La diferencia sexual en la historia - María-Milagros Rivera Garretas - E-Book

La diferencia sexual en la historia E-Book

María-Milagros Rivera Garretas

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Este libro tiene la arriesgada pretensión de ofrecer un pasaje a un lugar en el que apenas ha estado nadie. El lugar es la historia que está más allá de lo social, no en contra de lo social. En el siglo XX, el triunfo del pensamiento de izquierda -un pensamiento masculino espléndido- ha ido llevando a la gente a creer que toda la historia es social. Y, sin embargo, no es así, como han aprendido por experiencia y con padecimiento algunas feministas que, en la década de los setenta, empezaron a escribir historia de las mujeres guiadas, con ilusión, por el paradigma de lo social. Creían que todo cabía en él, también el sentido libre del ser mujer. Pero no cupo. Cupo el estereotipo de género femenino, es decir, cupo lo que en la vida de una mujer tiene que ver con el poder. Pero no cupo todo lo demás: no cupo la diferencia sexual. Porque el poder, importantísimo como, por desgracia, es, no ha ocupado nunca ni la historia entera ni la vida entera de nadie. En el paradigma de lo social no cupo nada o apenas nada del amor, es decir, de lo que hace historia orientado por la metáfora del corazón.

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Seitenzahl: 421

Veröffentlichungsjahr: 2011

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LA DIFERENCIA SEXUAL

EN LA HISTORIA

María-Milagros Rivera Garretas

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

2005

Esta publicación no puede ser reproducida, ni toda ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© María-Milagros Rivera Garretas, 2005

© De la presente edición: Publicacions de la Universitat de València, 2005

© De la imagen de la cubierta: Museo Patio Herreriano, Valladolid

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Diseño de la maqueta: Inmaculada Mesa

Ilustración de la cubierta: Elena Rivero, Carta a la madre, 2001

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 84-370-6118-0

Realización de ePub: produccioneditorial.com

INTRODUCCIÓN

UNA HISTORIA ASIMÉTRICA DE LAS MUJERES Y DE LOS HOMBRES

El óvulo de este libro es una conferencia que, movida por el deseo de mi amiga Cristina Dupláa (1954-2001), di en Dartmouth College (New Hampshire) en mayo de 1997. La titulé Sexual Difference in History y la repetí después en The University of Chicago y en el campus de Ourense de la Universidad de Vigo. Desde entonces, ha sido la escucha de mis alumnas y alumnos de la Facultad de Geografía e Historia, del máster en Estudios de las Mujeres y del máster online en Estudios de la Diferencia Sexual del Centro de Investigación Duoda, de la Universidad de Barcelona, lo que me ha permitido seguir elaborando ese origen hasta convertirlo en un libro. A ellas y a ellos, además de a Cristina, les está dedicado.

El libro ya nacido tiene la arriesgada pretensión de ofrecer un pasaje a un lugar en el que apenas ha estado nadie. Este lugar es la historia que está más allá de lo social, no en contra de lo social. A lo largo del siglo XX, el triunfo del marxismo crítico y del paradigma historiográfico del entorno de la revista Annales de París nos ha ido llevando a la gente a creer que toda la historia es social, que historia e historia social son sinónimos. Y, sin embargo, no es así, como hemos aprendido por experiencia y con padecimiento algunas feministas que, en la década de los setenta, empezamos a escribir historia de las mujeres guiadas, con ilusión, por el paradigma de lo social. Creíamos que todo cabía en él, también el sentido libre del ser mujer. Pero no cupo. Cupo el estereotipo de género femenino, es decir, cupo lo que en la vida de una mujer tiene que ver con el poder: con el tenerlo y, sobre todo, con el sufrir las consecuencias de su ejercicio por hombres y por algunas mujeres. Pero no cupo todo lo demás, porque el poder social, importantísimo como, por desgracia, es, no ha ocupado nunca ni la historia entera ni la vida entera de nadie. En el paradigma de lo social no cupo nada o apenas nada del amor, es decir, de lo que hace historia orientado por la metáfora del corazón.1

En la historia que está más allá —no en contra— de lo social cabe, por ejemplo, la relación de una mujer o de un hombre con su madre concreta y personal: una relación amorosa y conflictiva que es estrictamente material y simbólica (no o no sólo biológica y psicológica). Es decir, es una relación que afecta a la materia fundamental de la historia, materia que es el cuerpo humano y la lengua materna, inseparables siempre y siempre anhelando existir libremente y descifrar el sentido de la vida y de las relaciones, que es (esto último) lo que es lo simbólico.

La relación con la madre no se acaba con la infancia sino que afecta a todos y cada uno de los seres humanos durante la vida entera. Nos afecta porque el nacimiento es el hecho inaugural de la propia historia y sigue viviendo con ella. En este hecho histórico se da a conocer un dato crucial de cada existencia humana: el hecho de ser quien nace mujer u hombre. En otras palabras, al nacer se pone de manifiesto, para siempre, la diferencia sexual.

Al inaugurar cada vida, el nacimiento estrena un contexto relacional concreto en el que cada criatura humana es humanizada aprendiendo a hablar y aprendiendo la competencia del estar aquí en el mundo.2 Este mundo relacional lo crea cada madre cada vez que da a luz, de manera que el venir al mundo queda definitivamente marcado por la dependencia de la relación materna. Históricamente, la dependencia de la relación primera con la madre ha sido, con frecuencia, tomada de manera distinta por las mujeres y por los hombres. Entre las mujeres —aunque no siempre ni sin conflicto—, se ha tendido a ver en esta relación una fuente de significado. Entre los hombres, según escribió un autor clásico muy leído y representado de la literatura en lengua castellana, Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), el nacimiento ha sido incluso entendido como el mayor delito del hombre.

¿Por qué un delito? Porque en la relación con la madre hay, de origen, dependencia y asimetría. La dependencia y la asimetría (asimetría, no desigualdad) las lleva mejor y con más gracia la niña que el niño, ya que ella es del mismo sexo que la madre, mientras que él es de distinto sexo: «Madre ¿por qué me pariste / si tan lejos me pariste?» ha escrito un poeta del siglo XX cuyo nombre no recuerdo. En la historia de Europa y de Occidente, en especial desde el Humanismo y el Renacimiento, se nota mucho una tendencia a cancelar los hombres tanto la dependencia como la asimetría originarias. Para cancelar la dependencia de la relación materna, inventaron la subjetividad llamada moderna, basada en la autonomía y en el individualismo.3 Para borrar la asimetría, inventaron el principio de igualdad de los sexos, desfigurando lo evidente. Por ello, la diferencia sexual está ausente de la mayor parte de la historiografía occidental moderna y contemporánea.

Y, sin embargo, la diferencia sexual es una fuente extraordinariamente rica de sentido para las mujeres y para los hombres. El sentido es, a su vez, fundamental para vivir humanamente. Ignorarlo sería una pérdida en términos de civilización, porque nos condenaría a sucumbir al determinismo ciego de los bienes de consumo.

Este libro intenta ser una pequeña aportación al conocimiento del sentido libre de la diferencia de ser mujer y de la diferencia de ser hombre en la historia. Yo, que soy una mujer, tengo quizá cierta competencia en lo relativo a la primera; en lo referido a la segunda, me he guiado por los escritos de autores que, en nuestro tiempo, han reflexionado en primera persona sobre el hecho de ser hombre.

Cuando leo o escribo historia, el sentido libre de la diferencia sexual lo noto y lo reconozco en que evoca y restaura una y otra vez en mí la experiencia de la relación primera con mi madre cuando aprendí a hablar; o, mejor, evoca y restaura la sensación viva de veracidad que entonces experimenté, porque al aprender a hablar se aprende la coincidencia entre las palabras y las cosas. Entiendo que esta experiencia primera ha dejado en mí una huella indeleble, huella que es o puede ser la fuente del sentido de la verdad y de la veracidad histórica. Esta historia hace en mí orden simbólico, porque me aporta sentido del ser, apartándome de la desesperación y del nihilismo.

Mi propuesta es escribir una historia a dos voces: dos voces distintas y asimétricas (no desiguales) en relación de intercambio libre. No, o no principalmente, en relación de contraposición dialéctica; porque lo hombres son, para mí, el otro sexo, no el sexo opuesto. En otras palabras, el hecho de ser mujer y hombre no es una antinomia del pensamiento sino una invitación a la curiosidad, a la mediación y a la práctica de la alteridad.

La historia es una, como es una la lengua y uno el mundo, pero ocurre que se encarna en dos sexos distintos y asimétricos: mujer u hombre. Aunque la mayoría de las facultades de que dispone el ser humano, como andar, pensar, reír, soñar, hablar..., sean las mismas en una mujer o en un hombre —con una excepción muy significativa, que es la capacidad femenina de ser dos—, la experiencia de vivir en un cuerpo de mujer es distinta de la experiencia de vivir en un cuerpo de hombre.4 Y a dos experiencias distintas corresponden dos voces para expresarlas: dos voces de una única historia. De lo cual se deduce que la historia es la historia de las mujeres y la historia es la historia de los hombres. Siendo, por tanto, necesario el trabajo constante de mediación entre ambas: mediación, no automoderación, no cesión de sentido para poder convivir, ni tampoco división de la historia en dos mitades, una la propia de ella, otra la propia de él, una la de la vida cotidiana, otra la de las guerras, por poner un ejemplo crudo. No: todo lo que pasa en el mundo me afecta y me concierne como mujer.

La historia es la historia de las mujeres y la historia es la historia de los hombres sin determinismos, porque una mujer no está obligada a escribir historia de las mujeres. Pero, cuando se decide a hacerlo, resulta que la historia que ella escriba teniendo en cuenta que es una mujer, será la historia. Y lo mismo ocurre con los hombres que tengan en cuenta su diferencia sexual, que no pretendan ser un neutro universal. Dicho en otras palabras, ella mira el mundo entero, él mira el mundo entero: no se lo dividen entre sí para escribir historia de unas partes o episodios. Esta es la paradoja y, si puedo usar esta palabra hablando de historia, el misterio de la criatura humana: el ser una y presentarse siempre y sólo en dos.

Este libro le debe mucho a las relaciones. Destaco entre ellas las que tengo con quienes lo han leído en borrador, dándome medida: Remei Arnaus i Morral, Clara Jourdan, Ana Mañeru Méndez, María Milagros Montoya Ramos y Elisa Varela Rodríguez; con las compañeras y amigas que gestionan y dirigen el Centro de Investigación Duoda de la Universidad de Barcelona; con la Librería de mujeres de Milán, con la comunidad filosófica femenina Diótima de la Universidad de Verona, con la Llibreria Pròleg de Barcelona, con la Fundación Entredós de Madrid, con la Librería Mujeres de la misma ciudad, con Gemma del Olmo Campillo que, entre otras cosas, ha llegado con la informática a donde yo no llego, y con las sabias que cuidan de la salud fieles al origen femenino del cuerpo humano.

1 Sobre el amor como creación histórica, María Zambrano, El pleito feminista y seis cartas al poeta Luis Álvarez-Piñer (1935-1936), «Duoda. Revista de Estudios Feministas» 23 (2002) 205-218. Sobre la metáfora del corazón, Ead., La metáfora del corazón, en La Cuba secreta y otros ensayos, Madrid, Endymion, 1996, 92-97.

2 Sobre la importancia del contexto relacional, Marirì Martinengo, Claudia Poggi, Marina Santini, Luciana Tavernini y Laura Minguzzi, Libres para ser. Mujeres creadoras de cultura en la Europa medieval, trad. de Carolina Ballester Meseguer, Madrid, Narcea, 2000. Sobre la lengua que humaniza, Luisa Muraro, El orden simbólico de la madre, trad. de Beatriz Albertini, Mireia Bofill y María-Milagros Rivera, Madrid, horas y HORAS, 1991. Sobre la Daseinkompetenz, Ina Praetorius, La filosofía del saber estar ahí. Para una política de lo simbólico, «Duoda. Revista de Estudios Feministas» 23 (2002) 98-110.

3 Es interesante que mi lengua materna no me deje decir «individua» sin remitirme a otra cosa, a pesar de los esfuerzos de las feministas, yo incluida.

4 VV. AA., Preguntas del idiota sobre la diferencia sexual, en Hipatía, Autoridad científica, autoridad femenina, trad. de Laura Trabal Svaluto-Ferro y María-Milagros Rivera Garretas, Madrid, horas y HORAS, 1998, 87-95.

1. ¿QUÉ ES LA DIFERENCIA SEXUAL?

La vivencia y la idea que han dado origen a este libro dicen que la experiencia humana femenina tiene una relación problemática con las metanarrativas históricas propias de la cultura occidental, así como con la historiografía y con la política en ellas inspiradas. Entendiendo por metanarrativas los relatos generales que nuestra cultura ha ido inventando —es decir, hallando— para explicar y recordar su pasado.

Ni el relato del Génesis, ni el de la guerra de Troya, ni el Éxodo, ni la explicación providencialista cristiana, ni la teoría feudal de los tres órdenes, ni la filosofía de la historia de Marx y de Engels, ni el paradigma de lo social propio del siglo XX, han tenido en cuenta el sentido libre del ser mujer en el tiempo.1 Aunque, desde el marxismo y desde la historia social, se le haya dado, a esa relación problemática de las mujeres con las metanarrativas, la respuesta de la discriminación sexista. Pero el reducir la experiencia humana a la discriminación no da libertad sino que añade una instancia más de opresión y de miseria, ya que la libertad sólo puede hallarse o alcanzarse con la libertad. Y sin libertad no hay Historia humana.

Todavía recuerdo las caras desvaídas de mis alumnas de Historia medieval de España cuando, a principios de los años ochenta, yo me esforzaba en explicarles la historia de las mujeres interpretando las fuentes desde la queja y la reivindicación: queja de nuestra ausencia de las metanarrativas y reivindicación de estar en ellas. Las alumnas salían de clase derrotadas, claramente menos libres, mientras que algunos alumnos esbozaban una ligera mueca de alivio. Fueron ellas quienes me llevaron, con su gesto confuso aunque afectuoso, a la toma de conciencia de que era el amor a la libertad, el amor al sentido libre del ser mujer, lo único que podía restituirnos, a mí y a ellas, la Historia en lo que tiene de alma mater, de madre nutricia de la vida en mi presente y en el suyo.

La relación problemática de la diferencia de ser mujer con las meta-narrativas afecta a la historia de las mujeres y a la historia de los hombres. Afecta a la primera porque la deja huérfana de padre o insignificante en la casa de este. Afecta a la segunda porque la deja sin alteridad, sin otro, sin lo otro que es libremente mujer: la deja sin la alteridad imprescindible para tener sentido. Ya que las mujeres y los hombres vivimos en un solo mundo.

No voy a proponer, por tanto, añadir la experiencia humana femenina a las metanarrativas existentes, ni tampoco inventar una metanarrativa nueva, global o integradora, sino practicar una escritura de historia sensible a una paradoja muy corriente en la vida. Dice la paradoja que la historia es una, como es una la lengua y es uno el mundo, pero es vivida sólo y siempre en dos, porque es vivida e interpretada por criaturas humanas sexuadas, que son únicamente mujer u hombre: dos seres iguales en valor y sustancialmente diferentes. Propongo, por tanto, una historia a dos voces; a dos voces en relación de intercambio, sea el intercambio conflictivo o pacífico: no, o no principalmente, en relación de contraposición dialéctica.

EL SENTIDO LIBRE DEL SER MUJER U HOMBRE

La diferencia sexual es una evidencia del cuerpo humano. Es algo fundamental, un hecho configurador de cada vida femenina o masculina, de sus potenciales, de sus facultades, de sus posibilidades de existencia en el mundo y en la historia. Es fundamental porque funda y acompaña durante toda la vida el cuerpo que cada uno es, el cuerpo que cada una es. Uno es dado a luz niño, una es dada a luz niña: es este el primer anuncio que se hace —a la madre, al padre, a los amigos y amigas— de una vida nueva, es el primer rasgo del que se informa. La diferencia sexual es, por tanto, la diferencia humana primera. Nadie nace en neutro.2

Hay, en realidad, un interés unánime, a un tiempo ancestral y muy del presente, por informarse de este hecho inaugural que marca para siempre la historia de cada ser humano. La marca también en los casos de transexualidad, ya que el cambiar de sexo es una manera de corroborar la importancia existencial del dato mismo. El interés por el sexo de cada criatura que nace o de cada ser humano con quien entramos en contacto indica que hay en ello algo más que curiosidad por la apariencia individual de ese cuerpo. Indica que el sexo tiene consecuencias históricas sus tanciales en el entorno vital: indica que la diferencia sexual es un hecho relacional, que interviene en el contexto político, modificándolo.

El hecho de nacer niña o niño es previo al contrato social; es, por tanto, anterior al pacto que Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) entendió hace dos siglos y medio que era el pacto fundador de las sociedades humanas.3 Esto quiere decir que la diferencia sexual es un hecho previo a la pertenencia de clase. Carl Marx lo percibió, aunque no lo tomara en consideración. Escribió, por ejemplo, en su Introducción a la crítica de la economía política (1857): «En la producción social de la vida, los hombres entran en relaciones de producción...».4 Es decir, la producción social de la vida viene en segundo lugar, después, en el tiempo, de la creación y recreación de la vida.

El hecho de nacer mujer u hombre es susceptible de historia, porque los cuerpos femeninos y los cuerpos masculinos, aunque compartan muchas facultades, son distintos y generan, por tanto, historias distintas; y porque el sentido del ser mujer u hombre cambia con la realidad que cambia: no se es niña de la misma manera hoy que ayer, no se es hombre de la misma manera en el siglo XII y en el siglo XX; y se es ambas cosas de manera distinta en las diversas comunidades de hablantes y, parcialmente, en las distintas clases sociales. Hay épocas de la historia de Europa, por ejemplo, en las que el nacer niña ha sido entendido como una desgracia; en otras, en cambio, es algo sentido como un privilegio delicadísimo: raras veces ha resultado o resulta indiferente, aunque las madres tendamos a amar tanto a la niña como al niño cuando le traemos al mundo.

La diferencia sexual no es, pues, un dato fijo —«biológico», se solía decir antiguamente— sino un dato interpretable, un dato siempre en movimiento, siempre en proceso de conservación y de cambio, que es de lo que se ocupa la historia. Es un dato que impregna la relación de cada ser humano con la realidad, sexuándola. Sexuar la relación con lo real no es una complicación sin la cual viviríamos mejor, sino una riqueza grande y regalada, una fuente inagotable de sentido.

Y, sin embargo, este hecho fundamental y fundador del cuerpo humano se ha quedado fuera de la cultura universitaria y de la política con poder del Occidente que yo, mujer parcialmente emancipada, he conocido y conozco. Es decir, la cultura universitaria no ha convertido en saber el hecho de la sexuación de la especie humana. Lo ha dejado como un dato de la intimidad, sin apenas interés científico, ignorando que afecta al sujeto mismo del conocimiento y afecta, por tanto, necesariamente, al conocimiento que ese sujeto produce. Tanto es así, que apenas se oye hablar de la diferencia sexual en las clases de la Facultad, ni en España ni en los Estados Unidos, por ejemplo: aunque se oiga más en España que en los Estados Unidos, ya que esta última nación nació del triunfo del principio de igualdad universal en el siglo XVIII, principio de igualdad que oculta la diferencia sexual. Y lo mismo ocurre en la política con poder, es decir, en la política fundada en los partidos políticos, nacidos en el mismo siglo como espacios de solo hombres en oposición a la política mixta promovida por las Preciosas en la Europa anterior a la Revolución Francesa.5

Sin embargo, fuera de las aulas y de las instituciones científicas, no resulta difícil reconocer que las mujeres y los hombres vivimos, con frecuencia, las mismas experiencias históricas de manera distinta6; sin que esto signifique que todos los hombres o todas las mujeres vivan o vivamos esa experiencia de la misma manera, ni tampoco que una vivencia sea, en cuanto tal, mejor o peor que la otra, pues hablo de cuestiones del orden simbólico —del orden del sentido— no del orden moral. A esas vivencias distintas les falta, sin embargo, simbólico, les faltan palabras para decirse, porque la diferencia de ser mujer y la diferencia de ser hombre no son un conjunto de datos definibles de una vez para siempre, sino que son una criatura humana significando: significando libremente en cada situación el hecho de ser ella o él un cuerpo sexuado. Ante la guerra, por ejemplo, o ante cosas de la vida como la inflación, el deporte, la contaminación, la risa, el placer, el paro, la natalidad, la prostitución, la belleza o fealdad de las ciudades..., notamos una y otra vez que las mujeres y los hombres tienden a tener opiniones distintas, pero raras veces es asociada explícitamente la diferencia de opinión con el hecho de ser quien la sustenta mujer u hombre.

En junio de 2004, en el contexto del debate del anteproyecto de ley orgánica contra la violencia ejercida sobre las mujeres que se ha producido en España, un periodista conocido se resistía heroicamente contra la sexuación de la interpretación de la realidad que el título de la ley introduce con su uso de la palabra mujeres, proponiendo (el periodista) que a la ley se le llame «contra la violencia doméstica». Su argumento decía que los hombres sufren igual que las mujeres esa violencia porque, con cierta frecuencia, ellos se suicidan después de haber matado a su mujer, exmujer, novia o quienes accidentalmente les obstruyeran el paso7: como si matar y morir fueran lo mismo. Es así, con un gesto aparentemente pequeño pero de grandes consecuencias, como nuestra cultura escrita elude incesantemente la sexuación de lo real —real que, en este caso, consiste en que la mujer sufre y es asesinada, el hombre sufre y la asesina—, interpretándola en neutro, con expresiones como «violencia doméstica» o «violencia de género».

Que la diferencia sexual se haya quedado fuera de la cultura universitaria y fuera de la política con poder, es una paradoja. La paradoja consiste en que todas y todos sabemos que somos mujer u hombre, todas y todos sabemos que en la vida, en la calle, en la historia, hay y sólo hay mujeres y hombres, niñas y niños: todas y todos sabemos que la naturaleza, frente a la máquina, es sexuada, siempre y en todas partes, como escribió la filósofa Luce Irigaray hace ya años.8 Y, sin embargo, cuando leemos un libro de historia o de filosofía o escuchamos un discurso político, este dato básico desaparece; y el sujeto de la historia, del pensamiento o de la política deja de ser una mujer, deja de ser, también, un hombre, para convertirse en un ente ficticio, en un neutro, que el feminismo de los años setenta del siglo XX llamó un neutro pretendidamente universal.9

De esta manera, los libros de historia o de filosofía o de política pasan de lo que se puede llamar el régimen del dos, que es el que explica y expresa la vida corriente, al régimen del uno, que es el propio del pensamiento abstracto de la cultura universitaria occidental.10 Lo que el pensamiento abstracto abstrae en primer lugar es, precisamente, la diferencia de ser mujer y la diferencia de ser hombre: pues la diferencia sexual se presenta siempre y sólo en dos, femenina y masculina.

El proceso de transformación de la criatura humana sexuada en un sujeto neutro pretendidamente universal es un proceso propio, en Occidente, de la Edad moderna y de la Edad contemporánea. En la Europa medieval hubo una sensibilidad bastante grande hacia la diferencia humana primera. La cosmogonía feudal se formó en torno a dos principios creadores, cada uno de los cuales era percibido y entendido como de alcance cósmico: estos dos principios creadores eran el principio creador masculino y el principio creador femenino. Es la doctrina o enseñanza que en los siglos XII y XIII fue puesta en palabras con la expresión los dos infinitos; dos infinitos que eran Dios —el principio creador masculino— y la materia prima o materia primera —el principio creador femenino—.11

La doctrina de los dos infinitos se asocia en la teología y en la historia medieval con la herejía amalriciana, que toma este nombre de Amalrico de Bène, un pensador muerto en 1206, que fue discípulo del traductor de Aristóteles al latín David de Dinant y, también, preceptor del que sería rey Luis VIII de Francia. La doctrina de los dos infinitos, en su versión amalriciana, fue calificada de herejía por el sínodo de París de 1210 y por el IV Concilio ecuménico de Letrán de 1215. Pero no desapareció del pensamiento europeo. Está bien documentado que el pensamiento de Amalrico era muy popular, en la primera mitad del siglo XIII, entre monjes y profesores, entre intérpretes de Bernardo de Claraval, entre las beguinas, en Ruysbroeck, en el movimiento del Libre Espíritu, en otras propuestas declaradas heréticas...: en general, en la teología medieval en lengua materna;12 y, más tarde, en Juan Huss, en Jerónimo de Praga, en Giordano Bruno,13 incluso —ya en el siglo XX— en Clarice Lispector... Esta genial escritora de lengua portuguesa brasileña escribió en 1944:

«¿En qué radicaba a fin de cuentas su divinidad? Hasta en las menos dotadas habla la sombra de aquel conocimiento que no se adquiere con la inteligencia. Inteligencia de las cosas ciegas. Poder de la piedra que al caer empuja a otra que va a caer en el mar y mata un pez. A veces se encontraba el mismo poder en mujeres recién madres y esposas, tímidas hembras del hombre, como la tía, como Armanda. Y, sin embargo, tenían una gran fuerza, la unidad en la flaqueza... Tal vez estaba exagerando, tal vez la divinidad de las mujeres no fuera específica y estaba sólo en el hecho de que existían. Sí, sí, ahí estaba la verdad: aquellas mujeres existían más que los demás, eran el símbolo de la cosa en la propia cosa. Y la mujer descubrió que era un misterio en sí misma. Había en todas ellas una cualidad de materia prima, alguna cosa que podía acabar definiéndose pero que jamás acababa haciéndolo porque su misma esencia era la del ‘cambio’. ¿A través de ella exactamente no se unía acaso el pasado al futuro y a todos los tiempos?».

Añade, más adelante: «No exagerar su importancia, en todo vientre de mujer puede nacer un hijo. ¡Qué bella y qué mujer es, serenamente materia-prima, a pesar de todas las otras mujeres!».14

En Guillerma de Bohemia y en Margarita Porete, teólogas en lengua materna del siglo XIII, la herejía de Amalrico tomó la forma de la doctrina que probablemente sus detractores llamaron del «endiosamiento» o deificatio.15 Este pensar fue condenado por santo Tomás de Aquino. Según Tomás, había en su tiempo (él vivió entre 1225 y 1274) un pecado de idolatría consistente en creer que todo el mundo es Dios, «totum mundum esse Deum» —escribió en su Summa contra gentiles.16 Se refiere a los y las «endiosadas», es decir, a quienes creían en lo divino encarnado en la criatura, en su materia carnal.

En su Summa theologiae, Tomás condenó a quienes habían sostenido y sostenían la divinidad, la infinitud, de la materia primera, citando explícitamente a David de Dinant y a Amalrico de Bène. Escribe Tomás o santo Tomás: «Otros dijeron que Dios es el principio formal de todas las cosas. Y se dice que esta fue la opinión de los amalricianos, mas el tercer error fue de David de Dinant, que muy estúpidamente propuso que Dios es la materia primera».17 Intentó así Tomás reducir los dos infinitos de la cosmogonía feudal —Dios y la materia primera— a uno solo, Dios: además de condenar la enseñanza o doctrina que decía que la materia primera es un infinito.

La Europa moderna fue perdiendo el sentido de los dos infinitos a partir del siglo XIV y, más intensamente, a partir del siglo XVI. Lo hizo ayudada por las universidades, por el Humanismo y por los tribunales de la Inquisición, que se aplicaron en la llamada caza de brujas18. De manera que, poco a poco, el principio creador femenino fue subsumido en el masculino; hasta desaparecer —no de la vida ni de la calle, pues sin él se detendría el mundo— sino del pensamiento universitario y de la política con poder. Esta pérdida llegó a su punto máximo en el siglo XX, con los totalitarismos; los totalitarismos intentaron erradicar o volver insignificantes también otras diferencias: el nacionalsocialismo o nazismo, con su antisemitismo y su persecución de la gente gitana y disidente, fue un ejemplo extremo del régimen o política del uno. El totalitarismo ha sido un pensamiento y una política terriblemente empobrecedora de la vida, porque las diferencias son una fuente de riqueza, una riqueza que es el fundamento del deseo, siendo, a su vez, el deseo lo que nos mantiene vivos y vivas.

¿Cómo se explica esta paradoja, este cancelar la Europa moderna y contemporánea la relación entre la diferencia sexual y el conocimiento y la política dotados de poder social?

Pienso que el siglo XVI inauguró una directriz histórica y política que fue la de despreciar y excluir la receptividad: despreciar y excluir la pasividad, el dejarse dar. Y, al mismo tiempo, concentrar la energía humana de la época en lo activo. Lo activo, o sea, el dar, dar cuando es solicitado y, también, cuando no lo es, cuando no se le pide nada a Europa. Esta directriz política está, en mi opinión, entre los orígenes del imperialismo moderno: es decir, entre los orígenes del imperialismo que transformaría a Europa en Occidente. Junto a lo activo, Europa favorece y apoya la autonomía, el no depender de nadie. Pero el cuerpo femenino se ajusta mal a los dos proyectos. Se ajusta mal porque es un cuerpo dispuesto a la receptividad. Es un cuerpo abierto a lo otro, un cuerpo abierto a lo distinto de sí: un cuerpo con capacidad de ser dos. El cuerpo masculino, en cambio, se ha sentido a gusto, al parecer, en una política fundada en la actividad y en la pretensión de autonomía.

En este marco político, la diferencia sexual, la diferencia humana primera, estorba; estorba porque es un hecho recibido, un hecho pasivamente recibido que funda la propia existencia y que, además, vincula a cada criatura humana, sea mujer u hombre, con su origen, con su madre y con el hecho de haber sido dado o dada a luz, obligándole a mirar —como la mujer de Lot— hacia atrás, no sólo hacia adelante. Y poniendo de esta manera en entredicho la pretensión de autonomía, de no ser hijo de nadie, propia del individualismo moderno, al servicio del capitalismo.

Por eso, la diferencia sexual fue progresivamente siendo empujada hacia los márgenes del conocimiento y de la política con poder, hasta quedar casi del todo olvidada en la primera mitad del siglo XX. Casi del todo olvidada, pero no olvidada del todo. Se ha refugiado, en primer lugar, en la lengua, en la lengua materna, en la lengua que hablamos. Todas las lenguas tienen recursos para señalar la diferencia de ser mujer y la diferencia de ser hombre. Son recursos distintos en cada una de las lenguas, pero están siempre presentes. El recurso más corriente es el género gramatical.

La atención a los recursos de la lengua materna es muy importante para poder percibir la diferencia sexual en el mundo, en la historia. Es muy importante porque esos recursos que la lengua materna tiene y que la madre enseña cuando nos enseña a hablar, se van perdiendo en la enseñanza que llaman reglada. O sea, en la escuela y en la universidad. En la enseñanza reglada se habla, por ejemplo, del hombre prehistórico, del hombre medieval, de la filosofía del hombre; se dice que los hombres entran en relaciones de producción, que el campesino o el esclavo sufrían explotación, que los niños morían con facilidad en las sociedades anteriores al descubrimiento de la penicilina..., y así sucesivamente: siempre para referirse a mujeres y a hombres, a obreros y a obreras, a campesinas y a campesinos, a niñas y a niños.

En la enseñanza reglada, se van perdiendo los recursos que señalan la diferencia sexual, hasta el punto de que se podría decir que la lengua materna y el lenguaje universitario son dos lenguas distintas. Dos lenguas distintas también cuando el sistema de signos es el mismo: hoy damos las clases en español, en catalán o en portugués, pero hay un corte entre la lengua materna y la lengua del aula que, antiguamente, se manifestaba con más claridad porque en casa y en la calle se hablaba la lengua materna y, en cambio, en la universidad se daban las clases en latín, una lengua ya muerta.

El lenguaje universitario es un lenguaje que llamamos abstracto. Lo que este lenguaje abstrae, en primer lugar, es la diferencia sexual.

Ocurre entonces que una alumna no acaba de reconocer su genealogía en la historia del «hombre moderno», ni un alumno acaba tampoco de reconocer como antepasado suyo a ese «hombre moderno» que ha absorbido dentro de sí a las mujeres de la época y que asume, por tanto, una responsabilidad histórica enorme, desmesurada.

Sin embargo, hay que decir también que el lenguaje abstracto no abstrae de la misma manera ni con la misma intensidad la diferencia de ser mujer y la diferencia de ser hombre. Lo femenino desaparece del todo en las palabras de este lenguaje, desaparece en las palabras que, en el conocimiento universitario, dicen lo que es; lo masculino, en cambio, se presenta con su forma gramatical completa, aunque cargado con una tarea mayor. Una tarea mayor que cada vez más hombres jóvenes veo a mi alrededor que desean deponer, significando su diferencia sexual, es decir, poniendo en palabras el sentido libre del ser hombre hoy19.

La diferencia sexual —la diferencia de ser mujer y la diferencia de ser hombre— es, por tanto, un hecho recibido constitutivo de cada existencia humana, un hecho que acompaña la experiencia viva pero no es tenido en cuenta en los libros habituales de Historia. Está, no obstante, en la historia, porque toda experiencia humana es, en principio, historiable. Está en las fuentes históricas cuando estas expresan libremente el sentido vivido de la experiencia de ser mujer u hombre.

El soporte de estas expresiones es muy variado: pueden ser palabras —desde el documento de archivo o epigrafía hasta la poesía, la canción o el ensayo—, pueden ser prácticas políticas, formas de sexualidad y de amor, el arte plástico, la música, la arquitectura, el derecho, la dieta, la moda, el dolor, la misericordia, la solidaridad, el cuidado, la violencia, la caridad... Estas fuentes —las fuentes de siempre— están a la espera de quien desee interpretarlas teniendo en cuenta la sexuación ineludible del cuerpo humano.

LA UNIVERSIDAD: UN MUNDO SIN MUJERES ANTES DEL SIGLO XX

Entre el saber de la experiencia y el conocimiento universitario, entre la vida de la calle y la política democrática hay, pues, todavía hoy una separación que, en la cultura occidental, es el resultado de someter el saber de la experiencia a un proceso de abstracción de la diferencia sexual, llevando la lengua materna a expresarse en un neutro que, en rigor, no existe en la historia de la especie humana.

En este proceso de abstracción se pierde simbólico, entendiendo por simbólico el sentido de la vida y de las relaciones expresado en la lengua materna, la lengua que hablamos. Un ejemplo es el uso del término «persona».

Durante el siglo XX, se ha dicho mucho eso de «yo soy una persona» o «queremos ser personas». Se decía como algo liberador: algo que liberaba de la diferencia sexual, como si la diferencia sexual fuera un peso, un estorbo. Se olvidaba que «persona» es una palabra griega que significa «máscara»; es decir, algo que tapa y cubre lo que se es, no algo que libera el ser.

Hoy, en cambio, podemos decir en Occidente que la diferencia de ser mujer y la diferencia de ser hombre son una fuente inagotable de sentido que enriquece la convivencia humana: si nos dejamos dar, si cada una y cada uno se abre a lo otro, se deja dar por lo otro, por lo distinto de sí. Sin olvidar que lo otro está también, y en primer lugar, dentro de mí.

A poder decir que la diferencia sexual es una fuente de sentido, y que el sentido (no sólo el bienestar económico o los privilegios sociales, por ejemplo) enriquece la convivencia, se llegó, en la universidad, en la segunda mitad del siglo XX. Este proceso fue precipitado por la presencia de mujeres en las aulas desde finales del siglo XIX: presencia viva y encarnada de la materia prima o principio creador femenino, que ha revolucionado, de hecho, la sustancia de la universidad —su composición humana— hasta hacer que, sin apenas ruido, la universidad haya dejado de ser un mundo sin mujeres.20

La revolución de la composición humana de la universidad ha configurado, a su vez, la posibilidad de que dé inicio un proceso de transformación del conocimiento propio de ella, un conocimiento que, con frecuencia, la gente llama, despectivamente, académico; despectivamente le llama la gente así porque resiente la exclusión de su seno de la sexuación humana. La resiente porque el sentido del ser mujer u hombre es una cuestión existencial importantísima, que requiere la atención de todas las especialidades científicas.

El proceso de exclusión de la sexuación humana del conocimiento con poder comenzó induciendo a la desconfianza en la veracidad de las sensaciones nacidas del propio cuerpo. Esto se hizo con el fin de modificar el sentido de la corporeidad humana y el valor de la vivencia personal y libre del cuerpo, fuera femenino o masculino. El proceso empezó en la Grecia clásica, siguiendo, con formas y tiempos históricos distintos, a lo largo de los siglos, en los ámbitos en los que la generación del conocimiento con poder se ha hecho en un mundo sin mujeres.

El modificar el sentido y el valor de la vivencia personal y libre del propio cuerpo ha servido a un objetivo concreto y terrible: el facilitar el control y el dominio de los cuerpos por instancias ajenas a la mujer o al hombre a quien su cuerpo le fue regalado por su madre cuando ella le trajo al mundo. Ya que el poder es, ante todo, poder sobre los cuerpos. Recordando que la Grecia clásica fue una sociedad sustentada por un modo de producción esclavista.

Para modificar el sentido y el valor de la vivencia personal del propio cuerpo, se enseñó, en primer lugar, que cada cuerpo humano, que es vivido por quien lo habita como uno, consta, en realidad, de dos entidades en lucha: el alma y el cuerpo. Se desplazó así la dualidad verdadera que es la diferencia de ser mujer u hombre, en una dualidad ficticia, que no responde a la experiencia. La propuesta es extraña y contradictoria, pues dividir el cuerpo en cuerpo y alma parece una tarea imposible, como es imposible dividir un pastel en ello y otra cosa. La contradicción indica, sin embargo, que hay un problema en la operación misma, y así lo recuerda la lengua.

Para construir esta dualidad ficticia —que tanto ha perseguido la historia de los hombres, llenándola de dualismos—, se usó la experiencia humana auténtica de presencia de la alteridad ya dentro de mí, alteridad u otro con lo que contrato mis decisiones y que me acompaña fielmente, abriéndome a la trascendencia.

Además de dividir el cuerpo humano en dos, fue introducido, en la vivencia del propio cuerpo, un elemento extraño: la jerarquía. Pues la dualidad ficticia cuerpo/alma dice que esas dos partes no son ni semejantes ni equivalentes, sino que una es superior y la otra inferior. El alma, como es sabido, ha sido considerada durante siglos superior al cuerpo. Asimismo, el cuerpo o materia son atribuidos más a la mujer y a la madre, autora de los cuerpos, ocultando que ella lo da a luz y lo dona a su hijo o hija entero, completo, uno y único.

Una traducción política de este pensamiento fue ideada, en la Atenas clásica, por Platón. Este filósofo sostuvo que el mundo está dividido en dos reinos: el reino de la generación y el reino de la filosofía. El reino de la generación sería —en su opinión— el inferior, el dedicado a la creación y recreación de la vida, el propio de las mujeres. El reino de la filosofía sería el superior, el entregado a la vida del espíritu, el masculino, un ámbito de la existencia al que la corporeidad estorba. Como es obvio, la corporeidad, que es la sede de la diferencia sexual, fue situada por Platón en el ámbito inferior, entre las condiciones que el hombre sabio debe superar porque estorban y obstaculizan su libertad.21

Las elucubraciones políticas de Platón fueron pensadas en una época histórica de la que la literatura griega ha dejado como testimonio y recuerdo indeleble algunas tragedias sangrientas protagonizadas por mujeres: Medea, Antígona... Estas tragedias espeluznantes son un testimonio certero de cambios políticos cuya herencia seguimos padeciendo en el tiempo que llamamos nuestro, un tiempo en el que siguen siendo fielmente representadas y leídas, no tanto porque sean de composición bellísima sino porque la herida de la que dan cuenta sigue abierta y duele. Son tragedias que tratan de cambios políticos relativos al cuerpo humano y a las relaciones de los sexos y entre los sexos, cuerpos y relaciones que son el fundamento político de la vida y de la historia.

De la tragedia Antígona conservamos la versión de Sófocles, que no sería, ciertamente, la única. Antígona era hija del rey Edipo y de la reina Yocasta. Siendo una mujer joven, fue condenada a muerte, a morir enterrada viva, por desafiar a su tío Creón: le desafió enterrando a su hermano Polinices. Ella enterró a su hermano por amor a la madre y en reconocimiento de la genealogía materna, en reconocimiento de que él —Polinices— era hijo y obra de su madre. Antígona decide que debe ser enterrado aunque lo prohíba el poder, poder que no puede ir —entiende ella— en contra de la madre ni de la relación que a ella le vincula con su hermano. Pero el poder irá, a partir de ese momento histórico, en contra de la madre, precisamente con esta sencilla crudeza. Algo semejante ocurrirá con el conocimiento que el poder sostiene: irá llenándose de discursos que no hablan en lengua materna y, por tanto, no me traen lo real, no hacen en mí orden simbólico.

Antígona fue enterrada viva en el contexto del paso violento, en Grecia, de la monarquía a la democracia. La tragedia de Antígona recuerda que, con ella, fue enterrada viva la diferencia sexual, diferencia que estará desde entonces ausente de la forma política llamada democracia; aunque no de la vida y de los cuerpos.

María Zambrano, una mujer que escribió La tumba de Antígona cuando murió su hermana Araceli, entendió, sin embargo, que Antígona no murió en su tumba:

«Antígona, en verdad, no se suicidó en su tumba, según Sófocles, incurriendo en un inevitable error, nos cuenta. Mas ¿podía Antígona darse la muerte, ella que no había dispuesto nunca de su vida? No tuvo siquiera tiempo para reparar en sí misma. Despertada de su sueño de niña por el error de su padre y el suicidio de la madre, por la anomalía de su origen, por el exilio, obligada a servir de guía al padre ciego, rey-mendigo, inocente-culpable, hubo de entrar en la plenitud de la conciencia. El conflicto trágico la encontró virgen y la tomó enteramente para sí; creció dentro de él como una larva en su capullo. Sin ella el proceso trágico de la familia y de la ciudad no hubiera podido proseguir ni, menos aún, arrojar su sentido».22

Sófocles, un hombre, entendió que, con Antígona, se quitó la vida el sentido libre de la diferencia de ser mujer, sentido que es libre cuando se enraiza en el orden simbólico de la madre. María Zambrano, una mujer, discrepa. ¿Qué quiere decir esto?

En la Grecia clásica, se dio un cambio político muy conocido y de grandes consecuencias para la historia de Occidente, un cambio que consistió en el nacimiento de la democracia con la fundación de la polis —la ciudad— como unidad de gobierno. La democracia nació en contra de la monarquía.

La democracia ateniense introdujo una novedad de enormes consecuencias políticas. Consistió en atribuirse, selectivamente, el origen del cuerpo humano. Decidió que la polis les daría el cuerpo a sus ciudadanos: sólo a sus ciudadanos, no a todos los hombres. Por ello, los ciudadanos tendrían, a su vez, que dar su cuerpo por la ciudad en caso de guerra. Ni las mujeres libres ni las esclavas ni esclavos recibieron su cuerpo de la ciudad y no tuvieron, por tanto, obligaciones militares para con ella. En la ciudad, el origen y la autoría del cuerpo de los ciudadanos le es negado, desde este momento, a su madre. Es este el trágico cambio que recuerda Antígona, cambio del que es heredero, por ejemplo, el hecho de que, todavía hoy, los parlamentos democráticos discutan y promulguen leyes sobre el aborto: como si el Estado democrático, y no cada madre, fuera el autor de los cuerpos; o el fracaso repetido de las luchas por la ciudadanía femenina, porque no es la ciudadanía lo que la democracia le tiene que restituir a una mujer: lo que le tiene que restituir es lo que le ha usurpado, es decir, la genealogía materna.

A Sófocles, el suicidio de Antígona en su tumba le resolvió el tremendo error de epistemología —o sea, la contradicción en las verdades superiores de su cultura— que el asunto le planteaba. María Zambrano, por su parte, supo que, sin el vínculo vivo de una hija con su madre, del que Antígona se hizo depositaria, vínculo que está más allá de las leyes del poder, no hay ni vida ni sentido del vivir ni política.

Cinco siglos después de la historia de Antígona, se dio otro cambio importante en lo relativo a la autoría del cuerpo humano. Este cambio lo trajo consigo el cristianismo. El cristianismo aportó la novedad de soste ner que el origen del cuerpo es Dios, no la ciudad (de aquí el célebre título La ciudad de Dios, de san Agustín de Hipona). Dios, además, da el cuerpo a cada criatura humana sin excepción, tanto a los hombres como a las mujeres, tanto a la población libre como a la población no libre.

Por eso, porque ya no se le debía el cuerpo a la ciudad, el cristianismo fue contrario a la guerra por la patria, guerra cuya tragedia la Roma imperial había edulcorado con la insidiosa frase, grabada durante siglos en los monumentos a los muertos en combate, que dice: Dulce et decorum est pro patria mori («Es dulce y honroso morir por la patria»). Por eso, también, el cristianismo ha atraído a muchas mujeres y a hombres con talento político y sin vocación de poder. Por ejemplo, a santa Teresa de Jesús, artista en el poner en palabras la experiencia de ser mujer una mujer, en cuya obra es constante la presencia del cuerpo, sea en la ascesis, en el éxtasis o en la visión, reconociendo de esta manera la divinidad de la materia primera. En realidad, la enorme importancia que tuvo en la teología de la Europa moderna la cuestión de la presencia real de Cristo en la eucaristía, indica que fue esta la mediación histórica viable para salvar lo salvable de la doctrina de los dos infinitos, que sucumbía ante la persecución del Estado moderno. Esta mediación la agrandaron las místicas que defendieron infatigablemente la humanidad de Cristo, tomando incluso bastantes, para corroborarlo, el apellido «de Jesús».

Esto quiere decir que en la Europa cristiana hubo más espacios para significar libremente el sentido de la diferencia de ser mujer y de la diferencia de ser hombre que en el mundo clásico y en la Europa racionalista. Precisamente porque cada cuerpo, cada uno de los sexos, tiene —se dice— un origen divino. Un ejemplo es La Ciudad de las Damas, de Cristina de Pizán (1364–1430), una ginecotopía perfectamente cristiana escrita en 1405, en la que su autora imagina una unidad política nueva y sexuada, habitada solo por mujeres y presidida por la figura de María de Nazaret, madre virgen.23

No hubo, sin embargo, espacios suficientes, porque la madre siguió desaparecida. Es decir, ni la democracia ni el cristianismo han tenido en cuenta la evidencia de que el cuerpo es un don de la madre, un don de cada madre concreta y personal.24

La recuperación de la genealogía materna y del orden simbólico de la madre para el conocimiento universitario será, en realidad, un acontecimiento reciente: de los años sesenta del siglo XX, en el contexto del movimiento político de las mujeres. Muchas mujeres llegamos a este descubrimiento (abismal y, a la vez, sencillísimo) después de pasar por el padecimiento de vivir en un cuerpo sin raíz, sin origen, usurpado por innumerables instancias de poder y de dominio que o lo acallaban o transmitían sobre él mandatos contradictorios. El descubrimiento estuvo orientado por el amor femenino de la madre25, que sobrevivió a la emancipación alentada por las democracias, y, también, por lo que entonces se llamaba la somatización, fenómeno doloroso que las feministas adivinamos que era un síntoma de la usurpación de la autoría del cuerpo por la democracia y por el Dios cristiano. La somatización es una manera de expresar una verdad sobre el cuerpo convirtiéndolo en texto, a falta de palabras para decirlo. El enmudecimiento del cuerpo humano femenino y, probablemente, también masculino libre, ha sido tan grande que algunas psicoanalistas entienden, hoy, que el cuerpo —el hecho de ser las criaturas humanas cuerpo— es el inconsciente.26

La diferencia sexual no es, pues, una variable más a añadir a una serie de otras variables del discurso políticamente correcto de hoy, variables como género, raza, etnia, clase social, posición en el sistema colonial o preferencia erótica. Se trata más bien de pensar un no pensado, de decir un no dicho, de mirar el mundo entero y decirlo con palabras nacidas de una política que no cancele el cuerpo.

LA POLÍTICA DE LO SIMBÓLICO: SENTIR Y DECIR LA VERDAD DEL CUERPO SEXUADO

Un descubrimiento gigantesco de una parte del movimiento político de las mujeres del último tercio del siglo XX fue que el sentido libre del ser mujer u hombre no se obtenía mediante la revolución social, ni tampoco oponiéndose a ella. Intentando vadear este abismo —un abismo que nos dejaba huérfanas de padre—, esas mujeres cayeron en la cuenta de que para decirse y decir el mundo libremente les hacía falta otra política. Esta otra política fue naciendo entre mujeres que no se reconocieron como el segundo sexo del libro —publicado en 1949— que había hecho famoso Simone de Beauvoir (1908-1986) en la generación inmediatamente anterior.27 Nació, pues, entre mujeres que no buscaron tanto su liberación como su libertad. La liberación trata de erradicar toda constricción histórica sufrida por un ser humano. La libertad, en cambio, fue entendida por estas mujeres como la capacidad de transformar la relación con las constricciones históricas que una no puede o no quiere erradicar.28

Esta nueva política nació en los grupos de autoconciencia.29 Los grupos de autoconciencia aparecieron espontáneamente en muchos lugares del mundo en los años sesenta y setenta del siglo pasado: en los Estados Unidos, en América Latina, en Europa occidental..., también en España, a pesar de la dictadura que sufrió durante casi cuarenta años. Eran pequeños grupos de mujeres que nos reuníamos casi siempre en nuestras propias casas o en pequeños locales, pues no teníamos dinero ni patrocinio de nadie.

Nos reuníamos para hablar de nosotras, de nuestro ser mujeres, y, hablando de nosotras, interpretar el mundo. Por eso se les llamó también «grupos de palabra». Fue así como se tomó conciencia de la importancia de la propia experiencia, más allá de las posiciones ideológicas (no en contra de ellas); las posiciones y compromisos ideológicos estaban muy bien, pero las chicas jóvenes de entonces veíamos que consistían sobre todo en principios que luego se cumplían poco en la vida.