Las mujeres del Olimpo - Natalie Haynes - E-Book

Las mujeres del Olimpo E-Book

Natalie Haynes

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Beschreibung

Una mirada inteligente y bien elaborada sobre algunas de las más conocidas diosas griegas. Un análisis sobre su influencia en la cultura, el arte, la música y el cine de la actualidad.  Natalie Haynes regresa a la no ficción en este libro, que toca la historia de varias diosas griegas populares, explorando sus orígenes y contrastándolos con otros mitos que se conocen de ellas. Si bien sigue el formato de La jarra de pandora, en esta ocasión se enfoca mucho más en intentar que el lector empatice con las diosas y pueda sentirse identificado con ellas.  Por ejemplo, la autora logra mostrarnos otro enfoque sobre Hera y Deméter, a pesar de que la cultura popular a veces nos las muestra de manera negativa, o destacar la importancia de Hestia. 

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Seitenzahl: 505

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Introducción

I. las musas

2. Hera

3. Afrodita

4. Artemisa

5. Deméter

6 Hestia

7 Atenea

8. Las furias

Agradecimientos

Lista de ilustraciones

Notas

Título original inglés: Divine Might.

© del texto: Natalie Haynes, 2023.

© de la traducción: Cristina Martín Vigo, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición: junio de 2025.

REF.: OBDO498

ISBN: 978-84-1098-357-1

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PARA MI MADRE, QUE SERÍA UNA DIGNA

RIVAL DE DEMÉTER,

Y PARA MI PADRE, QUE SIEMPRE

ME HA DEJADO TRIUNFAR.

INTRODUCCIÓN

Si los bueyes, los leones y los caballos tuvieran manos como los hombres, y supieran dibujar y crear obras de arte, los caballos dibujarían dioses semejantes a caballos y los bueyes dioses semejantes a bueyes, y cada uno dibujaría imágenes de los dioses con un cuerpo parecido al suyo.

Estas palabras las escribió el filósofo Jenófanes a finales del siglo VI o principios del siglo V a. C., y desde que las leí por primera vez siendo estudiante no he dejado de reflexionar sobre ellas. Al principio me interesó mucho ese rechazo de la idea de que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Allí había alguien que señalaba algo que a mí me parecía una hipótesis mucho más plausible: que creamos dioses que son un reflejo de nosotros y de la manera en que nos vemos nosotros mismos. Es una opinión razonablemente poco conflictiva si se lee a Homero, cosa que desde luego debió de hacer un griego culto como era Jenófanes. Los dioses homéricos son siempre malvados, agresivos y desagradables. Son inmortales y enormemente poderosos, y poseen la gama de emociones y el sentido de la proporción que cabría esperar de un niño al que se priva de su juguete favorito. El más mínimo desaire o contratiempo provoca una furia desatada; los dioses no titubean en utilizar la violencia contra los mortales y otros dioses. Por lo que parece, los antiguos griegos no solo modelaron los dioses según su imagen mortal, sino que además tomaron como molde lo peor de sí mismos.

Puede que a los lectores del siglo XXI les resulte un tanto vigorizante descubrir lo mal que se comportaban los dioses de la Antigüedad: violaban, asesinaban, exigían sacrificios de niños, etcétera. Con frecuencia me piden que explique cómo es que la gente adoraba a unas deidades tan inmorales (o incluso amorales); ya que creamos a los dioses a nuestra propia imagen, por qué los griegos no diseñaron deidades más agradables. Las respuestas que doy a esta pregunta son variadas, pero, en esencia, pienso que los dioses griegos son caprichosos y destructivos porque están vinculados al mundo natural, que a menudo puede ser así también; y más en una época precientífica que en la actual. Cuando un rayo o un terremoto podía destruir hogares y familias en un instante, cuando una hambruna o una plaga podía devastar tu huerto y tu ganado, se hacía difícil creer en una deidad benevolente. El intento de comprender el mundo en el que uno habitaba obligaba a suponer que a veces un dios había decidido castigarte, cobrarse venganza contra tu gente o tus tierras. Si la cosecha se perdía, era necesario buscar una explicación, alguien al que intentar aplacar. Artemisa y Apolo estaban relacionados con las muertes súbitas —inexplicables de otro modo— de niños y niñas respectivamente. La mortalidad infantil era muy elevada en el mundo antiguo, y no es de extrañar que la gente buscase una explicación. Por supuesto, los hombres tenían un dios de la guerra y las mujeres una diosa de los nacimientos. Que un gran número de individuos murieran jóvenes no quería decir que eso fuera lo que deseaban.

También tenemos que recordar que adorar a un dios no requiere necesariamente la aprobación de ese dios. Las personas podían experimentar amor o devoción al hacer una ofrenda de vino y de animales. Pero, al menos para algunas, es posible que simplemente ofrecieran sus respetos a una figura que tenía poder sobre ellas, del mismo modo que uno paga impuestos a un déspota o diezmos a una Iglesia corrupta por temor o por obligación social y no por aprobación ni por amor.

Y estas no son preguntas que yo esté imponiendo al pasado, de cómo reaccionamos a las historias de dioses y diosas que tienen un comportamiento malvado. Existe un diálogo de Platón titulado Eutifrón, en el que Sócrates —mentor y ejemplo de Platón— conversa con un hombre llamado Eutifrón, que se vanagloria de entender lo que es divino o piadoso. Sócrates, a sus setenta años de edad, está a punto de ser juzgado por el delito de asebeia, impiedad. De modo que anhela solicitar consejo a una persona que profesa ser un experto en esas materias. Pero no tarda en sorprenderse cuando descubre que el motivo de que Eutifrón haya viajado a Atenas era acusar de asesinato a su propio padre. Los atenienses no contaban con un servicio de acusación a ciudadanos, de manera que los delitos los imputaban las propias personas. Ni que decir tiene que el caso de que un hombre enjuiciara a su padre era cada vez más raro.

Sócrates se queda aún más perplejo cuando se entera de que Eutifrón acusa a su padre de asesinato, y que él no conoce a la víctima. Aquí, aunque Platón no podía saberlo, vemos un notable ejemplo de relativismo moral en acción. Puede que Sócrates se sorprendiera de la falta de piedad filial de Eutifrón, pero probablemente nosotros no. Tal como señala Eutifrón, no importa que él tenga relación con la víctima o no; el asesinato es asesinato. Es sin duda alguna una postura que compartiríamos nosotros: una vida no tiene más valor que otra porque sea familiar nuestro.

Y cuanto más va avanzando la anécdota, más simpatizamos con Eutifrón: un hombre que trabajaba en sus tierras se enzarzó, borracho, en una pelea con otro hombre y lo apuñaló. El padre de Eutifrón ató al borracho de pies y manos y lo arrojó a una zanja. Murió congelado. Esto hace que Eutifrón sea todavía menos popular en su familia; su padre no había hecho otra cosa que matar a un asesino borracho, y de todas formas ni siquiera lo mató a propósito (tan solo lo ignoró hasta que este murió de hambre o de frío). Para la familia de Eutifrón, y al parecer para Sócrates, el impío es Eutifrón, que acusa a su padre de un crimen que ni siquiera había cometido. Pero para un público moderno, sospecho que la postura de Eutifrón parece la más ética.

Cuando Sócrates le reta a que defienda sus ideas sobre la piedad y la impiedad, Eutifrón afirma que se ha inspirado nada menos que en la autoridad de Zeus. Todo el mundo afirma que Zeus es el ariston kai dikaiotaton —el más justo y más grande— de los dioses, dice. Y eso a pesar de que Zeus encadenó a su propio padre (el cual se lo merecía, dicho sea de paso). Tal vez otros griegos consideraran que el comportamiento más ético era la devoción filial, pero Eutifrón ha impartido una lección muy distinta.

Este tema no hace sino embrollarse más a medida que ambos hombres continúan hablando de ello. Este suele ser el caso cuando interviene Sócrates. Pero las preguntas que formula él seguramente también nos resultarían difíciles a nosotros: si se tienen múltiples dioses que discrepan entre sí, ¿cómo saber cuál de ellos tiene la razón? Dos deidades igual de poderosas podrían defender sus diversas propuestas de acción con la misma fuerza. De modo que podría ocurrir que nos quedáramos sin saber cuál es el comportamiento más piadoso o más divino, incluso antes de que Jenófanes nos confunda todavía más al decirnos que somos nosotros los responsables de haber creado unas deidades tan caóticas.

Jenófanes explica su argumentación de que los dioses son específicos de una cultura (aunque su obra ha sobrevivido hasta nosotros solo en fragmentos frustrantes, de tan cortos que son). Para afinar lo que quiere decir, pasa del reino animal al humano: los etíopes dicen que sus dioses tienen la piel negra, y los tracios afirman que los suyos son pelirrojos. Es una opinión bastante radical para tratarse de alguien que escribió hace dos milenios y medio. Unas pocas décadas más tarde, el filósofo Protágoras, según parece, vio cómo sus obras eran quemadas en el ágora por haber afirmado que no era posible saber si los dioses existían o no. Pero si bien Jenófanes no se pierde en ese agnosticismo tan apasionado —él no cuestiona la existencia de los dioses—, observa, de todos modos, que la manera en que describimos o percibimos a los dioses quizá sea un reflejo de nuestra propia apariencia y nuestros valores, más que los del dios que afirmamos estar de­ finiendo.

Cuando ahora leo estos fragmentos, me siento igualmente intrigada por un segundo tema. Jenófanes nos pide que imaginemos lo que ocurriría si esos animales tuvieran manos y supieran dibujar, si pudieran crear obras de arte como hacen las personas. Pero no emplea el término antropos, que quiere decir hombre, en el sentido de humanidad: los humanos por encima de los dioses o los animales. Emplea el vocablo andres, que significa varones, en oposición a las mujeres. A los griegos les encantaba dividir las cosas de manera binaria: mortales e inmortales, esclavos y libres. De modo que Jenófanes no toma en cuenta el modo en que describen a los dioses los humanos en general, sino el modo específico en que lo hacen los varones.

Como he comentado, su obra es fragmentaria, y no estoy afirmando que Jenófanes fuera un protofeminista radical. Pero he visto que vuelvo una y otra vez sobre esta frase y me pregunto qué significaría que los varones, y solo ellos, hicieran imágenes de los dioses —y las diosas— que adorasen. ¿Serviría para cambiar algo? Un vistazo rápido a la historia del arte y a su abundancia de cuerpos femeninos desnudos y deseables (para los hombres) sugiere que quizá sí. Pero ¿cambiaría eso la naturaleza de los personajes representados, o solo su apariencia física? Y, lo más interesante para mí, ¿se crearían de modo distinto los personajes masculinos y los femeninos?

Veamos lo que sucedió a mediados del siglo XX, cuando se creó una serie nueva de dioses. En 1938 apareció Supermán, en la portada del primer número de Action Comics. Iba vestido con una malla de cuerpo entero de color azul, con su característico triángulo amarillo en el pecho y una gran S en el centro. Llevaba botas, mallas y una capa de color rojo. Estaba muy musculado y, aunque no nos fijáramos, se veía que era muy fuerte porque sostenía un automóvil por encima de la cabeza.1 Al año siguiente, Detective Comics nos presentó a Batman.2 Este héroe (cuyo superpoder consiste en poseer una enorme fortuna) va colgado de una cuerda con sus grandes alas de murciélago extendidas tras de sí. Tiene el rostro cubierto por una máscara de orejas puntiagudas y viste una malla de color gris y botas y mallas negras. Apenas alcanzamos a ver la insignia de murciélago que luce en el pecho, porque lleva agarrado por el cuello a un malo cuyo sombrero ha salido volando al elevarse hacia el cielo. Una vez más, estamos viendo a una figura poderosa exhibiendo su fuerza. En primer plano hay dos individuos malencarados, el uno empuña un arma en la mano derecha sin hacer nada con ella, y ambos contemplan la escena mudos de asombro.

Estos superhéroes fueron tan populares que rápidamente fueron motivo de inspiración para muchos más. En el otoño de 1941, All Star Comics nos presentó a Wonder Woman. Pero para averiguarlo era necesario comprar ese número de la revista, porque en la portada no aparece.3 En el interior descubrimos que va vestida con el famoso corpiño rojo y la minifalda azul de vuelo y estampada de estrellas blancas. Proyecta una imagen de fuerza y majestuosidad, lleva unas botas de media caña, una pequeña diadema enjoyada y un par de brazaletes indestructibles. Como debe ser, ya que, al fin y al cabo, es una amazona.

Pero conforme van pasando los años y va aumentando el reparto de personajes, la realidad ligeramente sesgada de las revistas de cómics —con sus escritores y dibujantes varones en su mayoría— va creando ciertos rasgos peculiares. Batman es siempre un tipo duro, tal y como cabría esperar de un hombre que se enfunda un disfraz para luchar contra la delincuencia y prevenirla. Y, en general, los superhéroes masculinos son fuertes: Supermán proviene de otro planeta y es prácticamente invulnerable. Lobezno posee unas garras retráctiles de adamantio y es capaz de curarse de forma rapidísima; Hulk es increíble tanto en tamaño como en fuerza. Ser un superhéroe masculino significa ser poderoso en fuerza física, o aproximarse a ello con tu Batmóvil. Hasta Spiderman, un intrépido héroe juvenil, desarrolla una superfuerza tras encontrarse con una araña radiactiva, aunque seguramente son más importantes su velocidad y agilidad.

Los héroes necesitan villanos, aunque los dioses griegos a menudo eran capaces de hacer las dos cosas a la vez: apoyar a un mortal y destruir a otro. Los villanos con los que se topa Batman suelen ser tan icónicos como él: el Joker, el Pingüino y la inolvidable Catwoman. Los adversarios masculinos de Batman pueden tener un físico imponente, como Bane, pero el tema que más predomina es la locura. El más infame es el Joker, pero el manicomio Arkham, el lugar en el que terminan muchos de los enloquecidos enemigos de Batman, cuenta literalmente con decenas de internos. Supongo que podríamos preguntarnos por qué las enfermedades mentales se relacionan tan frecuentemente con la maldad. En el mundo del cómic también se recurre a la desfiguración facial como equivalente de la maldad: un personaje como el Joker conjuga ambas cosas.

Pero los rivales femeninos de Batman, que también rayan en la locura, suelen ser sexis por encima de todo, aun cuando sus cualificaciones profesionales sean impresionantes. Hiedra Venenosa, que es botánica y bioquímica, utiliza su habilidad para controlar las plantas y hacer que cualquier hombre se enamore de ella. Harley Quinn, psiquiatra, se presenta como una animadora que se ha vuelto malvada: cabello rubio y unas coletas adorables, pantalón corto minúsculo, camiseta ceñida, gorra de béisbol. En cuanto a Catwoman, cuesta trabajo imaginar algún otro personaje de la historia del cine que haya sido interpretado por tantas mujeres supersexis, desde Eartha Kitt hasta Michelle Pfeiffer. Y eso sin tener en cuenta su ceñido traje de látex negro y sus coquetas orejitas de gata.

Los personajes masculinos, en el hipermasculino mundo de los superhéroes, primero transmiten fuerza, lo demás viene después. También podríamos morirnos por los huesos de Lobezno o de Aquaman (por citar solo dos nombres al azar mientras miro en Internet), pero para estos héroes y villanos ser deseable es una característica secundaria. Los personajes femeninos, sin embargo, se presentan siempre a través del prisma del atractivo sexual. Wonder Woman era igual de fuerte que Supermán, pero era necesario que también tuviera, en palabras de su creador, el atractivo de una mujer bella.4 William Moulton Marston creó a Wonder Woman haciendo conscientemente un guiño a la mitología griega, y escribió con conocimiento de la tradición homérica en la narrativa de los superhéroes. Él deseaba una heroína que fuera superior a los hombres en fuerza, pero que también destacara en atractivo femenino. Marston escribió luego, dirigiéndose a la editorial, que los chicos jóvenes que leyeran un cómic de una mujer atractiva más fuerte que ellos «¡se sentirán orgullosos de convertirse en sus esclavos!». El ser deseable (por lo menos en la mente de su creador) formaba parte del personaje desde el principio.

De modo que, volviendo a Jenófanes, si los leones tuvie­ ran manos como los hombres y supieran dibujar, sus dioses parecerían leones. Pero ¿cómo serían las diosas-leonas? ¿Se ajustarían a los ideales masculinos de la femineidad, tal y como les ocurre con tanta frecuencia a los personajes femeninos del arte humano? Y si esos leones siguieran dibujando a sus dioses en el siglo XX, me gustaría saber si sus cómics seguirían el mismo patrón que los nuestros. A lo mejor los leones también crearían personajes hipermasculinos de fuerza superleonina, junto a atractivas leonas de pelaje cortísimo. Supongo que no lo sabremos nunca. Aunque no puedo evitar acordarme de que en El rey león de 1944 su padre, su malvado tío, sus dos compañeros de diversiones y su consejero son todos machos. Los personajes hembras son su novia, su madre y una hiena.

Casualmente, los cómics me siguen gustando. Me gustan Catwoman y Wonder Woman, aunque hayan sido creadas como fantasías masculinas. Batman también es una fantasía masculina, aunque lo fantástico sean sus artilugios y riquezas, más que sus músculos. Lo mismo cabe decir de James Bond, por supuesto: lo deseable es su estilo de vida, en vez de su cuerpo (aunque uno es muy libre de desearlo también). Lo que pretendo decir no es que los hombres creen obras de arte deficientes, sino que, si tenemos solo obras de arte creadas por hombres, tal vez nos convenga tener eso en cuenta cuando reaccionemos a ellas. James Bond nos muestra quién quería ser Ian Fleming (y por extensión al menos algunos de sus lectores); Pussy Galore solo nos muestra a quién deseaba disparar.

La solución para llenar los huecos que faltan de esa imagen parcial es sencilla. Ahora las mujeres podemos crear obras de arte, y no necesitamos el permiso de nadie. Podemos crear nuestras propias historias de todos esos dioses y monstruos, y —si queremos— hacerlas a nuestra imagen y semejanza.

No existe un ejemplo mejor que el de Lizzo y Cardi B, en el vídeo de «Rumors»: dos mujeres que se hallan en la cumbre de su éxito devolviendo el golpe a todos los que difunden mentiras y comentarios crueles sobre ellas en la red. Citan algunas de las afirmaciones más extravagantes y coinciden, inexpresivas, en que todas esas tonterías son ciertas. También rechazan las infinitas críticas a sus cuerpos y a su comportamiento: que están demasiado gordas, que parecen putas, que son unas deslenguadas. Y lo hacen vestidas como diosas griegas. Lizzo se pasea por el plató, que es un espacio generado por ordenador y lleno de jarrones gigantes y cuadros animados e insolentes, luciendo un vestido de lamé dorado. Lo lleva ceñido a la cintura con un cinturón de oro, y va calzada con unas botas doradas. También lleva joyas de oro y una manicura dorada. Las bailarinas que la acompañan aparecen en lo alto de unas columnas jónicas, también vestidas de dorado. Lizzo nos hace un guiño al tiempo que baila entre ellas. El mensaje subliminal de estas cautivadoras imágenes en comparación con la letra, que detalla solo algunos de los comentarios hirientes dirigidos a ella, parece estar claro. Si uno no reconoce a Lizzo como una diosa griega de la época moderna, debería mirar con más atención.

La cámara se centra luego en Cardi B, que está encaramada en lo alto de un trono leyendo un pergamino. Va vestida con una falda blanca abierta y la parte superior de un bikini, y lleva unas delgadas cadenas de oro que le cuelgan sobre su barriga de embarazada. Calza unas sandalias doradas atadas a las pantorrillas. Por el respaldo de su asiento asciende una escultura en forma de serpiente. Por si alguien no capta el mensaje freudiano de esta escena, también lleva unos gigantescos pendientes de oro con forma de berenjena. (Aquellos que no han tenido citas románticas durante la era de los emojis, sepan que esta imagen de dibujos animados de una berenjena se ha convertido en un símbolo de los genitales masculinos. Tengan en cuenta esta información y úsenla con sensatez.)

A continuación, las dos mujeres aparecen en toda su gloria: Lizzo se ha puesto una malla de color blanco y un magnífico tocado que recrea las asas de un jarrón a ambos lados de su cabeza. No es solo una diosa, es una obra de arte. Cardi B luce otro tocado igual de espectacular: un capitel (remate de una columna) de estilo jónico elaborado con oro muy brillante. Los haters podrán decir que tiene tetas falsas, si quieren: es arquitectura, no necesita su aprobación. Cada vez que alguien me pregunte si lo clásico es elitista de manera irrecuperable —de raza blanca, masculino y rancio, según acusan—, lo remitiré a este vídeo.

Y yo misma volveré a verlo por si acaso. Así, cuando regrese a la poesía, la pintura y la escultura creadas por genios varones a lo largo de milenios, tendré además otro punto de vista en mi mente. De manera que esta es la respuesta que doy a la pregunta que formuló Jenófanes. Cuando las mujeres crean obras de arte como los hombres, sus diosas están divinas.

I

LAS MUSAS

Estamos en un museo abarrotado de obras de arte, pero vacío de visitantes. ¿Ya ha cerrado por hoy, o será que hemos llegado temprano? Mientras vamos sorteando esculturas de Atenea y de otros dioses y diosas, la claridad diurna penetra por una claraboya que hay en el tejado de una galería situada enfrente de nosotros. Ese haz de luz aparta la oscuridad que nos rodea. Ilumina un único jarrón, una enorme pieza de terracota cubierta de figuras de color negro. Representa una de las escenas más populares de la mitología griega: Hércules (Heracles, por darle el nombre griego) luchando con el león de Nemea. El león está erguido sobre sus cuartos traseros, tiene las fauces abiertas y una pata extendida para atacar a Hércules. El héroe no parece preocupado: tiene el brazo derecho extendido hacia atrás, listo para golpear. Su mano izquierda está desplazada hacia delante, lo mismo que la del león. Quizá está a punto de asirlo por la tupida melena.

Sobre esta imagen hay una cenefa de color negro con dibujos geométricos, y por encima de esta, en el cuello del jarrón, una segunda imagen figurativa: cinco musas, todas ellas vestidas con túnicas blancas similares, pero con sutiles diferencias, que les caen desde los hombros y van ceñidas en la cintura. Cada una lleva el pelo cuidadosamente peinado: recogido en bucles en lo alto de la cabeza, suelto en ondas por la espalda, sujeto en un moño. Cinco es un número poco habitual para las musas; según Pausanias, geógrafo del siglo II, los primeros autores (sus obras no se han conservado) afirmaban que existían tres musas, después cuatro. En la época de Hesíodo, en el siglo VIII o tal vez el VII a. C. —nuestra fuente más antigua—, había nueve.

Las musas nos miran de frente. Todavía no lo sabemos, pero luego nos daremos cuenta de que son Calíope, musa de la poesía épica; Clío, musa de la historia; Talía, musa de la comedia; Terpsícore, musa de la danza; Melpómene, musa de la tragedia. Clío sostiene un pergamino que representa la historia, y Melpómene lleva en la mano una máscara de tragedia. Puede que no sean lo primero que vemos al contemplar ese jarrón, pero no van a tardar en ser lo único. Quizá sea un pequeño recordatorio de que el término «museo» significa hogar de las musas. Ellas son las dueñas de este espacio, y nosotros somos su público.

Esta es la secuencia inicial de la película de Disney de 1997 titulada Hércules. Empieza a sonar la música, y las musas hacen lo que viene siendo natural en ellas desde hace milenios: cantar y bailar. Son como el coro de una obra cómica: reaccionan a medida que va desarrollándose el argumento (de modo espléndido cuando hacen de cantantes acompañantes en el tema «I Won’t Say I’m in Love», a mitad de la película). También nos ofrecen un poco de argumento previo al principio. En este caso, es la historia de la Titanomaquia; la guerra entre los dioses del Olimpo, encabezados por Zeus, y los titanes, una anterior raza de dioses que se rebelaron contra ellos. Aunque Zeus salió victorioso, no tardamos en descubrir que los titanes aguardan a ser liberados de su prisión subterránea para intentarlo de nuevo. Hades, el dios del Inframundo, está listo para orquestar este ataque, pero un enclenque mortal se interpone en su camino.

Y así queda preparada la escena para una versión enormemente ingeniosa y sofisticada de la historia de He­ racles. No solo eso, además las musas han continuado una tradición que tuvo su comienzo en el poema de Hesíodo, la Teogonía. Este nos presenta a un grupo de bellas diosas que, mediante cantos, nos hablan de los primeros dioses. Las musas de Disney hacen precisamente lo mismo: de hecho, nuestra historia empieza mucho tiempo antes de Hércules, muchos eones atrás, dice Calíope mientras preparan el número con el que comienza la película. Calíope está a punto de contarnos una historia bastante extravagante. Así pues, ¿podemos fiarnos de ella? Bueno, Hesíodo sí se fía en su poema, y nosotros también deberíamos. Aunque estas musas no estuvieran interpretando un número de gospel, sabríamos con seguridad que podíamos fiarnos de ellas al ver cómo se titula la canción: «The Gospel Truth [La Verdad según el Evangelio]».

La Teogonía cuenta el origen de los dioses, el comienzo de la mitología griega. Hesíodo detalla la creación de las primeras potencias —Caos, Cielo, Tierra— y después la llegada gradual de divinidades más familiares: ninfas, gigantes, titanes. Gea y Urano —la Tierra y el Cielo— engendran muchos hijos, entre ellos Cronos, que será el padre de Hestia, Deméter, Hera y más tarde Hades, Poseidón y Zeus. Su madre, la diosa Rea, ayuda a Zeus a derrotar a Cronos, del mismo modo que este había derrotado a Urano.

Pero Hesíodo, antes de poder hablarnos de ninguna de estas batallas internas entre dioses y diosas, tiene que empezar por el principio. Esta es, para Hesíodo y para nosotros, una cuestión ontológica bastante peliaguda. ¿Debe comenzar con la primera potencia divina, el Caos (o Bostezo primitivo, para darle una traducción más precisa)? Eso supone todo un reto al tratarse de un vacío absoluto que a nuestra mente le cuesta trabajo comprender. Además, ¿quién es él para estar narrando esta historia? ¿Por qué hemos de fiarnos de él? Aquí no estamos hablando de la imposibilidad de conocer a los dioses primordiales, sino de la fiabilidad de nuestro narrador. Hesíodo necesita empezar su poema con algo que su público pueda entender, y necesita demostrar que él es la persona adecuada para ello. ¿Y qué mejor manera de establecer tus credenciales que apelando a las musas?

La primera palabra del poema es mousaon, es decir que las musas forman parte de esta historia desde el principio. Y como Hesíodo está deseoso de recalcar que goza de una estrecha relación con las musas, empieza por contarnos unas cuantas cosas de ellas y del lugar en el que viven. Nos explica que proceden del monte Helicón,1 que se halla en Beocia, en el centro de Grecia. Según Hesíodo (que vive cerca), se trata de una montaña grande y sagrada, y las musas bailan en torno a un arroyo lleno de flores y un altar dedicado a Cronos. Se bañan en uno de varios ríos y luego ejecutan hermosas danzas en las cumbres del Helicón. Hesíodo menciona dos veces que tienen la piel suave cuando las describe bañándose y, concretamente, también sus pies cuando danzan. Que el cuerpo femenino sea suave es algo que se supone desde que las mujeres vienen apareciendo en los relatos, no cabe imaginar que esas musas que bailan descalzas tengan la piel áspera en ninguna parte del cuerpo, ni siquiera en las plantas de los pies. A estas alturas, casi espero que empiecen a anunciar una crema hidratante. Pero no nos engañemos pensando que toda esa piel tan suave significa que no son duras. He­ síodo también señala que bailan con pies fuertes.2 Además, hay algo que no se revela en relación con estas musas: bajan de las cumbres del Helicón por la noche, veladas por la niebla. Solo entonces, cuando resultan invisibles, empiezan a cantar.

¿Y qué es lo que cantan las musas en el poema escrito por Hesíodo? Para él, lo bueno es que sus cantos hablan de Zeus, y también de Hera, Atenea, Apolo y Artemisa, así como de toda esa raza inmortal de dioses.3 Dicho de otro modo, las musas abarcan el mismo material que planea abarcar Hesíodo, con el mismo reparto de personajes. Tal vez otro poeta se sentiría un poco intimidado por esto, pero Hesíodo no, porque las propias musas le enseñaron el kalen aoiden, el bello canto. Hasta que conoció a estas diosas, Hesíodo no era poeta ni cantante; era más bien un pastor que atendía su rebaño al pie del sagrado monte Helicón.

Este encantador artificio poético ofrece una doble validación. En primer lugar, hemos de aceptar que Hesíodo sabe perfectamente de lo que está hablando cuando describe a las musas bailando o envueltas en la niebla y moviéndose en la oscuridad de la noche. Él fue un testigo presencial, literalmente vio y oyó aquello por sí mismo. De igual manera, si el lector albergaba algún escrúpulo acerca de si Hesíodo estaba cualificado para describir lo que sigue —la creación de los primeros dioses, de lo cual él no fue un testigo presencial en absoluto—, ya puede dejar de preocuparse, porque Hesíodo ha estado en contacto directo con la fuente más autorizada que podía haber: las divinas musas. Y en el caso remoto de que alguien piense que contar esta historia es darse demasiada importancia, Hesíodo está a punto de proporcionar uno de los primeros casos de falsa modestia de la literatura, porque cuando se encuentra con las musas, estas no lo felicitan por su potencial como gran poeta, ni tampoco admiran sus ovejas. De hecho, lo critican: afirman que los pastores son horribles, unos muertos de hambre. Suerte que estas musas nunca van a necesitar calcetines de lana.

Pero luego revelan un dato que resulta verdaderamente turbador para quienes estén buscando certezas en el relato que hace Hesíodo del inicio del mundo. Las musas le explican que saben contar mentiras como si fueran verdades. Y también saben, cuando quieren, decir la verdad.4 Pero ¿qué va a hacer Hesíodo para distinguir la diferencia? Y, por extensión, ¿cómo vamos a lograrlo nosotros? Hay un relato de las musas narrado por el mitógrafo Pseudo-Apolodoro5 que dice que ellas fueron las autoras del famoso enigma de la Esfinge (resuelto por Edipo antes de conocer a Yocasta y desposarla), de modo que tal vez les guste ser un enigma.

Cuantas más veces leo este inicio de la Teogonía, más me gusta; desde la falsa humildad hasta la garantía de autenticidad. Y creo que esta es la parte que prefiero. Según las musas de Hesíodo, no vamos a saber si nos están diciendo la verdad o no. Todo nos parecerá lo mismo y acaban de confesar que en ocasiones mienten. Han suprimido la certidumbre de este relato a la vez que parecen otorgarla, y lo han reconocido así ya desde el principio. Me gustaría saber si todos los textos antiguos que hablaban del origen de los dioses incluían ese alegato de responsabilidad; tal vez habríamos tenido que esforzarnos un poco más para encontrar algo por lo que luchar en las guerras.

A continuación, las musas le entregan a Hesíodo un bastón de madera de laurel y le insuflan una voz divina. Ya ha desaparecido todo rastro de humildad: las musas convierten a Hesíodo en su favorito y le hacen regalos y le otorgan talentos. Una variante de esta escena la recreó en 1891 el pintor francés Gustave Moreau. En la actualidad, su cuadro titulado Hesíodo y las musas se conserva en el Museo d’Orsay. Pero este Hesíodo no es un muerto de hambre, y tampoco tiene la apariencia de un pastor corriente. En esta versión, el poeta es un joven, andrógino, bello. Está desnudo y lleva el cuerpo, finamente musculado, cubierto tan solo alrededor de la cintura por una estrecha banda de rica tela cuajada de joyas. Se mantiene de pie con el peso apoyado sobre la pierna derecha, tiene la izquierda doblada y el pie flexionado. En el suelo hay flores pisadas, quizá narcisos. En los brazos no sostiene el bastón de madera de laurel como cabría esperar al leer la Teogonía, sino una lira sumamente ornamentada y pintada de un rojo vivo, blanco y verde. Las cuerdas son de oro. Sus largos dedos la sujetan contra su torso desnudo. Su expresión es bastante seria, y frunce los labios mientras mira el instrumento. Se halla absolutamente concentrado en la lira, así que este joven está absorto en su nueva expresión artística.

Vemos una musa apoyada contra su espalda. Lleva sus dorados cabellos recogidos en un complicado moño y también está mirando hacia la lira. Tal vez por eso está tan apretada contra ese joven desnudo (por si sirve de algo, tengo que imaginarlo como un Hesíodo completamente distinto del que escribió los poemas, ya que me resulta imposible encajar la apariencia de este atractivo hombre desnudo con los versos del otro. Con frecuencia me pregunto: si hubiera visto este cuadro cuando era más joven, ¿me habría ido mejor en los exámenes de poesía griega sin imágenes?). Lleva un manto de color rojo y debajo una túnica blanca, y tiene su lira de oro a la espalda para poder enseñar más fácilmente a Hesíodo a tocar la suya.

Y lo hace con sumo cuidado. Su brazo derecho, estirado y apoyado en la muñeca del joven para ayudarlo con la digitación, está tan bellamente musculado como el de él. En la mano izquierda sujeta unas hojas de laurel, y Hesíodo luce una corona de laurel verde que resulta casi invisible, porque tiene el mismo color que las plumas de las hermosas alas verdiazuladas de la musa, extendidas detrás de ambos personajes. A lo lejos, por encima del arco que forman las alas, vemos una brillante estrella iluminando un templo que destaca en la cumbre de un altísimo peñasco. La música no es tan solo el regalo que le hace esta musa a un mortal, sino también una manera de celebrar lo divino, otra clase de templo. Es una escena íntima y sensual, un recordatorio de que el arte, y en particular la creación de obras artísticas, puede ser una experiencia de lo más estimulante.

En la Teogonía, las musas le dicen a Hesíodo que tiene que cantar lo que está por venir y lo que ya ha sucedido. Su tema, sin duda alguna, ha de ser la bendita raza de los seres inmortales. Pero lo primero y lo último debe ser hablar de las propias musas. Hesíodo añade que ellas cantan para su padre, Zeus, y esos son los temas que celebran: el principio de los dioses, luego el de Zeus, y después el de los hombres y los gigantes.

Pero Hesíodo nos ha dicho que primero va a cantar acerca de las musas, y no sobre lo que ellas cantan, y eso es lo que hace. Las musas nacieron en Pieria, región del norte de Grecia, y su madre era Mnemósine (Memoria).6 Este es el momento para recordar que la poesía griega más antigua era oral y no escrita (el propio Hesíodo compuso sus poemas de forma oral: los textos que conservamos de su obra son posteriores). De modo que la memoria era una facultad fundamental para los poetas como Hesíodo u Homero, que declamaban sus obras en vez de publicarlas.

En el siglo IV a. C., nada menos que Platón, en su diálogo Fedro,7 reconoció que la capacidad de recordar era crucial. Sócrates atribuye la invención de la escritura a un dios egipcio llamado Tot (su nombre en grafía griega resulta muy simpático: Θευθ). Pero aunque Tot defiende la escritura y afirma que mejora la memoria y la sabiduría, no consigue encontrar a nadie que le haga caso. El rey Tamus, que juzga la utilidad de los numerosos inventos de Tot, no se queda nada impresionado con esas afirmaciones. De hecho, dice que ocurre lo contrario: la gente pasará a depender de la escritura, que es algo externo, y dejará de usar la memoria. Escribir nos volverá olvidadizos. Es muy propio de Platón, que se sirve del personaje de Sócrates, su travieso mentor, para construir un argumento escrito que desestima el valor de la escritura. Por muy reaccionario que nos resulte Platón, en realidad tiene en parte razón: las grandes hazañas de la memoria disminuyen una vez que la escritura se convierte en algo común. Ciertamente, ahora nos parecería asombroso que alguien fuera capaz de memorizar fragmentos extensos de la Ilíada o la Odisea. Y sin embargo, los rapsodas (declamadores de poemas épicos) hacían eso para ganarse la vida. Puede que el hecho de leer nos abra la mente, pero no favorece en absoluto la memoria.

Así pues, Hesíodo revela la relación íntima y maternal que existe entre la memoria y cualquier forma de creatividad. Las musas descienden de dos poderosas deidades: Zeus, el rey de los dioses del Olimpo, y Mnemósine, una titánide de la generación de dioses que lo precedió. Mnemósine da a luz a sus nueve hijas en el monte Olimpo, de manera que las musas también pueden presumir de tener dos hogares elevados y sagrados: el Olimpo, donde nacieron, y el Helicón, donde se mostraron a Hesíodo. Desde el día de su nacimiento, son homófronas,8 iguales en pensamiento.

Y a continuación, después de hablar un poco más de cómo bailan y cantan y de lo encantadoras que son, Hesíodo nos dice cómo se llaman. Es la primera vez que sus nombres aparecen registrados en una fuente que haya sobrevivido hasta nosotros. Homero tiene una mención anterior de nueve musas, pero no aporta los nombres, aunque en diversas ocasiones menciona a una musa en concreto y a varias en plural. Es preciso recordar el primer verso de la Odisea, que comienza diciendo: «Háblame, musa, del hombre que se vio zarandeado en todas direcciones». Homero no se está refiriendo a la historia del náufrago Odiseo por sí solo, necesita la ayuda de una musa. Si esta no le cuenta primero la anécdota, él no puede compartirla con nosotros, su público. De modo que, aunque esta frase pueda sonar más bien perentoria, en ella subyace una auténtica preocupación. El poeta necesita a las musas o no podrá componer nada. Tal y como dice Homero en la Ilíada,9 estas diosas están siempre presentes y lo saben todo. Ningún poeta podría esperar haber sido testigo de todos esos acontecimientos que suceden a lo largo y lo ancho del espacio y del tiempo, mundos mortales e inmortales. De modo que, si las musas no le revelan las cosas, él no tendrá nada que contar.

En el último canto de la Odisea, Homero dice que las nueve musas cantaron en el funeral de Aquiles.10 Agamenón, desde la tumba, le cuenta a Aquiles lo que ha sucedido después de su muerte. Es propio de la relación entre los dos que, incluso después de haber muerto ambos, Agamenón todavía tenga la impresión de que toda la suerte la tiene Aquiles. Tú has sido bendecido, le dice, al haber muerto en Troya, lejos de Argos. Seguro que el lector adivina dónde murió Agamenón, porque su resentimiento dista mucho de ser subliminal. Es evidente, a la vista de todos. ¿Por qué estaba tan resentido? Bien, según lo que cuenta aquí, murió a manos del malvado novio de su esposa, Egisto. No existe mención alguna del funeral que se le hizo, y podemos suponer que, como mucho, fue una ceremonia superficial. Mientras que Aquiles, tal como cuen­ ta Agamenón de forma bastante extensa, tuvo una despedida grandiosa a la que asistieron divinidades como las ninfas marinas y las musas. Las nueve cantaron lamentaciones por él. De modo que eso es lo que significa ser hijo de una diosa y morir como un héroe: las propias musas cantarán en tu funeral.

Pero no conocemos los nombres de esas musas hasta que nos los proporciona Hesíodo en una importante lista.11 Clío y Euterpe, Talía y Melpómene, Terpsícore y Erato, Polimnia, Urania y Calíope, que es la más importante porque acompaña a los reyes, añade Hesíodo. En esta lista, a las musas aún no se les han asignado sus especialidades, lo que no ocurre hasta relatos posteriores, pero al final llegarán a abarcarlo todo, desde la escritura de la historia hasta los himnos sagrados, la danza y la poesía épica. Así que Terpsícore no es todavía la musa de la danza y Polimnia (llamada también Polyhymnia) aún no es la encargada de los cánticos sagrados. Todas comparten la responsabilidad de conseguir que los hombres sean persuasivos, apaciguados y habilidosos en su forma de hablar. Literalmente, dice Hesíodo, vierten rocío dulce sobre las lenguas.12 Ese es el don divino que regalan las musas a los hombres, ya que alivia los corazones afligidos. Para cualquiera que alguna vez haya calmado un corazón roto mediante la interpretación de una canción triste (o incluso una alegre, aunque me cuesta imaginar quién haría algo así), sabemos que, en esto al menos, Hesíodo está en lo cierto.

Es aquí donde por fin tenemos una idea real del poder de las musas. Hesíodo ya las ha descrito como unas diosas encantadoras, bellas y de piel suave, que siempre están bailando. Pero ¿realmente Homero necesitaba empezar la Odisea apelando a una diosa encantadora y danzarina? Lo que él necesita, al igual que Hesíodo, es talento, carisma, persuasión, la capacidad de mejorar el estado de los corazones de quienes le oyen con solo el poder de sus palabras, con su canto. Y esas diosas tienen ese poder, si deciden compartirlo. No es de extrañar que los poetas que ha habido a lo largo de la historia les hayan pedido ayuda.

Hesíodo concluye esta breve sección sobre las musas rogándoles que compartan con él su don divino. Quiere componer su grandioso poema sobre los dioses, y para eso necesita su ayuda. Contadme esta historia desde el principio, suplica. Contadme cuál fue el dios que apareció primero. Y así, después de haber iniciado el poema apelando a ellas como las diosas locales del monte Helicón, después de describir de forma reverencial —como un muchacho del pueblo que ha logrado triunfar— sus danzas y sus hogares, después de enumerar sus nombres, elogiar sus talentos y su generosidad y, por último, lanzar su apasionada petición de ayuda, ¿cómo podrían ellas negarse?

Es un capricho de la generosidad de las musas que solo nos enteremos de su existencia cuando conceden un deseo a un poeta. Usted o yo podríamos suplicarles que nos otorgaran la inspiración divina, y ellas podrían negárnosla. Al fin y al cabo, no pueden decir que sí a todo el mundo. Pero, claro, en ese caso no encontraríamos las palabras o las ideas adecuadas para componer nuestro poema épico (o historia, tragedia, etc.), así que esa obra no se crearía nunca. Dicho de otro modo, nadie puede afirmar haber creado una obra sin su ayuda. El mero hecho de que exista es una demostración de que las musas nos han sonreído. Si no acceden a nuestra petición, no habrá nada que atestigüe que nos han rechazado. Solo habrá una página en blanco, un escenario desierto, una lira muda. A lo largo de toda la historia, poetas y artistas han suplicado ayuda a las musas, porque la alternativa es el bloqueo del escritor, otorgado por Dios.

Esto es lo que ocurre en un relato del Canto II de la Ilíada.13 Al describir un lugar —Dorión— del Peloponeso, Homero señala que ahí fue donde las musas interrumpieron el canto —pausan aoides— de Tamiris el Tracio. Tamiris (también llamado Tamiras en distintas fuentes) hace un alarde asombroso, de tan estúpido. Convencido de sus habilidades en el canto, se jactó de poder superar a las musas en una competición musical. Nunca sale nada bueno de los mortales que se jactan de poder vencer a los dioses en algo. Pero el pobre Tamiris no había aprendido esa lección tan primordial, y la represalia fue instantánea. Homero nos cuenta que las musas, indignadas, lo paralizaron, le arrebataron su dulce canto y le hicieron olvidar cómo se tocaba la cítara (un instrumento de cuerda parecido a la lira).

Esta misma historia la cuenta Pseudo-Apolodoro en su Biblioteca, pero en este caso lo que está en juego es aún más importante, y el castigo por fracasar es, por consiguiente, más terrible. En esta versión, el bello Tamiris también reta a las musas a una competición musical. La frase en griego que describe esto muestra cuán mala es esa idea: mousikes erise mousais.14 Obviamente, la música pertenece a las musas, una expresión prácticamente idéntica en español. Lo único que cambia es el verbo, que significa desafiar, pelear o causar conflicto. Esto no puede acabar bien.

En la mitología griega, y hasta cierto punto en la historia de Grecia, las competiciones suelen llevarse a cabo para obtener la gloria, más que para obtener una ganancia material. Existen excepciones, por supuesto; todo el argumento de la tragedia Áyax de Sófocles está centrado en la vergüenza que experimenta Áyax cuando pierde una competición para ganar la armadura del difunto Aquiles. Odiseo lo vence en una lucha de fuerza física y de ingenio, y Áyax se vuelve contra sus camaradas y luego contra sí mismo. Pero las competiciones teatrales y deportivas, desde los festivales dionisíacos hasta los juegos olímpicos, rara vez se recompensaban con oro u otros tesoros. El dramaturgo más popular podía ganar una corona de laurel. O Píndaro podía escribir una oda inspirada en la tremenda destreza en el deporte de un atleta que se hubiera alzado con la victoria.

Pero hay algunas excepciones interesantes, en particular las competiciones por el premio de desposar a una mujer deseable. Penélope organiza una competición de ese tipo en el Canto XXI de la Odisea. Empeñada en evitar casarse de nuevo, sugiere que solo tomará como marido al hombre que consiga tensar el arco de Odiseo y disparar una flecha a través de doce hachas.15 Explícitamente se refiere al matrimonio con ella, la reina de Ítaca (mediante el cual un hombre adquiriría el estatus de rey de Ítaca, podemos suponer), como el aethlon, el premio. Todos los pretendientes resultan ser demasiado débiles o ineptos para tensar el arco, lo cual permite que lo haga el auténtico Odiseo disfrazado y, a continuación, mate a los hombres que han estado molestando a su mujer.

Sin embargo, Tamiris ha puesto sus miras más allá de contraer matrimonio con la esposa ideal de la Odisea. El premio que elige él como apuesta en su competición contra las musas es la oportunidad de acostarse con todas ellas. Normalmente me gustan los hombres que poseen ambición, pero existen límites, y el pobre Tamiris los ha sobrepasado. Aparentemente ciego al riesgo que está asumiendo, acepta las condiciones de las musas: de acuerdo, si demuestra ser el mejor músico podrá acostarse con las nueve (el texto en griego no especifica si de una en una o de forma co­ lectiva). Pero si resulta ser menos bueno que ellas, podrán privarle de lo que escojan. En esta narrativa no hay suspense alguno, imposible que lo haya. Tamiris ha exhibido la arquetípica arrogancia desmedida al creerse superior a las diosas. Las musas son mejores músicos, continúa diciendo Pseudo-Apolodoro, de modo que le arrancan los ojos y le privan de la capacidad de tocar la lira. Con las musas no conviene andar tonteando.

Sófocles escribió una obra de teatro basada en esta historia, aunque solo se conservan un par de fragmentos. Tamiris es probablemente la misma tragedia que la que se menciona en un par de fuentes antiguas con el título de Las musas. Por desgracia, no sabemos si esas musas eran personajes aislados o formaban el coro (aunque los coros, por lo general, constaban de doce o quince miembros y las musas nunca son más de nueve). Pero sí sabemos que el propio Sófocles apareció en la primera producción tocando la cítara. Según una antigua biografía del dramaturgo,16 esa es la razón por la que el retrato suyo que figura en el Stoa Poikile —una columnata o porche que se construyó en el siglo V a. C. en el lado norte del ágora o mercado— lo mostraba sujetando una lira. En la Atenas actual todavía es posible ver las ruinas de ese pórtico pintado, aunque el retrato de Sófocles hace ya mucho tiempo que desapareció.

Nos resulta fácil olvidar que una gran parte de las tragedias y todos los poemas de Hesíodo y de Homero no se interpretaban en escena, sino que se cantaban. De modo que las musas influyen en los creadores de maneras diversas; no basta con componer hermosos versos, también se necesita su ayuda para la interpretación musical. Y esa versión sofoclea de la historia de Tamiris, aunque los fragmentos que tenemos sean tan escasos, constituye un buen ejemplo. Esos poetas que muestran a las musas en acción dependen de ellas para poder escribir e interpretar, pues la pérdida de dichas capacidades sería desastrosa. ¿Quedarse sin ojos es un destino mucho peor para Tamiris que perder la capacidad de tocar la lira? ¿Cómo funcionaría: uno se olvidaría de saber tocar y de que antes sí sabía? ¿O simplemente perdería la capacidad y conservaría el recuerdo? ¿Se convertiría en un Salieri de su antiguo Mozart? Es un destino brutal, se mire como se mire.

Sobreviven relativamente pocas historias de las musas del mundo antiguo, y a menudo muestran ejemplos parecidos de venganza instantánea y terrible por apuestas y competiciones arrogantes. Las sirenas —que son el máximo exponente de canto poderoso y destructivo, ya que la rara expresión «cantos de sirena» ha pasado del mito al lenguaje popular— pierden hasta las plumas de las alas cuando proponen y luego se quedan cortas en una competición contra las musas.17 Las musas no solo se quedan con las plumas de las sirenas, sino que además se adornan con ellas: un triunfalismo causal y ornamental.

No obstante, es posible que las musas pudieran tener una buena razón para estar tan a la defensiva. En el Libro V de las Metamorfosis de Ovidio, su vasto compendio de transformaciones en la mitología griega, Minerva (el nombre romano de la diosa Atenea) visita a las musas en el monte Helicón. Está ansiosa por ver el manantial que se formó en el lugar en que Pegaso, el caballo alado hijo de Medusa y Poseidón, pateó el suelo con su pezuña. Las musas están encantadas de exhibir su nueva fuente, y una de ellas le hace un cumplido a Minerva: podría unirse a ellas si quisiera, porque ha concedido un alto valor a las artes. Y esta musa no identificada añade que serían felices del todo si sus vidas estuvieran totalmente a salvo.18 Pero dice que todo aterroriza a sus mentes virginales. A ella todavía se le aparece el horrible rostro del rey Pireneo, y su mente aún no se ha recuperado. Podríamos intentar restarle importancia a esta experiencia considerándola una exageración para causar un efecto poético, pero cuesta entender el motivo. La musa es muy clara al describir lo que se parece mucho al estrés postraumático: una ansiedad constante y ver una y otra vez el rostro de un hombre que obviamente la ha asustado.

Continúa narrando la historia. Las musas iban de camino a su templo del monte Parnaso, lo que suponía atravesar unas tierras que controlaba Pireneo. Este se aproxima a ellas fallaci [...] vultu, que literalmente quiere decir con un rostro falso. Se dirige a ellas llamándolas hijas de Memoria. Sabía quiénes éramos, añade ella. Pireneo les ruega que se resguarden en su casa, porque está lloviendo. Los dioses han visitado hogares más humildes que el suyo, agrega. Las musas, impulsadas por esas palabras y por el mal tiempo, entran en la casa. Cuando cambia el viento y amaina la lluvia, intentan marcharse, pero Pireneo las encierra y vimque parat,19 se dispone a emplear la fuerza, esto es, para intentar violarlas. Las musas se valen de sus alas para escapar. Pireneo va tras ellas y sube a lo alto de una torre. Vayáis a donde vayáis, les dice, yo tomaré el mismo camino.

Tanto las cosas que dice como las que hace indican que parece estar un poco trastornado, igual que el villano de un thriller melodramático. Y la musa lo describe como vecors, es decir, loco. Es obvio que no puede perseguir a nueve diosas aladas, ni juntas ni por separado. Cae de bruces, literalmente y desde una gran altura, y se rompe todos los huesos. Al morir, mancha el suelo con su maléfica sangre.

Está claro que las musas han quedado traumatizadas tras este encuentro. En ningún momento se pone en tela de juicio su superioridad sobre el agresor, tal como cuenta el relato: ellas son inmortales, pueden volar, lo superaban en número. Pero no por ello ha resultado menos angustioso el intento de violación. Incluso ahora, un momento posterior que no se especifica, el recuerdo de lo sucedido impide a las musas llevar una existencia totalmente feliz. En vez de eso, viven aterradas de que sus vidas puedan correr peligro tanto ahora como en el futuro. Las consecuencias de un intento de agresión pueden sentirse de muchas formas, incluso en el caso de una diosa.

En este momento, la musa es interrumpida por el rumor de unas alas y unas voces parlanchinas. Por encima de ellas, en los árboles, se han posado nueve urracas. Minerva se queda perpleja durante unos instantes, porque las voces parecen muy humanas. Pero la musa le explica que esas urracas son unas recién llegadas.20 Eran mujeres mortales, hijas del rico terrateniente Piero y su esposa Euippe. Y ahora se encuentran en ese triste estado porque, al igual que tantos otros, perdieron una contienda con las musas. Ese grupito de hermanas estúpidas (las musas en ningún momento nos han prometido un relato imparcial) viajaron hasta el Parnaso y declararon la guerra a las diosas. La expresión que utiliza es committit proelia, trabar batalla. Y vemos a qué se refiere cuando una de las hijas de Piero empieza a hablar. Dejad de engañar a la chusma inculta con esa cháchara edulcorada, dice. Si confiáis en vuestro talento, competiréis contra nosotras. Nadie nos gana en voz ni en destrezas. Y nosotras somos nueve, igual que vosotras. Si perdéis, nos entregaréis dos fuentes sagradas. Y si perdemos nosotras, renunciaremos a nuestro hogar y a nuestras tierras. Las ninfas pueden hacer de jueces de la competición.

En la ciudad de donde soy yo —y Birmingham tiene muy poco en común con el monte Parnaso en otros aspectos—, esto se llama provocar. ¿Qué tienen las musas, que hace que tanto hombres como mujeres crean que pueden competir con ellas, conquistarlas? Son al mismo tiempo apreciadas (por los poetas en los primeros versos) y subestimadas (por músicos, sirenas, hermanas y demás). No son las únicas diosas a las que se trata con esa arrogancia: Níobe se compara a sí misma con Leto, Aracne se compara con Atenea. En capítulos posteriores veremos más relatos de mortales insensatos y sus intentos de ser superiores a los dioses. Pero parece que les sucede a las musas con una frecuencia poco común. Me pregunto si será porque sus cualidades están prácticamente diseñadas para adormecernos con una falsa sensación de seguridad: son bellas, bailan, cantan. Todas estas características las poseen otras diosas e incluso seres mortales de forma más amenazante: a menudo se nos dice que Afrodita y su mitad humana y mortal Helena de Esparta (más adelante Helena de Troya) poseen una belleza destructiva, o como mínimo inspiran un impulso destructivo (o autodestructivo) en los hombres que las desean. Las ménades o bacantes —mujeres poseídas por un frenesí religioso para el dios Dionisio— también son destructivas, cuando bailan. Arrasan bosques silvestres y montañas, y todo hombre sensato debe procurar no acercarse a ellas, porque, de lo contrario, es muy posible que acabe muerto, despedazado por esas mujeres tan fuertes inspiradas por un dios. Entretanto, las sirenas son tan letales para los marineros que solo un hombre, Odiseo, oye su canto y vive para contarlo. Y ello se debe a que ha hecho caso del consejo que le dio la hechicera Circe y ordenó a sus hombres que lo ataran al mástil del barco para que le resultase físicamente imposible arrojarse al mar cuando sintiera el impulso irresistible de hacerlo.

Las musas no se presentan como unas diosas de belleza peligrosa, sino más bien —tal y como las describe Hesíodo— como unos seres hermosos que forman parte de un magnífico paisaje bucólico. Su canto no hace que los hombres se ahoguen en el intento de querer oír más, sino que los inspira a crear poesía, a hacer teatro, cantar y componer música. Cuando bailan ni siquiera se les endurecen los pies, y mucho menos terminan despedazando a nadie. Aunque las musas a las que se refiere Píndaro —ese poeta lírico de principios del siglo V a. C. oriundo de Tebas—, son ioplokamon,21 tienen el pelo del color de las violetas, lo cual por lo menos les concede un simpático aire gótico.

De manera que si intentáramos describir a las musas en comparación con esos otros personajes, tal vez podríamos imaginárnoslas como seres poseedores de una belleza constructiva más que destructiva. Con su existencia nos hacen mejores a nosotros. Como tienen canciones, bailes y poseen talento musical, nosotros también podríamos tener esas cosas si se lo pedimos muy educadamente al comienzo de nuestro esfuerzo creativo. Pero hay personas incapaces de ver esa generosidad sin desear poseerla, como le ocurrió a Tamiris, profanarla como Pireneo o destronarla como las hijas de Piero. Y cuando las musas se ven amenazadas, ya sea en su integridad física o en su reputación, es cuando estallan y se cobran venganza.

Las musas no desean competir con las hijas de Piero; consideran turpe —vergonzoso—22 entrar en esa competición, pero aún más vergonzoso rendirse. Las ninfas acceden a ser los jueces y prometen por sus ríos (el equivalente entre las ninfas de jurar sobre un libro sagrado) que juzgarán con justicia. La primera piérida da un paso al frente dispuesta a cantar y narra la historia de la Gigantomaquia, la guerra entre los dioses y los gigantes. En su versión —contraria a la versión recibida con la que las musas podrían estar familiarizadas— los gigantes vencen a los dioses. Una vez más, cuesta no ver esto como un arrebato temprano en una guerra que no se puede esperar ganar. No solo se están enfrentando a las musas en su propio terreno, también están cantando canciones que hablan de dioses y diosas inmortales que salen perdedores.

En respuesta a esta actuación, Calíope sale a escena para dar su divina réplica. Empieza recordándole al público que hay un gigante —ella lo llama Tifón, aunque otras fuentes dicen Encélado— encerrado en Sicilia, bajo el monte Etna. Su constante retorcerse con furia es lo que ocasiona de vez en cuando las erupciones del Etna. A continuación, pasa a describir el rapto de Proserpina (Perséfone, por dar su nombre en griego) por parte de Plutón o Dis. Este es un relato muy conocido, en el que un dios es un depredador sexual y una diosa —Ceres o Deméter, madre de Proserpina— es una heroína incansable. Lo analizaremos en profundidad más adelante, en el capítulo dedicado a Deméter.

Una de las cualidades que debe tener un buen artista es la de conocer a su público, y Calíope incluye una sección entera sobre cómo la ninfa Ciane intenta impedir que Plutón secuestre a Proserpina. Ciane se enfrenta a él y lo regaña recordándole que debería haber pedido permiso a Proserpina y el consentimiento de Ceres, su madre. Luego, la ninfa se niega a dejarlo pasar. Plutón se sirve de su fuerza divina para abrir una ruta nueva hacia el Hades. Ciane se queda tan traumatizada por este comportamiento que se diluye en el agua en la que vive.

Casi no hace falta decir que si tu canto está siendo juzgado por las ninfas, no estaría mal incluir una sección trágica que hable de una valiente ninfa que intentó ayudar a salvar la vida de una diosa inocente de las depredaciones sexuales de su tío. Ciane se comporta de manera fraternal con Proserpina, por lo que tal vez las ninfas que juzgan esta competición tengan la misma cortesía con Calíope. A continuación, la musa continúa con su tema de la solidaridad femenina.

Ceres empieza a buscar a su hija raptada y —quién lo hubiera imaginado— le ofrece ayuda otra ninfa, Aretusa. Esta vio cómo se llevaban a Proserpina, aterrorizada, al Inframundo para convertirse en su reina. Con esta información, Ceres puede acudir a Júpiter, el rey de los dioses, y exigir que su hija vuelva. Júpiter no ayuda, prefiere definir la constante agresión sexual de Plutón a Proserpina como un acto de amor.23 Pero Ceres se niega a rendirse, incluso cuando todo parece estar perdido. El compromiso al que accede Júpiter —que Proserpina pueda regresar solo durante una parte del año, razón por la que tenemos meses de frío y oscuridad sin ella en invierno— es la concesión a regañadientes de unas deidades masculinas que tienen que amoldarse a una diosa que no está dispuesta a claudicar.