La invención de Vulcano - Fernando del Castillo Durán - E-Book

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Fernando del Castillo Durán

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Beschreibung

Tras la Primera Guerra Mundial, el Tratado de Versalles dio pie a que conectaran dos potencias hasta cierto punto perdedoras: la Alemania de Weimar y la URSS. La primera por razones evidentes, y la segunda porque la guerra civil y la implantación del nuevo régimen requería niveles de modernización e industrialización inalcanzables entonces para los rusos. A través de contactos siempre clandestinos y saltándose las reglas de la Comisión Aliada para el desarme de Alemania, alemanes y soviéticos establecieron bases de entrenamiento en territorio ruso, muy alejadas del control aliado. Cuando llegó Hitler al poder en 1933, el ejército alemán, lejos de limitarse a la función policial requerida por Versalles, es ya una fuerza en expansión. Con él los contactos se truncan, pero el apoyo soviético se mantendrá presente hasta poco antes de la invasión germana. El autor relata la capacidad de combate de las unidades alemanas a escasos años de la implantación del III Reich y la negativa de Stalin a creer que el ataque alemán fuera real.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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FERNANDO DEL CASTILLO DURÁN

La invención de Vulcano

El rearme clandestino alemán (1918-1942)

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2020 by FERNANDO DEL CASTILLO DURÁN

© 2020 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Colombia, 63, 8.º A, 28016 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5254-2

ISBN (versión digital): 978-84-321-5255-9

Der Stellungskrieg ist das Gegenteil von dem realen Krieg / La guerra de posición es lo contrario de la verdadera guerra.

Hans von Seeckt

Gedanken eines Soldaten

…perché dovunque due uomini possono incontrarsi, là una lotta è inevitabile / …porque donde sea que dos hombres puedan encontrarse, una lucha es inevitable.

Giulio Douhet

Il dominio dell’aria

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITAS

INTRODUCCIÓN

1. Tecnología, caballos, sables y tanques

2. De Brest-Litovsk a Rapallo

3. El Armisticio

4. Weimar, la república abatida

5. Hans von Seeckt: la defensa del Reich

6. El ejército clandestino del general Seeckt

7. Seeckt y el Tratado de Rapallo

8. El último servicio del general Seeckt

9. Seeckt, el general ilustrado

10. El Tratado de Rapallo y sus consecuencias

11. El programa de guerra submarina

12. La Gas-Testgelände y el Ejército Rojo

13. Lipetsk, la Kampffliegerschule

14. La aviación soviética después de la Gran Guerra

15. Lipetsk, una conclusión

16. Kama, la Panzertruppenschule

17. Las enseñanzas de Kama

18. El Ejército Rojo, salvaguarda de la Wehrmacht o segundo pacto Molotov-Ribbentrop

19. La Polonia de Pilsudski

20. La Comisión Interaliada de Control Militar

21. Las denuncias en la prensa y el caso Melville

EPÍLOGO

ANEXO 1

ANEXO 2

BIBLIOGRAFÍA

AUTOR

INTRODUCCIÓN

CUENTA LA MITOLOGÍA, VUELTA EN CLAVE LATINA, que la Victoria andaba cierto día indecisa, no sabiendo si acercarse a Júpiter o querer al viejo Saturno. Sin embargo, fue Vulcano quien, en alarde de técnica inmejorable, forjó el rayo de Júpiter, además del tridente de Neptuno y el casco de Plutón, y merced a tales armas dio la invencibilidad a los dioses, hijos de Saturno y Rea, que así se salvaron del hambre paterna.

En 1980, la editorial Novosti publicó un libro del historiador soviético Vasili Riabov[1] titulado La gran victoria[2] en el que se presentaba, a modo de sencillo compendio, una perspectiva de la Segunda Guerra Mundial que dejaba al descubierto bastantes de los tópicos dominantes en según qué bibliografía. Incluía desde la perversidad de las potencias occidentales, inspiradas en una suerte de convenio entre el imperialismo y el fascismo, hasta la benignidad de la URSS, empeñada en defender de la rapacidad capitalista y del totalitarismo germánico a las naciones oprimidas. En el libro de Riabov se manifestaba de forma rotunda que la intervención de la URSS y de su poderosa fuerza militar salvó al mundo de un proyecto fascista cuyas pretensiones eran la implantación de la hegemonía racial y el exterminio de pueblos enteros.

Existen, como es obvio, muchos detalles que Vasili Riabov omite, ya sea por la brevedad de su obra o por alguna circunstancia fácilmente asumible. El problema, en este caso, no es un cambio de perspectiva —que podría explicar muchas cosas—, sino de otro tipo. En el relato que hace Riabov desaparecen elementos que podrían distorsionar u ofender una narración que se pretende diáfana porque su objetivo es marcadamente finalista. Esto es, tiende a justificar ideológicamente la actuación soviética en aras de limpiar una historia que ha de ser impecablemente recta y sin mayores oscilaciones.

Ni que decir tiene que tal propuesta —reiterada hasta la saciedad— es insuficiente, pero es el sedimento sobre el que se construye un modelo de historia que propende al metarrelato, al Gran Relato[3]. A saber, a la explicación sin fisuras y con un objetivo cerrado. Veremos hasta dónde podemos llegar descubriendo esas mismas grietas y atendiendo a circunstancias cuyo peso desmontará la solemne epopeya para presentar un panorama completamente distinto —hijo también de la ideología, la nuestra, en este caso, pues como enseñó el lingüista ruso Valentin Voloshinov[4], toda expresión es ideológica— y cuyo sentido último radica en documentar la complejidad.

Por otro lado, buena parte de los estudios occidentales acerca del período entre el final de la Gran Guerra y el inicio de la Segunda Guerra Mundial examina con tenacidad lo acaecido en la República de Weimar, cuyas circunstancias tanto económicas como políticas suelen centrar las exposiciones, dejando de lado el asunto que más nos ha preocupado en nuestro trabajo: la creación de la Reichswehr y su desarrollo posterior.

Tales estudios, a veces, dedican un capítulo o, de manera más sintética, incluyen alguna cita a pie de página en la que apuntan en breves trazos la preponderancia del estatus militar prusiano y ciertas aparentes relaciones nada claras con la URSS[5]. Esos planteamientos, a nuestro parecer, soportan una omisión fundamental.

En este trabajo vamos a centrarnos en semejante falta. Principalmente porque pensamos que la creación del nuevo ejército alemán obedece, por un lado, al plan de pacificación que imponen las potencias aliadas (el Diktat) en el Tratado de Versalles y porque, desde el primer momento, los alemanes buscaron los modos y las maneras de saltarse lo firmado en la Galería de los Espejos. El mismo término Diktat, así recogido, a la alemana, entraña el descontento y la frustración de los germanos ante la reglamentación que se les exigía.

La creación del ejército alemán surgido de los restos[6] del ejército imperial no era simplemente la organización de una casta disciplinada que respondía a criterios aristocráticos, como sería la tesis del prusianismo irredento, sino el objetivo de cientos de industriales, ingenieros, técnicos y militares que con la connivencia y colaboración del gobierno —de los diferentes gobiernos—, y en las peores circunstancias económicas, buscaron proseguir, avanzar y desarrollar proyectos de índole militar.

Y todo ello bajo la supuesta supervisión del Comité Internacional de Control Militar, que se contentó con encontrar, por ejemplo, unos cuantos miles de fusiles en las bodegas de un barco en el puerto de Stettin (actualmente la ciudad pertenece a Polonia y responde al topónimo Szczecin) denunciado por los sindicatos de izquierda, cuando no unos millones de cartuchos o unos cientos de granadas, mientras en lugares lejanos pero no imposibles, la Reichswehr, a través de empresas creadas para la ocasión, desarrollaba prototipos de submarinos en un programa de rearme excepcional. Y ello ocurría mientras la prensa, no tan sólo la británica o la francesa, sino incluso la prensa alemana, denunciaba tales violaciones a la legalidad pactada en Versalles. Tanto fue así que, en Madrid, oficiales españoles conferenciaban abiertamente acerca de esas noticias y publicaban lo dicho en medios de comunicación del Ejército.

En otros términos, el rearme alemán fue un secreto sabido por todos y en gran medida consentido, ante el que nadie opuso asomo de legalidad, ni tuvo, desde luego, sanciones que acaso hubieran surtido efecto, evitando, quizá, la Segunda Guerra Mundial.

En cierta medida, se podría hablar de mal menor, pues en esos momentos el foco de preocupación, qué duda cabe, era la URSS. Tanto fue así que, en aquellos momentos, se produjo una sicosis revolucionaria plagada de noticias imposibles que, sin embargo, fueron aireadas y divulgadas por la prensa. Por ejemplo, El Sol de Madrid publicó[7] que Lenin había desembarcado en Barcelona para promover un alzamiento bolchevique en España. El terror al comunismo llevó también a los periódicos norteamericanos, británicos y franceses a ver por todas partes maquinaciones soviéticas y agentes de la Komintern. No parece extraño que se atizara la guerra civil en Rusia y que la atención a lo que pasaba en Alemania, un país vencido, al fin y al cabo, quedara en segundo plano.

Otro aspecto crucial que enmarcará esta exposición será, precisamente, nuestra negativa a aceptar la creencia habitual de que la tecnología —esto es, la industrialización de la guerra— condujo a hacer de la Segunda Guerra Mundial un conflicto mucho más terrorífico que el anterior. Es sabido y fácilmente admisible que la incidencia del desarrollo tecnológico puso en marcha una serie de posibilidades impensables sólo unos años atrás. Hasta aquí, todos de acuerdo. Pero tal desarrollo tecnológico no se dio por mera fatalidad, sino a raíz del asentimiento político y de la demanda que se hizo desde los ejércitos, acrecentando la invención de diseños para generar nuevas máquinas mucho más destructivas que las anteriores. Así, todo el proceso de creación de prototipos de carros de combate o de aviones de caza y bombardeo, tanto los que se fabricaban para un fin determinado como los que se construían buscando la ambivalencia entre el uso civil y el bombardeo, surgió de los Estados Mayores y de la aprobación de los políticos. En otras palabras, cuando hubo anuencia política, de las Salas de Banderas llegó la demanda a las mesas de diseño de los ingenieros que, una vez desarrollados los proyectos, pasaron a las factorías y, en poco tiempo, a los hangares y a los campos de batalla.

Sin embargo, no será la tecnología el botón de arranque de la guerra moderna, sino el revolucionario cambio que se produce en la estrategia militar. Después de la Gran Guerra, los ejércitos enfrentados pasaron revista tanto a su comportamiento como a sus resultados en una minuciosa autoevaluación. Estudiaron o, mejor dicho, crearon gabinetes de estudio donde se hicieron cabales reflexiones y, por fin y como resultado de lo anterior, se generaron textos que se distribuyeron entre los principales jefes y oficiales. Finalmente, las mejoras se integraron en las nuevas ordenanzas que emanaron de los Estados Mayores. Así funcionó, por ejemplo, el ejército de Su Graciosa Majestad. Sin embargo, eso no ocurrió en Alemania.

El Reich, este II Reich, vivía momentos de enorme confusión. La amarga derrota había puesto patas arriba casi todo, desde la monarquía, que desapareció, hasta la mismísima existencia del estado germano. Además, la terrible situación económica que sobrevino después de la guerra abrió la brecha de los separatismos y de las revoluciones más extremistas.

Pues bien, en ese momento crucial apareció un hombre, un general imbatido en los campos de batalla del este, Hans von Seeckt —del que se sabe poco y del que se ha escrito también poco— que se hizo cargo del nuevo ejército de Weimar, la Reichswehr. Seeckt, pese a su seguramente escasa inclinación republicana, cuestionó la conducción de la guerra desde dentro, incluso elevó a obligación la controversia entre los oficiales del naciente ejército, asunto que generó un muy proclive ambiente de debate y estudio, siempre fundamentado en sus propias directrices. En tales discusiones se afianzó una nueva manera de entender la guerra moderna, a partir de ahora, ya no habría guerra de trincheras, de desgaste, guerra en la que el acopio fatídico de elementos llevara a la victoria, sino guerra de movimientos, donde la combinación entre liderazgo fuertemente asentado, potencia de fuego y velocidad condujera, como así pudo ser, al triunfo. En definitiva, y valga la observación de Seeckt en 1920: Die Armee will Krieg und keinen ewigen Frieden[8].

Por otra parte, la guerra de trincheras fue la evolución natural de una táctica en la que se aplicó idéntica formación que, en los siglos precedentes, esto es, líneas de infantería ofensiva que iban avanzando sin pausa hacia el enemigo y abriendo fuego justo cuando la distancia que les separaba era efectiva. Pero la aparición de las ametralladoras y la mayor eficacia de los fusiles enterraron literalmente las líneas de soldados al estilo de Federico el Grande, aunque los movimientos de la caballería y las evoluciones de los cuadros de la infantería napoleónica ya habían sepultado a las huestes prusianas. Las líneas de soldados sobre el terreno, sin apenas protección y con escasa movilidad, solo en una dirección, fueron destruidas hacía mucho, la Guerra de Crimea era índice de ello, y más todavía si se atiende a la Guerra Franco-Prusiana de 1870.

La aparición de las trincheras fue la reacción lógica de un ejército anquilosado, sin directrices modernas, ante la oposición de las ametralladoras y la hegemonía de una artillería colosal. El tipo de ataque, cuando se producía, buscaba que una masa informe de soldados rompiera las defensas enemigas intentando, literalmente, agotar las balas de las ametralladoras en un terrorífico intercambio de balas por hombres. Las consecuencias demostraron que la tecnología había desbordado la táctica de combate.

Se necesitaba una generación nueva para dar verdadera respuesta a esta situación. Los generales —aquí valen tanto franceses, británicos como alemanes o rusos— que lanzaron masas de soldados contra cortinas de balas, no es que fueran verdugos de masas, sino meros imbéciles tácticos[9], como el caso notorio de Erick von Falkenhayn, en la segunda batalla de Ypres.

Esta nueva generación, que aportó una visión revolucionaria (por novedosa) de la guerra, junto al desarrollo de la maquinaria tecnológica apropiada para llevarla a efecto, fue el ingrediente necesario que ha de permitir entender el periodo que va desde la capitulación del II Reich, el 11 de noviembre de 1918, hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939.

Lo más paradójico es que gran parte de este tramo histórico se desarrolló durante el tiempo que existió la República de Weimar, sistema pulcramente democrático que, no obstante, se disolvió para dar paso al catastrófico final del ciclo, la entrega de la Cancillería a Adolf Hitler, la llegada al poder de los nacionalsocialistas y la proclamación del III Reich.

Por otra parte, y aspecto crucial para entender todo el periodo anteriormente descrito, si los nacionalsocialistas alcanzaron el poder en el invierno de 1933 y ya el 6 de noviembre de 1936 aterrizaban en Sevilla los primeros contingentes de la Legión Cóndor[10] (cuya aportación más conocida fue, seguramente, la aviación, aunque no la única) no es porque los alemanes hubieran sido capaces de crear en tan pocos años unidades de combate eficacísimas, aunque bastante primitivas en equipación, sino porque habían continuado la senda abierta por Hans von Seeckt desde hacía años, cuyos resultados eran ahora presentados al mundo de forma palmaria.

Dicho de otro modo, la indecisión de la Victoria, retozar con Júpiter o seducir a Saturno, no fue óbice para que un tercer elemento se interpusiera en su arbitraje. Vulcano forjó el rayo de Júpiter, el tridente de Neptuno y el casco de Plutón, pero les dio la auténtica invencibilidad cuando los instruyó en el manejo de tales armas. Así, los dioses se salvaron de la avidez del padre, pero se quedaron frente a la más terrible calamidad, la guerra.

[1] Conviene precisar que para la transcripción de los topónimos, patronímicos y apellidos rusos hemos seguido una pauta sencilla: trasladar los caracteres cirílicos a caracteres latinos, sin adherencias ni concesiones a patrones fonéticos como los que aparecen cuando se traduce el ruso a otras lenguas. Por otra parte, el ruso y el español comparten el fonema /j/, transcrito según el AFI como [X] y que el ruso escribe con la grafía x y el español con j. Descartamos, por lo tanto, soluciones imaginativas tipo kh para la x rusa, como ocurre con el apellido Tukhachevski*. Tampoco añadimos el incremento de la Йkratkoie cuando aparece detrás de и, pues se trata de una particularidad fonética del ruso que la presenta como semivocal corta y que a veces aparece añadida de manera aberrante en las transcripciones con cierre ий, dando en Достоевский la forma Dostoievskiy*, siendo el uso tradicional en occidente Dostoievski o, al menos, Dostoyevski.

[2] Vasili Riabov, La gran victoria, Editorial de la Agencia de Prensa Novosti, Moscú, 1980.

[3] Naturalmente, al escribir con mayúscula la cláusula anterior estamos pensando en lo dicho por Lyotard en La condición postmoderna (Minuit, París, 1979). En resumen, cierto tipo de narrativas conducentes a determiandos fines no son creíbles desde nuestra perspectiva de la construcción del objetivo.

[4] Valentín N. Voloshinov, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Leningrado, 1930.

[5]Véase, a modo de ejemplo, La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, Eric D. Weitz, Turner, Madrid, 2009.

[6] No debe olvidarse que los archivos del Alto Mando alemán, junto con las actas del ejército imperial, se quemaron en Potsdam la noche del 14 de abril de 1945, durante un ataque aéreo de la Royal Air Force. Los aviones británicos arrasaron el centro neurálgico del simbolismo prusiano y, junto a ello, buena parte de la ciudad. Lo que no fue óbice para que, del 17 de julio al 2 de agosto de ese mismo año, dos meses más tarde, los aliados se reunieran en la Conferencia que tuvo lugar en esa ciudad, ocupando el Schloss Cecilienhof, el palacio fortaleza que Guillermo II hizo construir para su hijo el príncipe Guillermo de Prusia y su esposa, la princesa Cecilia de Mecklemburgo-Schwerin, y que a la sazón se mantenía intacto. Acaso, los bombardeos ingleses fueron el anzuelo que siniestramente prepararon los aliados para ganarse la confianza y el beneplácito de un Stalin ensoberbecido.

[7]El Sol de 16 de enero de 1919, un día después del asesinato de Rose Luxemburg.

[8]Hans von Seeckt, Gedanken eines Soldaten, Verlag für Kulturpolitik, Berlín, 1929. Trasladado el texto en español significa: el ejército tiene como meta la guerra y no la paz eterna.

[9]Michael J. Crane, Sr., The Static Front, Why There Was No Breakthrough in World War I on the Western Front, Brigham Young University, Provo (Utah, USA) 1989.

[10] Resulta habitual creer que la sección de voluntarios de la Luftwaffe conocida como Legión Cóndor fue una fuerza arrolladora, sin embargo, estuvo formada por poco más de 5 000 efectivos (incluyendo técnicos, mecánicos y artilleros) y prácticamente 100 aviones, frente a los 50 000 soldados italianos o los 12 000 portugueses que lucharon al lado de las fuerzas sublevadas. Stefanie Schüler-Springorum, La guerra como aventura. La Legión Cóndor en la Guerra Civil española 1936-1939, Alianza Editorial, Madrid, 2014, y James S. Corum, The Luftwaffe, especialmene el capítulo VI, The Luftwaffe in the Spanish Civil War, University Press of Kansas, Lawrence, Kansas, 1997.

1. Tecnología, caballos, sables y tanques

LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, LA GRAN GUERRA, como escribiremos de aquí en adelante[1], se desarrolló en varias fases. La que nos interesa de manera más urgente es la última, aquella en la que la tecnología —es decir, el rayo de Júpiter, el tridente de Neptuno y el casco de Plutón— se perfecciona, aumenta y, por fin, se acrecienta hasta alcanzar lo impensable, construyendo un escenario de muerte y destrucción inimaginables hasta la fecha y, a la vez, produciendo un mundo que será, a la larga, el escenario para la siguiente conflagración, enormemente más mortífera, desproporcionadamente más destructiva y terroríficamente más exterminadora.

Ese mundo en el que se insertan ambos espacios, ese mundo en el que la maquinaria militar avanza con furia —en el que perecerán, como consecuencia de ello, millones de víctimas, militares unas, civiles otras— será el horizonte en el que nacerá nuestra sociedad y nuestra tecnología, cuyo origen, en alguna medida, ha sido militar y ha servido para el aniquilamiento de abrumadoras masas humanas.

No debemos, no podemos, por tanto, mirar a nuestro alrededor olvidando esa marca indeleble que impregna buena parte de nuestros enseres, de nuestros recursos y de nuestras vidas en general. Incluso desde el punto de vista sanitario, una parte importante de los avances que hoy nos dan seguridad tienen su origen en los laboratorios que se desarrollaron cerca de los campos de batalla de la Gran Guerra.

Ahora bien, ¿qué tipo de aportaciones tecnológicas trajo la fase final de la Gran Guerra, esa guerra que ya no es la clásica, la que se ha explicado habitualmente, la guerra de trincheras, la guerra del barro y de los parásitos, la guerra en la que los soldados yacen tirados en cenagales a la espera de órdenes que los arrojarán por millares ante máquinas devastadoras que les quitan la vida en minutos?

Dejando aparte los avances en medicina, ya fueran transfusiones, tratamiento antiséptico de las heridas y procedimientos anestésicos, se han producido ingentes avances en la tecnología de la guerra, y están a punto de desaparecer los viejos recursos y, con ellos, algunas de las pericias en las que se han basado todos los ejércitos desde tiempos inmemoriales. Imagínese la respuesta si a los grandes estrategas de la antigüedad, y no tan lejos, a los generales de todo el siglo XIX, se les hubiera descrito una campaña sin caballos, fundamentada en efectivos máquina y accionada por gasolina o gasoil.

Es cierto que la muerte a gran escala, la muerte que no atiende a clases sociales, se ha ido extendiendo, pero ha sido impensable durante siglos. Ahora, sin embargo, la artillería y las ametralladoras no distinguen calidades, matan sin miramientos, sin distingos. En ese lúgubre aspecto, matan democráticamente.

La caballería, no obstante, tiende a desaparecer, apartada por las máquinas, por los carros de combate. Y tanto es así que hasta la sustituirá e incluso tomará su antiguo apelativo, pero ahora con un calificativo excepcional, caballería blindada.

Por eso, la clave de la invención de Vulcano reside en el desarrollo de una nueva estrategia capaz de aprovechar e incluso, de demandar, una tecnología todavía precaria. Esta, una vez desarrollada, desplazará en la batalla la tracción animal y la suplirá por el motor mecánico. La guerra moderna será una confrontación dinámica de motores extraordinariamente especializados y de estrategia de movimientos, donde los medios animales, existentes todavía, quedarán desplazados y relegados a misiones de segunda importancia.

Con ello, la estacionaria guerra de posiciones será barrida y se impondrá la combinación de potencia de fuego y velocidad. La victoria ya no vendrá determinada por la capacidad defensiva u ofensiva de un contingente estático, sino por la ligereza y potencia resolutiva de unos comandantes moviendo una agrupación de motores siempre en marcha.

En otras palabras, la guerra antigua quedó definitivamnte sentenciada cuando, en noviembre de 1917 —en la etapa final de la Gran Guerra—, los aliados emplearon carros blindados en forma masiva por primera vez.

Eran máquinas de tipología, diseño y resultados muy dispares, y su uso en combate también fue motivo de polémica y discusión. Se trataba, en definitiva, de orillar a la vieja caballería —origen de la nobleza europea y, a esas horas, todavía trampolín desde donde adquirir honores y gloria— y sustituirla por caballería blindada. Nada podían los sables y los caballos —armados, en el mejor de los casos, con carabina corta— contra una descarga cerrada de fusilería o contra el avance de los carros.

Pero, ¿dónde está el culpable, quién es el iniciador de tal cambio? Sin duda alguna, el cartucho metálico y la invención de la bala cónica, que deja fuera de uso la bala esférica. Los viejos fusiles de antecarga, de un solo tiro y de difícil manejo, permitían una cadencia de disparo todavía asimilable para la velocidad con que se desenvolvía un ataque de caballería, por más que desde principios del XVIII se escalarán sistemáticamente líneas paralelas de tiradores que producían un ritmo de fuego muy superior. A este modelo de combate se le conocía como contramarcha española, por ser una táctica ya empleada en los Tercios de Flandes.

Otro aspecto crucial, y seguimos en el ámbito tecnológico, es la aparición del ánima rayada que dirige el proyectil, como el lector anticipa, con enorme precisión en el tiro en deriva, pudiendo hacer puntería a distancias antes inverosímiles. El ánima rayada aparece por vez primera[2] en la batalla de Poltava, entre suecos y rusos, allá por 1709, inclinando la victoria a favor de estos últimos, precisamente por el empleo de semejante tecnología, quizá procedente de Turquía. Pero será la conjunción de bala cónica y ánima rayada lo que finalmente cierre el círculo de eficiencia en los fusiles de esta época. Ha de pensarse que en sus primeras evoluciones, las balas de tipo minié (la bala minié fue inventada por el capitán francés Claude Étienne Minié), balas cónicas en definitiva, presentaban un rebaje en la base de cuatro ranuras (tres en el caso americano) para que el proyectil fuera impulsado con más velocidad y mayor precisión: no salían de la boca del fusil para dibujar una línea recta, sino que desarrollaban un movimiento concéntrico de rosca, perforando el objetivo como si de una barrena se tratara.

Ahora bien, la bala cónica y el ánima rayada entran a ser de uso convencional hacia 1840 y es a partir de la guerra de Crimea en 1853, la guerra de Secesión norteamericana de 1861 y la franco-prusiana de 1870 cuando se generalizan.

Todo ello, el cartucho metálico, el ánima rayada, la bala cónica e incluso las ametralladoras, no son suficientes como para expulsar a la caballería de los campos de batalla de Europa y América, y hasta siguen siendo útiles en tiempos avanzados, recuérdese la Guerra de los Boers —jinetes y fusiles—, los escuadrones franceses y alemanes en la Gran Guerra, los jinetes polacos de la Brigada Pomorska e, incluso, las cargas del general Monasterio en la Guerra Civil española, así como las tres divisiones que la Reichswehr mantendrá, si bien por orden del Diktat de Versalles. Todos estos ejemplos no son más que las últimas batallas de la caballería[3] y, a pesar de lo espeluznante, guardan un poso romántico, de gente que prefiere, no entendiendo y no aceptando el mundo moderno, morir en el empeño.

Sin embargo, y definitivamente, la aparición de una nueva arma, los tanques, desplaza a la caballería y hasta, como decíamos, usurpa su nombre, autodenominándose con el aparatoso título de caballería blindada, y es que en esencia los carristas buscan conservar cierta solemnidad al mantener semejante rúbrica. No en vano, buena parte de los oficiales de la caballería zarista pasarán a engrosar la nueva oficialía soviética, amplificando los regimientos de blindados, eso sí, después de las penurias sufridas por las purgas, de las que trataremos más adelante.

Visto lo anterior, se podría pensar en una lenta absorción de las técnicas antiguas que conduce a un paulatino reemplazo por la nueva tecnología. La guerra de los señores, vista y contemplada desde la grupa de los caballos, la guerra que admite acciones heroicas donde el arma fundamental es el sable, para cuyo uso en combate hay toda una esgrima perfectamente refrendada y codificada desde tiempos antiguos, ha dejado paso a la mirada a través de binoculares de los comandantes de tanques, a la comunicación por radio —cuando existe— entre unidades y a las diferentes técnicas tanto ofensivas como defensivas.

La guerra moderna ya no admite cargas de caballería, ahora nubes de carros apoyan a la infantería —táctica propia de la Gran Guerra, pero obsoleta en pocas décadas. Y los comandantes han de estar atentos al cielo, pues pájaros metálicos de terrible velocidad e increíble precisión pueden hacer mella en sus monturas.

El cambio no se ha hecho sosegada y morosamente. El salto a los cuerpos blindados, a la caballería blindada, se ha producido a una velocidad vertiginosa, y quien no lo vio, quien no atendió a tales alteraciones, pereció. El régimen evolutivo de dicho desarrollo fue incomparable y la industria de guerra, junto al adiestramiento y la creación de mandos necesarios para el diseño de nuevas estrategias, formidable. La técnica avanzó e incorporó muchas novedades, y los ejércitos, la industria —sea esta germana o soviética, en los casos que más nos interesan, pero también estadounidense, británica, francesa o polaca— integró de inmediato esos cambios, adaptándolos a sus necesidades y creando posibilidades antes inimaginables.

Todo ello tuvo como consecuencia la segunda gran conflagración mundial, una guerra profundamente simétrica, pese a todo, pero acaso el evento más pavoroso de la historia humana, y quizá la más gigantesca perturbación que los seres humanos han sido capaces de generar en toda su existencia sobre el planeta.

[1] El término Primera Guerra Mundial queda justificado por la masiva presencia de tropas de todos los continentes, constituyendo por sí mismo un acontecimiento de consecuencias mundiales. Ahora bien, ni mucho menos fue la primera guerra mundial, y como botón de muestra recuérdese la confrontación que se produjo a raíz de la Sucesión borbónica en España, donde se combatió tanto en los campos de Europa como en los de América. Por otra parte, los combatientes de 1914 conocieron el evento en el que se habían visto envueltos como Gran Guerra.

[2] Véase que Felipe V, siguiendo el modelo francés —y, anteriormente, el del rey Jan III Sobieski de Polonia—, en la restructuración que hace del ejército español por Real Ordenanza de 28 de septiembre de 1704, al inicio de la Guerra de Sucesión, manda que en cada compañía de infantería haya dos fusileros que usen fusil rayado. Tales cambios vinieron auspiciados por el marqués de Bedmar en las Ordenanzas de Flandes de los primeros años del siglo XVIII.

[3] En la batalla de Krasnobrod, el 23 de septiembre de 1939, se batió el 25.º Regimiento de Ulanos polaco frente a varios escuadrones alemanes de la Wehrmacht. Fue quizás el último combate con sables y lanzas de acero. A pesar de la potencia de los jinetes polacos, que arreciaron y obligaron a retroceder a los alemanes, estos encuadraban ametralladoras, la MG 08/15, en carros tirados por caballos. Se denominaban тачанка / tachanka y eran artefactos de origen ruso y de difícil manejo, pues tenían que sobrepasar a la carrera al enemigo para poder batirlo de flanco. En Krasnobrod, pese a la fiereza de los ulanos polacos, estos fueron finalmente barridos del campo de batalla por las tachankas alemanas.

Posteriormente, el 24 de agosto de 1942, en Isbucenski (Ucrania), se produjo la que es considerada última carga de la caballería. Estuvo protagonizada por el II Escuadrón del regimiento Savoia al mando del coronel Alessandro Bettoni. Asombrosamnte, consiguieron vencer a los soviéticos, eso sí, a un alto precio.

2. De Brest-Litovsk a Rapallo

YA HACIA EL FINAL DE LA GRAN GUERRA, las fuerzas de la Alemania imperial habían vencido a los rusos de forma y manera incontestable. Sin embargo, ambos ejércitos permanecían en los campos de batalla, desangrándose en efímeros choques de baja intensidad. Se imponía, por parte de las nuevas autoridades soviéticas, resolver el conflicto con absoluta prioridad. De otro modo, una de las premisas por la que los bolcheviques habían conseguido hacerse con el poder —acabar la guerra y ajustar la paz con el Reich o, en su versión programática, Мир, хлеб и земля, o sea, paz, pan y tierra— se incumpliría, y eso, posiblemente, hubiera supuesto el drástico fin del régimen recién instaurado y, con toda probabilidad, la guerra entre facciones en Rusia.

En efecto, continuar los combates con un ejército descompuesto, derrotado y en franca huida, quería decir esperar un catastrófico final en el que los alemanes, con toda seguridad, avanzarían por territorio ruso sin apenas resistencia, acercándose peligrosamente a Petrogrado[1] y cerrando a los soviets en un jaque definitivo y, en consecuencia, borrando del mapa el nuevo poder.

Ante tan inminente peligro, los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, y como primera disposición, optaron por una medida radical: trasladar la capital a Moscú, hastiados de estar cerca de una frontera cuya seguridad distaba mucho de ser eficaz. Cabían, sin embargo, otros motivos, como buscar la centralidad en un estado que quería ser una federación y mantener la capital en un extremo no facilitaba las cosas. Moscú, no obstante, cumplía con ambas premisas, con la militar, afirmando la seguridad, y con la política, se acercaba a las estepas de la Rusia profunda, buscando una ubicación mejor[2].

Por otra parte, Lenin, como Jefe del Gobierno, veía con claridad el panorama y se percataba de que para llegar a un armisticio, en el que pudiera salvar los restos del ejército, debería renunciar a ciertos territorios en el oeste y afrontar el pago de cuantiosas reparaciones de guerra, pues así eran, desde siempre, las cláusulas de rendición. No había otra salida. No tenía otras posibilidades de negociación, únicamente aceptando las condiciones del vencedor. Era eso o perder lo logrado por la revolución.

Toda aquella parafernalia de adelantar los frentes hasta llegar al corazón de Europa para hacer estallar un levantamiento proletario en el seno de Alemania —algo que había dicho y oído tantas veces—, no era más que palabrería insignificante cuando los soldados se debatían entre la huida y la rendición por batallones enteros. Lenin necesitaba tiempo para organizar un país manifiestamente arrasado, tiempo para instituir un nuevo ejército con directrices revolucionarias que supiera enfrentarse a los capitalistas con verdadero furor socialista, y nada de eso iba a ser posible con la continuación de una sangría a todas luces espeluznante. Además, cerrando el frente del este y a la vista de las noticias que venían de Francia, Lenin confiaba en que los alemanes y sus oponentes continuarían en una batalla de proporciones apocalípticas, con lo que se afianzaba la seguridad de Rusia, al menos mientras tanto los occidentales no alcanzaran algún acuerdo sobre suspensión de hostilidades, cosa en aquellos momentos muy lejana. Si se prolongaba la guerra en el centro de Europa, Lenin podía creer que Rusia estaba salvada. Respecto de las indemnizaciones procedentes de los protocolos de paz con los alemanes, qué importaba lo que fuera a firmar, Lenin sabía que llegada la paz, las potencias aliadas no iban a aceptar en ningún caso regulaciones bilaterales al margen del tratado de rendición general. Y si Lenin daba algo por seguro, era que el Reich del Káiser Guillermo tenía los días contados.

Sin embargo, tal clarividencia no era compartida por la mayoría de los dirigentes bolcheviques de esa primera hora. Incluso más, sectores importantes del partido en Moscú —los llamados Comunistas de Izquierda, con Bujarin y Trotski a la cabeza— pedían el rompimiento de las primeras negociaciones con los alemanes para reiniciar el asalto sobre las unidades germanas. Existía, incluso, un ambiente proclive a destituir al propio Lenin, acusándolo de traición, pues después de haber insistido durante mucho tiempo en la guerra revolucionaria, ahora sermoneaba por todas partes con la necesidad de la rendición y con una dócil tolerancia hacia unas cláusulas que se avizoraban insoportables. Los bolcheviques estaban a un paso de dividirse[3].

Ahora bien, lejos de arredrarse ante la situación, la noche del 18 de febrero de 1918 quedó convocado el Comité Central de Petrogrado, donde Lenin expuso con determinación sus consideraciones. Estas se fundamentaban en un complejo juego de intereses: firmar una paz bilateral, al margen de los Aliados, suponía empujar a los ejércitos alemanes que peleaban en el este hacia el oeste y, en consecuencia, ser tratado de traidor por las potencias occidentales, poniendo en juego la Revolución. La segunda opción era proseguir un combate que consideraba inútil. Ambas soluciones eran complicadas y peligrosas. Al final, Lenin impuso un criterio estrictamente pragmático, ¿qué interesa más a la URSS? Reconociendo públicamente que la paz por la que abogaba era en esencia repugnante[4], no había más remedio, pues lo que necesitaba la revolución era tiempo para afianzar los todavía escasos logros y, principalmente, los fundamentos del estado socialista.

En las votaciones del Comité del partido bolchevique, tales tesis no fueron aceptadas. Al revés, se impuso la opinión de Trotski. Los alemanes, sabedores que la presión podía darles ventajas, anunciaron que daban por terminado el armisticio a las 12:00 horas del día siguiente. Es interesante ver que el propio Trotski, en ese momento dueño de la situación, desdeñó la amenaza alemana asegurando que se trataba de una artimaña para forzar la firma de un tratado de paz que les beneficiaría. No obstante, las noticias que llegaban del frente no eran para menospreciar el ultimátum germano, pues la aviación ya sobrevolaba territorio ruso (escuadrillas alemanas fueron divisadas en la vertical de Dvinsk y las vanguardias del ejército alemán estaban entrando en la ciudad), además varias divisiones procedentes del frente del oeste se afirmaban sobre la frontera.

Todavía Trotski pergeñó un argumento que le pareció suficiente: las masas obreras alemanas no permitirían el avance de las tropas del Káiser y se levantarían con bravura en una explosión de ira, proscribiendo a unos políticos y a unos militares que combatían la patria del socialismo. Ante tamaño dislate, Lenin insistió: no existía ninguna seguridad para la revolución rusa si no se producía la firma de un armisticio definitivo y, por otra parte, los trabajadores alemanes, como los del resto del mundo, estaban muy lejos de hacer nada contra el imparable avance del ejército del Reich.

En medio de tales discusiones, llegó a la asamblea una noticia que cayó como un estruendo. Al mediodía del día 18, las vanguardias alemanas progresaban hacia Petrogrado con el parabién de buena parte de la población. El ejército ruso, abandonando armas y pertrechos, huía en desbandada, incapaz de oponerse al avance germano.

A pesar del comunicado, los bolcheviques seguían polemizando, incansables, y Trotski, con todo y no poder anunciar la tan ansiada insurrección revolucionaria en Alemania, mantenía sus opiniones con fervor. Todavía Lenin tuvo fuerzas para proseguir con el debate, y todavía se opuso Trotski con mayor encono. Por fin, fue Stalin quien pudo inclinar los votos de los trece compromisarios del Comité a favor de Lenin. Inmediatamente, una nota en la prensa anunció que el Consejo de Comisarios del Pueblo, cuya primera manifestación fue condenar el agresivo comportamiento del ejército alemán, estaba dispuesto a firmar un tratado de paz respetando las condiciones determinadas por el Reich en Brest-Litovsk.

Sin embargo, aún los bolcheviques tenían que sostener un largo debate, al que proseguiría una votación confirmatoria definitiva. En tal discusión, quien se enfrentó a Lenin manteniendo la necesidad de rechazar la paz y lanzar los restos del ejército contra los alemanes fue Karl Radek, agente del Comité Central bolchevique para las Relaciones con el Extranjero y al que volveremos a ver inmediatamente.

Por fin, se aceptaron las condiciones alemanas, a pesar de las múltiples reticencias que todavía generaba y de la censura de Trotski[5], que se negó a acudir ante los generales alemanes. Visto este último obstáculo, Lenin designó a un nuevo personaje, cuya importancia será después capital, se trataba de Georgi Chicherin, un diplomático que hablaba perfectamente alemán y que era ferviente admirador de la cultura germana, al que el jefe bolchevique conocía de los tiempos del exilio. Así, el 3 de marzo de 1918 se firmó el tratado de paz en la población fronteriza de Brest-Litovsk, población donde los alemanes habían establecido su cuartel general.

Semejante acuerdo era, en esencia, una capitulación en toda regla, pero paralizaba los frentes y dejaba en suspenso las hostilidades. La URSS transigía con importantes ventajas para Alemania, tales como la pérdida de casi todo su potencial carbonífero, la mitad de la producción pesada, el pago de 6 000 000 000 de marcos en concepto de reparaciones de guerra y la merma del 30 % de su población en territorios como Finlandia, Polonia, Ucrania y los estados bálticos, Estonia, Letonia y Lituania.

Se trataba, desde luego, de una rendición onerosa, pero necesaria, a juzgar por la perspicacia de Lenin, que supo ver la claudicación, no como un punto final, sino como un medio de arranque. ¿Cuánto se iba a tardar en revisar el Tratado de Brest-Litovsk? Ciertamente, poco, pues tras el Armisticio, y Lenin tenía motivos para sospechar que los ejércitos germanos estaban fracasando en el frente del oeste, los Aliados prohibirían y anularían cualquier clase de acuerdo por separado entre un Reich vencido y una Rusia derrotada. Nuevas configuraciones se abrían ante tal perspectiva, y por el momento, Lenin ya tenía lo que buscaba, la paz y, en consecuencia, el tiempo necesario para desarrollar sus planes: afirmar la revolución, crear un ejército nuevo y levantar el país.

No obstante, antes, el 28 de agosto, los alemanes, una vez más, obligaron a los rusos a suscribir una especie de ajuste anejo al Tratado de Brest-Litovsk en el que estos debían entregar al Reich miles de millones de rublos de oro, junto a millones de toneladas de materias primas. Fue otro trago duro para Lenin que, sin embargo, acató y se avino a firmar. Argumentó los mismos considerandos, pero para entonces ya sabía que los alemanes daban sus últimas bocanadas, ¿qué importaba, entonces, un tratado inadmisible más? Y tuvo razón, el Estado Mayor del Reich se rindió tres meses después y tales convenios jamás fueron aplicados[6].

Efectivamente, como resultado del Tratado de Paz de Versalles los Aliados impusieron a Alemania una cláusula expeditiva: según el artículo 116.1, el Reich debía renunciar a lo firmado en Brest-Litovsk, junto a cualquier estipulación posterior, porque de ninguna manera estaban dispuestos a permitir negociaciones bilaterales con los soviéticos, a los que, dadas las circunstancias y el pánico que desataba la revolución, pretendían confinar tras una especie de cordón sanitario que esperaban ahogara a los bolcheviques.

Sin embargo, y contraviniendo cualquier expectativa, después de Brest-Litovsk —prácticamente al día siguiente del final de la Gran Guerra— volvió a fluir la circulación comercial[7] entre rusos y alemanes, de tal modo que la importación de bienes alemanes aumentó de 28,1 millones de rublos en 1920 a 160,2 en 1921. Al mismo tiempo y en igual período, la exportación soviética creció de 2,5 a 36,2 millones de rublos. Tales contactos llevaron al intercambio comercial pero también al restablecimiento de relaciones de toda clase, principalmente en el campo de la ciencia experimental y de la técnica.

Numerosas empresas de tipo industrial abrieron oficinas en Moscú, esmeradamente patrocinadas por los ministerios alemanes de industria y economía, y auxiliadas y alentadas por los bolcheviques. Es cierto que las finanzas soviéticas no podían en ese momento soportar la oferta que presentaba Alemania a través de sus productos, pero los alemanes vieron rápidamente que se trataba de inversiones estratégicas, esto es, si no acudían a un mercado nuevo y al parecer muy potente, a plazo medio serían las potencias aliadas las que acabarían por instalarse allí. Generar confianza, dilatar el mercado y asegurarlo para posteriores convenios, ese fue el modelo de expansión alemana de principios de los años 20.

Por encima de todo planeaba un problema fundamental, con el aislamiento de la URSS y de la propia Alemania después del Armisticio —que en absoluto supuso un corte drástico, tal y como podía augurarse—, las materias primas rusas no tenían salida. Era un mercado muy dependiente. En cierta medida, los rusos las vendían a los alemanes o no tenían destino, asunto que favorecía una política de precios muy atractiva. Al fin y al cabo, se trataba de una potencia capitalista, Alemania, ciertamente debilitada que, no obstante, se aprovechaba de las circunstancias de una economía socialista emergente diezmada por la Gran Guerra y por la inmediata Guerra Civil entre blancos y rojos, cuyo final, todavía en aquella época, era incierto.

Pero ¿qué tipo de industrias optaron por instalarse en la URSS? Por ejemplo, la Continental-Caoutchouc und Gutta-Percha Compagnie[8]. A fin de facilitar esas relaciones, el diputado del Reichstag, Otto Hugo, miembro del Partido Nacional Liberal y Director General de Industria y Comercio, visitó Moscú con la intención de abrir aún más el intercambio. Hugo[9] participó con denuedo en la reconstrucción del Reich y, para ello, propuso un sistema comercial que favorecía la recuperación de relaciones económicas con la URSS, situando a los industriales alemanes en la vanguardia de las potencias occidentales que optaban por aprovechar las innegables ventajas de un mercado empobrecido, pero latentemente muy fuerte.

Consecuencia de tales negociaciones fueron los contratos que se sucedieron de forma interminable. Por ejemplo, antes de acabar el año 1921, los soviéticos habían importado 1 000 locomotoras que se incorporaron a su red de transporte ferroviario. Pues bien, de esa cifra, 750 eran de procedencia alemana y el resto de origen sueco. Solo unos días más tarde, y para facilitar tales operaciones, el banco Elberfeld y el Deutsche Bank, esta vez por intervención directa de Lenin[10], ofrecieron a los rusos un crédito de 200 millones de marcos oro para la compra de materiales industriales de procedencia alemana[11].

Un poco después, y también bajo iniciativa de Lenin, los rusos buscaron negociar con franceses, británicos y estadounidenses la llegada de materiales modernos para levantar una incipiente industria aeronáutica en la URSS. Sin embargo, los delegados enviados por el líder bolchevique regresaron a Moscú con las manos vacías. No había nada que hacer, nadie vendía a los bolcheviques y nadie estaba dispuesto a invertir en su economía.

Nadie, salvo el Reich, claro está. A seis meses de la firma del Tratado de Rapallo, que trataremos más adelante, 400 ingenieros y especialistas alemanes viajaron hasta Fili (en aquella época, localidad próxima a Moscú; actualmente, un barrio asimilado a la ciudad) para levantar una planta de construcción y montaje de aeroplanos militares de la empresa Junkers. Viendo tales movimientos, los franceses decidieron vender a Rusia sesenta aeroplanos, en gran medida para equilibrar la influencia germana. Pero era tarde, desde la firma en Rapallo, los alemanes habían asentado, además de los empleados que estaban trabajando en la Junkers, más de dos mil ingenieros aeronáuticos y personal adyacente, técnicos, electricistas, proyectistas y expertos en óptica. Finalmente, y ya en 1927 los rusos obtuvieron de los alemanes la gerencia del complejo industrial Junkers bajo la dirección de Andrei Tupolev.

[1] Petrogrado / Петроград era el topónimo de la capital rusa desde que se cambió, rusificándolo, en 1914. Anteriormente, el nombre de la ciudad era San Petersburgo / Санкт-Петербург. Después, y una vez había perdido la capitalidad de Rusia, cambió otra vez el nombre por el de Leningrado / Ленингрaд. En la actualidad ha vuelto a ser San Petersburgo, tal y como quiso su fundador, el zar Pedro el Grande.

[2] Walter, G., Lenin, Grijalbo, Barcelona, 1973, pág. 401.

[3] Actas del Comité Central del Partido Obrero Social Demócrata Ruso (bolchevique), octubre 1917 – febrero 1918, en La revolución de octubre sin mitos, Grupo Editor Tesis 11, Buenos Aires, 1991. De hecho, el 18 de febrero de 1918, hubo dos convocatorias, una de mañana y otra bien entrada la noche.

[4] Gerard Walter opus cit., pág. ٣٨٩, explicita que al parecer la expresión de Lenin fue грязный мир, esto es, una paz asquerosa.

[5] Finalmente, Trotski acudió a las negociaciones de Brest-Litovsk, si bien en una segunda fase. El dirigente bolchevique tuvo una intervención explosiva. Nos retiramos de la guerra —aseveró—, pero no estamparemos la firma de la revolución rusa en un tratado de paz que implica la opresión, el sufrimiento y la desgracia para millones de personas. Sebastian Haffner, El pacto con el diablo, Austral, Barcelona, 2011, pág. 62.

[6]Haffner, opus cit., pág. 98

[7] Sofiya Radomska, Soviet-German relations in the interwar period, Södertörns högskola University College, Stockholm, Suecia, 2006, pág 29.

[8] En la actualidad, la Continental-Caoutchouc und Gutta-Percha Compagnie se denomina Continental AG y continúa siendo un puntal fuerte tanto en la industria de los neumáticos para automóviles como en el caucho industrial. Sus fuentes de aprovisionamiento se hallan en el extremo oriente.

[9] Otto Hugo publicó en 1921 Las tareas económicas de la reconstrucción.

[10] El mismo Lenin que en El imperialismo, fase superior del capitalismo, Ediciones en lenguas extranjeras, Pekín, 1975, (4a impresión), pág. 20, en nota al pie, ponía al Deutsche Bank como ejemplo de acaparamiento de capital.

[11]В. Галин / V. Galin, Политэкономия войны. Заговор Европы / La economía política de guerra. La construcción de Europa. Editorial Algoritmo, Moscú, 2007.

3. El Armisticio

SI LA COMPLEJIDAD DE CUALQUIERA DE LOS TRAMOS de la Gran Guerra es asunto de extraordinaria envergadura —sean estos de carácter militar, industrial o político, y ratificando que el estudio de sus fases es también objetivo arduo—, el armisticio que detuvo semejante empresa no podía ser menor.

Efectivamente, suspender el operativo que movía a millones de hombres en los diferentes frentes de guerra, situados en disparejos teatros de operaciones, algunos alejados miles de kilómetros, con las comunicaciones interrumpidas muchas veces por efecto de la propia campaña, supuso un ejercicio de organización extraordinario.

La interrupción de las operaciones, al menos en lo que se refiere a los frentes del oeste, empezó el 6 de octubre de 1918, cuando el gobierno alemán, con sus ejércitos extenuados pero todavía sobre el terreno, envió una nota, mediante su embajada en Suiza, dirigida al presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, para que, informando a todas las potencias beligerantes, abriera negociaciones destinadas a formalizar la paz.

Tales negociaciones recogían las palabras pronunciadas por Wilson el 27 de septiembre en Washington en las que se desarrollaba un programa destinado a frenar la guerra. En ese momento, el mariscal Ferdinand Foch, jefe del Estado Mayor de los Ejércitos aliados desde marzo de ese mismo año, tomó la iniciativa[1], según sus propias palabras, y envió un escrito a Georges Clemenceau, jefe del Gobierno bajo la presidencia de Raymond Poincaré, en el que se recogían los compromisos que, en su opinión, correspondía asignar a los alemanes si las circunstancias indicaban la conveniencia de detener las hostilidades, aunque fuera de forma transitoria.

Ha de destacarse, de todos modos, la inquina que desde antiguo manifestaba Clemenceau por Foch, al que había negado[2], en su momento, la promoción a general de división y a comandante de l’École de Guerre, puesto que finalmente desempeñó en 1907. Ciertamente, Clemenceau siempre mantuvo una muy exquisita reserva hacia Foch, probablemente porque los antecedentes del mariscal eran poco de fiar, dada las tendencias bonapartistas de su familia y, al parecer, su poco aprecio por la III República.

En efecto, el padre de Foch —que, para más señas, se llamaba Napoléon Foch, hecho anecdótico, pero acaso significativo—, y en general la familia, profesaba un profundo catolicismo, hasta el punto de que uno de sus hijos fue jesuita. Pues bien, el martes 16 de abril de 1929, esto es, a un mes aproximado de la muerte del mariscal, en la Feuille d’Avis de Neuchatel apareció una noticia interesante, que acaso aclare esta situación. La nota, sin firma y a dos columnas, y titulada Le Tigre devait manger Foch et ce fut Foch qui apprivoisa le Tigre[3], explica que en cierta ocasión y ante la negativa de Clemenceau a promocionar al entonces general Foch, este se presentó en casa del político y le pidió abiertamente explicaciones. Después de las consiguientes quejas de Clemenceau, molesto por las iniciativas un tanto inusuales del militar, amenazó al general con un abultado dossier, que en ese momento obraba en su poder, y en el que supuestamente se recogían innumerables alegatos contra el nombramiento de Ferdinand Foch. Lógicamente, el militar quiso saber de qué se trataba y el Tigre —tal y como venía apodando la prensa a Clemenceau, dada su actuación contra diversas alteraciones callejeras llevadas a cabo por la izquierda— dio lectura a las declaraciones. Consistían en tres: republicanismo mitigado, uso de argumentos metafísicos en sus clases en l’École de Guerre cuando actuó como profesor y favoritismos a los alumnos católicos. Todas ellas fueron desmontadas rápidamente por un Foch que se hizo fuerte ante el Tigre, obteniendo de inmediato el nombramiento.Es interesante ver que Foch, llegado el caso, usó como argumento el ejemplo de Monsieur Jourdain, el famoso personaje de Molière en El burgués gentilhombre, que hablaba en prosa sin saberlo, cuando aseguró al Jefe de Gobierno que la acusación de la que era objeto sonaba a disparate, ya que sin saber una palabra de metafísica parece que era capaz de desmenuzar tan intrincadas explicaciones.

De hecho, Clemenceau se estaba refiriendo, entre otras cosas, a un libro publicado por Foch en 1909 titulado De la conduite de la guerre[4], acerca del que no le cupo, según su propio testimonio, ninguna duda. Con todo, en algo Clemenceau no iba desencaminado, pues el 5 de mayo de 1921, frente a la tumba de Napoleón I en los Inválidos, cuando Clemenceau había perdido las elecciones y, por tanto, no era peligroso, el mariscal Foch pronunció un encendido elogio del Emperador que tuvo repercusión pública, pues fue objeto de publicación rápidamente[5].