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Hélène Carrère d'Encausse ofrece aquí una deslumbrante lección de historia. Gracias a su pasión por el saber y su tenacidad, esta niña sin patria y nacida en la pobreza se convirtió en la primera mujer elegida como secretaria permanente de la Academia Francesa. Su conversación inacabada con Rochebin ayuda a comprender Rusia, la guerra que se reaviva por todas partes y el futuro de Occidente, amenazado por China y por las nuevas potencias. La guerra es la regla, y la paz, la excepción. Pero no hay que ceder ante el destino, aunque este parezca mostrarse en nuestra contra. La autora invita así a confar en una civilización que prevalecerá sobre el fanatismo, y explica sus motivos.
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Seitenzahl: 77
Veröffentlichungsjahr: 2024
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DARIUS ROCHEBIN
LA GUERRA Y LA GRACIA
Conversación inacabada con Hélène Carrère d’Encausse
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: La guerre ou la grâce. Conversation inacherée avec Helène Carrère d’Encousse
© 2024 Librairie Arthème Fayard
© 2024 de la versión española realizada por Miguel Martín
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6855-0
ISBN (edición digital): 978-84-321-6856-7
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6857-4
ISNI: 0000 0001 0725 313X
Preámbulo
Conversación
Biografía y obras de Hélène Carrère d’Encausse
Biografía y obras de Darius Rochebin
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Comenzar a leer
Nacemos bárbaros, pero rescatamos
nuestra naturaleza animal por la cultura.
La cultura hace del ser humano una persona.
Baltasar Gracián
Me gusta la persona que ríe cuando combate.
Winston Churchill
Me gustó Hélène Carrère d’Encausse. Su conversación era libre como la juventud, cuando por la tarde, después de las clases, cuesta despedirse en las escaleras del colegio. La conversación se prolonga hasta el crepúsculo. Ojalá durase para siempre.
El encanto seguirá, espero, con la lectura de estas entrevistas. La muerte las interrumpió, pero no las ha ensombrecido. Hélène Carrère d’Encausse reía mucho y no lloraba jamás, al menos eso afirmaba ella.
A los impudores, ella oponía la contención clásica: Fedra dice más de eso que todo el psicoanálisis. Por lo demás, si había que abreviar o rechazar una tristeza, recurría a la invariable fórmula: «Eso es muy divertido».
¿Lo ha pasado bien? Seguramente. A fuerza de trabajo y tenacidad. Nacida en la pobreza, sin patria, sin apoyo, Hélène Zurabichvili supo que la cultura sería su salvación. Encontró allí mucho más que un medio de vida. Una gracia hacía su efecto: «Yo tenía la impresión de estar iluminada por dentro».
Antaño, en el exilio ruso de París, entre los grandes señores convertidos en obreros de Renault o taxistas, una princesa había capturado sus miradas de niña: «No me cansaba de observarla. Esta mujer lo había tenido todo y no tenía ya nada. Tenía que fabricar accesorios de automóvil para pagarse el alquiler. Pero mientras cumplía con su ingrata tarea, murmuraba los poemas franceses que conocía a cientos. Y era feliz».
La lección venía de su madre, salida de la aristocracia de corte, políglota y cultivada, decepcionada por la revolución bolchevique. De su anterior grandeza, no había conservado más que cajas de madera, llenas de las obras de los mejores autores. Estaba escrito que Hélène no tendría más que los libros y el estudio como único patrimonio. Quedaba hacerlo fructificar: «He salido de ahí. No es cuestión de lamentarme. Había que construir una vida. Lo he hecho. El día de mi elección a la Academia francesa, había superado la cuesta».
Justo antes de morir, para anotar nuestras entrevistas, la académica se había provisto de cuadernos nuevos, según su estudiosa costumbre. Los comienzos de curso habían sido siempre para ella una alegría, una vez superada la vejación del pasar lista a los alumnos, cuando los profesores se atascaban en su apellido extranjero. Qué felicidad, luego, de poder recitar «Nuestros ancestros los galos»: ella que no tenía ni gota de sangre francesa.
«En primer lugar, soy patriota —le gustaba decir—; en segundo, europea; y tercero, cosmopolita». Considera su nacionalización como un segundo bautismo. Desde su mayoría de edad, la estudiante apátrida corre a presentarse ante el oficial de estado civil. Ha memorizado piadosamente la Constitución completa y La Marsellesa, que se dispone a cantar con la mano sobre el corazón. Su entusiasmo es defraudado: basta rellenar un formulario. No importa. ¡Ya es francesa por fin! Francesa como Victor Hugo, al que pone en lo más alto. Como de Gaulle, del que hará más tarde un modelo de política extranjera. Como Jeanne d’Arc, el objeto de sus ingenuas admiraciones infantiles.
¡Qué camino recorrido, entre el cuchitril de los Zurabichvili, inmgirantes sin blanca, apretados en veinticuatro metros cuadrados, y el patio de los Inválidos, donde el presidente de la República pronunciará su homenaje fúnebre nacional, ante las autoridades, bajo la mirada de la estatua de Napoleón! Es verdad que las instituciones debían a Hélène Carrère d’Encausse un mutuo reconocimiento. ¡Cuántas horas dedicadas a las sesiones solemnes, a las ceremonias, a las entregas de condecoraciones, a los comités de premios literarios!
Siempre activa, siempre exacta en sus deberes, como una soberana en su palacio del Quai Conti, guardaba, sin embargo, bajo los aires de la extrema conveniencia, una ironía feroz y subversiva. Cuando no se ha sido nada, la nada permanece en lo profundo de sí. De ahí, una íntima e íntegra libertad de espíritu. Ella me citaba un día, de memoria, el programa de Saint-Simon al comienzo de sus Memorias: «Todo amor propio, toda inclinación, toda aversión y toda especie de interés debe desaparecer ante la más pequeña y la menos importante verdad, que es el alma y la justificación de toda historia».
El punto de vista exterior os libera de las ideas simples, testigos el Huron de Voltaire o el Persa de Montesquieu. Para Hélène Carrère d’Encausse, eso fue Rusia. Dos lenguas maternas y dos culturas le enseñaron a dudar al mismo tiempo que a pensar. ¿Quién venció a Bonaparte en 1812 en la campaña de Rusia? ¿El invierno, como se le enseñaba en París? ¿O el genio de Kutuzov, según la historia escrita en Moscú?
Hélène Carrère d’Encausse practicaba la objetividad hasta la provocación. Se la leerá en las páginas que siguen, cuando describe el progresivo eclipse de Occidente, nuestras indignaciones escogidas, nuestros compromisos respecto al comunismo y el fascismo. Allí donde tantos otros confunden sus deseos con sus previsiones, la historiadora quería ver el peligro con los ojos abiertos.
Europea en todas sus fibras, no era por eso menos escéptica sobre nuestra potencia futura. Al considerar un mapa de geografía, Europa puede parecer reducirse a «un pequeño cabo del continente asiático». Entonces la democracia, aparecida en la risueña y liberal Atenas, hace veinticinco siglos, tocaría a su fin o se desvanecería en una lenta decadencia. Europa poseyó el imperio del mundo: a menudo, el conquistador acaba conquistado por su conquista. ¿La ponía eso melancólica? «Nunca. Yo pienso como quiero. No se imagina la cantidad de gente a la que eso la hace enfadarse», sonreía, con un brillo de júbilo salvaje en los ojos.
Libertad no es cinismo. Alumna aventajada de la escuela republicana, creía en las promesas del mérito y del saber. ¿Concedía mucha fe a eso? Esta hija de las Luces, que presumía de una caridad cristiana y tolerante, ¿podía entender las pasiones y los afanes de la época? Quizá le faltase un nosequé necesario para comprender plenamente los furores que producen tantas víctimas, pero también tantos adeptos: el odio de raza o de clase, los vértigos de la rabia y de la sangre.
Ella no se defendía. Incapaz del exceso, aun con buena intención, desconfiaba de «la inmoderación respecto al bien mismo», a la manera de Montaigne, burlándose a gusto de los que dan lecciones y de los biempensantes de profesión. En las horas más duras de la Guerra Fría, ella había escapado de las parcialidades, ganándose por eso la cólera de los dos campos. En la izquierda, los comunistas la ponían entre los reaccionarios; en la derecha, a los ojos de los cruzados del «mundo libre», su imparcialidad se consideraba un compromiso con la parte contraria.
¿Por esa razón, desconfiaba de las intenciones rusas antes del asalto contra Ucrania? El evento confirmaba, sin embargo, su convicción de «pacifista contrariada». La violencia es la regla, la paz la excepción. La desaparición de su propio padre, asesinado en la Liberación, le había dejado una marca.
Ella volvía a la Ilíada y a ese verso famoso que le encantaba. Antes de ir al combate y a la muerte. Héctor aprieta en sus brazos a su hijo Astianacte. En ese instante, el corazón del guerrero se parte: ha visto, en el rostro de su mujer Andrómaca, una sonrisa en lágrimas.
Esa sonrisa bañada de lágrimas nos ha hecho evocar a los ausentes. Hemos hablado de nuestros padres desaparecidos, de la comunión entre los muertos y los vivos, en la que ella creía, y de la necesidad de tenerla en cuenta. Luego la conversación siguió sobre Homero, y sobre la guerra que nunca tiene fin.
En la última cita, en su puerta, en el momento de despedirnos, ella se dio cuenta de que yo bajaba la escalera en la oscuridad. No veía el reloj. «Cuidado con la oscuridad —dijo ella—. No es el momento de caerse: tenemos todavía mucho que hacer».
Darius Rochebin – Hélène Carrère d’Encausse, vamos a hablar de usted, de Rusia y de la guerra. ¿Por dónde comenzar?
Hélène Carrère d’Encausse – Le dejaré que lleve usted la danza.
d. r.