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Kira North no soporta la Navidad. Y es una pena, porque acaba de adquirir una granja de árboles de Navidad en un pueblo muy mono, quizá demasiado mono. Bennett Ellis se encuentra de vacaciones en Dream Harbor, descansando e intentando dejar atrás su deseo constante de arreglarlo todo. Pero, gracias al destino, Ben queda atrapado bajo un manto de nieve en la granja de Kira y, pese a la actitud cascarrabias de ella, con el brillo de las lucecitas que titilan en los árboles y la promesa de un chocolate caliente, quizá, solo quizá, estas dos almas perdidas vivan una Navidad que les resulte imposible de olvidar... La granja de árboles de Navidad es una historia romántica, picante y misteriosa con un final feliz garantizado, ¡perfecta para acurrucarse bajo la manta este invierno! Todos los libros de la serie Dream Harbor pueden leerse de forma independiente. Los lectores se rinden ante Laurie Gilmore: «Una historia maravillosa, con lágrimas, risas, misterios, incertidumbre y felicidad». «Una narrativa cautivadora, reconfortante y deliciosa». «Un encantador romance ambientado en un pueblecito, con una química chispeante y muchas escenas picantes». «ME HA ENCANTADO. Las sensaciones que transmite este pequeño pueblo son impecables». «¡Este libro me pone contento el corazón!». «El romance perfecto para mí».
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Seitenzahl: 420
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
www. harpercollinsiberica.com
La granja de árboles de Navidad
Título original: The Christmas Tree Farm
© Laurie Gilmore 2024
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor, editor y colaboradores de esta publicación, queda ex-presamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta publicación para entrenar tecnologías de inteligencia artificial (IA).
HarperCollins Ibérica S.A. puede ejercer sus derechos bajo el Artículo 4 (3) de la Directiva (UE) 2019/790 sobre los derechos de autor en el mercado único digital y prohíbe expresamente el uso de esta publicación para actividades de minería de textos y datos.
Diseño de cubierta: Lucy Bennett
© HarperCollinsPublishers Ltd 2024Ilustración de cubierta:
© Kelley McMorris/Shannon Associates
ISBN: 9788410644830
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Sobre la autora
Dedicatoria
Mapa de Dream Harbor
Playlist
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Agradecimientos
LAURIE GILMORE escribe novelas románticas ambientadas en pueblecitos. Su serie de Dream Harbor está llena de vecinos extravagantes, espacios acogedores y romance que quita el hipo. Le encanta leer libros que combinan a la perfección los momentos dulces con un toque picante, y aspira a conseguir eso mismo cuando escribe. Si alguna vez deseaste vivir en Stars Hollow (¡o que Luke y Lorelai acabaran juntos de una vez!), entonces sus libros son ideales para ti.
instagram.com/lauriegilmore–author
A cualquiera que alguna vez haya deseado que las películas navideñas de Hallmark fuesen más picantes, este podría ser tu libro.
Christmas Tree Farm – Taylor Swift
♥
Linger – The Cranberries
♥
BIRDS OF A FEATHER – Billie Eilish
♥
Memories – Conan Gray
♥
White Christmas – Taylor Swift
♥
hate to be lame – Lizzy McAlpine, FINNEAS
♥
A Nonsense Christmas – Sabrina Carpenter
♥
21 – Gracie Abrams
♥
the boy is mine – Ariana Grande
♥
Light On – Maggie Rogers
♥
Go – Livingston
♥
Back To December – Taylor Swift
♥
This Town – Niall Horan
♥
Bags – Clairo
♥
From the Dining Table – Harry Styles
♥
I Look in People's Windows – Taylor Swift
♥
Close to You – Gracie Abrams
♥
because i liked a boy – Sabrina Carpenter
♥
Santa Tell Me – Ariana Grande
♥
mirrorball – Taylor Swift
♥
Until I Found You – Stephen Sanchez
♥
All My Love – Noah Kahan
♥
Landslide – Fleetwood Mac
♥
Kira North no soportaba la Navidad. Y era una pena, porque acababa de adquirir una plantación de árboles de Navidad en un pueblo encantador, quizá demasiado, con unos vecinos que no captaban las indirectas y, por ello, no la dejaban en paz.
Dejó escapar un suspiro que reflejaba su frustración al cerrarle la puerta a su última visita. Un tipo llamado George que le había dejado una muestra de cortesía de unas galletas navideñas de jengibre que hacían en la pastelería del pueblo y también una tarjeta de visita, así como varias indirectas acerca de una posible colaboración entre ambos negocios. Era el tercero ese fin de semana.
El día anterior, la teniente de alcalde, Mindy Walsh, se había pasado por allí en nombre del consejo municipal para entregarle un folleto sobre el encendido anual del árbol la siguiente semana, como si Kira no hubiese visto ya medio millón de esos folletos cada vez que iba al pueblo a por comida. Además, esa misma mañana se había presentado allí una familia entera, con niños vestidos con jerséis navideños a juego, para preguntarle si podían cortar un árbol. Kira había fingido no ver las lágrimas de los pequeños al decirles que no.
Le parecía todo un tanto excesivo. Se deslizó hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra la puerta, y rasgó el papel celofán rojo y verde que protegía las galletas. Escogió una con forma de Papá Noel y le arrancó la cabeza de un mordisco. Por desgracia, estaba absolutamente deliciosa, con ese intenso sabor a canela y nuez moscada. Maldita sea.
Se le metía el frío por la espalda mientras se terminaba la galleta, un delicioso mordisco tras otro. La puerta estaba helada. El suelo estaba helado. La vieja y ruinosa casa en su conjunto, a la que se había trasladado hacía tres meses, estaba helada. Apoyó la cabeza contra la puerta con un suave golpe seco, tratando de fingir que estaba bien. Que todo iba bien. Se pondría otro jersey más, aunque ya llevase dos encima. Se pondría unos calcetines más gordos. Y había gente que a veces llevaba gorro en interiores, ¿no?
El antiguo radiador situado junto a la puerta dejó escapar un quejido derrotado.
Vale. Hora de ponerse en pie. Hora de ponerse en pie y volver al trabajo, porque la «pintoresca granja» que había adquirido, sin verla, era en realidad una vieja y decrépita granja con un sistema de calefacción en las últimas, y las «hectáreas de bucólicos campos de labrantío» consistían, más bien, en una granja de árboles de Navidad muy querida por la comunidad, pero totalmente descuidada, y pese a haber jurado que no pensaba reabrirla, ahora tendría que hacerlo a fin de ganar algo de dinero y poder restaurar la propiedad, habida cuenta de que se había gastado todo el que tenía al comprarla.
Si deseaba sobrevivir al invierno y que no la encontrara muerta por congelación algún vecino fisgón pero bienintencionado, tenía que poner en marcha el lugar. Y cuanto antes. Ya era el domingo posterior a Acción de Gracias y, a juzgar por la familia a la que había destrozado aquella mañana, la gente se moría de ganas de poner los árboles.
Cogió un edredón al pasar por delante del sofá y arrastró los pies hasta donde había puesto el ordenador portátil, sobre la vieja mesa de madera del comedor que habían dejado allí los anteriores dueños. A decir verdad, habían dejado allí un montón de basura. No paraba de encontrarse correo atrasado escondido en lugares inesperados, pero no se había molestado en abrirlo. La mesa, no obstante, estaba bien. Encajaba en su estética de granja.
Abrió el ordenador. Seguía sin wifi. No funcionaba bien desde el apagón de la semana anterior.
Maldita sea.
¿Cómo iba a contratar a gente, abrirse una página web y generar presencia en redes sociales para su negocio sin tener wifi y con una cobertura bastante caprichosa? ¿Y en dos días, como quien dice? Se desplomó en la silla más cercana y puso en práctica eso de no llorar. De todos modos, lo más probable era que se le congelaran las lágrimas. Se sorbió la nariz y trató de no pensar en lo patética que debía de verse allí sentada, envuelta en un edredón raído, con múltiples capas de ropa y la nariz roja por el frío y el llanto.
No era así en absoluto como debían salir las cosas.
En primer lugar, no tenía que estar sola. Su hermana debería estar allí con ella. Su otra mitad. Su otra mitad mucho más competente, razonable y sensata. Su gemela y mejor amiga desde que nacieron. Chloe jamás habría comprado aquel lugar por impulso. Chloe jamás habría accedido a tramitar la compraventa sin haber hecho una visita y una inspección previas, como mínimo. Chloe habría hecho preguntas como: ¿por qué deseas vivir en una plantación de Nueva Inglaterra pese a no tener ni idea de cultivar, de cocinar o de hacer nada sola? Preguntas a las que Kira no quería responder.
Porque aquel plan no era tanto un impulso como un intento desesperado por empezar de nuevo. Por alejarse lo más posible de su antigua vida, de su antiguo yo. No era tanto un impulso como una reinvención radical de la persona que deseaba llegar a ser.
Pero Chloe la había abandonado. Había huido y se había casado. Encima se había trasladado a Dinamarca, nada menos. ¡¡Dinamarca!! ¿No había otro sitio? ¿Y qué iba a hacer una cuando su alma gemela, su otra mitad, encontraba una nueva mitad?
Pues, según parecía, consumir demasiado contenido en redes sociales sobre la vida en el campo, decidir que podía hacerlo sin lugar a dudas, utilizar el dinero de su fondo fiduciario para comprarse una granja; en resumen, echar a perder su vida. Vale, puede que ese plan en concreto sí que fuera un tanto impulsivo…
Pero allí estaba. Triste y sola. Además de muerta de frío, la verdad.
Kira se secó las mejillas con el dorso de la mano. Aquello era ridículo. Tenía que hacer algo; de lo contrario, esa imagen suya muerta por congelación en la cama se haría realidad. Se metió otra galleta en la boca para recuperar fuerzas, cogió el teléfono, se ciñó el edredón al cuerpo y se encaminó hacia la puerta de atrás. Se puso sus botas nuevas y salió. Puede que hiciera un poco más de calor fuera que en su casa. El sol, por muy débil que estuviera a finales de noviembre, sin duda ayudaba.
Si quería sobrevivir a aquello, iba a tener que acostumbrarse a los inviernos del norte. Ni siquiera había empezado a nevar aún y ya notaba que no estaba para nada preparada. La temperatura en Georgia rara vez bajaba de los diez grados, y desde luego no a media tarde. Aquel día debía de hacer alrededor de un grado bajo cero.
Estaba bien fastidiada.
Nada de lágrimas. Ahora no. Al menos hasta más tarde, cuando estuviera acurrucada en la cama bajo las mantas, y no allí fuera, en el jardín trasero, donde cualquier vecino errante de Dream Harbor podía aparecer de la nada como un muñeco sorpresa que salía de una caja para llevarle buenas nuevas.
Levantó su teléfono y comenzó a deambular por entre las hileras de árboles situados más allá de su diminuto jardín. Si se alejaba lo suficiente, sin duda encontraría algo de cobertura. Probablemente pudiera ir al pueblo y trabajar en la biblioteca, o en ese café que a todos parecía gustarles tanto, pero eso exigiría dejarse ver en público, cosa que no le apetecía en su actual estado de crisis nerviosa. Así que… tendría que conformarse con vagar por el campo vestida con un pantalón de pijama de franela, varios jerséis raídos y un edredón encima.
Los árboles se extendían en ordenadas hileras frente a ella, algunos le llegaban a la altura de la cintura y otros alcanzaban, como mínimo, cuarenta o cincuenta centímetros por encima de su cabeza. Por suerte, los árboles habían seguido siendo árboles aun sin dueño durante los últimos años. Les vendría bien alguna que otra poda para darles forma, pero, en líneas generales, la producción se hallaba en buen estado. Era el granero el que se caía a pedazos, y la casa la que necesitaba reparaciones importantes.
Pero, ante todo, dinero.
Y antes del dinero, empleados, y un negocio de verdad, algo que Kira nunca había tenido ni había aspirado a tener en toda su vida. Sin embargo, no le dio tiempo a afligirse por ello. Porque una mancha negra y gigantesca se cruzó corriendo por su camino seguida de otras dos más pequeñas.
Kira soltó un grito.
Los perros ladraron.
El hombre que los seguía se detuvo en el acto.
—Elizabeth, ven aquí. —La voz de él sonó severa y dura, y el perro de mayor tamaño volvió correteando alegremente—. Buena chica. —Le acarició la cabeza—. Odie, Gordinflas, venid aquí. —Trató de llamar la atención de los otros dos perros con el mismo tono severo, pero era demasiado tarde para eso.
Kira ya se había acuclillado para acariciar los dos inquietos cuerpecillos que correteaban a sus pies.
—¡Pero, bueno, qué hacéis aquí, pequeñajos! —canturreó—. ¡Qué monada!
El de menor tamaño, un cruce de Westie de pelo áspero y blanco, le hundió el hocico en la palma de la mano, olisqueando emocionado. El otro, que debía de tener como mínimo cien años en años perrunos, aguardó pacientemente, con la lengua fuera, a que le rascara entre las orejas caídas.
—Qué perritos más buenos sois, qué adorables —prosiguió Kira, que los acariciaba y rascaba, tan encantada de tener unas criaturas así de preciosas en su finca que casi se había olvidado del hombre hasta que él llegó frente a ella.
—Ay, perdona —le dijo—. No sabía que… Quiero decir, que pensaba que este lugar estaba abandonado. De lo contrario, habría llevado a los perros con correa.
—No pasa nada —respondió Kira, aún acuclillada, aunque ahora le prestaba más atención a Elizabeth, que empezaba a gimotear por no formar parte del festival de amor con que se estaba recompensando a los otros perros—. ¡Qué preciosidad! —Y tuvo la impresión de que la perra le sonreía.
Kira sonrió también, por primera vez desde hacía días. Fue una sensación agradable.
Hasta que por fin se levantó y miró al hombre que había introducido a los perritos en la granja. La sonrisa se le borró de los labios. La miraba con una mezcla de horror y confusión.
Fue entonces cuando Kira recordó que llevaba el pelo sucio, tenía los ojos rojos e iba tapada con un edredón. Qué horror. ¡Qué día, qué pueblo, qué gente! ¡Estaban por todas partes!
—Sí, bueno, resulta que soy la dueña de la granja —le dijo, incorporándose del todo—, así que estás violando una propiedad privada.
Elizabeth gimoteó de nuevo y Kira la rascó entre las orejas.
—Tú no, cielo. No lo sabías.
—Lo cierto es que yo tampoco lo sabía —intervino el hombre con una sutil sonrisa de suficiencia.
—¿Cómo es posible? Si lo sabe todo el mundo en este pueblo de cotillas.
—Yo es que no vivo en este pueblo de cotillas —repuso él encogiéndose de hombros.
—¿Qué haces aquí entonces? —le preguntó Kira con el ceño fruncido.
—Estoy de visita.
No le gustaba su tono. Ni su cara, ya puestos. Era demasiado…, demasiado… guapo. Pero poseía una guapura tan convencional que hasta resultaba ofensiva. Tenía un rostro demasiado simétrico. Un cabello oscuro demasiado perfecto. Resultaba molesto. Nada interesante.
Su aspecto era demasiado íntegro.
—Pues la persona a la que hayas venido a visitar debería haberte dicho que ahora este terreno es mío, así que no puedes venir aquí a hacer senderismo o lo que sea que estés haciendo.
El hombre agrandó la sonrisa fastidiosamente simétrica y dijo:
—¿«Senderismo»?
—¡Y yo qué sé! ¿A qué viene ese chaleco? Parece que has salido a hacer senderismo.
El hombre se miró el chaleco acolchado, los vaqueros oscuros y las botas de montaña, y después contempló el conjunto de Kira.
—Tú llevas puesto un edredón —observó.
—Sí.
—¿Y te burlas de mi chaleco?
—Sí. —Se cruzó de brazos.
Aunque él no se dio cuenta, pues los llevaba ocultos bajo el edredón. Adoptó una postura desafiante y le dio la impresión de que había dejado claro el mensaje. No le gustaba aquel hombre ni su sonrisa burlona. Ni sus ojos claros de oscuras pestañas. ¿En serio? ¿Podría ser todavía más básico?
A Kira solo le interesaban los hombres que llevaban las palabras «mala idea» tatuadas en la frente (a veces de forma literal), y aquel parecía el modelo de «hombre que tu madre quiere que lleves a casa en Navidad para beber chocolate caliente debajo del árbol con pijamas a juego». Nada deseable. Lo menos atractivo que se pudiera imaginar, la verdad.
Salvo, quizá, por lo ceñidos que le estaban los vaqueros a la altura de los muslos.
Pero eso no venía al caso.
—Perdona de nuevo por el malentendido. Ya nos vamos.
Ah, cierto, iba a llevarse a los perros con él. Mierda. Los perros sí que le gustaban. Miró las tres preciosas caritas que tenía delante y habría jurado que les leyó el pensamiento.
—Bueno, termina el paseo si quieres —soltó de pronto; ignoró las cejas de él, enarcadas en señal de sorpresa—. Quiero decir, ya que estás aquí… Además, los perros necesitan hacer ejercicio, y jamás los privaría de eso.
—Eres amante de los perros, ya lo pillo.
—Son mejores que las personas en todos los sentidos.
La carcajada de él fue grave y profunda, y a ella no le produjo absolutamente nada.
—Estoy de acuerdo.
Kira asintió con sequedad, imaginando que él seguiría su camino; sin embargo, continuaba mirándola como si tratara de resolver un rompecabezas.
—¿Qué? —le preguntó de malas formas.
—Es que… ¿Te encuentras bien?
¿Que si se encontraba bien? ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a presuponer que el hecho de que estuviera deambulando por el campo con un edredón encima y agitando el teléfono como si creyera que funcionaba con brujería significaba que no se encontraba bien?
Se alisó el edredón con una mano, como si se tratara de un vestido de noche, y respondió:
—Estoy bien, gracias.
Un leve ceño fruncido se dibujó entre las cejas fastidiosamente perfectas de él y a Kira le entraron ganas de tirarle algo y ver si le daba.
—Es que… vas caminando por aquí con el móvil por encima de la cabeza. Pensaba que a lo mejor te estaba dando problemas. Trabajo en tecnología, así que pensé que…
¿Un informático? ¡Lo que le faltaba! Confiaba siempre en su primera impresión, y su primera impresión había sido la correcta. No necesitaba que la rescatase un tío de Silicon Valley, clavadito a Clark Kent, que se pensaba que podía ir haciendo senderismo por donde le diera la gana porque se creía el rey del mundo. ¡Hoy no, chaval!
—No, gracias, Elon. Me apaño.
—¿Elon? —Pareció entonces ofenderse enormemente. Mmm… Eso sí que le produjo algo—. Guau, solo intentaba ayudar.
—Nadie te lo ha pedido.
—Perdona —respondió él alzando las manos—. Tienes razón. Pues me…, eh…, me marcho y te dejo en paz.
—Gracias. —No lo miró mientras lo decía.
Su gesto dolido había restado algo de diversión a la escena. En su lugar, se acuclilló una vez más para despedirse de sus nuevos amigos.
—Adiós, preciosidades. Disfrutad del paseo.
Les hizo un montón de carantoñas y, cuando volvió a incorporarse, el hombre misterioso ya se había dado la vuelta y se alejaba por el sendero que formaba la hilera de árboles, silbando para que los perros lo siguieran.
Por desgracia, así lo hicieron.
—Puedes quedarte conmigo unos minutos, ¿verdad? —le preguntó su hermana, que ya había retirado una de las sillas de la mesa más cercana y señalaba con la mano la que había justo enfrente—. Ahora que se está tranquilo aquí. Además, necesito un descanso.
Bennett contempló el Pumpkin Spice Café, temporalmente vacío, y luego volvió a mirar a su hermana, Jeanie. Ella le dedicó su sonrisa más dulce.
—Por favor —le rogó.
—Para tu información, tengo que trabajar mientras estoy aquí —rezongó él, pero se sentó de igual modo.
Había ido un mes de visita a Dream Harbor, se alojaba en el apartamento que tenía su hermana encima del establecimiento, mientras esta se instalaba en casa de su prometido, y se quedaría en el pueblo a celebrar las fiestas. Pero sí que tenía que trabajar. Había acordado teletrabajar durante las siguientes semanas, cosa que muchos de sus compañeros ya hacían de manera habitual, aunque Jeanie parecía creer que estaba de vacaciones.
—¡Solo unos minutos! Guau, ¿es que en tu trabajo no os dan descansos para el café?
—Pues sí, pero es la semana después de Acción de Gracias. Tengo mucho trabajo acumulado.
—Vale. Cosas de ordenadores.
Estuvo a punto de abrir la boca para explicarle a su hermana por enésima vez que era ingeniero de software y que se dedicaba a escribir código para múltiples comercios online, pero había renunciado a intentarlo años atrás. Probablemente cuando Jeanie empezó a decirle a la gente que era una especie de asistente de compras online, a falta de una explicación mejor. «Cosas de ordenadores» le bastaba.
—¿Qué hiciste ayer? —le preguntó Jeanie entre sorbo y sorbo de café.
Su nuevo anillo de compromiso resplandecía en la mano con la que sujetaba la taza. Logan le había pedido matrimonio justo antes de Acción de Gracias, y Bennett había tenido que soportarlos acaramelados durante las siete horas de trayecto en coche desde Búfalo, donde habían pasado el día festivo con sus padres. Había agradecido contar con su propio espacio al llegar a Dream Harbor y poder librarse durante un rato de los tortolitos.
Logan era un buen hombre y Bennett se alegraba por ellos, pero aquel anillo no hacía sino recordarle lo mal que iba últimamente su vida sentimental. No se imaginaba teniendo una segunda cita con casi ninguna de las mujeres con las que había quedado, y mucho menos comprometiéndose a una vida juntos. Le daba la impresión de que eso del compromiso a largo plazo era algo que la gente ya había dejado de hacer.
—Dormí hasta tarde y salí a pasear a los perros. —Se encogió de hombros—. Poca cosa.
—¿Adónde fuiste a pasear con los perros?
—A la vieja granja de árboles de Navidad que hay en Spruce.
—Ah —respondió Jeanie y abrió mucho los ojos.
—Sí, habría sido un detalle que me hablaras de la nueva dueña.
—¡Perdona! Se me olvidó por completo.
Bennett se recostó en la silla y recordó a la mujer a la que había conocido el día anterior en el campo. La mujer que había saludado a sus perros con gran cariño y afecto y, al mismo tiempo, lo había despreciado completamente a él. Esa mujer que parecía estar viviendo algún tipo de crisis, pero que se comportaba como si fuese mejor persona que él. Esa que, cuando él le ofreció ayuda, se burló en su cara.
Cierto, no le había caído muy bien la dueña de la granja de árboles de Navidad. A pesar de lo guapa que estaba envuelta en aquel edredón, y lo radiante de su sonrisa mientras acariciaba a sus perros.
Ben conocía a muchas mujeres guapas, y no le merecía la pena el esfuerzo. De hecho, por dejarse guiar precisamente por mujeres guapas los últimos meses, había acabado teniendo que ayudar a una a la que apenas conocía a mudarse del apartamento de su ex mientras dicho ex le rogaba que lo perdonara desde el porche de la entrada; teniendo una segunda cita con alguien a quien había conocido en una app de citas que consistió en tomar algo rápido antes de que ella le pidiera que la llevara al aeropuerto, cosa que él hizo, porque qué remedio le quedaba; y después saliendo con otras tres mujeres a quienes no les gustaban los perros. A una de ellas no le gustaban los animales en general. Si hasta la vio ponerle mala cara a un pájaro.
Lo último que necesitaba era conocer a otra mujer guapa.
Renegaba de las mujeres guapas.
—¿Te encontraste con Kira? —preguntó Jeanie con cara de culpa.
Bennett se sacudió de encima aquellos pensamientos sombríos y volvió a centrarse en Jeanie.
—Si Kira es la desagradable nueva propietaria, entonces sí, me encontré con Kira.
—Es… —Jeanie hizo una pausa y se golpeó el labio con el dedo mientras buscaba una palabra más amable para describir a Kira. No la encontró—. Sí, es un poco desagradable, pero seguro que tiene alguna debilidad. Solo tenemos que encontrarla.
—Yo no tengo que encontrar nada. Lo que tengo que hacer es ponerme a trabajar —respondió él, levantándose de la silla.
Además, ya sabía cuál era la debilidad de la desagradable propietaria de la plantación de árboles de Navidad. La había oído decirles palabras melosas a sus perros, sus ojos oscuros se iluminaron al verlos. Si los vecinos de Dream Harbor querían ganarse su simpatía, lo único que tendrían que hacer sería presentarse allí con una cesta llena de cachorritos y tendrían a Kira comiendo de la palma de su mano.
Pero él tenía cero por ciento de interés en involucrarse en los dramas de la comunidad, de los cuales ya sabía más de la cuenta gracias a Jeanie. Y menos interés aún en tener a Kira en la palma de su mano.
—Trabajas demasiado —le dijo Jeanie con el ceño fruncido.
—Ja —resopló Bennett—. Lo dice la mujer que dirige su propio negocio de éxito y se pasa aquí el día entero; de lo cual me enorgullezco, por cierto.
—Gracias, Ben. —Jeanie restó importancia a su elogio con un gesto de la mano mientras se ponía en pie—. ¡Ah! Acabo de tener una idea fantástica. —Se le iluminaron los ojos de un modo que a Bennett le daba muy mala espina—. ¡Tendrías que venir esta noche a la reunión municipal!
—Paso de la política local, pero gracias de todas formas.
—Qué va, será divertido. Es todo un acontecimiento, y así conocerás a mis amigos. Y luego vamos todos a tomar algo. Por favor, Ben.
—No me mires así, Jean Marie.
—Así ¿cómo?
Bennett suspiró. Nunca se le había dado muy bien lo de decir que no, de ahí los servicios de mudanzas y los trayectos al aeropuerto que había realizado en los últimos tiempos, pero su hermana lo ponía especialmente difícil.
—Con esos ojos enormes. Sabes muy bien lo que estás haciendo.
—Será divertido, te lo prometo. Además, ¿no has venido para pasar tiempo conmigo, con la cariñosa hermana a la que abandonaste para irte a vivir a la otra punta del país?
—Perdona, pero tú te fuiste de Búfalo antes que yo.
Su hermana aún desconocía el verdadero motivo por el que se había trasladado a San Francisco después de la universidad, y no tenía intención de aclarárselo.
—Ah, sí —respondió ella, parpadeando—. Se me había olvidado. Bueno, da igual, tú ven, ¿vale? Empieza a las siete.
Le dio un beso rápido en la mejilla antes de volver corriendo tras el mostrador justo cuando entraba por la puerta un grupo de jubilados con ropa deportiva.
—¿Qué tal hoy el paseo? ¡Hace mucho frío! —Oyó a su hermana charlar alegremente con sus clientes mientras él se escabullía y subía por la escalera de atrás hacia el apartamento.
Allí lo recibieron tres colas inquietas y un montón de trabajo por hacer.
Y, al parecer, esa noche iba a acudir a la reunión municipal.
Aquello no se parecía en nada a unas vacaciones, pese a lo que pensara su hermana.
Bennett no sabía qué esperar de una reunión municipal de Dream Harbor, pero sin duda no eran las escandalosas risas y las voces alzadas que se encontró nada más atravesar las puertas. Se abrió paso a través de un grupo que discutía acerca de cuál era el momento más apropiado para empezar a escuchar música navideña, se vio empujado por una mujer vestida con traje pantalón que llevaba una menorá metálica gigante, y a punto estaba de darse la vuelta y marcharse cuando alguien lo sujetó del brazo y tiró de él hacia una hilera de sillas.
—¡Bennett, si estás aquí! —Se encontró con una cara sonriente que solo había visto a través de la pantalla de su teléfono.
Jacob, del club de lectura de su hermana, le dio un abrazo.
—Hola, tío. Sí, aquí estoy. —Allí estaba. En aquel extraño pueblo donde, según pasaban los días, le daba la impresión de haberse colado por una madriguera de conejo y haber aterrizado en un mundo totalmente distinto. Y él que pensaba que San Francisco era extravagante—. Me alegro de verte.
Jacob se apartó, pero seguía aferrado a sus brazos.
—No puedo creerme que Jeanie te haya engañado para acudir a una de estas reuniones. ¿Vas a venir luego a tomar algo?
—Pues… Sí…, según parece.
—¡Genial! —Jacob le dio un último apretón antes de soltarlo.
Bennett miró a su alrededor y se fijó en que la multitud comenzaba a sentarse, aunque en ningún momento dejaron de hablar a todo volumen.
—¿Estos eventos siempre son así de…?
—¿Estrafalarios? Sí. Pero por lo general nos reímos mucho.
Ben asintió, distraído por la mujer del traje, que intentaba estirar un cable lo suficientemente largo para enchufar la menorá gigante. ¿Debería ir a ayudarla?
—Esa es la teniente de alcalde —le explicó Jacob, siguiendo su mirada—. Seguramente esté probando ese viejo chisme para el festival del encendido del árbol la semana que viene.
—¡Ahí estás! —Jeanie se le acercó por detrás antes de que pudiera zafarse de Jacob el tiempo suficiente para ir a ayudar con la menorá.
—Aquí estoy, sí.
—Siento llegar tarde —dijo ella, desenrollándose una larga bufanda del cuello.
Logan estaba detrás de ella y parecía hallarse en el corredor de la muerte.
—Hola, Logan.
—Bennett. —El prometido de su hermana lo saludó con un gesto de cabeza y una sutil sonrisa pesarosa antes de arrastrar los pies hacia la hilera de sillas y ocupar una.
—Te presento a Hazel y a Noah —estaba diciendo Jeanie, señalando a los otros dos humanos que intentaban apretujarse en la ya abarrotada fila de sillas.
—Encantado de conocerte. —Noah le alargó una mano y Bennett se la estrechó por encima del hombro de Jeanie. Noah sonrió—. Es tu primera reunión municipal, ¿verdad? Te va a encantar.
Bennett empezaba a dudarlo seriamente.
La mujer menuda de pelo rizado que estaba junto a Noah debía de ser Hazel, de la que su hermana le hablaba a todas horas. Hazel lo saludó con un leve gesto de la mano mientras se sentaba entre Noah y Jeanie. Bennett ocupó el único hueco disponible entre Jeanie y Jacob. Logan había conseguido arrastrarse hasta el otro extremo de la fila y se encontraba leyendo un libro, apoyado contra la pared, al margen del caos que lo rodeaba.
—Vamos a empezar, así que, por favor, tranquilizaos. —Un hombre de gafas que lucía una horrenda corbata navideña estaba intentando captar la atención de la concurrencia desde detrás de un podio.
—Ese es el alcalde, que también es el padre de Hazel —le explicó Jeanie—. Ah, y ahí está Annie.
Una mujer alta y rubia se metió en la fila de delante.
—¿Qué me he perdido? —preguntó, volviéndose para mirar a Jeanie nada más sentarse.
—Todavía nada. Ah, te presento a Bennett, mi hermano.
—Encantado —intervino él, tendiéndole la mano, pero Annie la ignoró.
—¡Ben! ¡Hola! He oído hablar mucho de ti. —Los miró a Jeanie y a él alternativamente—. ¡Jeanie, no me habías dicho que tu hermano era una versión tuya masculina y sexi!
—Lo cierto es que no suelo considerarlo sexi.
Annie volvió a posar los ojos en él. Era objetivamente guapa y, sin duda, le traería problemas, pero en cualquier caso daba igual, porque ella ya había dejado vagar la mirada y la había posado en un lugar por encima de su hombro derecho.
Bennett se volvió justo a tiempo de ver a un hombre de pelo oscuro que saludaba a Annie agitando los dedos. Cuando volvió a darse la vuelta, vio que Annie fulminaba al desconocido con la mirada.
—Ya está aquí otra vez. Creí que había dejado de venir a las reuniones.
—Ese es Mac —susurró Jeanie a modo de explicación, aunque era evidente que Annie aún alcanzaba a oírla—. El archienemigo de Annie. Estamos todos esperando a que se acuesten de una vez y acaben con nuestro sufrimiento.
—¡¿Cómo te atreves?! —preguntó Annie con un resoplido.
Jeanie se limitó a reírse y se encogió de hombros. Ben sabía cuándo era mejor no abrir la boca y, habida cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba pasando, consideró que aquel era un buen momento.
—Atención todo el mundo —volvió a intentarlo el alcalde, pero lo interrumpió un estridente silbido. La multitud se estremeció—. Gracias, Mindy —dijo el alcalde.
La mujer del traje pantalón que cargaba con la menorá le dedicó un sucinto gesto afirmativo de cabeza antes de ocupar su asiento en la primera fila.
—Esta tarde tenemos muchos temas por tratar, pues se aproxima el encendido del árbol, además está la obra teatral infantil dentro de dos semanas, y la colecta de juguetes que empezó ayer, así que pongámonos manos a la obra.
El resto de la reunión transcurrió en un torbellino de logística, voluntariado, discusiones y una extraña votación sobre si La jungla de cristal podía considerarse una película navideña. Bennett intentaba seguir el ritmo, pero le resultaba imposible enterarse. En lugar de eso, se puso a escudriñar la sala, tratando de asociar las caras con las anécdotas que Jeanie le había contado a lo largo del último año. Reconoció sin dificultad a los del club de lectura, pues los había visto y oído de fondo durante sus llamadas telefónicas con Jeanie. Incluso le habían dejado en el escalón de la entrada un ejemplar de su última lectura a modo de regalo de bienvenida y como pista de que les gustaría contar con su presencia en la reunión de diciembre.
Bennett había echado un vistazo a la cubierta de Daddy December y ya estaba buscando excusas para estar ocupado ese día. Lo último que necesitaba era leer sobre sexo cuando llevaba meses sin acostarse con nadie. Lo que necesitaba era algo con monjes, meditación, sufrimiento o cosas por el estilo. No obscenidades con Papá Noel.
¿Y por qué al pensar en libros sexis se acordó de la dueña de la granja de árboles de Navidad? Había sido muy… maleducada con él. No mala de manera sexi. Mala a secas. Y…, bueno…, era cierto que él había entrado en una propiedad privada, pero no era consciente de ello; además, se había ofrecido a ayudarla con cualquiera que fuera el problema informático que sin duda tenía, en cambio ella lo mandó a paseo. Le había dejado… cierta sensación de incomodidad.
Como una astilla clavada en el dedo.
Una astilla que no paraba de toquetearse.
¿De qué iba? ¿Qué hacía allí fuera ella sola? ¿Por qué llevaba puesto un edredón en lugar de un abrigo normal? ¿Tendría frío? ¿Querría que alguien la ayudara a entrar en calor?…
No. Mala idea. No pensaba ir por ese camino con aquella desconocida. No sabía nada de ella y no permitiría que su hiperdesarrollada necesidad de solucionar problemas ajenos le fastidiara la Navidad. Si ni siquiera vivía allí.
Kira North no era más que otro personaje extravagante que añadir a lo que ya sabía acerca de Dream Harbor. Nada más.
Dejaría de pensar en formas de hacerla entrar en calor.
La estancia había quedado sumida en el silencio. Debía de haberse abstraído demasiado, porque en algún momento la reunión había dado un giro y ahora él se había convertido en el centro de atención.
—Eh…
—Estaba diciendo que ayer te encontraste con Kira —dijo Jeanie con una sonrisa que le heló hasta los huesos.
Si hubiera tenido ocho años y ella diez, habría vuelto a sumergir en el retrete la cabeza de su Barbie.
—¡Estupendo! —declaró el alcalde, ajeno a las fantasías de venganza de Bennett—. Nos vendría bien alguien neutral que vaya allí a ver cómo está.
—¿Alguien neutral? —repitió él—. Un momento. ¿A ver cómo está?
—El pueblo ha estado tratando de dar la bienvenida a la señorita North —prosiguió el alcalde—, aunque se ha mostrado… reacia a nuestros intentos. Pero tú solo estás de paso. ¡Eres neutral! Ella no pondría en duda tus motivos.
Eso, desde luego, no era cierto.
—¿Y por qué hay que ir a ver cómo está?
—Pues…, bueno… —El alcalde se puso rojo.
—Por si acaso hay algún cadáver allí —sugirió alguien desde el fondo del salón de reuniones.
—¿Cadáveres?
¿Qué demonios estaba pasando allí?
Jeanie, sentada a su lado, hizo una mueca.
—No es tan grave como parece —susurró.
—No tenemos pruebas de que haya ningún cadáver —dijo el alcalde.
—Tampoco tenemos pruebas de que no lo haya —intervino solícitamente Noah, ganándose un manotazo en el muslo por parte de Hazel. Él se limitó a reír y le dio un beso en la mejilla.
—Alex es quien mejor lo cuenta. ¿Dónde está? —El alcalde escudriñó la sala con la mirada hasta que una persona de pelo color lavanda se puso en pie.
—Hola a todos. —Saludó con un gesto de la mano antes de ponerse a contar su historia—. La granja fue propiedad de los Connor durante generaciones y cuando Edwin, el hijo pequeño, se hizo cargo de la finca, allá por los años ochenta, la abrió al público para que las familias acudieran a talar sus propios árboles de Navidad. Desde entonces, creció hasta convertirse en el negocio que muchos conocisteis durante años. Edwin y Ellen, su mujer, no tuvieron hijos, pero dirigieron la granja juntos durante unos cuarenta años. En fin, Edwin era bastante excéntrico y bastante… impredecible.
—Terrorífico, querrás decir —gritó uno de los asistentes.
—A mí me producía escalofríos, desde luego.
—¡Y a mí!
—El caso —prosiguió Alex, aclarándose la garganta— es que, tras fallecer su esposa, la gente veía cada vez menos a Edwin, y la granja de árboles empezó a caer en picado. Cuando murió, pocos años más tarde, se encontró en la casa una carta.
—Ahora viene lo bueno —susurró Noah, aunque en voz tan alta que todos lo oyeron.
Alex le sonrió.
—Pues sí, la carta decía que Edwin había enterrado algo importante, algo muy valioso para él, en la granja, pero no decía qué ni dónde. Muchos de nosotros hemos querido ir a investigar, pero los terrenos los heredó un primo que no nos permitía ir a husmear por allí. Muy sospechoso, en mi opinión. —Alex se encogió de hombros—. Así que la leyenda sigue inconclusa.
Bennett sacudió la cabeza y preguntó:
—¿Y todos creéis que lo que enterró fue… un cadáver?
—El de su esposa asesinada, más concretamente —le informó Jacob.
—¡¿Cómo?!
—¡Es que desapareció sin más! Creo que la enterró en alguna parte.
—No puede ser. Yo sigo pensando que se trata de otra cosa. Un tesoro de algún tipo —argumentó Noah.
—¿Un tesoro? Sigue soñando, marinero —gritó un anciano desde unas filas más adelante, haciendo que Noah se riera entre dientes.
—Pero podría ser dinero. No le quedaba familia. Puede que enterrara todo su dinero en lugar de ingresarlo en el banco —sugirió Kaori.
—Me parece una teoría un tanto descabellada.
—¿Más descabellada que una esposa asesinada y un cadáver? Por favor.
—Creo que…
—Pero ¿qué pasa con…?
—¡Esperad un momento! —alzó la voz Bennett por encima de la cacofonía de teorías. Todos se quedaron callados por la sorpresa—. ¿Qué diablos tiene que ver Kira con todo esto?
Oyó un resoplido procedente del extremo de la hilera de sillas.
—Mejor que no lo sepas —murmuró Logan.
—No querríamos que nuestra vecina recién llegada experimentara el trauma que supone toparse con una escena dantesca como esa —explicó el alcalde, como si resultara todo de lo más normal—. Así que pensábamos que…
—¿Pensabais que sería mejor que me topara yo con la escena? —concluyó Bennett con una ceja levantada.
El alcalde pareció avergonzado.
—Pensábamos que podrías hacerle una visita o dos para limar asperezas. Va a reabrir la granja, y nos encanta la idea, pero no queremos sorpresas. —Se retorció las manos—. Y a los demás no nos permite pasar más allá del porche. —Al alcalde se le iluminó la cara—. Pero tú… ¡Tú has logrado entrar hasta el fondo! Jeanie nos ha dicho que estuviste paseando a tus perros por su propiedad y charlaste con ella, así que… ¡me parece que eres el candidato perfecto para el puesto!
Bennett se pellizcó el puente de la nariz y fantaseó con la idea de buscar vuelos para coger el primer avión de vuelta a San Francisco.
—No puedo. Tengo que trabajar.
El alcalde y todos los rostros que se volvieron hacia él parecían extremadamente escépticos al oírle decir aquello.
—El teletrabajo también es trabajo.
—Pero es flexible, ¿no? —intervino Jeanie—. Podrías pasarte por allí alguna que otra vez antes de que reabra la granja. Solo para asegurarte de que no hay, bueno, cráneos por allí tirados.
Bennett la miró y trató de transmitirle las ganas que tenía de enterrar su cuerpo también, pero vio entonces que su hermana hablaba muy en serio. Y, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que los demás se lo tomaban de igual forma.
El pueblo al completo quería reclutarlo para ir a su venerada granja de árboles de Navidad, y luego ¿qué? ¿Ponerse a buscar cadáveres? ¿Encontrar un montón de dinero escondido? ¿Resolver el misterio del pueblo?
¡Y lo más gracioso de todo era que pensaran que Kira fuese a dejarle entrar! ¡Ja! No sabían lo que decían. A juzgar por cómo lo había mirado el día anterior, era improbable que fuese a invitarlo a merendar y a resolver asesinatos en un futuro próximo.
Sin embargo, todos lo miraban como si necesitaran que lo hiciera.
Y Bennett no soportaba decir que no. Incluso a unos vecinos chalados a quienes apenas conocía.
—Puedo intentarlo, pero…
—¡Maravilloso! —exclamó el alcalde, dispuesto ya a zanjar la cuestión y cambiar de tema—. Bennett nos ayudará con la apertura de la granja de árboles de Navidad. ¿Cuál es el siguiente punto del día?
«Puedo intentarlo, pero no va a funcionar», era lo que había estado a punto de decir. Aunque diese igual. Le habían pasado por encima y ahora, en lugar de llevar a alguien al aeropuerto, al parecer iba a abrir una granja de árboles de Navidad, o a investigar un caso sin resolver, o a buscar tesoros…
Pero lo más probable era que la nueva y terrorífica propietaria de la granja de árboles de Navidad le diese con la puerta en las narices.
Había perros fuera. Kira los oía ladrar mientras enjuagaba su taza de café y miraba por la ventana situada sobre el fregadero. Esa por la que se colaba tanto aire frío que lo notaba en la cara mientras lavaba los platos, pero no sabía qué hacer al respecto.
¡Otro ladrido! Limpió el vaho condensado en la ventana, pero seguía sin ver nada.
¡Quizá tuviese clientes! ¡Clientes con perros! ¡Quizá les hubieran puesto a los perros unos jerseicitos para hacerse una foto navideña! Sería adorable. Y quedaría de maravilla en la nueva cuenta de redes sociales que había conseguido abrir cuando encontró un poco de cobertura en el rincón de una de las habitaciones de invitados de la planta de arriba. Siempre y cuando se quedara muy quieta y de cara a la pared, internet funcionaba a la perfección.
Debería salir a saludarlos, pese a haber contratado a una encantadora mujer de aspecto responsable para ocuparse de la caja registradora, pero, si aquellos eran sus primeros clientes, debería salir a ver. Y pedirles permiso para publicar fotos de sus perros vestidos con jerséis navideños.
Por esa razón se apresuró a calzarse las botas y a ponerse su nuevo abrigo acolchado. Los clientes significaban dinero, y el dinero significaba calefacción. También ventanas nuevas.
Al final, todo saldría bien. Lo lograría sin ayuda de nadie. No necesitaba a Chloe. Siendo sincera, probablemente Chloe hubiera sido un lastre para ella durante todos esos años, con su practicidad y sus expectativas realistas. Había llegado el momento de tirar la casa por la ventana. De vivir su sueño, sin importar lo reciente que fuera dicho sueño. Iba a ganar dinero con aquel pueblo obsesionado con los árboles de Navidad y después viviría de lo que le diese la tierra, igual que hacían @ladiosadelhuerto y @vidasostenible y todas las demás cuentas bonitas y perfectas a las que seguía. Si esas podían hacerlo, ella también podría.
Kira salió apresuradamente por la puerta trasera, fantaseando con ordenadas hileras de tarros de verduras encurtidas en su despensa, y delantales de punto de cruz, aunque no tuviera ni idea de cómo encurtir nada ni tampoco qué implicaba hacer punto de cruz. Siguió el sonido de los ladridos a través de las filas de árboles; una fila, dos filas, tres.
¡Ahí!
Oh.
—Tú.
El hombre del otro día iba con la cabeza agachada, como si estuviera buscando algo entre la tierra, pero la levantó bruscamente al oír su voz.
—Hola otra vez —le dijo, alzando una mano a modo de saludo.
—¿Por qué has vuelto? —Se esfumaron entonces sus fantasías de sesiones de fotos navideñas con perritos.
Elizabeth, la más grande de los tres perros, le presionó la mano con el hocico y ella le rascó la cabeza. Vale que aquellos perros no llevaban jersey, pero eran tremendamente monos de igual forma.
—El letrero ponía que estaba abierto.
—¿Y has venido a comprar un árbol? —le preguntó Kira con el ceño fruncido.
—Me lo estoy pensando —respondió él con una sonrisa—. Si encuentro el adecuado.
—¿El adecuado? —resopló—. Es solo un árbol, no una mujer para casarte.
Su risotada sobresaltó a los perros y a ella. Odie ladró alarmado.
—Soy muy exigente con mis árboles de Navidad —dijo él con un brillo divertido en la mirada.
—Seguro que sí. —Seguro que era fastidiosamente exigente con muchas cosas. Pero, si a Kira le gustaran esa clase de cosas, se habría quedado más tiempo en su casa.
—¿Tú no? —le preguntó él.
—No. Con los árboles de Navidad no.
Lo vio contemplar la granja que ahora le pertenecía y, por suerte para él, se abstuvo de comentar que debería prestar más atención a la calidad de sus árboles de Navidad.
En cambio, se encogió de hombros y dijo:
—Me gusta tu abrigo.
—Gracias. Aquí hace tanto frío que tenía que buscarme algo mejor.
—Si ni siquiera ha helado todavía —respondió él entre risas.
Menudo tío. Puaj.
—Pues para mí hace frío —le dijo ella—. ¿Es que tú eres de Alaska o qué?
—De Búfalo.
—Uf. Pues me alegra mucho que a ti no te afecte el frío, pero a mí sí me afecta.
—¿De dónde eres?
Kira suspiró. No le apasionaba contarle a la gente que era de Georgia, en especial a gente del norte del país. De inmediato sacaban conclusiones precipitadas, presuponían que era tonta, boba o algo peor. Por esa razón había hecho un esfuerzo consciente por librarse de su acento al trasladarse. Ahora ya solo se le escapaba cuando estaba enfadada o borracha, o cuando hablaba con su hermana.
—De Georgia.
El hombre se limitó a asentir con la cabeza y dijo:
—No me extraña que tengas frío.
Ningún comentario despectivo. Interesante.
—No sé cómo te llamas —dijo ella. Si aquel tipo iba a seguir apareciendo en su propiedad, tendría que saber cómo llamarlo.
Él sonrió y le tendió la mano.
—Perdona, soy Bennett.
Kira le estrechó la mano. Era grande y cálida.
—Kira.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—Claro, eres la comidilla del pueblo. Me alojo encima del café de mi hermana y no hacen otra cosa que hablar de ti.
Odie y Gordinflas gimotearon a sus pies y ella se acuclilló para acariciarlos.
—Di lo que quieras, pero ¿dónde está todo el mundo? He abierto la granja y no he tenido un solo cliente.
—¿Sabe alguien que ya has abierto?
Kira resopló:
—El letrero pone que está abierto, ¿no? Y tenemos una nueva página web con toda la información y un perfil en Instagram… Ah, por cierto, ¿puedo subir una foto de tus perros? Hasta ahora, solo he subido fotos de árboles al azar.
Kira alzó la mirada y vio que él seguía allí parado.
—No creo que la gente se vaya a poner a mirar una página web. Y me parece que le has dejado muy claro a todo el mundo que no se acercara por aquí, tanto que nadie va a venir a ver si hay un letrero o no lo hay.
—Ah, ya. En eso llevas razón.
¿Y ahora qué? ¿Cómo iba a volver a atraer a la gente? Empezaban ya a desdibujarse sus sueños de verduras en conserva.
—¿Por qué no acudes al encendido del árbol? Parece ser muy importante para el pueblo. Podrías publicitar allí tu gran inauguración.
A Kira le dieron ganas de decirle que no necesitaba sus sugerencias, muchas gracias, pero lo cierto era que se trataba de una idea bastante buena. Maldita sea.
—Sí —convino incorporándose—, es posible.
Bennett le dedicó esa estúpida sonrisa perfecta. Sus padres debían de haberse dejado una pasta en esa sonrisa. Nadie nacía con unos dientes tan rectos. Bueno, nadie nacía con dientes, en general, ¡pero esa no era la cuestión! Estaba empezando a divagar.
—Bueno, pues te dejo que sigas buscando tu árbol perfecto —zanjó—. Si encuentras alguno que te guste, Iris, en el puesto, tiene sierras para cortarlo.
—¿Tienes a una persona sentada en esa vieja cabaña de la entrada? —le preguntó él con los ojos como platos.
—Pues claro. No pasa nada.
—¿Que no pasa nada? No estaría yo tan seguro. Parece que va a venirse abajo de un momento a otro.
Kira se llevó la mano a la cadera, dispuesta a decirle cuatro cosas a aquel imbécil sabelotodo, cuando le vino a la cabeza la imagen de la pobre y dulce Iris sepultada bajo un montón de viejas vigas de madera.
Ay, Dios, ¿y si aquel imbécil sabelotodo tenía razón?
Se dio la vuelta y salió corriendo, con los perros pisándole los talones. Bueno, al menos Elizabeth y Odie. La pobre y rolliza Gordinflas iba la última.
—¡Iris! ¡Iris! —gritaba mientras corría hacia la pequeña cabaña situada al otro lado de la granja—. ¡Iris, estás en peligro!
A Kira le había parecido que era rústica. Que tenía encanto. Pensó que quedaría preciosa e instagrameable cuando le puso las lucecitas de Navidad en el tejado. ¡No se le había ocurrido que pudiera venirse abajo y matar a su única empleada!
—¡No creo que sea una cuestión inminente! —gritó Bennett; la seguía detrás de los perros.
