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«Eminente músico estadounidense, John Mauceri es un profundo observador y pensador; explora con brillantez el reñido territorio de la música clásica del siglo XX, y aporta una nueva dimensión a nuestro entendimiento de las políticas de la música y del repertorio musical». Larry Wolff Esta ambiciosa obra es una revisión fundamental de la música clásica compuesta en el siglo XX. Su autor afirma que fueron las tres grandes guerras que tuvieron lugar en él las que conformaron su historia. Desde esta perspectiva, Mauceri indaga en los motivos por los que se han añadido tan escasas obras al canon musical desde 1930, examinando las diferentes trayectorias de los grandes compositores que, tras la Primera Guerra Mundial, desarrollaron una voz tan única como versátil, pero con una vocación más popular. Asimismo, defiende que el destino de los compositores durante la Segunda Guerra Mundial estuvo inextricablemente unido a los propósitos políticos de sus respectivos gobiernos. Ello derivó en acontecimientos tan significativos como la desaparición de la música experimental en Alemania, Italia y Rusia; el éxodo de numerosos compositores a Estados Unidos y la repentina recuperación de la música experimental —lo que Mauceri llama «la vanguardia institucional»—, entendida como la lengua franca de la música clásica occidental durante la Guerra Fría. La guerra y la música es un análisis novedoso y certero, realizado por un destacado musicólogo y director de orquesta, que señala, en definitiva, cómo los criterios estéticos contribuyeron a enmascarar los fines políticos de los países involucrados en las grandes guerras que sacudieron el siglo XX. «La gran virtud de La guerra y la música de John Mauceri es su capacidad para reconocer aquello que tantos escritores saben sobre el tema pero no pueden decir: que algo terrible sucedió en la música del siglo XX y en especial después de 1945… Un libro convincente, escrito con gran fluidez».Barton Swain, Wall Street Journal «Un argumento poderoso, decisivo y sólidamente armado para reexaminar toda la gran música del siglo pasado, buena parte de ella escrita en circunstancias extraordinarias, y valorar los motivos por los que necesitamos volver atrás y escuchar».Jon Burlingame «Dos guerras mundiales cambiaron el curso de la música en el siglo XX. Trazando la influencia maligna de la política desde Hitler a Stalin, Mauceri muestra cómo la música se convirtió en armamento al servicio de la ideología. Los compositores refugiados perdieron su lugar en la corriente principal y Mauceri defiende la revisión de aquellos que se vieron olvidados y desestimados». Richard Fairman, Financial Times «Esta brillante obra de Mauceri, La guerra y la música, comienza con una pregunta: "¿Por qué no interpretamos la música que Hitler prohibió?", y acto seguido levanta el telón para responderla hasta el más escalofriante detalle». Robert Thompson
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Seitenzahl: 485
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Edición en formato digital: febrero de 2024
Título original: The War on Music. Reclaiming the Twentieth Century
En cubierta: Composición de dos imágenes de dominio público © Rawpixel, diseño de Saragnzalez / Freepik
© John Mauceri, 2022
© De la traducción, Lorenzo Luengo
La traducción del epígrafe extraído de Moby Dick, de Herman Melville, es de José María Valverde, Planeta, Barcelona, 1987
© Ediciones Siruela, S. A., 2024
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10183-02-5
Conversión a formato digital: María Belloso
Introducción
1. Vista a treinta mil pies
2. Brahms y Wagner. El crepúsculo de dos dioses
3. Stravinski y Schönberg. Oberturas a la Gran Guerra
4. La atracción del caos
5. Hitler, Wagner y el veneno que viene del interior
6. Stalin y Mussolini hacen música
7. El milagro de un segundo éxodo
8. Una nueva guerra, una vieja vanguardia
9. Una guerra fría define la música contemporánea
10. Crear la historia, borrar la historia
11. De guerras y pérdidas
12. Termina un siglo
Apéndice: un diario personal
Notas
Agradecimientos
Para Michael Haas,
que (en 1990) preguntó:
«John, ¿por qué, después de medio siglo, no
tocamos la música que Hitler prohibió?».
Aquí, espero, está la respuesta
«Aunque no sé decir por qué razón precisa esos directores de escena que son los Hados me eligieron para tan mezquino papel en una expedición ballenera, mientras que a otros los reservaban para esplendorosos papeles en elevadas tragedias, o para breves y fáciles papeles en comedias elegantes, o para papeles divertidos en farsas; aunque no sé decir por qué precisamente fue así, sin embargo, ahora que evoco todas las circunstancias creo que puedo penetrar un poco en los resortes y motivos que, al presentárseme astutamente bajo diversos disfraces, me indujeron a disponerme a representar el papel que he hecho, además de lisonjearme con la ilusión de que era una elección resultante de mi propio y recto libre albedrío y de mi juicio discriminativo».
HERMAN MELVILLE, Moby Dick
«Cincuenta años es tiempo más que suficiente para cambiar un mundo y a sus gentes más allá de todo reconocimiento. Lo único que se necesita para la tarea es un profundo conocimiento de la ingeniería social, no perder de vista la meta que se persigue, y poder».
ARTHUR C. CLARKE, El fin de la infancia
En los primeros meses de la tercera década del siglo XXI, Washington D. C. publicó un decreto ley que recibió el nombre de «Hagamos que los edificios federales sean bellos otra vez». Se trataba de una ordenanza para que los nuevos edificios federales de Estados Unidos adoptaran en su diseño el estilo clásico de la arquitectura de los templos romanos, que habría de convertirse en el «estilo por defecto». Como era de esperar, esto escandalizó a muchos y desató una falsa contienda entre los conservadores americanos (los republicanos y el presidente Donald Trump) y los liberales (los demócratas y los sedicentes progresistas). Y, también como era de esperar, el 24 de febrero de 2021 —apenas cinco semanas después de su investidura— el presidente demócrata Joe Biden revocó la orden. La belleza era lo que justificaba el decreto de la administración Trump. Consistencia y referencia eran los medios para conseguir ese fin.
Todo esto rememoraba uno de los períodos del arte y de la música más polémicos, irónicos y peor entendidos: la desnazificación de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el apoyo oficial de la entonces administración republicana a un estilo artístico muy diferente —la vanguardia—, al que ponía como fundamental ejemplo de una libertad expresiva en el arte y la música, oponiéndose así a la postura oficial de rechazo a la vanguardia que los soviéticos habían resuelto adoptar. Los soviéticos defendían las artes visuales figurativas —una manzana pintada debía parecer una manzana— y la música que continuaba una larga tradición tonal: una música rebosante de tensión, conflicto y desafío, pero que concluía inevitablemente con la victoria y la elevación del espíritu. El rasgo más importante de la música soviética era que tenía que resultar comprensible al público. Y, del mismo modo en que los regímenes de Mussolini y Hitler defendían un concepto de arte y de belleza que negaba la experimentación, el Ejército americano consideraba que cualquier compositor que hubiera escrito música atonal durante la guerra ni era un nazi ni un fascista, y solo por ese motivo se le concedía un salvoconducto. Dicha política tuvo una consecuencia inesperada, y es que aquellos músicos que habían compuesto obras clásicas de «no-vanguardia» (si tal expresión es admisible), ya fueran sinfonías, óperas o música de cámara, estaban obligados a demostrar que no habían sido ni nazis ni fascistas.
La Guerra Fría se convirtió en un campo de batalla entre el punto de vista soviético, favorable a un tradicionalismo en constante evolución, y la acogida occidental a todo movimiento radicalmente nuevo, desafiante e iconoclasta que consideraba la belleza en la música algo tan inapropiado como banal. El concepto de lo «nuevo», sin embargo, se sostenía en las teorías derivadas del Manifiesto futurista de 1909. Qué importancia tenía que el público no recibiese con los brazos abiertos la nueva música, fuese en la década de 1910, la de 1960 o, ya puestos, la de 2020. Esto fue y sigue siendo una batalla de filosofías y políticas.
Quizá la música y el arte siempre hayan sido, hasta cierto punto, peones de la política: juguetes de los reyes y los papas. Al arzobispo de Salzburgo le gustaba la música de Mozart hasta que un día dejó de gustarle. El público siempre ha tenido su predilección por ciertas canciones y bailes, y cada rey las suyas, si bien había ocasiones en que ambas coincidían, como sucedió cuando el rey Jorge II encargó al popular compositor de Londres, Georg Friedrich Händel, la Música para los reales fuegos de artificio en 1749.
La arquitectura comparte con la música algunos aspectos, pero solo algunos. Una y otra se experimentan a lo largo del tiempo. Ambas son inherentemente estructurales, aunque las estructuras de la música son temporales y no visibles. Los edificios cambian con el tiempo por encontrarse expuestos a los elementos y verse sometidos a la erosión y, a veces, a la explosión. La música solo desaparece al silenciarla, cosa que, como veremos, puede ser el resultado de una acción directa o simplemente por una falta de interés general. Incluso los mayores logros arquitectónicos pueden sufrir cambios radicales, como esa gran catedral católica construida en el siglo VI y que se transformó un siglo después en una mezquita tras la destrucción de sus campanas y su altar, el enyesado de los mosaicos cristianos y la construcción en su exterior de unos minaretes. La catedral de Santa Sofía, en Estambul, fue reconvertida en museo secular en 1935, y en el año 2020 fue catalogada una vez más como mezquita, aunque potencialmente estará sometida a ulteriores cambios arquitectónicos. La música se encuentra en un sempiterno estado de transformación dado que su existencia depende de la repetición, y aun cuando esa repetición sea exacta gracias a las grabaciones, la percepción de una repetición exacta no siempre será la misma, dado que habrá de interpretarla una audiencia en constante evolución.
Lo que esperamos de un banco, una iglesia o una escuela es que su apariencia exterior nos indique lo que hay en el interior. Y para ello no se necesita ningún provocador decreto ley. Más bien es puro sentido común. Los edificios concebidos como referencias modernas de la antigua Roma «expresan» algo de nuestras expectativas colectivas. Tal y como veremos, la cultura europea, de la que emana buena parte de la cultura americana e internacional, está llena de «falsos templos romanos», por usar una frase de un editorial del New York Times.1
Muchos edificios gubernamentales de Washington D. C. son buenos ejemplos de esa monumentalidad romana, pero también lo son la Puerta de Brandeburgo de Berlín y el Arco del Triunfo de París. Ambos son falsos, en la medida en que no han sido construidos durante el gobierno de Julio César, pero expresan algo que la gente esperaba de la arquitectura en la época de su construcción, y hablamos de símbolos que son muy queridos, como también lo son la arquitectura radical de la Torre Eiffel, la Sagrada Familia de Gaudí en Barcelona y el Museo Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao. No es necesariamente una cuestión de confrontar lo conservador y lo moderno.
Cabría también señalar que buena parte de la arquitectura romana es a su vez falsa, dado que las columnas, por lo general, no eran necesarias para soportar la estructura desde que los romanos perfeccionaron el uso del cemento hacia el 200 a. C., pero seguían apegándose al «aspecto» de la arquitectura griega. Esas impresionantes columnas romanas no eran otra cosa que ornamentos. Todas las manifestaciones de lo que se ha dado en llamar «falsa arquitectura» ofrecía a la población un auténtico sentido fundacional de poder, estabilidad y victoria.
En 1984, el edificio AT&T de Philip Johnson —un rascacielos de treinta y siete plantas en Madison Avenue, Manhattan— fue rematado con un frontón sin funcionalidad alguna que recordaba a la parte superior del Partenón, lo que unía los logros de la arquitectura moderna con los principios clásicos de la antigüedad griega y romana. Por mucho que aquello consternase en su día, terminó por encarnar un rechazo a las rígidas doctrinas de la arquitectura moderna, que por su parte había repudiado todo ornamento y, podríamos decir, la historia. El rascacielos de Johnson no era ni un falso templo romano ni un edificio de estilo internacional que privilegiaba la escasez de adornos. El genio siempre trascenderá las doctrinas y los decretos ley.
Sin embargo, cuando lo que en otro tiempo fue una iglesia se convierte en una fábrica de cerveza o en una pizzería, como es el caso de la Church Brew Works de Pittsburgh, la mente y el espíritu se ven obligados a enfrentarse a algo «equivocado», lo que se añade a la sensación de estar participando de un acto herético comunal: ya tiene algo de osado ser moderno sin que uno tenga que verse además en la tesitura de entrar en alguno de los antiguos confesionarios llevando una cerveza y una porción de pizza. Y una sinfonía que arranca con un atronador acorde de mi bemol mayor plantea muy diferentes propuestas de otra que comience con un big bang: el familiar fortissimo (un amasijo de disonancias) con que arrancan tantas obras orquestales de la vanguardia del período de la Guerra Fría.
Independientemente de lo que las guías para la arquitectura nacional digan que es más apropiado para los nuevos edificios federales, los arquitectos y los ciudadanos mantendrán un intercambio, como siempre ha ocurrido, se celebrarán reuniones, se alcanzarán compromisos y se tomarán decisiones. El delicado equilibrio entre referencia y fotocopia nunca ha dejado de pender sobre el arte y la música. ¿Cabe entender la sencilla melodía que Brahms compuso para el último movimiento de su Primera sinfonía como un homenaje al célebre «Himno a la alegría» de Beethoven —el coro que cierra su Novena sinfonía—, o no pasa de ser una casualidad? (Brahms reconoció la semejanza con un escueto: «Cualquier asno podría darse cuenta»). El genio que puso Brahms en esa melodía consiguió dos cosas a la vez: su final no solo reconocía el monumental edificio creado por su apreciado predecesor; también reivindicaba que la sinfonía pidiese un coro y cuatro solistas vocales para expresar su narrativa musical.
Inevitablemente, oficializar cualquier cosa en el arte y la música funciona en ambos sentidos, como veremos. La orden «no pienses en un elefante» se traduce en una única cosa: un paquidermo con auténtico poder de permanencia. En el caso de la música clásica del último siglo, todavía vivimos las secuelas de sus dictados y de las batallas por la supremacía cultural que fueron parte de los arsenales de sus guerras mundiales.
Qué duda cabe de que para muchas personas del siglo XXI supondrá una sorpresa descubrir que la música clásica —o cualquier música, para el caso— se vio utilizada como un elemento estratégico en las grandes guerras libradas durante el pasado siglo. El colapso definitivo del valor político de la música en la arena política internacional se debe en parte a su alcance global para traspasar sin fricciones las fronteras de nuestro mundo tecnológicamente interconectado, aun cuando ese proceso no ha dejado de seguir su curso desde que la propia humanidad se ha desplazado de un lugar a otro.
Dicho esto, vivimos una época en la que no hay compositores de sinfonías vivos de los que Austria y Alemania puedan afirmar que representan su superioridad frente al resto del mundo. No hay compositores de ballet vivos a los que Rusia pueda señalar como representantes de su superioridad inherente frente a los Estados Unidos. Y si Italia tiene un grupo de compositores de ópera vivos que mantengan su legado como inventora de esa expresión artística, tales compositores nos son desconocidos… Siempre, claro, en el caso de que existan. La música clásica, como el marco alemán, el franco y la lira, es una moneda carente de curso.
Esto es así porque algo profundamente significativo le sucedió a la música en el siglo XX. No fue, simplemente, una cuestión estética o un cambio de gusto, y afectó a esos aspectos tan únicos de la música que la distinguen de todas las demás formas de arte.
La música tiene la capacidad de controlar el comportamiento, y aquellos que desearon conquistar el mundo trataron de aprovechar ese poder. La música es peligrosa porque posee una fuerza invisible que le permite representar emociones y crear afinidades colectivas. Hitler, Stalin y Mussolini se afanaban por controlar el comportamiento: de ahí que sintieran el imperativo de controlar la música. Además, el estilo musical se convirtió en un símbolo esencial de las naciones, de las filosofías políticas, y en una poderosa metáfora de la unidad cultural y racial… y del poder. Y, aunque le llevó más tiempo, también Estados Unidos aprendió a emplear ciertos tipos de música como una parte más de su armamento para conquistar a las naciones durante la última de las grandes guerras del siglo XX: la Guerra Fría.
Cuando los griegos describieron por primera vez la música, hace unos 2500 años, advirtieron el poder que esta tenía cuando se empleaba una cierta escala (o «modo) para incitar a la violencia, mientras que la música que se interpretaba en un modo diferente podía producir sosiego. En el siglo XVIII, la invención de Benjamin Franklin, la armónica de cristal —una serie de vidrios que rotaban en una cuba de agua operada por un pedal, y concebidos para vibrar al poner una mano en su borde—, fue prohibida en algunas regiones de Europa por causar enfermedades mentales. No es, pues, sorprendente que fuera este el instrumento que Gaetano Donizetti utilizó originalmente en la famosa escena de la locura de su ópera de 1835, Lucia di Lammermoor.En el siglo XXI, la música ha demostrado ser una eficaz herramienta terapéutica para combatir el síndrome de estrés postraumático. Como la radiación, que puede causar y curar el cáncer, la música no es algo que deba tomarse a la ligera.
Aristóteles (384-322 a. C.) opinaba que «la música debía ser utilizada para obtener numerosos beneficios, entre ellos el de relajar nuestras tensiones y brindarnos un descanso». No en vano, se dice que en la época de Confucio (551-479 a. C.) la música no se consideraba un arte. En realidad, formaba parte de la administración pública. Muchos han escrito durante siglos acerca de la música, para debatir lo que es, lo que ha sido, lo que debería ser, cómo funciona, cómo componer de manera apropiada, cómo se vincula a nuestro universo físico, qué representa o qué no representa, y por qué ejerce tan extraordinario poder.
Aquí subyace una cuestión fundamental (el asunto al que apunta este libro) acerca de lo que constituye «buena» música. Única entre las artes, la música es invisible. Es misteriosa y consigue, abierta o discretamente, afectarnos de maneras muy profundas, como sabían muy bien los misioneros jesuitas, Napoleón Bonaparte y Pete Seeger, o cualquier político de hoy día. Puede servir de aviso, puede hacernos sentir orgullo, puede provocar levantamientos o llevarnos a la guerra, puede hacernos felices, conducirnos a la lujuria, acercarnos a Dios y, en opinión de muchos, convertirnos en mejores seres humanos.
Dicho esto, ¿quién, después de todo, decide a qué llamamos buena música? A todos nos gustaría pensar que el buen arte es bueno porque lo es.Sin embargo, todos sabemos que las modas cambian y que aquello que un día recibió el aplauso general puede llevar mucho tiempo en el olvido. El compositor Johann Adolf Hasse (1699-1783), por ejemplo, fue considerado por el historiador de la música Charles Burney, «sin menoscabo para sus colegas […], superior a todos los demás compositores líricos».
Por otra parte, una valoración negativa también puede verse refutada con el paso del tiempo. Pensemos en el artista americano Jean-Michel Basquiat (1960-1988). «Lo tenía todo excepto talento», escribió el crítico de arte Hilton Kramer en un artículo de 1997 publicado en The Guardian.Que se lo digan al hombre que gastó 110 millones y medio de dólares por Untitled,de Basquiat, en 2017. Una exposición contemporánea dedicada a la obra de un artista puede cambiar la opinión que se tiene de su relevancia, puesto que permite que se la considere desde la perspectiva de un nuevo contexto y se la vuelva a juzgar. La opinión de los expertos, qué duda cabe, se puede ver superada por el tiempo…, e inevitablemente, también por el público.
Lo que nos devuelve a la música, y a su talón de Aquiles: si no se la escucha, no se la puede conocer.
Uno puede ir a un museo o asomar a una galería y decidir de inmediato no entrar después de un rápido vistazo a sus contenidos. Uno puede pasarse horas —de hecho, toda una vida— admirando una pintura amada y conversando con ella. Uno puede visitarla en un museo, verla reproducida en un libro, o incluso poseerla. Eso no es algo que se pueda hacer con la música. La música es una concesión del tiempo, y para juzgarla y vivirla se necesita tiempo: el suyo y el nuestro. No es posible rebobinar hasta la experiencia social que supone asistir a una interpretación en directo del Parsifal de Richard Wagner o de Turangalîla de Olivier Messiaen. Pero, como sucede con las ilustraciones que encontramos en los libros, la música solo puede vivirse parcialmente en una grabación, que no es sino una réplica auditiva que extrae lo que de poderoso e impredecible tiene una interpretación en directo. Cualquiera que haya estado ante una pintura de Picasso o Van Gogh, más que ante su reproducción en un libro, conoce la diferencia.
Sabiendo que las valoraciones estéticas fluctúan tan arbitrariamente como lo hacen, merece la pena observar qué sucedió con la música del pasado siglo, dado el impacto de la guerra mundial y el uso que se hizo de la música en esas contiendas. Cuando Arnold Schönberg se alistó en el Ejército austríaco durante la Primera Guerra Mundial, aceptó que su misión era aplastar la música francesa y a su célebre residente en París, Igor Stravinski, a quien llamaba despectivamente «el pequeño Moderninski». A más de seis mil kilómetros al oeste de la Viena de Schönberg, en 1917, mientras América se preparaba para entrar en la Gran Guerra, la Metropolitan Opera de Nueva York dejó de interpretar a Wagner porque se consideraba que su música expresaba el sentir de los austro-germanos, aun cuando el compositor había muerto en 1883. No era la última vez en que la música de Wagner iba a ser utilizada con propósitos políticos.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos envió a Europa a un grupo de artistas de jazz, la mayoría de los cuales eran afroamericanos, junto a la Orquesta Sinfónica de Boston, en representación de Estados Unidos y de su amplia vida cultural, para así rebatir la opinión sostenida por muchos intelectuales europeos y soviéticos de que los norteamericanos no tenían una verdadera cultura. Con el apoyo de la CIA y de diversos grupos de ciudadanos privados, Estados Unidos estaba decidida a demostrar que la libertad de expresión, y un enorme legado inmigrante, se habían unido para crear una vasta y vibrante comunidad artística que podía interpretar al máximo nivel las eternas obras maestras de Europa, y desarrollar, al mismo tiempo, un arte nuevo y lleno de vitalidad.
El siglo XX fue un siglo de guerras: la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y, no menos importante, la Guerra Fría. Lo que se había desarrollado en el seno de Europa a lo largo de los siglos (la noción de que los estilos y los géneros musicales eran un legado cultural único, y un orgullo para las naciones) se convirtió en parte del armamento que definía la identidad y la superioridad durante el siglo XX. Cuando el mundo entró en el siglo XXI, buena parte de la música clásica del siglo XX había sufrido un daño colateral a causa de esas guerras. Definida frecuentemente como «el lenguaje internacional», la música fue, de hecho, juzgada al trasluz de las victorias y derrotas militares, de la filosofía política, la agenda social, las impredecibles alianzas y las comprensibles respuestas emocionales que la propia música producía.
No podemos sino imaginar lo doloroso que debió de resultar para los extenuados y derrotados alemanes y austríacos de 1945, que vivían en la inimaginable miseria que ellos mismos se habían deparado, aceptar una sola nota de la música compuesta por cuatro de sus más célebres —y cabría decir los más grandes— compositores vivos: Arnold Schönberg, Erich Wolfgang Korngold, Paul Hindemith y Kurt Weill, todos los cuales habían sobrevivido a la guerra en un país enemigo. Aclamados en sus países natales en la década de 1920, no tardaron en verse proscritos, y podrían haber sido asesinados de haber permanecido en Alemania, Austria o cualquiera de los países que constituían el Tercer Reich. Escuchar su nueva música «estadounidense», la mayor parte de la cual era compleja y ciertamente hermosa de tan única, resultaba sencillamente insoportable. La música recién acuñada, intelectual y libre de pasiones que creaban los jóvenes europeos era más fácil de tolerar y debatir, en un tiempo en que el repertorio principal regresaba a Beethoven, Brahms y Mozart.
Y entonces llegó Hollywood. A partir de 1933, y casi sin excepciones, sus principales bandas sonoras las compusieron los refugiados que habían huido del racismo de Europa y Rusia. Aquellos hombres fueron señalados como judíos por el Tercer Reich, aunque la mayoría ni siquiera eran religiosos. Sí eran, sin embargo, un puñado de brillantes músicos que habían recibido su educación en los mejores conservatorios de Europa. ¿Qué iban a pensar los derrotados, tanto de Hollywood como de su épica música sinfónica compuesta por los antiguos prodigios de Europa, que ahora eran americanos, y ricos, y vivían en un paraíso de palmeras?
En 1991, la Decca Recording Company propuso una serie de grabaciones de la música prohibida por los nazis (a la que estos habían calificado de Entartete Musik,o música degenerada) y que a renglón seguido había sido olvidada, para lo cual yo sería uno de los dos principales directores. Al mismo tiempo, la Asociación Filarmónica de Los Ángeles y Philips Records crearon una nueva orquesta en el Hollywood Bowl, que yo dirigí, y a la que encargamos la interpretación de distintas piezas compuestas en Los Ángeles. Resultaba sobrecogedor aprender tanto de aquellos compositores como de su música, y dejaba a la vista el doble legado que constituían una música olvidada y el extraordinario descubrimiento de que era posible encontrar los nombres de los compositores fundacionales de Hollywood en la lista de Hitler.
Para alguien como yo, graduado en Música (Teoría y Composición) en 1967 por la Universidad de Yale, y que había trabajado en la facultad desde 1968 hasta 1984, este descubrimiento suponía un tremendo golpe. Me había especializado en musicología, en el arte de componer y analizar música contemporánea, haciendo uso del estudio de música electrónica, del laboratorio informático y de los procedimientos de la composición dodecafónica articulada por primera vez en la década de 1920 por Schönberg, procedimientos que enseguida fueron acogidos y ampliados mediante técnicas cada vez más complejas en la época que siguió a la Segunda Guerra Mundial. El vínculo existente entre los compositores europeos que surgieron en la década de 1920 y la música de Hollywood de la década de 1930, sin embargo, me resultaba completamente desconocido en 1990. También el impacto de los compositores refugiados que impartían clases en universidades y escuelas de música americanas muy entrada ya la década de 1950, así como el de sus estudiantes y colegas. Pocas personas eran conscientes de que Schönberg había sido el último mentor de George Gershwin, o de que Hindemith había dado clases a un joven llamado Mitch Leigh, que un día iba a componer el musical de Broadway The Man of La Mancha [El hombre de La Mancha], no sin atribuir a Hindemith los méritos de su éxito.
Más extraño aún resultó el descubrimiento de las obras creadas en Estados Unidos por compositores de música clásica refugiados cuyos nombres eran del conocimiento general, pero cuya música nunca recibió atención, como la música tonal tardía (americana) de Schönberg y las sinfonías «americanas» que Hindemith compuso cuando impartía clases en los mismos dormitorios de Yale en los que yo estudiaba y enseñaba. Me costó muchísimo entender por qué aquel ingente repertorio estaba ausente en la experiencia de alguien que, como yo, había asistido a conciertos y óperas y comprado discos desde su infancia en la década de 1950.
Este libro habla de música clásica y de lo que hemos terminado por definir como tal. No concierne a tantos otros tipos de música que se han desarrollado y que han triunfado durante el último siglo, aunque cabe decir que, en virtud de la limitada definición de lo que constituye la música contemporánea clásica, no han dejado de florecer otros géneros musicales mientras las orquestas y las compañías de ópera se han visto sumidas en lo que para tantos se considera una «crisis».
La música es, en última instancia, incontrolable, pero gracias a la tecnología, cierta música que se había visto apartada de la consideración pública por no ser «clásica» ha sobrevivido, al menos en parte, en esos destellos de brillantez que tantas veces se escuchan sumergidos bajo los diálogos de las primeras películas sonoras. Esta es la música de la «vanguardia institucional», una expresión que ya de por sí supone un gigantesco oxímoron. La que se vio excluida de cualquier consideración seria, y que no fue compuesta para las películas, está del todo perdida, sin más, y a la espera de que alguien la recupere. Dicho esto, no cabe duda de que ha llegado la hora de preguntar por qué tantísima música contemporánea, interpretada por nuestras mejores instituciones musicales —y apoyada abrumadoramente por los críticos—, la inmensa mayoría de la gente ni la quiere oír ni la ha querido oír jamás.
Esta historia, pues, relata un discurso continuista pese a cuanto el poder político y la presión histórica han hecho por controlar lo que el público debía aceptar como arte musical apropiado: y es también una historia que trasciende las falsas categorías en las que lo clásico debe oponerse a lo popular. El centro moral de este libro concierne a la justicia y a cuanto hemos perdido. Esto es algo que podemos y debemos confrontar. Lo que sigue es el resultado de más de medio siglo de curiosidad y experiencia, desde la Nueva York de mediados del siglo XX en que crecí, en el período que siguió a la Segunda Guerra Mundial, y durante la Guerra Fría, hasta la atalaya que ocupo en la tercera década del siglo XXI. Es, naturalmente, una historia personal, cuya narrativa sin embargo se deriva de las experiencias generales.
En 1990 comencé a poner por escrito esas experiencias, en un discurso que di en Glasgow para la Sociedad Internacional de Administradores de Arte titulado «Failed Futures» [Futuros Fallidos]. Ese discurso, que desafiaba la noción de que el futurismo era el modelo a través del cual había que evaluar la música del siglo XX, fue publicado posteriormente como artículo de portada en la revista Musical America,en lo que sería su última edición impresa. A lo largo de los años escribí otros artículos e impartí otras charlas en Londres, Berlín, Viena, Nueva York, Los Ángeles y Washington D. C.: charlas sobre la misteriosa desaparición del reciente repertorio de música clásica («¿Adónde ha ido la música?»), sobre la música y los compositores de bandas sonoras («No hay pecado en el cine»), sobre la absoluta ausencia en las revistas de un debate en torno a los méritos de ese tipo de música («La música que carece de nombre»), y sobre la música prohibida por Hitler, ahondando en las razones por las cuales, terminada la guerra, dicha música nunca haya tenido un retorno afortunado a los auditorios y las salas de ópera, mientras que las pinturas robadas por los nazis, en cambio, han vuelto a manos de sus propietarios originales y hasta muchas de ellas se exponen hoy día en los museos.
Durante tres décadas, mis grabaciones y conciertos —entre los que se cuentan cientos de estrenos modernos de música abandonada—, mis artículos, mis charlas y mis apariciones en los medios, los han escuchado o leído millones de personas. Durante dieciséis temporadas, desde 1991 hasta 2006 —y ante una audiencia total de cuatro millones de personas—, mis conciertos con la Hollywood Bowl Orchestra tuvieron como piedra angular la reivindicación de los compositores refugiados en Hollywood. Y si bien la Segunda Guerra Mundial fue el centro de todo descubrimiento —entendiendo la Primera Guerra Mundial como una suerte de preestreno—, me llevó mucho tiempo comprender lo importante que fue la última de las guerras del siglo XX, la Guerra Fría, a la hora de forjar el vínculo entre la vanguardia y las mismas instituciones para cuya aniquilación fue creada.
Por lo demás, este libro surgió como un viaje que no pretendía probar ningún extremo. Y ese extremo solo se convirtió en una tesis tras muchos años de vida, escucha, reflexión y acción. Siempre tratamos de encontrarle un sentido a las cosas. Pongamos que eso es parte de la encantadora locura humana. Sí, hay cosas que han cambiado desde que me dispuse a tratar de entender mi siglo en 1990. Pero no creo que carezca de valor, a medida que el siglo XX se va perdiendo en el pasado, contar esta historia desde la ventajosa posición de quien no deja de ser al mismo tiempo observador y participante.
Los puntos de partida son el amor y la pérdida. La pérdida, digámoslo sin ambages, resulta incalculable. Cuando, en 2017, la ópera de Korngold, Das Wunder der Heliane [El milagro de Heliane, 1927], fue recibida como una obra maestra tras una nueva producción —refutando décadas de desprecio y escarnio—, la nuera del compositor dijo entre sollozos: «Es muy triste, porque todo esto llega demasiado tarde». Helen Korngold, a los noventa y tres años, recordaba demasiado bien el brutal trato infligido a «papá», que había muerto en 1957, amargado y deshecho.
A su vez, quizá este libro despierte en el lector la curiosidad por escuchar una música que sigue siendo desconocida. Quizá también aliente un vigoroso intercambio, que se echa muy en falta en nuestras revistas y en el debate intelectual. A algunos compositores actuales no les tiembla el pulso al decir que todas estas estúpidas discusiones acerca del estilo del pasado siglo han tocado a su fin, o que resultan exageradas, mientras que otros tienen la temeridad de hacer creer que siempre han valorado la música repudiada u olvidada, como si la afirmación ampliamente sostenida sobre el siglo pasado estuviera basada en nuestra ignorancia, y ellos estuvieran aquí para señalar la dirección correcta…, pese a sus anteriores escritos y posiciones estéticas. De hecho, esas mismas teorías estéticas siguen vivas y no dejan de dar forma al discurso de lo que constituye «buena» música. En 2019, el New York Times dedicó varios artículos a la obra Helikopter-Streichquartett [Cuarteto de cuerdas en helicóptero], del compositor alemán de vanguardia Karlheinz Stockhausen. Estrenada en 1995, adorada por unos y ridiculizada por otros, la obra aún seguía siendo merecedora de ríos de columnas y de un debate serio. (Sí, cada intérprete ha de ocupar necesariamente su propio helicóptero).
Reescribir la historia es algo muy distinto de reivindicarla. Cuando el por entonces principal gestor de la Filarmónica de Los Ángeles, Chad Smith, afirmó que su orquesta nunca había dejado de tocar la música para el cine de los compositores refugiados, estaba faltando por completo a la verdad, como los archivos de la Filarmónica pueden demostrar. La propia Filarmónica adoptó una postura similar hacia otros dos importantes vecinos, ambos refugiados, que no compusieron para Hollywood: Schönberg y Stravinski. La Filarmónica de Los Ángeles bien podría aprender de otras dos grandes orquestas, las filarmónicas de Berlín y Viena, cuya historia durante esa mitad de siglo han hecho pública. Hoy no podemos responsabilizarnos de lo que ocurrió en el siglo pasado, pero si no nos enfrentamos a lo que hicieron nuestras instituciones nos convertiremos en cómplices. En 1995 el crítico musical Alex Ross escribió en el New York Times: «El amor a Korngold siempre será un placer culpable». Contar la verdad podría despojarnos de toda sensación de culpa.2
Y el acatamiento sin fisuras de una interminable vanguardia no concierne solo a la música. No hace tanto tiempo, en agosto de 2017, los editores de la sección de viajes del New York Times recomendaron una visita a Bruselas en virtud de sus «grafitis, sus instalaciones de vanguardia y sus creaciones conceptuales». La noción de una vanguardia eterna se da por sentada (una razón para visitar la ciudad), cuando lo importante sería cuestionar si esta filosofía, formulada en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, sigue siendo una forma viable de justificar cualquier arte cien años después. Después de todo, Alexander Scriabin imaginaba que su poema tonal inacabado Prefatory action [Acción preliminar], iniciado en 1903, arrancaría con «trompetas en Marte» y «unas campanas colgadas de las nubes sobre el Himalaya». Los helicópteros llegarían después.
Los directores de orquesta nos pasamos la vida buscando música y repertorios. Siempre se están componiendo nuevas obras, y el repertorio se vuelve más amplio y profundo cada día que pasa. Algunos directores se especializan en tanto otros generalizan. Los especialistas ahondan en aquello que diferencia a las obras del campo que mejor conocen. Los generalistas buscan denominadores comunes en el amplísimo territorio que exploran. Dado que la música expresa continuidad, yo opto por ser generalista. El centro de la rueda —las grandes obras clásicas y canónicas— se mantiene inalterado incluso para los generalistas: la inmensa mayoría son austroalemanes, italianos, franceses y rusos. Esto es lo que conocemos como repertorio estándar, que comienza más o menos en 1710 y llega a su fin hacia 1930, con unas pocas obras que trascienden esos límites externos. Tras haber examinado lo que perduraba de este fenómeno en mi libro For the love of music, no deja de ser lógico que investigue el misterio de aquello que desapareció. Como el escritor Rich Cohen apuntó en el Wall Street Journal:«Por lo general, un museo dice más por lo que deja fuera que por lo que guarda en su interior».3 ¿Por qué, entonces, el canon de la música clásica concluyó en el momento en que lo hizo, al contrario que otras formas de arte, que han seguido desarrollando nuevas obras, algunas, al parecer, intemporales, a lo largo de los siglos XX y XXI?
Aunque, cuando era joven, pasé mucho tiempo dirigiendo la música tanto de compositores vivos como del repertorio principal, algo comenzó a traslucir en esos primeros años que resultaba difícil de explicar: los grandes compositores austroalemanes —que tiempo atrás habían recibido el aplauso de Europa, que habían sobrevivido al Holocausto refugiándose en América, donde habían vivido y habían compuesto sus obras— habían creado un amplísimo y variado legado, a la altura de cualquier cosa que hubieran compuesto en Europa. Que todos ellos hubiesen fallecido ya como ciudadanos estadounidenses debería ser un motivo de orgullo para los propios estadounidenses y posiblemente motivo de curiosidad, cuando no de «un complicado debate», para alemanes y austríacos.
Me parecía sospechoso que los compositores refugiados de la Segunda Guerra Mundial hubieran escrito en Estados Unidos una música que por lo visto debía evitarse a causa de diferentes, y en algunos casos contradictorias, justificaciones estéticas. El resultado, sin embargo, era exactamente el mismo: no hay que tocar esa música. Es como si algo hubiera ocurrido con aquellos músicos cuando abandonaron Europa que hizo que el valor artístico intrínseco de sus obras desapareciera por completo. Algo, sin duda, había ocurrido, y las pistas me estaban acercando a unas conclusiones verdaderamente incómodas.
En un reciente vuelo a Europa llevé conmigo el libro denuncia de Norman Lebrecht, escrito en 1997, Who killed classical music? [¿Quién mató a la música clásica?],una obra controvertida que intenta explicar, como afirma la sobrecubierta, «el doloroso destino de la música clásica, un arte que ha vendido su alma y perdido el control de su futuro». La azafata reparó en el libro, que descansaba sobre la bandeja. Sonrió y preguntó: «¿Pero eso lo siguen haciendo?».
Tardé unos instantes en comprender lo que me estaba preguntando. ¿Todavía hay quien sigue componiendo música clásica? «Eh…, sí», contesté, pero ese «eh» dejaba ver a las claras un problema de enorme alcance. Por suerte, la azafata no replicó diciendo: «¿Y quiénes la hacen?», o «¿Cómo es que nunca he oído hablar de ello?».
El planteamiento esencial del libro de Lebrecht es que, si la música clásica está sumida en una crisis, es por culpa de las ignorantes políticas corporativas que solo buscan obtener dinero y asfixian el arte. Sin discutir esa tesis, podríamos formular una pregunta aún más amplia: ¿realmente está muerta la nueva música clásica?
Es cierto que ya antes de la pandemia del coronavirus de 2020-2021, en todas las ciudades y países del mundo las orquestas sinfónicas luchaban por sobrevivir a causa de las audiencias cada vez más exiguas, un apoyo público y privado cada vez menor y unos insostenibles ingresos por la venta de entradas. El 15 de noviembre de 2016, el New York Times informó de las estadísticas recogidas por la Liga de Orquestas Americanas, que indicaban, como rezaban los titulares, que «Ya es oficial. Muchas orquestas son hoy organizaciones benéficas», dado que las orquestas dependían cada vez más «del respaldo» de la filantropía que de la venta de entradas. Pero esa misma «crisis» había sido una de las principales inquietudes de un grupo tan variopinto como el compuesto por Händel, cuando los londinenses de la década de 1730 dejaron de lado todo interés en sus óperas italianas, y Mozart, cuando las sinfonías pasaron de moda en la Viena de 1785; y, como señaló Alex Ross en El ruido eterno,esa inquietud también llegó a Alemania, en la década de 1930, cuando «la música clásica solo podía venderse a las masas por la presión del poder. La audiencia alemana había sentido el tirón de la música popular americanizada en la era de Weimar y no dejó de solicitarla bajo el nazismo».
La situación en la que se encuentra actualmente la música clásica podría no responder únicamente a la influencia de una cohorte de avejentados patrones de las artes en el primer cuarto del siglo XXI. Podríamos señalar, no sin optimismo, el hecho de que por todo el mundo haya hoy más orquestas que en el siglo XIX, y que en varios países se estén creando nuevas orquestas sinfónicas, muchas de ellas en China. A lo mejor solo estamos pasando por una fase de reajuste que, simplemente, se ha visto acelerada por una crisis sanitaria global. Como sabiamente apuntó en el Washington Post Anne Midgette, crítica de arte:
Cuando una orquesta cierra, ello se percibe como un atentado contra Beethoven y Brahms. En cambio, cuando cierra un restaurante, o una fábrica de automóviles entra en bancarrota, la gente puede lamentarse amargamente, pero no lo considera una amenaza contra la comida, ni piensa que los coches estén en peligro… Los cambios no siempre suceden para bien, eso está claro; pero suceden. Con todo, en la música clásica parece existir la creencia generalizada de que todas y cada una de las instituciones merecen la preservación, aun cuando la extensión lógica de esta noción resultaría en un paisaje cubierto de viejas instituciones, apuntaladas más allá de su verdadera vida útil, hasta el punto de que no habría espacio para nada nuevo.1
A principios del año 2000, el legado de la Filarmónica de Los Ángeles vio ampliado su marco al crear un modelo de negocio basado en la apertura del Salón de Conciertos Walt Disney en 2003 y formar una asociación artístico/empresarial con su directora ejecutiva, Deborah Borda, su director musical, Esa-Pekka Salonen, y el arquitecto de la sala, Frank Gehry. A lo largo de las reuniones que llevaron a cabo semanalmente a lo largo de dos años, concibieron una nueva manera de imaginar una orquesta, que partía de esta idea de Gehry: la nueva sala debía tener para su audiencia el aire de «un salón familiar», y en el repertorio de la orquesta habían de añadirse músicas del mundo, jazz, bandas sonoras seleccionadas con la participación de John Williams y nuevas músicas, aparte del repertorio estándar.
Sea como sea, es complicado mostrarse optimista ante el estado general de nuestras instituciones musicales y enmarcarlas alegremente en el contexto de que «la música clásica ha hecho perder dinero a la gente durante quinientos años»: una cita inolvidable extraída de la serie de Amazon Mozart in the jungle.Las compañías de ópera de los principales centros urbanos han desaparecido. Las históricas instituciones musicales de Estados Unidos se han declarado en bancarrota o han recurrido al cierre. Y, en Europa, los drásticos recortes del apoyo gubernamental a las instituciones dedicadas a la interpretación de las artes clásicas han sacudido los mismos cimientos de lo que constituye la responsabilidad de los Gobiernos para definir el valor de su legado artístico, una situación exacerbada y clarificada por el impacto global de un virus microscópico. La música clásica, tal y como actualmente se define, parece disiparse en la niebla del pasado, aun cuando su repertorio central parece inmune a todo asalto.
Hay varias teorías que tratan de explicar este asunto, mientras que otras lo niegan. En 2014, el New York Times publicó un amplio reportaje en el que informaba de que no solo las suscripciones a las orquestas eran significativamente bajas, también de que probablemente continuarían descendiendo durante décadas. El motivo era el cambio de hábitos de la sociedad moderna; y lo que los responsables artísticos de las filarmónicas de Nueva York y Los Ángeles, y el principal crítico musical del periódico, sugerían como solución era, en primer lugar, dar conciertos más cortos; en segundo lugar, organizar eventos en enclaves más desenfadados, como los bares; en tercer lugar, proporcionar ropas informales a la orquesta; y en cuarto lugar, programar conciertos únicos (es decir, se repetirían menos conciertos, como si este modelo pudiera ser viable, teniendo en cuenta que el coste de los ensayos seguiría siendo el mismo, mientras que los ingresos derivados de los conciertos se verían significativamente reducidos). En otras palabras, el debate dejaba de lado la posibilidad de cambiar aquello que se interpretaba y se ocupaba de la manera en que las instituciones podían envasarlo.
Mientras tanto, otras ramas de las artes y del entretenimiento parecían experimentar un florecimiento. Asistir a museos, conciertos de jazz y rock, a los teatros y los cines y, sobre todo, a eventos deportivos, así como ver la televisión (en sus diversas plataformas), atraía más gente (y dinero) que nunca en el nuevo siglo. La temporada de 2018 de Broadway, por ejemplo, sumó 1800 millones de dólares durante ese año, el que más espectadores y más dinero amasó en toda su historia. Y para que esto no se atribuya a un burdo mercantilismo, es preciso decir que se trató de una temporada de dramas, comedias y musicales, tanto viejos como nuevos, simples y complejos, algunos con grandes elencos y otros con un único protagonista. Ciudades enteras de Estados Unidos se disputan la temporada de entradas para el fútbol americano y para el baloncesto tanto profesional como amateur, algo análogo a lo que el mundo de la música clásica describe como suscripciones. Las ligas de rugby y fútbol, con su industria del entretenimiento valorada en miles de millones de dólares y su dominio mediático, son quizá los mejores ejemplos de una incesante viabilidad de las suscripciones y de un compromiso a lo largo del tiempo en todos los rincones del mundo.
Durante los últimos años del siglo XX, uno de los principales pretextos para explicar las cada vez más reducidas audiencias en las artes interpretativas clásicas —aparte de mi favorito: «la dificultad para aparcar»— era la capacidad de atención de los jóvenes que habían crecido viendo Barrio Sésamo,con sus breves segmentos para preescolares. Esta teoría la contradice el hecho de que los jóvenes (hoy adultos) permanecían en vela hasta altas horas de la madrugada leyendo voluminosos libros, como la serie de Harry Potter y los relatos épicos de El señor de los anillos y Canción de hielo y fuego (también conocido como Juego de tronos). Se ha normalizado que la gente pase tres horas viendo películas de una longitud anteriormente reservada a cintas muy específicas del pasado, como Lo que el viento se llevó, Ben-Hur y Cleopatra,y ver después versiones «extendidas» de esas mismas películas junto con sus «contenidos extras». Por no mencionar las horas que la gente pasa entretenida con los videojuegos o engullendo temporadas completas de televisión. El déficit de atención no parece ser el problema.
Quizá haya que buscar otra razón. En lugar de explorar la hermosa e inteligible música compuesta durante y después de la Segunda Guerra Mundial, las orquestas no han cejado en su empeño de interpretar el mismo repertorio «clásico» que nuestros padres y abuelos disfrutaron, buena parte del cual recoge lo que, sin lugar a dudas, son las obras maestras de las artes musicales de la civilización. Luego, y prensadas (bastante incómodamente) entre estas obras maestras cada vez más viejas, pero siempre eternas, se cuentan las obras encargadas a compositores vivos. ¿Y quién no querría alentar la creación de nuevas músicas?2
La nueva música que se nos ha presentado como nueva es, casi sin excepción, música atonal (a veces incorrectamente llamada «de vanguardia»), enormemente compleja, e incomprensible para la mayor parte de la gente. A muy pocos amantes de la música les resulta atractiva… Y, cabría añadir, esa era frecuentemente la intención.
¿Cuántas veces no se me habrá acercado la gente para expresar su disgusto hacia la música «moderna» y pedirme que se la explique? Con frecuencia esas personas se culpan a sí mismas por carecer de la capacidad de comprenderla. A veces muestran un atisbo de pánico al verse atrapadas en uno de los asientos centrales de la filarmónica mientras suena esa música ininteligible y por lo general ofensiva. Este fenómeno se ha ido repitiendo a lo largo de más de un siglo. Una crítica aparecida en Filadelfia durante los años en que Leopold Stokowski fue su director musical (1912-1941) comenzaba así: «En la Academia de Música hubo anoche una estampida cuando los últimos que llegaban a escuchar el programa del maestro Stokowski de música moderna se toparon con los que nada más empezar abandonaban el lugar».
Mientras tanto, en las raras ocasiones en que las orquestas interpretan música contemporánea que el público sí quiere escuchar (por ejemplo, la nueva música procedente de las películas o los videojuegos), ella sola se vale para colgar el cartel de no hay billetes y atraer a espectadores apasionados a los que se consideraba algo ajeno al público de la música clásica. Esta música, de la manera en que se la percibe, no tiene sino un interés pasajero, se la denigra y, con mucha frecuencia, es ignorada por la prensa, lo que la aleja de cualquier debate serio. Interpretada tras un mínimo absoluto de ensayos (con frecuencia solo uno), no deja de ser una música orquestal a la que se trata como algo puramente comercial, no como arte. En el año 2000, conseguí desesperar a dos colegas ruso-americanos (artistas visuales) en la Academia Americana de Berlín al sacar el tema de la música contemporánea. Me dijeron: «¿Por qué apoyas una música que no necesita de apoyos?».
La música comercial puede definirse como la música que hace dinero por sí misma y para su compositor. Todas las óperas de Verdi y Richard Strauss, los conciertos de Beethoven y de Mozart, toda música en realidad es, afrontémoslo de una vez, comercial de una manera u otra, ya sea un canto gregoriano compuesto por un monje al que daban alojamiento y comida por sus servicios o una composición de nuestros días encargada por una orquesta sinfónica. En una carta de 1781 a su padre, Mozart escribió: «Créeme, mi único propósito es hacer tanto dinero como sea posible;pues junto a la salud es lo mejor que uno puede tener» (la cursiva es mía). Joseph Haydn vivía en el palacio húngaro del príncipe Nicolás Esterházy, y allí componía música para la familia y la corte. Richard Wagner encandiló el alma y la mente del rey Luis II de Baviera, que le financió la construcción de un espléndido teatro y le otorgó una casa y un sueldo para gastos diarios. En el siglo XX, el compositor, teórico musical y profesor Milton Babbitt estuvo empleado en diversas universidades americanas, lo que le permitió componer música electrónica, publicar artículos y vivir en un ambiente absolutamente seguro, libre de los riesgos de trabajar por cuenta propia. En otras palabras, Wagner y Haydn se manejaban entre príncipes, Babbit se manejó en Princeton.
¿No debería ser la música instrumental contemporánea que ama un nutrido público una expresión artística tan válida como el enrarecido arte de Pierre Boulez (1925-2016), sin duda alguna la figura más influyente de la música clásica en la segunda mitad del siglo XX? ¿Podemos admitir, dentro del círculo de confianza, la música popular sinfónica de John Williams, Hans Zimmer, Alexandre Desplat, Ramin Djawadi y Hildur Guðnadóttir, la primera mujer en ganar el Óscar de la Academia a la Mejor Banda Sonora (Joker,2019); un círculo que actualmente incluye la música de George Benjamin, Thomas Adès, Kaija Saariaho, Nico Muhly y otros compositores clásicos vivos cuyas voces tienen el respaldo de encargos, premios, becas y residencias artísticas?
Si existen dos «clases» de música en nuestro universo, la popular y la seria, y esas dos categorías se consideran opuestas y determinan una calidad,merece la pena señalar que esos dos adjetivos no son, de hecho, opuestos, en lenguaje o filosofía algunos. Y uno podría preguntarse cómo y cuándo apareció esa oposición. Resolveremos este misterio más adelante.
Es evidente que la música seria también puede ser popular. La bohème de Puccini es un buen ejemplo de ello. La Quinta sinfonía de Beethoven es otro. La música simple, como el Bolero de Ravel, puede suscitar una respuesta muy profunda, y la música compleja, como la Chronochromie de Messiaen, puede dejar a mucha gente fría. La música clásica puede ser divertida y ligera (la Sinfonía «Clásica» de Prokófiev), mientras que las obras populares pueden ser serias, como Carousel de Rodgers y Hammerstein, Cabaret de Kander y Ebb o West Side Story de Leonard Bernstein, y Hadestown de Anaïs Mitchell… Si bien hay quien podría encontrar dichas obras triviales y superficiales.
En política es frecuente ver la apelación binaria de liberales frente a conservadores, por más que tampoco esos términos sean opuestos. Todo el mundo es las dos cosas. La cuestión es qué desea uno conservar y cómo desea apoyarlo desde una postura liberal. Al describir la música del pasado siglo, el término conservador se sigue viendo como retrógrado, mientras que la palabra moderno y sus varios apéndices —posmoderno, modernista, junto con experimental— se consideran positivos y pertinentes.
Sin embargo, si a uno le preguntan si es de día o de noche, podría querer optar por otra manera de ver el mundo, algo que podríamos llamar la visión del espectro cinético. En dicho modelo, el día siempre se estará convirtiendo en algo que es lo opuesto de lo que en realidad es. Se está haciendo de noche (durante el día) y se está haciendo de día (durante la noche). En el hemisferio norte, los días se hacen más largos en invierno, aun cuando las temperaturas no hacen más que bajar.
La dificultad inherente al mundo de categorías que despliegan valores como sí/no, encendido/apagado, la expresó como nadie Jonathan Haidt, de la Universidad de Nueva York, en el Instituto Manhattan, refiriéndose a las universidades y las políticas identitarias; pero también vale para la música. «Algo rarísimo ocurre cuando reúnes a unas jóvenes criaturas humanas, cuyas mentes evolucionaron en la dirección de las guerras tribales y del pensamiento nosotros/ellos, y llenas esas mentes a rebosar de dimensiones binarias. Les dices que un lado de cada división binaria es bueno y el otro malo. Enciendes los circuitos tribales, disponiéndolos así para la batalla. Muchos estudiantes ven emocionante esta experiencia; les embarga una sensación de sentido y propósito».3 En marzo de 2015, el director y compositor de origen finlandés Esa-Pekka Salonen habló así de su mentor Pierre Boulez: «Los jóvenes se ven atraídos por afirmaciones del tipo blanco o negro. Por lo menos yo era así. Y Boulez era como una máquina de argumentos blancos/negros. Decía: esto es correcto, esto es incorrecto».4
Todos los bordes son porosos. Wagner, que se convertirá en un personaje fundamental en el drama del que enseguida hablaré, describió en cierta ocasión la composición como «el arte de la transición». Nosotros podemos ampliar esa afirmación y decir que «el arte de vivir es el arte de la transición». La música y la manera en que respondemos a ella están muy próximas al paradigma wagneriano —una serie de transiciones—, y no puede sin más echarse abajo siguiendo el criterio de «o una cosa o la otra», salvo a un nivel individual ciertamente singular y siempre en constante desarrollo, acerca de lo cual también me dispongo a hablar.
Cuando George Gershwin murió repentinamente el 11 de junio de 1937, a la edad de treinta y ocho años, fue Arnold Schönberg quien leyó su panegírico por la radio americana. El emotivo discurso de Schönberg decía, entre otras cosas, lo siguiente: «No hay duda de que fue un gran compositor». En un mundo binario en el que la música popular se opone a la música seria, habría que elegir entre Gershwin y Schönberg. Sin embargo, si ellos no lo hicieron, ¿por qué tendríamos que hacerlo nosotros? Y resultaría tremendamente interesante unir en un mismo programa de concierto al último Schönberg con el último Gershwin. Esto animaría a la audiencia a escuchar la manera en que ambos se influyeron mutuamente, algo que sin duda sucedió.
¿Acaso son estos los principios universales por los cuales la música celebra nuestra propia humanidad, mientras reconoce al mismo tiempo que todos somos diferentes? El comentarista político David Brooks acertó al señalar que cuando definimos el mundo en términos binarios «estamos partiendo en dos una nación muy diversa».5
Lo que vale para una nación también vale para la música.
La música clásica atravesó el siglo XX y se adentró en el siglo XXI sobreviviendo a guerras y alzamientos. Sin embargo, la continuación natural de una larga tradición de música artística en sempiterno desarrollo, compuesta para expresar un proceso dramático que se remonta a mucho antes de Bach, Händel, Haydn, Mozart y Beethoven, se vio anulada en mitad del siglo XX, dentro del democrático Occidente, cuando la música contemporánea que no alcanzó las cotas de funcionalidad recién definidas quedó apartada de los auditorios y de las salas de ópera. Ahondaremos en las posibles razones por las que esto sucedió, que son complejas y están estrechamente relacionadas con diversos dictados oficiales del régimen nazi y de la Italia fascista, y con las reacciones a ambos regímenes tras la Segunda Guerra Mundial.
Durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, los bienintencionados patriotas y mecenas, profesores de universidad y conservatorios, directores de orquesta y compositores, críticos musicales, funcionarios de Gobierno y fundaciones privadas que canalizaban el dinero gubernamental, aceptaron una definición contenciosa y excluyente de lo que constituía un arte realmente valioso y apropiado a nuestro tiempo. Sus juicios estéticos no eran una progresión natural del arte, sino una forma de acción política y de supervivencia personal.
Algunos individuos jóvenes y creativos que crecieron en la devastada Europa acogieron esa nueva música, carente de emociones e intelectualmente desafiante, y, dicho sea de paso, muchos sacaron un inmenso provecho de ello. Sus jóvenes existencias surgieron de un lugar frío y oscuro que exigía reglas (nuevas reglas) para dar un sentido a la vida y la cultura tras una contienda que ellos apenas comprendían, pero cuyos efectos se podían encontrar por todas partes. Cuando visité Europa por primera vez en 1966, dolía ver la cantidad de hombres en sillas de ruedas o condenados al uso de unas muletas entre los que debía caminar al pasear por las calles de Múnich, donde buena parte de la ciudad todavía eran montañas de pura destrucción. El atronador ruido del martillo neumático era la «música» que se escuchaba en cada esquina… Y esto sucedía más de dos décadas después de que hubieran cesado los bombardeos.
Lo único que para muchos jóvenes europeos resultaba inadmisible eran los sentimientos. Los horrores de la guerra habían convertido la belleza en algo inapropiado. Para ellos, la belleza era sinónimo de vulnerabilidad, y se la rechazaba por su condición kitsch.La belleza solo podía experimentarse como un placer culpable. Como el enormemente influyente filósofo alemán Theodor Adorno (1903-1969), que contribuyó a conformar los puntales intelectuales de Alemania Oriental, escribió provocadoramente en su Teoría estética: