La insurrección de Rosalera - Tade Thompson - E-Book

La insurrección de Rosalera E-Book

Tade Thompson

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Beschreibung

2067. Rosalera es una ciudad caótica y llena de vida... en parte extraterrestre. El alcalde, Jack Jacques, ha declarado su independencia de Nigeria. Pero la bóveda alienígena, en la que se basaba su prosperidad, está agonizando y las fuerzas del gobierno aguardan su extinción para poner término a la independencia de Rosalera. En los suburbios despierta una misteriosa mujer que no sabe quién es, pero que tiene recuerdos de algo mucho más antiguo y extraño. Entre tanto, otra forma alienígena, aparentemente una planta, ha arraigado en Rosalera y está atacando a Ajenjo y la bóveda.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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LA INSURRECCIÓN DE ROSALERA

TADE THOMPSON

Traducción de Raúl García Campos

Índice

Preludio. Campamento Rosalera, 2055. Eric

Capítulo 1. Rosalera, 2067. Alyssa

Capítulo 2. Aminat

Capítulo 3. Anthony

Pasaje de Kudi, una novela de Walter Tanmola

Capítulo 4. Alyssa

Capítulo 5. Aminat

Capítulo 6. Bewon

Capítulo 7. Anthony

Interludio: 2055, Lagos. Eric

Capítulo 8. Alyssa

Capítulo 9. Aminat

Capítulo 10. Bewon

Capítulo 11. Jacques

Capítulo 12. Alyssa

Pasaje de Kudi, una novela de Walter Tanmola

Capítulo 13. Anthony

Capítulo 14. Aminat

Capítulo 15. Jacques

Capítulo 16. Anthony

Capítulo 17. Aminat

Interludio: 2066, Lagos. Ubicación desconocida. Eric

Capítulo 18. Jacques

Capítulo 19. Anthony

Capítulo 20. Alyssa

Capítulo 21. Jacques

Capítulo 22. Aminat

Capítulo 23. Anthony

Capítulo 24. Jacques

Interludio: 2067. Eric

Capítulo 25. Aminat

Capítulo 26. Jacques

Pasaje de Kudi, una novela de Walter Tanmola

Capítulo 27. Anthony

Capítulo 28. Kaaro

Interludio: 2067. Eric

Capítulo 29. Aminat

Capítulo 30. Jacques

Capítulo 31. Aminat

Interludio: 2067. Eric

Capítulo 32. Walter

Interludio: 2067. Eric

Capítulo 33. Jacques

Capítulo 34. Kaaro

Capítulo 35. Jacques

Capítulo 36. Aminat

Capítulo 37. Jacques

Capítulo 38. Kaaro

Capítulo 39. Aminat

Capítulo 40. Alyssa

Capítulo 41. Jacques

Capítulo 42. Aminat

Interludio: 2067. Eric

Capítulo 43. Los Sutcliffe

Agradecimientos

Créditos

Para Cillian,que llegó sin pretenderlo

Preludio

Campamento Rosalera, 2055

Eric

No soy un asesino.

Me gustaría dejarlo claro, aunque esté limpiando mi pistola mientras comienzo esta narración, después de haber desmontado y limpiado mi fusil, con la intención de matar a un hombre. Órdenes.

Para los africanos, algo tan insólito como que un alienígena llegara a Londres a bordo de un meteorito y después se expandiera por el subsuelo no entrañó especial relevancia. Nuestra vida no cambió apenas. Las teorías conspirativas que intercambiábamos cobraron mayor interés, pero ahí quedó todo. Una taza de arroz seguía costando un dineral.

Cuando perdimos Norteamérica, se desató una disputa entre China y Rusia por ocupar tanto el vacío de poder como el económico. La taza de arroz se encareció aún más.

Sin embargo, ahora está aquí, en Nigeria, lo cual significa, al menos para mí, que habrán de cometerse ejecuciones extrajudiciales.

Espero fuera de la tienda del mando, desde donde emito ruido blanco, tal y como se me ha enseñado. Tengo las botas manchadas después de haber pasado por en medio de un barrizal. De hecho, ahora mismo, en posición de firme, estoy hundido casi hasta los tobillos, y produzco un chapoteo cada vez que me muevo. Se oye amortiguada la riña que está teniendo lugar dentro de la tienda, un hombre y una mujer, la voz de esta más segura y conocida para mí. Suena un frufrú y un hombre sale enfurecido, o tal vez es expulsado. Trastabilla y enseguida recupera el equilibrio. Se tira del faldón de la camisa para alisársela. Es como yo, delgado, de andares ligeros, con el pelo cortado prácticamente al rape. Pero también él emite ruido blanco, y se topa con mi mente casi al mismo tiempo que yo me topo con la suya, lo cual no deja de impresionarme porque todavía está alterado después de la discusión. Nos miramos a los ojos.

Inclina la cabeza a modo de saludo.

—¿Te ha entrenado Danladi? —me pregunta.

—El Hijoputa Danladi.

—Es el único que merece la pena —asegura.

A sus espaldas, la bóveda resplandece y después crepita, empezando por el ganglio. Hace viento, pero, gracias a las últimas lluvias, apenas hay polvo. En el Campamento Rosalera solo se conocen dos modalidades: o tormenta de polvo o baño de barro. A ambos nos llega el tufo de la alcantarilla descubierta. Noto que me tantea la mente, con curiosidad, al límite de lo cortés. Concluyo que es más fuerte que yo, y levanto de golpe todas mis defensas.

Aunque no se inmuta, me tiende la mano.

—Kaaro —se presenta.

—Eric —respondo.

—Descansa, Eric. ¿De dónde eres?

—De Lagos y de Johannesburgo. —Por muy corto que lleve el pelo, la gente puede ver que soy negro solo en parte. Hay quien intenta aprovecharse porque lo considera una especie de privilegio.

—Bien, Eric de Lagos y de Johannesburgo, ten cuidado. Está en muy buena forma.

Se encamina hacia la penumbra y enseguida se pierde entre la multitud del otro lado de la barrera. Sigo pensando en él cuando la mujer me llama.

No sé muy bien qué tratamiento darle, por lo que me limito a decir:

—Señora. —Ella no se presenta, pero es la directora de la Sección Cuarenta y Cinco. La S45 no es un departamento conocido del gobierno. Responde directamente ante el presidente y se encarga de asuntos inusuales con un equipo de agentes anónimos, y a los hombres como yo, o bien se nos contrata para que nos convirtamos en sus depredadores, o bien se nos persigue cuando nos convierten en sus presas. En sus inicios, se dedicaba a salvar a los falsos brujos de las iglesias fundamentalistas, pero ahora se ocupa de los fenómenos relacionados con los extraterrestres. Es nueva en el cargo, pero actúa como si hubiera nacido con él. Sus pupilas e iris son negros como el carbón, y como me cuesta sostenerle la mirada, opto por evitarla. El ambiente de la tienda es fresco y seco. En los pies solo llevo los calcetines, porque la mujer insiste en que el calzado se deje fuera. Su guardaespaldas es corpulento y permanece dos pasos por detrás de ella, con las manos entrelazadas por delante de la chaqueta, bien colocada la corbata.

—¿Sabes por qué estás aquí? —me pregunta.

—Se me dijo que me personara.

La mujer sonríe, aunque sin separar los labios, y sus ojos no se inmutan.

—Necesito que soluciones un problema.

Exhibe su riqueza como quien enseña el arma que lleva en el costado, del mismo modo en que los europeos portaban sus espadas, al descubierto, evidentes, un recordatorio de su rango para los demás, con deliberada ostentación, especialmente llamativa en el Campamento Rosalera, especialmente eficaz frente a los subordinados menos pudientes. Como yo.

No estoy seguro de a qué se refiere.

—¿Un problema, señora?

—¿Conoces a Jack Jacques?

—No, señora.

—¿Conoces a alguien en Rosalera?

—No, señora. Acabo de terminar el adiestramiento. Antes estaba en Lagos.

No percibo pensamientos procedentes de ella. Ya me habían advertido de esto. Los altos mandos cuentan con algún tipo de protección.

—Jack Jacques es un agitador —me explica—. Casi nadie lo toma en serio, pero yo sé por dónde va. Hay que pararle los pies. Así lo quiere el presidente.

Creo que se refiere a que debo detenerlo yo, y asiento entusiasmado. Estoy deseando demostrarle mi valía a la S45. Acataré las órdenes al pie de la letra porque es mi primera misión. El guardaespaldas se acerca a mí y me muestra una copia de las órdenes, en las que figura el sello presidencial, un documento que requiere de la huella de mi mano y de la cercanía a mi implante para desbloquearse.

Lo primero que veo es un rostro terso, sin una sola arruga, un hombre negro que mira a cámara, en cuyos ojos asoma una sonrisa que no termina de desplegarse, como la de un niño que reprimiera una carcajada en el momento de hacerse la foto del pasaporte. Jack Jacques parece tener veintimuchos años, es apuesto y si no resulta del todo afeminado es solo gracias a su mentón prominente. Tiene los labios carnosos, pero en mi opinión encajarían mejor en la cara de una mujer.

—Te dejo para que te familiarices con los detalles —dice mi superior—. No me decepciones.

Tanto ella como su guardaespaldas salen por un extremo de la tienda mientras yo me retiro por donde entré.

¿Dónde está tu arma reglamentaria?

En mi compartimento.

Entrégasela al intendente. No puedes utilizar el material oficial durante esta operación. ¿Puedes conseguir una pistola?

No creo que me haga falta disparar ningún arma.

Eric, ¿en qué crees que consiste esta misión?

Puedo detenerlo sin...

¿«Detenerlo»?

La directora dijo que...

A menos que te refieras a detenerle el corazón, creo que necesitas leerte las órdenes más atentamente.

Apenas se sabe nada sobre Jack Jacques. Se cree que emplea este nombre a modo de pseudónimo. Llegó al Campamento Rosalera casi un mes después de que surgiera la bóveda extraterrestre. El primer registro es el de la detención que llevaron a cabo unos militares. No se presentaron cargos. Al parecer, pecó de bocazas. La documentación no es del todo fiable. Una parte del texto dice que durante veinticuatro horas se negó a identificarse. Leyendo entre líneas, sospecho que lo torturaron. Cuando lo dejan libre, empiezan a circular panfletos en torno a la bóveda, libelos chabacanos en blanco y negro impresos en papel de escasa calidad.

¿Hasta cuándo tendremos que resignarnos a una vida que el resto de Nigeria, del mundo, dejó atrás ya antes de la era de los antibióticos? Apelamos al Gobierno federal para que nos proporcione viviendas, transporte público, carreteras, un sistema moderno de alcantarillado y, lo más importante de todo, agua potable.

Jack Jacques

Esta reivindicación se acompaña de una copia tosca de una fotografía de Jacques ataviado con un traje de una talla que no es la suya.

Aquí figura como signatario de una petición con la que se pretende prohibir el consumo de fauna y flora alienígenas. Aquí se recoge la declaración de una informante sobre una reunión de agitadores e izquierdistas. La mujer asegura que Jacques estuvo allí, pero no aporta detalles acerca de su participación.

No consta ninguna dirección ni se sabe de ningún colaborador.

Nunca he matado a nadie, pero la gente para la que trabajo cree que sí, motivo por el cual me han elegido para esta misión. Cuando la S45 te selecciona, siempre encuentra el modo de interrogar a tus amigos más cercanos. Sé quién dio el soplo. Aunque tampoco puede considerarse un soplo si no hay nada que soplar. Cuando tenía quince años, entraron a robarnos en casa, asalto que concluyó con la muerte de uno de los ladrones con el cráneo aplastado. El informe policial indica que yo le machaqué la cabeza con un pisapapeles, aunque mi hermana lo matase por accidente, cuando solo tenía la intención de aturdirlo. Mi hermana ya estaba fichada, así que la familia tomó la decisión de que fuera yo quien se comiese el marrón.

Estoy afeitándome la cabeza con una cuchilla sujeta a un peine. Puesto que el pelo rapado evidenciaría mi condición de militar, prefiero deshacerme de él. El espejo pende de una cuerda anudada en una de las varillas de la tienda. Se balancea con suavidad, y yo me muevo a su son para no perder de vista mi reflejo, meciéndome como un boxeador. Cuando termino, me cambio de ropa y salgo.

Es increíble lo ajetreado que está el campamento. Son las cuatro de la tarde y los buitres se lanzan en picado hacia los puestos del mercado, junto a los cuales devoran los cadáveres eviscerados que los carniceros desechan. El Campamento Rosalera consiste básicamente en un barrio de chabolas que se extiende alrededor de toda la bóveda extraterrestre, salvo por donde las torres de conducción eléctrica, los ganglios, se erigen en forma de columnas de tejido neuronal alienígena. El lugar es un caos de tiendas, de chozas de madera y de construcciones improvisadas y cobertizos de hierro ondulado. Existe una economía basada en el trueque que se combina con la del naira nigeriano oficial. El campamento se expande a diario, a medida que va llegando gente de... de todas partes. Los nuevos vecinos sencillamente vallan su terreno en la periferia y levantan su casa en él. Hay uno o dos edificios nuevos de hormigón, así como iglesias, mezquitas, templos y arsenales para los destacamentos militares encargados de mantener el orden. Hay también microgranjas, porque cerca de la bóveda se puede cultivar casi de todo en cualquier parte. En mi tienda tengo un algazul, que me traje porque la florista insistió en que me protegería de los fantasmas. En solo dos días ha echado tres flores moradas. Si tiras un puñado de semillas al barro, no tarda en brotar una fronda lozana, así que aquí arrancar malas hierbas es un trabajo a jornada completa.

Hay burdeles, sin ambages en el caso de las prostitutas, si bien se utilizan eufemismos como «gimnasio» en el de los prostitutos.

Camino por un riachuelo de orín medio estancado, el cual recorre un callejón ensombrecido por la proximidad de los edificios contiguos. Las incontables conversaciones se amparan en el anonimato de su propia cacofonía. Tengo los zapatos hechos un asco, pero eso es lo que pretendo. La ropa está raída, pero me parece bien, porque así no me echarán de ningún lado, ni me robarán.

En principio, me propongo ir a una cervecería, pero después doy con un sitio aún mejor: un club nocturno.

No bailo.

Todavía me brilla la mano derecha a causa del sello luminoso de la entrada, resplandor que, al atravesar el cristal, hace que la bebida cobre el aspecto de la lava. No tengo ni idea de qué clase de música suena, pero parece basarse en un bajo imponente. La pista de baile está llena. Cuando entras, hay una fila de críos que te limpian los zapatos, tras lo que la presión de la multitud te empuja hacia la pista en sí, un suelo de hormigón pulido por la infinidad de zapatos que se deslizan sobre él. Hay un escáner de implantes corriente en la entrada, para detectar a los policías, aunque no sirve para descubrir mi identidad enmascarada. En la esquina oeste hay una torreta robótica compacta, para mantener el orden.

No hay nadie en todo el local que esté pensando en Jack Jacques. Comprobarlo me produce dolor de cabeza, debido al esfuerzo de leer a tanta gente. Hago lo mismo durante dos noches hasta que encuentro algo.

Es un recuerdo de Jacques, de haberlo conocido. Esa persona está fuera del club, apoyada contra la pared. Me levanto para salir, pero entonces me tropiezo con alguien. Percibo su intención de golpearme antes incluso de expresarle mis disculpas. Me muevo para esquivar el golpe, no demasiado, a fin de no evidenciar mi entrenamiento. El simio pasa tambaleándose junto a mí y golpea a otro. Le piso el empeine y cae de bruces. Aprovecho la confusión para escabullirme.

La mujer está fumando, descalza, y lleva un vestido de un color indeterminado; no se ha maquillado y el cabello le cuelga lacio después de habérselo alisado. Advierte mi presencia al oír mis pasos, pero no me mira. Tengo tabaco, unos cigarrillos sueltos que he comprado dentro por si surgía una ocasión como esta. Yo no fumo, pero sé cómo se hace, así que enciendo uno. El resplandor de la punta de su pitillo me permite ver que no ha apartado la mirada del suelo, aunque estemos los dos apoyados en la misma pared, sintiendo las vibraciones de la música, y el calor que emana de los centenares de cuerpos.

—No estoy servicio —dice. I no dey duty.

Asiento y doy una calada.

—Y llevo uno arma.

Miro su vestido prieto y me pregunto dónde la habrá escondido. Supongo que se siente amenazada por mí debido a las agresiones que han sufrido tanto ella como otras mujeres que conoce y de las que ha oído hablar. Procuro que mi lenguaje corporal resulte lo menos amenazador posible. Ahora mismo no está pensando en Jack Jacques.

—Pues tendré que cascarme una paja —digo.

Funciona, le viene un recuerdo a la cabeza.

Me hago una primera idea del aspecto y la voz de Jacques. En el recuerdo que le robo viste un traje blanco. Casi toca con la cabeza el techo de la caseta donde ella trabaja, lo cual me indica que es bastante alto. Lleva una corbata negra, y un sombrero, de ala curva, abeti aja, como los que usan los yorubas. Actúa con naturalidad y da la impresión de ser una persona limpia, a pesar de toda la porquería que lo rodea.

—¿Tienes cigarrillo para mí? —me pregunta la mujer. Ha terminado el suyo y tiene la mano tendida. Se lo doy. Por el orificio del brazo de su vestido veo el extremo de un tatuaje. Imagino que es el nombre y la aldea de su madre. Aquí a las mujeres se las viola y se las asesina, e incluso con los implantes, a menudo cuesta localizar a los familiares, por lo que en Campamento Rosalera las mujeres llevan tatuajes.

El recuerdo de Jacques resurge. Le parece atractivo y da gracias por que huela bien. El recuerdo vuelve a empezar y, durante una fracción de segundo, es a mí a quien la mujer ve con el traje blanco y con el sombrero, antes de recuperar a Jacques.

«Desnúdate», le ordena Jacques.

«¿Cómo quieres mí? ¿Delante o detrás?», pregunta ella.

«Quiero que des botes en la cama y que gimas como si te estuviera reventando con la polla —dice él—. Te pagaré el doble. También dirás a todo el mundo que follamos, sobre todo a los muchachos que vienen conmigo. ¿Podrás hacerlo?»

Puede hacerlo, y así lo hace.

Al día siguiente un camión es devorado por las llamas, no muy lejos de mi tienda.

Duermo muy mal. Cuando le arrebatas los recuerdos a alguien, estos intentan encajarse entre los tuyos. Tu mente los interpreta como un cuerpo extraño y, si no me equivoco, intenta purgarse. Al no conseguirlo, reproduce el recuerdo mientras trata de clasificarlo. Por eso no me gusta leer la memoria de los demás, y agradezco que en la S45 me enseñaran a mantenerla a raya. Observo más detalles de la escena: las uñas cortas de Jacques, sus nudillos en carne viva, el incisivo torcido, su paquete prieto, señal de que estaba excitado, aunque lo controlaba. Durante una de las reproducciones del recuerdo, Jacques deja de hablar y me mira a mí.

—Puedo verte, Eric —dice—. Estaré preparado cuando vengas a por mí.

Después sus ojos explotan y empieza a vomitar. Me despierto.

Mi tienda está llena de humo, procedente del camión incendiado. Unos muchachos pretendían tirar residuos tóxicos por la noche, en la periferia, pero los cogieron cuando el cieno verdoso comenzaba a filtrarse en la tierra. Los muchachos escaparon, pero el camión no. Espero que esta misión no me provoque un cáncer.

Salgo en busca de indicios. Esto no va de pamplinas sobre magia y misticismo. Los alienígenas se han apoderado de la información presente en la atmósfera para aprovecharse de ella. Esto lo han conseguido desplegando una celosía de células artificiales, de «xenoformes», interconectadas alrededor del planeta, lo que ha dado lugar a una mente global conocida como «xenosfera». Al igual que algunas otras personas, puedo acceder a esa información, motivo por el que la S45 me contrató. Es una habilidad muy útil, sobre todo cuando hay que buscar a alguien. El campo alienígena está vinculado a la mente de los habitantes de la Tierra y los datos pueden circular en ambos sentidos porque los xenoformes no están unidos solo entre ellos. Están unidos también a los receptores de la piel de los humanos, lo que les permite acceder a su cerebro, del cual, de forma inadvertida, extraen aún más información. Empiezo temprano. Quiero averiguar dónde trabaja la prostituta. Aguardaré y estaré atento hasta que aparezca Jacques. Sigo caminando hasta que tengo un déjà vu. La gente que nos dedicamos a esto compartimentamos de un modo muy distinto. ¿Cómo, si no, podríamos diferenciar nuestros verdaderos déjà vu de los que nos provocan los recuerdos que hurtamos?

Oigo a un hombre a mis espaldas, pero no con los oídos. Por lo alto que piensa, dudo que sepa quién soy. Cuando me giro en medio del callejón para mirarlo, oigo entrar a su compinche, que bloquea el otro extremo.

—¿Qué queréis? —digo—. No voy a resistirme.

—Aquí no se puede entrar sin pagar las tasas primero, novato —dice el hombre que está detrás de mí.

Bien. El jefazo del barrio quiere cobrarse. En esta zona se trataría de Kehinde. Taiwo, su gemelo, gobierna el lado opuesto de la bóveda. La información recabada sostiene que ambos son despiadados, y que se profesan un odio mutuo. Se cuenta que en una ocasión las bandas organizaron una cumbre de paz, la cual terminó con una pelea entre los gemelos, a puñetazos, sin decirse nada, cada vez más exhaustos, pero obcecados, que se alargó durante horas. Según la leyenda urbana que relata el suceso, lucharon de sol a sol. Según la informante de la S45, la reyerta solo duró cuatro horas, con varias pausas de por medio. Cuando terminaron, ambos tenían la cara machacada y los nudillos abiertos.

—Decidme —les pido—, ¿conocéis a Jack Jacques?

—Tú aquí no pintas nada —dice Kehinde.

Es curioso. Esperaba encontrarme con una especie de padrino caricaturesco, pero el aspecto de Kehinde es de lo más normal. Lleva una camisa corta y unos tejanos desgastados que combina con unas botas sin marca de las que calzan los habitantes más respetables del Campamento Rosalera. Le sobra algo de barriga, pero debe de tener más de cincuenta y cinco años, así que lo puedo entender.

Sé que aquí no pinto nada. El campamento es un lugar lleno de gente enferma o desesperada, y de criminales. De gente enferma porque, cuando la bóveda se abrió, curó a las personas que había cerca, lo que la transformó al instante en un híbrido entre La Meca y Lourdes. La gente desesperada es la que no tiene otro sitio adonde ir. Mendigos mugrientos, desgraciados, extremistas religiosos, esa calaña. Los criminales no necesitan invitación, están por todas partes. Yo no estoy enfermo ni desesperado, ni soy un criminal. Y ellos lo saben.

—Busco a Jack Jacques. Vi su panfleto sobre la igualdad. Quiero ayudar.

Todos se ríen, pero mi ingenuidad hace que resurja un recuerdo común. Jacques y Kehinde, con algunos otros al fondo, en este mismo sitio.

Tenemos que aprovechar la oportunidad. Estamos ante una nueva sociedad, ante un nuevo comienzo. Quiero hacer algo bueno con todo esto, acabar con el caos, que nos convirtamos en un faro para el resto del país, qué cojones, del mundo.

Viste un traje de color crema. En mi mente, el recuerdo parpadea y el traje se vuelve blanco, como en el recuerdo de la prostituta.

Kehinde se ríe. ¿Y qué lugar ocupo yo en este jardín del Edén? ¿Qué papel desempeñan los hombres desobedientes?

Jacques se inclina hacia él. Para tener un jardín, antes hay que plantar una primera semilla, que soy yo. Después hace falta el abono, que eres tú. El estiércol no huele demasiado bien, pero es imprescindible.

Siento que Kehinde se pone tenso, aunque está de acuerdo. Muchachos, este tipo acaba de llamarme «pedazo de mierda» de la forma más elegante posible.

Las risas resuenan desde el pasado, entremezcladas con las del presente.

Sé que no debo cuestionar las órdenes, pero empiezo a preguntarme qué hay de malo en dejar que este sujeto, este tal Jacques, ponga sus ideas en práctica. Ya que siempre va a haber criminales, ¿por qué impedirles apoyar una causa noble? ¿Por qué tenemos... tengo que matarlo?

Me dicen que espere a que la asistente de Jacques se ponga en contacto conmigo. Hago tiempo excavando zanjas. Una vez el Hijoputa Danladi me dijo que los trabajos más duros son los mejores durante las misiones secretas. «Te mantienen en forma, y además puedes pensar mientras te mueves.» Tiene su parte de razón. Al cabo de una semana, mis músculos se han endurecido, pero las canciones que entonamos para mantener el ritmo me resultan hipnóticas, de tal forma que caigo en un estado de ausencia de pensamientos mientras proceso sin darme cuenta las anécdotas picantes que los hombres se cuentan entre ellos. Prefiero no repetirlas aquí. Por las noches bebemos matarratas y burukutu, ambos elaborados en la calma de los baños más selectos.

Estoy apoyado sobre un pico, esperando a que el agua salga del canal que estamos abriendo, cuando se acerca una mujer. Está en blanco, es decir, que no oigo sus pensamientos. A veces ocurre. Algunos humanos son inmunes a las esporas extraterrestres, mientras que otros, como mis superiores, deben tomar precauciones. Los niños siguen chapoteando en el agua, y el supuesto capataz tiene que espantarlos cada vez que aparecen.

La mujer se detiene al borde del canal y se me queda mirando.

—¿Tú eres Eric?

—Sí.

—¿Qué quieres del señor Jacques?

—Quiero trabajar para él.

—No puede pagarte.

Me encojo de hombros.

La mujer me observa como quien examina un siluro para determinar su frescura, hasta que al cabo menea la cabeza.

—No. No me gustas. Márchate por donde has venido. —Gira sobre sus talones para marcharse, pero la sujeto por el tobillo.

—Espera —le pido.

—Aparta la mano.

—Te aseguro que comparto su idea de...

Que te den.

Sacude la pierna para soltarse y se aleja.

Hay que reconocer que la mujer tiene buen olfato. Debería haberme mostrado más ambicioso. En Nigeria nadie se fía de la gente con ideales, ni siquiera en las iglesias fundamentalistas. Al fin y al cabo, esa es la razón por la que van a matar a Jacques. Supongo.

Vigilo la morada de Kehinde con los ojos y también con la mente, confiando en que en algún momento aparezca Jacques. Lo único que hago es excavar zanjas, lavarme y comer allí mismo, para después venir aquí y esperar. Llegado el día cincuenta y uno, cuando ya estoy tan fibroso como si llevara excavando desde que nací, Jacques irrumpe en la zona mental alienígena con una intensidad tal que parece haberse presentado en persona. Pero no es así.

Es por la tarde. La plancha ondulada de hierro sobre la que estoy sentado me calienta el culo con el calor del sol huidizo. Veo a la asistente de Jacques subirse a un todoterreno con Kehinde. Van a reunirse con él, y no dispongo de ningún vehículo con el que seguirlos. De forma instintiva, salto de techo en techo para no perder el coche de vista. No voy practicando parkour precisamente; me tambaleo y me veo obligado a improvisar, a seguir adelante mientras trastabillo, a punto de quedarme paralítico, aprovechando el resplandor verdoso de la bóveda. Ignoro las blasfemias de los habitantes de las chabolas, cuyos techos destrozo, llegando a hundir el pie izquierdo en ellos por lo menos una vez. Cuando el todoterreno se detiene, veo que no se trata de una reunión. Es una pelea. Uno de los contendientes lleva un alienígena conocido como «farol» en torno a la cabeza, a modo de aureola. El otro ha traído un «homúnculo». Interesantes elecciones. Luchadores reforzados con extraterrestres. Estas cosas solo suceden en Rosalera.

El homúnculo es un mamífero que participa de una mente colmena y que está revestido de grasa neurotóxica. Tiene el aspecto de una persona de muy escasa estatura, sin vello y dotada de unos ojos relucientes. Si se lo separa del rebaño, se adherirá al mamífero más cercano. La neurotoxina no afecta a aquellos a los que se aferra, por lo que al luchador no le pasará nada. Al contrario que al rival. Los faroles, por su parte, parecen faroles voladores chinos y exhalan nubes psicodélicas. El enfrentamiento puede ser largo y emocionante, o rápido y brutal. Oteo la escena en busca de Jacques, pero no debería haberme molestado. Entra en el cuadrilátero antes de que dé comienzo el combate y pronuncia un discurso breve. Bajo del techo de un salto y me acerco al cuadrilátero, notando el peso y el calor del arma que llevo en la pretina. Me abro paso entre los espectadores a empujones y apaciguo su mente, no quiero que me distraigan. Tengo visual y estoy a unos treinta metros. Me...

Todo se para.

El sonido se extingue, el viento amaina y la gente se queda inmóvil, pero no solo eso, es que además ha dejado de pensar. Un grifo se cierne sobre mí. Un grifo, la criatura mítica de las leyendas, con cabeza y alas de águila y cuerpo de león. ¿Por qué estoy viendo un grifo? Se posa, se rasca con el pico y gira la cabeza para fijar un ojo en mí. Su mirada me resulta familiar.

—Ah, muy bien. Eric de Lagos y de Johannesburgo. Sí. Eric, bueno, si estás viendo esto, es que has encontrado a Jack Jacques, lo cual, me temo, significa que estás en peligro y que apenas dispones de unos minutos para reaccionar.

—Pero ¿qué...?

—¿Hago yo en tu mente? No estoy en tu mente. Al menos, no ahora mismo. Ya me he ido, por lo que esto es... una especie de mensaje que he dejado para que se activara si se daban determinadas circunstancias.

—Pero si impedí tu intento de intrusión... —Es él, el tipo del pelo rapado que conocí cuando me presenté al servicio, Kaaro.

—Ah, sí. Tiene gracia. Pero no, no lo impediste. Sencillamente, dejé que pensaras que sí. Ahora no tenemos tiempo para esto, Eric. Tú no eres un asesino.

—¿No lo soy?

—No. Tu carácter no es el adecuado. Tienes unas habilidades impresionantes, y quizá sí que podrías llegar a matar en defensa propia, pero nunca apretarías el gatillo sin que te provocaran antes.

—Has leído...

—Tu ficha, sí. Cierra el pico y presta atención. En realidad, tu tarea consistía en dar con Jacques. Y lo has logrado. Genial. Bien hecho. Oku ise. La siguiente fase consiste en eliminarlo.

—¿No has dicho que yo no soy un asesino?

—La siguiente fase para la S45, no para ti.

—Y entonces ¿yo qué tengo que...?

—¿Hacer? Bueno, tú vas a morir con Jacques. Pretenden utilizar tu implante como dispositivo diana. Hay un equipo de operaciones especiales a la espera. Apuesto a que ya viene de camino. Lo sé porque mi misión era enviarles una señal, y sabe Salomón que así lo he hecho.

—De modo que yo...

—No, sea lo que sea aquello que estés pensando, no. Aunque consigas detenerlos o escapar, el plan B es un dron a la espera. Si el equipo ese fracasa, el dron lanza un misil con un radio de cien... ciento cincuenta metros. ¡Bam! No me preguntes cuál es el plan C. Siempre hay contingencias, Eric. Es cuanto necesitas saber.

—¿Por qué me cuentas esto si no hay esperanza?

—Yo no he dicho que no haya esperanza. Todas las demás situaciones posibles dependen del funcionamiento de tu implante. Si lo desactivas, quizá tengas una posibilidad de escapar.

—Pero yo no sé cómo se...

—Ah, puto atontado. Estás en la guarida de un criminal. ¿Para qué te iba a hacer falta saber hackear implantes? Buena suerte, hermano. Búscame si sobrevives. O mejor no, no me busques. No quiero meterme en líos.

El mundo se reanuda. Jacques empieza a exaltarse mientras habla de que el Gobierno federal no tiene ninguna intención de incluir a Rosalera en los presupuestos. Cambio de dirección y busco a su asistente. Se le dilatan las pupilas cuando me ve, para después encogérsele de nuevo.

—Te dije que...

—Tienes que llevarme tan lejos como puedas de tu jefe, y necesito que me hackeen el implante. Cuanto antes.

—Eric...

—Hay vidas en juego. La tuya incluida. —Aprieto la pistola contra su costado.

Aunque no se inmuta, responde:

—Está bien, ven conmigo.

Estamos cerca del ganglio más grande. El técnico dice que emana un campo electromagnético que obstaculiza el rastreo. No discuto, puedo verlo en su prosencéfalo. La proximidad me produce cierta angustia. La terminación nerviosa de un extraterrestre gigantesco se antoja escalofriante, sobre todo cuando se sabe que los latigazos eléctricos aleatorios pueden matar a quienes se encuentran cerca. El hombre da con mi identidad falsa y con la verdadera, las cuales es posible distinguir si se sabe lo que se busca. Transfiere las dos a una bestia de vigilancia cibernética reprogramada, un halcón BVC, y le deja libre.

—Felicidades —dice—. Ya no eres nadie.

Meneo la cabeza.

—El hardware sigue ahí. Veinticuatro horas de libertad, a lo sumo.

Veo alejarse al halcón, libre, con mi yo y mi no yo.

—Sabía que ocultabas algo —dice la asistente.

—Pero ahora está a salvo. Eso es lo que importa, ¿de acuerdo?

—¿Qué piensas hacer?

—Quedarme aquí sentado y esperar a que me detengan.

—No tiene por qué ser así. El campamento está lleno de fugitivos que quieren empezar de cero, y a Jack le sería de gran ayuda alguien adiestrado por la S45.

—He intentado matarlo.

—Nada de eso. Aunque hubieras llegado a apuntarle, y, por cierto, los hombres de Kehinde te habrían dejado como un colador, dudo que hubieras llegado a apretar el gatillo. Diría que eres una persona de principios.

Voy a responderle cuando suena un silbido breve y agudo. Sé lo que es antes de oír el estruendo, y me tapo los oídos. Ataque de dron, bomba compresora. Veo el rastro, que lleva a la zona del combate.

La asistente y yo nos levantamos y echamos a correr por donde hemos venido.

Cadáveres desmembrados, extremidades por todas partes, sangre mezclada con el barro que forma una espuma rosada, edificios derruidos en un diámetro de cincuenta metros, escombros salpicados de restos orgánicos. El cuadrilátero ha quedado arrasado, los contendientes han desaparecido. No hay ningún cráter ni se ve ninguna llama. Las bombas compresoras no producen ese tipo de efectos. Son, en esencia, portales que se abren a un vacío que absorbe la materia, y que después se cierran aprisa, invirtiendo el flujo y proyectando esa materia hacia fuera. Los huesos de las propias víctimas sirven como metralla.

Yo soy el responsable. Es evidente que me localizaron por telemetría y que hicieron sus cálculos. O tal vez Kaaro me mintiera en cuanto a lo del equipo de operaciones especiales. ¿Quién sabe? Llevará semanas identificar todos estos cadáveres.

—¿Es ese? —pregunta un hombre a mis espaldas.

Sé que es Jacques antes de darme media vuelta. Sé también que se dispone a atacarme, pero no me aparto. Sabe soltar un puñetazo, y yo encajar una paliza. Se tira como diez minutos golpeándome, sin romperme nada. Le dejo hacer porque quiero recibir mi merecido. Toda esta gente ha muerto por mi culpa.

Se erige sobre mí, la camisa manchada con mi sangre, respirando con pesadez, mirándome con los ojos de un dios iracundo; la asistente le tira del brazo.

Se marchan.

Descorro la cortina de mi tienda, que me encuentro invadida por una fronda abigarrada, tan crecido ahora el algazul que lo ocupa todo. Cojo prestado un machete y me pongo a dar tajos hasta que logro llegar a mis cosas. Hago señas para que entren a sacarme.

El número de muertos asciende a cuarenta y ocho, y el de heridos a unos cien. Paso un tiempo arrestado, se me somete a un juicio secreto y me dejan libre tras una sentencia por el tiempo ya cumplido, aunque me relegan a un puesto administrativo. Estoy al tanto de las noticias. Jacques sigue vivo; ahora es un asunto demasiado candente entre la población como para ejecutarlo, si bien en Nigeria eso no es sinónimo de inmunidad.

Estoy en una oficina local de Lagos, en el culo del mundo, persiguiendo a los párrocos que se dedican a cazar brujos. He oído que Kaaro sigue destinado en Rosalera.

No lo envidio.

Capítulo 1

Rosalera, 2067

Alyssa

Soy.

Escribo esto para vosotros, para que entendáis la futilidad de vuestra condición.

Ya he visualizado el futuro de mi propósito, y llego a cumplir mi misión a costa de vuestra supervivencia. Yo gano.

Si pudierais verme ahora, tendría el aspecto de una araña, aunque en realidad tengo muchos, muchísimos más miembros. Cientos. Pensad en una araña con cientos y cientos de patas, tal vez miles, tal vez más. Puedo llegar a rodearme de infinitas extremidades. Cada una de ellas toca una única célula. Si estáis vivos y leéis esto, estoy tocando vuestras células.

A la hora de escribir esto no tengo nombre. De hecho, no estoy viva del mismo modo en que lo estáis vosotros, pero ya lo iréis entendiendo. Tampoco estoy escribiendo esto en un sentido estricto, sino mediante combinaciones de transmisiones neuronales que se activan y desactivan. En el futuro adoptaré multitud de nombres. Puesto que mi visión del futuro me dice que los nombres ayudan a los humanos a concebir aquello que no comprenden, os daré un nombre por el que llamarme.

Molara.

Soy un programa recolector, y mi tarea consiste en reunir. Primero mis células, para vincularlas después. Lo sé, lo sé, si tengo células es porque estoy viva. No. Mis células fueron fabricadas por entidades inteligentes desconocidas para vosotros. Cuando haya reunido suficientes células para mí, tejeré mi red, como una araña. Es lo que hago mientras espero. Y aquello que espero sí que está vivo en el sentido en que vosotros concebís la vida, pero puede que no llegue nunca. Debo aguardar hasta que muera.

Aún falta mucho para mi muerte. Habrán de pasar millones de vuestros años. Lo más probable es que vosotros muráis antes que yo. Al contrario que vosotros, yo estoy bien fabricada.

Empiezo con unas pocas células, de las pocas que han resistido la dispersión. Dos de ellas se unen, una dominante y la otra pasiva, una que actúa como cabeza, y la otra, como pata. Esta pata se estira como un filamento, encuentra más células y las añade a la cabeza. Cuando reúno una masa crítica de cinco mil millones de células, cobro conciencia.

Pienso; soy.

Empiezo a escribir esto para vosotros.

Todavía no estáis aquí. La atmósfera está llena de azufre y, aunque algunas cosas, algunas cosas vivas, se agitan bajo la vastedad de las aguas, mis células no operan bien en ese medio. Sigo intentándolo, pero no hallo una inteligencia destacable con la que conectarme.

Espero.

El tiempo pasa; llega otro meteorito impregnado de más células, aunque no son suficientes. Lo que conocéis como Explosión cámbrica me mantiene ocupada. Salís del mar y pasáis a la tierra. Os examino, pero no estáis preparados. Cuando una roca atraviesa la atmósfera y provoca la extinción de los gigantes, sufro daños, pero soy resiliente. Vuelvo a crecer, pongo a prueba a los pequeños animales peludos que después dominan la macrobiosfera. No están preparados. Caminan primero sobre cuatro patas, y después sobre dos. Con la braquiación forman comunidades tanto en los árboles como en tierra. Utilizan herramientas. Empiezan a acercarse. El uso de herramientas cambia las cosas, y los pliegues especializados del cerebro van moldeando una naturaleza cada vez más compleja. El pulgar se sitúa en oposición a los otros dedos. Nacen los precursores de los humanos. Comienzo.

Me conecto a las terminaciones nerviosas de la piel y las empleo para acceder al sistema nervioso central, extraigo información, la cotejo y la envío a casa, a las capas superiores de la atmósfera. Todo esto lo hago mientras el Homo sapiens desarrolla la capacidad de hablar. En las instrucciones que recibo de Hogar, mis creadores me dicen que empiece a reemplazar las células humanas por las que hemos fabricado nosotros. El proceso no está exento de complicaciones. Algunos de vosotros adquirís la habilidad de acceder a la red de información, de ver lo que yo veo, de leer los pensamientos y, en ocasiones, incluso de conocer el futuro. Los llamáis «sensibles». Dado que esto no me beneficia, mato al uno por ciento de los individuos que poseen esta habilidad, como siempre, poco a poco, a fin de pasar desapercibida.

No creáis que es la primera vez.

Los organismos se han devorado los unos a los otros a lo largo de la historia de vuestro planeta. Vuestra existencia es una prueba de ello. Si estáis aquí es porque una bacteria se tragó a otra. Eso que vosotros llamáis «humano» no es más que un caldo de cultivo para las bacterias. El organismo contiene más células bacterianas que humanas.

Por tanto, no os resistáis, no temáis. No padeceréis ningún dolor, y nosotros os facilitaremos la transición. De todas formas, vuestra humanidad es algo que derrocháis, esparciendo vuestras semillas con despreocupación, desparramando vuestro ADN, como si fuese basura. En esencia, seguiréis siendo los mismos. Tendréis el mismo aspecto, y ¿quién sabe? Quizá incluso conservéis un atisbo de conciencia. La única diferencia será que ya no ocuparéis el asiento del conductor.

Convertíos en mí.

Y después, convertíos en nosotros.

Alyssa.

Alyssa se despierta sin recordar nada aparte de su nombre. En cuanto abre los ojos, el corazón le da un vuelco y se le desboca, mientras la respiración se le vuelve acelerada y superficial. Se incorpora sobrecogida de pánico. Un sueño se desvanece de su memoria, unas imágenes tenues que la inquietan, sonidos y conceptos que no se explica, palabras cargadas de sentido, ahora perdidas.

Se ciñe al cuerpo las mantas desarregladas, y se sobresalta al sentirlas tensarse. Hay un hombre en la cama, vuelto hacia el lado opuesto, con un pantalón de pijama. Alyssa se aparta hasta que se escurre por el borde de la cama y cae al suelo enmoquetado. No entiende nada.

Se encuentra en un dormitorio, con una ventana por encima de la cama, a través de cuyas cortinas se filtra la luz del amanecer; un sillón de lectura en la esquina opuesta, frente a la puerta; una mesita de noche a cada lado, ambas con una lámpara de lectura, una pila de libros en rústica en el lado de ella y una revista en el de él; fotos enmarcadas en todas las paredes; un baño incorporado en la habitación con la puerta entornada; un armario empotrado frente a la ventana, una puerta abierta con un vestido largo colgado de ella. Hay un calcetín azul tirado en la moqueta, junto a unas pantuflas desparejadas. La habitación no está recogida, pero tampoco está desordenada. Se hace vida en ella, se le da uso, pero Alyssa no la reconoce y se encoge junto a la cama, apretada contra la pared.

¿Dónde estoy?

El hombre aspira y resopla de vez en cuando. La manta se infla y se desinfla como si estuviera viva. Un vello rubio salpica la espalda del hombre. Alyssa sabe que no ha perdido la memoria porque conoce la palabra «memoria».

—Memoria —dice, solo para oír el vocablo, pero incluso su voz le suena extraña.

Nota la dureza y el frescor de la pared en su espalda, palpa las fibras de la moqueta y percibe el olor humano de la estancia, a vestigios de perfumes, de colonias, de pedos furtivos, de fluidos sexuales y de zapatos viejos. Sabe lo que son todas esas cosas. Se mira los brazos y las piernas. Se fija en el anillo de matrimonio, en el de compromiso. No tiene cortes ni cardenales. Tampoco marcas de cuerdas. Necesita hacerse la manicura. Recorre el camisón, se examina el vientre, el pecho. No observa ningún problema. No se siente mareada, como si estuviera ebria. En realidad, nota la cabeza perfectamente despejada, salvo por el hecho de que lo único que sabe es su nombre.

Se levanta y bordea la cama, de puntillas, los ojos clavados en el hombre que duerme en ella. Este no se despierta. Le ve la cara según se acerca. No le causa rechazo, y espera a reparar en algo que reconozca, que le indique que todo está bien, pero ni repara en nada ni todo está bien. Mira el anillo de matrimonio que el hombre lleva en la mano izquierda. ¿Será su marido? Estudia las fotos enmarcadas.

En la más próxima a la ventana está ella con el hombre que duerme. Ve su cara reflejada en el cristal, sobrepuesta a la fotografía. No reconoce su rostro, pero el reflejo y la mujer de la foto son iguales. Tanto Alyssa como el hombre ríen en la foto. Él aparece de perfil, con la boca sobre el cabello de ella, que es muy abundante. Se pasa una mano por la cabeza y comprueba que lleva el pelo más corto. Están en la calle, hace sol, y al fondo se ven unas cumbres nevadas. No recuerda aquel momento.

La segunda imagen es todavía más alarmante. Hay...

—¡Mamá!

... alguien más.

Esto es, sin lugar a dudas, lo más aterrador de la situación para Alyssa. Oye unos golpecitos fuera, unos pasos que se acercan a la puerta. Una criatura, confiada, convencida de que sus necesidades serán satisfechas por sus padres, solo que Alyssa no sabe cómo se llama, ni cuánto pesa ni cuál es su sexo. No siente que sea la madre de nadie. Se frota las sienes en un intento de poner su cerebro en marcha.

¿Qué me ocurre?

Se refugia aprisa en el baño y cierra la puerta justo en el momento en que oye a la criatura irrumpir en la habitación.

—¡Mamá!

Definitivamente, una niña. ¿Diez? ¿Once? ¿Adolescente?

—No me encuentro bien —responde Alyssa.

Desesperada, abre el grifo y se moja la cara con agua fría. Se mira en el espejo. Unos números brillantes le indican la temperatura de su piel, la de la habitación y la del agua caliente del grifo, así como el nivel de humedad. El reflejo le muestra claramente la imagen de su rostro y de su cuerpo, pero esto no es más que un hecho para ella. En realidad, no se reconoce.

—Pero tienes que llevarme a casa de Nicole. Voy a llegar tarde.

—Alyssa. —Una voz varonil, ronca, la del hombre de la cama, su marido.

—No me encuentro bien —repite Alyssa.

—Pero... —protesta la niña.

—Ya te llevo yo, Pat —resuelve el hombre—. Ve a poner el hervidor.

Alyssa contiene la respiración y oye a la niña, a Pat, bajar disparada. Las mantas susurran y el hombre se acerca a la puerta.

—¿Alyssa?

—No me encuentro bien. —No parece conocer más palabras.

—Sí, ya lo has dicho. ¿Puedo entrar?

—¡No!

—Está bien, está bien. Me llevo a Pat a la fiesta de cumpleaños. ¿Necesitas que te traiga algo de alguna tienda?

—No.

—Hoy no estás muy habladora, ¿eh? —Da un bostezo y, por los ruidos que hace, empieza a alejarse.

Pat. Pat. Mi hija se llama Pat. ¿Patricia? ¿Patience? Puede que la niña sea hija de él, pero no de ella. Oye risas abajo, una señal de absoluta normalidad que le apisona el corazón.

Se da una palmada en un lado de la cabeza, y su reflejo la imita. ¿Habrá sufrido una apoplejía? ¿Estará enferma? Abre el botiquín. Analgésicos, tampones, vitaminas, anticonceptivos orales recetados para Alyssa Sutcliffe. Sutcliffe.

—Sutcliffe —dice—. Alyssa Sutcliffe. —No le suena de nada.

Hay también un inhalador para el asma, un tubo de gel para el reumatismo, una pomada antifúngica, pero nada que apunte a una enfermedad crónica. ¿Cómo es posible que recuerde para qué sirven todas estas porquerías, pero no su nombre, a su familia ni su pasado? Tira al suelo de un manotazo las pastillas del estante superior y se sienta en la tapa del inodoro. Oye cerrarse una puerta y el arranque de un motor. La casa enmudece.

Mira por la ventana. Ve el sol de la mañana y el camino de la entrada. Un coche granate se aleja por la calle, bordeada de palmeras. Todas las casas son viviendas familiares de dos plantas, casi idénticas. ¿Cómo es que Pat tiene una fiesta de cumpleaños tan temprano?

Rebusca en los cajones, bajo la cama, en una caja con cerradura que no tiene la llave echada. Siente una vibración leve en la muñeca izquierda. Esto no la alarma porque sabe que es un teléfono, que no se trata de una vibración real, sino de una estimulación de los receptores de la vibración por medio de impulsos eléctricos, la cual indica que ha recibido un correo electrónico o un mensaje de texto. ¿Cómo puede ser que recuerde estas cosas y que, sin embargo, haya olvidado lo más esencial? El texto brilla en el polímero hipoalergénico flexible que lleva bajo la piel del antebrazo.

Descansa. Volveré pronto. Besos.

Podría haber firmado con su nombre, piensa Alyssa. En la lista de contactos aparece identificado como Mista Lover-Lover.

Explora la casa. Echa un vistazo en el dormitorio de su hija, se fija en el póster de Ryot, una banda de chicas que al parecer dan algunos conciertos en topless, sin llegar a mostrar los pezones, tan solo los contornos de los senos. El cartel empieza a sonar en cuanto los sensores detectan el chip con identificador de radiofrecuencia de Alyssa, música que parece consistir en una especie de neopunk. Recuerda lo que es el punk.

—Para —dice, orden que hace retroceder la escena del póster a su estado inicial.

En cuanto entra en el salón, empiezan a emitirse las noticias en el campo holográfico que se despliega sobre la mesa del centro. La sangrienta guerra entre las flotillas desalinizadoras de las costas de Lagos toca a su fin. Un extracto de una entrevista al primer escritor de gran éxito de Rosalera, Walter Tanmola. ¿Esto es una entrevista o un desollamiento? Quizá pueda pensarse que el autor ha muerto, pero entonces yo pregunto: ¿por qué estoy aquí? ¿Qué sentido tiene preguntarme por mi trabajo? El descenso de una corriente en chorro originada por el calentamiento global eleva las probabilidades de que se produzcan tormentas de nieve con regularidad en las regiones subsaharianas. A lo largo de las próximas semanas se liberarán nuevos insectos BVC. La estrella de Nollywood Crisp Okoye intenta suicidarse disparándose un tiro en la cabeza. Todo suena cotidiano e incomprensible al mismo tiempo.

El antebrazo la informa de la temperatura y de la probabilidad de que llueva más avanzado el día. Le dice que son las nueve y cincuenta y nueve y le muestra distintas opciones de desayuno basándose en los alimentos que hay en la casa. Sobre su piel se encienden la fecha y el número de mensajes pendientes.

El locutor recuerda a los espectadores que se emitirá un documental sobre el astronauta Yuri Gagarin, centrado en las conspiraciones sobre su muerte. Hannah Jacques, esposa del alcalde, pide mediante un mensaje patrocinado que los reanimados sean tratados con dignidad.

Alyssa no sale a la calle. No quiere toparse con los vecinos ni perderse. Ya está bastante perdida.

Se sienta en el sofá y oye el clic del aire acondicionado al ajustarse para que esté a gusto.

Ve más fotos de su marido y ahora sabe, gracias a unas cartas todavía cerradas, que se llama Mark Sutcliffe. Mark, Alyssa y Pat Sutcliffe. Una familia feliz.

Sigue allí sentada cuando Mark regresa. Es muy alto, algo más evidente ahora que está de pie. Metro noventa por lo menos, si no dos.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunta, las cejas apretadas en un gesto de preocupación.

—Tengo que ir al médico —responde Alyssa.

Capítulo 2

Aminat

Aminat llega con veinte minutos de antelación a su cita, tal y como se había propuesto. Nunca se presenta a la hora exacta, y detesta la tardanza. Deja la cartera en el maletero y el coche en el aparcamiento de los visitantes, a pesar de que ella figure en nómina. El letrero reza Departamento de Agricultura, Ubar. Muchos se creen esta fachada y, de hecho, hay unas cuantas plantas dedicadas a cubrir las necesidades alimenticias de los nigerianos, lo cual, en Rosalera, consiste en almacenar las abundantes cosechas en gigantescos silos, estén refrigerados o no. Aun así, la actividad principal de este edificio se desarrolla en las plantas subterráneas que albergan la Sección Cuarenta y Cinco.

Antes de llegar a la puerta principal, apaga el teléfono dándose dos golpecitos en el antebrazo con el dedo. En el interior no hay recepcionistas. Es sábado y solo han venido algunos de los trabajadores ocupados de resolver los asuntos de la S45. Sabe que su implante ha sido escaneado, y las puertas se abren a su paso, pero no se cruza con nadie. Lo único que se oye es el tap-tap de sus tacones contra el suelo pulido. Se acerca a un ascensor, que se abre al instante. Dentro del aparato no hay ningún número, tan solo las paredes de metal terso y la lámpara del techo. La música es un sucedáneo de Marvin Gaye que Aminat tararea mientras empieza a bajar.

Se ajusta el traje y comprueba su maquillaje en el reflejo imperfecto.

—Señorita Arigbede, el ascensor se detendrá en breves momentos —anuncia una voz incorpórea.

—Gracias —dice Aminat.

Cuando las puertas se abren, hay un hombre esperándola. Va armado con una pistola ametralladora, pero le sonríe e inclina la cabeza a modo de saludo, para después señalar la puerta doble que hay al fondo de un pasillo corto. Al fijarse en que no lleva tarjeta identificativa, Aminat se pregunta si será así para que pueda abrir fuego sin repercusiones.

Las puertas dan a un laboratorio de investigación. Femi Alaagomeji, la jefa de Aminat, ya está allí. Lleva un incongruente vestido veraniego, pero es una de esas personas de singular belleza a las que todo les sienta bien. Todo el mundo se la queda mirando adondequiera que vaya. Siempre.

—Llegas pronto —observa Femi—. Bien.

—Buenos días, señora.

—¿Cómo está tu novio?

—Lo he dejado jugando al ajedrez con un ordenador —responde Aminat. No es cierto, pero así desvía su interés.

Femi gruñe y le tiende unas gafas protectoras.

Están en una sala pequeña donde hay una batería de monitores, varios técnicos y una pantalla transparente que ocupa una pared entera. Detrás de la pantalla hay un hombre atado a una silla. Da la impresión de que estuviera en el dentista, o de que fuera a someterse a una terapia de electrochoque, aunque parece encontrarse tranquilo. Lleva puesto un bodi azul marino y tiene todo el cuerpo cubierto de electrodos. Los técnicos pululan a su alrededor, comprobando, calibrando, discutiendo. Frente al hombre hay una máquina voluminosa dotada de un saliente cilíndrico que apunta hacia él como si fuera a hacerle una radiografía. La parte posterior de la máquina está conectada a otro mecanismo todavía más grande, vinculado a su vez a un toro metálico horizontal que se aleja describiendo una curva para regresar después. No hay nadie cerca del dispositivo, por lo que Aminat no puede determinar su altura.

—¿Sabes por qué te he citado aquí? —pregunta Femi.

—Para asistir a una prueba de desacoplamiento —contesta Aminat.

—Sí. Dado que tiene que ver con tu trabajo, supuse que te gustaría presenciarla.

En efecto. La biosfera lleva décadas viéndose cada vez más contaminada por una especie alienígena, el microorganismo llamado Ascomycetes xenosphericus. Puede que existan diversos subtipos y variantes, pero todos presentan la misma naturaleza proteica y el mismo desprecio por el límite de Hayflick. Con el tiempo, la S45 ha descubierto que los xenoformes están copiando poco a poco a las células humanas, proceso con el que empiezan a apropiarse de los cuerpos de las personas. La conversión acontece de forma pausada, tanto que Aminat solo tiene un siete por ciento de componente alienígena. Sabe de sujetos con porcentajes de xenoformes superiores al cuarenta por ciento. Su cometido consiste en hallar una cura química. Sabe que hay más gente, al igual que este grupo, trabajando en el mismo problema. En teoría, el desacoplamiento consiste en extraer los xenoformes del tejido humano. En la práctica, ha resultado imposible retirar las células alienígenas.

Femi le indica a Aminat que tome asiento, pero puesto que su superior permanece de pie, Aminat rehúsa. Repara en que, aparte del perfume afrutado de Femi, en la sala no huele a nada. Ni siquiera a antiséptico. Un monitor de gran tamaño muestra una cuenta atrás de cuarenta y cinco segundos mientras los técnicos realizan apresurados los últimos ajustes. Aminat desliza los ojos hacia Femi, admirando su tez, su ademán, su elegancia. Femi iguala en estatura a Aminat, aunque es más ancha de caderas y no tiene el mismo tono muscular atlético. Esta imperfección parece hacer que Femi resulte todavía más atractiva. Aminat sabe que su superior solo tiene un dos por ciento de xenoformes, uno de los registros más bajos entre la población adulta. Los recién nacidos tienen niveles indetectables, pero, transcurrido el primer año de vida, puede encontrarse hasta un uno por ciento.

Diez segundos. Suena una alarma y los técnicos que hay en la zona delimitada salen corriendo y dejan al sujeto aislado en el interior. El hombre está sudando, aunque Aminat ve en una pantalla que dentro de la cámara la temperatura es de 22 ºC. Tiene los ojos abiertos como platos y Aminat apuesta a que, si pudiera leerle la mente, comprobaría que está preguntándose por qué cojones tuvo que ofrecerse voluntario.

Las luces se atenúan cuando el contador llega a cero.

—Esto no tendría por qué ocurrir —dice Femi con el ceño fruncido—. Es un circuito independiente.

Ningún ruido indica que la máquina se haya activado, pero el hombre contrae el gesto. La biometría fluctúa de forma pronunciada, demasiado aprisa para que Aminat la siga, pero los técnicos de los monitores parecen inquietarse. Ahora el sujeto tiene la boca abierta cuanto da de sí y las venas del cuello hinchadas como si ansiaran estallar todas a un tiempo. Forcejea contra las ataduras. Debe de estar gritando.

—¿Se supone que es doloroso? —pregunta Aminat.

Femi mira a uno de los técnicos, que menea la cabeza.

—Los modelos animales no sugerían que...

El sujeto se desintegra y queda reducido a una sopa de color barroso que se libera al fin de las ataduras y se derrama por todo el suelo. Las salpicaduras alcanzan la pantalla, lo que hace que Aminat salte hacia atrás. Los técnicos gritan y se encogen casi al unísono. Femi es la única que no se inmuta.

—Dios quiera que haya firmado todos los formularios de autorización —dice—. Esto no nos provocará cáncer, ¿no? Pensándolo mejor, no me respondáis. No sé por qué les pregunto nada a los que acaban de freír a mi sujeto de estudio.

—Señora, no sé qué ha podido pasar, qué hemos hecho mal —se lamenta uno de los técnicos.

—¿Quién ha dicho que lo habéis hecho mal? —pregunta Femi.

—Señora, el hombre ha muerto.

—Sí, pero ese no era el aspecto más importante de la prueba, ¿verdad?

—No la sigo.

Femi suspira.

—Entra en la maldita cámara, cerebro de ñame, y recoge muestras de tejido. Examínalas y mide los niveles de xenoformes. Si no hay, significará que lo habéis hecho bien. ¿Es que soy la única que ha venido despierta?

—Pero el sujeto ha muerto, señora.

—Eso son minudencias —desestima Femi—. ¿Has desayunado ya, Aminat?

Es media mañana en Rosalera. Después de ver lo ocurrido con el sujeto de estudio, Aminat tiene el estómago cerrado, pero Femi parece estar hambrienta y decide que salgan del Ministerio de Agricultura para ir a un local del sur de la ciudad por la rama levógira del ferrocarril, más allá del Ganglio Norte, hacia la mucho menos acaudalada área de Ona-oko, donde conoce un pequeño buka. El propietario, Barry, tiene un tercer ojo, un duplicado del izquierdo, alojado en el hueco de la garganta, en la base del cuello. Casi siempre lo tiene cerrado, con legañas incrustadas entre los párpados. A veces lagrimea y, cuando Barry se fija en algo, se abre.

—Nunca le he preguntado si puede ver con él —comenta Femi entre bocado y bocado de arroz y dodo—. Dudo que le sirva para nada.

Aminat no hace ninguna observación. Empuja su comida de un lado a otro por el plato por mera cortesía. Cree que el banano que han elegido para el dodo de ella está un poco pasado. Cuando Barry se acerca, siente que se le echara encima el ojo imperturbable de Dios, algo que la incomoda. Los reconstruidos siempre la incomodan, como si fueran simples juguetes o experimentos de los alienígenas. Claro está, es algo que se hacen a sí mismos, al cortarse y modificarse el cuerpo en la víspera de la Apertura, para después exponerse a los xenoformes curativos que emergen de la biobóveda. Aminat se pregunta si de verdad Ajenjo tiene que curarlos de esta manera, sobre todo cuando es capaz de leer el material genético y utilizarlo a modo de cianotipo. Ellos sabrán. El buka se ubica en la segunda planta de un petesi de tres alturas, y puesto que Ona-oko se extiende sobre un terreno llano, se puede ver la bóveda. Esta mañana la superficie es de un deslavado color cerúleo salpicado de manchas oscuras. Si todos los días tuviera el mismo aspecto, quizá la gente ya no se fijaría en ella. Si tú vivieras frente a las pirámides de Karnak, ¿seguirías reparando en su presencia? Este mes hay más protuberancias que el mes anterior, según la radio. Las agujas son una característica relativamente nueva de la bóveda.