La guerra biológica contra Cuba - Ariel Alonso Pérez - E-Book

La guerra biológica contra Cuba E-Book

Ariel Alonso Pérez

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En 1981 se desató en Cuba una epidemia de dengue hemorrágico que infestó a 344.203 personas y costó la vida de 158, de ellas 101 eran niños. Esta agresión y otras, descritas con abundante documentación por el autor de este libro, han destruido cosechas y ocasionado la pérdida de decenas de miles de aves de corral, ganado porcino y vacuno en nuestro país. La obra que apreciará el lector constituye un valioso material histórico, que deja claramente fijadas para la posteridad las condiciones, métodos y circunstancias de las principales acciones de guerra biológica realizadas por instigación o con la complicidad de los gobiernos de Estados Unidos, enfrascados en una estólida cruzada encaminada a poner de rodillas al pueblo cubano mediante la penuria, la enfermedad y la muerte.

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Seitenzahl: 154

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Título original: La guerra biológica contra Cuba

Diseño de cubierta y pliego gráfico: Eugenio Sagués Díaz

Corrección: Ileana María Rodríguez

Realización computarizada: Zoe César

© Ariel Alonso Pérez, 2012

© Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2012

ISBN: 978-959-211-306-0

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

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Exordio

La ciencia sin conciencia es, simplemente, 
la ruina del alma.
François Rabelais
Para Magaly
que ha estado en cada letra de este libro.

Dedicatoria

Al comandante de la Revolución Ramiro Valdés Menéndez. El combatiente del Moncada, el expedicionario del Granma, el comandante de la Sierra, el segundo hombre del Che en la Invasión, el ministro del Interior, fundador de los Órganos de la Seguridad del Estado y dirigente histórico de nuestra Revolución. 

Al teniente coronel dr. Gustavo Blanco Oropesa. El jefe y amigo. Nos enseñó, como nadie, que el terrorismo biológico no era ciencia-ficción, y nos proporcionó el conocimiento para combatir al enemigo y destruir una de sus más sofisticadas armas, una “ciencia” creada para matar: las armas biológicas.

Ariel    

Agradecimientos

A la dra. Rosa Elena Simeón, dra. Lidia Tablada, dr. Oscar Viamontes, dr. Fernando Verdecia, dr. Alfredo Hernández, dr. Pedro Más Lago, dr. Antonio Moreno, dr. Fernando González,dr. Gustavo Kourí, dr. Roberto Fernández, dra. Nereida Cantelar, dr. Jorge González, dr. José Carlos García, dra. Isis Acosta, dr. Julio Baisre, dr. Héctor Terry, dr. Luis Pérez Vicente, dr. Jorge Ovies, dr. Daniel Ovies, dr. Gonzalo Dieskmeyer, dr. Ernesto de la Torre.

Prólogo

La ciencia sin conciencia es, simplemente, la ruina del alma. Esta rotunda afirmación, formulada por Rabelais en el siglo xvi, sirve de exordio a la reciente declaración de academias de ciencias de todo el mundo acerca del tema de la bioseguridad. Dicha declaración reitera y hace suyas las provisiones de la Convención Internacional de 1972 sobre Armas Biológicas y Toxínicas, en el sentido de que: “...cada Estado parte de esta Convención se compromete a que nunca, en ninguna circunstancia, desarrollará, producirá, almacenará o de alguna otra forma adquirirá o mantendrá: agentes microbianos o biológicos de otro tipo, o toxinas, cualquiera que sea su origen o método de producción, de los tipos y en las cantidades que no tienen justificación para la profilaxis u otros propósitos pacíficos”. Para las academias confirmantes, los científicos tienen la obligación de no hacer daño.
Este imperativo ético podría considerarse como tema de fondo de la obra de Ariel Alonso Pérez, tema escamoteado o silenciado sistemáticamente en ocultación de hechos que son sólo concebibles por la obcecación de la política de desestabilización contra la Revolución cubana que han seguido varias administraciones norteamericanas, las cuales han atropellado —de forma callada o escandalosa— todas las normas de civilidad o humanidad.
Alonso no es un científico profesional, de quien puedan esperarse sesudas explicaciones, prolijas descripciones o complicadas cadenas argumentativas. Es, eso sí, un denodado luchador y un acucioso investigador y recolector de contundentes evidencias, incluyendo aquellas de estricto carácter científico-técnico, que demuestran la utilización del conocimiento científico contra el pueblo cubano y sus riquezas por parte de los servicios especiales de la mayor potencia imperialista.
El lector debe advertir, en este sentido, que una “ciencia para la muerte” como la utilizada contra nuestro país, no implica necesariamente la creación o utilización de organismos selectivamente tóxicos o sustancias particularmente mortíferas. Más sutil y menos evidente, pero no menos eficaz y malévola, es la utilización de organismos bien conocidos, componentes “normales” de ecosistemas naturales o agrarios, así como patógenos humanos de biología ya establecida, susceptibles de generar, a partir de condiciones bien estudiadas, efectos adversos de enorme consideración. La ciencia mortífera, la “ruina del alma”, se expresa en tales casos mediante la intencionada manipulación de cepas, variedades, condiciones ambientales, presencia o no de predadores, antagonistas, etc., todo ello con la diabólica finalidad de causar daño a las personas, los animales o los cultivos, y, para colmo, lograrlo de modo tal que pueda escabullirse la responsabilidad de los verdugos. Por el contrario, el diseño de la agresión pondrá especial cuidado en confundir lo más posible al observador no experto y a la opinión pública en general, con el objeto de ocultar la culpabilidad de los verdaderos verdugos y hacer recaer, incluso –si así fuera posible–, la responsabilidad de los hechos sobre las propias víctimas.
En el orden estrictamente político, es significativa en la obra su concienzuda revisión y recopilación de evidencias y testimonios procedentes de fuentes norteamericanas. Quizá de entre ellas resulten especialmente relevantes las sesiones en el Senado y otros órganos del Congreso de Estados Unidos, en que paladinamente se reconoce la utilización de elementos de guerra biológica contra Cuba.
Desde el punto de vista testimonial resulta no menos significativo el reconocimiento explícito de antiguos oficiales y agentes de la CIA, y de conocidos cabecillas contrarrevolucionarios, del carácter intencionalmente provocado de la epidemia de dengue de 1981, y la introducción, unos años atrás, de la fiebre porcina africana.
La obra que apreciará el lector viene a satisfacer una doble función. Constituye, a no dudarlo, un valioso material histórico, que deja claramente fijadas para la posteridad las condiciones, métodos y circunstancias de las principales acciones de guerra biológica realizadas por instigación o con la complicidad de los gobiernos de Estados Unidos, enfrascados en una estólida cruzada encaminada a poner de rodillas al pueblo cubano mediante la penuria, la enfermedad y la muerte, para así poner abrupto fin al ciclo histórico iniciado el 1ro de enero de 1959.
Bastaría esa sola virtud para saludarlo y recomendarlo, pero este libro es también, quizá como reflejo de la personalidad y de la vida misma de su autor, un vibrante instrumento de denuncia y combate, un arma ideológica al servicio de la causa de la Revolución cubana y de su histórico enfrentamiento al imperialismo norteamericano contemporáneo, en este caso, en el campo de los materiales y procedimientos de carácter científico.
Confío en que la claridad de lenguaje y secuencia expositiva complacerán por igual al lector documentado en materias científicas que al lego interesado en los ribetes épicos que aquí se detallan. Será, como siempre, el juicio de los lectores quien le otorgue su validación definitiva.
Dr. Ismael Clark Arxer 
Presidente de la Academia de Ciencias de Cuba
La Habana, abril de 2007

La muerte acecha

Corría el mes de abril del año 1981, etapa en la que Cuba conmemora contecimientos importantes. El día 4, la Organización de Pioneros José Martí y la Unión de Jóvenes Comunistas, que agrupan a los niños y jóvenes cubanos, se aprestan con júbilo a celebrar sus cumpleaños respectivos. El día 15, el pueblo recuerda cómo, en 1961, fue tiroteada la Ciudad de La Habana y bombardeados los aeropuertos de San Antonio de los Baños, Ciudad Libertad y Santiago de Cuba, en preludio a la invasión mercenaria, dejando un saldo de víctimas: la mayoría jóvenes. Ese día, uno de esos jóvenes, Eduardo García Delgado, escribió —con su propia sangre, en los últimos momentos de su corta vida, sobre una puerta— el nombre Fidel.
Siguiendo las conmemoraciones de ese mes, al día siguiente, 16 de abril, se proclamó el carácter socialista de la Revolución cubana en el propio año. Al otro día, se produjo la invasión mercenaria por Playa Girón, Bahía de Cochinos.
Por último, el día 19 se celebra la aplastante derrota que —por vez primera en nuestra América— en solo setenta y dos horas propiciara el pueblo cubano al imperialismo norteamericano.
En ese contexto de recuerdos y felicidad —como cada abril—, y en medio de la belleza que proporciona la primavera, al ador-nar los jardines con la acuarela de sus flores, el pueblo cubano, en su cotidiano andar, trabajaba por lograr una vida mejor. Entretanto, en las afueras de la ciudad, en el municipio de Boyeros, las personas viajaban, como de costumbre, a sus labores diarias, y los medios de transporte trasladaban a múltiples personas hacia esa zona industrial donde, además, se encuentra enclavado el Aeropuerto Internacional José Martí.
Sin embargo, no todo era celebración y alegría. Desde hacía casi dos años, una epidemia de meningitis meningocócica cobraba las vidas de más de 200 niños cubanos por año. Los científicos del país investigaban con afán una solución definitiva. Igualmente, los habitantes del país sufrían los malestares de la influenza que circula con cierta frecuencia en Cuba, como en cualquier país del planeta.
No obstante, algo hacía pensar que no todo era tan habitual. Los pediatras cubanos de ese municipio, dotados de una alta preparación, ya venían observando que, en algunos niños, se presentaban síntomas no compatibles con las enfermedades descritas. De modo que los embargaba una cierta preocupación.
En algunos hospitales —fundamentalmente en los dos pediátricos del municipio— se venían reportando síntomas hemorrágicos, motivados por una permeabilidad vascular anormal y mecanismos inusuales de coagulación sanguínea, erupción petequial puntiforme, derrames en pulmones y síndrome de choque.
El 7 de abril, en el reparto Baluarte perteneciente a este municipio, se produce la primera muerte —el niño Alberto Alexis Jiménez— asociada con este raro fenómeno. El pequeño, estudiante de la escuela primaria local, enfermó y se agravó con gran rapidez, falleciendo al llegar al hospital. Según las investigaciones posteriores, se había contagiado en su escuela.
Días después, el 19 del mismo mes, los vecinos de la localidad sufrían nuevamente lo que para los cubanos es algo muy sensible: la muerte de otra niña —Misleidy Jiménez. Este caso fue aun más dramático, pues se trataba de una criatura de nueve meses, prima del primer fallecido y que, como todos los niños del país, había tenido la atención prenatal y los tratamientos profilácticos gratuitos en la Isla. 
De este modo se fueron sumando los enfermos y las muertes provocadas por lo que se puede calificar como la epidemia más terrible que haya azotado al país en toda su historia, desde los tiempos en que el sabio cubano Carlos Juan Finlay enfrentara la temible fiebre amarilla y descubriera —para bien de toda la humanidad— su vector transmisor: el mosquito Aedes aegypti.
En junio del propio año conocimos otro caso que marcó para siempre con la triste huella del dolor a otra familia cubana, a causa de esta misma epidemia. Ese mes, en el reparto Calixto Sánchez, del mismo municipio, un trabajador cubano —Iraido Ystocasu— no pudo ir a trabajar una mañana, como siempre hacía; su esposa estaba enferma de cuidado. Fue necesario su ingreso en una instalación hospitalaria y su estado agravó progresivamente hasta morir el día 23. Nunca más ella —Addis Morales— volvió a la casa; jamás sus cuatro pequeños hijos, volvieron a verla. A partir de ese momento, Iraido tuvo que continuar criándolos, con todo el cariño y la responsabilidad que caracterizan a un magnífico padre. Pero ya ellos no recibirían el beso de mamá cuando marchasen a la escuela, tampoco volverían a sentir sus caricias y abrazos, ni el regaño formador. Hoy tienen que conformarse con el vacío en el pecho y las lágrimas en los ojos, cuando, cada año, el día de su cumpleaños o el de las madres, en compañía de su padre, llevan un ramo de flores a la bóveda que guarda sus restos. Y todo, porque unas manos asesinas, de terroristas pagados y entrenados por el imperio del norte, introdujeron el virus causal de la “misteriosa” enfermedad en el país. De esta forma, Addis y los niños Alberto Alexis y Misleidy integrarían la lista de 101 niños y 57 adultos fallecidos víctimas de esa acción de terrorismo biológico.
Pero, ¿qué enfermedad era?, ¿cómo pudo desarrollarse esa epidemia en el país que más ha hecho en el mundo por la salud de sus hijos? ¿De dónde salió el temible virus? ¿Quiénes se encar-gan de desarrollar gérmenes capaces de enfermar y matar de forma despiadada e intencional? ¿Desde cuándo surgió esa diabólica ciencia para matar? ¿Quiénes fueron los ideólogos fundadores de esta modalidad de terrorismo, comúnmente conocida como guerra biológica?
A estas y a otras interrogantes sobre el tema encontrará respuesta el lector en este intento de recuento histórico sobre una de las formas de agresión de Estados Unidos de América contra Cuba, inéditas hasta el presente, y que un considerable grupo de investigadores y científicos cubanos ha sabido enfrentar con pasión y denuedo, tratando de evitar mayores daños a nuestra economía y previniendo, en otros casos, lamentables pérdidas humanas.

Guerra biológica y bioterrorismo

La utilización de organismos biológicos como arma de combate o para acciones de terrorismo biológico, se remonta a las más antiguas eras de la humanidad, desde el mismísimo nacimiento de la medicina y a partir del momento en que el hombre untó, por vez primera, una flecha con alguna sustancia mortal. Del mismo modo, se registra la utilización de gases tóxicos y animales contaminados para transmitir enfermedades desde muy temprana fecha en la Historia, luego de la gran división social del trabajo y el inicio de las clases, y, con ello, el interés de los hombres de imponerse a grupos opuestos. Asimismo, son múltiples las anécdotas que se relatan sobre la contaminación de alimentos, de vinos y de las fuentes de abasto de agua, para causar la muerte y/o enfermedad de personas y animales.
   En muchos libros de texto referentes a comunidades y tribus primitivas, encontramos referencias a artilugios y brujerías, tendentes a causar daño a la salud y a las cosechas de grupos contrincantes. En nuestra América encontramos tribus de aborígenes que preparan una especie de dispositivo, en forma de tabaco, el cual hacen llegar a zonas enemigas, donde se producen afectaciones a la salud de sus habitantes.
   En La Biblia, escrita en los primeros siglos de nuestra era, ya se hacía mención a cómo Dios lanzó contra Egipto ocho plagas, entre las cuales se hallaban: la plaga de las ranas, la plaga de los piojos, la plaga de las moscas, la plaga del ganado, la plaga de las úlceras y la plaga de las langostas. (Éxodo, cap. 8, vers. 1-15, 16-32; cap. 9, vers. 1-12; y cap. 10, vers. 1-20). Se corresponden, sin lugar a duda, con elementos de los conocidos medios biológicos utilizados en la era moderna, en la guerra y el terrorismo biológicos, lo que demuestra que, salvando las contradicciones y los aspectos místico-religiosos, ya para los autores de los textos bíblicos, en tan temprana fecha estaban presentes las ideas de que se puede crear daño utilizando esos medios.
   La Edad Media y la conquista de América recogen historias nefastas, que reflejan de manera elocuente el poder de transmisión de las enfermedades en forma epidémica, principio muy utilizado en las acciones biológicas.
   La conquista de México, en 1519, estuvo marcada por la alta mortalidad de las poblaciones autóctonas. Los conquistadores españoles venían acompañados de una mortífera carga biológica con sus animales: todo tipo de microorganismos, nuevos insectos y vectores nunca antes conocidos, los cuales provocaron lo que denominaron cocoliztli, matlazahuatl, tepitonzahuatl, hueyzahutl y muchas otras enfermedades infectocontagiosas transmisibles, que redujeron la población del centro de México, de alrededor de veinticinco millones de habitantes en 1519, a un millón en 1605.
   El nordeste de Estados Unidos de América y el sudeste de Canadá tampoco se salvaron de los crímenes biológicos de la conquista europea cuando, en 1793, el oficial británico J. A. Anhert introdujo —intencionalmente— la viruela, con fines genocidas, contra las poblaciones indígenas en la entonces Nueva Escocia. 
   Tal vez el episodio epidemiológico más violento que recuerda la humanidad e ilustra la magnitud que puede alcanzar un fenómeno de este tipo, se registra cuando la Europa medieval, entre 1346 y 1353, fue azotada por la llamada peste negra o bubónica.
   La peste es una enfermedad bacteriana aguda de los roedores, provocada por la bacteria Yersinia pestis que se transmite de un roedor a otro, y de estos al hombre, por la picadura de ectoparásitos infectados. Aunque garrapatas y piojos son capaces de transmitir la Yersinia pestis a los animales sensibles, en la práctica los vectores más importantes son las pulgas. Las epidemias de peste suelen nacer de ratas infectadas, y el germen causal es transmitido al hombre por la Xenopsylla cheopis, la pulga común de la rata.
   La primera descripción de la enfermedad se refiere a un brote en un puerto egipcio, en el año 542 de nuestra era. Alcanzó proporciones catastróficas durante el siglo xiv, llegando a Europa, en 1347, la pandemia iniciada en China. Se propagó rápidamente a África, Grecia, Italia, España, Inglaterra y Europa central. La epidemia redujo la población del continente de 100 a 75 millones, es decir, en un cuarto, a causa de su alta letalidad. La mayor afectación por la peste negra tuvo lugar en las ciudades de Florencia, Venecia, París, Londres y Avignon, las principales urbes de la época. 
   En la guerra franco-india, muchos indios enfermaron y murieron por el uso de colchas y ropas de pacientes infectados con viruela.
   Ahora bien, no obstante los ejemplos anteriores, que muestran las posibilidades de utilización y los efectos de los medios biológicos, no es hasta la Primera Guerra Mundial cuando se pone al descubierto que varios países produjeron y utilizaron medios biológicos en acciones combativas, como parte de su arsenal; incluso se conoce acerca de experimentos realizados con seres humanos. Entre estos países se destacaron Alemania y Japón.
   En 1916 los alemanes fueron acusados de introducir en Bucarest ganado vacuno y caballar inoculado con ántrax, así como otras enfermedades. Similares acontecimientos fueron reportados en Francia, en 1917.
  En este mismo año el ejército alemán, de retirada, había abandonado cultivos microbianos, que debieron descubrir los franceses.
   El coronel médico alemán Winter, quien ya en este tiempo quería, a toda costa, imponer este tipo de guerra, llegó a reconocer en 1941 que en abril de 1916, siendo médico en el Cuartel General del XXI Cuerpo de Ejército, sometió a la consideración del Ministerio de Guerra un memorando sobre la guerra biológica, y sugería un ataque a Londres y a los puertos ingleses con el arma más “eficazmente” terrible: el bacilo de la peste.
   En la Guerra de Manchuria las tropas japonesas también utilizaron bombas infectadas con ántrax y elaboraron toxinas a partir de cultivos bacterianos.