La jarra de Pandora - Natalie Haynes - E-Book

La jarra de Pandora E-Book

Natalie Haynes

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Beschreibung

EL VERDADERO PAPEL DE LA MUJER EN LOS ANTIGUOS MITOS GRIEGOS. Los mitos griegos, protagonizados por divinidades, héroes, heroínas y monstruos, son una de las fuentes culturales más fértiles de la civilización occidental. Y como tradición, todas sus historias tienen diferentes versiones y variantes que cambian y evolucionan a lo largo del tiempo. En esta obra tan lúcida como mordaz, Natalie Haynes analiza esta transmisión de las narraciones en manos masculinas que, con monótona frecuencia, excluye de la ecuación a las mujeres. A partir de una serie de grandes protagonistas femeninas de la mitología griega, Haynes recupera las raíces sobre las que se asentaron sus historias para explicarlas en todo su alcance y entender por qué se distorsionaron algunos de los elementos que conformaban sus hazañas. El resultado es un extraordinario y riguroso relato que subsana los descuidos y excesos, y pone a estas heroínas en su original y merecido lugar.

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Título original inglés: Pandora’s Jar.

© del texto: Natalie Haynes, 2020.

© de la traducción: Roc Filella Escola, 2023.

Diseño de la cubierta: Estudio Freixes Pla.

Imagen de la cubierta: Portokalis / Alamy Foto de stock.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: enero de 2024.

REF.: OBDO271

ISBN:978-84-1132-674-2

EL TALLER DEL LLIBRE • REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

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Todos los derechos reservados.

A MI MADRE, QUE SIEMPRE HA CREÍDO

QUE UNA MUJER CON UN HACHA ES MÁS INTERESANTE

QUE UNA PRINCESA.

Introducción

Mi hermano y yo estábamos absortos viendo a Harry Hamlin de pie detrás de una columna en la oscuridad de la guarida de Medusa en la película del productor Ray Harryhausen Furia de titanes, con las llamas titilando en su escudo y su cara brillante de sudor. Perseo sostiene el escudo delante de sus ojos para protegerse de la mirada pétrea de Medusa. Observa el reflejo de un monstruo que va serpenteando, perfilado delante del fuego que tiene a su espalda. Esta Medusa tiene la cola de serpiente, como un látigo, y el pelo formado por las serpientes tradicionales. Va armada con arco y flechas, y de un solo golpe es capaz de derribar a uno de los compañeros de Perseo. Cuando el hombre queda tendido en el suelo, ella se desliza hacia la luz. De repente, sus ojos lanzan un destello verde oscuro. El hombre se da la vuelta sobre la piedra en la que yace.

Medusa dispara otra flecha, esta vez arrancándole a Perseo el escudo que lleva en las manos. La cola de la serpiente se mueve anticipándose a la muerte. Perseo intenta agarrar el reflejo de Medusa en la reluciente hoja de su espada cuando ella lanza una tercera flecha. Medusa avanza lentamente mientras Perseo espera, dándole vueltas a la espada que lleva en la mano. El sudor ha formado gotas en su labio superior. En el momento crucial, blande su arma y decapita a Medusa, cuyo cuerpo se retuerce antes de que la espesa sangre roja rezume de su cuello. Cuando la sangre llega al escudo de Perseo y corroe el metal, se oye un siseo.

Esta película —junto con Jasón y los argonautas— se me quedó clavada en mi mirada infantil: raras eran las fiestas escolares en que no dieran alguna de ellas en la tele. No se me ocurrió que hubiera nada inusual en la imagen de Medusa, porque no era un personaje. Simplemente era un monstruo. ¿Quién siente pena por una criatura que tiene serpientes por pelo y convierte a hombres inocentes en una piedra?

Estas películas me decidieron a estudiar griego, y probablemente también las versiones infantiles de los mitos griegos que había leído (en una edición de Puffin, creo, de Roger Lancelyn Green. Mi hermano me dice que también teníamos una de Norse). Pasaron años hasta que me encontré con otra versión de la historia de la Medusa, algo que me dijo cómo o por qué se había convertido en monstruo. Durante la carrera, seguí encontrando detalles en la obra de autores antiguos que eran muy diferentes de las versiones resumidas que había leído o había visto. Medusa no siempre fue un monstruo, Helena de Troya no siempre fue adúltera, Pandora no siempre fue mala. Incluso personajes que eran malos de verdad —Medea, Clitemnestra, Fedra— tenían muchísimos más matices de los que parecía a primera vista. En mi último curso universitario, escribí una tesis sobre mujeres que matan a niños en las tragedias griegas.

He dedicado los últimos pocos años a escribir novelas que cuentan historias en gran medida olvidadas de los mitos griegos. En las versiones antiguas de estas historias, los personajes femeninos solían ser la figura principal. El dramaturgo Eurípides escribió ocho tragedias sobre la guerra de Troya que han llegado hasta nosotros. Una de ellas, Orestes, lleva por título el nombre del varón protagonista. Las otras siete tienen por título nombres femeninos: Andrómaca, Electra, Hécuba, Helena, Ifigenia en Áulide, Ifigenia en Táuride y Las troyanas. Cuando empecé a indagar sobre las historias que quería contar, me sentía exactamente igual que Perseo en la película del productor Harryhousen: intentando vislumbrar los reflejos con los ojos entrecerrados y a media luz. Estas mujeres se escondían a plena vista, en las páginas de Ovidio y Eurípides. Estaban pintadas en los vasos que hoy se conservan en todos los museos del mundo. Aparecen en fragmentos de multitud de poemas y de estatuas rotas. Pero ahí estaban.

Sin embargo, fue mientras hablaba de un personaje femenino que no era griego cuando decidí escribir este libro. Estaba en Radio 3, hablando del papel de Dido, la reina fenicia que fundó la ciudad de Cartago. En mi opinión, Dido fue una heroína trágica, abnegada, intrépida y desconsolada. Según la persona que me entrevistaba, Dido fue una intrigante despiadada. Yo pensaba en la Dido de la Eneida de Virgilio. Él, en la Dido, reina de Cartago de Marlowe. Había dedicado tanto tiempo a reflexionar sobre las fuentes antiguas que había olvidado que la mayoría de las personas conocen los clásicos por fuentes mucho más modernas (para los clasicistas, Marlowe es moderno). Aunque creo que Troya es una película nefasta, muy probablemente la han visto más personas de las que han leído la Ilíada.

Así que decidí elegir a diez mujeres cuyas historias han sido contadas miles de veces —en la pintura, el teatro, el cine, la ópera, musicales y de muchas otras formas— para demostrar la la visión tan diferente que se tenía de ellas en el mundo antiguo: cómo importantes personajes femeninos de Ovidio pasarían a ser esposas imaginarias en el cine de Hollywood del siglo XXI; cómo los artistas recreaban a Helena para reflejar los ideales de belleza de su propio tiempo, perdiendo así la pista de la mujer inteligente, divertida y a veces aterradora que es en Homero y Eurípides, y cómo algunos escritores y artistas modernos, como era mi caso, buscaban a estas mujeres para situarlas de nuevo en el núcleo de la historia.

Todo mito contiene en sí mismo muchas cronologías: el momento en que se crea, el momento en que se cuenta, y cada vez que se vuelve a contar la historia después. Es posible que los mitos sean la casa de los milagros, pero también son nuestros espejos. Qué versión de la historia decidimos contar, qué personajes situamos en primer plano, a cuáles dejamos que se esfumen en las sombras: todo ello es el reflejo de quien lo cuenta y quien lo lee, en la misma medida que muestran los personajes del mito. Hemos dejado espacio en nuestra narración para redescubrir a mujeres que se han perdido u olvidado. No son villanas, víctimas, esposas ni monstruos: son personas.

Pandora

Pandora, Dante Gabriel Rossetti, 1871. (Commons Wikimedia).

Cuando pensamos en Pandora, seguramente todos tenemos una imagen en la mente. Ella está sentada al lado de una caja o la sostiene con las manos. La abre bien porque siente curiosidad por ver qué hay dentro o porque sabe lo que contiene y quiere dejarlo salir. Lo que contiene es abstracto pero terrible: todos los males del mundo quedan libres y pueden cebarse en nosotros. Y, afortunadamente, sabemos sin temor a equivocarnos a quién debemos culpar: la hermosa mujer que no podía resistirse a abrirla.

Obviamente, esta historia tiene sus paralelismos con la de Eva. «Haz lo que quieras en el Edén», le dice Dios a Adán. Come el fruto de cualquier árbol. Salvo de este, el árbol del conocimiento que, no obstante, es de fácil acceso y está al lado de esta convincente serpiente parlante. A continuación, Dios crea a Eva, pero no le dice lo que puede o no puede comer. Sin embargo, es muy probable que se lo haya oído decir a Adán, porque ella sabe qué contestar cuando la serpiente (también creada por Dios) le pregunta si ella no puede comer de ninguno de los árboles del Paraíso. «Sí —contesta Eva—, podemos. Únicamente tenemos prohibido comer de ese, y, si lo hiciéramos, moriríamos». «¿El árbol del conocimiento? —pregunta la serpiente—. No, no vais a morir. Solo sabríais distinguir el bien del mal, como hace Dios». Eva comparte el fruto con Adán, que estaba con ella, como nos cuenta el libro del Génesis. Y la serpiente tiene razón: no mueren, aunque a Eva se le promete que parirá con dolor por hacer caso a la serpiente, de cuya existencia y voz Dios es el único responsable.

Sin embargo, Pandora ha sido particularmente maltratada por la historia, incluso si la comparamos con Eva. Esta, cuando menos, escuchó a la serpiente y comió de lo que se la advirtió que era peligroso. Pandora no abrió ninguna caja, ni por curiosidad ni por malevolencia. En efecto, la caja no aparece en la historia hasta que Erasmo tradujo Los trabajos y los días de Hesíodo al latín en el siglo XVI, más de dos mil años después de que Hesíodo escribiera la obra en griego. Erasmo buscaba una palabra que tradujera la griega pithos, que significa «jarra». Como dice el estudioso y traductor de textos clásicos M. L. West,[1] Hesíodo se refería a una jarra de cerámica de, más o menos, un metro de altura, que se utilizaba para guardar cosas muy diversas. Las jarras griegas eran de base estrecha, y se iban ensanchando hasta llegar a una amplia boca. No eran especialmente estables: basta con observarlas en cualquier museo de antigüedades clásicas para ver las muchas grietas y reparaciones que revelan su fragilidad intrínseca. Los botes de cerámica suelen ser hermosos, obras de arte exquisitamente adornadas. Pero no son el lugar donde uno iría a guardar una serie de males que causaran penas inconmensurables a la humanidad en los miles de años futuros. Aparte de cualquier otra cosa —como puede atestiguar cualquiera que haya barrido el suelo de una cocina—, las tapas no siempre están sujetas con fuerza. Y nosotros tenemos la ventaja de las tapas de rosca, algo de lo que seguramente Pandora no disponía.

En Occidente se conjetura que Erasmo confundió las historias de Pandora y de Psique (otro personaje de la mitología griega que lleva una caja —puxos, cuya transliteración más habitual es pyxis— cuando es enviada al inframundo a cumplir un encargo). No hay duda de que es una teoría plausible. Entonces, ¿confundió Erasmo dos palabras que sonaban de modo muy parecido: pithos («jarra») y puxos (en griego; pyxis, en latín). Sea como fuere, la que sale perdiendo es Pandora. Porque abrir una caja requiere cierto esfuerzo; en cambio, resulta mucho más fácil romper de un golpe la tapa de cerámica de una jarra. Sin embargo, la imagen asentada en la academia de Pandora abriendo una caja con malicia premeditada es la que se ha impuesto en nuestra cultura.

Si nos fijamos en las representaciones artísticas de Pandora anteriores a la amplia difusión de la obra de Erasmo (que murió en 1536), observamos que se la representa con una jarra, aun en el caso de que el pintor pretenda presentarla como una villana y la imagen así lo refleje. Jean Cousin la pintó como Eva Prima Pandora,[2] una mezcla de Pandora y Eva, en torno a 1550: tumbada completamente desnuda salvo por una sábana enrollada entre sus piernas, con una jarra que sujeta con una mano y una calavera humana sobre la que reposa la otra. Y existen pinturas posteriores que también la muestran con una jarra: por ejemplo, La apertura del jarrón de Pandora,[3] que Henry Howard pintó en 1834. Pero tal vez la imagen más famosa sea de unos cuarenta años después, una época en que parece que la reescritura de Erasmo cala con fuerza en la conciencia artística colectiva.

En 1871, Rossetti completó su retrato de Pandora sosteniendo un pequeño cofre dorado en sus manos. La tapa del cofre está tachonada de grandes joyas, de color verde y púrpura, los mismos colores de las piedras que adornan uno de los brazaletes que Pandora lleva en la muñeca izquierda. Los dedos largos y delgados de su mano derecha están flexionados porque empieza a abrir la caja. Con la mano izquierda sujeta la base con fuerza. La ranura que media entre la tapa y la caja no es sino una delgada sombra, pero por ella ya sale una espiral de humo de color naranja, una espiral que va girando y ascendiendo por detrás de los rizos de color rojo cobrizo de Pandora. No sabemos exactamente qué hay en la caja, pero, sea lo que sea, se trata de algo siniestro. Si nos fijamos con mayor detenimiento en la cara de la caja, justo encima del dedo pulgar izquierdo de Pandora, vemos una inscripción latina que empeora aún más los presagios: «Nascitur Ignescitur»:[4] nacido en llamas. El propio Rossetti hizo el cofre, que posteriormente se perdió.

El retrato mide bastante más de un metro de alto, y el color de fondo es tan ardiente como el texto del centro del lienzo: Pandora lleva un vestido de color carmesí cuyos pliegues le caen desde el cuello sobre los brazos y el cuerpo. Lleva los labios pintados del mismo color rojo brillante y formando un arco perfecto. Una diminuta sombra debajo del centro de su boca da la impresión de que su labio inferior se proyecta hacia el espectador. Sus enormes ojos azules nos miran sin remordimiento. La modelo fue Jane Morris, esposa del artista William, con la que Rossetti mantuvo lo que razonablemente podemos concluir que fueron unas relaciones apasionadas. Los críticos se preguntaban qué pensaría William Morris de una obra que mostraba a su esposa de esa guisa erótica imposible de negar, y pintada por otro hombre. Fueron menos los que se preguntaron cómo debió de sentirse Jane Morris al verse ilustrando la descripción que Hesíodo hace de Pandora en la Teogonía como kalon kakon:[5] una malvada hermosa. Y nadie se preguntó por lo que Pandora podría pensar sobre el objeto que sostenía fuerte y peligrosamente en sus bellas manos.

Es posible, pues, que haya llegado el momento de observar la historia de Pandora desde el principio, para ver cómo evoluciona la narración y cómo cambia de un escritor y un artista a otro. Como suele ocurrir con las cosas excelentes, debemos remontarnos a los griegos para ver cómo empezó. La primera fuente de que disponemos es Hesíodo, que vivió a finales del siglo VIIIa.C. en Beocia, en el centro de Grecia. Cuenta la historia de Pandora dos veces, la primera con relativa brevedad en su poema Teogonía.

Este poema es una historia sobre los orígenes que cataloga la genealogía de los dioses. Primero fue el Caos, luego la Tierra, después el inframundo, y tal vez el primer personaje que podemos reconocer: Eros, que ablanda la carne y supera a la razón. Caos crea a Érebo y la Noche, la Noche crea el Aire y el Día. La Tierra crea el Cielo, etcétera. Dos generaciones después, llegamos a Zeus: del Cielo (Urano) y la Tierra (Gaia) nacerán, entre otros muchos, Cronos y Rea. Urano resultó ser todo menos el padre ideal, y escondió a sus hijos en una alejada caverna de la que no les permitía salir. Para liberarse de su opresión, Cronos acaba por castrar a su padre con un afilado garfio que le había dado su madre, y tira los genitales arrancados del cuerpo al mar (de donde nace Afrodita. Este es quizá el momento de empezar a preguntarse si Freud pudiera haber tenido algo que decir de todo esto). A su vez, Cronos y Rea también tendrán muchos hijos: estos dioses preolímpicos son conocidos como Titanes. Cronos también suspende una prueba elemental de paternidad, y decide devorar a todos sus retoños. Rea da a luz a Zeus en secreto para que no sea devorado, y después Zeus obliga a Cronos a regurgitar a sus hermanos mayores y se apropia de la túnica del rey de los dioses. Poco cabe dudar de que la hostilidad y la tensión presidirían las reuniones familiares.

A Zeus se le describe a menudo como un ser inteligente y gran estratega, una fama, sin embargo, que pronto se esfuma por dos veces por culpa del astuto titán Prometeo. Es evidente que Hesíodo busca una historia que explique por qué sus compatriotas griegos sacrifican los huesos de un animal a los dioses y se reservan para ellos los diferentes cortes de carne. Cabe suponer que el sacrificio implica la pérdida de algo bueno, y los huesos no son precisamente la mejor parte de un buey muerto, por lo que es necesaria una explicación. Y así, Hesíodo nos cuenta que, en un lugar llamado Mekone, ideó un truco. Ante la tarea de tener que dividir la carne en una parte para los dioses y una para los mortales, esconde la carne bajo el estómago del buey y se lo ofrece a Zeus, y coloca los huesos destinados a los hombres debajo de un trozo de reluciente grasa. Zeus se queja de que su parte parece la menos apetitosa y Prometeo explica que Zeus es el primero en escoger, así que puede elegir la parte que prefiera. El rey de los dioses toma su decisión y solo después se da cuenta de que le han engañado: los mortales se llevan la parte buena y los dioses se quedan con un montón de huesos.

La segunda estratagema de Prometeo no es más que un simple hurto: roba el fuego (que pertenece a los dioses) y lo comparte con los mortales. El conocido castigo impuesto por tal fechoría es ser atado a una piedra y que un águila le vaya privando de su hígado a picotazos. Como es inmortal, su hígado crece de nuevo, de modo que todo el siniestro proceso se repite un día detrás de otro. Zeus está tan furioso por la mejora que el fuego ha supuesto para la vida de los mortales que decide regalarnos una calamidad (kakon)[6] que equilibre las cosas. Encarga a Hefesto que haga con tierra el molde de una joven. La diosa Atenea viste a la doncella sin nombre con prendas de plata y le entrega un velo y una corona de oro decorada con imágenes de animales salvajes. Una vez que Hefesto y Atenea han terminado su obra, muestran a la kalon kakon, ant’agathoio[7] —la hermosa malvada a cambio del precioso regalo recibido por los hombres— a los otros dioses, que se dan cuenta de que los hombres no dispondrán de recurso ni remedio alguno contra ella. De esta mujer, dice Hesíodo, procede toda la raza letal de las mujeres. A todos nos gusta que nos quieran.

Una historia narrada con tan pocas palabras necesita que se la desentrañe con detalle. En primer lugar, ¿por qué Hesíodo no utiliza el nombre de Pandora? Segundo, ¿dice Hesíodo realmente que las mujeres son una raza independiente de los hombres? En ese caso, Pandora es muy diferente de Eva: Adán y Eva serán por igual los ancestros de todos los hombres y todas las mujeres; en cambio, Pandora será solo la antecesora de las mujeres. Tercero, ¿dónde está su jarra, su caja, o lo que sea? De nuevo tendremos que esperar a la segunda versión más extensa de Hesíodo para enterarnos de más cosas. Y, en cuarto lugar, ¿qué descubrimos sobre la propia Pandora? Es autóctona, es decir, hecha de la propia tierra. La diseña y elabora el maestro artesano de los dioses, Hefesto, y la adorna la ingeniosa y habilidosa Atenea. Sabemos que Pandora es hermosa. Pero ¿cómo es realmente? Solo contamos con una frase que nos lo puede contar, antes de que Hesíodo se meta en explicaciones de cómo las mujeres solo te querrán si no eres pobre, y las compara desfavorablemente con las abejas. Cuando sacan a Pandora para mostrarla a los demás dioses, que se maravillarán por la perfección de su hechura, ella se deleita con su vestido —kosmo agalomenēn—.[8] Es como si Hesíodo estuviera embelesado por esa joven, pese a que la describa como perversa y mortífera. Acaba de ser creada, y ya siente el placer de que le hayan regalado un hermoso vestido.

La segunda versión de la historia de Hesíodo, más detallada, se halla en Los trabajos y los días. Es un poema escrito en gran parte para reprender a su indolente hermano, Perses, y que demuestra que la hostilidad pasiva del poeta no se limita a las mujeres. Sus hermanos están también en la línea de fuego de sus hexámetros. Una vez más, Zeus se enoja por el robo de Prometeo, y exclama: «Les voy a enviar un terrible infortunio a cambio del fuego» —«anti puros dōsō kakon»—. Y pasa a decir que Pandora será una desdicha «en la que todos los hombres se deleitarán y que todos ellos aceptarán».[9] Ordena de nuevo a Hefesto el duro trabajo de crear; Pandora será hecha de tierra y agua, y se la dotará de la voz y la fuerza humanas, pero tendrá la cara y la forma de una diosa inmortal. A Atenea se le encarga que la enseñe a tejer, y Afrodita debe darle su gracia dorada, el deseo doloroso y los sufrimientos constantes de sus extremidades (cabe suponer que estas dos últimas características sean los sentimientos que Pandora provocará en los hombres, pero son intrínsecos a su propio ser).

Los dioses acuden rápidamente a la invitación de Zeus. En efecto, participan más dioses: las Gracias, la Persuasión y las Horas contribuirán con adornos dorados y florales. El dios Hermes le da una mente similar a la del perro (lo cual no es ningún cumplido: a los griegos no les gustaban los perros tanto como a nosotros) y una naturaleza deshonesta. Es también el responsable de su voz y de su nombre: «Llamó a la mujer Pandora, porque todos los dioses que viven en el monte Olimpo le hicieron un regalo, una calamidad para los hombres».[10] Además, es Hermes, como mensajero de los dioses, quien se lleva a Pandora del reino inmortal y la entrega a Epimeteo, hermano de Prometeo, como un regalo. Prometeo (cuyo nombre significa literalmente «augurio») había advertido a su hermano de que no aceptara ningún regalo de Zeus. El nombre de Epimeteo significa «posteriormente», y tal vez esta sea la razón de que olvide que un regalo de Zeus podría ser algo distinto de una caja atada con una cinta. Así que Epimeteo recibe a Pandora y con ella acaba la vida despreocupada de los mortales. Antes de llegar a este punto, explica Hesíodo, los hombres habían vivido en la tierra libres de calamidades, del trabajo duro y de la enfermedad. Pero, cuando Pandora abre su jarra, todo eso se acaba, y las tristes preocupaciones se extienden ahora entre los mortales. Únicamente la Esperanza (Elpis)[11]permanece dentro, pegada debajo de la tapa de la jarra, su hogar intacto.

Esta versión más larga de los inicios de Pandora responde unas preguntas y plantea algunas otras. Pandora es un regalo: literalmente, Hermes la entrega a Epimeteo. Además, posee todas las dotes, ya que muchos dioses han participado en su creación y le han dado diferentes cualidades y habilidades. Esta parte de su historia tal vez recuerde a La bella durmiente, un cuento en el que las hadas invitadas dotan a una niñita de diversas cualidades positivas antes de que una malvada intrusa rompa el encanto con la perspectiva de que la criatura morirá al pincharse con el huso (y quedará sumida en un larguísimo sueño). Pero Pandora no es ninguna criatura cuando recibe esos regalos: es una parthenos, una doncella, una joven en edad de contraer matrimonio. De modo que lo que recibe no son cualidades futuras, sino cualidades que se pueden ver y escuchar a la perfección: una voz, un vestido, la habilidad de tejer. Uno se siente tentado de traducir su nombre como «superdotada» (pan, «todo», y dora, queprocede del verbo didomi: «yo doy»). Pero en el nombre de Pandora, el verbo está en activa, no en pasiva: es decir, significaría que ella «lo da todo», y no que «le es dado todo». Como adjetivo griego, pandora se suele utilizar para referirse a la tierra, la que lo da todo y sostiene la vida. En el Museo Británico se conserva una cílica (copa de vino) ateniense de alrededor del año 460a.C., atribuida a un pintor de Tarquinia, que parece representar la escena que describe Hesíodo. Atenea y Hefesto flanquean a una rígida Pandora, que aún sigue asemejándose más al barro que a una mujer. Se está convirtiendo en parthenos, pero todavía no ha terminado el proceso, como si fuera una muñeca vestida por las hábiles manos de los dioses. En esa vasija se la nombra como Anesidora, que significa «aquella que manda regalos», de forma muy similar a la de la tierra que envía los brotes de las plantas que van a alimentar a nuestro ganado. Así pues, la generosidad intrínseca de Pandora queda oscurecida si solo pensamos en ella como una mujer de dotes excepcionales.

Pero ¿da todo aquello que realmente queremos? ¿O simplemente se limita a repartir el contenido de la jarra? ¿El arduo trabajo, las desazones dolorosas, las enfermedades y otros males similares? Si tal fuera el caso, la mejor traducción de su nombre tendría que ser paradójica: gracias por todos los traumas con que nos agasajas. Es curioso que Hesíodo se extienda tanto en describir la creación de Pandora (desde los pies hasta las flores que lleva en el pelo), pero la primera vez que oímos hablar de la gran jarra que lleva es cuando la destapa, después de ser enviada a Epimeteo. Es difícil imaginar que la ha recogido en algún lugar de camino desde el Olimpo acompañada por Hermes. Parece, mejor, que el castigo que Zeus impone a los hombres es doble: la propia Pandora, astuta e inevitable, y la jarra de calamidades que manda con ella. Al fin y al cabo, Zeus está castigando un doble ataque a su divina dignidad (la argucia de Prometeo con la carne del buey sacrificado y el robo del fuego), de modo que lo suyo es que la venganza también sea doble. En ese caso, una vez más, podemos empezar a pensar por qué Pandora carga con toda la culpa. Fijémonos en la cantidad de dioses y titanes que intervienen en este mito. Prometeo hostiga a Zeus, pero nos da el fuego y hace cuanto puede para advertir a Epimeteo sobre un posible castigo divino. Epimeteo simplemente desoye u olvida el consejo de su hermano de que no acepte regalos de Zeus, así que podemos atribuirle parte de la culpa. De haber sido más astuto, Pandora hubiera sido remitida, junto con la jarra, de vuelta al Olimpo. ¿O aprobamos a Epimeteo porque, después de todo, Zeus es el dios más poderoso del Olimpo y poco puede hacer un titán en una batalla de ingenio con él, en especial si este recurre al resto de dioses para que le ayuden a crear y entregar a Pandora? Pero entonces, ¿por qué no somos igual de comprensivos con Pandora? Ella es el mecanismo con el que Zeus decide vengarse, así que ¿hasta qué punto es responsable de lo sucedido? Enfréntate a Zeus, y el mejor escenario que puedes esperar es que te ciegue la luz y seas aniquilado. El peor escenario es que te picoteen el hígado a diario durante toda la eternidad. Es difícil no pensar que a Hesíodo le molestan dos cosas —las mujeres conspiradoras y los hermanos desventurados— y nos ha contado esta historia de modo que contenga una de cada. Pero ¿realmente creemos que Pandora hubiera declinado acompañar a Hermes o sentarse sobre la jarra y negarse a moverse para que nadie pudiera abrirla? ¿Sabe siquiera qué contiene la jarra? Hesíodo ansía decirnos que Pandora es traicionera y mentirosa por naturaleza (otorgada por Hermes), pero no vemos indicios de que así sea. Y, dicho sea de paso, parece que Hermes se aleja de toda la saga sin llevarse tampoco parte alguna de la culpa.

Hesíodo plantea un último enigma cuando nos dice que Elpis —Esperanza— permanece bajo la tapa de la jarra. ¿Esta circunstancia es buena o mala para los mortales? ¿Creemos que si la Esperanza se salva es por nosotros? ¿O queda ahí retenida para que no esté entre nosotros? Todos los males que antes estaban dentro están ahora fuera, en el mundo, de modo que ¿nos iría todo mejor si Esperanza viajara entre ellos? Cuando menos, pues, podemos tener razones para levantar un poco el ánimo (algo, evidentemente, que no funciona si, como le ocurre a John Cleese en la película Siempre puntual, «podemos tomar la desesperanza. Lo que no soporto es la esperanza». ¿Es que Pandora está cometiendo un acto más de irascible crueldad al hacer desgraciadas nuestras vidas y después privarnos incluso de la Esperanza? ¿O la jarra es un lugar seguro, donde sabemos que siempre tendremos la Esperanza, mientras cruzamos un mundo que es mucho más aterrador ahora que antes de que se abriera la jarra? Los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre la interpretación de este pasaje, debido sobre todo a que, a pesar de que elpis se traduce normalmente como «esperanza», en realidad no es exactamente lo que significa. En inglés, hope es una palabra intrínsecamente positiva, pero en griego (y lo mismo ocurre con spes, la palabra latina equivalente) no es así. En realidad, significa prever algo bueno o malo, por lo que sería más adecuado traducirla como «expectativa». Antes de preocuparnos de si nos beneficia que siga en la jarra, primero tenemos que decidir si es intrínsecamente buena o mala. No es de extrañar que lo más fácil sea simplemente culpar a Pandora.

Y esto exactamente es lo que han hecho muchísimos escritores. En Tales of the Greek Heroes, de Roger Lancelyn Green, publicado por primera vez por Puffin en 1958, y para muchas personas el primer encuentro con Pandora, se considera que esta es una timadora desvergonzada. No solo abre el cofre (del que se le dijo que contenía un tesoro) mientras Epimeteo está lejos, sino que «pasó en silencio» para hacerlo: es una mujer malvada y sigilosa que sabe que está actuando mal. En la edición más reciente de Puffin, esta escena aparece en la cubierta del libro para lograr el máximo impacto. Y en el Libro de maravillas: para niños y niñas, de Nathaniel Hawthorne, que igualmente ha sido la puerta de entrada a los clásicos para muchos niños desde su publicación en 1853, a Pandora se la trata aún con menos generosidad. Su historia se anuncia al final del capítulo anterior, cuando se la presenta como una «niña triste y desagradable» (que casualmente describe el trasfondo de cualquiera a quien haya querido conocer).

El capítulo siguiente de Hawthorne, «El Paraíso de los niños», empieza presentándonos a Epimeteo de niño. Para que no estuviera solo, «una niña solitaria, sin padre ni madre como él, fue enviada desde un lejano país a vivir con él, para que fuera su compañera de juegos y ayudante». Se llamaba Pandora. Lo primero que vio Pandora al entrar en la cabaña donde vivía Epimeteo fue una gran caja. Y casi la primera pregunta que le hizo, después de cruzar el dintel, fue esta: «Epimeteo, ¿qué tienes en esa caja».

Hasta aquí poco hay de bueno. Pandora «fue enviada», pero no se nos dice quién la envió. La voz pasiva ayuda muchísimo a rehuir la responsabilidad (pensemos en todas esas falsas disculpas cuando decimos: «Siento que alguien se haya podido sentir herido», una fórmula que requiere mucho menos esfuerzo que disculparse sinceramente por haber herido los sentimientos de alguien. «Siento mucho haberle molestado» sugiere sinceridad y un verdadero arrepentimiento. «Lamento que te sientas herido» es una razón para apartar a alguien de tu vida y no volver a verle). Zeus, Hefesto, Atenea y Hermes no podían encontrar mejor excusa que la que Hawthorne les proporciona. No nombrar, no aludir: su papel en la creación de Pandora, y no digamos la llegada de esta a la cabaña de Epimeteo, quedan prácticamente excluidos de la historia. Inmediatamente se impone el interés por el gran cofre misterioso de Pandora: ella y Epimeteo discuten sobre él. Ella exige saber de quién procede, Epimeteo recuerda que fue entregado por un hombre que Pandora puede identificar como Azogue (un hermoso juego de palabras, ya que «azogue» es otro nombre del metal, el mercurio, que, a su vez, es el nombre romano de Hermes). Hawthorne carga sistemáticamente su relato en contra de ella: Epimeteo dice cosas, Pandora —a menudo utilizando las mismas palabras— llora malhumorada. La irritación de Epimeteo expresa fatiga; la de Pandora, desobediencia. La culpa es de ella por abrir intencionadamente la caja, y Epimeteo, en el peor de los casos, no es sino algo accesorio. «Pero —y esto demuestra que la actuación perversa de cualquier mortal es una calamidad para todo el mundo— cuando Pandora abre la tapa de esa repulsiva caja, sin que Epimeteo, por su parte, se lo impida, provocan que estas Desgracias arraiguen entre nosotros». La historia va acompañada no de una sino de dos ilustraciones de Pandora y la caja, tan grande que podría sentarse sobre ella. De nuevo se nos invita a creer que la insaciable curiosidad de Pandora es un pecado por el que tenemos que pagar todos.

Ambos autores toman decisiones que reflejan la época en que trabajaban, en lugar de ser fieles a las versiones antiguas del mito. Los mitos —y tal vez en especial los griegos— son mutables. Como decíamos antes, operan al menos en dos líneas temporales: aquella en que se crean, y aquella en que una versión particular se escribe. El tono condescendiente y paternalista de la versión de Pandora de Hawthorne es mucho más abierto que la irritable misoginia que encontramos en Hesíodo. Es posible que Hesíodo presente a Pandora como una argucia, un constructo obra de los dioses para infligir daño a los hombres, pero quiere que conozcamos las razones por las que Zeus ordena su creación, como venganza contra Prometeo y el resto. Al simplificar las historias para adaptarlas a los niños, tanto Green como Hawthorne las resumen en exceso, presentando a Pandora peor aún de lo que Hesíodo pretendía.

¿Qué hubiera pasado si los escritores de los siglos XIX y XX se hubiesen interesado más por las fuentes de sus historias? ¿Si hubieran ido más allá de Hesíodo o Erasmo y consultado algunas de las versiones no tan conocidas de la historia de Pandora? Si hubiesen estado dispuestos a rastrear entre los fragmentos de las Elegías de Teognis, del siglo VIa.C., podrían haber encontrado un breve pasaje que sugiere que la jarra de Pandora está llena de cosas buenas más que de cosas malas. Cuando se abre la jarra, todas las cosas buenas —el autocontrol, la confianza, etcétera— echan a volar, razón por la que raramente estas cualidades se encuentran entre los hombres mortales. Solo Elpis —la Esperanza— permanece como un bien que no nos abandonó.[12] Evidentemente, podríamos pensar que no es razonable esperar que un escritor de libros infantiles busque en textos oscuros como los de Teognis para presentar una historia más compleja. Uno de los aspectos que hacen que las historias para niños sean atractivas es que sean sencillas. Pero existe un escritor al que los niños pequeños han estado leyendo, de una u otra forma, durante un par de milenios, un escritor que cuenta la historia de Pandora. Es imposible determinar cuántas personas hicieron su aportación a las fábulas de Esopo: son muchos los autores que escribieron las breves historias que se le atribuyen. Es posible que el propio Esopo fuera un esclavo que obtuvo la libertad gracias a su ingenio unos cien años[13] antes de que naciera Hesíodo, o que en realidad no haya existido nunca. Pero lo que sí es cierto es que su versión de la historia[14] está más cerca de Teognis que de Hesíodo. De nuevo, la jarra está llena de cosas útiles. Y de nuevo, echan a volar cuando se abre la tapa. Pero el culpable no es Pandora. Al contrario, es un lichnos anthropos —un «hombre curioso o avaro»—. ¿Es Epimeteo el culpable esta vez? La fábula no le pone nombre. Pero no hay duda de que es un hombre, y no una mujer, y un hombre curioso, pero no malo. En el siglo XVI, el grabador italiano Giulio Bonasone parece que se inspiró en la versión de Esopo. Su grabado (hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York)[15] Epimeteo abriendo la caja de Pandora es una obra intrigante, sobre todo porque, a pesar de su título, Epimeteo esté claramente abriendo la tapa de una inmensa jarra griega, con su robusta mano en dirección a la cara del espectador. Aquí no hay ninguna infantilización como las de Hawthorne: Epimeteo es un hombre maduro de barba bien poblada. De esta jarra escapan personificaciones femeninas de diversas cosas buenas: la Virtud, la Paz, la Buena Fortuna, la Salud. Como suele ocurrir en casi todas las versiones de la historia, la Esperanza se queda dentro.

Pandora ha inspirado a muchos artistas visuales, tal vez porque les ofrece la oportunidad de compartir la intensidad de un asunto con todo su círculo social (en el caso de Rossetti) o la posibilidad de pintar a una joven atractiva parcial o completamente desnuda (en el caso de Jean Cousin, Jules Lefebvre, Paul Césaire Gariot, William Etty, John William Waterhouse y otros muchos). Quizá no consultaron a Hesíodo, que les hubiera recordado el vestido plateado en el que ella se deleita. Estos pintores la suelen mostrar en el momento de abrir una jarra o una caja, o cuando está a punto de hacerlo, o justo después de haberlo hecho. Casi siempre ponen el foco en la destrucción que Pandora ha provocado o va a provocar en unos segundos, consecuencia, sin duda, de mezclar el relato de Pandora y el de Eva. El énfasis que durante siglos se ha puesto en la historia de Pandora es su exclusiva responsabilidad de la caída del hombre. Del mismo modo que Adán y la serpiente se sacuden de gran parte de la culpa en la historia de Eva, a Zeus, Hermes y Epimeteo se los exonera en casi todas las versiones posteriores de la de Pandora. El principio orientador al buscar la causa de todos los males del mundo ha sido, con excesiva frecuencia: cherchez la femme.

A los antiguos griegos también les gustaba crear representaciones visuales de Pandora, pero les interesaba mucho menos la apertura de la jarra, tal vez porque esta no era tan importante para ellos (como hemos visto, Hesíodo solo la menciona en su segunda versión de la historia de Pandora). O quizá porque tradiciones opuestas (como hemos visto en Esopo) cambian la identidad de quien abre la jarra y todo lo que esta contiene. En cambio, los escultores y pintores antiguos centran su atención en el momento en que todos los dioses se reúnen para colaborar en la creación de la superdotada y más que dadivosa Pandora. Esta es la escena que aparece en algunas de las más bellas cráteras (cuencos que los griegos utilizaban para añadir agua al vino) que muestran a Pandora, como la del Museo Británico,[16]y una del Ashmolean[17] de Oxford. Es interesante señalar que la asociación de Pandora con una caja es tan completa que en la web del Ashmolean aparece su crátera con el título de Caja de Pandora. Pero en toda la escena no hay signo alguno ni de la anacrónica caja ni de la jarra, y en su lugar muestra a Zeus mirando y a Hermes devolviéndole la mirada, antes de que Epimeteo, provisto de un martillo para ayudar a esculpir a Pandora, tienda una mano a esta cuando se levanta del suelo. Eros planea sobre ello, presumiblemente para asegurarse de que la pareja se enamore cuanto antes.

A esta escena se le reservó un puesto de honor en el Partenón de Atenas. El punto central de este grandioso templo era la enorme escultura crisoelefantina (de marfil y oro) de Atenea Parthenos, la diosa patrona de los atenienses. La estatua tenía diez metros de altura, y estaba colocada sobre un núcleo de madera, cubierto con placas de bronce moldeadas y, a su vez, recubiertas con láminas de oro desmontables, salvo en la superficie de marfil de la cara y los brazos de la diosa.[18] Hace mucho tiempo que esta Atenea desapareció, pero conservamos testimonios escritos de autores antiguos que habían visto la estatua y —fundamental para interpretar la visión que los propios griegos tenían de Pandora— el pedestal esculpido sobre el que reposaba. Dicho pedestal estaría a la altura de los ojos de quienes visitaban la cella, una estancia interior del templo. El pedestal mostraba esculpida en relieve la creación de Pandora. Obviamente, quedaría empequeñecida por la colosal estatua de Atenea. Pero la inclusión de Pandora en la estatua central de este edificio sagrado dice algo sobre lo que los atenienses pensaban de ella. Al fin y al cabo, Atenea fue fundamental para la creación de Pandora, a quien le regaló un vestido y la habilidad para tejer (una destreza en modo alguno menor en la antigua Grecia. Al contrario, tejer se consideraba una tarea ideal, a la que las mujeres virtuosas aspiraban. Por eso Penélope teje y desteje un sudario durante gran parte de la Odisea). Pausanias —el escritor sobre viajes del siglo II— menciona la relación entre Atenea y Pandora cuando describe el Partenón para sus lectores. La estatua de Atenea se yergue majestuosa, dice, con la cabeza de Medusa labrada en marfil sobre el pecho. En el pedestal está el nacimiento de Pandora que fue, como así lo cantaron Hesíodo y otros, la primera mujer. Antes de ella, reitera Pausanias, no existían las mujeres.[19] Una vez más, no se hace mención alguna a ninguna jarra ni a su contenido. Parece razonable señalar que, para los antiguos, el papel de Pandora como antecesora de todas las mujeres era mucho más importante que su discutida actuación al abrir al mundo todos los males. Aunque, para Hesíodo, ambas cosas fueran más o menos lo mismo.

El relieve del Partenón no es la única prueba de Pandora desaparecida de la Atenas del siglo Va.C. También hemos perdido una obra de Sófocles llamada Pandora, o Sphyrokopoi, que significa «los trabajadores del martillo». Solemos pensar en Sófocles como un escritor de tragedias, pues las siete obras que se conservan lo son. Sin embargo, es posible que escribiera nada menos que ciento cincuenta obras a lo largo de su vida, sátiras incluidas, una de las cuales es Los trabajadores del martillo. Las sátiras se representaban a continuación de las tragedias, y estaban repletas de elementos absurdos, chistes sin gracia y un coro de sátiros. Sófocles habría producido tres tragedias y una sátira cada vez que participó en la Dionisia, el festival de teatro de Atenas (dedicado a Dioniso, el dios del teatro y el vino), donde sus obras fueron representadas por primera vez. No disponemos de ningún set completo de ninguna de las obras de Sófocles: las del ciclo tebano —Edipo Rey, Edipo en Colono y Antígona— se suelen representar o publicar juntas, pero proceden de tres trilogías distintas. Y tenemos extensos fragmentos de solo una de sus sátiras, Los rastreadores (aunque Tony Harrison completó los vacíos con su brillante obra Los rastreadores de Oxyrhyncus). Cuando uno se entera de que Sófocles —el más devastador de los poetas, en muchos sentidos— hacía chistes, el estupor es inevitable, por lo que es decepcionante, cuando menos por dos motivos, que no sepamos casi nada de su versión del mito de Pandora. Por el título alternativo, Los trabajadores del martillo, podemos imaginar que trataba de la creación de Pandora, como hicieron los escultores y los pintores de jarrones griegos del siglo Va.C. Parece lógico suponer que los sátiros llevaban martillos, ya que el título de estas obras normalmente se refiere al papel desempeñado por el coro de sátiros (mitad animales y mitad humanos, y siempre con una erección descomunal. No todas las tradiciones culturales sobreviven intactas, pero es probable que las obras satíricas se acerquen más a la parodia, si en esta aparecían más seres híbridos de hombre y caballo, cantando y bailando y con el falo permanentemente erecto). Los martillos serán utilizados, como el martillo de Epimeteo en el vaso del Ashmolean, para preparar la arcilla con la que se va a esculpir a Pandora, o tal vez para liberar a esta del suelo (del que está surgiendo en el vaso del Ashmolean). Si tuviéramos al menos un poco más de información sobre la obra, o si nos hubiesen llegado algunos fragmentos, podríamos deducir mucho más sobre cómo veían a Pandora los atenienses del siglo Va.C. y si la consideraban particularmente relevante para su ciudad-Estado, como hace suponer su inclusión en el Partenón. Por desgracia, no sabemos nada definitivo.

Sin embargo, según algunas teorías bien informadas, parece razonable pensar que los atenienses incluyeron el relieve en su templo porque ella era Su-mujer, la mujer de la que descendían todas las mujeres. Hoy, nos es difícil comprender la actitud de los atenienses con las mujeres. La polis —la ciudad-Estado y todas las instituciones democráticas que la componían— era un espacio exclusivamente masculino. Solo los hombres podían votar, formar parte de jurados o participar en la vida cívica ateniense. Las mujeres estaban más o menos aisladas (dependiendo de la clase a la que pertenecieran y del dinero que poseían) y podían pasarse largos períodos sin siquiera hablar con hombres con los que no estuvieran estrechamente relacionadas. El ideal ateniense, expuesto con detalle en la oración fúnebre de Pericles[20] en el año 431a.C., era que las mujeres nunca aspiraran a que se hablara de ellas, ni para culparlas ni para elogiarlas. En otras palabras, lo mejor a lo que podía aspirar una mujer ateniense era a no estar registrada, casi como si no existiera. Es una gratificante peculiaridad del personaje de Pericles que pudiera pronunciar ese discurso cuando vivía con la mujer más famosa (o tal vez notable) de Atenas, de la que todos, fueran comediantes o filósofos, hablaban: Aspasia. Por fortuna, la hipocresía de censurar la conducta de las mujeres en general al mismo tiempo que se emplean unos criterios completamente distintos para los hombres hoy ya no existe.

Incluso la gramática griega anulaba a las mujeres. Cuando se referían a un grupo de hombres, los atenienses empleaban las palabras hoi Athenanaioi —«los hombres atenienses» (las terminaciones de ambas palabras son masculinas)—. Si se reunía un grupo de atenienses de ambos sexos, la frase utilizada para describirles era exactamente la misma —aun en el caso de que hubiera un solo hombre entre muchísimas mujeres, la terminación de la palabra para describir al grupo es masculina: -oi—. Si el grupo estaba compuesto exclusivamente por mujeres, las palabras que se emplearían serían hai Athenaiai. Y digo «serían» porque en ningún lugar de la literatura griega existente se encuentra una frase así:[21] nunca nadie necesita referirse a un grupo de mujeres, porque no son importantes.

Y, sin embargo, Pandora está a la altura de los ojos en el Partenón, la estructura más grandiosa de la ciudad más monumental de la Grecia del siglo Va.C. Un templo, junto con sus esculturas decorativas de batallas épicas y procesiones religiosas, construido con el único propósito de reflejar y magnificar la identidad ateniense. Si tenemos en cuenta todas las duras palabras sobre las mujeres que aparecen en los escritos de Hesíodo, o la práctica inexistencia que se les exige en el discurso de Pericles (al menos tal como nos lo cuenta el historiador Tucídides), es posible argumentar que las mujeres no eran tan invisibles como podríamos haber pensado.

Tal vez no quepa extrañarse de que en la actualidad se haya olvidado en gran parte el papel de Pandora como ascendiente nuestra. Al contrario, su semiequivalente del Antiguo Testamento se ha impuesto en nuestra conciencia colectiva. Del mismo modo que Deucalión (el superviviente de la Gran Inundación del mito griego) ha sido olvidado, mientras Noé y su arca navegan alegremente hacia la salvación, Pandora ha sido asimilada o reemplazada por Eva. Pero ¿por qué la caja que nunca llevó produjo tal fascinación a tantos artistas y escritores? «La caja de Pandora» es una frase hecha, algo que «la manzana de Eva» nunca ha sido. Y no hay uso que se haga de esa caja que sea positivo, como en la versión de Esopo, donde la caja está llena de gratas sorpresas que, sin darnos cuenta, dejamos que se nos escurran entre nuestros descuidados dedos. En el mejor de los casos, podemos usarla para deducir que una serie de consecuencias imprevistas acaba de esparcir los consiguientes males. Pero lo más habitual es que, cuando alguien abre la caja de Pandora, es a la vez algo negativo y de algún modo peor de lo que pudiera haberse previsto, o a una escala mayor y más maléfica. Es como abrir una lata de gusanos y, en su lugar, encontrarse con que está llena de serpientes venenosas.

Ciertamente no basta con echar la culpa de todo a Erasmo. Son muchísimos los traductores que han cometido numerosos errores en textos de todas las épocas, y la mayoría de ellos no han tenido ningún impacto parecido al de la mezcla que Erasmo hace de pithos y pixis, que, de algún modo, acuñó una idea que ha resonado a lo largo de los siglos. Todo parecía ir bien, pero entonces se tomó una única mala decisión irreversible, y hoy todos sufrimos las consecuencias y las seguiremos sufriendo. En cierto sentido es reconfortante: la causa del problema se produjo mucho antes de que naciéramos, y persistirá mucho después de que fallezcamos, así que no podemos hacer nada al respecto. En las inmortales palabras de Valmont en Lasamistades peligrosas, «no puedo evitarlo». Nos permite ser niños de nuevo: la injusticia, la crueldad y la enfermedad son todas culpa de alguien, así que no es nuestro problema intentar enmendar la situación.

Y luego está la cuestión del motivo, completamente inexistente en la versión griega antigua de Pandora. Ni siquiera Hesíodo nos da una razón de que Pandora abriera la jarra dejando que todos los males salieran al mundo. Sencillamente, lo hace. No sabemos si es por curiosidad o por malicia, ni tan solo conocemos si Pandora se da cuenta de lo que hay dentro de la jarra. No sabemos de dónde procedía esta ni cómo la adquirió Pandora. A diferencia de Eva, a quien al menos se le conceden una o dos líneas para que se explique, Pandora es (para todo aquello por lo que Hermes la dota de voz) muda. Cualquier motivo que le podamos atribuir es nuestro, únicamente nuestro.

Pero una vez que la jarra se ha convertido en caja, y, en particular, cuando de ser una gran pithos pasa a ser una pyxis manejable, el elemento de compulsión es innegable. ¿Hay algo en nosotros que nos impulsa a hacer lo prohibido? Es evidente que sí, de lo contrario la historia de Adán y Eva que provoca que se les expulse del Jardín del Edén no tendría aún el eco que tiene. Poseen todo lo que posiblemente puedan desear, y lo único que tienen que hacer para seguir con su existencia paradisíaca es cumplir una norma (arbitraria, y a la que la serpiente resta importancia). Pero la tentación de lo prohibido es innegable. Si hay una expresión en la historia de Eva que rivalice con la de «la caja de Pandora», tal vez sea la de «el fruto prohibido». No se trata de que la deliciosa fruta esté prohibida, sino de que es deliciosa precisamente porque lo está. La prohibición hace que el elemento en cuestión sea mucho más tentador de lo que, de otra manera, jamás hubiera podido ser.

Todo esto seguramente sea incluso más cierto cuando se nos ha dicho, y creemos, que la prohibición es por nuestro propio bien. Nos pasamos la vida intentando —de forma consciente o inconsciente— no hacernos daño. La mayoría de nosotros nunca pensaría en poner la mano en el fuego, porque sabemos que nos vamos a quemar. Pero, si un camarero coge el plato que nos va a servir con un trapo, advirtiéndonos de que está caliente, casi somos incapaces de resistir la tentación de tocarlo. ¿Por qué? ¿Dudamos del camarero? ¿Queremos comprobar si su idea de «caliente» coincide con la nuestra? ¿Pretendemos demostrarle o demostrarnos que nuestras manos están hechas con suficiente amianto para no sentir el dolor? ¿No nos limitaríamos a hacerle caso y tener cuidado con el plato, que es lo que hacemos la mayoría de las veces? ¿Quién comprueba el grado de calor de un objeto con su piel? No se puede negar que es una reacción obstinada. Pero, en lo más hondo de mi corazón, sé que a lo largo de mi vida nunca me ha apetecido comer nada tanto como un saquito de gel de sílice sobre el que alguien ha estampado las palabras: «No ingerir».

Esta compulsión está tan extendida como para convertirse en el tema de una película y una serie de televisión por derecho propio. Tal vez el ejemplo más puro sea un episodio de la serie La dimensión desconocida de 1986, titulado «Button, Button», basado en una historia de Richard Matheson de 1970, y del que se hizo una nueva versión en 2009, con el título de La caja. Norma y Arthur viven en un apartamento agobiados por multitud de estrecheces económicas. Un día, les llega una caja misteriosa con un botón en la parte superior, y una nota que dice que el señor Steward irá a visitarles. Cuando llega Steward, Arthur no está en casa (¿se espera que recordemos a Epimeteo, quien despreocupadamente ignora la advertencia de la nota?) y le expone el trato a Norma. Si ella y Arthur pulsan el botón, recibirán 200.000 dólares. Pero —y no sería La dimensión desconocida si no hubiera truco— alguien a quien conocen morirá. La pareja debate la propuesta: ¿todas las vidas tienen la misma importancia? Podría ser alguien que ya se esté muriendo de cáncer, o un campesino que lleva una vida desdichada. O, dice Arthur, podría ser un niño inocente. Y casi les es tan difícil considerar la parte ética del dilema como la parte física. Abren la caja, en cuyo interior no ven ningún mecanismo. Nadie sabría si habían apretado el botón o no. Arthur tira la caja, pero Norma la recoge. Al final, la tentación la supera, y pulsa el botón. Como en la versión de Epimeteo de Hawthorne, su marido no impide que pulse el botón, pero se siente igualmente molesto. Al día siguiente, llega Steward con una cartera que contiene el dinero prometido. Retira la caja y explica que va a ser reprogramada para ofrecérsela a alguien que no conocen. Pocas veces se ha expuesto de modo tan explícito la parte negativa de un asunto como en este caso, pero cabe suponer que deduzcamos que la vida de Norma depende ahora de la decisión que tome la siguiente persona que reciba la caja. Una persona que no fuera generosa podría preguntarse si Arthur ha obrado bien con este intercambio, ya que presumiblemente se hará con el dinero y quizá pierda a su esposa, que ya ha provocado en él una reacción visiblemente airada. Incluso es posible que no la eche de menos.

Como muchos episodios de La dimensión desconocida, la historia se pregunta por el lado más oscuro de la naturaleza humana: ¿qué harías si estuvieses desesperado? ¿O ni siquiera desesperado, sino simplemente que ya fueras pobre y no cesaras de empobrecerte más? ¿Cuánto valoras la vida de las personas que no conoces? Podemos pensar que nuestra reacción ante la oferta sería distinta, pero todos ignoramos los traumas y pesares de los desconocidos cada vez que vemos las noticias. ¿Cómo, si no, podríamos sobrevivir? No podemos preocuparnos por cada una de las personas vivas como lo hacemos por nuestros seres queridos. Y existe una diferencia ética entre ignorar a un desconocido que necesita ayuda o dinero o un riñón, y asesinarle directamente, ¿no? El abandono no es lo mismo que la inquina. Pero para la persona que se encuentra en el extremo en que no recibe ayuda (ni medicinas, ni alimentos, ni un riñón), la muerte a la que se enfrenta se parece mucho a la que tendría que afrontar si la asesinaras deliberadamente.

Llevar una caja cuyo contenido se desconoce de algún modo contribuye al deseo que despierta. La gran pithos que Pandora tiene en el poema de Hesíodo es infinitamente menos seductora que el cofre cubierto de joyas que sostiene en el cuadro de Rossetti. La necesidad de abrirla, de averiguar qué hay dentro de ella, no hace sino aumentar al tiempo que el tamaño de la caja disminuye. En la película La caja de las delicias producida en 1984 por la BBC, basada en una novela de John Masefield, no hay ninguna sensación de riesgo cuando el misterioso anciano Punch-and-Judy, Cole Hawkins, le abre la caja a Kay Harder. El título del programa sugiere que la caja —por increíblemente inusual que sea para cualquier versión del tema de un contenedor de algo misterioso— es algo bueno, y que no contiene nada a lo que haya que temer. En este mundo hay muchísimas otras cosas de las que tener miedo: el profundamente siniestro Abner Brown, sus clérigos y seguidores, que al parecer se convierten en lobos o zorros, el demente Arnold de Todi, que fue el primero que montó la caja cientos de años antes... Pero la caja en sí no es algo que debamos temer; solo su pérdida temporal nos preocupará algo más tarde. Al contrario, es un pasaporte a lo maravilloso: lo primero que Kay ve emerger de la caja de las delicias es un ave fénix, quesabe que no existe. Puede viajar por el tiempo y el espacio sirviéndose de la caja, y adentrarse en aventuras que son improbables pero maravillosas. En los momentos finales del último episodio, descubrimos que toda la fantástica historia ha sido un sueño de Kay mientras se dirige a casa a pasar las vacaciones de Navidad. En su sueño, la imaginación ha transformado a las personas que van en el tren en villanos ansiosos de hacerse con la caja mágica. Tal vez esto revele una verdad importante sobre cómo vemos una cantidad desconocida, como el contenido de una caja misteriosa: el impulso por saber qué es no mengua lo más mínimo por su rareza, sino que la convierte en objeto de nuestros deseos.

En ninguna otra parte como en la película del cine negro El beso mortal, protagonizada por Ralph Meeker, es más cierto esto. La película parte de un hecho terrible: el detective Mike Hammer va conduciendo por una carretera tranquila cuando recoge a Cristina, una desesperada autoestopista que se ha fugado de un manicomio. Pronto son perseguidos y se encuentran ante un terrible peligro: ella no sobrevive al viaje y Hammer está a punto de morir. Indaga el misterio de la procedencia de Cristina y de por qué la perseguían. El cambiante argumento contiene todo lo que nos gusta del cine negro: parece que todos los sospechosos mueren, siempre que asoma un final verosímil llegamos a un callejón sin salida. Al final, Mike descubre el secreto que Cristina quería contarle. Se trata de una muñeca rusa de una caja de Pandora —una caja dentro de una caja metida en el casillero de un club de campo privado—. Cuando Hammer toca la caja siente que late con un calor interior. Es algo inesperado en una película del género negro: esperamos que contenga diamantes, o fajos de billetes o, mejor aún, el Halcón Maltés. De repente parece que la película se adentra en el mundo de lo sobrenatural, que extrañamente se aparta del tono negro. Pero pronto descubrimos que la caja contiene cosas terribles mucho más terrenales: está llena de material radioactivo altamente explosivo (reflejo de la época en que se rodó la película). De todos modos, antes o después la caja hubiera explotado, pero es difícil evitar la conclusión de que Hammer habría corrido menos peligro si hubiese resistido la tentación de buscar y después abrir la escurridiza caja.

La naturaleza extraña, emocionante e impredecible de la caja de Pandora ha inspirado a músicos, pintores y cineastas. Love to Love You, un álbum de Donna Summer de 1975, contiene la que fácilmente puede ser la mejor canción que lleve por título «Pandora’s Box». «Las promesas se hacen para incumplirlas», canta Summer. «Esto es todo lo que he aprendido del amor que te profesé / Y cuando te abriste para mostrarme el amor que sentías por mí / Abriste la caja de Pandora». Maniobras Orquestales en la Oscuridad lanzaron una canción distinta con el mismo título en 1991, con un vídeo musical lleno de cortes de Louise Brooks en la película muda de 1929 La caja de Pandora. En la canción no se menciona a Pandora por su nombre (aunque se hace referencia a una «peligrosa creación» que el clasicista entusiasta bien podría considerar propia de Hesíodo). Ese mismo año, Aerosmith también publicó un álbum recopilatorio, Pandora’s Box, cuyo tema que da título al álbum data de 1974. En una entrevista se sugiere que la liberación de la mujer fue el tema que inspiró la letra, pero, para el oído no avezado, se percibe con mucha claridad que Steven Tyler se siente fuertemente atraído por una mujer llamada Pandora, cuya caja es más un eufemismo que una metáfora. Aunque, con todo, es posible que sea