La imparable marcha de los robots - Andrés Ortega - E-Book

La imparable marcha de los robots E-Book

Andrés Ortega

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Este no es un libro de ciencia ficción sino lo que puede ocurrir en las dos próximas décadas: la revolución de los robots -la confluencia de digitalización, máquinas, sensores, procesamiento de datos, inteligencia artificial y automatización- afecta ya a todos los órdenes de la vida humana, desde las emociones hasta la guerra, el empleo y el concepto de trabajo, pasando por nuestras mentes y su manera de adaptarse a una tecnología superior en muchos aspectos. Se abren enormes posibilidades, pero también generarán una mayor desigualdad. Se destruirán más empleos de los que se generen. Se abre una nueva competencia geopolítica por el dominio de estas tecnologías. Y, en el terreno militar, las máquinas capaces de decidir autónomamente plantean profundas cuestiones morales y producirán respuestas asimétricas. Todas estas transformaciones, muy distintas en su alcance de las que se han producido hasta ahora en la historia de la humanidad, nos pondrán a prueba y harán necesaria una nueva antropología.

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Seitenzahl: 335

Veröffentlichungsjahr: 2016

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ANDRÉS ORTEGA

LA IMPARABLE MARCHA DE LOS ROBOTS

ALIANZA EDITORIAL

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. DEUS EX MACHINA

Qué es un robot

Automatización y autonomía

El futuro envejece rápidamente

Ansiedad tecnológica

Humanoides y humanos

El negocio de los robots

1. EROS: MÁQUINAS Y EMOCIONES

Cuestión de afectos

El factor cultural

Manipular emociones

Sentimientos de las máquinas

¿Robots morales?

Género y robots

Sexo con robots

2. LA MAGIA DE CIRCE: QUERIDOS ROBOTS

Llegar a donde no llegamos

Mejorar nuestras vidas

Nuevas posibilidades

Máquinas emancipadoras

3. MINERVA DIGITAL: MÁQUINAS QUE APRENDEN SOLAS

Datos masivos e inteligencia

¿Puede pensar una máquina?

Definir la inteligencia

De Deep Blue a AlphaGo

Máquinas de invención automatizada

IA social y financiera

La superinteligencia artificial como catástrofe

El lado oscuro de la inteligencia artificial

¿Singularidad?

Las máquinas cambian nuestras formas de pensar

Memoria para actuar, no para recordar

4. VULCANO CON MÁQUINAS: ROBOTS CONTRA LAS CLASES MEDIAS

Tecnooptimistas

Un cuento no tan bonito

Devastadores de empleos

Europa y el paro tecnológico

Los trabajos más amenazados

Conocimiento frente a músculo: los más empleables

La sociedad 20/80

Más capital, menos trabajo

Gratuito a cambio de panóptico

La fuerza y debilidad de las redes sociales

Más relaciones digitales, menos humanas

¿Cómo financiar los servicios públicos?

Contrapesos

Menos trabajo, ¿más desigualdad?

Gestionar la transición

Educación, educación; pero no todo es educación

Y después

5. HERMES COMO DETERMINANTE: GEOPOLÍTICA DE LOS ROBOTS

Otra globalización

La lucha por la supremacía

Europa, a la zaga en la carrera robótica

Robots contra el «siglo de Asia»

Los rezagados

Generadores de inestabilidad

6. HERMES COMO DETERMINANTE: GEOPOLÍTICA DE LOS ROBOTS

La creciente autonomía del robot militar

El impulso militar detrás de la robótica

Guerras de robots

Los drones y la guerra desde una consola

Hacia el Estado autómata

Imitando a las abejas

«Robots asesinos»

Respuestas asimétricas

CONCLUSIONES. ANTE LOS NUEVOS GOLEMS, UNA NUEVA ANTROPOLOGÍA

Sin señales desde España

La relación humano-máquina

Nuevo contrato social para el futuro robótico

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN.

DEUS EX MACHINA

La revolución de los robots, la «robolución», «Segunda Era de las Máquinas», o la de la «Industria 4.0», está empezando a afectar a todos y a todo: el empleo, la idea del trabajo, las clases medias y trabajadoras, la sanidad o las finanzas, la guerra e incluso las emociones. Abre posibilidades insospechadas hace pocos años, pero su alcance puede ser tan fascinante como devastador. Mucho dependerá de si logramos enfocar bien nuestra relación con las máquinas y llegar a un nuevo contrato social en este nuevo entorno.

Aunque nos apoyemos en ocasiones en novelas, obras de teatro, películas o artes plásticas, que han generado relatos sugerentes sobre máquinas que parecían humanos, en su forma física o de pensar, este no es un libro de ciencia ficción, sino que versa sobre lo que ya está ocurriendo y lo que puede pasar en un horizonte no muy lejano, de diez a veinte años, que muchos de los lectores vivirán. Piénsese que el primer iPhone, el primer teléfono inteligente (si excluimos el más limitado Blackberry), data de 2007, es decir, de hace menos de diez años, más o menos como Twitter. Un informe del Foro Económico Mundial, de septiembre de 2015, identificaba 21 puntos de inflexión, momentos en que cambios tecnológicos específicos alcanzan a la sociedad de forma extensa y no como un invento. Sitúa todos ellos en los próximos diez años, con un primer efecto que ya se está notando: la cuarta revolución industrial crea menos puestos de trabajo en nuevas industrias que las revoluciones anteriores y genera menos empleos que los que destruye. Aunque la gran mayoría de los cambios tecnológicos son incrementales y a menudo lentos, las tecnologías disruptivas, que quiebran formas de hacer para remplazarlas por otras nuevas, a veces entran de forma exponencial.

Bill Gates, el fundador de Microsoft, suele alertar de que solemos «sobrestimar el cambio que se producirá en los próximos dos años y subestimar el cambio que se producirá en los próximos diez». Nos avisa de que no debemos —personas, empresas y decisores políticos— dejarnos llevar por la inacción. De hecho, cuando en 1992 Bill Clinton, entonces presidente de Estados Unidos, reunió a los mejores pensadores de su país para hablar de la marcha de la economía, nadie mencionó Internet, que, sin embargo, ya existía. No nos percatamos del alcance de nuestros inventos ni tenemos un objetivo para ellos, aunque nos aqueje lo que los griegos llamaron pleonexia, el apetito insaciable de cosas materiales, la enfermedad del progreso mal entendido. Pues la idea de progreso, salvo en ciencia y tecnología, está en crisis, al menos en el mundo occidental que la generó, remplazada por un énfasis en el consumo.

Aunque la mayoría de la gente no las entienda, estas tecnologías se meten, se han metido ya, en todos los aspectos de nuestras vidas. Muy a menudo, demasiado a menudo, ya no somos conscientes de su presencia. La tecnología se vuelve a menudo invisible. Y vamos casi a ciegas sobre sus consecuencias. Los robots, en un sentido amplio, están ya en todas partes y los usamos para casi todo. También nos usan. «El software se está comiendo el mundo», asevera acertadamente Martin Ford, ingeniero informático, empresario de Silicon Valley y uno de los primeros que en sus escritos ha alertado sobre el aumento del desempleo de la mano de las nuevas tecnologías.

Son programas informáticos los que nos contestan cuando llamamos a un servicio al cliente. Están en nuestros coches —que se parecen mucho a los de hace cincuenta años, pero son tan distintos— regulando muchas cosas. Por supuesto, están en muchas fábricas y auguran una nueva industrialización. La explosión en su uso está produciendo consecuencias, algunas muy positivas y otras negativas. Casi nunca neutras. Van a cambiar, están cambiando, nuestras sociedades, la geopolítica mundial, e incluso nuestra manera de concebir la humanidad y nuestras maneras no ya de hacer, sino de pensar.

No caigamos en la pura distopía, mas sí hay que reflexionar sobre el futuro, los futuros, que comportan. Incluso una persona nada sospechosa de radicalismo como Klaus Schwab, el impulsor del Foro Económico Mundial de Davos, advierte de la magnitud de los cambios que se avecinan: «Son tan profundos que, desde la perspectiva de la historia de la humanidad, nunca ha habido un momento de mayor promesa o de mayor peligro potencial —pues— no solo está cambiando el qué y el cómo de hacer las cosas, sino también quiénes somos».

Qué es un robot

En R.U.R., su magnífica obra teatral distópica estrenada en 1921, el checo Karel Čapek introducía la palabra robot (robotnik), aunque él la atribuyera a su hermano Josef, también escritor. Uno de los personajes de la obra, Harry Domin, el director general de Robots Universales Rossum, aseguraba que en sus plantas se fabricaba «gente», «personas artificiales», aunque en realidad se tratara de esclavos sintéticos, producidos en masa para su exportación a todo el mundo, que acaban rebelándose. Por cierto, R.U.R. fue en 1966 uno de los libros (el número 28) de la colección de Bolsillo de Alianza Editorial, y uno de los primeros que me recomendó, me hizo leer mi padre, fundador de la editorial. En muchas lenguas eslavas, la palabra «robot» se usaba para describir trabajo. Y por extensión se ha aplicado a las máquinas que pueden hacer ese trabajo en lugar del ser humano, y sin quejas. Pero hoy van mucho más lejos —y mañana, no digamos—, dado que ya pueden hacer labores que son consustanciales al ser humano, solo que mejor que este, así como cosas que la mujer y el hombre no pueden llegar a hacer.

La digitalización es cada vez más ubicua y universal (en menos de diez años todas las personas del mundo estarán conectadas por teléfonos móviles o por Internet), la inteligencia artificial (IA) progresa día a día, la automatización se generaliza y llegan los robots. Todo está ya ligado —digitalización, automatización, robotización, datos masivos—, y soy consciente de que para muchos expertos son cuestiones diversas. Pero los robots, entendido el término en un sentido amplio, incluyen todos estos aspectos. De igual manera que el cerebro no se puede entender sin el cuerpo que controla y al que está unido, un robot avanzado, y los que vendrán, tampoco se puede entender sin sus sensores, el análisis de datos, sus algoritmos y la inteligencia artificial. El robot, según lo ven algunos, es meramente el «contenedor» de la IA, mientras que esta es el software dentro del contenedor, que puede tomar decisiones. El robot no es en sí inteligencia artificial, pero tendrá, y tiene ya en muchos casos, IA.

La palabra «robótica», utilizada para este campo de estudio, fue acuñada por el escritor de ciencia ficción Isaac Asimov (que esbozó las famosas tres leyes al respecto, sobre las que volveremos). Es un terreno en el que convergen la física, la mecánica, la electrónica y la informática, las matemáticas (por ahora, pues habrá que sumar la biología, porque ya se han creado robots con células dirigidas por señales luminosas). Hay que estudiarla también desde el punto de vista de la economía, la sociología, la política y la geopolítica, sin olvidar la filosofía y la ética. Es decir, un campo esencialmente multidisciplinario. Aunque, como veremos, este concepto ya no sea suficiente, sino que debe dar paso al de una convergencia entre disciplinas.

No hay un acuerdo entre los ingenieros, no digamos ya entre sociólogos y filósofos, sobre qué es un robot. Hay varias definiciones, y aunque todas acaban siendo parecidas, hay más que diferencias de matices entre ellas. Svi Schiller, de la Universidad Ariel de Israel, lo caracteriza de forma sencilla como «un sistema mecánico programable». Se suele definir como un dispositivo autónomo o semiautónomo que realiza sus tareas bajo control humano directo, control parcial y supervisión humana o de forma completamente autónoma. Normalmente, es un agregado de programas (software, con cada vez mayores elementos de inteligencia artificial y cada vez más de big data, gigantescas cantidades de datos), telecomunicaciones, actuadores y motores y pilas o baterías, siempre en interactuación con su entorno, cuya información recoge gracias al progreso en los sensores. Para el ingeniero español Eduardo Castelló, un robot es un «algoritmo (es decir, por simplificar, un programa informático) capaz de interactuar físicamente (a través de algún dispositivo) con su entorno».

En su Libro blanco sobre estrategia robótica de 2009, el Ejército de Tierra de Estados Unidos aportaba una buena definición de robot: «Un aparato fabricado por el hombre, capaz de detectar, comprender e interactuar con su entorno» (aunque no se puede descartar que en un futuro no tan lejano los robots no los fabriquen las personas sino otros robots, o que los robots se incorporen en nuestros cuerpos).

El término, con cierta confusión, se utiliza cada vez más también para programas (habitualmente llamados bots, pero también robots) que actúan sin interacción mecánica sino de información, normalmente con funciones específicas, de ahí que se califiquen también de «sistemas expertos». Como los programas de inversión autónoma, robots financieros, que tienen algunos bancos, y que se perfeccionan día a día.

Automatización y autonomía

Tiende a haber, a la vez, una confusión y una confluencia entre robotización y automatización. No son lo mismo, pero acaban siendo lo mismo, como ocurre con la digitalización. Robotización, digitalización y automatización, insistimos, son parte de un mismo fenómeno, aunque muchos expertos insistan en diferenciarlos. El escritor y analista Nicholas Carr define la automatización como el uso de ordenadores y programas para hacer cosas que solíamos hacer nosotros mismos. Su precursora es la mecanización. Pero va mucho más allá por hacer cosas que no hacíamos.

Autómata o automático —hay una disciplina ligada a la robótica que es la Automática— es algo diferente a autónomo, como veremos. Y en este punto hay un problema semántico, pues los dos conceptos llevan a automatización, en inglés automation, palabra que tiene un sentido ligeramente diferente a automatization. Los anglosajones llaman automation a la técnica de hacer que un aparato, un proceso o un sistema operen por sí solos. Y de eso se trata, de máquinas que remplacen a las personas en las cadenas económicas. Y, sin embargo, lo importante es la autonomía, la capacidad, el margen, la libertad para decidir, y no solamente para hacer. Solo como novena acepción, el Diccionario de la lengua de la Real Academia Española define de forma muy insuficiente la automática como «ciencia que trata de sustituir en un proceso el operador humano por dispositivos mecánicos o electrónicos». Evidentemente, es una definición que se queda muy corta. La automatización no es algo nuevo, pero hasta hace poco se trataba, como indica el financiero Louis-Vicent Gavel, esencialmente de «automatización fija». Con los nuevos robots y los venideros, con los avances en programación, sensores, controladores y uso de la información estamos pasando, efectivamente, de lo automático a lo autónomo, con consecuencias en todos los ámbitos, incluido el modo de hacer la guerra. Baste un ejemplo: no es lo mismo un arma automática que una autónoma.

El futuro envejece rápidamente

Conviene recordar la famosa cita del crítico social H. L. Mencken de que «para toda cuestión compleja hay una respuesta simple, y equivocada», y aludir tanto a lo que sabemos, la ciencia, como a lo que no sabemos, la nesciencia, o a lo que sabemos que no sabemos. Una característica, un tema de nuestro tiempo, es la rapidez de los avances de las máquinas: ya sea en poder de cálculo, que supera ampliamente al humano; de memoria (también); de capacidad en lo grande y en lo muy pequeño, etc. La ley de Moore, que predijo que cada 18 meses se duplicarían los componentes en cada circuito integrado, y, por tanto, la capacidad de computación, se ha quedado incluso corta en otros aspectos, y ello sin entrar en las potencialidades de los ordenadores cuánticos. Ray Kurzweil, inventor y actualmente director de Ingeniería en Google, predijo en 1999 que la ley de Moore seguiría vigente hasta 2025, para dar paso a lo que llama la «ley de los rendimientos acelerados», es decir, un crecimiento exponencial del progreso tecnológico. Las máquinas superan ya a los seres humanos en muchas dimensiones y aspectos, y lo harán aún más en los próximos años. Los ordenadores cuánticos, en los que no entramos, entrañan grandes promesas de enormes saltos en estas habilidades. Estamos, si no en un punto, sí en un proceso rápido de inflexión.

Cuando se trata de predecir, sobre todo el porvenir, no es que sea difícil, sino que resulta más pertinente lo que dijera el escritor polaco Stanislaw Lem: «Nada envejece más rápido que el futuro». No se trata tanto de adivinarlo como de escudriñarlo en la medida de lo posible, pues el cambio no es solo muy rápido, sino también imprevisible en muchos aspectos, lo que no exime de pensar en sus consecuencias y en cómo reaccionar ante ellas. De lo que no hay duda es de que esto no hay quien lo pare. Y la revolución en marcha está cambiando no solo las relaciones del ser humano con las máquinas que ha inventado, sino también entre las propias máquinas —cada vez más autónomas y que crecientemente se van a inventar a sí mismas— y entre los propios seres humanos. Para empezar, tenemos que repensar nuestra relación con el trabajo, tan esencial para nuestro ser humano. De hecho, el trabajo, y el empleo, están cambiando de forma, mutando. Impactando todo en la forma de sociedad de este futuro que en parte ya ha llegado.

La primera revolución industrial, entre 1750 y 1830, fue la de la mecanización, la energía de vapor, los trenes y las nuevas máquinas. La segunda, la de la electricidad, el motor de combustión y el agua corriente, tuvo lugar entre 1870 y 1900, en ciertos casos algunos años más. La tercera, la de los ordenadores e Internet, ha disparado la globalización (pero también la puede hacer retroceder). Es curioso cómo las dos revoluciones industriales anteriores han ido de la mano de un nuevo tipo de energía, mientras que la tercera ha roto con ese patrón. Aunque se inició antes, realmente empezó a permear a partir de 1960 y alcanzó su punto álgido en torno al 2000. Ahora estamos en esta que el Foro Económico Mundial de Davos califica como la cuarta, aunque no ha supuesto aún el salto en productividad que implicaron las anteriores, como ponen de relieve varios estudios, entre ellos los de Robert Gordon. Pero en ella entran, interactuando y potenciando unas a otras, los avances en robótica, genética y biotecnológica, nanotecnología, inteligencia artificial, impresión 3D (o «manufactura aditiva», a través de microchorros en capas sobre capas de plástico u otros nuevos materiales para fabricar productos cada vez más complejos), entre otros.

Curiosamente, aunque estamos en un proceso de aceleración de los cambios, la velocidad del transporte no ha aumentado casi desde mediados del siglo pasado (salvo la alta velocidad en el tren). Los aviones no van más deprisa que hace veinte años, ni los coches. Sin embargo, todos son muy diferentes. Los pilotos de aviones lo que hacen es, esencialmente, dar órdenes, y todavía, a ordenadores. El coche autoconducido —que ya existe en pruebas y que hace cinco años se decía que tardaría más de diez en ser una realidad— está a la vuelta de la esquina, nunca mejor dicho, aunque aún tenga accidentes o produzca cierto rechazo.

No se sabe si habrá una quinta revolución o habremos entrado en una que será permanente —en buena parte, impulsada por las máquinas entendidas en un sentido amplio— y unirá las diversas disciplinas citadas, todo lo cual puede acabar cambiando nuestra naturaleza humana. Puede que ya haya lo que el experto en complejidad Brian Arthur llama una «segunda economía», amplia pero invisible bajo la forma de una automatización digital.

Estamos ante una confluencia de tecnologías, aún caótica, de los dominios digitales, humanos y físicos, como lo describe el Foro Económico Mundial. Se está generando una nueva estructura con la digitalización, la computación en nube y en niebla y los avances en inteligencia artificial, junto con toda una serie de nuevos sensores. Además de lo que puedan traer los avances en biología y su fusión con estas tecnologías.

Gregorio Martín Quetglas, ingeniero y catedrático de la Universidad de Valencia, para quien el ordenador es «un robot que no parecía tal», ve cinco procesos convergentes en una digitalización que es mucho más que una computarización: 1) la universalización del formato digital, aunque hay que vigilar que no produzca una pérdida o caducidad de datos, según apunta Rafael García Leiva, ingeniero informático en IMDEA Networks, como ha ocurrido en el pasado (¿no conserva usted algún disco floppy que ya no puede leer?); 2) el abaratamiento y miniaturización, y mayor eficiencia de la memoria; 3) la ubicuidad y movilidad; 4) la capacidad de recombinación con otras áreas de conocimiento; y 5) la convergencia de infraestructuras físicas y digitales, que incluyen otras formas masivas de memoria, como las famosas nubes, que están en servidores muy afincados en tierra.

El debate, del que está bastante ausente España y que aspiramos a enriquecer, está generando tecnooptimistas y tecnopesimistas. Erik Brynjolfsson, y Andrew McAfee, respectivamente director y codirector de la Iniciativa sobre Economía Digital en el MIT (Massachusetts Institute of Technology), que han revisado algo su tecnooptimismo, consideran que «los ordenadores y otros adelantos digitales están logrando para el poder mental —entendido como la capacidad de usar el cerebro para entender y dar forma a nuestro entorno—, lo que la máquina de vapor y sus descendientes hicieron por la fuerza muscular. Nos están permitiendo superar limitaciones anteriores y llevándonos a un nuevo territorio». Lleno de posibilidades, sí, pero también plagado de peligros. Edward Tenner, historiador de la tecnología, alertaba en 1997 de que esta puede resolver algunos problemas graves, pero para remplazarlos por otros de desarrollo más lento y persistente. Lo califica de «efecto venganza», y entre sus consecuencias destaca la forma de reordenar, recomplicar, regenerar y recongestionar algunas dimensiones de la existencia humana.

No se trata de caer en un neoludismo, en referencia al movimiento que a caballo entre el siglo XVIII y el XIX empezó Ned Ludd para oponerse violentamente —en un «desahogo de pasión», como lo describe Robert Skidelsky— a la introducción de unos nuevos tipos de telares mecanizados, pero sí de saber a qué atenerse, o al menos intentarlo. El biógrafo de Keynes no desprecia este movimiento, que entonces defendió apasionadamente en la Cámara de los Lores Lord Byron. Por aquellos tiempos un gran economista como David Ricardo alertaba de que la maquinaria «puede hacer redundante» a los trabajadores. Los luditas no pudieron impedir el surgimiento de las formas capitalistas de producción, y perdieron no solo en las fábricas, sino también en los tribunales. Hoy muchos tecnooptimistas, entre ellos numerosos empresarios, tienden a equiparar el enfoque negativo de la nueva tecnología con la posición de esos luditas.

Aristóteles, en La política, ya imaginó una cierta automatización. La idea de que un ser inanimado pueda cobrar inteligencia está ya muy presente en la mitología judía del Golem y en otros ámbitos. En El malestar en la cultura, Sigmund Freud avisaba en 1930 —una década muy rica en reflexiones sobre la técnica— de que lo que hoy llamamos tecnología había convertido al ser humano en una especie de dios con extremidades artificiales, un «dios protésico». «Cuando se apoya en todos sus órganos auxiliares es realmente magnífico; pero estos órganos no han crecido en él y todavía le causarán muchos problemas». Para Heidegger, uno de los que mejor reflexionó sobre el fenómeno, el cambio tecnológico a menudo implica una pérdida de humanidad.

Ansiedad tecnológica

La tecnología suele producir progreso, y nos aporta muchos beneficios, pero también genera ansiedad. Lo ha hecho casi siempre a lo largo de la historia. Según Joel Mokyr, Chris Vickers y Nicolas L. Ziebarth, autores de una monografía sobre el tema, hay tres tipos de ansiedad tecnológica. El primero lo provoca la idea de que el progreso tecnológico va a sustituir mucho trabajo humano por el de máquinas, lo que puede llevar a desempleo tecnológico en un grado nunca visto antes. El segundo viene de la mano de las implicaciones morales de este progreso para el bienestar humano: las primeras revoluciones industriales deshumanizaron el trabajo al hacerlo rutinario y repetitivo. La tercera forma de ansiedad deriva de todo lo contrario, de pensar que la era de los grandes progresos tecnológicos ya ha pasado y que los saltos en productividad serán mucho menores, lo que alimenta en parte las teorías económicas sobre el llamado «estancamiento secular», es decir, el no crecimiento económico. Cabe añadir una cuarta ansiedad, a saber, la del largo plazo de los beneficios que pueden conllevar estos avances tecnológicos, frente a las disrupciones sociales que van a provocar a corto plazo. Y es que hay un grave problema social de transición y de cómo y quién ha de gestionarla. Podríamos hablar incluso de un quinto tipo de ansiedad, derivado de la llamada «paradoja de la automatización», que en algunos casos nos hace hacer emplear más tiempo en hacer más cosas, como estar pendientes del correo electrónico y contestarlo, los whatsapps, Facebook, etc., pese a la ayuda de los nuevos asistentes digitales, como Siri (de Apple) o Cortana (de Android-Google).

Estamos ante un gran salto tecnológico. ¿Cuáles han sido en la historia de la humanidad los mayores progresos tecnológicos? ¿Importa más la electricidad o Internet? Probablemente, el factor, la invención, que más ha contribuido a la (relativa) liberación de la mujer en nuestras sociedades haya sido el agua corriente, pues antes muchas mujeres dedicaban esfuerzo y horas (y siguen haciéndolo en sociedades atrasadas) a llevar agua a sus casas. La sanidad, el váter (como se ve por su carencia en el mundo no desarrollado), irían después. ¿Es comparable la revolución que trajo la electricidad con la de Internet, la digitalización y la automatización con las nuevas máquinas que tanto utilizan las tecnologías de la información? Una gran diferencia es que la primera impulsó el crecimiento de las clases trabajadoras y medias, mientras la segunda puede llevar a remplazar, ya ha empezado a hacerlo, a muchos trabajos y trabajadores de estos sectores sociales. Y algunas nuevas tecnologías o empresas tienden al winner-takes-it-all (el ganador se lo lleva todo), lo que puede generar —y muy rápidamente— enormes monopolios o al menos oligopolios.

Algunos observadores apuntan a que el despegue de las tecnologías de la información, Internet incluida, no se ha visto acompañado tan rápidamente de otros adelantos. Mientras que en el cambio de siglo del XIX al XX sí se produjo una acumulación de avances tecnológicos, gracias a los aviones, los automóviles, los electrodomésticos, la sanitación pública, etc. Pero nuevos avances radicales que se pueden producir con la biotecnología, la nanotecnología y otras disciplinas, y su vinculación con la información y el ser humano, suponen nuevos grandes saltos cualitativos.

Martin Wolf, comentarista económico principal del Financial Times, señala que un romano de la antigüedad hubiera entendido nuestro modo de vida en 1840 bastante bien. Pero el de 1940 ya quedaba más allá de su imaginación. Y el de 2016, no digamos. A nosotros mismos nos podrá resultar difícil entender el de 2026... cuánto más el de 2050.

«El ser humano es el sistema de computador de más bajo coste, de 150 libras (75 kilogramos), de uso múltiple, que puede ser producido en masa por mano de obra no cualificada», señalaba en 1965 un supuesto informe de la NASA citado por Brynjolfsson y McAfee. Hoy la agencia espacial quizá no diría lo mismo, a juzgar por los avances en robótica y lo que algunos gobiernos (con Japón, Estados Unidos, China y Alemania a la cabeza) invierten en lograr avances tecnológicos en este campo.

Humanoides y humanos

La mayor parte de estas máquinas inteligentes ni las vemos ni se nos asemejan, y se esconden en muchos lugares visibles solo para los expertos. Hay, sin embargo, una tendencia a describir a los robots y darles formas antropomórficas —los llamados humanoides, androides o ginoides, según tengan apariencia de hombre o de mujer— y/o con inteligencia parecida a la humana, como el famoso ordenador HAL (siglas en inglés de Algorítmico Heurísticamente Programado) de 2001: una odisea espacial, la novela de Arthur C. Clarke, transformada en magnífica película por Stanley Kubrick. Qué decir de los Transformers o de los Terminators. Hay robots parecidos a un animal. Incluso un burdo robot con esa forma se percibe enseguida como un perro.

Aunque llevan con nosotros al menos desde los tiempos de Homero (aparecen varios en la Ilíada), son algo relativamente reciente. El primer diseño conocido de humanoide se atribuye a Leonardo da Vinci a finales del siglo XV, y lo hizo para el conde Sforza en la corte de Milán. Era un caballero que podía estar de pie o sentarse, levantar su visera y mover los brazos, todo gobernado por poleas internas. Siguiendo el diseño del genio de la Ilustración se ha reconstruido ese autómata y demostrado que funciona perfectamente.

Los robots nos acompañan desde hace décadas. El gran debate empezó en la Segunda Guerra Mundial, con los avances tecnológicos que la necesidad de situarse por delante en lo militar impulsó, como muchas otras veces en la historia. Si no se hubiera suicidado, víctima de un tratamiento químico para paliar su homosexualidad, el matemático británico que fue decisivo en el desciframiento del código alemán Enigma durante la Segunda Guerra Mundial, Alan Turing, habría definido este campo aún más de lo que lo hizo con esa máquina y con el test teórico que lleva su nombre y que averigua si uno está en comunicación con un ser humano o con una máquina (prueba aún no superada, aunque ocurrirá cualquier día). Después de que la revista Fortune llevara a su portada el titular «Máquinas sin hombres», la consultora Arthur D. Little anticipó, en 1949, «la emancipación de los negocios respecto del empleado humano». El propio Turing, en 1950, escribía que «solo podemos ver a poca distancia hacia delante, pero podemos ver un montón de cosas que hay que hacer». Por su parte, el filósofo británico Bertrand Russell se preguntó en 1951: «¿Son los humanos necesarios?».

Ahora entramos en la segunda revolución en la robótica, lo que Zvi Schiller llama Robótica 2.5, por la cantidad de información que las máquinas pueden manejar y porque estas empiezan a tomar decisiones al margen del ser humano, y a menudo mejor. Lo veremos. El filósofo Samir Chopra y el jurista Laurence White las llaman «agentes artificiales autónomos» (AAA): agentes, porque actúan en nombre de alguien; artificiales, porque no son personas orgánicas o animales; y autónomos, porque no se ven controlados por nadie, ni siquiera por los que los programaron o los pusieron en marcha.

Esta robótica responde también a necesidades humanas: poblaciones que envejecen y que necesitan cuidados (como la europea, la japonesa o incluso la china), la mayor complejidad de algunos procesos de manufactura, algunas condiciones inhumanas de trabajo o esferas a las que el humano no llega (el fondo del mar, el espacio y lo muy pequeño pueden ser ejemplos), la seguridad, la ayuda en el hogar, la medicina y la farmacéutica, la agricultura, etc.

Según el informe del Grupo Silvescrest, por citar uno de los muchos, la creciente capacidad de cálculo está convirtiendo el procesamiento de información de producto en una utility, en un servicio público. Google, el buscador, también es hoy un servicio público, aunque no le guste a la empresa que se lo califique como tal. El producto, en un mundo en que todo va a estar interconectado, guste o no, van a ser los datos, los big data, de los que viven muchas empresas que aportan servicios solo aparentemente gratuitos, pues revenden o utilizan de forma comercial esta información personal que damos voluntariamente o no. Y esto se va a aplicar cada vez más también a ese continuo entre lo digital y lo robótico que lleva a un mundo en el que trasladar las cosas físicamente para venderlas o usarlas va a importar menos, aunque en la historia, la información y el transporte —como indica este informe— siempre han ido de la mano. Como la globalización no se entendería sin esa revolución que supusieron los containers, una genial invención. Los contenedores, que rápidamente alcanzaron altos grados de estandarización en sus tamaños, fenómeno magistralmente estudiado por el economista, historiador y periodista Marc Levinson, son una base esencial de este proceso. Hoy se diseñan «contenedores de software» que lleven los programas y todas las herramientas necesarias para utilizarlos, para no estar buscándolas y añadiéndolas.

El negocio de los robots

En cuestión de años, no de décadas, máquinas cada vez más inteligentes van a hacer cada vez más cosas que hoy hacen las personas, y otras muchas a las que las personas no llegan. La robotización avanza implacable y rápidamente. Basten unos datos, solo referidos a robots industriales: en 2013 había 1,2 millones de ellos en uso; en 2015, 1,9 millones, con Japón a la cabeza (306.000), seguido de Estados Unidos junto con Canadá, China, Corea del Sur y Alemania. Se espera que la fabricación de robots pase de representar 15.000 millones de dólares en la actualidad a 67.000 millones de dólares en 2025. Solo en Japón, el Ministerio de Economía, Comercio e Industria (el famoso METI) calcula que el mercado para su robótica (incluyendo exportaciones) pasará de 860.000 millones de yenes (6.800 millones de euros) en 2013 a por encima de tres veces más en 2020, multiplicándose por diez para 2035, con el sector servicios pasando a ocupar el primer lugar en este mercado, seguido del manufacturero, la tecnología robótica, la agroalimentación y un desarrollo paulatino de los servicios asistenciales y de dependencia.

Algunos países, como Japón, Estados Unidos y la propia Unión Europea, a su estilo, tienen estrategias al respecto. Japón, país que impulsa una «revolución de los robots», aunque esté algo más atrasado en software, tiene una Estrategia de robots que es parte de su intento de revitalización económica. Los japoneses siempre han hecho una apuesta por el hardware más allá del software. Esta última es una de las grandes revoluciones que han perdido después de estallar su burbuja económica en los años ochenta. A día de hoy, no existe ninguna compañía japonesa importante de software, de programas informáticos. No hay un Microsoft o un Google japonés (tampoco europeo). Sin embargo, sus grandes compañías son tremendamente importantes vendiendo hardware: Toyota, Honda, Sony, etc. Quizás esta sea otra de las razones por las que el país del sol naciente ha conseguido despuntar en el mundo de la robótica. Esta revolución que propugna se basa en que los robots están pasando de hacer tareas rutinarias a otras más autónomas, aprendiendo ellos mismos y tomando iniciativas. Su segundo elemento es que son los propios robots los que aportarán más valor añadido recopilando o procesando ellos mismos información en grandes cantidades, como hemos señalado. Es decir, que el robot se convertirá en un «dispositivo terminal de información». La tercera transformación vendrá de la interconexión entre robots inteligentes, que puede ir mucho más lejos de lo que se ha dado en llamar el Internet de las cosas, un proceso que está en sus albores.

Esta revolución a la japonesa se refiere a avances en sensores y tecnologías de inteligencia artificial en todos los ámbitos, y a que el uso de los robots en la manufactura o en la vida cotidiana va a generar una sociedad con mayor competitividad sí, pero que se replantee las cuestiones sociales. Para ello, dice el texto oficial, «los robots de Japón deben cambiarse». Esta expansión, o revolución —y la citamos ampliamente por ser precursora—, se va a basar en tres pilares: 1) una base global para la innovación y creatividad en robótica en el país; 2) una sociedad que lidere mundialmente a la hora de maximizar su capacidad de robots para realizar una vida cotidiana con ellos, y 3) una estrategia mundial liderada por Japón para una nueva era de los robots en una sociedad dominada por los datos y máquinas interconectadas.

Norbert Wiener, reputado matemático del MIT que en 1948 acuñó el término «cibernética», previó la caída de los precios de muchos productos con la automatización. Dos años después de su Cibernética, escribía un libro titulado El uso humano de los seres humanos. En 1949, a petición del New York Times, escribió en un artículo que solo ha visto la luz recientemente su visión del futuro de los ordenadores y de la automatización. En él señalaba que «la tendencia de estas nuevas máquinas es a remplazar el juicio humano en todos los niveles (...). Ya está claro que esta nueva sustitución tendrá una profunda influencia sobre nuestras vidas, pero no está claro para el hombre de la calle lo que significará esta influencia». Con otra terminología, hablaba de sensores que recogen datos y ordenadores que los procesan de forma masiva. Y alertaba: «Si combinamos nuestras máquinas potenciales de una fábrica con la valoración de los seres humanos en los que se basa nuestro sistema actual, estamos en una revolución industrial de una crueldad sin paliativos». Se equivocó para su época. ¿Y para la nuestra? Concluía: «Solo una humanidad que sea capaz de asombro también será capaz de controlar los nuevos potenciales que se están abriendo para nosotros mismos. Podemos ser humildes y vivir una buena vida con la ayuda de las máquinas, o podemos ser arrogantes y morir».

La barrera entre los robots y los humanos, en el hogar, en la calle, en el trabajo, en la vida en resumidas cuentas, se ha roto ya. Ha empezado una nueva época, en la que quizá no podremos vivir con los robots, pero tampoco sin ellos. La inteligencia artificial, más o menos avanzada, está en todas partes. Y a medida que las máquinas se vuelvan más capaces y más inteligentes, el espacio para actividades únicamente humanas se estrechará o desaparecerá. Las máquinas, incluso los móviles que llevamos en nuestros bolsillos, hacen ya cosas inimaginables hace diez años. Los programas, los algoritmos (palabra que proviene del nombre de Abu Abdullah Muhammad bin Musa al Juarismi, el matemático persa más influyente del siglo IX), empiezan a aprender por sí solos, e, incluso —como decíamos—, si bien no llegan a tener emociones (veremos), sí logran emocionar y conocer las nuestras.

Empezaremos nuestro recorrido por aquí; por Eros, el dios griego del amor y la atracción sexual, para seguir con Minerva, la deidad de la sabiduría para los romanos; Circe, la divinidad de la magia; Vulcano, el dios de la industria; Hermes, el de las fronteras y hoy de la geopolítica y la globalización; y Marte, el de la guerra, para acabar con los nuevos Golems que hemos generado los humanos. ¿Serán los robots nuestros nuevos dioses? En todo caso necesitamos que entre ellos y nosotros hagamos aparecer a Harmonía, la diosa griega de la concordia.

1.

EROS: MÁQUINAS Y EMOCIONES

Numerosos aspectos en el ser y en la base del comportamiento humano oscilan entre la influencia del dios Eros y de Tánatos, el de la muerte, como Sigmund Freud apuntó. No puede ser menos en nuestra relación con las máquinas y los robots. Empecemos por el primero.

Cuestión de afectos

¿Puede un ser humano enamorarse o al menos tener una relación de afecto con una máquina?, ¿y puede una máquina llegar a sentir afecto por nosotros? Un profesor japonés, Takanori Shibata, actual director de Investigación del Instituto Nacional de Ciencia y Tecnología Industrial Avanzada de Japón, ha creado un robot foca bebé de peluche, llamado Paro (en España, Nuka), utilizado para tratar emocionalmente, en vez de con psicotrópicos, a personas de edad avanzada aquejadas de demencia senil o de Alzheimer, enfermos terminales de cáncer con cuidados paliativos, y también para niños con problemas como el autismo. Paro se usa como terapia neurológica y también como compañía, así como para asegurar el descanso de los cuidadores. Esta capacidad es una de las grandes características del robot foca, pues la tasa de abandono entre el personal cualificado es altísima, ya que hay enfermos que requieren cuidados 24/7 (veinticuatro horas al día, los siete días de la semana). Paro reduce las probabilidades de deserción. Resultado de la combinación de la robótica, la psicología y la neurología (se miden sus efectos en los cerebros de los pacientes), Paro es reconocido internacionalmente como «el robot más terapéutico del mundo». Y es verdaderamente impresionante. Desde luego, despierta ternura.

Pero no es el único. Con el objeto de aliviar la ansiedad en niños enfermos, el Media Lab del MIT (Massachusetts Institute of Technology) ha desarrollado para un hospital pediátrico un osito de peluche que habla. Sony fabricó un robot canino, Aibo, pero por una cuestión de costes dejó de repararlos en 2014, para disgusto de sus poseedores. Esta es una tendencia dentro del mundo de la robótica: los animaloides tienen grandes índices de aceptación debido a que se encuentran en el lado positivo de la curva llamada «valle inquietante», que ahora explicaremos.

En la película Her (Ella), un programa informático se relaciona emocionalmente por voz con sus dueños. El protagonista, Theodore, acaba enamorándose de Samantha, el sistema operativo convertido en su amante virtual, hasta descubrir que está en trato a la vez con otros 8.316 hombres y que tiene una relación amorosa con 641 de ellos. Claro que su voz no es sintética, sino la bien real y atractiva de Scarlett Johansson. Es ficción, evidentemente, pero no estamos lejos de esa realidad, si se la puede llamar así. En todo caso, más cerca que de los replicantes del filme Blade Runner, basado en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Estos son androides producto de las ingenierías genética, informática y mecánica, es decir, alejados de la robótica de la que hablamos aquí. También lo están las ginoides de Ex machina. En esta última película, que claramente bebe de La tempestad