La estrella de Araucania - Emilio Salgari - E-Book

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Emilio Salgari

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Beschreibung

Mariquita, también conocida como La estrella de Araucania, es una joven de enorme belleza a la que pretenden dos jóvenes primos, Piotre y Alonzo. Finalmente el elegido para convertirse en su esposo es el joven Alonzo, sin embargo el destino quiere que en la última travesía el barco de Alonzo naufrague en la Tierra del Fuego, una región inhóspita plagada de enormes peligros. La joven Mariquita rota por el dolor reclama la ayuda del joven Piotre para formar una expedición de rescate de su amado. Pero Piotre no esta dispuesto a llevar a cabo esta empresa si no es a un alto precio, la mano de la Estrella de Araucania. Mariquita, con el corazón destrozado, acepta y juntos parten al rescate Alonzo. La expedición sin embargo no se presenta exenta de peligros y ambos jovenes tendrán que enfrentarse a la muerte en varias ocasiones.

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Mariquita, también conocida como La estrella de Araucania, es una joven de enorme belleza a la que pretenden dos jóvenes primos, Piotre y Alonzo. Finalmente el elegido para convertirse en su esposo es el joven Alonzo, sin embargo el destino quiere que en la última travesía el barco de Alonzo naufrague en la Tierra del Fuego, una región inhóspita plagada de enormes peligros. La joven Mariquita rota por el dolor reclama la ayuda del joven Piotre para formar una expedición de rescate de su amado. Pero Piotre no esta dispuesto a llevar a cabo esta empresa si no es a un alto precio, la mano de la Estrella de Araucania. Mariquita, con el corazón destrozado, acepta y juntos parten al rescate Alonzo. La expedición sin embargo no se presenta exenta de peligros y ambos jovenes tendrán que enfrentarse a la muerte en varias ocasiones.

Emilio Salgari

La estrella de Araucania

Título original: La stella dell’Araucania

Emilio Salgari, 1906

PROLOGO

EMILIO SALGARI, UN ROMÁNTICO REZAGADO

Nacido en Verona el 22 de agosto de 1862, Emilio Salgari es el auténtico prototipo del escritor que sueña con su pluma lo que no ha podido hacer con la espada. De naturaleza débil y enfermiza, tiene que suspender a sus veinticuatro años sus expediciones marinas para, desde entonces, dedicarse a imaginar unos héroes que poseen todo lo que a él le ha sido negado: increíble fortaleza física, audacia, prodigiosa movilidad por todo el mundo conocido y aun por descubrir… Únicamente en la fertilidad imaginativa y en el desprecio de la vida mediocre coincidirán personajes y autor. Sólo que a Sandokan, al Capitán Tormenta o a El Corsario Negro les es dado decidir sobre las suyas y también sobre las ajenas a cada instante; a su creador sólo le está permitido ver cómo las existencias de sus héroes se desarrollan de manera gloriosa, mientras la propia trascurre entre la negra mediocridad de una vida familiar infame y la voracidad del editor de Turín a quien tiene que entregar tres obras al año. Tal vez sea esto lo que, al fin, le decide a romper la contradicción por el lado más fácil, y Emilio Salgari se suicida el 25 de abril de 1911, cuando aún no había cumplido los cuarenta y nueve años.

Una y otra vez, al hablar de la obra de Salgari, se insiste en la influencia de Verne, en la poderosa sugestión que el autor de Veinte mil leguas de viaje submarino ejerció en el escritor italiano. Señalado el influjo, marcar las diferencias resulta obligado. Así, Elena Cava Valla establece: «los motivos científicos y las digresiones didácticas, introducidas con profusión, imitando a Julio Verne, constituyen un elemento superficial de semejanza entre la obra del escritor italiano y la más meditada y orgánica de su modelo».

Perdónenos la ciencia, pero no veo qué se le importa al lector de aventuras si la corriente del Gulf Stream fue estudiada cien años después de lo que Salgari pretende, si la tribu de los arawaks era o no antropófaga, si tal árbol o cual planta se encuentra exactamente en esa latitud o en sus endemoniados nombres sobra o falta una erre.

¡Que Julio Verne era más exacto, que meditaba más sus obras! pudiera ser. Seguramente su formación cultural era más sólida, o las enciclopedias y anuarios que consultaba estaban más al día, o, simplemente, sus editores se mostraban menos voraces. En cualquier caso —insistimos— el tema no deja de ser baladí, desde el mismo momento en que los lectores de uno y otro apenas prestan atención a estas digresiones exóticas o científicas y, desde luego, no sé de nadie que haya tenido la malsana curiosidad de ir comprobando la veracidad científica de tales extravagancias. En definitiva, y concluyendo con esta enojosa cuestión, diremos que las semejanzas entre el francés y el italiano son puramente circunstanciales, de relleno u hojarasca milagrosa que de dos páginas hace tres hojas. En lo demás, actitudes y resultados no pueden ser más diversos: Julio Verne es un soñador renacentista con suficientes dotes de estilista clásico; Emilio Salgari, un dramaturgo romántico que no halla teatro en que representar sus dramas y, en consecuencia, los convierte en novelas. Sólo el favor del público los ha hermanado, colocando a ambos en un lugar preferente dentro de la dispar u homogénea familia de los narradores de aventuras.

Justamente, pues, en este punto llegamos a la cuestión que nos habíamos propuesto plantear al sentarnos a escribir unas líneas sobre la obra de Emilio Salgari: sus novelas son, desde lo más superficial a lo más profundo, obras típicamente románticas. Veamos, brevemente, algunas notas que, a nuestro entender, justifican esta afirmación:

Empezando por el género al que se adscriben, nadie podrá negar que una buena parte de los relatos de Salgari caen bajo el epígrafe que prácticamente ocupa la totalidad de la narrativa romántica: el de la novela histórica. El León de Damasco, El Capitán Tormenta, El Corsario Negro, La Reina de los Caribes y un largo etcétera se mueven bajo las mismas coordenadas que crearan (o recrearan) W. Scott, Stevenson, F. Cooper, o Espronceda, López Soler y Vayo entre los de aquí.

En segundo lugar, y si, como es sabido, el romanticismo supone la exaltación del individuo y de lo que se llamará «moral del héroe», los solos nombres de Sandokan y del Corsario Negro sirven para ahorrar cualquier argumentación en este aspecto. Sí resulta necesario señalar la cortedad de miras que algunos críticos han manifestado al censurar a Salgari por su ataque despiadado a las potencias colonialistas (España e Inglaterra) y, sin embargo, alabar como virtudes en sus héroes los mismos comportamientos que en el enemigo resultaban odiosos: la violencia como ley suprema, el odio sanguinario, el desprecio absoluto de cualquier ley que no cuadre con sus intereses, la arbitrariedad que hoy castiga al enemigo con la muerte y mañana lo colma de riquezas. Parecen olvidar estos señores que para el romántico la única medida de todas las cosas es el individuo y que su suprema libertad consiste en poder actuar de manera distinta ante situaciones idénticas. Sólo aquel que es capaz de afirmar con su propia vida su libertad, puede asegurar la libertad de los demás. Téngase en cuenta, en este sentido, que la personalidad de Salgari debió quedar muy marcada no sólo por las lecturas de su juventud, sino por el influjo de unos héroes reales que tanto habían contribuido a la unificación italiana. Mazzini, Cavour y, sobre todo, Garibaldi, son los espejos en los que se miran todos los italianos de las últimas décadas del siglo XIX. En un libro de Evaristo Escalera titulado Garibaldi y sus glorias, y publicado en Madrid en 1860, leemos: «En esta época de esperanzas y sacrificios, de lágrimas y de luto para Italia, fue cuando Garibaldi empezó a comprender el drama que se estaba representando. Los hombres que marchaban al patíbulo con la sonrisa en los labios, impresionaron su inteligencia. Comprendió que no se moría como morían ellos, sin llevar el corazón purificado por una creencia santa. De improviso, levantóse en su corazón un rugido de venganza, y desde aquel instante supremo, pronunció el juramento sagrado de morir o libertar Italia de la opresión, que tenía por altar el Cadalso y por sacerdote el verdugo».

Y aquí es donde empieza esa historia sublime digna de ser cantada por Homero, en la que se representan hechos reales que pudieran pasar por una creación fantástica, si no hubieran acaecido en presencia de un siglo que ve y palpa para creer.

En efecto: apenas se concibe, cómo este hombre prodigioso ha podido realizar las maravillosas empresas que resaltan en su historia militar: no se comprende, cómo una existencia que se agita entre las hirvientes olas de un peligro continuo sale ilesa, venciendo toda clase de obstáculos. Algunas veces, al verle en los combates ante las bocas de los cañones, arrollado por las olas y escapando como por magia al furor de sus enemigos, dudamos de que esa alma arrogante y caballeresca se halle encerrada en la deleznable cárcel de la materia, y nuestra fantasía nos le finge con los atributos de los héroes en cuyas cabezas se rompían las mazas del enemigo como sobre la punta de una roca.

La verdad es que no se escapa tantas veces de la muerte sin que haya una mano invisible que desvíe el golpe; unos llaman a esa mano la casualidad, pero yo la llamo la de la Providencia. ¿Acaso no es una misión providencial la suya?

He aquí, pues, un buen resumen de las virtudes que encontraremos en los héroes de Salgari, y al final su explicación: toda esta fuerza sobrenatural, todo este valor y desprecio continuo del peligro tiene su explicación en que el protagonista es sólo un agente del destino (o de la Providencia) a quien se le ha encomendado una misión sagrada. Como los héroes de nuestro teatro romántico o como Garibaldi, Sandokan o el Corsario Negro no se mueven por afán de lucro o de glorias personales. Su sino les empuja a realizar tremendas venganzas, a reparar, como bandidos generosos que son, secretas afrentas. Y aun cuando la fatalidad les empuje a su propia destrucción, nada ni nadie les obligarán a salirse de la senda trazada. «¡Sea, pues! Que se cumpla el destino fatal, si así está escrito: el mar no me da miedo y donde duermen mis hermanos encontraré sitio para mí». Con estas frases parece glosar el Corsario Negro el famoso «clamé al cielo y no me oyó» de nuestro don Juan Tenorio. Actitudes teatrales, a veces de opereta, pasiones y venganzas, naturaleza que se va adecuando a los sentimientos y estados de ánimo de los personajes, sentimiento del amor como algo imposible y glorioso, vivacidad cinematográfica en las acciones y en el diálogo… tales son también algunas de las características que nos han llevado a calificar al,, escritor italiano de romántico rezagado y que pensamos que el lector podrá aumentar en abundancia con la lectura de su obra.

LA ESTRELLA DE ARAUCANIA

A manera de justificación, tenemos que empezar por afirmar que La estrella de Araucaria no es, obviamente, una novela «del Oeste» si por tales se entienden las que se desarrollan en Norteamérica. Es evidente que habríamos podido elegir otras obras del mismo autor a las que nadie hubiera negado su condición de Western: En las fronteras del Far West, La soberana del campo de oro, El rey de los cangrejos, etc. Si, a pesar de ello, nos hemos inclinado por La estrella de la Araucania ha sido con la intención de ofrecer una más amplia panorámica de la novela de aventuras de tema americano, a la vez que movidos por el deseo de ofrecer a los lectores una obra injustamente olvidada del narrador de Verona, pues —que nosotros sepamos— no existe ninguna edición española de esta novela desde hace más de sesenta años.

Ocurre también que La estrella de la Araucania presenta, por su temática y desarrollo, un campo más abonado a las aptitudes narrativas del italiano que el resto de sus obras de tema americano. Efectivamente, al transcurrir buena parte de la presente novela en el mar, el antiguo estudiante de náutica y formidable narrador de las peripecias de corsarios y filibusteros pisa un terreno más firme que el de las para él desconocidas praderas norteamericanas, donde se ve reducido a utilizar un material meramente literario y a esbozar unos personajes (Buffalo Bill, los pieles rojas) sólo conocidos en el estrecho espacio de los circos que recorrían Europa.

Frente a cierta rigidez narrativa que observamos en novelas como El rey de los cangrejos, en la obra que nos ocupa la desbordante imaginación de Salgari y su destreza de escritor mantienen el interés del lector vivamente acuciado por episodios como los del paso de los icebergs, el naufragio con el cual comienza la obra, la intrepidez de los balleneros que surcan las heladas aguas en frágiles embarcaciones. A veces, el relato se interrumpe para dar paso a la anécdota histórica o al cuentecillo marinero en torno a algún robinsón, a determinadas hazañas de cualquier conquistador que constituyen verdaderos embriones de otras tantas novelas. Es aquí donde vemos la increíble facilidad que estos grandes narradores tenían para transformar el breve relato que un marinero contara en un momento de tranquilidad en una truculenta historia de más de trescientas páginas.

En lo que a la arquitectura de esta obra se refiere, hay que señalar las notables coincidencias que presenta con otras novelas suyas de temática y ambiente completamente distintos. Alonso, prometido de la joven araucana, ha desaparecido en el mar y se cree en poder de los feroces indígenas. Para salvarlo, la joven mestiza se dirige a Piotre, primo de Alonso y rival suyo por cuanto también está enamorado de Marquita. Tras una serie de peripecias novelescas, de descripciones detalladas y exóticas sobre los diversos lugares en que la acción se desenvuelve, la fuerza y el heroísmo encontrarán su recompensa en forma femenina, y el más valiente y noble de los dos primos obtendrá a la bella araucana en litigio.

Dejando al margen las consideraciones que el tema del rescate (lugar común y motivo obligado en toda novela de aventuras) supone, y al que ya hicimos referencia en la Introducción general a esta serie (ver Oceola, el gran jefe de los seminólas en esta misma colección), las coincidencias estructurales con El Capitán Tormenta (y su continuación, El león de Damasco), no pueden ser mayores. En ambas las protagonistas corren a salvar a sus amados; en las dos también, un tercero (Piotre, El león de Damasco) acaba triunfando y demostrando que son más dignos de los favores de las respectivas bellas que sus rivales. Las barreras de religión, de raza o de familia no constituyen un obstáculo para el amor, sino un aliciente. Que, por lo general, este «no puedo amarte» tenga una solución más folletinesca que romántica sólo nos debe servir para considerar que los gustos del público ya no admitían otra cosa que el final feliz. En absoluto significa que Salgari hubiera adjurado de ese esencial romanticismo que impregna su obra su vida y su muerte.

Jesús Martínez Sánchez

Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!

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