La escritura de la historia en la era global - Lynn Hunt - E-Book

La escritura de la historia en la era global E-Book

Lynn Hunt

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Beschreibung

La historia siempre se escribe desde un punto de vista, pero este va cambiando con el tiempo y, en ocasiones, lo hace radicalmente. La historia de los trabajadores, las mujeres y las minorías desafió el dominio una vez incuestionable de los relatos de grandes líderes y victorias militares. Después, los estudios culturales trajeron nuevas perspectivas, pero estas también corrieron igual suerte. Con la globalización emergiendo como una importante fuerza económica, cultural y política, Hunt examina si se puede revigorizar la narración de la historia. En conjunto, propone una reevaluación radical de la agencia de los individuos y de su lugar en la sociedad como claves para comprender la forma en que interactúan las personas y las ideas. 'La escritura de la historia en la era global' está destinado a sacudir la disciplina y abrir nuevos caminos para los estudios históricos a partir de diversos dilemas metodológicos: ¿cómo debemos pensar la historia en una era posnacional?, ¿qué se gana y se pierde con la "globalización"? y ¿qué sucede con los actores individuales y la agencia cuando la historia se escribe a escala transnacional?

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LA ESCRITURA DE LA HISTORIAEN LA ERA GLOBAL

  HISTÒRIA / 200  

DIRECCIÓN

Mónica Bolufer Peruga (Universitat de València)

Francisco Gimeno Blay (Universitat de València)

M.ª Cruz Romeo Mateo (Universitat de València)

CONSEJO EDITORIAL

Pedro Barceló (Universität Postdam)

Peter Burke (University of Cambridge)

Guglielmo Cavallo (Università della Sapienza, Roma)

Roger Chartier (EHESS)

Rosa Congost (Universitat de Girona)

Mercedes García Arenal (CSIC)

Sabina Loriga (EHESS)

Antonella Romano (CNRS)

Adeline Rucquoi (EHESS)

Jean-Claude Schmitt (EHESS)

Françoise Thébaud (Université d’Avignon)

LA ESCRITURA DE LA HISTORIAEN LA ERA GLOBAL

Lynn Hunt

Traducción de Bibiana Erustes

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,

ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,

en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico,

electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

Título original: Writing History in the Global Era© W. W. Norton & Company Ltd., New York / London, 2014

© Lynn Hunt, 2014

© De esta edición: Universitat de València, 2022

© De la traducción: Bibiana Erustes, 2022

Publicacions de la Universitat de València

https://puv.uv.es

[email protected]

Ilustración de la cubierta:

Recreación a partir de Mapa de los hemisferios del mundo,de Frederick De Wit (Ámsterdam, 1668, foto de marzolino)y Globalización, foto de SergeyNivens

Coordinación editorial: Amparo Jesús-Maria Romero

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Maquetación: Inmaculada Mesa

Corrección: David Lluch

ISBN: 978-84-1118-006-1 (papel)

ISBN: 978-84-1118-007-8 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-008-5 (PDF)

 

Edición digital

ÍNDICE

Agradecimientos

INTRODUCCION: Las vicisitudes de la historia

1. AUGE Y DECLIVE DE LAS TEORIAS CULTURALES

2. EL DESAFIO DE LA GLOBALIZACION

3. REPENSANDO LA SOCIEDAD Y AL INDIVIDUO

4. NUEVOS PROPOSITOS, NUEVOS PARADIGMAS

ÍNDICE ANALITICO

AGRADECIMIENTOS

Más que la mayoría de libros, este tuvo una trayectoria afortunada. Cuando hace algunos años di una charla sobre el futuro de la historia cultural en un congreso de estudiantes de posgrado en la Universidad de California, Irvine, Hans Medick y Doris Bachmann, renombrados teóricos culturales en Alemania, se encontraban entre el público. Hans me invitó a asistir a sus jornadas en Berlín y presentar una versión más completa de aquella ponencia, que luego se publicó en la revista Historische Anthropologie, con la que mantenía vínculos desde hacía mucho tiempo. Tras dar conferencias sobre el tema en las universidades de Pisa y de Padua, mis anfitriones italianos, Alberto Banti, Vinzia Fiorino y Carlotta Sorba, insistieron en que plasmara mis reflexiones en un formato más largo para su nueva serie sobre historia cultural en Edizioni ETS. Esa versión, La storia culturale nell’età globale, traducida por Giovanni Campolo, se publicó en 2010. Estoy inmensamente agradecida a estos amigos y colegas por animarme a pensar en esas cuestiones de una manera más continuada, y a Giovanni por su minucioso trabajo.

Incluso entonces no estaba satisfecha por completo con mi interpretación del horizonte de la historia cultural, por lo que diversos amigos se prestaron a revisar la versión inglesa y sugerir mejoras. Suzanne Desan, Sarah Maza, Marcy Norton, Jacques Revel, Sophia Rosenfeld y Vanessa Schwartz la leyeron e hicieron inestimables sugerencias. Puede que no estén satisfechos con todas mis respuestas a sus observaciones, pero espero que sepan cuánto aprecio su disposición a dedicarme parte de su valioso tiempo. Sobre la marcha decidí que el tema no debía ser la historia cultural, sino los dominios más amplios de la teoría cultural y la globalización. Margaret Jacob orientó mis pasos al quejarse de que había introducido demasiados nombres en el texto, pero nadie hizo más que mi revisora en W. W. Norton, Amy Cherry, implacable al suprimir la escritura vaga, pretenciosa o simplemente confusa. No siempre es la sensación más agradable encontrar marcas de lápiz en todo el manuscrito, pero sé que, si este es un libro legible, gran parte del resultado se lo debo a ella. Ni que decir tiene, las deficiencias que permanezcan no se deben atribuir ni a ella ni a nadie más.

Este libro está dedicado a la persona que ha compartido y moldeado mi vida durante los últimos veinticinco años, Margaret Jacob.

INTRODUCCIÓN:LAS VICISITUDES DE LA HISTORIA

Este es un libro breve sobre un gran tema, la escritura de la historia en la era global. Lo he escrito porque opino que dos nuevas tendencias están renovando el panorama histórico. Las teorías sociales y culturales en las que se inspiraba gran parte de la escritura de la historia, a partir de la década de 1950 perdieron vitalidad y generaron incertidumbre sobre cómo se escribiría la historia en el futuro. Al mismo tiempo, los debates sobre la globalización han proliferado como setas en otoño; están presentes en cualquier intento por determinar la dirección del futuro o el significado del pasado. ¿Es la globalización la nueva teoría que revitalizará la historia? ¿O acabará con el resto de posibles rivales, dejando en pie únicamente la inevitabilidad de la modernización del mundo según el modelo occidental?

Pese a la eterna popularidad de las biografías de personas famosas y de los libros acerca de guerras decisivas, la historia se encuentra en crisis, y no es solo una crisis en clave académica. La pregunta molesta que tanto cuesta responder es: «¿Para qué sirve?». Hubo un tiempo en el que la respuesta parecía clara. En el siglo XIX, todos los estudiantes varones (solo los hombres asistían a la universidad) cursaban historia antigua de Grecia y Roma por los modelos que esas historias les proporcionaban como futuros líderes. El catálogo de la Universidad de Harvard de 1852-53 enumera, entre los requisitos de admisión al primer curso universitario, saber álgebra y geometría, conocer todas las obras de Virgilio y los Comentarios de César, los discursos escogidos de Cicerón y la gramática latina, lecturas seleccionadas en griego, las secciones sobre historia y geografía antiguas en Elementos de la historia y Elementos de la geografía de Joseph E. Worcester, así como ser capaz de escribir en latín y griego. Una vez admitido, el alumnado estudiaba química, física y botánica, más un cuatrimestre de historia medieval y otro de historia moderna, pero los clásicos de la literatura grecolatina continuaban conformando el núcleo del currículum hasta el último año.1

A finales del siglo XIX y principios del XX, la historia asumió una nueva función, la de maestra de la nación. La historia reforzó, y en muchos casos creó, la identidad nacional. El estudiantado, sobre todo en centros de educación primaria y secundaria, aprendía que pertenecía a una nación porque compartía un pasado común, aunque ellos o sus padres fueran inmigrantes. En un informe publicado en 1911 para la Asociación Americana de Historia sobre la enseñanza en las escuelas, los autores insistían en que la historia estadounidense no se podía sacrificar, aunque los centros impartieran solo tres años de historia en lugar de cuatro: «La verdad es que estas asignaturas [historia y gobierno estadounidenses] deben recibir el tiempo que merecen en el currículo educativo; y si es preciso recortar por algún sitio, hagámoslo en materias que no resulten esenciales y decisivas en la preparación de los niños y las niñas para la ciudadanía».2 A medida que se ampliaba el número de facultades de historia en las universidades, la historia nacional (historia americana en Estados Unidos, historia francesa en Francia, etc.) adquirió una preponderancia cada vez mayor, hasta llegar a eclipsar la historia de Grecia y Roma.

Se empezó a conferir un sentido de urgencia y finalidad a la historia de las naciones a partir del auge de la política y la cultura de masas. La idea de que toda la población debía recibir una educación básica no arraigó en Estados Unidos y Europa occidental hasta finales del siglo XIX. En 1900, la población estadounidense de cinco a diecinueve años que iba al colegio era del 50 %; el porcentaje aumentó al 70 % en 1940 y al 90 % en 1970.3 Puede que las oratorias griega y romana sirvieran para preparar a la élite política, pero ¿qué utilidad tenían para los hijos y las hijas de los mineros o los inmigrantes pobres que iban al colegio por primera vez? La incorporación de las masas a la nación precisaba otro planteamiento. La historia del ascenso de la nación aportaba hilos comunes para entrelazar a colectivos dispares, pertenecientes a grupos étnicos o a clases sociales diferentes o provenientes de regiones distintas.

Así pues, en los siglos XIX y XX, la historia creció como disciplina en una relación simbiótica con el nacionalismo. La historia aportaba a los nuevos países un legado que antes había sido suprimido o ignorado, y apuntaló la identidad incluso en los Estados nación más antiguos, como Inglaterra o Francia. El énfasis en la nación propia es particularmente obvio en la historia impartida en los niveles educativos inferiores. Con el avance de la escolarización universal y el gobierno representativo, la historia se enseñaba (y se enseña) al alumnado de primaria y secundaria con la finalidad principal de generar un sentimiento de afinidad con el resto de la ciudadanía de su nación. Tomemos un ejemplo reciente de Estados Unidos: el 19 de marzo de 2009, el senador Lamar Alexander introdujo el proyecto de ley 659 en el Senado «para mejorar la enseñanza y el aprendizaje de la historia y la educación cívica en Estados Unidos». En el ejercicio 2010 se destinarían ciento cincuenta millones de dólares a consolidar «programas para enseñar historia estadounidense tradicional» en educación primaria y secundaria. El objetivo declarado de este proyecto de ley era paliar la falta de conocimientos que tenían los estudiantes sobre la historia de Estados Unidos, algo que se creía perjudicial para su futuro como ciudadanos: «La fortaleza de la democracia americana y nuestra posición en el mundo dependen de que se garantice que nuestros hijos e hijas conozcan a fondo el pasado de nuestra nación».4

La utilización de la historia para fines de unificación nacional es incluso más sorprendente en Estados que han alcanzado su independencia recientemente. Un proyecto de reforma educativa en Ucrania elaborado por el Ministerio de Educación poco después de que el país se independizara en 1991 promovía «una forma de educación nacional, sustentada en la indivisibilidad entre la educación y el suelo nacional, la unidad orgánica de la historia y las tradiciones nacionales, [y] la preservación y el enriquecimiento de la cultura del pueblo ucraniano». Desde 2001, la Facultad de Historia de la Universidad Nacional Taras Shevchenko de Kiev ha centrado sus estudios casi por completo en el desarrollo del Estado ucraniano, con propuestas como «Los ucranianos en el mundo: historia, cultura, vida», «Desarrollo de la sociedad primitiva y antigua en Ucrania» o «Problemas de la formación del sistema pluripartidista en Ucrania (décadas de 1980 y 1990)».5

La historia nacional continúa siendo el pan de cada día para la enseñanza de la historia en todo el mundo. En Estados Unidos, el 39 % del profesorado de historia en colleges y universidades enseña historia estadounidense. La siguiente categoría más importante, historia europea, es impartida por poco más de un cuarto del personal docente. Las cifras sobre historia nacional en Francia, Reino Unido y Alemania son incluso más altas, y en el caso alemán alcanzan casi el 50 %. La obsesión por la propia nación no se limita a Europa occidental y Estados Unidos, tal y como demuestra el caso de Ucrania. En la Universidad de Delhi, los trece miembros del cuerpo docente de historia que figuran como profesores titulares están especializados en historia de la India. Los profesores de historia de la Universidad de Pekín se dedican menos a la historia nacional que sus homólogos indios, aunque más de la mitad de quienes imparten esta disciplina están especializados en historia china. En la Facultad de Historia de la Universidad Nacional Australiana, dos tercios del profesorado imparten historia de Australia.6

Si bien ha conservado su preponderancia hasta el presente, la historia nacional ha ido cambiando, a menudo de un modo drástico y controvertido. Ya en la década de 1950, los relatos nacionales fueron objeto de ataques, quizá de forma más marcada en Estados Unidos, pero también en Europa. La historia política, en particular el estudio de la actuación de los altos cargos del gobierno o de la élite política, ya no satisfacía a un público cada vez más diverso y formado. La historia social (el estudio de grupos externos a los círculos elitistas) pasó al primer plano porque llamaba la atención de quienes en ese momento accedían a los centros de enseñanza superior. En 1967, un tercio de los estadounidenses y un quinto de las estadounidenses con edades comprendidas entre dieciocho y veinticuatro años estudiaban en colleges o universidades. En 1988, el porcentaje de universitarias (30,4 % de mujeres de dieciocho a veinticuatro años) superó al de universitarios (30,2 %) y la diferencia continuó aumentando. Aunque solamente el 13 % de las personas afroamericanas de entre dieciocho y veinticuatro años iban a la universidad en 1967 (en comparación con el 27 % de blancos), la diferencia se redujo en los setenta, para ascender fugazmente en las décadas de 1980 y 1990, cuando la matriculación de población blanca se disparó, y volver a disminuir en la primera década de nuestro siglo. En 2010, los porcentajes eran del 38 % para hombres de esa edad y 44 % para mujeres, 38 % para blancos y 32 % para afroamericanos.7 La democratización de la historia nacional fue a la par con la democratización de la universidad. Las experiencias de los trabajadores, los esclavos, la población indígena, las mujeres y las minorías ya no se podían ignorar.

La nueva historia social tuvo resonancia en Estados Unidos por su pasado de esclavitud e inmigración y por la rápida expansión de las universidades, pero se había originado en Europa occidental y logró alcance mundial en parte porque la historia tal y como se cultivaba en esa parte del viejo continente influyó en la escritura de la historia en todo el mundo. Como ejemplos destacados cabe citar Les sans-culottes parisiens en l’an II (1958), de Albert Soboul, y La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963), de E. P. Thompson. Ambos autores se propusieron modificar sus propias narrativas nacionales haciendo hincapié en el relato de la militancia de las clases bajas; sus estudios pioneros inspiraron, además, a historiadores de otras naciones. Nadie que haya estudiado la Revolución francesa (y, por extensión, cualquier movimiento revolucionario) puede ignorar los postulados de Soboul sobre la relevancia del activismo de las clases bajas (los sans-culottes eran los ciudadanos que no llevaban los calzones a la altura de las rodillas propios de la clase alta). La autoridad de Thompson fue incluso mayor si cabe. Un historiador indio afirmó en 1997 que «los escritos de Thompson se caracterizaban por su carácter inglés», aunque «la influencia de su obra fue global», especialmente en la India.8

En Estados Unidos, el auge de la historia social ayudó a consolidar movimientos contemporáneos sobre la organización del trabajo, el feminismo y los derechos de minorías de todo tipo, dotando así a la historia de otra finalidad política: cimentar las identidades de los excluidos en torno a un pasado recién descubierto de prejuicios y discriminación. No obstante, el éxito trajo consigo sus propios problemas. Aunque la nueva obra generó la demanda de una narrativa nacional más inclusiva, acabó propiciando conflictos sobre la línea de los futuros estudios. ¿Bastaba con incorporar al discurso nacional a quienes previamente habían sido excluidos o había que desmantelar el propio relato del Estado nación?9

El reconocimiento de tantas modalidades de exclusión en el pasado socavó el consenso acerca del propósito de la historia. ¿Tenía esta que ver con la formación de una nación o con explicar en qué medida la formación de una nación dependía de pasar por alto u olvidar a quienes habían sido marginados? ¿El papel del historiador era aportar una narrativa nacional cohesiva, sin importar su concepción más estrecha o más amplia, o hacer una crítica a los defectos de tal narrativa? ¿Guardaba siquiera la historia relación con la narrativa o con la verdad? ¿Era la historia otra forma de mito o de ideología utilizada para justificar el sesgo y la desigualdad? Los anteriores fracasos de la historia parecían culpar ahora al propio estudio de la historia.

Para abordar estas cuestiones, los investigadores y los activistas recurrieron a nuevas teorías. La teoría en sí no era nueva. A medida que la historia se perfilaba como disciplina académica en la primera mitad del siglo XX, los historiadores recurrieron a las ciencias sociales, más inclinadas a la teorización. Los estudios de Soboul y Thompson, por ejemplo, estaban profundamente enraizados en el marxismo, y estos autores escribieron sus libros en parte como contribuciones al marxismo entendido como teoría. Querían saber qué tipos de trabajadores tenían más probabilidad de organizarse y convertirse en revolucionarios. Otros se inspiraron en las teorías sociológicas, por ejemplo, del sociólogo francés Émile Durkheim, del teórico social alemán Max Weber o de sus seguidores. Cada uno de ellos, como Marx, pero en oposición a él, ofreció alguna versión de la teoría de la modernización, esto es, un panorama de los rasgos distintivos de la modernidad, cómo habían surgido y hacia dónde conducirían a la sociedad occidental en el futuro.

Aunque las teorías de la modernización y el marxismo habían inspirado investigaciones innovadoras, los historiadores comenzaron a cuestionar su validez. Los estudios de Soboul y Thompson son ejemplos reveladores. Cuando se publicaron a finales de los cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado, sus libros desataron encendidas controversias incluso en el seno de los círculos marxistas. Cada uno a su manera había llamado la atención sobre las formas de vida y las aspiraciones de los militantes, y había otorgado a esos aspectos culturales más importancia que a las categorías marxistas tradicionales de clase o a las relaciones de producción económica. En definitiva, Soboul y Thompson habían revelado las limitaciones del marxismo (su ceguera respecto a la cultura) aun cuando intentaban modificarlo.

Los estudios influidos por la teoría de la modernización corrieron una suerte similar. Se comenzó a considerar que la propia idea de modernidad estaba excesivamente vinculada a los valores y los modelos de desarrollo occidentales. Lo cierto es que, en las teorías sobre la modernización, los académicos identificaban invariablemente lo moderno con las conocidas vías de desarrollo en Europa occidental y Estados Unidos. Max Weber, por ejemplo, distinguía entre formas «tradicionales» y «modernas» e identificaba estas últimas con la «racionalidad». Aunque el propio Weber podía ser crítico con las formas de autoridad «racional-legal» en los mercados y Estados modernos, resultó difícil ignorar las connotaciones negativas de las formas de vida «tradicionales» o no modernas. La autoridad tradicional, según Weber, carecía de ámbitos de competencia claramente definidos, normas impersonales, ordenamiento racional de superiores e inferiores, sistemas regulares de nombramientos y ascensos, etc. Lo tradicional se definía por lo que le faltaba en comparación con lo moderno.10

El énfasis en la cultura ofrecía una salida a tales impasses, y ese nuevo enfoque vino acompañado de toda una serie de teorías novedosas. Mientras que las teorías de los años cincuenta y sesenta habían insistido en las causas materiales y las explicaciones sociológicas, las nuevas teorías culturales se centraron en el lenguaje, los símbolos y el ritual, dando prioridad a la interpretación del significado frente a la explicación causal. Ya no se trataba de explicar por qué ciertas categorías de trabajadores se sublevaban, por ejemplo, sino más bien de investigar cómo los trabajadores llegaban a considerarse diferentes. Las nuevas teorías culturales se agruparon bajo apelativos diversos y con frecuencia confusos: giro lingüístico, posestructuralismo, posmodernidad, poscolonialismo, estudios culturales o, sencillamente, «teoría». El primer capítulo de este libro tiene por objeto exponer por qué estas teorías culturales surgieron cuando lo hicieron, qué las unificó y por qué su relevancia planteó nuevas preguntas sobre la finalidad de la historia. La cuestión de la finalidad es esencial, dado que las nuevas teorías culturales fomentaron el escepticismo sobre la posibilidad de establecer la verdad histórica y, en ocasiones, llevaron a afirmar que la historia, como disciplina académica, era inherentemente eurocéntrica y, por lo tanto, tenía una utilidad limitada en el presente.

Una vez analizadas las promesas y las decepciones de este giro hacia las teorías culturales, será más sencillo entender por qué la globalización se ha convertido en un tema de debate tan presente en los últimos años. Las teorías culturales contribuyeron a dinamitar el consenso sobre la utilidad de la historia, pero no supieron ofrecer una alternativa atractiva a las teorías sociales anteriores. La globalización es esa alternativa atractiva: cuenta un relato global, aunque a menudo siga privilegiando a Occidente, y plantea un retorno a los «grandes interrogantes», por ejemplo, cómo y por qué Occidente se alzó con la hegemonía mundial. Mientras las teorías culturales hacían hincapié en lo local y lo microhistórico, el relato de la globalización subraya inherentemente la importancia de los acontecimientos transnacionales y macrohistóricos. Además, ofrece un nuevo propósito a la historia: comprender cuál es nuestro lugar en un mundo cada vez más interconectado. El segundo capítulo versa sobre el surgimiento del paradigma de la globalización y sus consecuencias para los estudios históricos.

Con todo, la globalización no es la única alternativa posible, ni tampoco está exenta de problemas de explicación. Si bien puede influir en numerosas facetas de la vida, su impacto es desigual y en algunos casos muy limitado. La globalización puede atraer a millones de nuevos inmigrantes a las escuelas de primaria de Estados Unidos, por ejemplo, pero cómo sean recibidos depende de las culturas locales, de las economías regionales y de la política nacional, y todo ello se debe analizar para tener una visión de conjunto más completa. El marco de referencia global no siempre es el más pertinente. Así pues, en el tercer y el cuarto capítulo retomo algunos de los interrogantes clásicos de la teoría social y cultural, y propongo algunas respuestas nuevas. La pregunta fundamental que cabe hacerse guarda relación con las categorías cruciales de «sociedad» e «individuo», cuyo significado se considera a menudo evidente (si hablamos de la sociedad estadounidense sabrán a qué me refiero), pero que, al analizarlas en profundidad, ambas categorías resultan ser ambiguas. Explorando las causas de la ambigüedad, comprenderemos mejor estas categorías, pues son pilares fundamentales en cualquier análisis social o cultural. Con una atención renovada en la sociedad y el individuo, será posible desarrollar nuevas perspectivas sobre la historia que incorporen algunas de las visiones críticas que han emergido de las teorías sociales y culturales en las últimas décadas, aunque se cuestionen otras.

Puede parecer que, por definición, el pasado ha concluido, pero el pasado está siempre cambiando porque los historiadores y los objetivos de la historia también cambian. Cuando buscamos cosas nuevas en el pasado (ejemplos de liderazgo político en la Antigüedad, el relato del ascenso de la nación, narraciones sobre persecución y exclusión de determinados colectivos, la expansión de la globalización), descubrimos fuentes insospechadas y llegamos a conclusiones imprevistas. Esta diversidad no es un síntoma de la fragilidad o la frivolidad de la historia ni de los sesgos y prejuicios inherentes a los historiadores. No es posible ver sin adoptar un punto de vista. La evolución constante de la finalidad de la historia es más bien un síntoma de su vitalidad. Cada nueva época busca entender su lugar en el tiempo, y sin historia carecería de él.

1A Catalogue of the Officers and Students of Harvard College for the Academical Year 1852-53: Second Term, 2.ª ed., Cambridge, MA, John Bartlett, 1853, p. 41 (el catálogo tan solo alude a los Elementos de la historia y la Geografía de Worcester, sin aportar una referencia completa).

2The Study of History in Secondary Schools: Report to the American Historical Association, Nueva York, Macmillan, 1911, pp. 50-51.

3National Assessment of Adult Literacy, Institute of Education Sciences, Nacional Center for Education Statistics, U.S., Department of Education, en línea: <http://nces.ed.gov/naal/lit_history.asp> (consulta: 4/11/2013).

4 Sobre el proyecto de ley del Senado estadounidense, véase en línea <http://www.gpo.gov/fdsys/pkg/BILLS-111s659is/html/BILLS-111s659is.htm> (consulta: 4/11/2013).

5 El anteproyecto de reforma ucraniano se cita en Catherine Wan ner: Burden of Dreams: History and Identity in Post-Soviet Ukraine, University Park, PA, Penn State University Press, 1998, p. 82. Los títulos de los grados impartidos en la Universidad Nacional Taras Shevchenko de Kiev se han extraído de <http://www.history.univ.kiev.ua/en/faculty/history-faculty.html> (consulta: 4/11/2013).

6 Las cifras de profesores de historia de EE. UU. corresponden a los años 2001-2002 (Robert B. Townsend: «State of the History Department: The AHA Annual Department Survey 2001-02», Perspectives on History, abril de 2004, disponible en línea: <http://www.historians.org/publications-and-directories/perspectives-on-history/state-of-the-history-department-the-aha-annual-department-survey-2001-02> [consulta: 4/11/2013]). Se ha producido una disminución constante en Europa; las cifras para la historia no occidental han aumentado, mientras que las correspondientes a la historia estadounidense no han variado mucho (Robert B. Townsend: «Decline of the West or Rise of the Rest? Data from 2010 Shows Rebalancing of Field Coverage in Departments», Perspectives on History, septiembre de 2011, disponible en línea: <http://www.historians.org/publications-and-directories/perspectives-on-history/september-2011/decline-of-the-west-or-the-rise-of-the-rest> [consulta: 4/11/ 2013]). Excluí a los becarios de posdoctorado e investigación del recuento. Las cifras para Europa se pueden consultar en Peter Baldwin: «Smug Britannia: The Dominance of (the) English in Current History Writing and Its Pathologies», Contemporary European History 20, edición especial 3, 2011, pp. 351-366. Para la Universidad de Delhi, véase en línea <http://www.du.ac.in/index.php?id=437&L=0> (consulta: 3/8/2012). No obstante, la página web de la Universidad de Pekín es menos específica que la de Delhi, ya que no indica cargo y, en al menos un caso, menciona a un historiador que falleció recientemente a la edad de noventa años (véase en línea <http://web5.pku.edu.cn/en/history/Faculty/> [consulta: 3/8/2012]). Para la Universidad de Nacional Australiana, véase en línea <http://history.cass.anu.edu.au/people> (consulta: 25/8/2012).

7 Tabla 213, «Enrollment Rates of 18-to-24-Year-Olds in Degree-Granting Institutions, by Level of Institution and Sex and Race/Ethnicity of Student: 1967 through 2010», Digest of Education Statistics, Institute of Education Sciences, Nation al Center for Education Statistics, U.S. Department of Education, disponible en línea: <http://nces.ed.gov/programs/digest/d11/tables/dt11_213.asp> (consulta: 4/11/2013).

8 Rajnarayan Chandavarkar: «“The Making of the Working Class”: E. P. Thompson and Indian History», History Workshop Journal 43, primavera de 1997, pp. 177-196, cita en p. 177.

9 Estas cuestiones se abordan con más detalle en Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob: La verdad sobre la historia, Andrés Bello, 1998.

10 Max Weber: Economía y sociedad: Teoría de la organización social, México, Fondo de Cultura Económica, 1944.

1. AUGE Y DECLIVE DE LAS TEORÍAS CULTURALES

Las teorías culturales cobraron impulso a partir de la década de 1970 porque ofrecían críticas convincentes de la historia tal y como se solía escribir. Hubo cuatro paradigmas principales en la investigación histórica tras el fin de la Segunda Guerra Mundial: marxismo, modernización, Escuela de los Annales y, concretamente en Estados Unidos, política identitaria. Cada uno de ellos recibió críticas de alguna variedad de la historia cultural. Habrá quien se cuestione si estas cuatro corrientes constituyen «paradigmas» en el sentido en el que Thomas Kuhn acuñó el término en su análisis de la naturaleza de las revoluciones científicas. Desde la publicación de su influyente obra en 1962, los investigadores han debatido acerca del significado exacto que le da Kuhn y su aplicabilidad a otros campos. El término cuajó porque era útil; yo misma no dudo en emplearlo, si bien el lector merece conocer mi definición. Por paradigma me refiero a un relato general o a una metanarrativa de la evolución histórica que, en primer lugar, incluye una jerarquía de factores que determinan el significado y, en segundo lugar, esa jerarquía, a su vez, fija una agenda para la investigación, esto es, determina la elección de los problemas que se consideran dignos de estudio, así como de los planteamientos apropiados para llevar a cabo dichos estudios.1

Cada uno de estos cuatro paradigmas encaja en mi definición, si bien numerosos investigadores podrían alegar, con razón, que no hay un único marxismo, ni un enfoque unificado respecto a la modernización, ni existe tal cosa como una «escuela» de los Annales, ni una única plataforma para la política identitaria. El marxismo es el paradigma más fácilmente identificable porque su fuente esencial se encuentra en los escritos de un solo hombre. En opinión de Marx, la incesante lucha de clases finalmente llevará al triunfo del proletariado sobre sus dominadores capitalistas y al establecimiento de una sociedad comunista a través de la revolución. La historia siempre está impulsada por los cambios en los modos de producción económicos que prefiguran los conflictos entre clases. Cuando las fábricas con máquinas desplazaron a los telares manuales, por ejemplo, surgió una clase trabajadora que se organizaría para desafiar el control de los propietarios fabriles. Así pues, el marxismo alentó el estudio entre los historiadores de estos modos de producción específicos, como la antigua esclavitud, el feudalismo y el capitalismo, así como las revoluciones, los movimientos obreros y la historia de los partidos socialistas y comunistas. Los escritos de Soboul y Thompson comentados en la introducción se adaptan claramente a esta pauta.

El paradigma de la modernización no se puede vincular del mismo modo a los escritos de una sola persona, aunque las ideas proporcionadas por los teóricos sociales Durkheim y Weber a finales del siglo XIX son fundamentales. Estos se suelen citar, junto con Marx, como los tres teóricos fundadores de la sociología. Durkheim y Weber buscaron explicaciones no marxistas a la llegada de la modernidad. En lugar de la producción capitalista, Durkheim puso de relieve la creciente división del trabajo (la especialización de las funciones profesionales). A medida que la sociedad se tornaba más compleja y diferenciada, los antiguos valores compartidos se quebraban, lo que generó un sentimiento de alienación social o anomia. Se requerían nuevos valores, como los derechos humanos. Como hemos visto, Weber llamó la atención sobre la creciente racionalización, por ejemplo, a través del auge de las burocracias estatales, pero también vio un lado potencialmente negativo en esta modernización: la burocratización podría convertirse en una «jaula de hierro» o «una noche polar de oscuridad helada», una imagen difícilmente asociable a la liberación. Con todo, ambos autores pensaban que la modernización era inevitable.2

Cuando las ideas de Durkheim y Weber se incorporaron al paradigma de la modernización en las décadas de 1950 y 1960, su visión crítica de la modernidad se dejó de lado. Los sociólogos y los politólogos, especialmente en Estados Unidos, defendieron la vertiente occidental de la modernización como modelo para el resto del mundo. En su opinión, la «modernidad» era una categoría universal. Si bien la aceptación de la teoría de la modernización se puso a prueba con la derrota de Estados Unidos en Vietnam, no está ni mucho menos agotada. «Modernidad» continúa siendo un concepto clave en la escritura histórica, incluso entre historiadores que no quieren ser relacionados con la teoría de la modernización. La periodización entre historia antigua, medieval y moderna todavía es aceptada ampliamente, y elementos importantes de la teoría de la modernización han reaparecido en los escritos acerca de la globalización.3

Basándose en las aportaciones de Durkheim y Weber, el paradigma de la modernización incide en la diferenciación creciente del conocimiento y las funciones sociales; la ampliación de los poderes del Estado y la creciente densidad de las comunicaciones como resultado de la urbanización, la migración y las nuevas tecnologías.

En contraste con el marxismo, que pone el énfasis en la lucha de clases entre propietarios y proletarios, la modernización basa el conflicto en la disparidad entre las fuerzas modernizadoras y los grupos tradicionales que se quedan atrás o se resisten a incorporarse al mundo moderno. Por tanto, el paradigma de la modernización fomenta la investigación de la urbanización, la migración, la innovación tecnológica, la diferenciación social y el crecimiento del Estado.

A diferencia del marxismo y la teoría de la modernización, cuya finalidad era definir la singularidad de la sociedad industrial moderna, la Escuela de los Annales, nacida en las décadas de 1930 y 1940 en Francia, se centró en las sociedades preindustriales. Esta escuela tuvo tres fundadores destacados, todos ellos historiadores: Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel. En 1929, Bloch y Febvre, por aquel entonces profesores de historia en la Universidad de Estrasburgo, al este de Francia, crearon la revista que daría su nombre a la escuela: Annales d’histoire économique et sociale. Publicada desde sus inicios en París, adonde Febvre y Bloch no tardaron en trasladarse, la revista se convirtió en 1946 en Annales: économies, sociétés, civilisations y, después de 1994, en Annales: histoire, sciences sociales. Entusiasmados por la sociología durkheimiana, Febvre y Bloch pretendían reorientar la historia, apartándola del estudio tradicional de tratados, batallas y cambios de régimen, para aproximarla al estudio de la sociedad, los grupos sociales y las mentalidades colectivas. Tal y como señalan los diversos títulos de la revista, la Escuela de los Annales hacía hincapié en la historia social y económica, así como en la relación entre historia y ciencias sociales.4

A finales de la década de 1930, Febvre se convirtió en mentor de Braudel, que escribió su primer libro en un campo alemán para prisioneros de guerra durante la Segunda Guerra Mundial. Bloch fue torturado y asesinado por la Gestapo en 1944 por su implicación en la resistencia francesa y Febvre murió en 1956. Braudel asumió las funciones de redactor jefe y recaudó fondos de fundaciones americanas para ayudar a crear la Maison des Sciences de l’Homme (Casa de las Ciencias Humanas), que se convertiría en la sede de Annales y de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, la principal escuela para el estudio de las ciencias sociales en Francia. Gracias a Braudel, Annales llegó a ser la revista de historia más influyente del periodo posterior a 1945.5

Los historiadores de la Escuela de los Annales estaban convencidos de que el medio ambiente, el clima y la demografía conformaban la actividad humana de manera fundamental. Como estos factores cambiaban lentamente a lo largo de periodos de tiempo muy prolongados, ni la revolución ni ningún otro tipo de cambio político a corto plazo les afectaba. Como afirmaba Braudel en el prefacio a su primer libro, los acontecimientos solo eran «agitaciones superficiales, crestas de espuma que las mareas de la historia llevan sobre sus fuertes espaldas».6 Lo que importaba eran esas mareas. En consecuencia, la Escuela de los Annales se centró en los siglos comprendidos entre la Edad Media y la Revolución francesa, destacó el lento ritmo del cambio y dedicó mucha energía a desarrollar nuevas técnicas para el estudio de la demografía en particular. Mientras que los historiadores influidos por el marxismo estudiaban a los trabajadores y aquellos que seguían las teorías de la modernización se centraban en los migrantes o los profesionales, la Escuela de los Annales daba preponderancia a los campesinos que vivían en una economía de subsistencia y ganaban lo justo para reproducir su modo de vida.7

El cuarto gran paradigma histórico, la política identitaria, arraigó primero en Estados Unidos durante las décadas de 1960 y 1970. Frente a los otros paradigmas, sus principios básicos no se pueden atribuir a la inspiración de individuos concretos. Emergió en respuesta a movimientos sociales como el de los derechos civiles de los afroamericanos y el de la liberación de las mujeres y las personas homosexuales. La historia social, defendida por historiadores marxistas y de la Escuela de los Annales por igual, fue el caldo de cultivo para la historia de los colectivos excluidos y marginados. La historia de las identidades se está extendiendo ahora por el mundo, ya que todos los países se enfrentan a problemas acuciantes sobre la identidad nacional y la función de las mujeres, las minorías y las personas inmigrantes en la sociedad y la política.