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Breve y completo relato del conflicto armado, sus complejos orígenes, el derrumbe de la segunda república y el desarrollo de la dictadura franquista. Payne ofrece en este libro una visión completa y breve del conflicto que dividió España entre los años 1936 y 1939, y lo enmarca en la historia europea del siglo XX y en el contexto de las guerras civiles revolucionarias. Analiza la compleja vida política republicana, el papel de la intervención alemana, italiana y soviética, y el desarrollo de la dictadura franquista.
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Veröffentlichungsjahr: 2014
STANLEY G. PAYNE
LA GUERRA CIVIL
ESPAÑOLA
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
Título original: The Spanish Civil War
© 2014 by STANLEY G. PAYNE
© 2014 de la versión española realizada por JESÚS CUÉLLAR MENEZO
by EDICIONES RIALP, S. A. Alcalá 290. 28027 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-44-19-6
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PREFACIO
INTRODUCCIÓN
1. MODERNIZACIÓN Y CONFLICTO EN ESPAÑA
2. DE LA INSURRECCIÓN REVOLUCIONARIA AL FRENTE POPULAR
3. EL DERRUMBE DE LA DEMOCRACIA
4. LA SUBLEVACIÓN MILITAR DEL 18 DE JULIO
5. LA BATALLA DE MADRID: PRIMER PUNTO DE INFLEXIÓN
6. REVOLUCIÓN
7. EL TERROR
8. UNA GUERRA DE RELIGIÓN
9. LA CONTRARREVOLUCIÓN DE FRANCO
10. LA INTERVENCIÓN Y LA NO INTERVENCIÓN EXTRANJERAS
11. LA POLÍTICA SOVIÉTICA EN ESPAÑA, 1926-1939
12. LA GUERRA PROPAGANDÍSTICA Y CULTURAL
13. ¿UNA SEGUNDA CONTRARREVOLUCIÓN?: LA LUCHA POR EL PODER EN LA ZONA REPUBLICANA
14. LAS DECISIVAS CAMPAÑAS DEL NORTE, 1937-1938
15. LA GUERRA AÉREA Y MARÍTIMA
16. GUERRAS CIVILES DENTRO DE LA GUERRA CIVIL
17. LA GUERRA EN PERSPECTIVA
CONCLUSIÓN. COSTES Y CONSECUENCIAS
GLOSARIO
BIBLIOGRAFÍA SUCINTA
ÍNDICE ANALÍTICO
PREFACIO
La Guerra Civil española fue el conflicto bélico más importante ocurrido en Europa en la década anterior a la Segunda Guerra Mundial y ha generado una bibliografía ingente. Incluso pasadas tres generaciones sigue suscitando interés y las polémicas que desató continúan encontrando partidarios, no solo en España, en cuyo seno la contienda tiene todavía una importante presencia, tanto en la historiografía como en el discurso partidista.
La primera historia objetiva del conflicto, publicada por Hugh Thomas en 1961, se amplió hasta convertirse dieciséis años después en una obra más exhaustiva de 1.100 páginas. Aunque en un solo volumen sea imposible captar por completo y de manera definitiva un conflicto tan complejo como la Revolución Francesa, la edición revisada de Thomas, en su calidad de relato concentrado, sigue sin superarse. El presente libro no constituye una descripción exhaustiva de la guerra, sino que intenta aclarar asuntos clave, indagando en las cuestiones más llamativas dentro de un marco analítico y comparado, sin dejar de incorporar los resultados de las investigaciones más recientes. Su objetivo principal es responder al mandato de José Ortega y Gasset, que en 1938 proclamaba que lo más importante era comprender el carácter y el origen de la contienda.
INTRODUCCIÓN
La guerra civil en la Europa del siglo XX
La Guerra Civil española fue el enfrentamiento político y militar más importante registrado en Europa durante la década anterior a la Segunda Guerra Mundial. Su polarización no solo afectó a España sino que suscitó una intensa reacción en millones de europeos y americanos. La guerra recibió muchos nombres. Los izquierdistas y también muchos progresistas la han entendido de muy diversas maneras: un combate «entre el fascismo y la democracia», «entre el pueblo y la oligarquía» (o «contra el ejército»), «la revolución frente a la contrarrevolución» e incluso «el futuro frente al pasado». En diversos momentos, derechistas y conservadores la calificaron de lucha del «cristianismo contra el ateísmo», «la civilización occidental contra el comunismo», «España contra la anti-España» y «el orden público frente a la subversión». Aunque esas etiquetas sean antitéticas, no siempre son mutuamente excluyentes, porque la guerra fue enormemente complicada y contradictoria, y en todas esas denominaciones había, en mayor o menor medida, algo de verdad, aunque algunas fueran más precisas que otras.
La guerra la desataron los problemas internos de España, pero una vez que las tres grandes dictaduras europeas iniciaron una limitada intervención, muchos comenzaron a considerarla un conflicto internacional en el que se combatía por poderes. En otros países, las actitudes tuvieron más que ver con la opinión que se tenía de los Estados implicados en el conflicto que con la propia guerra, porque muchos consideraban que el resultado de la misma podría influir en el equilibrio de poder existente en Europa occidental.
Es importante no perder de vista que la Guerra Civil española tuvo lugar en una época, que va desde 1918 a 1949, en la que muchos países europeos sufrieron conflictos civiles similares. En este sentido, lo singular del enfrentamiento civil español fue sobre todo que tuviera lugar en un país europeo occidental, y que fuera el único que estallara en el periodo de entreguerras, al margen de la Primera Guerra Mundial, de sus inmediatas secuelas y de la Segunda Guerra Mundial.
Las tres décadas que van desde 1914 a 1945 constituyen la era de las guerras mundiales, las más destructivas de la historia, pero en Europa, donde se iniciaron esos combates, ese fue también el periodo de los conflictos políticos más intensos, que desató guerras civiles en muchos países —Rusia, Finlandia, Letonia, España, Hungría, Yugoslavia, Grecia y Polonia—, así como levantamientos y revueltas generalizados en Alemania, en tanto que varios países más se vieron con frecuencia al borde del enfrentamiento civil. Todo ello nos lleva a plantearnos por qué la época de los conflictos internacionales más generalizados también fue la de las perturbaciones internas más agudas.
Algunas de las causas principales de las guerras mundiales están bastante claras y tienen que ver con el choque de imperios rivales, el nacionalismo, el militarismo y una estrecha competencia económica, además de con la utilización generalizada de la tecnología industrial moderna, las nuevas técnicas de movilización de masas, la propaganda y la aparición de nuevas ideologías radicales. Las guerras desataron con frecuencia tensiones internas, que al mismo tiempo también alentaban otros factores. El comienzo del siglo XX fue una época de rápidos y decisivos cambios industriales, económicos y tecnológicos, y también de transformaciones sociales y culturales. La sociedad y la cultura tradicionales nunca se habían visto tan cuestionadas como al inicio de lo que algunos historiadores denominan «modernidad clásica», origen de problemas y oportunidades singulares que fueron acompañados de turbulencias nunca vistas. La transformación que experimentó la vida corriente gracias a la tecnología fue paralela a la aparición de nuevas ideologías políticas y sociales, que en ciertos casos se convirtieron en movimientos de masas. El liberalismo de las generaciones anteriores se había tornado conservador y fue cuestionado por el anarquismo, el socialismo, el comunismo y el nacionalismo radical, y después por el fascismo. En realidad, desde esa época, pocas innovaciones ideológicas cabe señalar.
Las rápidas transformaciones fueron acompañadas de un acusado incremento de las expectativas populares, que alentaron todavía más demandas de cambio, con frecuencia de índole revolucionaria. Durante la década anterior a la Primera Guerra Mundial, en la periferia europea y mundial estallaron revueltas sociales y políticas, empezando por la primera Revolución Rusa de 1905 y siguiendo por la iraní de 1906, la gran insurrección campesina rumana de 1907, la rebelión de los Jóvenes Turcos de 1908, el levantamiento militar griego de 1909, el derrocamiento de la monarquía portuguesa y el inicio de la Revolución Mexicana en 1910 y la Revolución China de 1911.
Desde la periferia de Europa, esas tensiones fueron avanzando hacia el núcleo del continente durante la Primera Guerra Mundial, lo cual fue tensando cada vez más los lazos políticos y sociales internos de los Estados europeos. La guerra, y no los movimientos revolucionarios, fue lo que produjo el derrumbe del régimen zarista ruso en 1917, y al finalizar la contienda al año siguiente, gran parte de los regímenes de Europa oriental y central corrieron un riesgo similar de caída o derrocamiento. Durante el año 1919 se produjeron conflictos internos nunca vistos en gran parte del mundo.
En 1918 habían estallado guerras civiles en Finlandia y Rusia, y ya no se trataba de la clásica contienda civil en la que dos adversarios entablan una lucha política con objetivos equivalentes y valores similares, sino que era un nuevo tipo de guerra civil revolucionaria como la desatada por primera vez en Francia durante la década de 1790 y en 1871. En las nuevas guerras civiles pugnaban por alcanzar el poder programas revolucionarios y contrarrevolucionarios absolutamente opuestos que no solo aspiraban al dominio político, sino a imponer programas sociales, económicos, culturales e incluso religiosos radicalmente antagónicos: lo que se contraponía eran dos formas de vida que, al ser tan contrarias, prácticamente enfrentaban a dos civilizaciones distintas. Esos conflictos civiles se libraron con un grado de crueldad y de violencia insólitos, que fue mucho más allá del campo de batalla. Durante la guerra civil rusa, el «terror rojo» y su correlato contrarrevolucionario no solo aspiraban a la conquista sino, hasta cierto punto, a la eliminación absoluta de la oposición, a la erradicación física y política del adversario, como si unos y otros representaran principios religiosos o metafísicos opuestos, fuerzas del bien o del mal absoluto que no solo había que domeñar sino extirpar por completo. El resultado fue un estallido de violencia política sin precedentes en el antiguo Imperio zarista, en tanto que también se producían conflictos violentos internos en la Europa central y meridional. Algunos historiadores califican de «guerra civil alemana» los levantamientos y revueltas registrados en Alemania entre 1918 y 1923, pero en realidad las instituciones germanas nunca se derrumbaron del todo. Sin embargo, Hungría sí sufrió durante tres meses una dictadura comunista, en tanto que en Italia tres años de convulsiones internas condujeron al desarrollo del fascismo, un nuevo tipo de autoritarismo radical y violento.
En Europa, las condiciones internas solo se estabilizaron a mediados de la década de 1920, aunque posteriormente tuvieran que enfrentarse a las nuevas perturbaciones generadas por la Gran Depresión de 1929. Millones de personas buscaron una solución en el comunismo o en diversas clases de fascismo, aunque el primero no lograra ir mucho más allá de la Unión Soviética. Por el contrario, la mitad de los países europeos cayeron en manos de dictaduras nacionalistas, de las cuales la más poderosa y radical fue el régimen nazi de Hitler, que no tardó en desatar otra gran conflagración. Durante esta Segunda Guerra Mundial la violencia militar y, a veces, política superó límites nunca vistos, al tiempo que en diversos países se desataban graves conflictos internos. Tanto Yugoslavia como Grecia sufrieron grandes y prolongadas guerras civiles, en tanto que la imposición de un comunismo de cuño soviético producía en Polonia, y también en los antiguos Estados bálticos, en Ucrania y en Bielorrusia, guerras civiles de alcance limitado.
Esta época de grandes conflictos no llegó a su fin hasta después de 1945, cuando se alcanzó una estabilidad relativa gracias al triunfo de la democracia en gran parte de Europa occidental y a la imposición del totalitarismo comunista en el Este. No obstante, durante las tres décadas anteriores el nivel de conflictividad interna de los países europeos había alcanzado niveles inusitados en la época contemporánea.
Vista desde esta perspectiva, la Guerra Civil española no fue totalmente anómala, sino más bien el único gran conflicto interno que estalló en Europa occidental durante la década de 1930. En él estarían presentes todas las tensiones, odios e ideologías de las demás convulsiones, añadiéndose también rasgos propios, típicos de España y, hasta cierto punto, del conjunto de Europa durante la década anterior a la Segunda Guerra Mundial.
1. MODERNIZACIÓN Y CONFLICTO EN ESPAÑA
Desde el siglo XVI al XVIII España sufrió menos conflictos internos que otros grandes países de Europa occidental como Francia, Inglaterra o Alemania. No obstante, esa tendencia cambió drásticamente con la transición a la modernidad política del siglo XIX, cuando España se convirtió en el país más proclive al conflicto de toda Europa occidental.
La larga historia de España se ha caracterizado por altibajos de carácter extremo. A los romanos les costó mucho más conquistar la península ibérica, casi dos siglos, que ninguna otra parte de su imperio, pero después el territorio que denominaron «Hispania» se convirtió en una parte esencial del mundo latino. De Roma saldrían su nombre, sus lenguas, sus leyes, su cultura, su religión y sus primeras estructuras sociales. Al desmembrarse Roma, el nuevo reino visigodo creó en lo que entonces se llamó «Spania» la primera de las naciones históricas de Europa, dotada de un código legal escrito y de una incipiente y novedosa estructura identitaria e institucional. Sin embargo, los visigodos nunca fueron capaces de alcanzar la unidad política, y la división interna contribuyó enormemente a su súbito derrocamiento.
El curso de la historia española se alteró drásticamente el año 711 cuando una invasión musulmana acabó con la monarquía visigótica, ocupando pronto gran parte de la península. Durante los tres siglos siguientes casi todo el país adoptó la religión y la cultura musulmanas, entrando a formar parte de un entorno medio-oriental cuyos centros se encontraban en La Meca y Bagdad. Con grandes dificultades, en las zonas montañosas septentrionales sobrevivieron pequeñas y aisladas comunidades cristianas que poco a poco fueron fortaleciéndose hasta acabar reconquistando toda la península ibérica. Ha sido este el único caso de relevancia en la historia mundial en el que un territorio extenso, conquistado militarmente por los musulmanes e incorporado al entorno religioso y cultural islámico, fue posteriormente reconquistado por completo por una parte reducida de su población originaria, que no solo expulsó a los intrusos sino que reinstauró su propia religión y cultura. Si a lo largo de la historia los españoles no hubieran tenido ningún otro logro, este bastaría para singularizarlos en los anales de la humanidad.
Al llegar el sigloXVIla corona española era la principal potencia militar de Europa y regía los destinos de un gran imperio dinástico de carácter multinacional que incluía los Países Bajos, Portugal, gran parte de Italia y algunas zonas del este de Francia. Todavía más importante fue la conquista y ocupación de gran parte del hemisferio occidental y de las islas Filipinas, que propició por primera vez en la historia la creación de un imperio auténticamente mundial, en el que el sol nunca llegaba a ponerse. En materia de religión, España fue también el baluarte de la Contrarreforma, promoviendo una Edad de Oro de la alta cultura que, expresándose principalmente en términos religiosos, literarios y artísticos, alcanzó su punto culminante durante la última gran fase de la época tradicional de la historia europea, en el preciso momento en que esta llegaba a su fin.
En ese momento, España inició un acelerado declive que ya no le permitiría volver a recuperar su prestigio. Aun manteniendo durante dos siglos más su imperio de ultramar, el coste desmesurado de las interminables guerras dinásticas y la incapacidad de participar en los nuevos procesos de desarrollo y modernización que se estaban iniciando en la Europa noroccidental dejaron el país enormemente debilitado y empobrecido, sacudido por un hambre y unas plagas que redujeron la población en más del 15 por ciento. Después de alcanzar niveles imponentes durante el ciclo de la cultura europea tradicional, España, mucho más que ninguno de sus vecinos, a excepción de Portugal, se quedó parcialmente estancada en ese molde, hasta el punto de que el desarrollo moderno supuso un gran desafío al que se dio una respuesta titubeante y limitada.
Olvidadas las glorias pasadas, durante el sigloXVIIEspaña encarnó una serie de mitos y tópicos, plasmados de tres maneras. La primera fue el mito de la «Leyenda Negra» que, desarrollada sobre todo, pero no exclusivamente, por protestantes extranjeros, presentaba a los españoles como un pueblo insólitamente cruel, agresivo, violento, sádico incluso, y proclive al fanatismo religioso. A finales delXVIIeste mito lo sustituyó en cierta medida el tópico del español orgulloso, perezoso, indolente e irresponsable, incapaz de contribuir al progreso y al conocimiento, o sin interés en ellos. Posteriormente, a comienzos delXIX, surgió el tercer tópico, el de la «España romántica», que, dando un nuevo giro a supuestas idiosincrasias, fue el primero de los mitos en retratar al español de forma parcialmente favorable. Para los viajeros y escritores extranjeros que lo desarrollaron, España era una tierra semioriental, de arcaico pintoresquismo que, con una fascinante renuencia a modernizarse, estaba habitada por una sociedad singular que seguía aferrándose a valores como el honor, el individualismo, el valor físico, la fe y el idealismo, la tradición y las artes; rasgos todos ellos supuestamente perdidos en países más modernos, pero también más insulsos como Francia o Inglaterra. Con estos aditamentos, España era retratada como un territorio romántico, pintoresco y tradicional.
El sigloXVIII, última fase histórica del Antiguo Régimen, fue un periodo de recuperación al que puso violentamente fin la invasión napoleónica de 1808. La Guerra de la Independencia, como los españoles llaman a la posterior contienda de seis años de duración, fue más devastadora que las registradas en otras zonas de Europa, aunque los españoles se complacieran pensando que el ejército más poderoso del mundo nunca fue capaz de dominar por completo su país y que su resistencia popular fue mucho más generalizada y combativa que la de cualquier otro enemigo de Napoleón, sirviendo de inspiración a gran parte de Europa. La invasión francesa, al derrocar a la monarquía tradicional, también allanó el camino a la modernidad política en España, ya que los patriotas liberales promovieron la Constitución de 1812, la segunda carta magna escrita que se aprobó en un país extenso de la Europa continental y que durante las tres décadas siguientes influiría en gran parte de Europa. Sin embargo, también puso de manifiesto el inicio de la «contradicción española» contemporánea, porque proporcionó a España un sistema político más avanzado del que, con su cultura en gran medida tradicional y su endeble sistema educativo, podían sustentar una sociedad y una economía subdesarrolladas. En consecuencia, los sesenta años posteriores fueron un prolongado periodo de convulsiones, la época más confusa de la historia de Europa, durante la cual se sucedió una caleidoscópica serie de Gobiernos débiles, representantes de pequeños sectores sociales. Uno tras otro y con rapidez se sucedieron los pronunciamientos[1], en los que diversos sectores castrenses pasaban a la acción para cambiar Gobiernos o proporcionar acceso a los mismos a nuevos grupos. En 1821 hicieron su aparición los liberales radicales que, conocidos como «exaltados», se convertirían en un rasgo permanente de la política española durante más de cien años, en tanto que nuevas fuerzas radicales, representantes de ideologías sectarias que solo apelaban a sectores minoritarios de la población, trataban de empujar al país a la introducción de cambios cada vez más profundos, para los que no estaba en absoluto preparado. Esta «era de los pronunciamientos», la época de máxima convulsión, alcanzó su apogeo durante el llamado «sexenio democrático» de 1868-1874, viéndose reducida al absurdo cuando la breve introducción del sufragio universal masculino, una nueva y temporal dinastía y, finalmente, una república federal, acabaron en una guerra civil de tres años.
En España hubo un total de cinco guerras civiles en poco más de medio siglo, tres de ellas breves y relativamente limitadas, una de ellas —la primera guerra carlista de 1833-1840—, larga, destructiva y extremadamente gravosa. En líneas generales, las guerras civiles decimonónicas fueron pugnas entre liberales y tradicionalistas, ambos monárquicos (los últimos conocidos como carlistas por su adhesión a Don Carlos, primer aspirante tradicionalista al trono), que acabaron con la victoria total de los primeros. De una u otra manera, durante el siglo XIX España estuvo en guerra durante más años que cualquier otro país europeo. La centuria se inició y terminó, respectivamente, con grandes guerras contra Francia y Estados Unidos; hubo, además, cinco contiendas civiles de diversa magnitud, una breve guerra con Marruecos y un total de veinticinco años de campañas coloniales en Latinoamérica, así como otras escaramuzas menores. La persistencia prácticamente constante de los conflictos armados fue determinante a la hora de postergar el desarrollo económico.
Al final se recuperó la estabilidad con la restaurada monarquía constitucional de 1875, el primer régimen contemporáneo español que conjugó el orden, el progreso y el respeto a los derechos fundamentales. El desarrollo económico y educativo se aceleró después del cambio de siglo y se produjo un nuevo florecimiento literario y artístico (la llamada Edad de Plata, después de la Edad de Oro de los siglos XVI y XVII). El analfabetismo se redujo, mientras aumentaban las obras públicas y se introducían las primeras reformas sociales modernizadoras. La industria se desarrolló con mayor rapidez, la estructura agrícola comenzó lentamente a modernizarse y, al llegar el año 1930, menos de la mitad de la mano de obra trabajaba en el campo. La censura prácticamente desapareció y a paso lento, pero seguro, las elecciones comenzaron a ser más dignas. El régimen evitó entrar en la Primera Guerra Mundial, pasando más bien a desempeñar un papel humanitario de cierta importancia y recogiendo grandes beneficios económicos en su calidad de principal país neutral de Europa. Al llegar la década de 1920 España tenía uno de los índices de crecimiento más elevados del mundo y las condiciones de vida y los niveles sanitarios mejoraban con rapidez.
Con todo, en 1917 el país, hasta cierto punto víctima de sus propios éxitos, entró en una nueva época de crisis política, ya que la modernización parcial no había hecho más que acentuar los problemas y contradicciones que aún quedaban por solventar. No era esa una situación singular, puesto que esos años fueron un periodo de graves conflictos en gran parte de Europa. El régimen español se veía acuciado, por un lado, por quienes, en demanda de mayor democratización, abogaban por el establecimiento de una nueva república, y, por otro, por los partidarios de la revolución social. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y su central sindical afín, la Unión General de Trabajadores (UGT), se desarrollaron con más lentitud que sus homólogos de otros países, pero en España surgió otra clase de movimiento obrero revolucionario, el anarcosindicalista, que llegó a dominar al movimiento sindical rival, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Los anarquistas aspiraban a una utopía que, basada en la formación de comunas y sindicatos autónomos, prescindiría del Gobierno central.
La primera huelga general convocada por los socialistas en 1917 fue un fracaso: durante la huelga y la represión resultante perecieron casi cien personas y a partir de 1919 aumentó la violencia política. Entre 1897 y 1921 los anarquistas asesinaron a tres presidentes del Gobierno y hubo otros dos atentados contra el principal líder del Partido Conservador y tres contra el rey Alfonso XIII. En ocasiones, los estallidos de violencia anarquista desataron una virulenta represión por parte de la policía y el Ejército. En general, los socialistas no recurrieron a la violencia, pero junto a los anarquistas surgió un nuevo e incendiario rival, el pequeño Partido Comunista de España (PCE), que contribuyó todavía más a las actividades de un terrorismo político que entre 1919 y 1923 causó la muerte a varios cientos de personas.
El país se enfrentaba tanto al riesgo de fractura horizontal como de conflicto sociopolítico vertical. Aunque España era uno de los Estados históricos más antiguos de Europa, si no el más antiguo, cuyo origen se remontaba a la monarquía visigótica de los siglos VI y VII, durante el XIX y el XX le costó mucho convertirse en una nación moderna, unificada y políticamente movilizada. Geográficamente está dividida por múltiples cadenas montañosas. Por otra parte, además del castellano común, en ella se hablan otras tres lenguas: el catalán en Cataluña, el euskera en el País Vasco y el gallego en Galicia. A los problemas emanados del atraso se añadía un desarrollo económico absolutamente desigual, concentrado abrumadoramente en el norte y el noreste del país. Esas divisiones y un sistema educativo rezagado hicieron que la percepción de la unidad política, expresada a través de un nacionalismo español global, fuera comparativamente débil, y que a comienzos del siglo XX, en Cataluña y el País Vasco, las dos zonas más modernas e industrializadas, ambas con lengua propia, se viera cuestionado por movimientos nacionalistas regionales (que, como cabía esperar, de forma típicamente española, estaban internamente muy divididos). Durante mucho tiempo el nacionalismo vasco fue minoritario, en tanto que el catalán cobró fuerza con mucha mayor rapidez.
Además, la única nueva aventura exterior de España le estalló en la cara. Sus dirigentes habían evitado participar en el imperialismo europeo de finales del XIX, pero la ocupación por parte de Francia de gran parte de Marruecos en 1913 indujo a Madrid a aceptar el establecimiento de un pequeño protectorado sobre el 5 por ciento del territorio marroquí, situado al norte del país, para salvaguardar sus propias fronteras. Sin embargo, el levantamiento de la población autóctona del norte de Marruecos se convertiría en la revuelta más dinámica de las registradas en el mundo afroasiático después de 1919. Para el ejército español supuso una humillante derrota en 1921, que acentuó todavía más la sensación de crisis en el país.
En ese momento, España estaba tan fragmentada que hasta un Partido Liberal transitoriamente unificado fue incapaz de proporcionar un auténtico liderazgo y, en medio del aplauso inicial de muchos moderados y liberales, el veterano general Miguel Primo de Rivera implantó en 1923 una dictadura temporal. Con ayuda francesa resolvió el conflicto marroquí, al tiempo que reprimía, con un recurso mínimo a la fuerza, la violencia política dentro de España. Durante cinco años el país disfrutó de la mayor prosperidad de su historia, pero al final de la década había llegado políticamente a un callejón sin salida. Al iniciarse la dictadura se había proclamado que sería un breve interregno destinado a solucionar problemas, promover una administración más eficaz y reformar el sistema político. Resolvió temporalmente uno o dos problemas, pero también creó un erial político, eliminando los antiguos partidos parlamentarios sin crear nada que los sustituyera. Ante el fracaso del proyecto, a comienzos de 1930 Primo de Rivera abandonó el poder, pero no había ningún nuevo líder que pudiera retomar la senda del parlamentarismo. La oposición se creció al tiempo que se radicalizaba, pidiendo el fin de la propia monarquía, a pesar de que la breve república federal de 1873-1874 había sido un desastre sin paliativos.
No obstante, como la esperanza es eterna, en España se inició en 1931 el único proceso revolucionario surgido en la Europa de entreguerras. Fue algo absolutamente singular en la Europa de esa generación, ya que ni lo atizó ni lo catalizó una guerra, sino que fue el resultado casi exclusivo de la acción de factores endógenos en tiempo de paz. Sin embargo, en 1931 no estaba nada claro que se estuviera iniciando un proceso revolucionario y no una transición a una democracia plena, ya que durante el siglo anterior los cambios súbitos habían sido un rasgo habitual de la vida política española.
En gran medida gracias a su neutralidad, el país se había ahorrado las principales repercusiones de la crisis europea posterior a la Primera Guerra Mundial, aunque sí sufrió algunas de las experiencias que se observaron en otros lugares. El catalizador inmediato del cambio de régimen fue la dictadura de Primo de Rivera de 1923-1930, aunque esta había sido una de las manifestaciones de autoritarismo más suaves de la época. Por el contrario, en Grecia y Yugoslavia, cuando las dictaduras temporales llegaron a su fin en esos mismos años, poca resistencia suscitó la vuelta al antiguo régimen.
¿Por qué España fue diferente? Varias son las respuestas. En Grecia, la dictadura de 1926 fue tan breve que no llegó a sustituir del todo el régimen parlamentario, pero la española se prolongó lo suficiente como para arrasar las instituciones parlamentarias anteriores. Al contrario que en otros países, cuando en España llegó la caída de la monarquía, esta no se vio reforzada por el sentimiento nacionalista, en tanto que los anteriores líderes conservadores ya eran mayores y especialmente ineptos. El cambio generacional había calado y la monarquía no tenía a su servicio ni a jóvenes ni energía. Igualmente importante fue que las nuevas elecciones se pospusieran durante quince meses. Aunque la intentona militar republicana de finales de 1930 fuera un absoluto fracaso, el débil y acomodaticio Gobierno monárquico no impidió la participación política de los republicanos y sus resultados mejoraron enormemente en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931. Técnicamente, los candidatos monárquicos ganaron con una considerable ventaja, pero su derrota en casi todas las grandes ciudades generó una enorme oleada de confianza dentro de la nueva coalición republicana. Los pocos líderes monárquicos que quedaban perdieron el temple y los republicanos rechazaron de plano la oferta de la Corona, que pretendía celebrar elecciones nacionales para determinar la nueva Constitución. Alfonso XIII abandonó el país en menos de cuarenta y ocho horas, y el 14 de abril de 1931 se proclamó una República democrática que, aunque carente del aval de un referéndum o unas elecciones legislativas, vio aceptada su legitimidad por gran parte del espectro político.
La situación española puso de relieve un tópico: a saber, que los procesos revolucionarios con frecuencia comienzan de forma rápida y pacífica, y con un esfuerzo relativamente escaso. Esta generalización no siempre es cierta, pero sí refleja con exactitud la situación imperante en la Francia de 1789, en la Rusia de marzo de 1917 y en la España de 1931. Los procesos revolucionarios que se inician de forma escasamente conflictiva pasan por diversas fases, y las primeras son relativamente moderadas, algo que una vez más describe la situación española, porque el nuevo régimen de abril de 1931 adoptó la forma de una república democrática, basada en las estructuras sociales y económicas vigentes. Uno de sus ministros socialistas, Francisco Largo Caballero, declaró que en España el «extremismo» no tendría futuro por el éxito del reformismo pacífico. Irónicamente, en poco más de tres años, él mismo sería uno de los líderes que más recurriría al «extremismo», viendo en él una táctica indispensable.
En España los acontecimientos no se precipitaron tanto como en la Rusia de 1917, porque al principio España era un país estable que hasta hacía poco había disfrutado de cierto grado de prosperidad, además de encontrarse completamente en paz, ajeno a presiones internacionales. La cronología que siguieron los acontecimientos españoles fue más similar a la de la Francia de la década de 1790. El error que cometió uno de los líderes republicanos al contrastar la democratización aparentemente pacífica de su país con la violencia de la Francia revolucionaria radica en que comparó la España de 1931 con la Francia del terror de 1792-1793, en tanto que la comparación debería haberse hecho con la de 1789, mucho más moderada. Pero España no tardaría en radicalizarse.
Lo que se había producido primero en el país era la más fundamental de las revoluciones: la del incremento de las expectativas, de carácter socio-psicológico, que tuvo lugar durante la generación de 1914-1931. Era algo que había acentuado no tanto la evolución política como la rápida expansión económica y el cambio sociocultural de la década de 1920, que, siendo durante algunos años los más rápidos del mundo, produjeron un primer «despegue» de la modernización que se vio brutalmente truncado por la Gran Depresión, que sin embargo no llegó a invertir la tendencia del todo. El empleo en el sector primario había caído hasta encuadrar a menos de la mitad de la población activa y esos cambios decisivos atizaron las demandas, tanto de una mayor libertad de expresión política como de cambios sociales e institucionales. En España, los efectos iniciales de la depresión de la década de 1930 fueron desproporcionadamente más suaves que en la mayoría de los países, pero sus repercusiones alentaron todavía más las reivindicaciones políticas. Todo ello refleja perfectamente la concepción conductista o tocquevilliana de la revolución, según la cual las efusiones revolucionarias no suelen emanar de un agravamiento de la opresión, ni siquiera de las condiciones estructurales per se, sino que las desencadenan, de forma aparentemente paradójica, una mayor libertad y una mejora notable de las condiciones de vida, sobre todo cuando estas se ven temporalmente frustradas por un nuevo contratiempo —en el caso de España, la dictadura—, que va seguido de una depresión económica y de los conflictos políticos que conlleva el nuevo régimen.
La otra gran explicación es de orden estructuralista y su ejemplo más difundido es el marxismo, aunque también haya otras variantes. La teoría conductista no rechaza por completo la relevancia de la interpretación estructuralista, porque si no hubiera contradicción o retraso estructural la secuencia conductista que directamente desencadena la revolución no tendría ese efecto. En los países del norte de Europa, mayormente protestantes, el liderazgo de las élites modernizadoras produjo una transformación de carácter evolutivo que resolvió las contradicciones internas, por lo menos en cuanto a la reducción de las presiones revolucionarias, y la principal excepción a este respecto es la «revolución reaccionaria» de la Guerra Civil estadounidense. En el resto de Europa, las élites modernizadoras —aun presentando enormes variaciones en sus niveles de éxito— no estuvieron a la altura de las circunstancias y no lograron resolver unos conflictos y unas contradicciones que, en la secuencia conductista indicada, podían transformarse con rapidez en una crisis auténticamente revolucionaria.
Al llegar el año 1930, España había caído en una especie de «trampa del desarrollo» que, situada en la fase intermedia de la modernización, es la que desata el conflicto más grave. El crecimiento había sido lo suficientemente grande como para fomentar la reivindicación de mejoras más rápidas; sin embargo, no se dispondría de medios para responder a esas demandas hasta que el país no lograra alcanzar una fase de modernización madura. De repente, España se vio embarrancada a mitad de camino, que es la situación más peligrosa, y el potencial de radicalización lo agravó aún más su estructura demográfica. Al igual que en Rusia, Alemania e Italia, en términos absolutos la nueva generación española había alumbrado la cohorte de jóvenes varones más nutrida de la historia, que proporcionalmente también era más grande que ninguna de las cohortes posteriores.
Esos peligros no eran evidentes en 1931, porque al principio la coalición gobernante aceptó una república liberal, democrática y parlamentaria. Sin embargo, de los tres sectores que impulsaban el nuevo régimen —los republicanos de izquierda de clase media, los socialistas y los radicales de centro—, solo los últimos otorgaban valor a la democracia liberal y a las normas del sistema electoral parlamentario. Por el contrario, para los republicanos de izquierda, también llamados «izquierda burguesa», la nueva república tenía menos que ver con un proceso democrático que hubiera que respetar escrupulosamente que con un proyecto de reforma radical, que en algunas ocasiones Azaña y otros líderes calificaban de «revolución». Para ellos, «la República» no era tanto un sistema político como un determinado programa de reformas cultural e institucional, que hacía indispensable excluir permanentemente a los católicos y a los conservadores de cualquier participación en el Gobierno.
Veinte años antes, algunos republicanos de izquierda, conscientes de que durante la época de los pronunciamientos el extremismo y la intransigencia habían conducido al país al desastre, habían tenido actitudes más moderadas. Pero se radicalizaron con la experiencia de la dictadura de Primo de Rivera, llegando a la conclusión de que la cesión y la cooperación solo conducirían a la vuelta al poder de la derecha, que, según su errónea evaluación, estaba tan erosionada políticamente que era un montón de chatarra histórica. En consecuencia, su actitud era un tanto contradictoria. Por una parte, los republicanos de izquierda estaban convencidos de que el cambio histórico había destripado a los intereses conservadores, pero, por otra, insistían en la necesidad de reprimir vigorosamente dichos intereses, aunque fuera vulnerando, en caso de necesidad, la práctica democrática y el respeto pleno a los derechos y libertades.
Por su parte, todavía en mayor medida, los socialistas, que por primera vez asistían a un rápido incremento de sus bases, solo se comprometieron relativamente con el nuevo régimen democrático. Gran parte de sus dirigentes estaban convencidos de que esta suponía el inicio de un cambio fundamental que subyugaría para siempre al conservadurismo político, iniciando un proceso ilimitado de reformas destinado a culminar en el socialismo. Como las fuerzas conservadoras parecían totalmente desorganizadas y nada habían hecho para defender la monarquía, los socialistas llegaron a la errónea conclusión de que en el futuro no podrían hacer mucho por evitar el advenimiento del socialismo.
En consecuencia, los republicanos de izquierda y los socialistas pergeñaron un régimen radicalmente reformista, que casi de inmediato procedió a cercenar ciertos derechos y a silenciar a la oposición, convirtiéndose en un sistema que, como lacónicamente señalaría Javier Tusell, principal historiador político español de finales del siglo XX, no era «una democracia muy democrática», y quizá esta sea la mejor síntesis que se haya hecho de la Segunda República. Donde primero se apreció esta situación fue en la esfera religiosa, cuando el nuevo Gobierno reaccionó con lentitud ante la «quema de monasterios» de los días 11 y 12 de mayo de 1931, solo un mes después del establecimiento de la República. El clima de anticlericalismo radical venía acentuándose desde hacía más de una generación. Turbas organizadas, principalmente compuestas por anarquistas y republicanos extremistas, quemaron más de cien iglesias y otros establecimientos religiosos de Madrid y otras ciudades, de manera que, después de la indiferencia inicial, fue preciso recurrir al Ejército para que restableciera el orden.
En junio de 1931 se celebraron unas elecciones a Cortes constituyentes basadas en la idea de que solo debían tener plenos derechos las fuerzas prorrepublicanas. Desde la caída de la monarquía los conservadores seguían en estado de shock y, en cualquier caso, no estaban lo suficientemente bien organizados como para haber ganado los comicios, pero, pese a todo, se disuadió activamente a la oposición de hacer campaña, lo cual contribuyó a que la coalición gobernante obtuviera una amplia mayoría de escaños. Esto condujo a la redacción de una nueva Constitución que, muy influida por la de la República de Weimar germana, no era un reflejo preciso de gran parte de la opinión pública española y que rechazó el consenso, restringiendo drásticamente los derechos de los católicos. Esta situación imposibilitaría prácticamente cualquier posible acuerdo nacional, porque el catolicismo seguía siendo la religión imperante y aún podía movilizar a más gente que cualquier otro movimiento político.
El anticlericalismo extremo era algo bastante habitual en el suroeste de Europa y ciertas zonas de Latinoamérica a comienzos del siglo XX. La transición hacia los regímenes parlamentarios modernos y la separación de la Iglesia y el Estado venían desatando conflictos desde la Revolución Francesa. La restricción drástica de las libertades religiosas y la persecución de la Iglesia produjeron grandes tensiones en países tan distintos como Francia, Portugal y México, llegando a desatar en este último una especie de guerra civil entre 1926 y 1929. En lugar de aprender de esos conflictos, la izquierda española estaba decidida a seguir su ejemplo.
Irónicamente, justo cuando el Vaticano y los líderes eclesiásticos estaban por primera vez dispuestos a aceptar una separación de cuño americano entre la Iglesia y el Estado, los partidos de izquierda rechazaron un borrador de Constitución que, basándose en la necesidad de promover una absoluta libertad religiosa para todos los sectores, proponía precisamente ese ordenamiento. Esos partidos insistieron en aprobar normativas que restringían enormemente ciertas actividades católicas, sobre todo las de las órdenes monásticas, y en expulsar a los jesuitas (por tercera vez en la historia de España). Además, para obstaculizar la educación católica y convertir la educación en un monopolio estatal, anunciaron la intención de prohibir la docencia a las órdenes religiosas. Esas políticas de 1931-1933 solo eran el principio: en junio de 1936 se prohibieron por completo los servicios religiosos en algunas zonas y en casi todo el país se clausuraron las escuelas católicas.
Los principales líderes del nuevo régimen eran Manuel Azaña y los republicanos de izquierda, que tomaban como modelo la Tercera República francesa, fundada en 1871. Sin embargo, sus tácticas eran bastante diferentes de las de sus antecesores galos. La Tercera República comenzó siendo un régimen contrarrevolucionario que reprimió con dureza a la Comuna de París, ya que sus dirigentes moderados comprendieron que solo podrían consolidar el nuevo régimen si este procedía de manera ordenada y respetando la ley[2]. La República francesa había evolucionado con cuidado, paso a paso, y no procedió a implantar la separación entre Iglesia y Estado, ni a la consiguiente confiscación de los edificios eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas y el cierre de la mayoría de las escuelas católicas hasta tres décadas después, cuando el régimen ya estaba totalmente consolidado.
Antes de llegar al poder, los líderes republicanos franceses ya eran políticos muy veteranos, en tanto que en 1931 gran parte de los dirigentes y diputados españoles eran principiantes. Al principio, la República francesa la dirigieron moderados, en tanto que la española de 1931-1933 estuvo dominada por una coalición compuesta por los sectores más extremistas del republicanismo y el socialismo. Liberados de la presión de la izquierda, al principio los líderes franceses evitaron caer en el anticlericalismo radical para centrarse en la educación y la «revolución de la conciencia», pero, en Madrid, la insistencia de los republicanos de izquierda españoles en granjearse el apoyo de los socialistas, y no en llegar a un acuerdo con el centro moderado, fomentó una posición más doctrinaria.
Con todo, la primera rebelión contra la nueva República no surgió de la derecha sino del extremismo revolucionario de izquierdas, el del anarcosindicalismo de la CNT (cada vez más dominada por los revolucionarios de la FAI, Federación Anarquista Ibérica) y del diminuto Partido Comunista de España (PCE). Este seguía la estrategia de la Komintern (Internacional Comunista), que siempre que fuera posible aspiraba a fomentar la insurrección y la revolución, pero su tamaño era demasiado pequeño como para conseguir nada. Entre tanto, los militantes de la CNT-FAI vieron en los primeros tiempos de la República una oportunidad para vengarse de sus enemigos. Durante las primeras semanas de existencia del régimen cometieron veintitrés asesinatos políticos en Barcelona y promovieron tres levantamientos revolucionarios consecutivos en enero de 1932, enero de 1933 y diciembre de 1933. Para los anarquistas, esos estallidos no eran realmente una guerra civil, sino el principio de un levantamiento que, según vanamente esperaban, se alzaría en todo el país contra el sistema capitalista. Esas insurrecciones tuvieron lugar en alrededor de media docena de provincias pero, a pesar de los actos de terrorismo y la muerte de varios cientos de personas, todas estuvieron mal organizadas y nunca pusieron en peligro la estabilidad de la República.
Sectores minoritarios de extrema derecha alentaron una débil sublevación militar, que, dirigida por José Sanjurjo, uno de los generales más destacados del país, estalló el 10 de agosto de 1932, sin apenas contar con apoyos dentro del Ejército. Causó diez muertos. Durante los tres primeros años de la República, sus enemigos violentos no tuvieron muchos apoyos. Ninguna de las cuatro sublevaciones —tres promovidas por la extrema izquierda revolucionaria y una por la derecha radical— amenazaron realmente al nuevo régimen.
Con frecuencia, la República limitó más los derechos ciudadanos e impuso una censura más profunda que la que había sido habitual durante la monarquía constitucional. La Ley de Defensa de la República le otorgó amplios poderes para suspender derechos y garantías constitucionales. En 1933 se modificó ligeramente, pero las leyes republicanas siguieron contemplando tres niveles distintos de suspensión de los derechos y libertades: el «estado de alarma», el «estado de prevención» y el «estado de guerra», que se utilizaron con frecuencia, tanto contra la derecha moderada y extrema como contra la extrema izquierda, de manera que, en conjunto, la Segunda República vivió prácticamente el mismo número de días de suspensión total o parcial de las garantías constitucionales que en situación de normalidad. Igualmente, los republicanos, manteniendo en funcionamiento la Guardia Civil, un cuerpo policial de carácter militar que cuidaba del orden público en el campo, crearon un nuevo cuerpo, la Guardia de Asalto, basado en una fuerza creada en la República de Weimar, que actuaría en las ciudades. Su propio nombre, al incluir la palabra «asalto», daba idea de la tendencia general hacia la paramilitarización de la vida política europea, y también de la actitud agresiva del nuevo régimen.
Durante 1932 el Gobierno aprobó reformas laborales favorables a los sindicatos; intentó reorganizar el Ejército y concedió a Cataluña un estatuto de Autonomía. Al año siguiente tomó medidas para abordar el arraigado problema agrario y la tenencia de la tierra en un país en el que casi un quinto de la población la componían jornaleros sin tierra y sus familias. La situación política se polarizó todavía más, aunque la legislación resultante fuera de alcance limitado.
El principal partido moderado español de clase media tenía un confuso nombre, Partido Radical, que ya no encajaba con su credo. Durante la República se fue desplazando con decisión hacia el centro, al haber alcanzado su principal objetivo: un sistema democrático. En 1932 abandonó la coalición gobernante, considerando improcedente que los socialistas se incorporaran a un Gobierno constitucionalmente basado en la propiedad privada. Entretanto, los principales sectores de la derecha comenzaron por fin a organizarse, constituyendo la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), que a partir de ese momento sería el partido político más nutrido de España y, en proporción, la principal formación política católica del mundo. La magnitud y fortaleza de ese resurgimiento conmocionaron a la izquierda, poniendo de manifiesto lo superficial que era su análisis de la sociedad española.
Con el paso del tiempo se evidenciaron las diferencias entre los republicanos de izquierda y los socialistas, lo cual puso fin a la coalición gobernante en septiembre de 1933, creando el marco propicio para las elecciones generales del mes de noviembre. Después de dos años y medio de República, la mayoría de los socialistas comenzaron a manifestarse enormemente desilusionados con el nuevo régimen, que ya no parecía conducir hacia el socialismo. Aunque la coalición acababa de redactar una nueva ley electoral concebida para perpetuar el dominio de la izquierda, al otorgar una representación desproporcionada a las grandes alianzas, los socialistas rechazaron bruscamente el mantenimiento de la coalición con sus antiguos aliados de la izquierda republicana, a los que ya tachaban de irremediablemente «burgueses».
Los comicios de 1933, en los que la CEDA se impuso, aunque sin alcanzar una mayoría de escaños, tuvieron resultados diametralmente opuestos a los de dos años antes. El número de escaños socialistas se redujo, en tanto que los republicanos de izquierda fueron prácticamente barridos del mapa. Los líderes de estos dos grupos reaccionaron exigiendo que el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, anulara los resultados de las elecciones, para permitirles cambiar la normativa electoral y así garantizar la victoria a una izquierda escarmentada y reunida. No aducían que la votación hubiera sido improcedente o carente de validez sino que protestaban porque la victoria hubiera sido para la derecha y el centro. Mientras que la CEDA había aceptado una ley electoral redactada por sus adversarios, la izquierda afirmaba que no se podía permitir que el partido católico ganara los comicios, ni siquiera gracias a normas aprobadas por la izquierda, porque la CEDA abogaba por introducir cambios fundamentales en el régimen republicano. Aunque la izquierda acababa de alterar drásticamente el orden político español y los socialistas pretendían ir todavía más allá y avanzar hacia el socialismo, la izquierda señalaba que, independientemente del número de votos que hubiera recibido la derecha católica, no se podía permitir que esta introdujera más cambios. La izquierda insistía en que la República no fuera un régimen democrático igual para todos, sino un proyecto exclusivamente suyo.
Era una posición sin parangón en la historia reciente de los sistemas parlamentarios europeos. Los socialdemócratas alemanes, por ejemplo, habían puesto un gran empeño en defender la igualdad de derechos para todos durante la República de Weimar, y ni siquiera los «maximalistas» revolucionarios socialistas de la Italia de 1919-1922 habían llegado a proponer realmente la manipulación de los resultados electorales. Ante el avance del fascismo, su última gran iniciativa había sido la «huelga legalista» de mediados de 1922, que se había limitado a solicitar la recuperación del orden público y del sistema democrático.
¿De dónde procedía esa concepción «patrimonial» que tenía la izquierda española de un régimen exclusivamente dedicado a defender sus presupuestos? Es difícil saberlo. Solo diez años antes, en 1923, gran parte de la izquierda había exigido una democratización completa. Pero, cuando la tuvo, la rechazó en el momento en que no garantizó su preponderancia.
Los primeros izquierdistas españoles, los liberales de 1810, habían sido realistas, coherentes y moderados. Aunque en ese momento España carecía de la sociedad civil necesaria para mantener un régimen parlamentario moderno, durante la siguiente generación la Constitución de 1812 que ellos alumbraron fue un hito del liberalismo europeo, desde Portugal hasta Rusia. El germen de la izquierda intransigente o extrema se encuentra en los «exaltados» de 1821-1823, dispuestos a imponer sus valores por las buenas o por las malas. Durante gran parte del siglo XIX esto generó una combinación de pronunciamientos —la mayoría con programas liberales— y disturbios urbanos. El ascenso de los movimientos revolucionarios obreros, anarcosindicalistas y marxistas, acentuó ese extremismo. Se fue desarrollando una actitud que sostenía que cualquier oposición que encontrara la izquierda sería reaccionaria y por tanto ilegítima, una postura que no tendría un correlato similar en ninguna parte de Europa occidental.
En noviembre de 1933 el presidente Alcalá-Zamora, un católico liberal, rechazó en cuatro ocasiones las demandas de los republicanos de izquierda y los socialistas, que pretendían que anulara los resultados de unas elecciones limpias, cambiando las normas a posteriori. No obstante, el hecho de que la mayoría de los fundadores de la República rechazara la democracia electoral en cuanto perdió unas elecciones hacía pensar que las perspectivas de esa democracia eran, en el mejor de los casos, inciertas. En ese momento, y a menos que la izquierda cambiara de enfoque, la situación dependería todavía más del centro y, hasta cierto punto, de la derecha moderada. Sin embargo, aunque la derecha moderada de la CEDA, al contrario que la izquierda, sí acatara la ley, su objetivo final no era mantener una República democrática, sino transformarla en otro régimen, más conservador y corporativo, e incluso moderadamente autoritario. No parecía probable que los demócratas liberales de centro, encabezados por el Partido Radical de Alejandro Lerroux, con poco más del 20 por ciento de los votos, pudieran sustentar por sí solos un régimen democrático. Sin embargo, durante nueve meses España fue gobernada por Lerroux, presidente de un Gobierno en minoría, compuesto mayoritariamente por radicales, pero con el apoyo parlamentario de la CEDA.
Bastantes sistemas políticos contemporáneos surgieron en medio de la incertidumbre, así que el fracaso de la República no era algo predeterminado. Podrían haberse producido varias evoluciones positivas: el centro podría haber ampliado su base o fortalecerla; la derecha moderada podría no haberse limitado a acatar la ley, pasando a apoyar directamente la democracia, y la izquierda moderada —incluso los socialistas— podría haberse tornado aún más moderada y democrática, aceptando la igualdad de derechos para todos. Por desgracia, nada de eso ocurrió: el centro no tardó en perder base y en debilitarse, la derecha moderada no se desplazó con decisión hacia el centro y la izquierda no hizo más que radicalizarse y volverse excluyente, insistiendo denodadamente en el carácter izquierdista de la República, en tanto que gran parte de los socialistas comenzaron a inclinarse por la revolución violenta.
La radicalización del socialismo español y de la UGT durante 1933 y 1934 desconcertó a los analistas, porque parecía ir en contra de la tendencia imperante en los demás partidos socialistas o socialdemócratas de Europa occidental, que se habían ido haciendo más moderados y pragmáticos, buscando soluciones más prácticas que revolucionarias. ¿Por qué los socialistas españoles eran distintos?
Los motivos de la radicalización eran viscerales. Los primeros indicios de que la coalición izquierdista originaria estaba perdiendo fuelle se apreciaron durante el verano de 1933. Después de su derrumbe vino la derrota electoral. Para los socialistas españoles, lo primordial no era ni la democracia ni la revolución, sino pura y simplemente el poder. La gran expansión de su movimiento y la participación en una coalición de gobierno los habían acercado por primera vez a un poder que, de una u otra manera, tenían intención de conservar.
El programa de los socialistas españoles se basaba en una concepción de la sociedad española que hacía hincapié en la corrupción y debilidad de una burguesía avariciosa que tenía ante sí a una mayoría de trabajadores pobres y explotados. Sin embargo, la realidad era más compleja. En esa época, 1933-1934, se llegó al fondo de la depresión económica, pero en una economía como la española, no del todo abierta al comercio internacional, los efectos fueron en proporción menos graves que en otros países. El desempleo urbano registrado nunca alcanzó el 9 por ciento, siendo muy inferior al de muchos otros países, aunque sí había mucho subempleo y, en ocasiones, el paro rural era muy elevado. Teniendo en cuenta la productividad de la economía española, los militantes de los sindicatos gremiales socialistas ganaban sueldos dignos. La peor situación era la de los jornaleros sin tierra del Sur, pero sus penurias eran estructurales y solo podía superarlas el desarrollo económico, no la redistribución de recursos.
Por otra parte, los socialistas adolecían de un análisis deficiente de las clases medias, un estrato más amplio de lo que ellos creían. Si se tenía en cuenta a todos los pequeños agricultores propietarios de explotaciones familiares, el número de obreros resultante en el conjunto de la sociedad española era menor del que calculaban los socialistas y más problemático el resultado de una confrontación violenta.
Se observó un giro hacia la violencia durante la campaña electoral de 1933, cuando los socialistas fueron responsables de gran parte de los incidentes, que produjeron veintiocho muertos. En su punto de mira aparecían especialmente los militantes de la nueva organización fascista Falange Española y los de la CEDA. Pero no todos los líderes socialistas eran partidarios de las tácticas violentas. Entre ellos, el principal estudioso del marxismo, el profesor de filosofía Julián Besteiro (presidente del Comité Ejecutivo de la UGT), que se opuso abiertamente a la violencia revolucionaria. Besteiro advirtió de que España no era Rusia, que en realidad una revolución armada precisaría de una mayor violencia que la utilizada por los bolcheviques en la Rusia absolutamente fragmentada de 1917 y que probablemente fracasara. También advirtió de que la «dictadura del proletariado» a la que aspiraban los revolucionarios rusos era un concepto superado en el mundo democrático occidental.
No obstante, en enero de 1934, Largo Caballero, ya por entonces líder de los revolucionarios, sustituyó a Besteiro al frente de la UGT, que, junto a las Juventudes Socialistas, sería a partir de ese momento baluarte principal del radicalismo socialista. El Comité Revolucionario preparó un programa que abogaba por la nacionalización de la tierra, la disolución de todas las órdenes religiosas y también la del Ejército y la Guardia Civil. También pedía que un parlamento elegido democráticamente ratificara esos cambios, una vez que los revolucionarios hubieran tomado el poder. Así se ponía de relieve el carácter ilusorio y contradictorio de la práctica socialista, ya que no era realista esperar que unas Cortes democráticamente elegidas ratificaran una toma del poder por parte de los socialistas.
Según las instrucciones del comité, la insurrección debía tener «todos los caracteres de una guerra civil» y su triunfo descansaría «en la extensión que alcance y en la violencia con que se produzca»[3]. Un mapa de Madrid, que indicaba puntos neurálgicos, iba acompañado de listas de personas a las que habría que detener. El Comité Revolucionario tenía pensado recurrir a miles de milicianos voluntarios y, con la complicidad de parte de la policía, algunos de los insurrectos llevarían uniformes de la Guardia Civil. Seguirían planes contemplados en un manual que, escrito por el mariscal Mijaíl Tujachevski y otros oficiales del Ejército Rojo en 1928, se había publicado con el seudónimo de A. Neuberg y con el título La insurrección armada con el fin de dar directrices en el extranjero a las rebeliones auspiciadas por la Komintern.
El levantamiento de los socialistas españoles de 1934 fue la acción insurreccional mejor organizada y la que contó con mejor armamento de todas las registradas en Europa occidental y central durante el periodo de entreguerras. En contra de lo que señalarían con posterioridad sus defensores, ello no se debió a que se tratara de una reacción «defensiva» a la desesperada (como la de los socialistas austriacos en febrero de 1934, después de que se pusiera fin al régimen parlamentario en su país), sino una agresión cuidadosamente planificada que retóricamente llevaba gestándose más de un año y tácticamente nueve meses. Ninguna de las acciones insurreccionales ocurridas en Alemania después de la Primera Guerra Mundial, ni siquiera las organizadas por los comunistas, puso de manifiesto un grado de preparación equivalente.
Durante la generación anterior, y más que en ningún otro país occidental, autores y activistas políticos españoles habían utilizado la metáfora de la «guerra civil» para insistir en la necesidad de un cambio rápido y decisivo, aunque en la mayoría de los casos no pretendieran que se les tomara en serio. Sin embargo, cuando El Socialista proclamó el 25 de septiembre de 1934 que «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía. Bendita la guerra», estaba haciendo una llamada a la violencia.
Entretanto, entre abril y julio de 1934 Manuel Azaña y otros líderes republicanos de izquierda realizaron una serie de maniobras que insistían en el carácter hiperlegítimo de un Gobierno izquierdista. Por una parte, a pesar de la falta de apoyos parlamentarios, intentaban alentar u obligar al presidente Alcalá-Zamora a nombrar un Ejecutivo de coalición minoritario compuesto por la izquierda moderada, cuyo propósito habría sido convocar a la mayor brevedad posible nuevas elecciones.
Si Alcalá-Zamora no cedía, la alternativa era presionarle con una especie de pronunciamiento civil o una toma del poder pacífica. Parece que lo que Azaña tenía en mente a finales de junio era una entente entre los republicanos de izquierda, la Esquerra catalana y los socialistas. Así se podría haber instaurado un Gobierno alternativo en Barcelona, que, con el apoyo de una huelga general socialista, habría desatado una crisis de magnitud suficiente como para convencer al presidente de la República de que ese Gobierno debía asumir el poder. El proceso no habría sido del todo pacífico, porque una huelga general habría conllevado inevitablemente cierta violencia, pero no habría sido una insurrección armada. Azaña se dejó llevar por su propia retórica. El 1 de julio proclamó con grandilocuencia que «Cataluña es el único poder republicano que queda en pie en la península», una afirmación absurda y ajena a la realidad. Y añadió otra ridícula afirmación: que la situación del momento era igual a la registrada antes del derrumbe de la monarquía. Pero aún fue más allá, ya que, invocando el levantamiento militar violento republicano de diciembre de 1930, señaló que «Unas gotas de sangre generosa regaron el suelo de la República y la República fructificó. Antes que la República convertida en sayones del fascismo o del monarquismo… preferimos cualquier catástrofe, aunque nos toque perder»[4] (nada tenía que ver esta melodía con la que entonaría años después, una vez en marcha la catástrofe convocada por esa retórica). Sin embargo, en 1934 los designios de Azaña se revelaron inviables, porque los socialistas, con la vista puesta en la revolución, rechazaron la colaboración con la «burguesía», aunque fuera con los republicanos de izquierda.
Alcalá-Zamora se negó a permitir que la izquierda constituyera un Gobierno extraparlamentario, pero esta esperaba que él continuara con la fórmula del Ejecutivo centrista en minoría, dirigido por Lerroux y los radicales, negando para siempre a la CEDA cualquier oportunidad de participar en el mismo. Sin embargo, José María Gil Robles, líder de la coalición derechista, anunció antes de la apertura de las Cortes el 1 de octubre que su partido exigiría varias carteras en una coalición de gobierno con apoyo parlamentario mayoritario, lo cual otorgaría a la República su primer Ejecutivo normal y mayoritario en un año. Alcalá-Zamora solo podría haberse opuesto a esta exigencia convocando nuevas elecciones, algo que, según comprendió, estaba absolutamente injustificado.
La entrada de los tres cedistas en ese Gobierno de coalición centro-derechista dominado por Alejandro Lerroux y los radicales sirvió para justificar el levantamiento revolucionario propiciado por los socialistas, la llamada Alianza Obrera (una nueva formación revolucionaria constituida junto a otros grupos obreros menores) y la Esquerra catalana el 4 de octubre. La izquierda aducía que tanto Hitler como Mussolini habían tomado el poder legalmente, amparándose en una minoría de escaños para entrar en un Gobierno de coalición, analogía esta que giraba en torno a la estigmatización de la CEDA, a la que se tachaba de «fascista», aunque esa nueva formación católica, a pesar de algunos excesos retóricos de sus líderes, había respetado la legalidad. A diferencia de los socialistas, la CEDA se había abstenido de recurrir a la violencia y la acción directa, a pesar de que algunos de sus miembros habían sido asesinados por la izquierda. Como señaló irónicamente el veterano socialista Julián Besteiro, en ese momento el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) tenía más rasgos propios de una organización fascista que la CEDA. La inminente insurrección también daría por hecho algo dudoso, que a España —o por lo menos a la izquierda— le beneficiaría prescindir del régimen parlamentario.
Aunque al levantamiento, acompañado por una frustrada revuelta del recién creado Gobierno autónomo catalán, estalló en quince de las cincuenta provincias españolas, solo triunfó en el Norte, en Asturias, donde los revolucionarios ocuparon toda la cuenca minera y también gran parte de Oviedo. Se tuvieron que enviar destacamentos militares desde el Protectorado marroquí, registrándose combates durante dos meses hasta que la revuelta fue finalmente sofocada. Los revolucionarios cometieron numerosas atrocidades, llegando a asesinar quizá a 100 eclesiásticos y civiles, llevando a cabo generalizados actos de destrucción e incendios provocados, y llevándose por lo menos un botín de 15 millones de pesetas de los bancos, que en su mayoría nunca se recuperó. Para acabar con la insurrección, el Ejército realizó varias ejecuciones sumarias, cuyo número se cifra entre 19 y varias veces esa cifra. En total, hubo casi 1.500 muertos, la mayoría revolucionarios. Otras 15.000 personas fueron detenidas y durante las semanas posteriores al levantamiento se maltrató a los prisioneros, aunque sin llegar a los niveles masivos posteriormente señalados por la propaganda izquierdista.