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Aunque transcurre más de un siglo entre 1337 y 1453, la expresión Guerra de los Cien Años pone de manifiesto la extraordinaria duración del conflicto entre Francia e Inglaterra, y la complejidad de sus hostilidades. El autor ofrece un auténtico libro-guion sobre la raíz y desarrollo de esa guerra, que ayudará a entender el final de la Edad Media europea. Nueve ediciones y más de cincuenta mil ejemplares vendidos hablan de su amplia aceptación entre los lectores de historia.
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Veröffentlichungsjahr: 2014
PHILIPPE CONTAMINE
LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
Título original:La guerre de Cent Ans
© 1968 y 2010 by Presses Universitaires de France. París.
© 2014 de la versión española, realizada por MIGUEL MARTÍN sobre la 9.ª ed. francesa puesta al día, by EDICIONES RIALP, S.A. Alcalá 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com)
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4444-8
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ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN
1. LOS ORÍGENES
La querella de Guyena
El problema dinástico
Inglaterra
Francia
2. LOS ÉXITOS DE EDUARDO III (1338-1360)
Las primeras campañas
La guerra de sucesión de Bretaña
Crécy y Calais
Juan el Bueno: los comienzos del reinado
Étienne Marcel, los navarros, los Jacques
La paz
3. LA REANUDACIÓN DE LA GUERRA Y LA RECONQUISTA (1360-1389)
La aplicación del tratado de paz
La ruptura
La reconquista
El relevo de generaciones: Ricardo II y Carlos VI
4. EL TIEMPO DE LAS LARGAS TREGUAS (1389-1411)
La paz frustrada (1389-1403)
De la guerra civil a la intervención inglesa: 1404-1411
5. LA EMPRESA DE LANCASTER (1411-1435)
El tratado de Troyes y la unión de las dos coronas
Juana de Arco
La paz de Arras
6. EL FINAL DEL CONFLICTO (1435-1453)
De la paz de Arras a las treguas de Tours
La conquista de Normandía y Guyena
CONCLUSIÓN CARACTERES Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS
FUENTES
BIBLIOGRAFÍA
INTRODUCCIÓN
La expresión «guerra de los Cien Años» es una creación de los historiadores más bien reciente. No aparece antes del s. XIX, cuando se introduce en Francia con fines pedagógicos en libros de texto. Poco a poco fue encontrando su sitio en la historiografía inglesa y francesa, y ya es de uso corriente a partir de mediados de siglo[1].
Pero no había pasado inadvertida, tiempo atrás, la duración excepcional del conflicto: en 1744, el presidente Hénault databa en 1336 «el comienzo de la guerra entre Francia e Inglaterra, que duró en varias etapas más de cien años». Quizá repetía una observación que hizo, a principios del s. XVI, J. Meyer en sus Commentaria sive Annales Rerum Flandicarum: «La guerra inglesa… fue la más larga de todas y la más cruel; con sus intervalos, superó los cien años». Pero incluso los contemporáneos vieron esta guerra como un único y duradero enfrentamiento. A finales del s. XIV —pues parece que estos versos son de 1389—, Eustache Deschamps escribió:
«Las! Qui verrait puis cinquante-deux ans
Le peuple mort, la grande occision
Des chevaliers, des femmes, des enfants!»[2]
Cuando se reanudaron las hostilidades, en 1415, las actas de la cancillería de Carlos VI calificaron a los ingleses como «antiguos enemigos y adversarios»[3]. En 1436, Hughes de Lannoy, para explicar la situación del momento a su señor, el duque de Borgoña Felipe el Bueno, se remonta al tiempo «de las guerras entre el rey de Francia y el rey de Inglaterra por la corona de Francia». Una cierta memoria social sobrevivió al paso de las generaciones, no solo entre los dirigentes, influidos por toda una tradición escrita, sino también en la conciencia popular. En esta medida, pese a las apariencias, la guerra de los Cien Años no es solo la creación a posteriori de historiadores modernos que manipulan el pasado para responder a las exigencias de la Periodisierung (periodificación de la historia).
Las páginas que siguen no pretenden evocar, en sus múltiples aspectos, la historia de Francia y la de Inglaterra dentro de los límites cronológicos que suelen atribuirse a la guerra de los Cien Años: 1337-1453; sino presentar las causas del conflicto, su carácter, su desarrollo, sus consecuencias y situarlo en la historia general, incomparablemente más rica y compleja, de los dos países.
[1]Encontramos por primera vez el término «guerra de los Cien Años» en el Tableau chronologique de L’Histoire du Moyen Âge, de C. Desmichels, París 1823, p. 130. La misma expresión repite M. Boreau en su libro de texto Histoire de la France, París 1839, t.II, p. 9. El primer libro titulado La Guerre de Cent Ans es el de Th. Bachelet, Rouen 1852. Cuando Jean de Serres, en su Inventaire général de l’Histoire de France (París 1600, t.II, p. 303-304), alaba a Carlos VII por haber «alcanzado la paz civil, después de la guerra intestina de cien años», parece referirse a las luchas dentro del reino más que a la guerra franco-inglesa.
[2] «¡Ay, qué vemos después de cincuenta y dos años. El pueblo muerto, una gran matanza de caballeros, mujeres y niños!»
[3]Ph. Contamine, «Les Anglais, “anciens et mortels ennemis” des rois de France, de leur royaume et des Français pendant la guerre de Cent Ans», en Revista de História das Ideias, 30 (2009), p. 201-218.
1. LOS ORÍGENES
Al comenzar la guerra de los Cien Años, tras el eclipse del Imperio romano germánico, los reinos de Francia e Inglaterra se consideraban los dos Estados más poderosos del Occidente cristiano. Pero el matrimonio de Enrique II, primer soberano Plantagenet, con Leonor de Aquitania tuvo como resultado que los reyes de Inglaterra, sus sucesores, se convirtiesen al mismo tiempo en duques de Aquitania o Guyena. En otro tiempo, sus posesiones habían sido más extensas, pero el primero de los grandes reyes Capetos, Felipe Augusto, les había conquistado la mayor parte. Sin embargo, los vencidos no habían renunciado a las provincias perdidas, y los vencedores esperaban expulsar un día del reino a sus adversarios. Para conseguir una paz duradera, reconocida por ambas partes, san Luis, cedió en el tratado de París de 1259 algunos territorios a Enrique III de Inglaterra, le reconoció la posesión de la Guyena, pero exigió a cambio que este principado se convirtiese en un feudo, y que su poseedor prestase vasallaje al rey de Francia.
La querella de Guyena
Durante los siguientes ochenta años, el tratado de París fue el instrumento diplomático fundamental al que se referían los agentes del vasallo y el señor cuando surgían conflictos. No obstante, los reyes de Inglaterra acabaron por querer transformar su feudo continental en dominio propio, libre e independiente; por el contrario, los reyes de Francia intentaban multiplicar allí sus intervenciones, ejerciendo sus derechos feudales y su soberanía. En 1294, Felipe IV el Hermoso confiscó y ocupó Guyena, pero no quiso conservar su conquista y la devolvió a Eduardo I de Inglaterra en 1297. En 1323, su hijo, Carlos IV, autorizó la instalación de una plaza fuerte o bastide en Saint-Sardos, y el senescal inglés de Guyena juzgó que abusaba de sus derechos e hizo quemar la nueva construcción. Carlos IV replicó decretando una segunda confiscación de Guyena, y con el añadido de Ponthieu, pequeño feudo del norte de Francia, que poseían los reyes de Inglaterra desde principios del s. XIV. En 1327, se llegó a un acuerdo entre los dos soberanos, según el cual el rey de Francia debía renunciar a sus anexiones. Al año siguiente moría Carlos IV, y su sucesor, Felipe VI de Valois, obtuvo con algunas dificultades el vasallaje de Eduardo III por Guyena. A pesar de estos compromisos, la monarquía francesa conservó el Agenais y el Bazadais: en adelante, Guyena se reducía a una estrecha franja de tierra, a lo largo del Atlántico, que comprendía Saintonge, Burdeos y el Bordelais, la diócesis de Dax y Bayona. Con todo, la región estaba bien poblada y era rica, en estrecha relación con Inglaterra por el comercio de vinos; en los mejores años, salían de Burdeos una o dos flotas cargadas con 800.000 hl de vino, y quizá un tercio se consumía al otro lado del Canal de la Mancha. En cuanto a los gascones, se acomodaban bien en conjunto a la dominación inglesa.
Eduardo III no admitió las últimas usurpaciones que había sufrido su ducado: en 1330, una convención con Felipe VI previó negociar sobre el asunto. Se sucedieron las comisiones de investigación, sin resultado. En 1336, el impasse era total. Al menos, el rey de Inglaterra había tenido tiempo de preparar la defensa de Guyena, cuya invasión juzgaba inminente.
Este pequeño territorio, tenía menos de 400.000 habitantes, y no superaba en superficie la extensión de dos departamentos franceses actuales, pero fue la causa primera, en apariencia mediocre, de un conflicto interminable, ruinoso, dramático. Técnicamente, la querella de Guyena era de tipo feudal, pero escondía un problema más grave: al transformarse y desarrollarse progresivamente la noción de Estado, las relaciones entre el rey de Francia y sus vasallos habían cambiado; estos debían soportar una tutela cada vez más estrecha. Si esta evolución resultaba ya insoportable para los más importantes de ellos, a fortiori más aún lo era para el duque de Guyena, rey de Inglaterra. Además, el rey de Francia tendía a enfocar los desacuerdos con su adversario, cualesquiera que fuesen, como litigios entre un vasallo y su señor, y ahí necesariamente se consideraba el único juez. El soberano inglés veía así reducida su libertad de acción: no podía, por ejemplo, aliarse con los enemigos del rey de Francia sin hacerse culpable, como duque de Guyena, de felonía contra su señor. En buena lógica, necesitaba conseguir la independencia total de su principado, y como el tratado de 1259 se lo prohibía formalmente, declararía usurpador a Felipe VI de Valois y reivindicaría en su lugar la corona de Francia.
El problema dinástico le ofreció la ocasión[1].
El problema dinástico
Durante más de trescientos años, desde finales del siglo X hasta comienzos del XIV, la suerte quiso que cada rey de Francia tuviese al morir un hijo varón dispuesto a sucederle. La regla de la herencia masculina se cumplió, una generación tras otra, no por obra del derecho sino de los hechos. No obstante, el reino se consideraba un bien como cualquier otro, transmisible también a una hija. Solo había dos poderes que tenían que ser para varones, y los dos eran electivos: el Imperio y el Papado.
Pero en 1316, Luis X, que había sucedido dos años antes a su padre Felipe el Hermoso, murió sin dejar heredero varón. La corona tendría que ser para su hija Juana; pero su mujer estaba encinta; si tenía un hijo, se convertiría en rey. En la espera, se necesitaba una regencia. La ocupó el mayor de los hermanos de Luis X. La reina tuvo un hijo, Juan, que murió al cabo de cinco días. El regente acalló a los partidarios de Juana y se convirtió en rey con el nombre de Felipe V. Para consolidar su poder, convocó una asamblea de prelados, barones, burgueses y doctores de la Universidad de París que aprobaron su conducta y declararon que las mujeres no podían heredar el reino de Francia.
En 1322, Felipe V murió dejando también solo hijas. Al punto, su último hermano, Carlos IV, se apoderó de la corona. Esta vez no protestó nadie. A su muerte, en 1328, tampoco dejó heredero varón, pero su mujer estaba encinta. Era la misma situación de doce años antes: había que recurrir a la regencia. Los tres candidatos posibles eran: Felipe de Évreux, nieto de Felipe III, primo hermano de los tres últimos reyes y marido de Juana, hija de Luis X; Eduardo III, rey de Inglaterra desde hacía unos meses, nieto de Felipe IV por su madre Isabel; y por último Felipe de Valois, nieto de Felipe III y también primo hermano de los tres últimos reyes. El primero, hijo de un segundón, carecía de personalidad y ambición; el segundo, muy joven, vivía en otro país y sobre todo parecía sometido a la tutela de una madre, de la que los barones franceses no apreciaban ni sus costumbres ni su carácter. Ganó Felipe de Valois, en parte por el recuerdo que dejó su padre, Carlos, que hasta su muerte, en 1325, había estado en primer plano de la política de los Capetos.
La viuda de Carlos IV tuvo una hija, y Felipe no encontró dificultades para convertir su regencia en reinado. En todo el asunto, no se mencionó la pretendida ley sálica: no se convirtió en un argumento hasta mucho más tarde, bajo Carlos VI. Solo se tuvo en cuenta el precedente de 1316, la relativa experiencia del rey —ya tenía 35 años—, que los Grandes le conocían mejor que a sus competidores y, por último, lo que podríamos llamar, no sin cierto anacronismo, su nacionalidad: como dice un cronista inglés de la época, «Felipe de Valois fue coronado porque había nacido en el reino»[2] (Cuadro I).
Pero ya antes de la coronación de Felipe VI en Reims, Eduardo III había enviado una embajada a Francia, encargada de exponer sus derechos a la corona. Según él, aunque su madre no recibiera personalmente la herencia de Felipe el Hermoso, sí podía legítimamente transmitírsela. Su tesis, que no carecía de algún fundamento, pudo convencer a algunos doctores en derecho civil o canónico, pero se trataba por entonces de un manifiesto bastante platónico y, por el vasallaje prestado en 1329 por Guyena, Eduardo III reconoció expresamente al nuevo soberano.
Cuadro I
La sucesión del reino de Francia
(Las fechas entre paréntesis corresponden al nacimiento de los personajes citados)
Cuadro II
La sucesión de Bretaña