La filosofía del tocador - Marqués de Sade - E-Book

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Marqués De Sade

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Beschreibung

«La filosofía en el tocador» es un libro de 1795 escrito en forma de diálogo dramático. Aunque inicialmente se consideró una obra de pornografía, el libro se ha convertido en un drama sociopolítico.

Ambientados en una habitación, los dos personajes principales argumentan que el único sistema moral que refuerza la reciente revolución política es el libertinaje, y que si el pueblo de Francia no adopta la filosofía libertina, Francia estará destinada a regresar a un estado monárquico.

Continuamente a lo largo del trabajo, Sade argumenta que uno debe abrazar el ateísmo, rechazar las creencias de la sociedad sobre el placer y el dolor, y además argumenta que si se comete un delito mientras se busca placer, no se puede condenar.

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Marqués de Sade

Marqués de Sade

LA FILOSOFÍA DEL TOCADOR

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-122-9

Greenbooks editore

Edición digital

Enero 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-122-9
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Indice

LA FILOSOFÍA DEL TOCADOR

LA FILOSOFÍA DEL TOCADOR

A LOS LIBERTINOS

Voluptuosos de todas las edades Y de todos los sexos, a vosotros solos ofrezco esta obra: nutríos de sus principios, que favorecen vuestras pasiones; esas pasiones, de las que fríos e insulsos moralistas os hacen asustaros, no son sino los medíos que la naturaleza emplea para hacer alcanzar al hombre los designios que sobre él tiene; escuchad sólo esas pasiones deliciosas, su órgano es el único que debe conduciros a la felicidad.

Mujeres lúbricas, que la voluptuosa Saint-Ange sea vuestro modelo; a ejemplo suyo despreciad cuanto contraría las leyes divinas del placer, que la encadenaron toda su vida.

Muchachas demasiado tiempo contenidas en las ataduras absurdas y peligrosas de una virtud fantástica y de una religión repugnante, imitad a la ardiente Eugenia; destruid, pisotead, con tanta rapidez como ella, todos los preceptos ridículos inculcados por imbéciles padres.

Y a vosotros, amables disolutos, vosotros que desde vuestra juventud no tenéis más freno que vuestros deseos ni otras leyes que vuestros caprichos, que el cínico Dolmancé os sirva de ejemplo; id tan lejos como él si como él queréis recorrer todos los caminos de flores que la lubricidad os prepara; a enseñanza suya, convenceos de que sólo ampliando la esfera de sus gustos y de sus fantasías y sacrificando todo a la voluptuosidad es como el desgraciado individuo conocido bajo el nombre de hombre y arrojado a pesar suyo sobre este triste universo, puede lograr sembrar algunas rosas en las espinas de la vida.

PRIMER DIÁLOGO

SRA. DE SAINT-ANGE: Buenos días, hermano. Y bien, ¿el señor Dolmancé?

EL CABALLERO: Llegará a las cuatro en punto y no cenaremos hasta las siete; como ves, tendremos tiempo de sobra para charlar.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¿Sabes, hermano, que estoy algo arrepentida de mi curiosidad y de todos los proyectos obscenos formados para hoy? En verdad, amigo mío, que eres demasiado indulgente; cuanto más razonable debiera ser, más se excita y vuelve libertina mi maldita cabeza: me lo pasas todo, y eso sólo sirve para echarme a perder... A los veintiséis años ya debiera

ser devota, y no soy aún sino la más desenfrenada de las mujeres... Es imposible hacerse una idea de lo que concibo, amigo mío, de lo que querría hacer. Pensaba que limitándome a las mujeres me volvería prudente..., que mis deseos concentrados en mi sexo no se exhalarían ya hacia el vuestro; proyectos quiméricos, amigo mío; los placeres de que quería privarme no han venido sino a ofrecerse con más ardor a mi imaginación, y he visto que cuando, como yo, se ha nacido para el libertinaje, es inútil pensar en imponerse frenos: fogosos deseos los rompen al punto. En fin, querido, soy un animal anfibio; amo todo, me divierto con todo, quiero reunir todos los géneros; pero, confiésalo, hermano mío, ¿no es en mí una extravagancia completa querer conocer a ese singular Dolmancé que, según dices, en toda su vida no ha podido ver a una mujer como el uso lo prescribe; que, sodomita por principio, no sólo es idólatra de su sexo, sino que únicamente cede al nuestro con la cláusula especial de entregarle los queridos atractivos de que está acostumbrado a servirse en los hombres? Mira, hermano, cuál es mi extravagante fantasía: quiero ser el Ganímedes de ese nuevo Júpiter, quiero gozar con sus gustos, con sus desenfrenos, quiero ser la víctima de sus errores: sabes, querido, que hasta ahora nunca me he entregado así más que a ti, por complacencia, o a alguno de mis criados que, pagado para tratarme de esa forma, sólo se prestaba a ello por interés; hoy no es ya ni la complacencia ni el capricho, es sólo el gusto lo que me decide... Entre los procedimientos que me han esclavizado y los que aún me esclavizarán a esa extravagante manía, veo una diferencia inconcebible, y quiero conocerla. Píntame a tu Dolmancé, te lo suplico, a fin de que lo tenga bien metido en la cabeza antes de verle llegar; porque ya sabes que sólo le conozco de haberlo encontrado el otro día en una casa en la que sólo estuve unos minutos con él.

EL CABALLERO: Dolmancé, hermana mía, acaba de cumplir los treinta y seis años; es alto, de rostro muy hermoso, de ojos muy vivos y muy espirituales, pero una cosa algo dura y un poco malvada se pinta a pesar suyo en sus rasgos; tiene los más hermosos dientes del mundo, un poco de molicie en el talle y en el porte, sin duda por la costumbre que tiene de adoptar tan a menudo ademanes femeninos; es de una elegancia extremada, tiene hermosa la voz, talento, y, sobre todo, mucha filosofía en el espíritu.

SRA. DE SAINT-ANGE: Espero que no crea en Dios...

EL CABALLERO: ¡Ah! ¿Cómo dices eso? Es el ateo más célebre, el hombre más inmoral... ¡Oh, es la corrupción más completa y entera, el individuo más malvado y perverso que pueda existir en el mundo!

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Cómo me enardece todo eso! ¡Voy a enloquecer por ese hombre! ¿Y sus gustos, hermano mío?

EL CABALLERO: Ya los sabes: las delicias de Sodoma le son tan caras

como agente que como paciente; sólo ama a los hombres en sus placeres y si, a pesar de ello, consiente alguna vez en probar mujeres, sólo es a condición de que sean lo bastante complacientes como para cambiar de sexo con él. Yo le he hablado de ti, le he prevenido de tus intenciones; él acepta y te advierte a su vez las cláusulas del trato. Te lo prevengo, hermana mía, te rechazará en seco si pretendes incitarle a otra cosa: «Lo que consiento hacer con vuestra hermana es —según pretende—, una licencia..., una extravagancia con la que uno sólo se mancha raramente y con muchas precauciones.»

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Mancillarse..., precauciones!.. ¡Amo hasta la locura el lenguaje de esas amables personas! También entre nosotras las mujeres tenemos palabras exclusivas que, como ésas, prueban el horror profundo de que están penetradas por todo lo que no atañe al culto admitido...

¡Eh! Y dime, querido, ¿te ha poseído? ¡Con tu deliciosa cara y tus veinte años, bien se puede, en mi opinión, cautivar a semejante hombre!

EL CABALLERO: No te ocultaré mis extravagancias con él; tienes demasiada inteligencia para censurarlas. De hecho, me gustan las mujeres, y sólo me entrego a estos gustos extravagantes cuando un hombre amable me acosa. No hay nada que no haga entonces. Estoy lejos de esa altanería ridícula que hace pensar a nuestros jóvenes mequetrefes que hay que responder con bastonazos a proposiciones semejantes; ¿es el hombre dueño de sus gustos? Hay que compadecer a quienes los tienen singulares, pero no insultarlos nunca; su error es el de la naturaleza; no eran dueños de llegar al mundo con gustos diferentes, como nosotros no lo somos de nacer patituertos o bien hechos. Además, ¿os dice un hombre algo desagradable al testimoniaros el deseo que tiene de gozar de vos? Indudablemente, no: es un cumplido que os hace; ¿por qué, pues, responder entonces con injurias o insultos? Sólo los tontos pueden pensar así; jamás un hombre razonable hablará de esta materia de modo distinto a como yo lo hago; pero es que el mundo está poblado de sandios imbéciles que creen injuria el declararles que uno los encuentra idóneos para los placeres, y que, echados a perder por las mujeres, siempre celosas de cuanto parece atentar contra sus derechos, se imaginan los quijotes de esos derechos ordinarios, brutalizando a quienes no reconocen toda su extensión.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ay, amigo mío, bésame! No serías tú mi hermano si pensaras de otro modo; pero, te lo ruego, dame unos pocos detalles tanto sobre el físico de ese hombre como sobre sus placeres contigo.

EL CABALLERO: El señor Dolmancé estaba enterado por uno de mis amigos del soberbio miembro de que sabes que estoy dotado; comprometió al marqués de V. a invitarme a cenar a su casa. Una vez allí, fue preciso exhibir lo que yo llevaba; la curiosidad pareció ser al principio el único motivo; un culo muy hermoso que se me puso delante, y del que se me rogó que gozara,

me hizo ver al punto que sólo el gusto había tenido parte en aquel examen. Previne a Dolmancé de todas las dificultades de la empresa: nada lo asustó:

«Soy a prueba de ariete —me dijo—, y no tendréis siquiera la gloria de ser el más temible de los hombres que perforaron el culo que os ofrezco.» El marqués estaba allí; él nos alentaba toqueteando, manoseando, besando todo lo que uno y otro sacábamos a la luz. Me preparo... quiero por lo menos algunos preparativos: «¡Guardaos bien de ello! —me dice el marqués—; le privaríais de la mitad de las sensaciones que Dolmancé espera de vos; quiere que le atraviesen, quiere que le desgarren.» «¡Será satisfecho!», digo yo hundiéndome ciegamente en el abismo... ¿Y puedes creer, hermana mía, que no me costó apenas?... Ni un lamento; mi polla, con lo enorme que es, se hundió sin que me diera cuenta, y toqué el fondo de sus entrañas sin que el maldito pareciese sentirlo. Traté a Dolmancé como amigo; la excesiva voluptuosidad que él gustaba, sus meneos, sus deliciosas palabras, todo me hizo feliz pronto a mí también, y lo inundé. Apenas estuve fuera, Dolmancé, volviéndose desenfrenado hacia mí, rojo como una bacante: «Ves el estado en que me has puesto, querido caballero? —me dijo ofreciéndome una polla seca y amotinada, muy larga y de seis pulgadas por lo menos de contorno—; amor mío, por favor, dígnate servirme de mujer después de haber sido mi amante, y así podré decir que he saboreado en tus brazos divinos todos los placeres del gusto que con tanta imperiosidad ansío.» Encontrando tan pocas dificultades en lo uno como en lo otro, me presté; el marqués, quitándose los calzones ante mis ojos, me conjuró a que yo tuviera a bien ser aún algo hombre con él mientras iba a ser la mujer de su amigo; le traté como a Dolmancé, el cual, devolviéndome centuplicadas todas las sacudidas con que yo abrumaba a nuestro tercero, muy pronto exhaló al fondo de mi culo ese licor encantador con el que yo rociaba, casi al mismo tiempo, el de V..

SRA. DE SAINT-ANGE: Hermano mío, debes de haber gozado los mayores placeres al encontrarte entre dos de esa manera; dicen que es delicioso.

EL CABALLERO: Muy cierto, ángel mío, es el mejor sitio; pero se diga lo que se diga, todo eso no son más que extravagancias que nunca preferiré al placer de las mujeres.

SRA. DE SAINT-ANGE: Pues bien, querido mío, para recompensar hoy tu delicada complacencia, voy a entregar a tus ardores una jovencita virgen, y más hermosa que el Amor.

EL CABALLERO: ¿Cómo? Con Dolmancé... ¿haces venir una mujer a tu casa?

SRA. DE SAINT-ANGE: Se trata de una educación: es una jovencita que conocí en el convento el pasado otoño, mientras mi marido estaba en las

aguas. Allí no pudimos nada, no nos atrevimos a nada, demasiados ojos estaban fijos en nosotras, pero nos prometimos reunirnos cuando fuera posible; ocupada únicamente por ese deseo, para satisfacerlo trabé conocimiento con su familia. Su padre es un libertino... al que he cautivado. Por fin viene la hermosa, la espero; pasaremos dos días juntas..., dos días deliciosos; la mejor parte de ese tiempo la emplearé en educar a esta personilla. Dolmancé y yo meteremos en esa linda cabecita todos los principios del libertinaje más desenfrenado, la abrasaremos con nuestros fuegos, la alimentaremos con nuestra filosofía, la inspiraremos nuestros deseos, y como quiero unir un poco de práctica a la teoría, como quiero que se demuestre a medida que se diserta, he destinado para ti, hermano mío, la cosecha de los mirtos de Citerea, para Dolmancé la de las rosas de Sodoma. Tendré dos placeres a la vez: el de gozar yo misma de esas voluptuosidades criminales y el de dar las lecciones, el de inspirar los gustos a la amable inocente que atraigo a nuestras redes. Y bien, caballero, ¿es digno de mi imaginación este proyecto?

EL CABALLERO: No puede ser concebido más que por ella; es divino, hermana mía, y te prometo cumplir a las mil maravillas el encantador papel que me destinas. ¡Ah, bribona, cómo vas a gozar con el placer de educar a esa niña! ¡Qué delicias para ti al corromperla, al ahogar en ese joven corazón todas las semillas de virtud y de religión que pusieron en él sus institutrices! En verdad que es demasiado vicioso para mí.

SRA. DE SAINT-ANGE: Ten por seguro que no ahorraré nada para pervertirla, para degradarla, para echar por tierra en ella todos los falsos principios de moral con que hayan podido aturdirla; en dos lecciones quiero volverla tan malvada como yo..., tan impía..., tan corrompida. Prevén a Dolmancé, ponle al tanto en cuanto llegue, para que el veneno de sus inmoralidades, al circular en ese joven corazón junto con el que yo lance en él, logre desarraigar en pocos instantes todas las semillas de virtud que podrían germinar sin nosotros.

EL CABALLERO: Era imposible encontrar un hombre mejor para lo que necesitabas: la irreligión, la impiedad, la inhumanidad, el libertinaje, fluyen de los labios de Dolmancé como antaño la unción mística de los del célebre arzobispo de Cambrai; es el seductor más profundo, el hombre más corrompido, el más peligroso... ¡Ay, querida amiga, que tu alumna responda a los cuidados del preceptor y te garantizo que pronto estará perdida!

SRA. DE SAINT-ANGE: Me parece que no tardará mucho con las disposiciones que sé que tiene...

EL CABALLERO: Pero, dime, querida hermana, ¿no temes nada de los padres? ¿Y si esa jovencita habla al volver a su casa?

SRA. DE SAINT-ANGE: No temo nada, he seducido al padre..., es mío.

¿Tendré que confesártelo? Me he entregado a él para cerrarle los ojos; ignora mis designios, pero nunca se atreverá a profundizar en ellos... Lo tengo.

EL CABALLERO: ¡Tus medios son horribles!

SRA. DE SAINT-ANGE: Así han de ser para que resulten seguros. EL CABALLERO: Y dime, por favor, ¿cómo es esa joven?

SRA. DE SAINT-ANGE: Se llama Eugenia, y es la hija de un tal Mistival, uno de los recaudadores más ricos de la capital, de unos treinta y seis años; la madre tiene todo lo más treinta y dos, y la muchacha, quince. Mistival es tan libertino como su mujer devota. En cuanto a Eugenia, sería en vano, amigo mío, que tratara de pintártela: está por encima de mis pinceles; bástete estar convencido de que ni tú ni yo hemos visto nunca algo tan delicioso en el mundo.

EL CABALLERO: Pero esbózamela al menos, si no puedes pintármela, para que, sabiendo aproximadamente con quién tengo que habérmelas, llene mejor mi imaginación con el ídolo en que debo sacrificar.

SRA. DE SAINT-ANGE: Bueno, amigo mío: sus cabellos castaños, que a duras penas caben en el puño, le bajan hasta las nalgas; su tez es de una blancura resplandeciente, su nariz algo aguileña, sus ojos de un negro de ébano y de un ardor... ¡Oh, amigo mío, es imposible resistir a esos ojos! ¡No imaginaríais siquiera todas las tonterías que me han hecho hacer!... ¡Si vieras las lindas cejas que los coronan..., los interesantes párpados que los bordean!... Su boca es muy pequeña, sus dientes soberbios, y todo ello de una frescura... Una de sus bellezas es la elegante manera en que su hermosa cabeza está unida a sus hombros, el aire de nobleza que tiene cuando la vuelve... Eugenia es alta para su edad: se la echarían diecisiete años; su talle es un modelo de elegancia y de finura, sus pechos deliciosos... ¡Son, desde luego, dos tetitas más hermosas!... ¡Apenas hay con qué colmar la mano, pero tan dulces..., tan frescas..., tan blancas!... ¡Veinte veces he perdido la cabeza besándolas! ¡Y si hubieras visto cómo se animaba con mis caricias..., cómo sus dos grandes ojos me pintaban el estado de su alma!... Amigo mío, no sé cómo es el resto. ¡Ay, a juzgar por lo que conozco, jamás el Olimpo tuvo divinidad que pudiera comparársele!... Pero ya la oigo..., déjanos, sal por el jardín para no encontrarte con ella y sé puntual a la cita.

EL CABALLERO: El cuadro que acabas de hacerme te responde de mi puntualidad... ¡Oh, cielos! ¡Salir..., dejarte en el estado en que estoy!... Adiós..., un beso, un beso solamente, hermana mía, para satisfacerme al menos hasta entonces. (Ella lo besa, toca su polla a través del calzón, y el joven sale precipitadamente.)

SEGUNDO DIÁLOGO

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Eh! Buenos días, hermosa mía; te esperaba con una impaciencia que fácilmente adivinarás si lees en mi corazón.

EUGENIA: ¡Oh, querida mía! Creí que no llegaría nunca, tanta era la prisa que tenía por estar en tus brazos; una hora antes de partir, he temblado de miedo a que fuera imposible venir; mi madre se oponía rotundamente a este delicioso viaje; pretendía que no era conveniente que una joven de mi edad viniese sola; pero mi padre la había golpeado tanto anteayer que una sola de sus miradas ha dejado anonadada a la señora de Mistival; ha terminado por consentir lo que me concedía mi padre, y he acudido corriendo. Me han dado dos días; es absolutamente preciso que tu coche y una de tus criadas me devuelvan pasado mañana.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Qué breve es ese intervalo, ángel mío! Apenas podré, en tan poco tiempo, expresarte todo lo que me inspiras..., y además tenemos que hablar; ¿no sabes que es en esta entrevista en la que debo iniciarte en los misterios más secretos de Venus? ¿Tendremos tiempo en dos días?

EUGENIA: ¡Ah, si no sé todo, me quedaré!... He venido aquí para instruirme y no me iré sin ser sabia.

SRA. DE SAINT-ANGE, besándola: ¡Oh, amor querido, cuántas cosas vamos a hacernos y decirnos una a otra! Pero, a propósito, ¿quieres almorzar, reina mía? Es posible que la lección sea larga.

EUGENIA: Querida amiga, no tengo otra necesidad que oírte; hemos almorzado a una legua de aquí; ahora esperaré hasta las ocho de la tarde sin sentir la menor necesidad.

SRA. DE SAINT-ANGE: Pasemos, pues, a mi tocador, ahí estaremos más a gusto; ya he prevenido a mis criados; tranquilízate, que a nadie se le ocurrirá interrumpirnos.

Pasan a él abrazadas.

TERCER DIÁLOGO

La escena transcurre en un tocador delicioso.

EUGENIA, muy sorprendida al ver en el gabinete a un hombre que no esperaba: ¡Oh! ¡Dios! ¡Querida amiga, esto es una traición!

SRA. DE SAINT-ANGE, igualmente sorprendida: ¿Por qué azar estáis aquí, señor? Según creo, no deberíais llegar hasta las cuatro.

DOLMANCÉ: Siempre adelanta uno cuanto puede la dicha de veros, señora: me he encontrado con vuestro señor hermano; se ha dado cuenta de que sería necesaria mi presencia en las lecciones que debéis dar a la señorita; sabía que aquí sería el liceo donde se daría el curso, y me ha introducido secretamente pensando que no lo desaprobaríais; y en cuanto a él, como sabe que sus demostraciones no serán necesarias hasta después de las disertaciones teóricas, no aparecerá hasta entonces.

SRA. DE SAINT-ANGE: De veras, Dolmancé, vaya faena...

EUGENIA: Por la que no me dejo engañar, querida amiga; todo esto es obra tuya... Al menos debías haberme consultado. Y ahora siento una vergüenza que, evidentemente, se opondrá a todos nuestros proyectos.

SRA. DE SAINT-ANGE: Te aseguro, Eugenia, que la idea de esta sorpresa es únicamente de mi hermano; pero no te asustes: Dolmancé, a quien tengo por un hombre muy amable, y precisamente del grado de filosofía que nos hace falta para tu instrucción, no puede sino ser útil a nuestros proyectos; respecto a su discreción, te respondo de él como de mí. Familiarízate, pues, querida, con el hombre de mundo en mejor situación de formarte y guiarte en la carrera de la felicidad y de los placeres que queremos recorrer juntas.

EUGENIA, sonrojándose: ¡Oh, no por ello estoy menos confusa!...

DOLMANCÉ: Vamos, hermosa Eugenia, tranquilizaos..., el pudor es una vieja virtud de la que, con tantos encantos, debéis saber prescindir a las mil maravillas.

EUGENIA: Pero la decencia...

DOLMANCÉ: Otra costumbre gótica de la que bien poco caso se hace en el día. ¡Contraría tanto a la naturaleza! (Dolmancé coge a Eugenia, la estrecha entre sus brazos y la besa.)

EUGENIA, defendiéndose: ¡Acabad, señor! En verdad que me tratáis con pocos miramientos.

SRA. DE SAINT-ANGE: Eugenia, hazme caso, dejemos tanto una como otra de ser gazmoñas con este hombre encantador, no lo conozco más que a ti, y mira cómo me entrego a él. (Lo besa lúbricamente en la boca.) Imítame.

EUGENIA: ¡Oh! De acuerdo; ¿de quién tomaría mejores ejemplos? (Se entrega a Dolmancé, que la besa ardientemente, metiéndole la lengua en la

boca.)

DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Qué amable y deliciosa criatura!

SRA. DE SAINT-ANGE, besándola también: ¿Habías creído, bribonzuela, que no iba a tener yo mi parte? (Aquí, Dolmancé, teniendo a las dos en sus brazos, las lame durante un cuarto de hora a las dos y las dos se le entregan y lo rinden.)

DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Estos preliminares me embriagan de voluptuosidad! Señoras mías, ¿querréis creerme? Hace mucho calor: pongámonos cómodos, hablaremos infinitamente mejor.

SRA. DE SAINT-ANGE: De acuerdo; vistámonos estas túnicas de gasa: de nuestros atractivos sólo velarán aquello que hay que ocultar al deseo.

EUGENIA: ¡De veras, querida, me obligáis a unas cosas!...

SRA. DE SAINT-ANGE, ayudándola a desvestirse: Totalmente ridículas,

¿no es eso?

EUGENIA: Por lo menos muy indecentes, la verdad... ¡Ay, cómo me besas!

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Qué pecho tan hermoso!... Es una rosa apenas entreabierta. DOLMANCÉ, contemplando las tetas de Eugenia, sin tocarlas: Y que promete otros encantos... infinitamente más estimables.

DOLMANCÉ, mirando los pechos de Eugenia, sin tocarlos: Ellos sí que prometen otros encantos... Infinitamente más estimables

SRA. DE SAINT-ANGE: ¿Más estimables?

DOLMANCÉ: ¡Oh, sí, palabra de honor! (Al decir esto, Dolmancé hace ademán de volver a Eugenia para examinarla por detrás.)

EUGENIA: ¡Oh, no, no, os lo suplico!

SRA. DE SAINT-ANGE: No, Dolmancé..., no quiero que veáis todavía... un objeto cuyo poder es demasiado imperioso sobre vos para que, teniendo lo metido en la cabeza, podáis luego razonar con sangre fría. Necesitamos de vuestras lecciones, dádnoslas, y los mirtos que queréis coger formarán luego vuestra corona.

DOLMANCÉ: Sea, pero para demostrar, para dar a esta hermosa criatura las primeras lecciones del libertinaje, es necesario, señora, que por lo menos vos tengáis la bondad de prestaros.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡En buena hora!... ¡Bien, mirad, heme aquí completamente desnuda: disertad sobre mí cuanto queráis!

DOLMANCÉ: ¡Ah, qué bello cuerpo! ¡Es la misma Venus... embellecida por las Gracias!

EUGENIA: ¡Oh, querida amiga, qué atractivos! Déjame recorrerlos a placer, déjame cubrirlos de besos. (Lo hace.)

DOLMANCÉ: ¡Qué disposiciones tan excelentes! Un poco menos ardor, bella Eugenia; sólo es atención lo que os pido por ahora.

EUGENIA: Vamos, escucho, escucho... Es que es tan hermosa..., tan rolliza, tan fresca... ¡Ay!, qué encantadora es mi amiga, ¿verdad, señor?

DOLMANCÉ: Es bella, decididamente..., perfectamente bella; pero estoy convencido de que vos no le vais a la zaga... Vamos, escuchadme, linda alumnita, porque si no sois dócil usaré con vos los derechos que ampliamente me concede el título de preceptor vuestro.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Oh, sí, sí, Dolmancé, os la entrego; debéis reñirla mucho si no es prudente!

DOLMANCÉ: Bien podría no quedarme sólo en reprimendas. EUGENIA: ¡Oh, justo cielo! Me asustáis. ¿Y qué haríais entonces, señor?

DOLMANCÉ, balbuceando y besando a Eugenia en la boca: Castigos..., palizas, y ese lindo culito bien podría responderme de las faltas de la cabeza. (Se lo palmea a través de la túnica de gasa con que ahora está vestida Eugenia.)

SRA. DE SAINT-ANGE: Sí, apruebo el proyecto, pero no lo demás. Comencemos nuestra lección, o el poco tiempo que tenemos para gozar de Eugenia va a pasar en preliminares, y no se hará su instrucción.

DOLMANCÉ, que va tocando, sobre la Sra. de Saint-Ange, todas las partes que cita: Comienzo. No hablaré de estos globos de carne: sabéis tan bien como yo que los llaman indistintamente pechos, senos, tetas; su uso es de gran virtud en el placer; un amante los tiene ante los ojos cuando goza; los acaricia, los palpa, algunos incluso hacen de ellos la sede del goce y, anidando su miembro entre los dos montes de Venus, que la mujer cierra y comprime sobre ese miembro, al cabo de unos pocos movimientos algunos hombres logran derramar ahí el bálsamo delicioso de la vida, derrame que constituye la mayor dicha de los libertinos... Pero ¿no sería mejor, señora, dar una disertación a nuestra colegiala sobre ese miembro al que habrá que citar constantemente?

SRA. DE SAINT-ANGE: Así lo creo.

DOLMANCÉ: Pues bien, señora, voy a tenderme sobre ese canapé; vos os situaréis a mi lado, os apoderaréis del sujeto, y explicaréis vos misma sus

propiedades a nuestra joven alumna. (Dolmancé se coloca y la Sra. de Saint- Ange muestra.)

SRA. DE SAINT-ANGE: Este cetro de Venus que ves ante tus ojos, Eugenia, es el primer agente de los placeres en amor; se le llama miembro por excelencia; no hay ni una sola parte del cuerpo donde no se introduzca. Siempre dócil a las pasiones de quien lo mueve, suele anidar aquí (toca el coño de Eugenia): es su ruta ordinaria..., la más usual, pero no la más agradable; buscando un templo más misterioso, es con frecuencia aquí (separa sus nalgas y muestra el agujero de su culo) donde el libertino busca gozar: ya volveremos sobre ese goce, el más delicioso de todos; la boca, el seno, las axilas, también le presentan a menudo altares donde arde su incienso; en fin, cualquiera que sea el lugar que prefiera, tras ser agitado unos instantes se le ve lanzar un licor blanco y viscoso cuyo derramamiento sume al hombre en un delirio lo bastante vivo para procurarle los placeres más dulces que pueda esperar de su vida.

EUGENIA: ¡Oh, cuánto me gustaría ver correr ese licor!

SRA. DE SAINT-ANGE: Podría hacerlo mediante la simple vibración de mi mano; ¿veis cómo se irrita a medida que lo sacudo? Estos movimientos se llaman masturbación y, en términos de libertinaje, esta acción se llama menearla.

EUGENIA: ¡Oh, querida amiga, déjame menear ese hermoso miembro!

DOLMANCÉ: ¡No aguanto más! Dejadla hacer, señora: esa ingenuidad me la pone horriblemente tiesa.

SRA. DE SAINT-ANGE: Me opongo a tal efervescencia. Dolmancé, sed prudente: al disminuir el derrame de esa semilla la actividad de vuestros espíritus animales aminoraría el calor de vuestras disertaciones.

EUGENIA, manipulando los testículos de Dolmancé: ¡Oh, qué molesta estoy, querida amiga, por la resistencia que pones a mis deseos!... Y estas bolas, ¿cuál es su uso y cómo se llaman?

SRA. DE SAINT-ANGE: La palabra técnica es cojones..., testículos es la del arte. Estas bolas encierran el depósito de esa semilla prolífica de que acabo de hablarte, y cuya eyaculación en la matriz de la mujer produce la especie humana; pero nos basaremos poco en estos detalles, Eugenia, que dependen más de la medicina que del libertinaje. Una muchacha bonita no debe preocuparse más que de joder, nunca de engendrar. Pasaremos por alto todo lo que atañe al insulso mecanismo de la procreación, para fijarnos principal y únicamente en las voluptuosidades libertinas, cuyo espíritu no es nada procreador.

EUGENIA: Pero, querida amiga, cuando ese miembro enorme, que apenas cabe en mi mano, penetra, como tú me aseguras que puede hacerlo, en un agujero tan pequeño como el de tu trasero, debe causar un grandísimo dolor a la mujer.

SRA. DE SAINT-ANGE: Bien que esa introducción se haga por delante, bien se haga por detrás, cuando la mujer no está todavía acostumbrada siempre siente dolor. Le ha placido a la naturaleza hacernos llegar a la felicidad sólo por las penas: pero una vez vencidas, nada puede igualar los placeres que se gustan, y el que se experimenta al introducir este miembro en nuestros culos es indiscutiblemente preferible a cuantos puede procurar esa misma introducción por delante. ¡Cuántos peligros, además, no evita una mujer entonces! Menos riesgo para la salud, y ninguno de embarazo. No me extenderé más ahora sobre esta voluptuosidad; el maestro de ambas, Eugenia, la analizará pronto ampliamente y uniendo la práctica a la teoría, espero que te convenza, querida, de que, de todos los placeres del goce, éste es el único que debes preferir.

DOLMANCÉ: Daos prisa con vuestras demostraciones, señora, os lo ruego; no puedo aguantar más; me correré a pesar mío y ese temible miembro, reducido a nada, no podrá serviros en vuestras lecciones.

EUGENIA: ¡Cómo! ¿Se reduce a nada, querida, si pierde esa semilla de que hablas?... ¡Oh, déjame hacérsela perder, para que yo vea lo que ocurre...

¡Y, además, tendré tanto placer en ver correr eso!

SRA. DE SAINT-ANGE: No, no, Dolmancé, levantaos; pensad que es el premio a vuestros trabajos y que sólo puedo entregároslo cuando lo hayáis merecido.

DOLMANCÉ: Sea, pero para convencer mejor a Eugenia de todo cuanto vamos a decirle sobre el placer, ¿qué inconveniente habría en que la magrearais delante de mí, por ejemplo?