La fábula del bazar - José-Miguel Marinas - E-Book

La fábula del bazar E-Book

José-Miguel Marinas

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Beschreibung

La fábula del bazar analiza las pautas e imágenes que la sociedad europea ha desarrollado a partir del consumo de masas y la lógica de la integración social y la reproducción de las desigualdades. Marinas estudia la creación y composición de la fábula en autores como W. Benjamin, Simmel, Veblen, Mauss, etc., que son ya clásicos del pensamiento contemporáneo, pero también en otros que, como Ortega y Gasset y Ramón Gómez de la Serna, no figuran habitualmente en este tipo de trabajos. La construcción de la identidad social se perfila como la consecuencia fundamental de la fábula que aquí se narra.

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La fábula del bazar

Orígenes de la cultura del consumo

www.machadolibros.com

José-Miguel Marinas

La fábula del bazar

Orígenes de la cultura del consumo

La balsa de la Medusa, 118

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

© José-Miguel Marinas, 2001

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]

ISBN: 978-84-9114-335-2

¡Todo lo olvida Nueva York en un instante!

(José Martí, hacia 1870)

CocaCola: primero se extraña. Después se entraña

(Fernando Pessoa, hacia 1930)

Índice

Prefacio

Incipit Fabula

Las entradas del bazar: mercancías y metáforas

La verdad de las cosas (artefactos, fetiches, simulacros)

Ciudad del consumo: del barroco a los pasajes comerciales

Simmel y la invención del instante

Benjamin: las alegorías del consumo

Marcel Mauss: la exigencia social del regalo

Apunte de Bataille sobre el despilfarro

Necesidad y deseo: una nota sobre Ortega y el consumo

El bazar efímero de Ramón

Prefacio

La fábula del bazar es un estudio sobre la fantasmagoría de la abundancia que se cernió sobre Europa –entreverada con el otro fantasma, el que Marx anunció– entre mediados del diecinueve y el período de entreguerras. Ese cúmulo de ensueños y de objetos se condensa en la imagen del bazar, lugar donde se vive y se comercia, ciudad dentro de la ciudad –como en Estambul–, exhibición de todas las mercancías reales y posibles, objeto de cualquier deseo aún no brotado. Esta reflexión sobre los orígenes del bazar contemporáneo se centra en un significante que convoca un repertorio de ideas y de metáforas con las que venimos racionalizando, escenificando, los procesos del consumo que afectan, hoy, a nuestra vida entera.

A modo de recorrido por las bambalinas de la escena, comienzo por declarar los sentidos –los implícitos– de este título.

Fábula tiene el sentido de habla o de discurso social. Es el conjunto de representaciones que las palabras y signos de la vida cotidiana traban para llamar a las cosas por el signo que la fábula dicta y proporciona. Es repertorio de nombres y de imágenes. Rodea –como dicen los técnicos: proporciona redes de connotación– y nombra las cosas, las personas, los grupos, lo que pueden y deben hacer, puesto que la fábula, como sabemos de antiguo, tiene una intención moral y espectacular, a partes iguales. La fábula es una alegoría y, como tal, tiene en alguna proporción sus rasgos constitutivos.

El recurso al Bazar es, como ya puede suponerse, metafórico, pero también histórico. En el período en que empiezan a trabarse las interpretaciones primeras sobre la cultura del consumo, la globalización de los mercados, así como la nueva distribución y presentación de las mercancías y los signos de ellas, se recupera precisamente una palabra que está ausente del Diccionario de Autoridades de mediados del XVIII: la palabra bazar. Esta significa:

1. mercado con puertas y cubierto, en Oriente mercado público o lugar destinado al comercio; 2. Tienda en que se venden productos de varias industrias, comúnmente a plazo fijo (D.R.A.L.E.).

De Corominas extraemos alguna de sus acepciones no sólo racionales sino del ancías:

En algunos diccionarios clásicos aparece relacionado con bazr, bizr “grana de las plantas” y “especias y condimentos” (voz persa, no coránica) que en occidente se documenta (Zaragoza, siglo XII), de modo que bazarat, que al menos en apariencia se presenta como un plural de bazar significa también “drogas, especias”... No vuelve a aparecer hasta el siglo XIX, quizá en esta época se tomó del francés o portugués, idiomas donde es de uso constante desde principios del siglo XVI.

Unos cuantos de los textos aquí reunidos han ido apareciendo en versiones primeras en diversas revistas. Todos tienen en común el seguir una pesquisa que se empezó a gestar en el período de mi estancia en el Instituto de Filosofía del CSIC (1993-1996) con motivo de una investigación sobre la construcción de la identidad en la sociedad del consumo. Los textos y materiales que he ido produciendo según dicho objetivo fueron cediendo el paso ante una intuición cada vez más nítida: la importancia de detectar los antecedentes de la pauta del consumo de masas, por darse en ellos –las formas de vida, mercado y consumo de hace un siglo– numerosos elementos aclaratorios del aparentemente caótico mundo del consumo contemporáneo.

Esta es la fábula del bazar, término que campea en uno de los primeros pasajes que Walter Benjamin recoge del París, capital del siglo XIX:

Entrée Publique

DU BAZAR

ou foire perpetuelle

De esa noción de feria que no tiene fin espacial ni temporal y que inventa un nuevo tiempo y un nuevo modo de relación de los sujetos sociales entre sí y consigo mismos trata esta fábula.

En su composición han intervenido varias personas a quienes me cumple ahora agradecer su presencia y sus intercambios. El equipo de trabajo del proyecto «Filosofía, Literatura y Ciencias Sociales» del CSIC –en cuyo contexto expuse algunas primeras versiones de estos textos– formado por Pepe González, Carlos Thiebaut, Cristina Santamarina, Tere López de la Vieja, Stella Wittenberg, Paco Álvarez, Paco Martínez, Gerard Vilar, Santiago Noriega, Antonio Gimeno, Alberto Insúa, Carmen González Marín, Carlos Soldevilla ha sido espacio amistoso para debatir, en grupo y de a uno, así como sostenedor crítico de esta tarea. Los amigos y colegas de México, Carlos Pereda, María Herrera, César González, Esther Cohen también han sido interlocutores excelentes.

Además de este contexto de investigación y debate ha existido un círculo de trabajo para mí decisivo en el entendimiento de los problemas del consumo. Me refiero al Curso de Posgrado «Praxis de la Sociología del Consumo e Investigación e Mercados» de la Universidad Complutense. Tras los maestros Ángel de Lucas y Alfonso Ortí se ha ido formando un grupo de investigadores y profesionales entre los que se cuentan Cristina Santamarina, Luis Enrique Alonso, Fernando Conde, Chema Arribas, Javier Callejo, Ana Botana, Matilde Fernández-Cid, Rosa Mª Espino, con quienes comparto, entre otras cosas, muchas de las ideas aquí expuestas.

Un lugar de debate que he tenido muy presente a lo largo de este trabajo es la redacción de la revista La Balsa de la Medusa, de la que formo parte. Algunos de estos capítulos en sus primeras versiones aparecieron en ella. A Carlos Piera, Valeriano Bozal, Carlos Thiebaut, Gonzalo Abril, Paca Pérez Carreño, Javier Arnaldo, José Antonio Ramírez, Cristina Peña- Marín mi reconocimiento por su talante y su afición a los «raros y curiosos» como los autores cuya obra analizo aquí.

Con Luis García Soto discutí algunos primeros esbozos que presenté en un seminario sobre la construcción de la identidad en la Universidad de Santiago. A él y a M.ª José Agra mi agradecimiento.

En el campo de la investigación social debo también mencionar a Rosa Aparicio, Andrés Tornos, Juan Benavides, Aurora Rodríguez y Juvenal García. Compartir el curso de las tareas de investigación, incluyendo la soledad del investigador de campo, ha sido también lugar de ocurrencia y de prueba de conjeturas que aquí se exponen en forma de ensayo.

La huella del hallazgo psicoanalítico, que no se entiende sin el nacimiento del bazar y sus tensiones –y que aquí pongo en movimiento en algunos pasajes– debe mucho al debate con Ignacio Gárate y la memoria de Joël Dor, así como la ayuda de Françoise Bétourné. Los colegas del máster de teoría psicoanalítica y del doctorado en psicoanálisis han acompañado algunas de estas ideas. Espero en próximos trabajos detallar estas implicaciones.

Agradezco una vez más a las bibliotecarias del CSIC, Julia García Maza, así como a Ana Jiménez y a Blanca, su incalculable generosidad. La amable disponibilidad de José García Velasco y la biblioteca de la Residencia de Estudiantes me permitió consultar revistas como Cruz y Raya y otros documentos del bazar español.

Muchas de las formulaciones se gestaron también en el curso de Sociología del Consumo que vengo impartiendo en la Facultad de Psicología de la UCM. A mis colegas del departamento de Ética y Sociología –en especial a Joaquín Bandera, Blanca Rodríguez y Pedro Francés– agradezco su apoyo. A las personas que han seguido el curso con interés, pese a las inclemencias de horario y del contexto curricular vigente, les estoy sinceramente reconocido.

Pablo, Irene y Ana Marinas han acompañado, con vitalidad y generosidad más allá de las pruebas, el tiempo del relato.

Cristina Santamarina está muy activamente presente en varios de los espacios mencionados y, de manera especial, lo está en este trabajo y en mi vida. A ella va dedicado este libro.

Madrid, 14 de abril de 2001

Ponce de Puerto Rico, 13 de junio de 2001

Incipit Fabula

El consumo no es la compra: abarca escenarios y dimensiones que – más allá de parecernos racionales o delirantes– lo convierten en un hecho social complejo que recorre la totalidad de nuestra vida.

El consumo moderno se presenta como un universo global que aparece cada mañana renovado ante los ojos del planeta como un gran bazar. Esta metáfora, el universo del consumo como bazar1, data de una fecha que es precisamente la del inicio del período que vamos a considerar en este libro. Cuando el repertorio poderoso de las innovaciones tecnológicas y también de las mercancías deseables empezó a ser exhibido en las primeras exposiciones universales, comenzó un nuevo modo de discurrir y de nombrar las mercancías y su efecto en nuestras vidas. A eso llamo la fábula del bazar: al conjunto de nombres, relatos, racionalizaciones que pretendieron explicar y hacer plausible el nuevo orden de las mercancías. La fábula trata del origen del discurso del consumo contemporáneo que no es un invento de la posguerra de los años cincuenta, sino que se remonta a mediados del siglo XIX.

Este discurso es anterior y es más amplio de lo que los tópicos señalan. Cuando acotamos el universo del consumo como hecho global queremos indicar un campo de prácticas sociales, de ensueños e identificaciones que ocupan nuestros espacios y tiempos más allá de los fines de semana empleados en el ritual de los grandes almacenes. Como los estudiosos plantean, las pautas de la sociedad de consumo afectan a las formas de vivir en su conjunto, marcan el status y el rango, las identidades de clase, edad, género y también sus metamorfosis, migraciones y mestizajes. El consumo, tal como lo plantea Marcel Mauss, se puede definir como un hecho social total: abarca la totalidad de los espacios de la vida y todas las dimensiones de la persona.

Esta dimensión no es nueva ni está en la superficie de lo que vivimos. Obedece a una larga y decisiva mutación de la sociedad industrial. Comienza, como consumo ostentatorio, como espectáculo elitista al que las clases trabajadoras asisten, antes de la llamada pauta del consumo de masas –consolidada, pese a sus antecedentes fordistas, tras la segunda guerra mundial2–. Sobrevive, en medio de las crisis de la globalización y de las tremendas formas de exclusión que la sociedad capitalista sigue practicando en el presente.

Los procesos de producción y reproducción social rompen –con la industrialización– los parámetros estructurales y culturales del Antiguo Régimen. En él, cada cual vale por su linaje y su origen y las identidades se presentan como estáticas, naturales. Cuando la industrialización adviene, el espejo de la producción invade toda la vida: uno es lo que produce y porque produce. La determinación desde el mercado, la conversión de todas las relaciones sociales en la forma-mercancía, supone que el valor de cambio es mediador para todo modo de interacción y de cultura.

Progresivamente y por encima de la mera utilidad que podamos suponer a los bienes –trabajo acumulado, necesidades que puede colmar– la red de equivalencias que los engloba en el mercado los convierte en jeroglíficos (en expresión de Marx y también de Freud). Es decir que los dota de un poder cuasi mágico que hay que descifrar críticamente. Quien se apropia de un bien, de un producto con marca, entra en un espacio social de representación y de valor insospechado. Las mercancías son relaciones sociales condensadas, cuya imagen expresa de forma distorsionada las relaciones de producción. Nos relacionamos unos con otros e incluso con nosotros mismos a través de objetos, espacios, estilos. Esta es la cultura del consumo en la que la publicidad y la comunicación no son un plus que viene después de la producción sino que la antecede y la acompaña. Y lo hace prefigurando, diseñando tanto los productos que conviene fabricar o simular, como a los propios consumidores de tal o cual oferta en proceso, que, como ella misma, aún no existen.

Los objetos, las marcas, las constelaciones de ellas llamadas metamarcas –como «lo hortera», «lo light» o «lo heavy», como antaño «lo cursi» o «lo moderno»– confieren formas de identidad que vienen dadas no por la respuesta a la pregunta «de quién eres» o «qué haces», sino más bien «qué usas», de qué estilo de vida eres afín o, en lenguaje juvenil, «de qué vas».

Son identidades versátiles que dependen de la renovación de fetiches y de simulacros, son vínculos que forman nuevos segmentos de sujetos sociales: estos segmentos renuevan, enmascarándola y distorsionándola, la realidad de las clases, los géneros, las edades, las etnias. Esta globalidad y centralidad del mundo del consumo, que lo presenta a nuestros ojos como un universo cerrado capaz de colmar cualquier límite, tiene un afuera: la inclusión, como máximo valor del consumir, y la pertenencia, como clave última del mundo de las marcas, implican, en su mantenimiento, un sinfín de procedimientos cambiantes de exclusión. Se trata, en palabras de Vázquez Montalbán, de la obra del Gran Consumidor que, como su antecedente orwelliano, el Gran Hermano, da el poder a los pocos para domesticar a los muchos.

Esta tensión está presente en todas las manifestaciones que analizamos en los procesos del comprar, el gastar y el consumir. Así como también genera una fuerte contradicción entre las identidades que la nueva sociedad está configurando: se trata de la contradicción entre nuestro papel como consumidores frente a nuestro papel como ciudadanos. En ella, más que de un conflicto de roles, nos percatamos de una oposición entre dos universos: uno de ellos hiperpoblado de recursos y exigencias que nutren la identidad de niños, jóvenes y mayores y otro más vaciado de sentido y de formas que impliquen realmente. Al hablar de los más jóvenes, se suscita el síntoma –que hemos perseguido a lo largo de varias investigaciones– de si no estarán siendo más completos y complejos como consumidores que como ciudadanos.

El presente trabajo pretende, pues, reconstruir, mediante el análisis de un corpus textual de testigos y estudiosos del consumo, las razones de tales enunciados y su contexto histórico y cultural. En su origen pretendía ser, sobre todo, comentario detallado de una obra de Benjamin que aún sigue inédita entre nosotros, El libro de los pasajes o París, capital del siglo XIX. En él, como es sabido, se condensa una de las más laboriosas e inspiradas tareas de iluminación del esplendor y crisis de la modernización, del nacimiento de la sociedad de consumo como espectáculo: la que consolidó el industrialismo y lo hizo penetrar en los hogares y las conciencias, en los espacios urbanos y en lo inconsciente de las y los sujetos de aquella fantasmagoría que Marx barruntó como inicio y acicate del mundo del consumo contemporáneo. Esta era mi primera intención y su huella sigue quedando en el texto que ahora presento. La huella es la mirada de Benjamin, los elementos de su biografía y de su hipersensibilidad o, como se decía en su época, de su hiperestesia en la captación de las señales más menudas, las chispas de iluminación de lo nuevo. Pero también de su doble rostro: todo producto de civilización esconde también un producto de barbarie. Lo habitable se convierte de pronto en inhóspito (Umheimlich). El interés por recoger su trabajo sobre el consumo, prácticamente desconocido entre nosotros, hace que Benjamin aparezca articulado en casi todos los capítulos de este libro.

Esa primera cala en los orígenes del consumo fue ampliándose a la vista de una serie de indicios convergentes3 que no dejaban solo al visionario berlinés. Evidentemente con él estaban los sociólogos que encararon el análisis de esta sociedad que se funda entre la Exposición Universal de Londres de 1851 y el período de entreguerras (los años veinte y treinta del siglo XX). Por ello se imponía la recuperación de los estudiosos de la sociedad con los que el propio Benjamin teje su texto, o incluso de aquellos que a simultaneo trazan teorías –que son miradas– no disonantes con la suya. Pero es que aún había más.

Al leer algunos otros escritores de la época, no necesariamente sociólogos, comenzaron a salir a la superficie palabras-testigo y puntos de vista tan semejantes a los que Benjamin, o su maestro Simmel, emplean en sus primeros diagnósticos, que todo hacía apuntar a un clima intelectual, o a una cofradía de personajes que se fijaban en cosas parecidas y les ponían nombres y relatos de sorprendentes afinidades. Sabemos que el concepto de afinidades electivas es central en esta época y que, más allá de la alegoría fundadora de Goethe, es motivo de usos metódicos y conceptuales por Weber4 y por el mismo Benjamin, así como está presente en muchos de los motivos de esta fábula. Las sorpresas vinieron cuando, al leer a Ortega, Gómez de la Serna, Pessoa o Bataille desde esta perspectiva, aparecían términos y sobre todo objetos, prácticas y estilos que eran narrados y convenían en una mirada crítica de época y de la época. Así la intuición y el trabajo fueron creciendo hacia los lados y lo que era el trazado de un contexto para analizar el Passagen Werk se fue tornando dibujo de un período y de un elenco más amplio. La impresión de que estabamos ante el intertexto no explicitado de la época era más que fundada y se convertía en un nuevo estímulo.

La hipótesis de fondo es que en este período acotado se inaugura un discurso, una fábula, que ha ido surtiendo efecto ideológico más allá de la ideología productivista en la que surgen sus primeras figuras. Ese efecto se ha consolidado y generalizado en las formas actuales, dispersas, vertiginosas y preocupantes del consumo de masas que forma hoy nuestros espacios reales y virtuales. Y con estos hechos, detectados al principio como síntomas, ha ido cambiando también la teoría y la conceptualización que los estudiosos producen para poder nombrar tales señales nuevas.

Los fenómenos del consumo se han visto como hechos sociales y no como puros datos económicos. Esta sería la primera demarcación que conviene hacer a la hora de presentar la perspectiva que en este período se inaugura. Si bien es cierto que la escuela marginalista en economía5 ha subrayado el peso central del consumo, frente a la producción, en la explicación de los cambios económicos y sociales, en este conjunto de autores que analizamos, los hechos del consumo aparecen –en la óptica de Simmel– como hechos, también y predominantemente, culturales.

Esta perspectiva sitúa, pues, mi trabajo más bien del lado de los llamados estudios culturales que de la historia socioeconómica. Aunque a ella se harán las referencias obligadas, pues muchos de los autores o trabajan en el campo de la economía –con una mirada que desborda el modelo positivista o protoconductista, como veremos– o dialogan, como es el caso de Ortega o de Bataille, con los conceptos económicos de necesidad frente a deseo, o de consumo productivo frente a consumo no orientado a la producción.

Hipótesis de lectura

Hasta aquí se nos configuran, pues, dos hipótesis de lectura, ambas construidas no a priori sino dictadas por el corpus de autores seleccionado: a) que la estructura y eficacia de la cultura del consumo conviene rastrearla en sus orígenes decimonónicos y b) que el consumo tiene una dimensión global que desborda los meros hechos económicos.

Ahora bien, la intención de este trabajo no quedaría suficientemente delimitada sin la mención de una tercera. Si la cultura del consumo parece tener un origen anterior a la pauta del consumo de masas, y si los hechos del consumo tienen una dimensión cultural que conviene tematizar en detalle, ambos fenómenos surgen porque c) la cultura del consumo instaura una racionalidad nueva que incluye el gasto y el despilfarro como funciones centrales.

En efecto, los que analizan las señales del consumo desde el origen al período de entreguerras señalan, de diversos modos convincentes y fundados, que la lógica de aquél no se reduce a la maximización costes- beneficios propia del modelo (y del período) productivista y de su correlato del consumidor como preferidor racional individual. Sin negar la existencia de esta figura discursiva y práctica, lo que desde el modo de estudiar el consumo aquí presentado parece claro es que el preferidor racional aparece como una posición entre otras –un mito entre otros– del elenco de modos del consumo que van más allá de la compra.

Así pues, aunque las tres hipótesis de lectura ofrecen, a mi juicio, un interés que desborda lo que este libro tiene de mero botón de muestra, la tercera tiene un significado especial. Ella es posiblemente la dimensión novedosa que sin duda hace vivamente interesante la lectura y el análisis de los autores aquí comentados. Precisamente porque a la hora de pensar las formas del consumo contemporáneo, que tantas veces aparecen como caóticas, cuando no amenazadoras, nos enseñan a no proyectar sobre ellas la interesada etiqueta de su irracionalidad. El consumo no es irracional: nos lo parece porque usamos una noción de racionalidad tan inadecuada para explicar como eficaz para disciplinar.

Reducir consumo a compra, y este a preferencia racional-instrumental individual, sigue apareciendo como la tozudez del beodo del cuento que buscaba las llaves bajo el foco de luz de la farola aunque sabía que habían caído sensiblemente más lejos. Lo hacía porque «aquí hay más luz». A diferencia del cuento, el reduccionismo moderno lo imponen los dueños de la luz –que dictan la conceptualización y sobre todo detentan el control de los presupuestos– Desde esta luminosidad conductista queda en sombra, estigmatizado como anomalía, irracionalidad o mero decisionismo6 un repertorio amplio de modos de vida que no conviene analizar.

Los autores con los que aquí discurrimos se caracterizaron precisamente porque no temieron entrar en ese otro territorio. Y lo hicieron precisamente –esta es otra de las acepciones del término fábula del bazar– mediante instrumentos conceptuales que no eran los conceptos trillados de la época. Ensayaron un modo de crítica sociológica y política que no dudó en echar mano de –es decir de reformular y construir– mitos, alegorías y metáforas. Este estilo común, que constituye seguramente hoy mucha de la riqueza y provecho de su relectura, les ha blindado para los partidarios del lenguaje monosémico y de la terapia estándar. Como escriben así, son inverificables, luego... ¡para qué leerlos! Este punto nos lleva a la exigencia de una reflexión moral que no es ajena al proceso de investigación y a la categorización con la que abordamos los problemas del consumo.

Dichos problemas son cada vez más complejos y, sin embargo, en la óptica que va del conductismo autosatisfecho al exclusivismo marketiniano, se presentan, como hemos dicho, como operaciones de preferencia racional, entendida esta como mera razón instrumental de individuos aislados. El universo que desde el anterior cabo del siglo se descubre es más complejo e inextricable: eso es lo que espolea a los estudiosos a una caracterización de los procesos que articula, sin negar lo propio de cada uno de ellos, los niveles del comprar, el gastar y el consumir. Que no son la misma cosa.

De este modo conviene que comencemos explicitando las categorías con las que organizamos la composición de este relato. Qué entendemos por cultura, por consumo y por la evolución de la propia cultura del consumo. Será como ofrecer una pequeña gramática y un léxico que facilite el desciframiento de algunos de los pasajes en los que nos disponemos a ingresar.

La cultura del consumo: tres niveles, tres circuitos, tres fases

Cuando hablamos de cultura del consumo estamos aludiendo a una gran variedad de experiencias nuevas: desde del circular por espacios nuevos de oferta y de compra7 –en las que los niños y las niñas juegan a perderse, la juventud a encontrarse, los adultos a estresarse y los abuelos y abuelas a remedar los espacios de encuentro del lugar de origen ya perdido– hasta los modos de nombrar y representarnos el universo del consumo, ese que Calderón llamó el Gran Mercado del Mundo. Pero también pensamos en lo que estos dos planos tienen que ver con nuestra propia biografía: la que nos ha hecho ser contemporáneos del Colacao, Espinete, Oliver y Benji o los Teletubbies.

La cultura del consumo presenta tres niveles diferenciables con los que nos encontraremos en el recorrido de los autores de esta fábula: el saber hacer, las representaciones, la identificación. El plano del saber hacer, de las pautas nuevas es explorado con fruición por los contemporáneos de la metamorfosis social. El plano de las representaciones es el eje de sus construcciones conceptuales y metafóricas: se preguntan qué va ocurriendo en las cabezas de quienes asisten a la destrucción de las ciudades antiguas y a su relevo por las calles-tienda, los pasajes comerciales, y los grandes almacenes. El plano de las nuevas formas de socialización e identificación supone el repertorio de los modos de troquelado de los nuevos sujetos sociales, aquel que Simmel, en La filosofía del dinero 8 nombra como cultura objetiva que se incorpora a las nuevas subjetividades para convertirse, según la brillante y tremenda metáfora que Freud emplea al final de su vida9, en una guarnición que vigila en una fortaleza tomada: nuestra propia intimidad.

Pero la cultura del consumo engloba, como hecho social total que es, tres circuitos diferenciados: comprar, gastar y consumir. Circuitos a cuyo establecimiento teórico han contribuido sobre todo los autores recorridos en esta fábula.

La compra pertenece a un primer nivel analítico –al que se suelen limitar los estudios conductistas y el preferencialismo microeconómico– en el que se acotan elementos y procesos de modo que consumo se hace equivaler a acto de compra. El sujeto y el objeto se entienden como individuales y el acto de compra se entiende como el intercambio de la demanda del sujeto –que obedece a una necesidad– y la utilidad o capacidad atribuida al objeto (en estudios más cosificadores, se entiende que esta capacidad radica en el objeto en sí mismo). La regla de esta relación es la maximización de costes/beneficios. Su referente empírico es la relación con los objetos como bienes acotada en espacios y tiempos ad hoc.

El segundo nivel es el gast o. En él se confrontan dos planos más complejos, que reclaman nuestra atención cuando no parece funcionar el esquema maximín. Se trata del conjunto de prácticas sociales de consumo en las que la pérdida, el despilfarro, los gastos suntuarios, el consumo conspicuo se ofrecen no como excepciones anómalas o «irracionales» del consumidor, sino como procesos grupales duraderos y abundantes. Bataille analizó la noción de gasto como categoría central de este conjunto de prácticas y su antecedente Mauss indicaba que no sólo los llamados primitivos se rigen por el don sino que muchas de las prácticas sociales en la industrialización adoptan esta forma. Esta supera el plano de la necesidad y nos sitúa en un circuito en el que el sujeto ha de ser considerado como consumidor grupal (en grupo de pertenencia o de referencia) y su relación no es con objetos mondos y lirondos sino con objetos con marca. O, lo que es lo mismo, el objeto se presenta como dotado de una cualidad superior, la de ser objeto-signo. Este signo que recubre al bien, la marca, confiere una identidad que permite un reconocimiento y al mismo tiempo suscita la dinámica del deseo. Dinámica esta capaz de hacernos ir en contra del interés en sentido de lo útil.

El tercer nivel en orden de mayor complejidad es el del consumo propiamente dicho. Este implica procesos más amplios y completos: los sujetos se consideran como agrupados en segmentos –realmente consumimos y nos consumimos (imagen) en esta dimensión que atraviesa y redefine las clases sociales y los grupos de edad o de género. Lo que consumimos en realidad no son objetos ni meras marcas desagregadas sino constelaciones de ellas, metamarcas, imágenes corporativas: perfiles que configuran los estilos de consumo y de vida.

La lógica de este plano macrosocial, que engloba a los anteriores, es la integración como tensión –y aspiración no siempre consciente– del sujeto colectivo y la contrapartida es la reproducción del sistema como función latente y global desde la oferta y el mercado.

Estos planos no se dan de manera sincrónica sino que se han ido desarrollando a medida que la propia sociedad de consumo se desarrollaba. Por ello hablamos de fases del consumo. En la base de muchos de los comentarios y análisis que luego aparecen está un esquema que desde hace tiempo vengo elaborando y aplicando de modo diverso. Se trata de un modelo de tres fases, construido en origen con Cristina Santamarina y que está a la espera de un desarrollo teórico más completo y cuidadoso10.

Según este modelo, cuando hablamos de procesos de consumo nos movemos –como los autores elegidos nos muestran, para empezar con sus propias vidas– entre tres escenarios diacrónicos: el Antiguo Régimen, el Capitalismo de Producción y el Capitalismo de consumo.

El primero se caracteriza por formas de producción-consumo regidas por el modo de producción monetarista o fisiocrático11, que da como formas de identidad las derivadas del linaje o del origen: edad, sexo, hábitat, etnia y sobre todo estamento aparecen como marcas inmutables, naturales. El espacio de interacción es comunitario, en el sentido durkheimiano de la solidaridad mecánica: escasa densidad poblacional y ocupacional, pocos roles, no diferencia entre lo privado y lo público, comunicación y control inmediatos, in praesentia.

El segundo supone la gran ruptura traída por la industrialización y la democracia burguesa. La construcción de la identidad se centra en la ocupación, es el escenario del trabajo en el que los roles de logro pesan más que los de adscripción. Quien es vale por lo que hace y no por de dónde viene. La forma de identificación social resultante es la clase social. Y, de ese modo, las formas de comunicación y de intercambio se ven mediadas por las nuevas formas del mercado: los roles son diversos y abundantes, los intercambios comienzan a ser mediatizados por los circuitos de la comunicación masiva. La esfera de lo público y la de lo privado se escinden con la consiguiente tensión en los procesos de socialización.

El tercero lo inaugura la aparición de un capitalismo de consumo12 que se caracteriza porque las formas de identidad aparecen más directamente mediadas por la relación con los objetos, marcas, metamarcas que por el lugar que se ocupa en el proceso de la producción. Las identidades resultan más versátiles y tienen el sello de la afinidad, más que el de la pertenencia de grupo (como en la clase). Las formas de integración oscilan entre un individualismo implantado sistémica e ideológicamente13 y las diversas formas de fusión y regresión de corte fundamentalista que pretenden superar las tensiones de estos escenarios con la regresión imaginaria al primero, al del linaje.

Estos rasgos esquemáticos nos servirán tanto para organizar los contenidos, a veces contradictorios, de algunos de los diagnósticos de época, como para incorporar determinaciones concretas de la práctica del consumo que, por tratarse de síntomas e indicios emergentes, no encuentran en los autores un desarrollo completo.

Así, pues, los elementos de la cultura del consumo presentan planos diversos que aparecen de forma dinámica y plural. Esto es lo que se intenta visualizar en la figura 1. La atención a estas diferencias conceptuales expuestas puede servirnos de guía de lectura, aun cuando no se verán sometidas –ni sometiendo– en los análisis de los textos posteriores. Quedan, pues, como implícitos teóricos que pueden clarificar o ayudar a puntualizar cuando el caso lo requiera.

Planos

Saber hacer

Representaciones

Identificación

Circuitos

Compra

Gasto

Consumo

Fases

Antiguo Régimen

Capitalismo

Capitalismo

Producción

Consumo

Figura 1. Dimensiones de la cultura del consumo.

Sobre el corpus y el período: los textos y su contexto

Hay que indicar que en los trabajos de tipo empírico que sobre el consumo realizamos –como en los trabajos cuya base es la historia oral, por ejemplo– se suele trabajar con una periodificación que permite, si no explicar causalmente la pertinencia de los fenómenos analizados (discursos, prácticas) al menos establecer el contexto que posibilitará la interpretación. Las periodificaciones pueden ser de tipo cuantitativo-etic: proceder por décadas o por cohortes de edad; de tipo histórico: la historia externa de una institución o de una marca es la que establece las discontinuidades y los ritmos de la práctica analizada; y, por último, de tipo cualitativo-emic: la intrahistoria del fenómeno es la que marca los cambios y, eventualmente, las rupturas y ocultamientos que permiten entender el proceso estudiado.

El presente trabajo permite ver, creo yo, una especial periodización en la que aun contando con tres grandes modos de producción –Antiguo Régimen, Capitalismo de Producción, Capitalismo de Consumo– aparecen los encabalgamientos, las tensiones y los préstamos entre unos y otros. En el corazón mismo del capitalismo de producción aparecen fenómenos (prácticas, representaciones) que anuncian ya el capitalismo de consumo. Es lo que Benjamin señala con un enunciado un tanto chocante: «cuando Marx emprende la crítica del capitalismo este se hallaba en su infancia». Este punto de vista muestra que el espejo de la producción –en expresión famosa de Baudrillard– no parece quebrarse tan pronto como una rígida periodificación haría suponer. Y de modo complementario, como estos textos muestran con detalle, conviven formas productivistas con otras que nos sitúan directamente en lo que se llaman los consumos improductivos. De igual modo, los supérstites del Antiguo Régimen pueden adoptar metamorfosis que explican el presente: Veblen lo teoriza al indicar que la emulación burguesa del consumo noble produce su efecto en el consumo ocioso del fin de siglo; en otra clave, Mauss aborda el problema al tratar de la supervivencia (¿o es algo más que eso?) de formas de don en la cultura de entreguerras.

Lo que sí hay que indicar es que al tratar estos discursos como fábula, estamos nombrando el tiempo del discurso pero también su iluminación. Es decir que partimos de la hipótesis de que este repertorio discursivo emerge en un contexto que no cuenta con códigos que lo expliquen. Suponemos, sin embargo, que estos textos sobre el origen del consumo contemporáneo expresan tendencias que se están gestando en el momento en que brotan, y que en su recepción –que se dilata hasta nuestros días tras haber estado muchos de ellos silenciados largo tiempo– ayudan a nombrar el universo del consumo actual. Es obvio que queda mucho por ver en cuanto a los efectos que tales textos han ido produciendo en la praxis del consumo, precisamente si no los entendemos como mero exponente o reflejo, sino como parte de una cultura viva que no ha desaparecido. A primera vista los tratamos como parte de un sistema de representaciones que surge en la época de entreguerras, pero que atesora, nombra, interpreta, señales que les preceden en el tiempo –el mundo del consumo ostentatorio desde mediados del diecinueve primeros del veinte– y otras que son pautas contemporáneas de los autores, un saber hacer del tiempo que ellos interpretan como señales de lo nuevo. Son representaciones pero también son relatos de la praxis y, no hay que olvidarlo, son documentos de identificación.

Así, lo que ha querido ser una visión del arranque de esta fábula del bazar no se agota en un período estanco sino que trata de recorrer las semillas que un período ve florecer o agostarse desde el pasado, y las que él mismo siembra sin saber de su cosecha venidera. Hay, pues, préstamos, idas y venidas, aunque se distinguen rasgos definitorios de un modo respecto al otro. Vistos desde fuera estos fenómenos parecen, y son, paradojas. Si nos ceñimos al estilo general podemos ver que se trata de un libro que ha ido recibiendo, sobre todo, el efecto del período de entreguerras (1917-1931). En él se escriben la mayoría de los trabajos sobre el consumo aquí analizados. Si se habla del período anterior –el consumo conspicuo en su génesis, se hace desde este14: así las indagaciones de Simmel, de Benjamin, de Ortega, de Bataille, de Mauss incluso, tienen mucho de diagnóstico de la pérdida– no como principio abstracto sino como alegorización en el ensayo de un modo que se ha quebrado y libera nuevas maneras de vivir y de consumir, de desear y de integrarse, de contraponerse y de negociar.

El elenco de autores tiene, también, sus razones propias, de las que no sabría ahora decir más que el paciente lector podrá establecer sus nexos a lo largo de la propia lectura del texto. Es evidente que entre ellos hay afinidades de mirada y diferencias de posición, incluso política. También lo es que a lo largo de la presentación y análisis de sus visiones del consumo mi propia lectura va aproximando, a veces no sé si más de lo debido, líneas y otras señalando por demás, más allá del intertexto común, las fracturas.

Comenzar por los antecedentes de la fábula: Marx, Freud, Nietzsche y, en sordina, Veblen, Weber, Kafka, nos permitirá entrar en el campo de palabras-testigo y de afinidades conceptuales más bien que en una aproximación bio o bibliográfica hecha más de yuxtaposiciones que de la implicación de todos y cada uno en un modelo. Mi trabajo ha consistido, sobre todo, en suponer dicho modelo en el que cada uno de los autores, y sus repertorios asociados, es elegido por traer a colación una dimensión específica. Las constelaciones, parece evidente, las forma quien lee porque entre ellos no constan –¿o sí?– tantos contactos. Son evidentes entre Simmel y Benjamin, como lo son entre Bataille y Mauss y mucho, dejando a salvo los estilos personales, entre Ortega y Gómez de la Serna. Estos son incluidos –con algún apunte a la figura de Pessoa– como correlato ibérico o sureño de los visionarios, en un momento en el aún no hay en España una ciencia social específica. Lo curioso puede ser destacar las afinidades entre Simmel y Ortega, ya en parte estudiadas aunque no sobre el tema del consumo, y más curioso aún las que hay entre Benjamin y Gómez de la Serna15. Igualmente importante pueden ser las que se trazan entre Marx, Freud y Nietzsche y los trabajos de Benjamin: ayudan a descubrir, creo yo, una visión más implicada del propio Freud – contemporáneo en su juventud de la Expo de Viena 1873 y, en el momento de publicar El malestar en la cultura, del crack de 1929– así como la potente presencia del Nietzsche catador de la sociedad más que solitario de Engadine. El Marx que todos ellos leen es el que deja ver, a través de sus imágenes como el fetichismo de la mercancía, su cualidad de primer intérprete de los signos del consumo y de las contradicciones que este mantiene con el orden de la producción.

Pero más allá de las afinidades sectoriales o por parejas, lo que importa no perder de vista es que, a su vez, este libro es una fábula. Una gavilla de leyendas por entre las que circulan conceptos poderosos y mitos aún no reflexionados. Y el sentido del mosaico o de la gavilla, el efecto para ilustrar lo de hoy, lo nuestro, es un proceso que hace cada cual en su lectura.

En el principio era Veblen

El desplazamiento principal en este enfoque del consumo lo establece –además de la construcción alegórica y conceptual, de Marx– el trabajo de Thorstein Veblen, La teoría de la clase ociosa 16. Lo menciono en esta presentación porque –aunque merecería un tratamiento detallado que explique su carácter de iniciador del «bazar americano»– sus tesis, en contrapunto y en formulaciones diversas, podemos reconocerlas en varios de los autores de este «bazar europeo» en el que me centro. Como afirma Diggins, al calificarle en su obra El bardo del salvajismo 17, Veblen

fue casi el único que negó al capitalismo su legitimidad histórica. Insistió en que una gran parte del comportamiento capitalista es «irracional» y esencialmente hedonista, un fenómeno casi atávico que no refleja tanto la fría prudencia el hombre burgués como los hábitos residuales de las sociedades primitivas.

Sin resolver, ni plantear en forma, el problema de la interpretación acerca del retorno o de la innovación en el consumo, digamos que la aportación de Veblen es seminal porque desplaza y amplía el campo en dos dimensiones: una, que asienta como base del capitalismo el consumo y no tanto la producción (Marx, en un principio) ni la ascesis ética (Weber); otra, que explica los comportamientos del consumo recurriendo al plano del deseo, a los factores no utilitarios.

Así, desde la percepción de Veblen de lo que está en juego en el mundo del consumo, los sistemas de equivalencia, incluyendo el dinero, muestran no tanto su capacidad de ser eso: medios de cambio o patrones de valor o almacenes de riqueza, cuanto otra cualidad radicalmente sociocultural: son expresión de poder.

Con ello, el problema del consumo no se agota en la relación individual de cálculo, preferencia y ahorro de uno con la cosa. Más bien nos invita a explorar los procesos sociales en los que nos dirigimos a las cosas en un contexto de dominio, jerarquía, ostentación en el que les pedimos a aquellas que sobre todo nos representen. Este deseo de representación –que, si puedo glosar a Lacan, no es separable en la realidad de la representación del deseo– abre a toda una manera de mirar los signos del consumo. Veblen, nacido en 1857, hijo de inmigrantes noruegos que se establecen en el Midwest18, no procede al modo neoclásico, sino que incorpora la historia y la evolución como parámetros de la economía. Su principal herramienta analítica –al decir de Simich y Tilman19– era la distinción entre intereses de los negocios e intereses industriales o la dicotomía entre lo ceremonial y lo tecnológico. Dimensiones esta que nos resultan de sumo interés porque marcan un aspecto indispensable para entender el mundo del consumo incipiente: el ritual. El consumo es ante todo ostentatorio o conspicuo, pues tiene como función reproducir el orden y la jerarquía de las clases mediante su representación en signos visibles. Incluso hay sujetos cuyo sentido es el consumo vicario: la esposa, los criados representan, con sus atuendos imposibles y sus prácticas codificadas, el poder adquisitivo del «señor». Quien está más alto en la pirámide no es quien más atesora sino quien más puede derrochar. Esta es la paradoja con la que Veblen se enfrenta y que le lleva a articular el análisis del desarrollo de la técnica con los ceremoniales complejos e indispensables del consumo incipiente.

Estos conceptos se forjan en su temprana creencia en el poder liberador de la tecnología para erradicar las distancias de los efectos de los residuos de barbarie que tanto contaminaron el pasado. La cultura depredadora del orden capitalista puede dar paso a una sociedad que incorpore los rasgos que Veblen postuló: el trabajo eficiente (instinct of workmanship), el altruismo (the parental bent) y la indagación científica (la curiosidad ociosa). El sistema existente de despilfarro, explotación y depredación puede ser removido en aras de una sociedad igualitaria basada en la fraternidad del nuevo hombre que surge.

De Veblen hay que anotar, como cita liminar del recorrido por nuestros autores, un pasaje en el que nombra el carácter originario del consumo en la estructuración social:

El comienzo de una diferenciación en el consumo antecede incluso a la aparición de todo lo que pueda ser denominado propiamente fortaleza pecuniaria. Se encuentra ya en la fase inicial de la cultura depredadora, y hasta hay indicios de que se encuentra en una incipiente diferenciación en este sentido antes de los comienzos de la vida depredadora. La diferencia más primitiva en el consumo de bienes se parece a la diferencia posterior que nos es familiar en que es en gran parte de carácter ceremonial, pero, al revés que la última, no descansa en una diferencia de riqueza acumulada. La utilidad del consumo como demostración de riqueza ha de clasificarse como proceso derivado. Es una adaptación a un nuevo fin, por un proceso selectivo, de una distinción ya existente y bien cimentada en los hábitos mentales humanos [...]20.

Y este otro en el que señala una dimensión importante que recorreremos en el contexto del bazar europeo: la relación entre clase social y consumo.

La utilidad del consumo como medio de conseguir reputación, así como la insistencia en aquél como elemento de decoro, se manifiesta con mayor plenitud en aquellas partes de la comunidad donde es mayor el contacto humano del individuo y más amplia la movilidad de la población. En relación con la población rural, la urbana emplea una parte relativamente mayor de sus ingresos en el consumo ostensible, y la necesidad de hacerlo así es menos imperativa. El resultado es que, para mantener una apariencia decorosa, la población urbana vive al día en una proporción mayor que la rural [...] Ello no significa que la población urbana sea mucho más aficionada al placer especial que deriva del consumo ostensible ni que la población rural dé menos importancia al decoro pecuniario. Pero en la ciudad son más fuertes el atractivo de esta línea publicitaria y su eficacia transitoria. Por tanto, se recurre con más facilidad a este método y en la lucha para superarse unos a otros la población urbana lleva su patrón normal de consumo ostensible a un punto más elevado, con el resultado de que se requiere un gasto relativamente mayor en esta dirección para indicar un grado determinado de decoro pecuniario en la vida urbana. La exigencia de conformidad a este patrón convencional superior se convierte en imperativa. La pauta del decoro es más elevada, clase por clase, y hay que hacer frente a esta exigencia de una apariencia decorosa so pena de perder casta21.

Que se llame casta, y no clase o estilo, a lo que se pierde si el consumo no se ajusta al reconocimiento resultará enormemente significativo para entender lo entreverado de las fases del desarrollo del Antiguo Régimen al capitalismo de producción y del consumo. Lo que la burguesía ascendente mimetiza y tiene como pauta de decoro es un modelo que preexiste a su constitución como clase burguesa industrial y que es a la vez «residuo» –¿o más bien invención sobre pautas antiguas?– de una clase que ya no existe como tal: la nobleza.

De esta paradoja habla, recorriéndola en sus escenarios variados, la fábula del bazar. Estos escenarios comprenden los modelos europeos que sirvieron de referente a la casta retratada por Edith Wharton en La edad de la inocencia –novela que parece escrita para ejemplificar a Veblen– hasta los episodios de un mundo de modas y boutiques tempranas que se levantan sobre las barricadas destruidas con la derrota de la Comuna de París.

Iluminaciones frente a ilustración

Hay, con todo, una idea de fondo que es la que puede autorizar este recorrido por los motivos y detalles de la fábula del consumo, la fábula de bazar contemporáneo. Se trata de analizar, como hemos visto, los apuntes y las visiones teóricas y empíricas de autores que se destacaron más por señalar las tensiones y las contradicciones de la sociedad protoconsumista que por elaborar un modelo doctrinal cerrado, funcional y operativo.

Quizá el rasgo común sea que se trata de hombres en tiempos oscuros, según la precisa calificación de Hannah Arendt22. Es decir, de indagadores que se empeñan en buscarle las vueltas de una cultura que aparece como floreciente y sobre todo enormemente transformadora del paisaje cotidiano, sin darle todo el crédito al autorrelato de la época, a su ideología explícita, aquella con la que economistas, técnicos, políticos y estudiosos acompañaban, legitimando, el inicio de la abundancia, del consumo de masas incipiente.

Ellos, de una manera peculiar en cada caso, formulan el revés de la trama. Contraponen a los mitos emergentes –el preferidor racional, el progreso lineal, la acumulación sin límites en los recursos– sus propias fábulas que no avalan tal discurso dominante. Buscan otro espacio de sentido. Y lo hacen con los discursos sociales prohibidos, con las figuras sociales no nombradas todavía, con los escenarios de la vida del capitalismo cosmopolita que no frecuentan ni la teoría económica, ni la sociología o la psicología ya en estadio floreciente de doctrinas. Esos que Kevin Hetherington llama con total precisión los badlands, los andurriales de la modernidad23. Por eso echan mano de otras vías de conocimiento: la literatura, las imágenes pero, sobre todo, la atención a los fenómenos de la vida cotidiana. A las cosas, objetos, carteles, imágenes, rituales nuevos que hablan un lenguaje no domesticable desde las teorías positivistas o funcionalistas que se asientan como modelo disciplinante en los saberes sobre la sociedad y el comportamiento de los habitantes de las ciudades del consumo y el espectáculo.

Como Foucault expresó en su último seminario, sobre la Ilustración, parece que la historia de nuestro tiempo se puede permitir mirar el pasado no como una secuencia de anticipaciones desde un momento de ilustración. No hay una ilustración –la que va de Descartes a Hegel–, sino que ha habido momentos de ilustración, que forman espacios de modificación de las prácticas, de los sujetos, de las relaciones sociales, de los saberes y de los afectos. Así podemos decir que estos autores que ilustran el recorrido por la formación de la cultura del consumo son momentos de ilustración, o mejor de iluminación.

Sin ánimo de tramar una imagen alternante de la historia de nuestra cultura, según la cual a un momento de ilustración (desde la Grecia de Pericles, el trasiego helenístico, pasando por la baja Edad Media, o el Renacimiento, o la postescolástica, o las dos Revoluciones –política y económica– del XVII y XVIII) le seguiría otro de decadencia (de falta de luces), sí parece posible señalar que hay perspectivas que prefieren una mirada desde el borde que desde un supuesto centro. Y así ven más la anomalía que la norma, le dan más valor heurístico a las contradicciones que a los puntos de consenso, aprenden más de lo aparentemente irracional –según un patrón de racionalidad escaso, aunque haya llevado la pauta de la socialización– que de las razones evidentes. Entienden que la sociedad del primer capitalismo de consumo, lejos de conformarse a la lógica de la maximización (bueno, bonito y barato), comienza, desde el principio a exhibir formas «antieconómicas» –el consumo conspicuo– que cumplen la función de mantener las pautas de prestigio, la separación de las clases. Ven en los espacios del consumo –el paisaje primitivo u originario del consumo, en frase de Benjamin– otros juegos sociales que convierten la moda, el dinero, los hábitos estéticos e incluso el pensamiento técnico en escenarios de la reproducción social de las desigualdades, más que en meros espacios económicos. Como Nietzsche o Freud, van de las anomalías (nihilismo, histeria) al intento de poner palabra a los restos no contemplados en las teorías normalizadoras (que estudian la normalidad y a la vez normalizan).

Momentos de iluminación en un sentido preciso, pues tienen que ver más con la inmediatez respecto a las prácticas sociales que con el trabajo de taracea en el corpus de la teoría. Bajo el lema hegeliano «los hechos tienen su propia teoría», hay un intento de conformar otro modo de ver la sociedad. Lo cual no implica mero empirismo, sino construcción de modos de análisis de lo concreto. Y retienen, otra connotación de la iluminación, el valor de la sorpresa de las configuraciones reales frente a la previsión sedicentemente omnímoda de una red teórica previa.

Por eso es posible ver que los que estudian la primera crisis de crecimiento de las pautas de consumo –Veblen, Simmel– o sus tensiones en el período de entreguerras, prefieren las iluminaciones a la ilustración. Lo cual, adelantémonos a decirlo, no les convierte necesariamente en anti- ilustrados. Sino en exploradores más comprometidos de lo que el supuesto mito del progreso, sin duda tocado de un pulso moral emancipador, deja sin ver, sin incorporar a su texto fundacional. No son tanto presentistas, ahistóricos, cuanto pensadores en contra de la época. No por mor de un aislacionismo elitista, por el empeño en mantener un estilo de casta o de clase, convertido ahora en el chamanismo de la «capacidad de visión», ni tampoco por una añoranza de los tiempos idos. Más bien coinciden, con los matices que nos permitirá el recorrido por los temas que desgranan y por sus talantes, en un intento de pensar a la vez la promesa del avance civilizatorio y los límites de su cumplimiento; el escenario de la identidad ilustrada, universalista como programa, y las formas rotas, impelidas a la búsqueda de nuevos lenguajes, de las identidades particulares, de clase, de género, de lugar, de etnia, de edad; los recursos que proporciona el itinerario incuestionado de la productividad, la ética del logro, la apropiación de recursos, el disfrute de bienes (objetos, marcas, estilos de vida) y también los modos de dependencia, de perversión provocados por tales hitos «forzosos» del itinerario. Se trata, en este sentido, de un intento de ganar en densidad, en complejidad, en matices. La apuesta es no ocultar el espesor del presente y el carácter de reconstrucción –y no de tiempo lineal– de la historia y, más aún, del origen. Puede verse este discurrir por algunos de los pioneros como una invitación a no estilizar reduccionistamente la determinación de las razones (de las diferencias sociales, de las pautas de acceso a los recursos, de las desigualdades) ocultando las razones de la determinación (la escasez de los modelos de las ciencias sociales, su subordinación a una supuestamente saturada cultura del mercado que «equivale al todo social»).

Es posible, y esta es la apuesta de este trabajo, aprender, tratando a estos clásicos como colegas, los nuevos modos de construcción de la subjetividad. La del sujeto político o cívico, cada vez más mediado por la razón del mercado. Y no como un avatar coyuntural, de las últimas décadas, sino como un lento y complejo proceso que se remonta a los inicios de la industrialización. Cabe ver más despacio las razones y los momentos inaugurales de la cultura del espectáculo como modelo del espacio público y su privatización, y del hiato de este respecto de la intimidad o lo doméstico, cada vez más publicitado desde las imágenes fetiche del mercado.

No hay, empero, misticismo en esta fábula, en estas elaboraciones que revisten a veces la forma de desarrollos temáticos –la clase ociosa, la moda, el dinero, la cultura femenina, la ciudad, los pasajes del consumo– y otras muchas la forma del fragmento, del apunte pegado al destello o al terror de los hechos mismos. No hay fábula mística aquí, salvo en el modo de recepción. Así se ha hablado del «salvajismo» de Veblen, o del carácter «impresionista» o «flâneur» de Simmel, o de un supuesto refugio en la mística judía de Benjamin, o de un paganismo tanático en Bataille... por no hablar de los autores españoles que auscultan esta misma época desde una «filosofía mundana» o desde el destello de las «greguerías». Pero su aportación posible a una reflexión sobre las contradicciones, los reveses y los modos complejos de la cultura de masas del consumo es mayor y más abierta.

Frente al poder silencioso de los mitos, es decir, de la ideología que define lo real sin cuestionarse a sí misma, los estudiosos de la crisis interna de la cultura del consumo desde sus orígenes recientes, componen relatos. Como Benjamin dice, al relato le cabe la fuerza de hacer que lo que parece inamovible en los mitos sea sometido a sospecha, traído al terreno de uno, modificado por un actor y por una humanidad que no se atiene a los férreos guiones de los mitos originarios.

Así, al hablar de la validez de las aportaciones de estas perspectivas, se exige la cautela de no tratarlos desde el rasero de la triple c: conductismo + cuantificación + comunicación. Porque la mirada sobre los problemas de la cultura del consumo que despliegan y enseñan a ejercitar no se agotan en el registro de los «hábitos de compra», en la computación o segmentación de los supuestos sujetos sociales (en realidad constructos estadísticos), ni en la confección de recetas comunicables en los medios (con el slogan publicitario como modelo de la información y del discurso político). Ayudan, más modestamente, a ver las dimensiones en las que cualquiera de nosotros, desde la época de nuestros abuelos, se ve afectado por el hecho de habitar determinados espacios, abastecer la vida cotidiana de marcas que ya son inseparables de alimentos, prendas, aparatos, regalar y ser regalado, trabajar en lo posible y ver otros lugares si se puede, adherirse a causas comunes y particulares, pasar o ponerse en medio... Se trata, en suma, de asistir a la construcción de un sujeto, el sujeto contemporáneo, que puede ser llamado posmoderno o simplemente, sujeto de la crisis de fin de siglo. Ahora, de este siglo. Por eso esta fábula da para más filandones, reuniones de comentario, en que seguir contando y detallando sus efectos y sus riesgos. Como Benjamin dice del relato del viajero, del relato que no es mito que dogmatiza: este permite que cada cual haga hilo con él.

De todos modos, la fecundidad de estas perspectivas requiere más bien una cierta afinidad no cerrada, quizá interesada en dialogar e interpelar las razones o el enfoque del otro. En ese sentido se ofrecen como campo de debate y no como doctrina. No suponen el redescubrimiento de un mediterráneo neomarginalista o de un canto a la metaforización como perspectiva de las ciencias sociales. Ponerlos, otra vez, al alcance de los lectores críticos de lo que hay puede tener, y en ello fiamos, algún interés.

Notas al pie

1 W. Benjamin en su Das Passagen Werk, apunta uno de los primeros pasajes como del Bazar. Esta imagen, y su exotismo orientalizante, la ponen como objeto de consumo las exposiciones universales y la cultura de los megastores, bazares occidentales que se fundan en la segunda mitad del XIX. Las citas de este trabajo de Benjamin las traduzco a partir de la edición de las obras completas de Suhrkamp, 1982, vols. V 1 y 2 y de la edición con «addendae»: Paris, Capitale du XIXe Siècle. Le Livre des Passages, Ed. du Cef, 1989. Las letras entre corchetes indican los párrafos de las diversas versiones del propio Benjamin.

2 El debate de estos orígenes en el caso de la sociedad de consumo española es objeto del excelente y verdaderamente pionero trabajo de Luis Enrique Alonso y Fernando Conde, La historia del consumo en España. Los orígenes, Madrid, Debate, 1995.

3 Debo a mi maestra y amiga Nelly Schnaith este concepto metódico que ella ha empleado preciosamente, sobre todo en sus trabajos Las heridas de Narciso, Catálogos, Buenos Aires, 1990 y Paradojas de la Representación, Barcelona, Cafè Central, 1999.

4 Es obligada (y, para mí, gustosa) la referencia los trabajos de José M.ª González, La máquina burocrática;, Madrid, Visor Dis., 1989, y Las huellas de Fausto, Madrid, Tecnos, 1992, en los que explora con tino las afinidades entre Goethe-Weber-Kafka.

5 Una sugerente exposición del contexto de las nuevas tendencias económicas en afinidad con los cambios sociales y psicológicos del fin del XIX, es la de Lawrence Birken en Consuming Desire. Sexual Science and the Emergence of a Culture of Abundance, 1871-1914, New Jersey, Cornel University Press, 1988. Su referencia a W. Stanley Jevons, Alfred Marshall, Eugen von Böhm-Bawerk, como iniciadores de la «disolución de la economía política», permite visualizar un desplazamiento importante: el que privilegia el deseo peculiar del consumidor antes que el proceso productivo de las clases; pero tiene, a mi juicio, algunas simplificaciones: no capta el papel fronterizo de Marx, a quien sitúa sin más en el productivismo y, tampoco el marco del supuesto nuevo sujeto individual del consumo. Este, como veremos, adquiere su sentido no aisladamente sino en realidades colectivas que están entre la masa (barruntada en el período de entreguerras) y los nuevos segmentos del consumo actual.

6 El decisionismo, es decir la posición ideológica que sostiene que de los principios que inspiran las decisiones éticas y políticas no se puede hablar –porque son inefables, porque arraigan en el campo mudo de los deseos– fue brillantemente tematizado y criticado por un testigo y estudioso de esta época como es Max Weber. Sus tesis recogidas críticamente por Jurgen Habermas forman parte, como es sabido, de un libro de éste al que no está de más volver: me refiero al clásico Crisis de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires, Amorrortu, 1985.

7 La expresión de un niño madrileño a comienzos de los ochenta, con motivo de la apertura de un nuevo espacio comercial, Madrid 2-La Vaguada, es reveladora: «¡Mola (es fantástico) perderse en La Vaguada!»

8 Ver más adelante, el capítulo sobre Simmel y la invención del instante.

9 S. Freud, El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, p. 65: «La cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a este, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior como una guarnición militar en la ciudad sitiada».

10 Una primera versión sucinta apareció en J. M. Marinas, «El consumidor y el ciudadano. Nuevas formas del consumo», en J. Benavides (ed.) La comunicación en la Europa del 93, Madrid, Edipo, 1992.

11 Al punto de redactar esta introducción me llega el trabajo de Fernando Díez, Utilidad, deseo y virtud. La formación de la idea moderna del trabajo, Barcelona, Península, 2001. En él se explora de manera muy completa las implicaciones del desplazamiento del momento preindustrial hacia el industrialismo: este proceso, hecho de numerosos cambios de pautas y conceptos, ilustra bien la concatenación, aun en medio de las contradicciones, entre el momento protoconsumista, el del consumo industrial y el del consumo improductivo posterior.

12 En cuya teorización actual han intervenido Jesús Ibáñez –desde su obra seminal Más allá de la sociología: el grupo de discusión – y es continuada, sobre todo, por nuestros maestros Ángel de Lucas y Alfonso Ortí, verdaderos Dioscuros de la teoría crítica y animadores del curso de Praxis de la Sociología del Consumo e Investigación de Mercados (Universidad Complutense) en el que venimos participando hace más de una década.

13 Los roles de integración son individuales: contribuyente, v votante, productor, consumidor, así los presentaba Habermas en sus Teoremas de la Crisis de Motivación, en Crisis de legitimación en ele capitalismo tardío, ob. cit.

14 Es llamativo el número de autores que Walter Benjamin recopila en sus notas del Passagen Werk y que pertenecen a autores de los años veinte y treinta que todos ellos escriben y revisan el período de transición entre el Antiguo Régimen y la Industrialización.

15 Benjamin reseña el libro de Ramón sobre El circo, como mostramos, más adelante, en su lugar correspondiente.

16 T. Veblen, Teoría de la clase ociosa