representante del pueblo y quienes tienen puntos de vista diferentes no pueden ser más que el antipueblo. Ese discurso maniqueo y refractario a comprender la complejidad de la vida social y política mexicana sólo puede desatar espirales de confrontación improductivas.
Ahora bien, ¿podrá el Presidente hacer realidad la reconstrucción de un Estado autoritario? Dependerá (creo) de que mucho de lo construido en el pasado inmediato resista. Contamos con normas e instituciones derivadas de un esquema democrático y el ejercicio de las libertades se ha ensanchado en las últimas décadas. Son, junto con una sociedad diferenciada, masiva, plural, que no desea encuadrarse bajo el manto de un solo partido, ideología o persona, las reservas para que lo mucho o poco de lo construido en términos democráticos no vaya a ser desmantelado.
No creo estar dramatizando y por ello vale la pena recordar algunos episodios.
Veamos. En su reunión con el Consejo Mexicano de Negocios (2021) adelantó que pretendía deshacerse de los diputados plurinominales. No sabemos qué le respondieron los representantes empresariales, si es que algo le dijeron. Pero de seguro vio que, después de las elecciones, los plurinominales compensaban en algún grado la sobrerrepresentación que su coalición tiene en la pista uninominal y ni tardo ni perezoso llegó a una preocupante conclusión: quitemos los plurinominales.
Es necesario ir por partes. La coalición de Morena, Verde y PT, y esos partidos por separado obtuvieron el 42.6% de la votación para la Cámara de Diputados; la coalición PAN-PRI-PRD y cada uno por su lado lograron el 39.8% y Movimiento Ciudadano el 7% (no suma cien porque el cálculo está hecho con los porcentajes de los tres partidos que perdieron su registro y los independientes). Pero si no existieran diputados plurinominales, con los resultados de los 300 distritos, tendríamos que la coalición presidencial ocuparía el 62% de los escaños, es decir, 186. La otra coalición solo 107 (35.66%) y MC 7 (2.33%).
Si, así es. Con el 42.6% de los votos (que a todas luces los configura como minoría de votos) estarían cerca de tener mayoría calificada de asientos (62%). El Presidente pretende volver a los tiempos anteriores a los de la reforma política inaugural de 1977 que le infundió cierto pluralismo a la Cámara y empezó a naturalizar la coexistencia de la diversidad entre nosotros. Porque en el esquema que propone, una cantidad de votos superior a la de la alianza gubernamental (46.8% de votos sumando los del PRI-PAN-PRD-MC), acabaría con el 38% de los escaños).
Con las reglas actuales, los plurinominales sirven para equilibrar la representación en la Cámara. Morena y aliados tienen el 55.8% de los diputados, la alianza PAN-PRI-PRD 39.6% y MC4.6%.
Nadie puede afirmar que la del Presidente es una aspiración democrática, que convertir a una minoría de votos en una súper mayoría de escaños es una causa justa. El PRI, en su momento (1976-1977), reconoció que la fórmula exclusivamente uninominal le otorgaba una ventaja que no se correspondía con las adhesiones ciudadanas plasmadas en las urnas, y aceptó modificar el esquema de integración de la Cámara para que la representación fuera más equitativa. Nunca admitió una fórmula de representación estricta, es decir, que el porcentaje de votos se convirtiera en un porcentaje idéntico de diputados, aunque la izquierda democrática una y otra vez la puso sobre la mesa. Pero ahora nuestro Presidente, al que algunos consideran de izquierda, pretende que el país vuelva a un método anterior a la primera reforma político-electoral significativa.
Por fortuna, el Presidente y los tres partidos que forman la coalición que lo apoya no tienen los votos suficientes para modificar la Constitución. No obstante (y ahora escribe el ingenuo que nunca me abandona), existe la posibilidad de convertir a nuestro sistema electoral en uno donde el porcentaje de votos sea idéntico al de escaños. No habría que modificar la fórmula de 300 uninominales y 200 plurinominales, sólo utilizar los segundos para hacer cuadrar ambos porcentajes. Hoy, las oposiciones lo harían por conveniencia y el partido gobernante para honrar a un principio que enarboló la izquierda democrática a lo largo de las décadas.
Los rasgos autoritarios de la presente administración se agravan y sólo quien no los quiera ver no los verá. Dos episodios expresivos —y no son los únicos— ilustran lo anterior.
a) La descalificación de la UNAM y otras universidades públicas y el llamado a estudiantes y profesores a “rebelarse” contra ellas, realizado por el Presidente, no son sólo producto de un desconocimiento profundo de lo que sucede en esas casas de estudio, sino una muestra palmaria de sus pretensiones: alinear a la voluntad del Ejecutivo a las instituciones autónomas. (No realizó un diagnóstico, no llamó a discutir sus problemas. Fue una anulación sin sustento.)
Las universidades son por definición centros de estudio e investigación. En ellos se recrean las distintas corrientes de pensamiento, se expresan las más diversas tendencias artísticas y conviven —en ocasiones tensionadas— la pluralidad de escuelas científicas. Requieren de autonomía para autogobernarse; definir, sin interferencias externas, sus planes y programas de estudio, investigación y extensión de la cultura. Esto es no sólo lo que no entiende, sino lo que no le gusta a nuestro Presidente. Y da la impresión que quisiera integrar a sus dogmas a los centros de educación superior.
Lo que alarma es que los dichos del Presidente pueden convertirse en la señal de salida para que sus huestes en esos centros intenten desestabilizarlos. Ojalá me equivoque.
b) El nuevo régimen fiscal para las organizaciones no gubernamentales es otro botón de muestra. El Presidente no sólo descalificó la labor de esas asociaciones, sino que expuso una concepción de las relaciones Estado-sociedad civil propia de alguien que no concibe (pero repudia) la complejidad de la vida social.
La idea que preside el discurso presidencial es que entre Estado y sociedad civil existe un juego de suma cero; que lo que gana uno, lo pierde la otra y a la inversa. Y él entiende que de lo que se trata es de fortalecer al Estado y disminuir a la sociedad civil (la sociedad organizada).
Esa concepción primitiva no se hace cargo de lo que son las sociedades modernas, aunque esa modernidad se encuentre contrahecha. En una sociedad como la mexicana es natural que las personas se agrupen y generen agendas y acciones propias. Así han surgido organizaciones en defensa de los derechos humanos, los recursos naturales, feministas, contra la corrupción y también clubes deportivos y asociaciones filantrópicas que atienden desde enfermedades infantiles hasta mujeres violentadas. Se trata de expresiones legítimas de una sociedad en la que palpitan diferentes preocupaciones y cuyos integrantes se asocian y movilizan por sus respectivas propuestas.
No se entiende (o no se quiere entender) que en los Estados democráticos la relación de éstos con la sociedad organizada no es un “juego de suma cero”, sino todo lo contrario. Las agrupaciones sociales sólo crecen y se reproducen en un marco democrático (los autoritarismos siempre intentan aniquilarlas) y los Estados democráticos se fortalecen cuando existe una sociedad civil enérgica, diversificada, elocuente. Uno y otra se vigorizan mutuamente, porque las agrupaciones crean un contexto de exigencia a las instituciones estatales, y si existen puentes de comunicación y/o colaboración, de manera natural (y no sin conflictos) se alimentan de los diagnósticos e iniciativas recíprocas.
Pero no. Los autoritarismos lo que pretenden es subordinar a las sociedades y alinearlas en un solo credo.
El acuerdo presidencial del 22 de noviembre de 2021 es otro ejemplo y puede sintetizarse de la siguiente manera: si mis deseos se topan con normas constitucionales y legales, e incluso tratados internacionales, que puedan contradecirlos, deben prevalecer mis deseos. Mi voluntad es suprema y aquello que se le oponga debe ser eliminado. El Presidente y su gabinete, que lo acompaña con sus firmas, nos han dicho y ordenado que años de construcción de una legislación que intenta evaluar y modular proyectos, garantizar derechos de los posibles afectados y sopesar sus consecuencias, no son más que un estorbo que impide que la buena voluntad del Ejecutivo pueda desplegarse sin molestas interferencias.
El ya tristemente célebre acuerdo consta de sólo tres artículos claros y contundentes: 1. “Se declara de interés público y seguridad nacional la realización de proyectos y obras a cargo del gobierno federal… asociados a infraestructura de los sectores de comunicaciones, telecomunicaciones, aduanero, fronterizo, hidráulico, hídrico, medio ambiente, turístico, salud…” 2. “Se instruye a las dependencias y entidades de la administración pública federal a otorgar la autorización provisional… de los dictámenes, permisos o licencias… en un plazo máximo de cinco días hábiles… Transcurrido ese plazo sin que se emita una autorización provisional… se considerará resuelta en sentido positivo”. 3. “La autorización provisional tendrá una vigencia de doce meses… (luego) se deberá obtener… la autorización definitiva”.
Eso quiere decir que las licencias y permisos que hasta ayer requerían las obras de gobierno en materias tan diversas como impactos ambientales, territoriales, sociales, relativas a la salud —y que en muchos casos demandaban el respeto a los derechos de las comunidades indígenas y/o agrarias o de propietarios particulares— serán innecesarias, porque simple y sencillamente en cinco días resulta imposible cumplir con ellas.1 Y, por si fuera poco, luego se establece que, pasado un año, se “deberá” otorgar la “autorización definitiva”. Ni siquiera entonces hay margen para decir otra cosa.
Siempre ha sido más sencillo gobernar cuando priva una sola voluntad. Es una de las ventajas del autoritarismo sobre la democracia. En esta última se reconoce no sólo que existen diferentes perspectivas para abordar los problemas, sino que una iniciativa positiva puede tener derivaciones indeseadas y por ello el andamiaje institucional suele ser complejo y en no pocas ocasiones tortuoso. Pero ello con la finalidad de tener la más completa visión de los efectos de la actuación gubernamental. Es necesario evaluar las iniciativas desde distintas plataformas.
Como bien señala Enrique Provencio, es más que probable que existan procedimientos engorrosos y torcidos, y para ello hubiese sido pertinente llevar a cabo reformas para aligerarlos sin perder lo sustantivo. Pero de ahí a borrarlos no sólo hay un trecho, hay un océano: porque lo que se desea no es afinar y mejorar los ordenamientos, sino convertir los dictados del Presidente en incontrovertibles. El autoritarismo así no es sólo la oposición a la democracia, sino al saber acumulado que intenta evaluar los proyectos desde miradores no siempre armónicos pero necesarios, si se quiere que sus efectos no sean devastadores.
No obstante, si el acuerdo llega a la Corte tendrá una corta vida (espero).
Los ejemplos se pueden multiplicar, pero hubo un caso (por fortuna abortado) que ejemplifica los extremos a los que al parecer está decidido a llegar el Presidente.
¿Qué sucede cuando los preceptos constitucionales son incapaces de regular y limitar a los poderes de la República? ¿Cuando éstos creen que son omnipotentes? ¿Cuando ante mandatos claros y explícitos actúan como si éstos no existieran? ¿Cuando se comportan como si la llamada Carta Magna fuera un estorbo para sus ocurrencias? La respuesta es simple y alarmante: empezamos a rodar en una pendiente hacia el autoritarismo.
Lo que vimos no puede pasarse por alto y menos aún podemos cerrar los ojos o autoengañarnos con la retahíla de que no pasa nada. El lujo del beneficio de la duda hacia la actual administración se está agotando o ya se agotó. La evidencia nos dice de manera contundente que la Constitución no significa nada para la coalición gobernante. Y quien no vea el peligro es o se hace el ciego o por supuesto es beneficiario de lo que está sucediendo.
El Congreso de la República —como se sabe— amplió el período como presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación del ministro Arturo Zaldívar y además el de los integrantes del Consejo de la Judicatura Federal. Sin ninguna facultad para ello, un poder (el Legislativo) invade competencias de otro (Judicial), y convierte a las disposiciones constitucionales en papel mojado.
El artículo 97 constitucional no requiere de interpretación alguna. Dice textualmente: “Cada cuatro años, el Pleno elegirá de entre sus miembros al presidente de la Suprema Corte…, el cual no podrá ser reelecto para el período inmediato posterior”. En su torpe y abusiva jugada, el Congreso violó tres dictados fundamentales: el presidente sólo puede durar cuatro años, no se permite la reelección y quien lo nombra es el pleno de los ministros de la propia Corte. El Congreso no sólo ejerció facultades que se dio a sí mismo, sino que además usurpó la de los ministros de la Corte, únicos capacitados por la Constitución para elegir a “su” presidente.
Y algo similar, pero afectando a más instituciones, hizo con el Consejo de la Judicatura, al ampliar también su periodo, porque sus integrantes tienen diferentes fuentes de nombramiento: la Corte, el presidente y el Senado. Pues bien, este último les alargó su encargo, como si el Senado pudiese hacer y deshacer a su gusto. ¿Un día amaneceremos con la noticia de que el Presidente nombró a la mesa directiva de la Cámara de Diputados? ¿O que a esta última se le antojó nombrar al secretario de salud? Como si esos poderes constitucionales pudieran hacer lo que se les antoje.
Se trata de una clara intromisión de una Cámara del Legislativo en el Judicial que dinamita la idea de la división de poderes y vulnera el orden constitucional, que al día siguiente fue avalada por el presidente de la República. Sin embargo, al inicio llamó la atención el silencio lúgubre de los ministros (los más afectados), la falta de una reacción, como si viviéramos los tiempos de aquella presidencia a la que nadie podía decir que no.
Lo que estuvo en juego fue mucho. ¿México sería una república democrática o una “república del capricho”? El régimen político de nuestro país se estaba transformando ante nuestros ojos: de una germinal y si se quiere feúcha democracia en un régimen autoritario, unipersonal, porque muchos de los contrapesos diseñados para dividir el poder se estaban doblegando.
Por fortuna, al final la Corte declaró inconstitucional el artículo que desfiguraba los mandatos constitucionales. Los ministros subrayaron que la reforma había sido un intento de reelección de facto. La ministra Norma Piña dijo: “Un tribunal es virtuoso si y sólo en la medida en que ejerce su independencia, cuando ésta se ve amenazada. La misión de los tribunales no es complacer a las mayorías políticas en turno, sino hacer valer la Constitución”.2 Se calificó a la intentona como un fraude a la Constitución y por unanimidad se desechó la pretensión de alargar el periodo del presidente del máximo tribunal del país.
Una muestra elocuente de que la división de poderes está viva pero que se requiere precisamente que sus integrantes no se dobleguen ante el poder presidencial, como vergonzosamente lo hizo el Congreso en el caso comentado.
En esa misma perspectiva puede verse un episodio en el cual se pretendió que la Constitución fuera letra muerta. Sin entrar a lo sustantivo o lo más controvertido, no se puede olvidar que las normas fijan un procedimiento. Porque como se sabe o se debería saber, si se quiere impartir justicia el procedimiento resulta sustantivo.
El último día de sesiones ordinarias del Congreso, 30 de abril de 2021, la Cámara de Diputados votó por remover el fuero del gobernador del estado de Tamaulipas. Unas horas después la Legislatura local se negó a convalidar esa decisión. La Fiscalía General de la República había solicitado el desafuero para proceder por un presunto fraude. Los legisladores de Morena declararon que la Fiscalía debía actuar porque el gobernador ya no tenía la protección que le fue removida, mientras el Congreso de Tamaulipas y el PAN señalaron que el gobernador debía seguir en su cargo porque la Constitución diseña un procedimiento especial para los funcionarios de los estados en el que se requiere una especie de “doble desafuero” para que éste sea tal. El asunto debió llegar a la Corte. Pero el diferendo no es menor, porque una vez más el dilema era si se respetarían las disposiciones constitucionales.
El artículo 110 introduce una clara distinción en el procedimiento de juicio político para los funcionarios federales (senadores, diputados, ministros de la Corte, consejeros de la judicatura, secretarios de Estado, etcétera) y los locales (gobernadores, diputados locales, magistrados de los tribunales superiores, etc.). En el procedimiento para los primeros actúa primero la Cámara de Diputados y la remite a la de Senadores, pero en el caso de los segundos el mencionado artículo dice: “la resolución (de la Cámara de Diputados) será únicamente declarativa y se comunicará a las Legislaturas Locales para que, en ejercicio de sus atribuciones, procedan como corresponda”. Entiendo que, dado que somos una república federal y los estados tienen una cierta autonomía, el legislador no quiso dejar sólo en manos de un poder federal la decisión, sino incluir al congreso local en el procedimiento.
El artículo 111 siguiendo la misma lógica dice: “Para poder proceder penalmente por delitos federales contra los ejecutivos de las entidades federativas (es el caso) … se seguirá el mismo procedimiento establecido en este artículo (se refiere a los funcionarios federales), pero en este supuesto, la declaración de procedencia será para el efecto de que se comunique a las Legislaturas locales, para que en ejercicio de sus atribuciones procedan como corresponda”. Hay una especie de doble candado que no permite asumir que basta con lo que haga la Cámara de Diputados federal para declarar el desafuero de un gobernador. Es claro que la de Diputados debe comunicar al congreso local su resolución y éste tiene la última palabra.
Me dice un conocedor de estos asuntos que existe incluso un antecedente de 2005 donde se establece que la resolución de la Cámara de Diputados federal tiene un efecto meramente declarativo. Hasta donde alcanzo a ver, una vez más se colocó a las instituciones de la República ante un disyuntiva: o con la Constitución o contra ella.
En algunas ocasiones incluso parecería que el Presidente está fuera de sí. Aunque pensándolo mejor quizá lo que vemos es la exacerbación de sus rasgos de personalidad. Su intolerancia quizá es producto de que en efecto cree que a través de él se expresa el pueblo, su propensión para mentir quizás se explica porque está convencido de la peligrosa conseja de que el fin justifica los medios, y sus embates contra todo aquel que no comparta sus convicciones se alimenta de la peregrina idea de que existe una sola forma de ver y evaluar las cosas. No entiende que la mexicana es una sociedad compleja, masiva, modernizada, profundamente desigual, pero también diversa, en la que coexisten idearios, aspiraciones e intereses numerosos y que en ellos reside la riqueza de nuestra nación. Parecería que quisiera convertir esa pródiga pluralidad en un ejército de zombis bajo su mando y tutela. Esos resortes no sólo son peligrosos, sino que están destinados a enfrentarse una y otra vez con personas, instituciones y agrupaciones legítimas, generando un clima ominoso, porque la única forma de hacerse realidad es substituyendo nuestra germinal y difícil democracia por un autoritarismo descarnado.
1. El 14 de mayo de 2021, en su performance mañanero, acusó a consejeros del INE (con nombre y apellido) de cambiar de opinión en relación a las tarjetas que están entregando decenas de candidatos. No se tomó el tiempo necesario para estudiar el asunto, no le importó construir una “verdad” a modo ni contribuir a enturbiar aún más el ambiente político. Los consejeros se vieron en la necesidad de explicar que en 2017 ellos habían votado en contra de la utilización de esas fórmulas de hacer campaña, pero que el Tribunal había resuelto que era una forma legítima de realizar proselitismo dado que debía considerarse como propaganda. Es por ello que la receta ha proliferado.
Pero dado sus prejuicios hacia el INE, a su incomprensión de que se trata de un órgano de Estado autónomo y de que la responsabilidad de la organización de las elecciones recae en el Instituto (y que por ello requeriría por lo menos el acompañamiento respetuoso del Presidente), se ha convertido en la principal fuente de incertidumbre en el proceso electoral. Triste y preocupante papel.
2. El 12 de mayo de 2021, en el mismo escenario, arremetió contra la agrupación civil Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad. Desplegó incluso las fotografías de los integrantes de su Consejo Consultivo y los exhibió como si fueran una partida de forajidos. No fue sólo un acto amenazador sino delirante. ¿Se vale que un conjunto de ciudadanos se organice? ¿Que puedan desarrollar los temas que se les ocurra (corrupción, derechos humanos, agenda feminista, etcétera)? ¿Tienen derecho a hacer públicas sus pesquisas, agendas, propuestas? ¿Pueden disentir de los dictados gubernamentales? ¿Pueden beneficiarse de fuentes de financiamiento públicas y privadas, nacionales y extranjeras, genuinas? Por supuesto que las respuestas son sí de manera contundente. Salvo en regímenes verticales y fanáticos.
La paradoja mayor es que si el Presidente realmente estuviera comprometido en una lucha contra la corrupción, la agrupación sería una clara aliada. Él podría aprovechar sus investigaciones para detectar anomalías en su administración, dado que el titular del Ejecutivo no conoce todo lo que sucede bajo su manto. Pero no. No soporta ningún señalamiento y lo que le importa es la imagen, no las evidencias.
Estamos volviendo a rituales de la política que parecían superados. Al parecer se añoran no pocas fórmulas de la política de mediados del siglo pasado.
Hace 25 años Enrique Florescano ideó y coordinó el libro Mitos mexicanos, textos breves encargados a muy diferentes autores sobre El Caudillo, La Malinche, El Pueblo, El Macho, La Madre, El Ciudadano, El Charro, El Licenciado, La Diva y muchos más. A mí me invitó a escribir sobre El Tapado.
La fórmula para resolver el problema de la sucesión presidencial requirió de la construcción de un partido hegemónico (prácticamente sin competencia) y un presidente concentrador del poder. Este último no sólo era visible y encarnaba la cúspide del Estado, sino que tenía la capacidad de quitarle la capucha al tapado y convertirlo en el ungido. El sucesor, por el contrario, se mantenía en una media luz y esperaba ser designado por el dedo del presidente. El “juego” era reducido y estaba excluida la sociedad. Era una disputa palaciega, opaca, refractaria al auténtico debate público, y por ello la picaresca popular acuñó dos nociones juguetonas, hasta cierto punto vengativas: el Dedazo a cargo del presidente y el Tapado, que sería descubierto cuando el mero-mero lo considerara oportuno.
Era un escenario casi monopartidista, sin competitividad, en el cual ganadores y perdedores estaban predeterminados. De hecho, el momento estelar de la sucesión era el destape, luego del cual se celebraban unas elecciones sin tensión ni sorpresa. Pero hace 25 años ya soplaban vientos de transformación. La diversidad política se abría paso, los comicios eran cada vez más peleados y las oposiciones ganaban alcaldías, algunas gubernaturas y estaban presentes en los congresos locales y en el federal. El partido oficial podía acudir al mismo método para designar a su candidato, pero cada vez resultaba menos probable que tuviese durante la campaña un día de campo, puesto que otras opciones podían derrotarlo. Todo indicaba que la época del Dedazo y el Tapado venturosamente estaban quedando como un vestigio del pasado. El pluralismo político se hacía presente y la voluntad presidencial, por más poderosa que fuera, no era la única en el teatro de la sucesión.
En los últimos años, la designación de los diversos candidatos fue eso, un nombramiento avalado por un partido o coalición que estaba obligado a competir con otros, de tal suerte que el ritual del Tapado se fue apagando. No obstante, nuestro Presidente, que mucho añora del pasado monopartidista y del hiperpresidencialismo, ya nos avisó que aquel juego le gusta. Nos dijo: “Hay muchas mujeres y hombres para el relevo… Yo soy el destapador y mi corcholata favorita va a ser la del pueblo…”. Sin rubor, el dedazo de entonces es el destapador de hoy y el tapado se convierte en corcholata. Lo que antes hacían los especuladores y caricaturistas en los medios, ahora lo retoma ni más ni menos que el titular del Ejecutivo. Y más allá del dudoso humor, llama la atención que el Presidente siga pensándose a sí mismo como la voz del pueblo, como si éste se expresara a través de él, como si esa constelación heterogénea que es el pueblo pudiera tener un solo sentir y un solo candidato. Le atrae ese ritual cortesano porque él será el “destapador”.
¿Una vuelta al pasado? Si por él fuera, sí. Sin embargo, no existe más un partido hegemónico, tenemos auténticas elecciones y competidores genuinos, y está por verse que la diciplina de ayer cuando no había más que un partido capaz de ganar cargos públicos se renueve mañana cuando las opciones son varias. De lo que cada día hay menos dudas es que a nuestro Presidente le encantaría un formato político como el de mediados del siglo pasado.
Cuando uno observa el comportamiento y los dichos de algunos de los dirigentes de la coalición gobernante en relación a Cuba, entiende (creo) algo de su concepción de la política. No deja de llamar la atención y preocupar la adhesión (en ocasiones hechizo) al régimen cubano de franjas relevantes de la izquierda mexicana. Máxime cuando fue a través de la vía democrática que nuestra izquierda logró crecer, fortalecerse y llegar a los espacios de representación y a los gobiernos estatales y federal. Da la impresión (y quisiera equivocarme) que la experiencia y ruta vividas en nuestro país no erosionaron con suficiencia viejas consejas que impiden a muchos asumir cabalmente los principios y valores democráticos. Creo que existen por lo menos tres nutrientes de ese apego que tienen una cierta tradición pero que hoy por hoy resultan no solo anacrónicos, sino alarmantes:
1. La Revolución como sinónimo de cambio verdadero. La Revolución tuvo y tiene en el imaginario de cierta izquierda una centralidad que con el proceso de transición democrática (me) pareció que declinaba. En esa dimensión ilusoria, la revolución significaba una transformación radical, violenta, espectacular, que modificaría de raíz la realidad. En contraste, las transformaciones graduales (reformistas), pacíficas, realizadas por canales institucionales, palidecían como insignificantes, menores, y en el extremo eran solo gatopardismo. Lo cierto y constatable es que la izquierda avanzó por esa segunda vía y sigo pensando que, en el camino, buena parte de ella transitó, para bien, de los códigos revolucionarios a los democráticos. Pero al parecer, nunca fue abandonado del todo (o, mejor dicho, por todos), el frenesí retórico “revolucionario”. Y ciertamente la cubana fue una revolución… que acabó haciendo suyo, para desgracia de los propios cubanos, el “modelo soviético” de Estado (unipartidista, vertical, supresor de las libertades).
2. El poco aprecio por la democracia y las libertades. Al parecer la vieja noción de que la forma de gobierno democrática no es más que una máscara de la dominación burguesa sigue gozando de cabal salud entre no pocos. El poder regulado, la división de poderes, los derechos humanos, los mecanismos de control y vigilancia de las autoridades, los derechos de las minorías (auténticas edificaciones civilizatorias) siguen siendo despreciadas. Bajo el argumento de que lo importante es para quién se gobierna (presuntamente para el pueblo), el cómo se gobierna deja de importar. No se acaba de entender que por esa vía lo que se construyen son dictaduras que, por cierto, tampoco cumplen con los supuestos beneficiarios de su gestión.
3. Un antiimperialismo heredado de la Guerra Fría. El mundo bipolar que emergió de la Segunda Guerra “ordenó” los alineamientos políticos en todo el orbe. Demasiados por convicción, por pragmatismo o porque no encontraron otra opción, se alinearon con los bandos en pugna. Cierto, hubo intentos y hasta agrupaciones de países que buscaron o proclamaron su no alineamiento. Pero el conflicto fundamental entre la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia por un lado, y las democracias occidentales y su Pacto Atlántico por el otro, se convirtió en un imán que “formó” a las muy distintas fuerzas políticas y países. La Guerra Fría terminó, pero parece persistir el potente y simple resorte aprendido: que todo aquello que se oponga a los Estados Unidos es por definición virtuoso. Un reflejo bien aceitado, elemental e inservible que convierte a cualquier resistente a los Estados Unidos en una entidad digna de aprecio.